“Mi madre pidió que lo llamara”, dijo el pequeño mendigo; cuando el millonario vio quién era…

Señor, ¿puede ayudarme a comprar un corazón para mi mamá?” Lo pidió un niño sin hogar a un millonario. Pero al entender el verdadero motivo de la petición, el millonario entra en desesperación y hace de todo para ayudar al niño. “Oiga, señor, ¿podría comprar un corazón para mi madre?”, preguntó Bernardo, encarando al hombre elegante que caminaba apurado por la acera.
El niño apenas conseguía mantenerse en pie. Le temblaban las piernas de debilidad, resultado de otro día entero sin comer bien. Sostenía con las dos manos una lata abollada donde unas pocas monedas chocaban entre sí, produciendo un sonido pequeño, triste, como si resonara su propia necesidad.
“Comprar un corazón”, repitió el hombre deteniéndose frente al chico. “¿Qué clase de pregunta extraña es esa, pequeño?”, preguntó abriendo una sonrisa leve y curiosa. Aquella petición lo desarmó por completo. Había algo en aquella voz infantil que parecía demasiado sincero como para ser ignorado. A su lado, una mujer de aspecto refinado observaba la escena con incomodidad. Sus tacones golpeaban el suelo con un ritmo impaciente.
Iba vestida con una elegancia impecable y sujetaba contra el cuerpo un bolso de marca. La mirada altiva dejaba claro que no quería estar allí. ¿Pero por qué le estás prestando atención a ese niño, Ricardo? Los socios inversores ya te están esperando en la empresa”, dijo Ivana con un tono seco.
Lanzó una mirada de reproche a su marido, como si la simple idea de parar para hablar con un niño de la calle fuera un retraso imperdonable. “Calma, Ivana, ya nos vamos”, respondió Ricardo intentando mantener la tranquilidad. Volvió a dirigirse al chico y se agachó un poco, quedando casi a su altura. Pero dime, chiquillo, ¿por qué estás en la calle pidiendo un corazón a quien pasa? Preguntó el millonario con una expresión que mezclaba sorpresa y ternura. Bernardo respiró hondo antes de responder.
La voz débil apenas salía. Es que mi madre lo necesita mucho, señor. Solo va a mejorar y poder levantarse de la cama cuando tenga un corazón nuevo en el pecho. Eso fue lo que ella me explicó. Dijo el niño con los ojos vidriosos y un hilo de esperanza en la voz.
Alzó la latita mostrando las moneditas que había conseguido de limosna durante la mañana. Ricardo se quedó inmóvil durante unos segundos, conmovido por la pureza de aquella petición. “Ah, ya entiendo. Entonces, ¿tu madre necesita un trasplante, ¿verdad?”, preguntó con un nudo formándose en la garganta.
Aquel niño estaba pidiendo algo imposible, pero lo hacía con tanta fe que era difícil no emocionarse. Bernardo asintió despacio. Su mirada era dulce, pero cansada. Casi nadie le prestaba atención y cuando alguien lo hacía era solo para arrojar una moneda sin siquiera mirarle. Pero aquel hombre diferente estaba allí con traje caro y reloj brillante, mirándolo como si su dolor importara. Sí, es eso mismo, señor.
Entonces quise saber si había alguien que pudiera comprar enseguida un corazón para ella, porque con mis moneditas creo que no voy a conseguirlo. Respondió Bernardo con una pequeña sonrisa. La ingenuidad del chico arrancó una risa leve de Ricardo. Era imposible no encantarse con tanta inocencia. Entiendo.
Qué bueno sería si un corazón fuese como una prenda que uno puede entrar en una tienda y comprar, ¿verdad?, añadió con un tono dulce y paciente, cuidando de no romper el sueño del niño. Ivana, al lado ya mostraba una irritación visible. Miró a su alrededor como quien busca una salida y soltó un suspiro audible. Vamos ya, cariño, tenemos que llegar ya”, insistió cruzándose de brazos.
Su tono autoritario contrastaba con la delicadeza del marido. Ricardo le lanzó una mirada breve y asintió con la cabeza, aunque a regaña dientes por cerrar el diálogo. Aquella conversación simple e inesperada lo había tocado de un modo extraño, diferente. Se sentía dividido entre el deber y el deseo genuino de ayudar. Mira, realmente tengo que irme.
¿Pero cómo te llamas, chiquillo?”, dijo el hombre enderezándose. “Me llamo Bernardo, señor”, respondió el chico con voz baja. No quiero molestar, pero si pudiera ayudarme con algo de dinero para comprarme un poquito de comida, me pondría tan contento. “Mi madrecita está esperando que vuelva con algo para comer”, dijo el niño apretando la latita contra el pecho con una mirada llena de súplica y esperanza. Ricardo sintió un apretón en el corazón.
La escena frente a él era un retrato cruel de la desigualdad. Un chico enclenque, hambriento, implorando ayuda bajo un sol abrasador. Respiró hondo, intentando disimular la emoción. “Ningún niño debería sufrir así”, pensó en silencio. Mientras tanto, Ivana desviaba la mirada evitando involucrarse. Ese tipo de situación la incomodaba.
Todo lo que quería era seguir adelante, llegar cuanto antes a la empresa y asegurarse de que Ricardo no perdiera el tiempo. Para ella, el mundo de los negocios era la prioridad. Lo demás era distracción. Bernardo observaba con atención a la pareja. Había algo en aquel hombre que le inspiraba confianza. La postura amable, la mirada comprensiva era diferente de las personas que siempre pasaban fingiendo no verlo.
Señor, prometo que no me quedo pidiendo siempre. Solo hoy mi madre está empeorando y no quiero que se muera. La voz le falló en las últimas palabras y apartó la mirada avergonzado. Ricardo tragó saliva. No digas eso, Bernardo. Tu madre va a mejorar, ¿de acuerdo? Debe de estar muy orgullosa de ti”, dijo el hombre intentando dar algún consuelo.
La frase sonó firme, pero hasta él dudaba de lo que decía. “Yo solo quiero que ella se ponga bien, señor. Ella dice que Dios nos va a ayudar”, respondió el chico con lágrimas contenidas en los ojos. La tensión en el aire era visible. Ivana estaba claramente incómoda. Intentaba no pensar en la escena, pero algo dentro de ella la molestaba.
Era como si hubiera algo en Bernardo que no supiera explicar, una sensación extraña, casi instintiva, que la hacía querer alejarse de él lo más rápido posible. Ricardo, visiblemente conmovido por lo que acababa de oír, inclinó levemente el cuerpo hacia el niño e hizo una propuesta que sonó inesperada incluso para él mismo. Mira, Bernardo, como ahora no tengo tiempo y tampoco llevo dinero en el bolsillo, quería saber si aceptas quedarte allí en mi tienda mientras participo en una reunión y luego cuando termine te encuentro y te llevo a comer.
Así podremos hablar mejor sobre la situación de tu madre. ¿Qué te parece?, preguntó el hombre con un tono calmado y sincero. Ivana inspiró hondo y contuvo el aire un instante, como si intentara sujetar la impaciencia. Su rostro, cuidadosamente maquillado, se mantenía firme y neutro, pero por dentro el fastidio crecía.
Ricardo ha perdido totalmente el sentido. Deja esperando a los inversores por perder el tiempo con un niño mendigo”, murmuraba para sí conseguir disimular la mirada inquieta. Aún así observaba al chico con atención, como si intentara comprender por qué aquel acercamiento le estaba provocando tanto malestar.
Bernardo abrió mucho los ojos, sorprendido por la propuesta, se le entreabrió la boca y por un momento ni supo que responder. Nunca imaginó que alguien tan importante, con ropa fina y reloj caro, lo invitaría a comer. Aquello le parecía cosa de otro mundo. Estaba acostumbrado a ser invisible, a oír solo pasos apresurados y voces indiferentes.
Pero ahora de repente alguien le hablaba como si su vida tuviera valor. Yo, ¿comer usted?, preguntó tartamudeando. Vaya, de verdad no sé qué decir, añadió mirando a sus propios pies avergonzado. La voz le salía tímida, casi un susurro, como si temiera romper un sueño demasiado frágil. “Di que aceptas, va a estar muy bien”, dijo Ricardo sonriendo de forma abierta y acogedora.
Y mientras yo estoy en la reunión, puedes tomar un zumo y comer unas galletas allí en la tienda. Prometo que no voy a tardar mucho. ¿Vamos? Preguntó con un brillo amable en los ojos. Bernardo parpadeó varias veces sin creérselo. Entonces, está bien, señor. Muchas gracias, respondió el pequeño con el rostro iluminado de alegría. Los tres siguieron andando por la acera lado a lado.

Bernardo intentaba contener la emoción. Pero el cuerpecito no obedecía. Daba pequeños saltitos de felicidad mientras abrazaba la latita con fuerza. En su cabeza los pensamientos se atropellaban. Sumo y galletas. Vaya, deben de estar riquísimos. Y además voy a poder comer después. Parece hasta un sueño. Pensaba sonriendo para sí.
Ricardo observaba cada reacción del niño y no podía esconder la ternura. Había una pureza en aquellos gestos que le hacía recordar algo que hacía mucho no sentía. La sencillez de alegrarse con poco. El empresario lanzó una mirada divertida a Ivana, como esperando verla más ligera, pero la mujer solo devolvió una sonrisa rápida, forzada. Quería evitar que su marido notara su impaciencia.
Definitivamente, Ivana no esperaba que el día tomara ese rumbo. Se había despertado creyendo que sería una mañana común, hecha de compromisos, contratos y metas por cumplir. Ahora, sin embargo, caminaba junto a un niño descalzo con la ropa sucia y la mirada soñadora, lo que la hacía sentirse completamente fuera de lugar.
Al llegar al edificio moderno donde funcionaban tanto la tienda como la oficina de Ricardo, Ivana decidió actuar antes de que la situación se alargara aún más. Enderezó la postura, se arregló el pelo con elegancia y tomó la iniciativa en la conversación. Cariño, quédate tranquilo que yo me ocuparé de Bernardo aquí en la tienda. Sube rápido para no llegar tan tarde a la reunión, ¿de acuerdo? Dijo con voz dulce y una sonrisa cuidadosamente ensayada.
Ricardo la miró un instante, sorprendido por aquella súbita amabilidad. “De acuerdo, siéntete a gusto, campeón”, dijo volviéndose hacia el chico. “Dentro tienes unos bancos y el tentie del que te hablé.” Enseguida vuelvo, completó, esbozando una sonrisa sincera. Después se volvió hacia Ivana y le dio un beso rápido en la mejilla.
“Gracias por ayudar, amor”, murmuró antes de dirigirse deprisa hacia el ascensor. Ella respondió con un gesto discreto, manteniendo el semblante tranquilo hasta verlo desaparecer tras las puertas metálicas. Bernardo se quedó parado unos segundos observando el entorno a su alrededor. Los ojos curiosos brillaban con encanto. Aquella tienda era diferente a todo lo que había visto.
Era amplia, con escaparates de vidrio reluciente, maniquías vestidos con ropa elegante y el aire perfumado por fragancias sofisticadas. El aire acondicionado hacía el espacio agradable y el contraste con el calor de la calle era tan grande que sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Caminó despacio con pasos cortos y cautelosos, admirando cada detalle.
Las luces del techo se reflejaban en las prendas y se imaginó cuánto costaría una de aquellas camisas dobladas en las estanterías. rozó con los dedos una de ellas, sorprendido por la suavidad del tejido. “Vaya”, murmuró bajito, sin darse cuenta de que sonreía. A un lado, una pequeña mesa auxiliar exhibía bandejas con galletas gourmet, vasos de sumo de colores, café y té.
Cerca de allí había un banco de cuero espacioso y brillante que parecía el lugar perfecto para descansar. Bernardo miró sus propias manos sucias, frotándolas en la ropa en un intento de limpiarlas antes de tocar nada. Con cuidado tomó una galleta de la bandeja vacilante y la observó unos segundos antes de dar el primer mordisco. El sabor dulce se le extendió por la boca y el niño cerró los ojos un instante.
“Vaya, creo que nunca comí una galleta tan rica”, dijo bajito, saboreando cada pedacito. El estómago vacío por fin parecía encontrar algo de alivio. se sentó en el banco acomodándose con cuidado para no ensuciar el tapizado, y observó alrededor.
Las personas que pasaban por la tienda lo miraban de reojo, algunas con curiosidad, otras con desdén, pero a él no le importaba. Por primera vez en mucho tiempo se sentía seguro y cómodo. El aire frío en el rostro, el gusto de la galleta y el olor de la ropa nueva parecían una mezcla mágica que le hacía olvidar, aunque fuera por un momento, el peso de la realidad. Mientras comía, pensaba en su madre.
“Estará bien ahora”, murmuró casi inaudible. Imaginó su rostro cansado, acostada en la cama, y deseó poder llevarse una de esas galletas a casa. Le gustaría tanto, susurró mirando el plato delante de él. Al otro lado de la tienda, Ivana observaba discretamente. Mantenía una expresión controlada, pero sus ojos delataban inquietud.
A cada mirada lanzada al chico, algo dentro de ella se movía. Una mezcla de incomodidad y curiosidad. Intentaba entender el motivo por el que se sentía así, pero no podía. Había algo en aquel niño que la perturbaba, una sensación que crecía a cada minuto.
Bernardo, ajeno a aquella mirada, dejó escapar una pequeña sonrisa. Se limpió los dedos en la servilleta y se recostó en el banco, masticando aún despacio el último trozo de galleta. La tienda seguía concurrida, pero para él el tiempo parecía haberse detenido. Todo era nuevo, bonito y tranquilo. Y por primera vez en mucho tiempo, Bernardo sintió algo que casi había olvidado. Paz. Ivana miraba al niño a distancia, observando cada uno de sus movimientos.
Ver a Bernardo sentado en aquel lujoso banco de cuero, con tropa tan gastada y cogiendo las galletas con las manos sucias, le causó una sensación de repulsión inmediata. Aún así, mantuvo el semblante sereno. Ningún rastro de desagrado podía aparecer en su rostro.
Al fin y al cabo era la esposa de un hombre influyente y no podía permitirse demostrar irritación en público. Aunque intentaba aparentar indiferencia, sus ojos no lograban apartarse del chico. Ivana lo examinaba hasta en los más mínimos detalles. El pelo despeinado, la forma delicada de la nariz, el tono de piel, los ojos que parecían brillar incluso bajo las luces artificiales de la tienda. Él hasta se parece a No, no puede ser.
Debo estar viendo cosas que no existen”, pensó entornando la mirada y llevándose las manos a las cienes, masajeándolas con suavidad. Un escalofrío le recorrió la espalda e intentó convencerse de que solo estaba cansada, pero cuanto más tiempo permanecía en el mismo ambiente que el chico, más inquieta se volvía.
No conseguía concentrarse en nada que no fuera él. Era como si la presencia de aquel niño despertara recuerdos que preferiría olvidar. Aún no se conformaba con el hecho de estar allí por un impulso repentino de Ricardo, que siempre sentía la necesidad de ayudar a cualquiera que se cruzara en su camino.
Para ella, ese tipo de sensibilidad rozaba la ingenuidad. Oiga, señora. La voz infantil interrumpió sus pensamientos. Ivana se giró asustada y vio a Bernardo sonriendo. Estas galletas están buenísimas. ¿Podría servirme un poco de zumo también? preguntó el chico alzando el vaso vacío con un entusiasmo sincero. Ah, sí, sí, puedes [ __ ] respondió Ivana con un tono frío casi automático.
Apenas consiguió disimular el desasosiego, pero el niño no se dio cuenta, solo sonríó y volvió a servirse feliz de la vida. En cuanto él se dio la vuelta, Ivana soltó el aire que venía conteniendo y se arregló el collar del cuello, intentando recuperar la compostura. se volvió con rapidez y caminó hasta el fondo de la tienda, hacia el pequeño despacho reservado donde trabajaban los empleados de confianza de Ricardo.
Al abrir la puerta encontró a una mujer sentada a la mesa concentrada en unos documentos. “Mamá”, exclamó Ivana algo aliviada. La señora de unos 60 años alzó la vista por encima de las gafas y sonrió al reconocer a su hija. Llevaba el pelo canoso bien cuidado, vestía con elegancia y calzaba zapatos caros. Suporte revelaba experiencia y autoridad. Al fin y al cabo, era la gerente de aquella sucursal de la cadena de tiendas de Ricardo.
“Mi querida, ¿qué haces aquí?”, preguntó Sofía sorprendida. “¿No deberías estar en la cubierta esperando a que tu marido salga de la reunión? añadió levantándose de la silla y acercándose para saludarla. “Debería sí, mamá, pero ocurrió un imprevisto”, respondió Ivana bufando y alzando los brazos.
Ricardo vio a un niño pidiendo ayuda en la calle y decidió traerlo aquí. “¿Te lo puedes creer?”, preguntó incrédula. Sofía arqueó las cejas completamente espantada. “¿Está aquí en la tienda?”, preguntó en tono reprobador. Un lugar fino como este no combina con gente de la calle, remató negando con la cabeza con indignación.
¿Y crees que a Ricardo le importa eso? Replicó Ivana cruzándose de brazos. Aún intenté apartarlo del niño, pero insistió. Dijo que le daría comida, que hablaría con él, que ayudaría a su madre, explicó poniendo los ojos en blanco. Después bajó la voz y continuó. Pero en fin, eso ni siquiera es lo peor. Me fijé en el chico y me recordó mucho a Bueno, ya sabes quién.
La frase salió en un susurro tenso. Ivana miró al suelo nerviosa. No sé si tiene sentido, pero vine a llamarte para que le echaras un vistazo y me dijeras qué te parece. Concluyó inquieta. Sofía se llevó la mano al pecho asustada. Ni en broma con eso, Ivana. No es posible que tengamos una desgracia tan grande”, dijo la señora alarmada.
“Yo también espero que no lo sea, mamá”, respondió Ivana mordiéndose el labio inferior. “Pero necesito estar segura.” Las dos se miraron durante un instante. Sofía respiró hondo, cogió el bolso y caminó junto a su hija hasta la puerta del despacho. Recorrieron un pasillo estrecho y elegante, iluminado por luces amarillentas, y llegaron de nuevo al salón principal de la tienda.
La música ambiental suave apenas disimulaba el sonido de los tacones de ambas golpeando el suelo de mármol. Bernardo seguía distraído mirando a los maniquías que exhibían trajes y vestidos de lujo. La diferencia entre su mundo y aquel lugar era abismal y la inocencia con la que observaba la ropa hacía que el contraste pareciera aún mayor.
Ahí, mamá, dijo Ivana en voz baja, señalando discretamente al chico. Sofía lo localizó de inmediato y empezó a mirarlo con atención. Su mirada, antes curiosa, pasó a ser tensa y fija. Los segundos parecían más largos con cada respiración. Su expresión comenzó a cambiar y un leve temblor apareció en sus manos. Ivana percibió el malestar y se acercó afligida. ¿Qué ocurre, mamá? ¿Se encuentra bien? Preguntó bajando la voz.
Sofía no respondió de inmediato. Continuó observando al chico como quien intenta encajar un rostro del presente con un recuerdo lejano. Por fin, murmuró casi sin mover los labios. Realmente se parece mucho, hija! Dijo tragando saliva. Y la edad también parece cuadrar, añadió con la voz tomada por la emoción. Ivana se quedó paralizada.
Entonces, entonces, ¿usted también cree que podría ser?”, preguntó con los ojos abiertos de par en par. Sofía asintió lentamente con el rostro pálido. “Esto es un gran problema para nosotras”, susurró mirando alrededor para asegurarse de que nadie las escuchaba. Tenemos que echar a ese niño de aquí ahora mismo. Dijo firme pero en tono bajo.
Ivana sintió el estómago del revés. Pero Ricardo dijo que luego iban a salir juntos. Mamá, respondió desesperada. ¿Cómo voy a explicar que el chico desapareció? Preguntó con la voz más aguda de lo normal. Eso ya lo veremos después”, replicó Sofía en un tono urgente. “La prioridad ahora es sacarlo de aquí antes de que Ricardo vuelva”, afirmó ya apartándose de su hija.
Su expresión se endureció y sus pasos se volvieron rápidos y decididos. Ivana vaciló un instante presa de una mezcla de miedo y confusión. Después corrió tras su madre intentando seguirle al ritmo. El sonido de los tacones de ambas resonó por el salón a medida que se acercaban a Bernardo, que seguía completamente ajeno, admirando el reflejo de un traje azul marino en el escaparate.
Sofía respiró hondo y siguió firme, decidida a resolver el problema antes de que su yerno apareciera de nuevo. Ivana caminaba justo detrás con el corazón acelerado y la mente tomada por un torbellino de pensamientos. Ya no intercambiaban palabras. Bastaba una mirada entre las dos para saber que algo serio estaba a punto de suceder.
Eh, niño, ¿qué estás haciendo? Preguntó Sofía en un tono áspero mientras caminaba con pasos firmes hacia el chico. Bernardo se asustó con la voz dura y dio un pequeño salto hacia atrás. Se volvió deprisa intentando entender el motivo por el que lo estaban reprendiendo. Ah, nada. Solo estaba mirando las cosas que venden aquí.
Es todo muy fino, respondió con educación, mirando a la mujer frente a él. Sofía lo observó unos segundos, evaluando cada rasgo del rostro del chico. Cuanto más lo miraba, más insegura se sentía. El corazón le latía acelerado en el pecho y un pensamiento insistente resonaba en su mente. Si aquel chico era de verdad quien sospechaba, su vida y la de su hija podían desmoronarse en un instante.
De acuerdo, pero tengo que avisarte de que en esta tienda recibimos a personas con un nivel social muy elevado y por desgracia tú no te adecuas al ambiente. ¿Entiendes lo que digo? dijo la gerente, manteniendo el tono firme y el rostro serio, sin dejar traslucir los nervios. Bernardo, aunque inocente, no era ingenuo, entendió perfectamente lo que aquellas palabras querían decir. Aún así, mantuvo una postura respetuosa.
Sí, señora, lo estoy entendiendo, pero es que el señor que es dueño de este lugar fue quien me trajo aquí y me invitó a comer. Entonces, tengo que esperarlo aquí dentro, pero me quedaré sentado allí en el banco, ¿vale? Así no molesto a nadie”, explicó el chico con voz calma y educada, intentando mostrar que no estaba allí por voluntad propia.
Sofía apretó los labios intentando contener la irritación. La sangre se le subía a la cabeza y sentía el autocontrol escurriéndose entre los dedos. Cuando habló de nuevo, la voz le salió un tono por encima de lo que pretendía. El dueño no tiene previsión de vuelta y quien manda aquí en esta tienda soy yo, chaval.
Soy la gerente y sé que tú aquí no vas a dar una buena imagen a nuestros clientes. Quiero que te retires, por favor. A Bernardo se le hizo un nudo en la garganta. Aquella mujer lo trataba con tanto desprecio que por un momento pensó en salir corriendo, pero se acordó de lo que Ricardo le había prometido. No podía simplemente irse, no antes de hablar con aquel hombre que por primera vez parecía dispuesto a ayudarlo de verdad.
Respiró hondo y mantuvo el tono sereno. Ivana observaba la escena desde lejos, inmóvil. Mantenía una expresión neutra, como si no tuviera nada que ver con aquello, pero por dentro vibraba de alivio. Quería que el chico se fuera cuanto antes. Sin embargo, no podía comprometerse. Al fin y al cabo, le había prometido a su marido que cuidaría de él.
Necesitaba que todo pareciera un accidente, algo decidido únicamente por su madre. Señora, no quiero molestar, lo juro”, dijo el chico con la voz tomada por la emoción. “Pero de verdad tengo que esperar a que el señor vuelva de la reunión.” Dijo que no iba a tardar mucho, así que creo que en nada aparece y yo me voy. La mirada de Bernardo era pura y había una dulzura sincera en sus palabras.
“Mira, chico, hasta intenté ser educada, pero si no quieres salir por las buenas, será por las malas.” exclamó Sofía, ya visiblemente nerviosa. Hizo un gesto brusco con la mano, llamando al vigilante que estaba cerca de la puerta. Rogerio, ven aquí, ordenó.
El guardia de seguridad, un hombre corpulento y de mirada cansada, se acercó lentamente. Saca ahora mismo a este mocoso de la tienda, Rogerio. Puedes agarrarlo y llevártelo a la fuerza, ordenó la mujer impaciente. El hombre se detuvo confuso, mirando del chico a la gerente. Pero doña Sofía intentó decir, “Vamos, Rogerio, date prisa, haz ahora lo que te he mandado.
” gritó ella impaciente. El vigilante se rascó la nuca sin saber qué hacer. Verá. Es que vi al señor Ricardo trayendo al chico y siendo muy afectuoso con él, explicó con cuidado. También le oí prometer que después los dos iban a salir juntos. Creo que no le va a gustar si echamos al niño o doña Sofía.
Sus palabras sonaron como un chasquido en el aire. Ivana contuvo la respiración y Sofía se enfureció aún más. Ah, pero es posible que ya no tenga autoridad. Soy la gerente y tienes que hacer lo que te mando. ¿Entendido? Si a Ricardo le va a gustar o no, eso no es asunto tuyo”, gritó con el rostro enrojecido de rabia. El ambiente se cargó.
Los vendedores cercanos dejaron lo que estaban haciendo, fingiendo ordenar ropa en los percheros, pero atentos a la discusión. El silencio que siguió fue cortado por la voz suave y triste de Bernardo. “No quiero líos, señora. No hace falta que discuta con nadie por mi culpa. Deje que me voy ahora. Dijo el chico cabiz bajo. Su mirada, antes llena de esperanza, ahora reflejaba frustración y vergüenza. Cogió la pequeña lata abollada con las moneditas y se dirigió a la salida.
Sus pasos eran lentos. Al cruzar la puerta, el sol fuerte le dio de lleno, haciéndole parpadear varias veces. El calor era casi insoportable y el contraste con el aire helado del interior lo dejó mareado por un instante. Aún así, siguió andando intentando no mirar atrás. Dentro el clima seguía tenso.
Rogerio, el vigilante, observaba al niño alejarse por la acera con expresión de culpa. Sofía percibió su mirada y con voz fría dijo, “Vuelve a tu puesto, Rogerio, y la próxima vez obedece sin cuestionar.” Sí, señora,”, respondió él cabiz bajo, regresando a su lugar. Sofía se arregló la americana y se volvió hacia su hija, que parecía visiblemente más aliviada.
Qué bueno que has conseguido resolverlo, mamá. Un problema menos para nosotras”, dijo Ivana cruzándose de brazos y soltando un suspiro de alivio. “Sí”, respondió la mujer secándose el sudor que empezaba a formarse en la frente.
“Ahora procura prestar más atención para que ese chico no se cruce nunca más en nuestro camino.” Remató impaciente. Ivana asintió en silencio, aún con el corazón acelerado. El ruido de los coches de fuera volvía a llenar el ambiente, mezclándose con el sonido lejano de la música. Pero por más que intentaran convencerse de que el problema estaba resuelto, algo en el aire seguía siendo pesado, como si aquel chico, incluso ausente, aún estuviera cerca, dejando una sombra que no conseguirían ignorar durante mucho tiempo. En la calle abrasadora, el pequeño Bernardo caminaba lentamente,
sujetando con fuerza la vieja lata de monedas que llevaba junto al pecho. El sudor le corría por la frente y el calor parecía derretir el suelo bajo sus pies. El niño miraba hacia el horizonte intentando entender cómo un día que había empezado con tanta esperanza podía haberse vuelto tan amargo en tan poco tiempo.
Todo lo que yo quería era ayudar a mi madrecita y conseguir un almuerzo digno. Pensaba Cabizajo. ¿Por qué la vida tiene que ser tan difícil, Dios mío? Ese señor parecía tan bueno, tan generoso. Debe de ser triste tener a esas personas malvadas a su alrededor. Cada paso parecía más pesado que el anterior.
Los recuerdos de la tienda volvían a su mente. El aire frío, el olor de la ropa nueva, el sabor dulce de las galletas. Por unos minutos se había sentido parte de otro mundo, pero ahora estaba de vuelta al suyo, el de las aceras calientes, el hambre y la soledad.
El niño seguía y de repente el aire se vio invadido por olores deliciosos que venían de las panaderías y restaurantes que bordeaban la calle. Eran aromas de panes recién horneados, de condimentos, de café fresco, cada uno más sabroso que el otro. Su estómago rugió fuerte, delatando el hambre que lo acompañaba desde temprano. Bernardo apretó el paso, intentando no mirar hacia el interior de los establecimientos.
Las esperanzas de almorzar habían sido depositadas en Ricardo, el hombre bondadoso que lo había invitado, pero ahora no le quedaba nada, ninguna promesa, ningún dinero suficiente para comer. Aún así, necesitaba llegar pronto a casa. Su madre no podía quedarse sola mucho tiempo. Mientras caminaba, vio a lo lejos un cartel familiar que se balanceaba con el viento. ¿Quién sabe si en la panadería de doña Valdete consigo alguna donación? No cuesta nada intentarlo, murmuró para sí. Al acercarse fue recibido con sonrisas conocidas.
Bernardo ya era una figura habitual por allí. Los panaderos sabían su historia y aunque no siempre podían ayudar, hacían lo que podían cuando lo veían. “Hola, Bernardo, ¿estás solo hoy?”, preguntó un empleado tras el mostrador. “Sí, señor, pasé por aquí para ver si sobró algún pan dulce”, dijo el niño avergonzado mirando al suelo.
La dueña de la panadería, una mujer robusta y de rostro bondadoso, apareció al oír su voz. “Pero claro que hay, hijo mío”, exclamó yendo hasta la vitrina. Cogió algunos panes y los metió en una bolsita. “Toma, llévaselos a tu madre.” “¡Ah! Y espera”, añadió yendo al almacén y volviendo con una caja de leche. “Llévate esto también le hace bien.” Los ojos de Bernardo brillaron.
“Gracias, doña Valdete, usted es un ángel”, dijo recibiendo los alimentos con cuidado, como quien sostiene un tesoro. Se va a poner tan contenta. Salió de allí dando saltitos, el rostro iluminado por una sonrisa que ni el calor intenso lograba apagar. caminaba deprisa con la bolsita de panes balanceándose en sus manos.
A cada paso, imaginaba la reacción de su madre cuando viera lo que había conseguido. La caminata era larga, pero el corazón ligero hacía el trayecto más fácil. Cuando por fin avistó la pequeña casa de madera, sencilla y desgastada, sintió una oleada de emoción. Se apresuró y empujó la puerta gritando con alegría.
Eh, mamá, ¿estás bien? Te he traído algo bien rico para comer. Dentro de la casa el ambiente era pobre, pero lleno de ternura. La madre Luciana estaba tumbada en un sofá viejo y rasgado, cubierta por una sábana fina. El rostro pálido y la mirada cansada delataban la fragilidad de su salud. Aún así, cuando escuchó la voz del hijo, una sonrisa brotó de inmediato. “Hola, mi amor. Has tardado.
Me quedé preocupada”, dijo intentando incorporarse. La voz le salía débil, casi un susurro. Extendió los brazos y lo atrajo hacia un abrazo apretado. Bernardo dejó la bolsita de panes sobre la mesa y corrió hacia ella. “Perdón mamá, es que fui a pedir ayuda y mira lo que conseguí.” dijo animado, cogió el paquete y lo mostró con orgullo. Mira, lo conseguí con doña Valdete.
Acaban de salir del horno y hay leche también. ¿Quieres que te sirva? Luciana asintió con una sonrisa dulce. Quiero. Sí, mi amor. Eres un niño maravilloso. El chico puso las cosas sobre la pequeña mesa del salón, se lavó las manos en el fregadero de fuera y volvió con un plato.
Sirvió con cuidado mientras la madre lo observaba en silencio con los ojos vidriosos. ¿Qué sería de mí sin ti, hijo mío? Dijo emocionada. tan pequeño, pero tan responsable y esforzado. No quería verte pasando por esto. Me duele saber que tienes que hacer lo que es mi obligación. Las lágrimas le resbalaban despacio por el rostro y llevó las manos al pecho, presa de una mezcla de orgullo y dolor.
Bernardo dejó lo que estaba haciendo. Caminó hasta ella y con el paño de cocina que sostenía le secó las lágrimas del rostro. No te pongas así, mamá. No tienes salud para trabajar. Y yo soy feliz de poder ayudar, aunque sea solo un poquito.” dijo con ternura. Luciana le cogió la mano apretándola con cariño. Él sonrió intentando transmitirle coraje.
“Hoy conseguí unas monedas más en mi lata”, dijo señalando el pequeño recipiente abollado. ¿Quién sabe si dentro de un tiempo no consigo comprar el corazón para ti? Eh. La mujer soltó una leve risa entre lágrimas. La inocencia del hijo era como un bálsamo para el dolor. “Ah, mi ángel, eres mi fuerza”, murmuró acariciándole el rostro.
El niño sonrió y juntos empezaron a comer. El pan dulce era sencillo, pero para ellos tenía sabor a victoria. Dentro de aquel pequeño hogar, el amor entre madre e hijo era la única riqueza que poseían. Luciana observaba al niño con ternura, sintiendo el corazón encogido. “¿Sabes que te quiero más que a nada, verdad?”, preguntó tocándole el rostro.
“Sí que lo sé, mamá. Y yo también te quiero muchísimo, respondió Bernardo sonriendo. Te vas a poner buena pronto, ya verás. Yo voy a cuidar de ti hasta que eso pase. Ella no respondió de inmediato, solo lo abrazó de nuevo, escondiendo el rostro en el pelo del hijo para que él no viera las lágrimas que volvían a caer.
Sabía que su esperanza era pura, pero también sabía que el tiempo era cruel. Y en aquella casita de madera, humilde y silenciosa, faltaba de todo. Pero había algo que el mundo de fuera parecía haber olvidado, amor verdadero. Pero antes de continuar y saber si Bernardo conseguirá ayudar a su madre enferma, ya deja tu me gusta y activa la campanita de las notificaciones. Solo así, YouTube te avisa siempre que salga un vídeo nuevo en nuestro canal.
Ahora dime, en tu opinión, el gobierno debería ayudar más a las personas que tienen enfermedades graves? Cuéntamelo en los comentarios que voy a dejar un corazón en cada mensaje. Ahora, volviendo a nuestra historia, en la tienda de marca, el ambiente parecía tranquilo a primera vista.
Detrás de la puerta cerrada del despacho, sin embargo, flotaba un clima tenso y conspirador. Sofía e Ivana estaban sentadas a la mesa tomando café en finas tazas de porcelana mientras conversaban sobre lo ocurrido aquella tarde y principalmente sobre el peligro del que creían haber escapado. “¿Pero de verdad crees que el crío era él, mamá?”, preguntó Ivana recostándose en la silla. “Aún no estoy convencida.
Hay personas parecidas unas a otras.” No lo dijo de modo casual, intentando parecer tranquila, pero sus dedos tamborileaban en la taza, delatando nerviosismo. Sofía dio un sorbo al café antes de responder. Y tú querías realmente arriesgarte. Y si fuera él y Ricardo lo sospechara durante el almuerzo que iban a tener, ¿pensaste en el desastre que sería? Sinceramente, a veces eres muy inconsecuente, Ivana.
Eso podría echar a perder todas nuestras conquistas”, replicó mirando a su hija con firmeza. La voz de la gerente sonó cortante e Ivana bajó la mirada por un instante. Se sintió empequeñecida, pero no dejó que el orgullo se la tragara tan fácilmente. Respiró hondo y en tono firme respondió, “Eso lo dice usted, pero quien consiguió garantizar todo lo que tenemos fui yo y no usted, mamá.

Fui yo quien conquistó a Ricardo y la que te ha puesto donde estás. Soy sí, muy consciente de cada paso que doy. Sofía se mantuvo en silencio, observándola con la mirada fría de quien mide las palabras de la otra persona. Ivana, por su parte, esbozó una pequeña sonrisa, una sonrisa llena de malicia y añadió, incluso el próximo plan ya está muy bien encarrilado. La madre arqueó las cejas interesada.
Cuéntame más. El plan definitivo para nuestra riqueza. Preguntó inclinándose hacia delante. Sí, respondió Ivana con la voz cargada de confianza. Ignacio ya ha preparado todo lo necesario. Solo está esperando mi señal para que le pongamos fin a mi maridito. Se rió con ironía y giró lentamente la alianza en el dedo. Hasta me da un poco de pena.
Ricardo es tan apuesto y tan guapo, pero no lo soporto. Ese modo suyo de querer ayudar a todo el mundo, de gastar tanto dinero en caridad, de estar todo el rato hablando de tener un hijo. Ya no tengo paciencia. Sofía soltó una risa seca. Nuestra vida quedará completamente garantizada cuando él muera. Tú serás la única heredera de ese imperio. Y Ignacio debe de estar ansioso por eso también.
Por fin se quedará contigo toda para él y con el dinero. Jajaja. Dijo en un tono burlón. La risa de ambas resonó por el despacho, amortiguada por las paredes. Era el sonido de dos mujeres arrulladas por la codicia, creyendo estar en control de todo.
Mientras tanto, unos pisos más arriba, en la cubierta del edificio, Ricardo salía de la reunión. A pesar de que el encuentro había sido un éxito y los negocios habían prosperado, el empresario estaba cabizajo. El brillo habitual de sus ojos se había apagado. No conseguía dejar de pensar en el niño al que había conocido pocas horas antes.
Caminaba por los pasillos y en su mente el rostro de Bernardo se mezclaba con un recuerdo antiguo, un recuerdo que lo atormentaba desde hacía años. La imagen de un bebé risueño con ojitos vivaces y mejillas regordetas surgió con fuerza. Su amado hijo Eric. Aún puedo sentir tu olor, pequeño mío! Murmuró Ricardo deteniéndose un instante y cerrando los ojos.
La ñoranza lo consumía. Era un dolor silencioso que nunca se iba. Pensaba en su hijo todos los días, pero algo en la mirada de Bernardo había despertado memorias que creía dormidas. ¿Dónde estarás, Eric? Papá daría todo por tenerte de vuelta, hijo mío”, susurró con la voz tomada por la emoción. El hombre respiró hondo intentando contener las lágrimas.
Entró en el ascensor y se quedó mirando su propio reflejo en el espejo. Se limpió discretamente la comisura de los ojos y se arregló la chaqueta recomponiéndose. Cuando las puertas se abrieron en la planta baja, se dirigió decidido hacia la tienda. Al llegar encontró al vigilante Rogerio en la entrada.
Buenas tardes, señor Ricardo. Saludó el guardia poniéndose en pie de inmediato. Buenas tardes, Rogerio. ¿Dónde está el chico que dejé aquí más temprano, Bernardo? Preguntó el empresario mirando alrededor. Rogerio dudó antes de responder. Ah, señor Ricardo, ¿hubo un problema? Problema. cuestionó el millonario frunciendo el ceño.
El chico acabó por desentenderse con doña Sofía, explicó el guardia escogiendo cuidadosamente las palabras. Ella consideró mejor que se fuera. Yo intenté avisar, pero Ricardo permaneció en silencio unos segundos, intentando asimilar lo que había oído. Su semblante cambió, la mirada se endureció y la respiración se volvió pesada.
¿Cómo que se fue? preguntó con la voz baja pero cargada de irritación. Rogerio tragó saliva. Se fue por voluntad propia, señor. Dijo que no quería causar líos, pero Ivana dijo que se haría cargo del chico. ¿Cómo ha podido pasar esto? Exclamó Ricardo, visiblemente estresado. Se pasó la mano por el pelo y dio media vuelta, yendo directo al despacho, con el paso firme y apresurado resonando sobre el suelo. Cuando abrió la puerta, las encontró a las dos.
esposa y suegra sentadas tranquilamente riendo y tomando café. La escena, ligera y distendida, contrastaba con el torbellino que llevaba dentro. ¿Qué fue lo que pasó en la tienda, Sofía? ¿Ivana no te informó de que el chico era mi invitado? Preguntó ya alterado. Las dos se sobresaltaron. El tono de Ricardo era más alto de lo habitual. Sofía dejó la taza con delicadeza, fingiendo serenidad.
Ah, sí, Ricardo. Ivana vino a avisarme, pero el chico estaba transitando por toda la tienda tocando las prendas. Empezó adoptando una voz dulce y lastimera. A pesar de pedirle con educación que se quedara quietecito tomando su merienda, por desgracia no me escuchó. Siguió entorpeciendo el flujo de clientes y empleados.
Incluso una clienta llegó a abordarme para quejarse. Y como valoro muchísimo la fidelidad de nuestros consumidores, por desgracia tuve que intervenir y pedirle que se retirara de la tienda. Ricardo la miraba en silencio, sin disimular el desagrado. No parecía creerlo del todo, pero tampoco tenía pruebas para arrebatirlo. Eso es bastante extraño. No me pareció que tuviera ese tipo de perfil.
Muy al contrario, fue todo el tiempo educado y amable. dijo por fin. Ivana intervino en la conversación fingiendo sorpresa. Pues sí, cariño, yo también me quedé desprevenida con su actitud. Mamá, por desgracia, no tuvo mucha elección, dijo forzando un tono comprensivo. El millonario suspiró hondo, pasándose la mano por el rostro. El cansancio era evidente.
“Está bien”, murmuró intentando sanjar el asunto. “Me voy ahora a casa, Ivana. La reunión me dejó agotado mentalmente. ¿Vienes conmigo? Ah, no, cariño. Voy a ayudar a mamá con unos informes. Termino rapidito y te alcanzo más tarde. Respondió la esposa esbozando una sonrisa leve. Ricardo asintió sin ánimo para insistir. Como quieras.
se despidió de forma breve y se marchó, dejando atrás el sonido de las voces falsas y de las risas que volvieron a llenar el despacho. El clima, sin embargo, se volvió denso dentro del coche, de camino a casa, Ricardo mantenía las manos firmes en el volante, pero la cabeza estaba lejos de allí. Las palabras de Sofía e Ivana resonaban en su mente, mezclándose con el recuerdo de la mirada pura y confiada de Bernardo. Algo no encajaba.
El relato que les oyó parecía frío, forzado, y cuanto más lo pensaba, más dudaba de que fuese verdadero. Progerio, el vigilante, le había contado una versión completamente distinta y conociendo el comportamiento educado y dulce del chico, era fácil creer que el guardia decía la verdad. Ricardo negó con la cabeza indignado. El niño parecía tan necesitado.
No es justo que mi suegra haya arruinado esta oportunidad de ayudarlo. Todo por su mezquindad. Apretó el volante con fuerza, con la frustración creciendo a cada palabra. Si al menos pudiera encontrarlo de nuevo. La ciudad pasaba veloz al otro lado del cristal, las luces mezclándose en reflejos. Conducía por la zona noble, flanqueada por edificios altos.
coches de lujo y escaparates relucientes, un mundo de comodidad que de repente le pareció pequeño y superficial. Fue entonces cuando se le ocurrió una idea improbable. Redujo la velocidad, miró el retrovisor y en un impulso cambió el trayecto. ¿Por qué no intentarlo? Quizá la suerte aún esté de mi lado. Quiró el volante y se dirigió a la zona pobre de la ciudad donde imaginó que Bernardo podría estar.
A medida que avanzaba, el paisaje cambiaba. Las calles se estrechaban, los edificios se volvían viejos y el lujo daba paso a la precariedad. Personas humildes caminaban deprisa, algunas con niños en brazos, otras empujando carritos con reciclables. En cada esquina había señales de la desigualdad que él rara vez veía de cerca. Dios mío.
Mientras algunos tienen tanto, muchos no tienen prácticamente nada. Es un dolor que el mundo insiste en ignorar”, murmuró conmovido por la realidad ante sus ojos. El corazón se le encogió. Ricardo redujo aún más la marcha, observando atentamente cada acera, cada sombra, con la esperanza de reconocer aquel rostro que no se le iba de la mente.
Y entonces sucedió lo inesperado. A unos metros de distancia, vio a un niño parado frente a una pequeña cafetería. Llevaba la misma ropa sencilla, el mismo pelo desordenado y la misma latita de monedas en las manos. Bernardo, no me lo puedo creer susurró Ricardo y una sonrisa involuntaria se dibujó en su rostro. “Vaya, qué suerte”, exclamó aparcando el coche rápidamente en una plaza cercana.
Bajó y cruzó la calle con pasos decididos, el corazón acelerado como si estuviera a punto de reencontrarse con alguien de la familia. Bernardo, concentrado en pedir ayuda a los transeútes, no percibió su aproximación. Se limpiaba el sudor de la frente con el antebrazo cuando oyó una voz conocida a su espalda.
Bernardo lo llamó el empresario sonriendo. El niño se dio la vuelta y abrió mucho los ojos asustado. Vaya, el señor está aquí de verdad. ¿Cómo me encontró? preguntó llevándose la mano al pecho y soltando un suspiro de alivio. Ricardo rió negando con la cabeza. “Jajaja, tranquilo, no soy ningún fantasma”, dijo en tono ligero. Después su voz adquirió gravedad y sinceridad.
“¿Sabes? Me quedé muy molesto cuando supe lo que pasó allí en la tienda. Tenía muchas ganas de hablar más contigo, conocer tu historia, entender mejor por lo que estáis pasando y quería pedirte disculpas por la forma en que te trataron. Bernardo bajó la mirada sin saber cómo reaccionar.
Aquella gentileza lo dejaba sin palabras. Trasteó con la lata de monedas y respondió en un tono tímido. No pasa nada, señor, no fue nada. Me gustaron mucho las galletas y el sumo. Estaba todo muy rico. La sencillez del niño desarmó al empresario. Ricardo sintió un nudo en la garganta.
Aquel chico, incluso después de ser humillado, era incapaz de guardar rencor. Era humildad y pureza en estado bruto, algo raro en el mundo que él conocía. Pero entonces, ya has conseguido almorzar. Al fin y al cabo es un poco tarde, ¿no?, dijo el hombre cambiando de tema para disimular la emoción. Bernardo, ahora más cómodo, respondió con naturalidad.
La dueña de una panadería me dio unos panecillos y una caja de leche cuando volví a casa. Se lo di a mamá y comí un poquito también, pero todavía tengo hambre. Ricardo sonrió. Bien, entonces aún estoy a tiempo de pagar tu almuerzo. ¿Crees que habrá algo bueno en esta cafetería de aquí? preguntó señalando el local. “Creo que sí, señor. Vi unas cosas muy apetitosas en el escaparate”, respondió el niño animado.
“Entonces para allá vamos”, dijo el empresario abriendo la puerta e indicando con un gesto que entrara primero. La cafetería era sencilla, pero limpia y acogedora. El aroma de comida caliente y masa recién hecha llenaba el aire. Solo había dos clientes en una mesa del rincón. Ricardo eligió un lugar cerca de la ventana y llamó al camarero. “¿Puede traernos la carta?”, pidió con gentileza.
A continuación miró al chico. “Bernardo, hoy puedes elegir lo que quieras, ¿de acuerdo? Y quiero que pidas también algo para llevarle a tu madre.” Los ojos del niño brillaron. “¿En serio? ¿Todo lo que yo quiera?”, preguntó incrédulo. Todo confirmó Ricardo sonriendo. Pocos minutos después llegaron a la mesa gofres, dos porciones de pizza y tortitas con salsa de chocolate.
Bernardo se deleitó como si fuera el mejor banquete del mundo. Comió despacio, saboreando cada bocado y separó cuidadosamente la comida que llevaría a casa. Mientras comían, Ricardo lo observaba en silencio, admirado por la alegría genuina con la que el chico aprovechaba cada momento. Había algo reconfortante en aquella escena, una sencillez que le hacía recordar tiempos más ligeros.
Al cabo de un rato, Bernardo empezó a hablar de su madre. contó todo lo que sabía sobre la enfermedad, la rutina, las dificultades. Habló de los desmayos, de los dolores en el pecho, de las noches en que apenas podía respirar. Dijo también que los medicamentos indicados por el médico eran demasiado caros y que sin ellos Luciana se quedaba cada vez más débil.
Ricardo lo escuchaba con atención, el rostro serio, los ojos húmedos. ¿Y se pasa el día entero acostada?, preguntó en voz baja. Casi siempre, señor. A veces intenta levantarse para barrer la casa, pero enseguida se marea. Yo ayudo en lo que puedo. Hago la comida, limpio, busco las donaciones. Bernardo esbozó una pequeña sonrisa.
Quiero juntar muchas monedas para comprarle el corazón. El médico dijo que necesita uno nuevo. Ricardo se llevó la mano a la boca intentando contener la emoción. Vaya, es una realidad muy dura para un niño, Bernardo. Lo siento mucho por todo esto. Respiró hondo antes de continuar. Yo me gustaría visitar tu casa y conocer a tu madre después. ¿Te parece bien? Bernardo abrió una sonrisa amplia.
En serio, señor. Mamá se va a poner tan contenta ser. Sí. Le paso la dirección. Cogió la lata de monedas y en un trocito de papel arrugado anotó la dirección de la pequeña casa de madera. Ricardo guardó el papel con cuidado en el bolsillo interior de la americana. Entonces quedamos así. Mañana iré a conocer a tu madre”, dijo el empresario levantándose y extendiendo la mano al chico.
Bernardo le estrechó la mano entusiasmado. Hecho, señor Ricardo. Afuera, el sol empezaba a ponerse tiñiendo el cielo de naranja y dorado. El camino de vuelta a casa fue silencioso y lleno de pensamientos para Ricardo. Sus ojos estaban fijos en la carretera, pero la mente vagaba entre recuerdos y reflexiones.
Durante años, el empresario había usado parte de su fortuna para ayudar a los más necesitados. Era conocido por sus donaciones generosas a hospitales, orfanatos, residencias y parroquias. Siempre creyó que el dinero solo tenía sentido cuando servía también para aliviar el sufrimiento ajeno. Pero aquella noche sentía que había pasado algo distinto. Su conexión con Bernardo iba más allá de cualquier acto de caridad.
El niño había despertado algo más profundo, una especie de lazo invisible, una sensación de familiaridad que lo dejaba confundido. Desde el instante en que lo vio, con aquellos ojos sinceros y su manera tímida de hablar de su madre, Ricardo sintió un impulso inexplicable de protegerlo. ¿Por qué me toca tanto este chico? Me resulta tan familiar. Es como si lo conociera de algún sitio, pensaba conduciendo despacio por las calles anchas de la zona noble. Ya era de noche cuando el coche atravesó los altos portones de la mansión.
Las luces del jardín se encendieron automáticamente, iluminando la fachada imponente. Ricardo aparcó, apagó el motor y permaneció unos segundos en silencio, intentando ordenar las ideas. Luego respiró hondo y entró. Al abrir la puerta del salón, se topó con Ivana sentada en un sillón, el semblante cargado de insatisfacción. “Son estas horas, Ricardo”, dijo ella alzando las cejas.
“Saliste del despacho hace mucho y solo has llegado a casa ahora. ¿Dónde estabas?” Su voz oscilaba entre los celos y la desconfianza. Ricardo suspiró cansado y respondió de manera directa. Acabé encontrándome con Bernardo, el chico de la calle. Cumplí mi promesa y lo llevé a una buena comida. Hizo una pausa y continuó mirándola a los ojos.
Pude comprobar que es un muchacho muy bueno y correcto, un niño maduro para su corta edad. No sé qué os llevó a ti y a tu madre a tratarlo de forma tan grosera, pero que sepas que no me gustó nada, Ivana, y no aceptaré que algo así se repita. Las palabras cayeron como un golpe.
Ivana se quedó paralizada un instante, sin saber cómo reaccionar. Si el marido hubiese confesado una infidelidad, quizás se habría perturbado menos. La sangre se le subió al rostro y después de abrir y cerrar la boca un par de veces logró balbucear. Ah, entonces fue eso. Bueno, realmente la situación fue incómoda allí en la tienda, cariño, pero me alegra que hayas conseguido reparar las cosas con Bernardo y dejar al chico contento.
Intentó sonreír, pero los nervios delataban la falsedad. Mamá, a veces es muy difícil, ya lo sabes. Y si no la defiendo, se enfada conmigo, remató intentando parecer inocente. Ricardo resopló impaciente, pasó una mano por el pelo y replicó, “Deberías defender lo que es correcto, Ivana, aunque eso vaya en contra de tu madre, la honestidad es algo innegociable.
” dijo en tono firme antes de empezar a subir las escaleras. Ivana forzó una sonrisa sin gracia y asintió, fingiendo estar de acuerdo. Claro, querido, tienes razón. Pero por dentro el desespero ya empezaba a instalarse.
Observó a su marido subir hasta lo alto de la escalera y pensó que quizá se calmara y el asunto muriera allí. Sin embargo, antes de poder sentirse aliviada, fue sorprendida. Ricardo se detuvo a mitad de camino, se dio la vuelta y habló con la serenidad de quien acababa de tomar una decisión importante. Ah, y mañana voy a visitar a Bernardo y a su madre en la casa donde viven. Quiero ayudarlos en todo lo posible. Es lo mínimo que puedo hacer.
Buenas noches. Ivana se quedó helada. Todo el cuerpo pareció endurecerse. ¿Qué? Murmuró en voz baja cuando su marido ya no la oía. Él subió el resto de la escalera dejándola sola en el salón. El corazón de ella se desbocó. La idea de que Ricardo fuese a la casa del niño, conociera a su madre era algo que la aterrorizaba.
Esto no puede pasar, se dijo levantándose de golpe. Corrió hasta el teléfono fijo y marcó el número de su madre con manos temblorosas. Al otro lado, la voz de Sofía surgió casi de inmediato. Diga, hija. Hola, mamá. Tenemos un gran problema y necesito tus consejos para resolverlo.
Dijo Ivana con tono desesperado y la respiración acelerada. ¿Cómo así? ¿Qué ha pasado? Preguntó la madre alarmada. Ricardo simplemente volvió a encontrarse con el mocoso de la calle. Pasaron un rato juntos y peor aún, mañana se van a ver otra vez allí en su casa. ¿Qué hago, mamá? Ese encuentro no puede ocurrir de ninguna manera, exclamó yendo de un lado a otro. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio.
Enseguida la voz fría de Sofía sonó con firmeza. Vaya, esto es muy problemático, querida. Si habla con la madre del chico, todo puede salir a la luz. Me temo que tendremos que adelantar los planes. Ivana se llevó la mano a la boca asustada. Adelantar, pero ya mañana. Sí, respondió la señora en tono imperativo. Pondremos a Ignacio a actuar de inmediato.
Ya lo tiene todo preparado, ¿no? Entonces solo será ejecutar. La hija se mordió el labio indecisa. Pero mamá, ¿y si algo sale mal? Ricardo es muy conocido. Va a ser un escándalo. Mejor un escándalo que la ruina total. Ivana, piénsalo bien. Si ese chico es realmente quien sospechamos, el tiempo juega en nuestra contra. ¿Sabes lo que está en juego? Haz lo que hay que hacer. Cortó Sofía.
El silencio se mantuvo entre las dos durante unos segundos. Entonces Ivana, con la voz trémula, respondió, “Está bien, mamá. Voy a resolverlo. Colgó el teléfono y respiró hondo, intentando controlar el temblor de las manos. Enseguida cogió el móvil y marcó otro número, uno que sabía de memoria.
Al otro lado, la voz masculina de Ignacio respondió rápidamente. Ivana, ¿qué ha pasado, amor?, preguntó en tono cómplice. El plan ha cambiado dijo ella, mirando hacia la parte de arriba, donde su marido ya debía de estarse preparando para dormir. Vamos a tener que adelantarlo todo mañana mismo. Ignacio guardó silencio un instante y luego respondió en voz baja. Entendido.
Solo estaba esperando tu señal. Pues ya está dada. Mañana Ricardo no volverá a casa, respondió ella, fría. Colgó y se quedó allí parada. Mirando al vacío, Ivana apretó los puños intentando ahuyentar el miedo. Acababa de firmar el destino de su propio marido.
Al día siguiente, el sol apenas se había levantado cuando Ricardo abrió los ojos. Se sentía distinto, animado, pero también reflexivo. Se puso un traje impecable, de corte elegante y tejido noble, como hacía todos los días. Pero el destino de aquella mañana no sería la oficina ni una reunión de negocios. Tenía un compromiso más importante, visitar a un pequeño chico y a su madre enferma en un rincón olvidado de la ciudad.
Al bajar las escaleras, encontró a Ivana ya en el salón. Ella se acercó con una sonrisa forzada y de forma inesperada lo abrazó con fuerza. El gesto lo tomó por sorpresa. Que tengas un día excelente, amor mío. Tengo la certeza de que habrá grandes emociones hoy. Dijo ella, apretándolo un poco más. Ricardo le devolvió el abrazo, algo desconfiado, pero mantuvo la ligereza en la voz.
Creo que será emocionante. Sí. Más tarde te cuento cómo fue la visita a Bernardo. Respondió sonriendo. Ivana mantuvo la mirada en él hasta verlo salir por la puerta principal. En cuanto la cerró, su sonrisa desapareció y el semblante volvió a ser el de costumbre, frío y calculador.
Afuera, el chóer aguardaba apoyado en el coche que relucía bajo la luz de la mañana. “Buenos días, señor. Directo a la empresa”, preguntó Kayo, abriendo la puerta trasera. “Hoy no, Callayo, respondió Ricardo entregándole un papel con una dirección. Vamos a este lugar. Necesito hacer una visita muy especial. Como usted quiera, señor”, contestó el chóer educado. Durante el trayecto conversaron como viejos amigos.
La relación entre ellos iba mucho más allá de lo profesional, era de confianza y lealtad. Kaio trabajaba con Ricardo desde hacía muchos años y lo había acompañado en momentos difíciles, incluido el peor de todos. Aún flotaban recuerdos dolorosos cuando el chófer, con voz respetuosa, comentó, “¿Sabes, señor? Es bueno verlo ilusionado con algo nuevo. Se quedó muy abatido después de todo aquello.
Ricardo sonrió con tristeza. ¿Hablas de Eric? No., preguntó mirando por la ventana. Kaio asintió en silencio. Han pasado 9 años, pero el dolor sigue. Esa sensación de que podría haber hecho algo, de que todavía hay algo que no entiendo. Continuó el empresario con un suspiro. El chófer con la mirada fija en la carretera respondió, “Dios tiene sus planes, señor Ricardo.
A veces la vida sorprende cuando menos lo esperamos.” Ricardo asintió callado. De algún modo, aquellas palabras lo reconfortaban. Pasaron unos minutos en silencio hasta que Kaio preguntó, “¿Puedo saber qué exactamente va a encontrar en esa dirección? No es una zona muy segura de la ciudad.
Voy a visitar a un muchachito que conocí ayer cerca de la empresa”, explicó Ricardo con el tono suavizado. “Él y su madre están pasando por un momento difícil. Me emocionó su historia y sentí algo diferente. Es como si ya lo conociera, ¿sabes? No sé explicarlo. El chóer sonrió reconociendo la bondad del patrón. Usted tiene un corazón poco común, Dr. Ricardo. Pocos harían lo mismo.
Durante unos kilómetros, todo transcurrió con tranquilidad. El sol se elevaba en el cielo, tiñiendo las calles de tonos dorados. Pero entonces un detalle inquietó a Cayo y lo hizo entornar los ojos al mirar por el retrovisor. Un coche oscuro, a pocos metros detrás, parecía seguirlos. mantenía una distancia constante, sin acercarse demasiado.
El chóer frunció el ceño sin comentar nada al principio, solo observando. Condujo dos manzanas más cambiando de carril discretamente. El vehículo de atrás hizo lo mismo. Kaio mantuvo la mirada atenta, listo para cualquier cosa, solo cuando el supuesto perseguidor giró por otra calle y desapareció. Relajó los hombros y soltó el aire que ni siquiera había notado que contenía. No era nada. Ya se fue, pensó aliviado.
Poco después, el coche de lujo se aproximó a la pequeña casa de madera indicada en la dirección. El contraste entre la mansión que había dejado y aquel escenario humilde era abismal. Las tablas de la fachada estaban gastadas y crujían con el viento. Ricardo pidió a Kaio que aparcara al otro lado de la calle. Espera aquí.
De acuerdo, no voy a tardar mucho. Perfecto, señor, respondió el chóer bajando del vehículo y apoyándose en el capó. Con los brazos cruzados atento a los alrededores. El empresario caminó hasta la puerta y dio tres golpes firmes. Pocos segundos después, oyó la voz alegre de Bernardo desde dentro.
“Hola, señor Ricardo, ¿puede entrar?” Sea bienvenido, exclamó el niño abriendo la puerta con entusiasmo. El hombre entró y lo que vio lo conmovió profundamente. La casa era incluso más sencilla de lo que imaginaba. Las paredes de madera exhibían grietas, el suelo era de cemento desnudo y no había televisión ni ningún electrodoméstico moderno.
En un rincón del salón, un sofá viejo y gastado servía de cama para Luciana, mientras que el hijo dormía en un pequeño colchón extendido en el suelo. Ricardo respiró hondo intentando disimular la emoción. Buenos días, Luciana”, saludó extendiendo la mano. La mujer sentada en una silla de madera parecía tímida, sin saber exactamente cómo comportarse ante un hombre tan elegante. “Buenos días, señor. Es un placer recibirlo.
Disculpe, la casa, es tan sencilla. Por favor, no diga eso. Y nada de señor. ¿Puede llamarme solo Ricardo?”, respondió él con una sonrisa afable. Luciana sonrió aún avergonzada. Hasta que es bastante simpático, Ricardo. Bernardo ya me lo había dicho, pero yo todavía estaba desconfiada. Te espero demostrar que él tenía razón, bromeó el millonario sentándose en una de las sillas.
Bernardo, orgulloso, arrimó otra y se sentó al lado de la madre, observando la conversación con atención. La atmósfera se fue volviendo ligera y acogedora. Ricardo contó algunas historias de infancia, arrancando risas al chico y poco a poco Luciana se relajó. Era como si el peso de la diferencia social desapareciera por unos instantes, hasta que sin darse cuenta, empezó a hablar del pasado, un pasado que hasta aquel momento jamás había revelado a nadie aparte de su hijo.
Y entonces, cierto día, yo estaba en la calle recogiendo algunos materiales reciclables cerca del parque y oí un yloriqueo muy bajito que venía de uno de los contenedores. Fui a mirar y para mi sorpresa había un precioso bebé abandonado dentro. Empezó mirando al suelo. Ricardo contuvo la respiración. Luciana prosiguió con la voz tomada por la emoción.
Lo cogí y lo acuné. dejó de llorar en mis brazos y lo amé desde el primer instante y decidí cuidarlo. La mirada de Ricardo se fijó en el rostro de Bernardo. Por un momento, el tiempo pareció detenerse. Había algo en aquellos ojos, en aquel modo dulce de hablar, que le hacía sentir un nudo apretándole el pecho. Luciana pasó la mano por el pelo del chico y concluyó con ternura.
y desde aquel día se convirtió en mi mayor tesoro. Puede que yo no le haya dado la vida, pero él le dio sentido a la mía. Ricardo guardó silencio durante unos instantes intentando procesar lo que acababa de oír. Las palabras de Luciana parecían resonar en su mente, desordenadas, repitiéndose sin parar. Respiró hondo, con la voz temblorosa cuando por fin logró formular una pregunta.
“Entonces, entonces, ¿ernó es tu hijo de crianza? y no biológico. Y dijiste que lo encontraste cerca de un parque. Luciana lo confirmó con un gesto y los ojos húmedos. Ricardo se inclinó hacia delante con la respiración acelerada. ¿En qué parque exactamente lo encontraste? ¿Y era un recién nacido o ya tenía algunos meses? Preguntó con una ansiedad que no podía ocultar, observando atentamente al chico sentado a su lado. Luciana hizo una pausa intentando recordar cada detalle.
Fue en el parque central. Ya decía algunas palabritas e intentaba andar. Debía de tener casi un añito. Recuerdo bien aquel día, 12 de febrero, hace 9 años, pero parece que fue ayer. Al oír la fecha, Ricardo sintió que todo el cuerpo le temblaba. Le faltó el aire, el rostro se le descoloró. Agarró el respaldo de la silla jadeando. 12 de febrero, hace 9 años.
repitió con la voz casi quebrada. “Dios mío, no puede ser”, murmuró llevándose las manos a la cabeza. El temblor le dominó las manos mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Bernardo lo observaba confuso, sin entender por qué aquel hombre parecía tan afectado. Afuera, Caio, el chóer, seguía esperando. Notó de nuevo el coche que lo había inquietado durante el trayecto.
Estaba parado en la misma calle, a pocos metros de distancia, con el motor apagado y los cristales oscurecidos. Frunció el ceño intentando identificar al conductor, pero no veía nada. La intuición le alertó y decidió caminar hasta allí para comprobar.
Pasaron unos 2 minutos y dentro de la casita se oyó un golpe seco en la puerta. Bernardo se levantó de inmediato. “Yo atiendo”, dijo el chico inocente y corrió hacia la entrada. Cuando abrió la puerta, apenas tuvo tiempo de reaccionar. Un hombre encapuchado lo empujó con fuerza e invadió el lugar apuntando una pistola. “¡Qietos todos! “Que nadie se mueva!”, gritó el invasor con voz ronca y amenazadora.
Luciana soltó un grito acercando al hijo hacia sí. “Dios mío, ¿qué está pasando?”, exclamó intentando proteger a Bernardo con el cuerpo. Ricardo se colocó delante de ellos instintivamente con los brazos abiertos. Por favor, cálmese. Si quiere dinero, puede llevarse todo lo que tengo. Móvil, cartera. Tengo cantidades altas en el banco. Es todo suyo.
Solo no haga daño a nadie, dijo el millonario intentando mantener la calma. El hombre soltó una carcajada burlona. Dinero. Voy a tener dinero de sobra cuando acabe contigo, idiota. Todo lo que es tuyo irá para mi mujer. Y adivina, acabará siendo mío también. se burló agitando el arma delante del rostro de Ricardo. Estás engañado, muchacho. No necesitas seguir por ese camino. Puedo ayudarte.
Basta con que aceptes una buena suma y te vayas ahora mismo,”, insistió Ricardo en tono conciliador. Pero el encapuchado solo volvió a reír, una risa cruel y llena de desprecio. “Ya he dicho que no quiero tu dinero. He venido aquí para borrarte del mapa y para colmo te dio por reencontrarte con tu hijito justo hoy. Qué pena.
Tendré que acabar con él también. Un heredero sería un problema ahora, ¿no te parece?”, dijo sarcástico con la mirada rebosando odio. El silencio que siguió fue mortal. Luciana gritó presa del pánico. No, por el amor de Dios, no hagas eso. Bernardo se encogió contra la pared con los ojos muy abiertos, empezando a llorar.
Ricardo, desesperado, sintió el corazón desbocado. Lo único que pasaba por su mente era que después de tantos años de sufrimiento, el destino estaba a punto de arrancarle de nuevo al hijo que acababa de reencontrar. El bandido amartilló el arma. Luciana gritó otra vez y entonces el sonido de un estruendo violento resonó por la casa.
El encapuchado soltó un alarido de dolor y cayó pesadamente al suelo, el arma deslizándose unos centímetros más allá. Ricardo se volvió asustado y entonces lo vio. Cayo, Dios mío, Cayo, nos has salvado gritó el empresario aliviado mientras corría a abrazar al chóer que aún sostenía un trozo de madera pesado jadeando.
Me alejé un poco del coche y vi a un sujeto entrando encapuchado aquí. Imaginé lo peor y cogí lo que pude encontrar en el camino”, explicó el chóer temblando por la adrenalina. Luciana y Bernardo se arrodillaron en el suelo, abrazados, llorando y dando gracias a Dios entre soyosos. “Gracias, Señor. Gracias por librarnos de la muerte”, decía la mujer emocionada.
Ricardo se arrodilló frente al chico con los ojos vidriosos. “Hijo mío, durante tanto tiempo soñé con este momento”, murmuró con la voz tomada por la emoción. Bernardo parpadeó confuso, pero sintió el calor y la verdad en las palabras de aquel hombre. Sin comprender del todo, lo abrazó con fuerza, llorando también. Luciana se llevó la mano a la boca intentando contener el llanto al ver aquella escena.
Era como si todo el sufrimiento que los tres habían vivido se concentrara en ese instante y por primera vez el peso empezara a disiparse. Kayo, aún sudando, inmovilizó al agresor con firmeza. cogió una cuerda vieja que había cerca de la cocina y ató al hombre cruzándole los brazos por la espalda y sujetándole también las piernas. A continuación, le retiró el capuchón.
Ricardo se quedó paralizado al ver el rostro del criminal. Es el chófer de mi empresa, Ignacio, exclamó atónito. Luciana se cubrió la boca con las manos. Dios mío, entonces te conocía. Ahora todo tiene sentido. No estaba aquí por casualidad. respondió Ricardo cerrando los puños. Minutos después, las sirenas de la policía cortaron el silencio de la calle.
Los agentes entraron rápidamente en la casa, esposaron al agresor y lo metieron en el coche patrulla. Bajo presión, confesó todo. La relación con Ivana y el plan orquestado junto con Sofía para eliminar a Ricardo y hacerse con su fortuna. La noticia cayó como una bomba. Ricardo, incrédulo, negaba con la cabeza, incapaz de aceptar el tamaño de la traición.
miró a Luciana y a Bernardo y una lágrima solitaria le resbaló por la mejilla. Todo esto, todo esto fue tramado por las personas en las que más confiaba”, susurró abatido. El viaje hasta la mansión fue silencioso. Al llegar, la imagen que los esperaba era espeluznante. Ivana y Sofía brindaban con copas de champán sonriendo. por nuestra nueva vida”, decía Iván riendo.
Pero la sonrisa se le congeló en el instante en que vio a Ricardo entrando en el salón vivo, acompañado de la policía, de Luciana y del chico. Las copas se le resbalaron de las manos y se hicieron añicos en el suelo. Sofía se levantó pálida, intentando disimular. “Ricardo, qué bueno verte.
¿Qué está pasando?”, dijo nerviosa, pero él no dio tiempo a teatrillos. Lo que está pasando es que el amante de tu hija lo ha confesado todo”, gritó furioso. “El plan para matarme, vuestra implicación y peor aún, la verdad sobre la desaparición de mi hijo.” Ivana se quedó inmóvil. La mirada vacía, el cuerpo rígido. Ricardo se acercó tomado por la rabia y la incredulidad.
“¿Cómo pudiste, Ivana? ¿Cómo tuviste el valor de deshacerte de nuestro hijo e inventar que lo habían secuestrado?” Ella lo encaró con desprecio. Nunca te amé, Ricardo, y nunca quise a ese crío. Fue un error, un accidente que solo estorbaría mis planes. Hice lo que tenía que hacer, gritó descontrolada antes de que los policías la redujeran.
Eres un monstruo respondió él con la voz tomada por la emoción, observando cómo la esposaban. Sofía intentó intervenir, pero también fue contenida. Cuando se llevaron a las dos, el silencio se instaló. Ricardo miró a Bernardo, que lo observaba asustado, y entonces abrió los brazos. El chico corrió hacia él. “Ahora todo va a cambiar, hijo mío.
Nada ni nadie volverá a separarnos”, dijo con el corazón desbordado de emoción. Después de todo lo que habían vivido, la vida empezó a reconstruirse en la mansión de Ricardo. Ahora, con el reencuentro del hijo Eric, aún llamado cariñosamente Bernardo, el millonario sentía que el corazón por fin se curaba del dolor que lo consumía desde hacía nueve largos años.
El chico, por su parte, parecía vivir un sueño. Tenía un padre amoroso, una cama caliente, comidas abundantes y por encima de todo seguridad y afecto. Luciana pasó a vivir allí. También recibía los mejores cuidados médicos, todos costeados y supervisados de cerca por Ricardo, que hacía cuestión de estar presente en cada etapa de su recuperación.
Con el paso de los meses, la convivencia entre los tres se transformó en algo mayor, un lazo de amor y complicidad. Ricardo y Luciana se enamoraron y el empresario le pidió matrimonio. Poco antes de la ceremonia, a ella por fin la llamaron para el tan esperado trasplante de corazón. La operación fue un éxito. Aquella casa, antes marcada por secretos y tragedias, ahora rebosaba luz, risas y el sonido suave de la esperanza renaciendo, prueba viva de que el amor verdadero puede sí transformar el destino.
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