MILLONARIO VA A LA CASA DE SU EX ESPOSA DESPUÉS DE 12 AÑOS… Y SU REACCIÓN ES INESPERADA…

millonario va a la casa de su exesposa después de 12 años y su reacción es inesperada. Eduardo Ramírez estacionó el carro importado frente a lo que alguna vez había sido una casa digna. Ahora, 12 años después, las paredes derrumbadas y el techo medio caído contaban una historia de abandono que él nunca imaginó encontrar.
Vestido con su traje oscuro impecable, sostenía una masa pesada en las manos temblorosas, intentando encontrar valor para lo que había ido a hacer. Fue cuando la puerta crujió y ella apareció. Gabriela, la mujer que amó más que a su propia vida, ahora demasiado delgada, con ropas gastadas y los ojos cansados de quien había luchado sola por mucho tiempo.
Detrás de ella, dos niñas pequeñas se escondían asustadas. observando a aquel hombre extraño con ropa cara, sosteniendo una herramienta aterradora. “¿Qué haces aquí, Eduardo?”, preguntó Gabriela, la voz cargada de una mezcla de sorpresa y enojo.
Él no respondió de inmediato, en cambio, levantó la masa y comenzó a golpear la pared más dañada de la casa. El ruido resonó por la vecindad, haciendo que las niñas gritaran y se aferraran aún más fuerte a su madre. Te volviste loco para eso ya, gritó ella corriendo hacia él.
Estoy haciendo lo que debía haber hecho hace 12 años, respondió Eduardo sin dejar de romper los pedazos de pared que amenazaban con caerse. Estoy arreglando lo que rompí. Gabriela intentó agarrar su brazo, pero él era más fuerte. La masa seguía bajando, demoliendo partes ya casi caídas, mientras ella gritaba que no necesitaba su caridad después de tanto tiempo. Caridad. Eduardo se detuvo y la miró fijamente.
¿Crees que esto es caridad? Soltó la masa en el suelo y sacó un sobre amarillento del bolsillo interno de la chaqueta. Sus manos temblaban cuando le extendió los papeles. Sé lo del bebé, Gabriela. Siempre lo supe. Su rostro se puso blanco como el papel. Las dos niñas, asustadas preguntaron en voz baja quién era ese hombre y por qué mamá estaba llorando.
Eduardo se arrodilló en el suelo de tierra sin importarle que el traje caro se ensuciara. Abrió el sobre lentamente, mostrando exámenes médicos antiguos con su nombre sellado en cada página. Hace 12 años estabas embarazada y yo me fui como un cobarde. Esas niñas no son tuyas, susurró Gabriela, las lágrimas resbalando. Tienen cinco y tr años, tú lo sabes.
Sé que no son mías, respondió él con la voz quebrada. Pero también sé que perdiste a nuestro bebé sola en el hospital una semana después de que me fui. El silencio que siguió solo fue roto por su llanto suave. Las vecinas comenzaron a asomarse en las ventanas y puertas, susurrando sobre el drama que se desarrollaba en la calle.
“¿Cómo te enteraste?”, preguntó Gabriela sentándose en los escombros a su lado. “Doña Carmen, la enfermera que te cuidó en ese entonces, está en el hospital ahora muy enferma. Me buscó la semana pasada.” Eduardo se secó los ojos con el dorso de la mano. Dijo que gritaste mi nombre durante el parto prematuro, que pediste que alguien me llamara, pero tu teléfono ya había cambiado.
La niña mayor, con el cabello castaño y ojos curiosos, se acercó lentamente. “Mamá, ¿por qué estás llorando?”, preguntó con su voz dulce. Gabriela atrajo a sus dos hijas hacia ella, abrazándolas como si quisiera protegerlas de todo ese dolor del pasado. Es complicado, hija mía. Este hombre conocía a mamá hace mucho tiempo. Eduardo observó a las dos niñas.
La más pequeña, rubia y de ojos azules. Se parecía mucho a Gabriela cuando era niña. La mayor tenía rasgos diferentes, más serios, pero le sonrió tímidamente. ¿Tienes hijos?, preguntó la niña mayor. No, respondió Eduardo. Nunca los he tenido. ¿Por qué no? Él miró a Gabriela antes de responder, viendo que ella también esperaba la respuesta.
Porque la única mujer que quise que fuera madre de mis hijos la lastimé mucho y cuando me di cuenta del error que había cometido, ya era demasiado tarde. Gabriela se levantó de golpe, quitándose la tierra de la ropa. No es demasiado tarde para nada. Tú construiste tu vida, te hiciste rico, tienes todo lo que siempre quisiste. No tienes que venir aquí a fingir que te importa lo que me pasó. Fingir.
Eduardo también se levantó con la voz alta por primera vez. ¿Crees que pude olvidar que pasó un día sin que yo pensara en ti? Entonces, ¿por qué tardaste 12 años en aparecer? La pregunta quedó en el aire, pesada como el olor a tierra mojada que empezaba a elevarse.
Nubes oscuras se formaban en el cielo amenazando con llover. Eduardo se desabotonó la chaqueta y se la quitó, quedándose solo con la camisa blanca. Tomó de nuevo la masa porque era un idiota orgulloso que creía que estabas mejor sin mí. comenzó a trabajar de nuevo, esta vez con más cuidado, quitando solo las partes realmente peligrosas de la pared.
Y porque cuando finalmente reuní el valor para volver, ya estabas con otro hombre. Gabriela se quedó helada. Las niñas se miraron dándose cuenta de que algo importante se estaba diciendo. ¿Me estabas espiando? Espiar, no, pero sí volví algunas veces al pueblo. Las vi en el parque, en el mercado, lo vi jugando con ellas. Vi que parecían felices.
Eduardo no dejaba de trabajar mientras hablaba. Pensé que era mejor dejar las cosas como estaban. ¿Y dónde está él ahora?, preguntó Eduardo, haciendo finalmente la pregunta que lo atormentaba. La niña mayor, que se había presentado como Valeria, respondió antes que su madre. El papá se fue hace mucho tiempo. Dijo que iba a buscar trabajo en Monterrey, pero nunca regresó.
“Valeria, ve a jugar adentro con Isabel”, pidió Gabriela con voz cansada. “¿Pero no hay adentro, mamá? ¿Recuerdas que la casa está dañada?” Querido oyente, si te está gustando la historia, aprovecha para dejar tu like y, sobre todo, suscribirte al canal. Eso nos ayuda mucho a los que estamos empezando ahora. Continuando.
Eduardo dejó de trabajar y miró a su alrededor. Por primera vez realmente vio el estado de la casa. Ya no había paredes internas, solo estructuras de madera podrida. Lo que quedaba del techo estaba cubierto por una lona agujereada que dejaba pasar el agua. En lo que una vez fue la sala, solo había un colchón viejo en el suelo y algunas cajas apiladas.
Por Dios, Gabriela, ¿cómo viven aquí? ¿Cómo se puede?, respondió ella, levantando la barbilla con orgullo. Nunca le pedí ayuda a nadie, nunca me humillé. Esto no es humillarse, esto es sobrevivir. Sacó el celular del bolsillo y comenzó a marcar un número. ¿Qué estás haciendo? Llamando a un amigo que tiene una constructora. Vamos a empezar con esto hoy mismo.
Gabriela corrió y le arrebató el teléfono de la mano. No quiero tu lástima, Eduardo. Nosotras estamos bien así. Bien, señaló el techo agujereado. Tus hijas duermen aquí cuando llueve. Duermen en casa de mi madre, en la calle de arriba. Gabriela le devolvió el celular. Nos arreglamos.
¿Y tú dónde duermes cuando llueve? Ella no respondió, pero él ya sabía la respuesta, por cómo desvió la mirada. Las dos niñas volvieron corriendo emocionadas. “Mamá, viene la abuela Guadalupe”, anunció Isabel, la menor. Eduardo vio a una señora de cabellos grises bajando la calle con pasos firmes y cara de pocos amigos. Venía con una escoba en la mano y una expresión que él conocía bien.
Era exactamente como Gabriela cuando se enojaba. Guadalupe la saludó intentando sonreír. Eduardo Ramírez, respondió ella sin un ápice de simpatía. Pensé que solo era un rumor del vecindario. Es cierto, doña Guadalupe. Regresé. ¿Regresaste para qué? para terminar de destruir lo que le queda a mi hija. Las niñas se acercaron a su abuela, que las abrazó protectoramente. “Regresé para arreglar las cosas”, dijo Eduardo.
“Arreglando con una masa, Guadalupe señaló la herramienta. Típico de los hombres, creen que todo se resuelve con fuerza.” Gabriela intervino antes de que la discusión se calentara más. Mamá, él trajo unos papeles sobre aquel asunto. El rostro de Guadalupe cambió inmediatamente. Sabía exactamente de lo que hablaba su hija. “Ah, entonces te enteraste.
¿Usted siempre lo supo?”, preguntó Eduardo. “Claro que lo sabía. Yo fui quien llevé a mi hija al hospital cuando empezó a sangrar. Yo, quien sostuvo su mano cuando los doctores dijeron que ya no había remedio. La voz de Guadalupe tembló y yo, quien la cuidó las semanas siguientes cuando lloraba dormida y gritaba tu nombre, Eduardo sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
Se sentó en un pedazo de pared que estaba medio caído, ocultando el rostro entre las manos. “Yo no sabía”, murmuró. “Juro que no lo sabía.” No sabías porque no quisiste saber, replicó Guadalupe. Mi hija te llamó 15 veces esa semana. 15 veces, Eduardo. Tú no contestaste. Había cambiado de número, doña Guadalupe.
Conseguí ese empleo en Ciudad de México y y pensaste que era mejor cortar todos los lazos, ¿verdad? Gabriela habló por primera vez en varios minutos. ¿Recuerdas lo que dijiste en nuestra última pelea? que yo era una carga, que te detenía, que nunca ibas a poder crecer en la vida conmigo a tu lado. Sus palabras resonaron como una bofetada. Eduardo recordaba perfectamente aquella noche horrible, todas las cosas crueles que dijo en el calor del enojo.
Era joven, Gabriela, era un idiota orgulloso que era un cobarde, completó Guadalupe. Y sigues siéndolo, por lo que veo. Apareces aquí después de 12 años con dinero y crees que vas a comprar el perdón. Valeria, que había estado callada prestando atención a la conversación de los adultos, se acercó a Eduardo. Usted es el hombre de las fotos que mamá esconde.
Todos guardaron silencio. Gabriela se puso roja de vergüenza. ¿Qué fotos, Valeria?, preguntó Guadalupe. Las fotos que mamá mira por la noche y llora están en una cajita. Debajo de la cama hay un montón de papeles también, cartas viejas. Valeria. Gabriela le habló serio a su hija. Es solo la verdad, mamá. Usted siempre llora cuando las mira.
Eduardo sintió el corazón acelerarse. Después de todos estos años, ella aún guardaba fotos de ellos juntos. Gabriela, no significa nada, dijo ella rápidamente. Es solo son recuerdos. Todo mundo tiene recuerdos. ¿Recuerdos de qué? Preguntó Isabel. inocente. Gabriela miró a Eduardo luego a su madre, sin saber qué responder a una niña de 3 años.
Recuerdos de cuando mamá era más joven dijo Eduardo suavemente y conoció a un chico que no era muy listo. ¿Usted era novio de mamá?, preguntó Valeria. Era más que eso, respondió Guadalupe antes de que alguien pudiera impedirlo. Estaban casados. Casados. Las dos niñas hablaron al mismo tiempo.
“Mamá”, protestó Gabriela, “¿Qué? Ellas tienen derecho de saber quién es esta persona que apareció aquí demoliendo nuestra casa.” Eduardo se levantó y se agachó a la altura de las niñas. Hace mucho tiempo yo estaba casado con la mamá de ustedes, pero nos peleamos e hice algunas cosas muy malas. Por eso a ella no le gusta mucho hablar de eso. “¿Y por qué se pelearon?”, preguntó Valeria.
Porque yo creía que lo sabía todo y no escuchaba lo que ella tenía que decirme y cuando ella más me necesitó, yo no estaba aquí. Isabel con sus tr años no entendía muy bien la conversación, pero Valeria más grande parecía estar procesando la información. Y ahora van a casarse de nuevo. No, hija, respondió Gabriela rápidamente.
Las personas crecen y toman caminos diferentes. Pero todavía se quieren insistió Valeria. La pregunta quedó en el aire. Nadie respondió. Pero las lágrimas en los ojos de Gabriela y la forma en que Eduardo la miraba hablaron más que cualquier palabra. La lluvia comenzó a caer lentamente. Primero algunas gotas, luego más fuerte.
En pocos minutos llovía intensamente. “Vamos a casa de la abuela”, dijo Gabriela reuniendo a las niñas. “¿Y él?”, preguntó Valeria señalando a Eduardo. “Él tiene coche, va a refugiarse”, respondió Gabriela. Pero cuando llegaron a la banqueta, vieron que Eduardo no se había dirigido al coche.
Estaba recargado en la pared de la casa bajo la lona rota, empapándose junto con los escombros. Eduardo, ¿te vas a enfermar?”, gritó Guadalupe. “Está bien”, respondió él. “Me lo merezco.” Gabriela se detuvo en medio de la lluvia, mirando a ese hombre que un día lo fue todo en su vida. Estaba ahí con traje mojado y zapato formal hundiéndose en el lodo, terco como siempre fue.
“Ven con nosotros”, dijo ella en voz baja. “No es necesario. No te lo estoy pidiendo. Te lo estoy ordenando. Ven.” Subieron la calle corriendo bajo la lluvia. La casa de Guadalupe era sencilla, pero ordenada y calientita. Tenía dos salas pequeñas, una cocina y dos cuartos. Las paredes estaban llenas de fotos de las nietas. Y Eduardo notó que no había ninguna foto de Gabriela de los últimos 12 años.
“Sácate esa ropa mojada”, ordenó Guadalupe. “Voy a ver si tengo algo del difunto que te quede.” Regresó con una camisa a cuadros y un pantalón de Freeza. Era de mi esposo, debe de quedarle. Eduardo se cambió de ropa en el baño.
Cuando volvió, encontró a Gabriela haciendo café en la cocina y a las niñas jugando en la sala con muñecas de trapo. Gracias, doña Guadalupe. No me des las gracias todavía. Solo no quiero que agarres pulmonía y te mueras en mi puerta. Daría mucho trabajo. A pesar de todo, Eduardo sonrió. Guadalupe siempre tuvo esa forma directa de hablar. Gabriela me contó sobre su empresa”, dijo Guadalupe sirviendo café para todos.
“Dicen que de verdad te hiciste rico. Me fue bien en la vida así. ¿Y cómo es que un albañil se volvió empresario millonario?” Eduardo miró a Gabriela, que fingía estar muy concentrada revolviendo el azúcar en el café. ¿Recuerdas esa aplicación que Gabriela sugirió que creara para conectar albañiles con clientes? Gabriela dejó de revolver el café y lo miró fijamente. Esa que dijiste que era una tontería. Esa misma. Eduardo bajó la cabeza.
Tr años después de que nos separamos, la creé. Hoy tiene más de 2 millones de usuarios en México. El silencio en la cocina era pesado. Guadalupe miraba de uno a otro dándose cuenta de que había más historia ahí. La idea fue de ella, preguntó Guadalupe. Completamente. Ella pensó en todo, hasta el nombre.
Yo fui demasiado orgulloso para admitir que ella tenía razón. Gabriela se levantó bruscamente de la mesa. Necesito ver a las niñas. Salió de la cocina dejando a Eduardo solo con Guadalupe, que lo observaba con ojos perspicaces. ¿Para qué viniste aquí, Eduardo? De verdad, para pedir perdón. ¿Y crees que lo vas a lograr? No sé, pero necesito intentarlo. Mi hija sufrió mucho por tu culpa.
Cuando se separaron, lloró por meses. Cuando perdió al bebé entró en una tristeza que creí que nunca saldría. Y cuando Alejandro apareció en su vida, pensé que por fin iba a ser feliz de nuevo. Y lo fue. Guadalupe suspiró. Alejandro era un buen hombre, amable, trabajador, amaba a las niñas como si fueran hijas suyas, pero nunca logró el corazón de Gabriela por completo. Siempre hubo un pedazo que te pertenecía a ti.
Eduardo sintió un apretón en el pecho. ¿Qué pasó con él? Consiguió una propuesta de trabajo en Monterrey, un sueldo tres veces mayor al que ganaba aquí. Le pidió que fuera con él, que llevara a las niñas. Ella se negó. ¿Por qué? Porque esta ciudad tiene recuerdos. Tiene a ti. Ella nunca pudo irse de verdad. Guadalupe tomó un sorbo de café.
Alejandro se dio cuenta de que luchaba contra un fantasma y se rindió. Se fue solo. Y desde entonces ella está criando a las niñas sola. Sola no me tiene a mí, pero sí, sin hombre cerca y sin aceptar ayuda de nadie, orgullosa igual que su padre. su padre. Tú, Eduardo. Alejandro pudo haber sido un buen padrastro, pero el corazón de esas niñas siempre supo quién era el hombre que su madre realmente amaba.

En la sala se oía la voz de Gabriela jugando con sus hijas, poniendo voces chistosas a las muñecas. Era un sonido que Eduardo no había escuchado en 12 años y que despertó una nostalgia devastadora. Ella aún usa anillo observó él. No es anillo de matrimonio, es el anillo de compromiso que le diste cuando comenzaron a noviar. Nunca se lo ha quitado. Eduardo cerró los ojos recordando el día en que compró ese sencillo anillo de plata.
Tenían 19 años y él había ahorrado dinero durante 3 meses para comprarlo. Doña Guadalupe, ¿puedo preguntarle algo? ¿Puede. ¿Usted cree que existe alguna posibilidad de que ella te perdone? completó Guadalupe. Ya te perdonó, Eduardo. El problema es que ella no se ha perdonado a sí misma. ¿Cómo es eso? Mi hija carga con la culpa de haberte dejado ir.
Cree que si te hubiera contado sobre el embarazo antes, te habrías quedado. Y piensa que fue su culpa haber perdido al bebé porque estaba muy nerviosa y triste. Pero eso no es cierto. Yo lo sé. Tú lo sabes, pero ella no. Y mientras no se perdone a sí misma, nunca podrá creer que merece ser feliz. En la sala, Valeria apareció en la puerta de la cocina.
Abuelita, mi mamá está llorando. Guadalupe y Eduardo se levantaron al mismo tiempo. Fueron a la sala y encontraron a Gabriela sentada en el suelo, abrazada con Isabel, quien secaba las lágrimas de su madre con su manita pequeña. “Mamá, ¿por qué estás triste?”, preguntaba Isabel. No estoy triste, hija. A veces los adultos lloran cuando recuerdan cosas importantes.
Eduardo se acercó lentamente y se sentó en el suelo junto a ellas. Gabriela, necesito decirte algo. Ella lo miró con los ojos rojos. ¿Qué? Nunca me volví a casar. Nunca tuve otros hijos. Nunca pude amar a nadie después de ti. Eduardo. Déjame terminar. Todos estos años creí que estaba viviendo mi vida, cumpliendo mis sueños, pero todo lo que logré supo a fracaso, porque tú no estabas allí para compartirlo conmigo.
Valeria se sentó al otro lado de su madre, prestando atención a la conversación. “¿Y sabes cuál fue la peor parte?”, Continuó Eduardo. Saber que todo lo que conseguí fue por una idea tuya. Cada cliente nuevo, cada contrato cerrado, cada premio que gané, todo era un recordatorio de que había sido demasiado tonto para reconocer tu inteligencia cuando estábamos juntos.
¿Por qué me estás contando esto?, preguntó Gabriela. Porque quiero que sepas que he madurado, que aprendí a reconocer cuando estoy equivocado y que la lección más grande de mi vida fue perderte. Isabel, que no entendía muy bien la conversación de los adultos, pero notó que era algo importante, tomó la mano de Eduardo y la mano de su madre, uniéndolas.
Listo, ahora son amigos otra vez. Todos rieron entre lágrimas. La inocencia de la niña trajo un alivio momentáneo a la tensión del momento. “Así se hacen las paces”, preguntó Eduardo a Isabel. “Así me enseña mi maestra. Cuando dos personas se pelean, tienen que darse la mano y pedirse disculpas.
” “¿Y funciona?” “Siempre funciona,”, respondió Isabel con la absoluta certeza de sus tres años. Gabriela miró sus manos aún unidas por su hija y por un momento se permitió recordar cómo esas manos encajaban perfectamente en las suyas. “Isabel, ve a jugar con Valeria”, le pidió suavemente. “Pero quiero verlos hacer las pases.” Vamos a hacer las paces, hija, pero esto es conversación de adultos.
Guadalupe llevó a las dos niñas a la habitación, dejando a Eduardo y Gabriela solos en la sala. Gabriela, yo no lo interrumpió ella. Ahora me toca hablar a mí. Se levantó y fue hacia la ventana, mirando la lluvia que aún caía afuera. Tienes razón en una cosa. Nunca te conté sobre el embarazo a tiempo. Tuve miedo de que pensaras que era un ardid para retenerte. Nunca pensaría eso. Sí lo pensarías.
Estabas obsesionado con aquella vacante de trabajo en Ciudad de México. Hablabas todos los días. sobre cómo era tu oportunidad de demostrar de lo que eras capaz y yo no quería ser el lastre que te frenara. Eduardo se acercó a ella, pero no la tocó. Y cuando descubrí que estaba embarazada, tú ya estabas diferente conmigo, más distante, más impaciente. Hablabas del futuro como si yo no formara parte de él.
Estaba nervioso por el trabajo nuevo. No era nada personal. Claro que era personal, Eduardo. Me mirabas como si fuera un obstáculo, como si mi vida sencilla no fuera suficiente para los grandes planes que tenías. Sus palabras eran como cuchillas. Eduardo sabía que eran verdad, aunque dolieran. Cuando te fuiste, intenté decírtelo por teléfono.
Llamé 15 veces en tres días. No contestaste ninguna. había cambiado de número. Lo sé ahora, pero en ese entonces pensé que me estabas ignorando a propósito, que habías decidido cortar todos los lazos conmigo. Gabriela se volvió hacia él y él vio todo el dolor de los últimos 12 años reflejado en su rostro. Al cuarto día empecé a sangrar. Mi mamá me llevó corriendo al hospital.
Los doctores dijeron que estaba perdiendo al bebé. Gabriela, ¿y sabes cuál fue la peor parte? No fue el dolor físico, fue estar ahí sola, perdiendo al hijo del hombre que amaba y no poder hablar con él. Fue gritar tu nombre durante el parto y no tener a nadie que me sostuviera la mano. Eduardo sintió las lágrimas correr por su rostro.
En todos esos años había imaginado varias versiones de lo ocurrido, pero nunca había pensado en los detalles dolorosos. Lo siento mucho. De verdad lo siento. Yo también lo siento. Lamento no haber insistido más. Lamento haber dejado que el orgullo hablara más fuerte. Lamento haberte dejado ir sin luchar. Permanecieron ahí en la sala pequeña de Guadalupe llorando juntos por primera vez en 12 años.
Llorando por el bebé que perdieron, por el tiempo que desperdiciaron, por las palabras que nunca dijeron. ¿Qué hacemos ahora?”, preguntó Eduardo. “No sé, no sé si se puede volver atrás después de tanto tiempo. No hablo de volver atrás, hablo de empezar de nuevo. Eduardo, tengo dos hijas. Ellas son mi prioridad. No puedo darme el lujo de lastimarme otra vez.
¿Y quién dijo que voy a lastimarte? Ya lo hiciste una vez. Era un chico de 22 años, un chico asustado e inseguro que no sabía cómo manejar la responsabilidad. Hoy soy un hombre de 34 que aprendió que el éxito no vale nada si no tienes con quién compartirlo. Gabriela movió la cabeza. Es muy complicado, Eduardo. Mucho complicado.
¿Cómo? No te pido que te cases conmigo mañana. Te pido una oportunidad para demostrar que puedo ser el hombre que siempre mereciste. Querido oyente, si te está gustando la historia, aprovecha para dejar tu like y, sobre todo, suscribirte al canal. Eso nos ayuda mucho a los que estamos empezando. Ahora, continuando, antes de que Gabriela pudiera responder, Valeria apareció en la sala.
Mamá, dejó de llover. Podemos regresar a casa. Gabriela miró por la ventana. Realmente había dejado de llover y los últimos rayos de sol del día asomaban entre las nubes. “Claro, hija mía.” “¿Y él va con nosotros?”, preguntó Valeria señalando a Eduardo. “Él tiene que volver a su casa”, respondió Gabriela. “Pero y nuestra casa está toda descompuesta.
” Eduardo se agachó a la altura de la niña. “Paleria, si tu mamá lo permite, puedo ayudar a arreglar su casa.” “De verdad, de verdad. Pero solo si tu mamá quiere. Valeria corrió hacia Gabriela. Mamá, déjalo arreglar nuestra casa, por favor. Valeria, no es así como funcionan las cosas. ¿Por qué no? Gabriela suspiró.
¿Cómo explicarle a una niña de 5 años todas las complicaciones de las relaciones adultas? Porque cuando un adulto ayuda a otro, a veces eso crea compromisos. ¿Qué tipo de compromisos? Preguntó Eduardo. ¿Sabes muy bien qué tipo? ¿Crees que puedes llegar aquí después de 12 años, construir una casa nueva y yo voy a quedar en deuda contigo por el resto de mi vida? No quiero que estés en deuda conmigo.
Quiero que aceptes lo que es tuyo por derecho. ¿Cómo así? Eduardo regresó a la cocina y tomó la carpeta mojada que había dejado sobre la mesa. La abrió y sacó unos papeles que milagrosamente no se arruinaron con la lluvia. ¿Recuerdas nuestra empresa Construcciones Ramírez y Hernández? La recuerdo. La cerraste cuando te fuiste. No cerré nada, solo me cambié de ciudad.
La empresa siguió funcionando, creció, se convirtió en un grupo de empresas y tú siempre fuiste socia del 50%. Gabriela tomó los papeles con las manos temblorosas. Esto no puede ser verdad. Es verdad. Todo está ahí. 12 años de ganancias acumuladas en una cuenta que está a tu nombre. ¿Cuánto? Eduardo escribió una cifra en un papel y se la mostró. Gabriela se sentó pesadamente en la silla.
Esto es una broma. No es broma. es tuyo. Siempre ha sido tuyo. ¿Pero por qué? Podrías haber cambiado los contratos. Podrías haberme sacado de la sociedad porque sabía que algún día volvería y cuando volviera quería asegurarme de que recibieras todo lo que merecías. Guadalupe, que había vuelto a la cocina, miró los papeles por encima del hombro de su hija.
“Dios mío, Gabriela, eres rica.” No quiero, dijo Gabriela empujando los papeles lejos. No quiero nada de esto. ¿Sabe por qué no? Porque no es mío. No trabajé para esto. No lo merezco. Claro que lo mereces, protestó Eduardo. La empresa solo existe porque tú tuviste la idea. La aplicación solo funcionó porque pensaste en cada detalle. Todo lo que construí se basó en lo que me enseñaste.
Esos son tonterías y lo sabes. Es verdad. Y lo sabes. ¿Recuerdas cuando decías que tenía que dejar de ver a los clientes como números, que tenía que entender la historia de cada persona, sus necesidades reales? Eso fue lo que hizo crecer mi empresa. Gabriela movió la cabeza. Terco, no voy a aceptar dinero tuyo.
Entonces, no lo aceptes como mío. Acéptalo como herencia de nuestro hijo. El silencio que se hizo en la cocina fue absoluto. Hasta los niños que jugaban en la habitación parecieron sentir el peso del momento. “¿Cómo puedes decir algo así?”, susurró Gabriela.
Porque es verdad, si nuestro hijo hubiera nacido, hoy tendría 12 años y todo esto sería suyo también. La voz de Eduardo estaba cargada de emoción. Acéptalo al menos por él, por el niño que nunca conocimos. Gabriela se levantó bruscamente de la mesa y salió de la cocina. La oyeron salir de la casa cerrando la puerta de golpe. “Ve tras ella,”, ordenó Guadalupe. “Creo que es mejor dejarla sola.
Ve tras ella, repitió Guadalupe más firme. Mi hija pasó 12 años huyendo. No dejes que huya otra vez. Eduardo encontró a Gabriela sentada en la escalerita de la casa, mirando la calle mojada. Se sentó a su lado sin decir nada. “No tienes derecho a usar a nuestro hijo para convencerme de nada”, dijo ella sin mirarlo. Tienes razón. Fue bajo de mi parte.
Lo fue. Estuvieron en silencio unos minutos escuchando los sonidos del vecindario volviendo a la vida después de la lluvia. Eduardo, necesito que entiendas una cosa. He construido una vida aquí. No es la vida que soñaba cuando era joven, pero es mi vida.
Mis hijas están adaptadas, tienen amigos, van a la escuela del barrio. No puedo simplemente tirar todo por la borda y fingir que los últimos 12 años no existieron. No te estoy pidiendo que tires nada por la borda. Sí lo haces. Apareces aquí con dinero, con propuestas de reconstruir la casa, de volver a empezar. ¿Crees que es fácil para mí? ¿Crees que no es tentador aceptar todo y fingir que podemos volver a ser quienes éramos? ¿Por qué sería fingir? Porque ya no somos las mismas personas, Eduardo.
Ya no soy esa chica de 20 años que creía en cuentos de hadas. Soy una mujer de 32 años. madre de dos hijas, que aprendió a contar solo consigo misma. Y yo ya no soy ese muchacho orgulloso que creía saberlo todo. Soy un hombre que aprendió que no vale nada tener éxito si no tienes una familia con quien compartirlo. Familia. Gabriela lo miró fijamente.
¿Quieres una familia ya hecha, Eduardo? Es eso. ¿Te cansas de estar solo y decides volver con tu exesposa que tiene dos hijas bonitas? No es eso. Entonces, ¿qué es? Es que nunca dejé de amarte. Y estas dos semanas que pasé aquí en la ciudad, observándolos desde lejos, me hicieron darme cuenta de que lo que siempre llamé éxito en realidad solo era una forma de llenar el vacío que dejaste.
Valeria apareció en la puerta de la casa. Mamá, la abuelita mandó llamar para cenar. Ya vamos, hija. Él va a cenar con nosotros. Gabriela miró a Eduardo claramente conflictiva. Él tiene que irse, Valeria. ¿Pero por qué? La abuelita hizo comida para todos. Porque vive lejos. ¿Dónde vive? Eduardo respondió antes que Gabriela. Vivo en Ciudad de México. Valeria está muy lejos de aquí. ¿Y te vas hoy? No lo sé aún.
Espero que no. Me caíste bien. La sencillez de la niña conmovió el corazón de los dos adultos. Valeria volvió a entrar en la casa dejándolos solos de nuevo. “A las niñas les agradaste”, comentó Gabriela. “Son increíbles, las educaste muy bien.” “Las eduqué sola”, recalcó ella. “Lo sé, e hiciste un trabajo maravilloso.
No lo arruines”, susurró Gabriela. “por favor y después te vayas. Ya sufrieron una decepción con Alejandro, no aguantan otra. ¿Quién dijo que me voy? Tú te irás al final siempre te vas. Es tu naturaleza. Gabriela, quiero quedarme. ¿Quieres quedarte? ¿Cuánto tiempo? ¿Una semana? ¿Un mes, hasta que te canses de la vida de pueblo pequeño y recuerdes todos los compromisos importantes que te esperan en Ciudad de México? Quiero quedarme para siempre. Las palabras salieron antes de que pudiera pensarlo, pero tan pronto como las dijo,
supo que era verdad. Para siempre es mucho tiempo, dijo Gabriela. No es suficiente. Guadalupe apareció en la puerta. Van a quedarse ahí toda la noche. La comida se está enfriando. Entraron a cenar. La mesa estaba puesta para cinco personas. Guadalupe, Gabriela, las dos niñas y Eduardo. Era la primera vez en 12 años que se sentaba a la mesa en familia. Durante la cena, las niñas hicieron 1000 preguntas.
Querían saber cómo era Ciudad de México, si tenía casa grande, si tenía carro bonito, si conocía a personas famosas. Eduardo respondió con paciencia, siempre cuidando de no parecer que se estaba presumiendo. ¿Y te gusta vivir solo?, preguntó Valeria. No, no me gusta nada.
¿Por qué no te casas de nuevo, Valeria? Reprendió Gabriela. Pero es solo curiosidad, mamá. Eduardo sonrió. Porque la única persona con la que quería casarme ya estaba casada conmigo y yo lo arruiné todo. Pero ustedes pueden casarse de nuevo sugirió Isabel inocentemente. No es así como funciona, hija explicó Gabriela.
¿Por qué no? Era una pregunta sencilla, hecha con la lógica pura de una niña, y nadie en la mesa supo responder de manera convincente. Después de la cena, Eduardo ayudó a Guadalupe a lavar los platos mientras Gabriela bañaba a las niñas. Ella tiene miedo dijo Guadalupe. Lo sé. No es miedo a ti, es miedo de ella misma. Miedo de creer de nuevo y decepcionarse.
¿Qué puedo hacer para demostrar que he cambiado? tiempo, paciencia y sobre todo pruebas de que no saldrás corriendo ante la primera dificultad. ¿Y cuáles serían esas pruebas? Quédate al menos por un tiempo. Muéstrale que hablas en serio sobre querer ser parte de sus vidas. ¿Crees que ella lo permitiría? Creo que se muere de ganas, pero nunca lo admitirá. Cuando Gabriela volvió de la sala con las niñas en pijama, Eduardo estaba guardando los últimos platos en el armario. “Mamá, ¿puedo hacer una pregunta?”, dijo Valeria.
“¿Puedes? Si tú y él se gustan, ¿por qué no están juntos?” Gabriela suspiró. Era la segunda pregunta difícil de la noche. Porque a veces querer a alguien no es suficiente, hija. Las personas crecen, cambian, toman caminos diferentes, pero ahora ustedes están en el mismo camino otra vez, observó Valeria con la lógica infantil. No es tan simple así.
¿Por qué no? Gabriela miró a Eduardo que observaba la conversación sin interferir, porque cuando dos personas se lastiman mucho, a veces es difícil confiar de nuevo. Pero ustedes pueden intentar, insistió Valeria. Isabel, ve a cepillarte los dientes, pidió Gabriela cambiando de tema. ¿Puedo cepillarle los dientes a él también?, preguntó Isabel señalando a Eduardo. Todos rieron.
Él sabe cepillar sus propios dientes, respondió Gabriela. Pero yo quiero ayudar. Gracias, Isabel, dijo Eduardo. Pero no me quedaré a dormir. Iré a un hotel. ¿Por qué no duermes aquí? Preguntó Valeria. La abuelita tiene sofá en la sala. Porque él tiene sus cosas en el hotel, explicó Gabriela rápidamente.
¿Qué cosas? Ropa, cepillo de dientes, esas cosas. La abuelita puede prestarle cepillo de dientes, ofreció Isabel. Eduardo miró a Gabriela esperando una orientación de ella. Es mejor que vayas al hotel de verdad, dijo ella. Las niñas tienen que despertar temprano mañana para la escuela. Mamá, mañana es sábado recordó Valeria. Gabriela se sonrojó dándose cuenta de que había sido descubierta en una mentira pequeña.
Aún así, es mejor que se vaya. Está bien, dijo Eduardo. Iré al hotel. Se despidió de las niñas que insistieron en darle abrazos apretados. Cuando llegó a la puerta, Gabriela lo acompañó. Eduardo. Sí. Gracias por por haber vuelto, por haberme contado sobre el bebé. Yo necesitaba saber. Gracias por haberme escuchado.
Ellos se quedaron allí parados, sin saber bien cómo despedirse. Ya no eran marido y mujer, pero tampoco eran extraños. “Vas a quedarte en la ciudad por cuánto tiempo?”, preguntó ella. Depende de qué. De ti, Eduardo. Sé que es complicado. Sé que necesito probar que hablo en serio, pero también sé que no podré irme de nuevo. No, esta vez. Y tu trabajo, tu vida en Ciudad de México.
Mi empresa tiene 15 socios ahora. Ellos pueden llevar todo sin mí por un tiempo y mi vida en Ciudad de México no es vida, es solo existir. Gabriela mordió el labio señal de que estaba nerviosa. Necesito pensar. ¿Cuánto tiempo necesitas? No sé, quizás para siempre. Eduardo sonrió tristemente. Entonces es mejor que busque un departamento para rentar.
Él se fue dejando a Gabriela en la puerta, observando el auto desaparecer en la curva de la calle. En la mañana siguiente, Gabriela despertó con ruido de máquinas. Miró por la ventana y vio una camioneta estacionada frente a la casa destruida. Eduardo estaba ahí, ya no de traje, sino de ropa de trabajo, dirigiendo a un equipo de tres albañiles. Ella bajó corriendo, todavía en pijama.
¿Qué estás haciendo? Buenos días para ti también”, respondió él sonriendo. “Yo no autoricé esto.” Lo sé, pero la casa estaba peligrosa. Si se caía y lastimaba a alguien, nunca me perdonaría. Eduardo, dije que no quería caridad y yo no estoy haciendo caridad, estoy haciendo seguridad pública. Uno de los albañiles se acercó. “Jefe, encontramos esto aquí”, dijo mostrando una cajita de madera.
Gabriela reconoció inmediatamente. Era la caja donde guardaba las fotos antiguas, las cartas que Eduardo mandaba cuando estaban saliendo y algunos recuerdos del tiempo en que fueron casados. Estaba debajo de los escombros del cuarto”, explicó el albañil. Eduardo tomó la caja y la entregó a Gabriela. “Tu hija tenía razón. Realmente guardaste las fotos.
” Gabriela abrazó la caja contra el pecho. Es solo nostalgia. Es nostalgia guardar fotos. Es amor todavía no poder tirarlas después de 12 años. Las niñas aparecieron corriendo, animadas con el movimiento. ¿Qué padre? ¿Van a construir nuestra casa nueva? Preguntó Valeria. Si su mamá deja, respondió Eduardo.
Deja, mamá, por favor, imploró Isabel. No es tan simple así, niñas. ¿Por qué no? Preguntó Valeria. La casa está rota. Él quiere arreglarla. ¿Dónde está el problema? Gabriela miró a sus hijas, luego a Eduardo, después a los albañiles que esperaban una respuesta. Está bien, pero yo voy a pagar por la obra. ¿Con qué dinero? Preguntó Eduardo suavemente.
Con el dinero que dijiste que es mío, entonces aceptas. Gabriela dudó. Acepto una parte. Lo suficiente para la casa. El resto se queda guardado para las niñas, para su universidad. Está bien, como tú quieras. Los albañiles volvieron al trabajo y Eduardo se acercó a Gabriela. ¿Puedo hacerte una petición? Depende de qué sea. Déjame ayudar.
No como patrón, sino como como albañil. De verdad, aprendí el oficio con mi papá, ¿recuerdas? Extraño trabajar con las manos. Gabriela lo observó. Parecía sincero. ¿Por cuánto tiempo? el tiempo que sea necesario y después ya veremos. Era una respuesta vaga, pero por alguna razón Gabriela aceptó. Durante las semanas siguientes, Eduardo aparecía todas las mañanas y trabajaba hasta el anochecer.
Poco a poco fue ganándose la confianza de las niñas que empezaron a tratarlo como parte de la familia. Valeria especialmente se encariñó con él. Todos los días preguntaba si se iba a ir y todos los días él respondía que no. Isabel, la menor y más extrovertida, pronto empezó a llamarlo tío Eduardo. ¿Por qué no puede ser papá? Preguntó Isabel un día con inocencia. Porque no soy su papá, explicó Eduardo.
Ustedes ya tienen un papá, pero él no está aquí, dijo Valeria siendo práctica. Y tú sí. Estar aquí no me hace su papá. Ser papá es mucho más que eso. Entonces, ¿qué hace que alguien sea papá?, preguntó Valeria. Eduardo dejó de trabajar y se sentó en el suelo junto a ellas. Ser papá es cuidar, proteger, enseñar, estar presente en los momentos importantes.
Es amar sin esperar nada a cambio. Tú haces todo eso observó Isabel. Lo hago porque las quiero, pero aún así no soy su papá. ¿Y si mamá se casa contigo, ahí te vuelves nuestro papá?”, preguntó Valeria. Eduardo miró a Gabriela que fingía estar concentrada barriendo los escombros, pero claramente prestaba atención a la conversación.
Si algún día pasa, sería como un padrastro, un papá de corazón. ¿Cuál es la diferencia? La diferencia es que un papá de corazón elige amar. No ama por obligación, sino porque quiere. Entonces, ¿es mejor papá de corazón que papá de verdad?”, preguntó Isabel. No es ni mejor ni peor. Es diferente.
Lo ideal es tener ambos, el papá que te hizo y el papá que te eligió. Gabriela dejó de barrer y se acercó. “Niñas, vayan a jugar adentro con la abuelita. Pero estamos platicando con el tío Eduardo. ¡Vayan, en un ratito regresan!” Cuando se quedaron solos, Gabriela se sentó junto a Eduardo en medio de los escombros de la casa en construcción.
Gracias por hablar con ellas así, con honestidad. Se merecen honestidad. Alejandro nunca supo hablar con ellas de esta manera. Siempre se sentía incómodo cuando hacían preguntas sobre la familia, quizás porque sabía que no tenía todo tu corazón. Gabriela lo miró fijamente. ¿Cómo sabes eso? Tu mamá me contó. Dijo que nunca pudiste amarlo por completo. Mi mamá habla demasiado.
Habla porque te quiere y quiere verte feliz. ¿Y tú crees que no soy feliz? Eduardo miró a su alrededor la casa a medio construir, la vida sencilla que ella había construido. Creo que eres una sobreviviente que aprendió a conformarse con migajas cuando merece un banquete. Migajas. Gabriela se ofendió.
¿Crees que mi vida son migajas? Creo que te has limitado. Te has convencido de que no mereces más que esto. ¿Y qué merezco en tu opinión? Mereces ser amada por completo. Mereces tener a alguien que reconozca tu inteligencia, que valore tus ideas, que comparta los sueños contigo.
Mereces tener una casa bonita, estabilidad económica, y, sobre todo, mereces ser feliz sin culpa. Gabriela bajó la cabeza. Es más complicado que eso. ¿Por qué? Porque tengo miedo. Era la primera vez que ella lo admitía abiertamente. Miedo de qué? Miedo de volver a creer y que te vayas. Miedo de que las niñas se encariñen más y después sufran. Miedo de mí misma.
¿Qué hay que temer de ti misma? Miedo de descubrir que todavía te amo y de no poder volver a parar. Querido oyente, si te está gustando la historia, aprovecha para dejar tu like y, sobre todo, suscribirte al canal. Esto nos ayuda mucho a los que estamos empezando ahora continuando. Sus palabras quedaron suspendidas en el aire. Era la primera admisión real de que todavía había sentimientos allí.
¿Y si no necesitas parar? preguntó él suavemente. Todo mundo necesita dejar de amar a alguien en algún momento. ¿Por qué? Porque la vida es así. La gente cambia, se desencuentra, sigue caminos diferentes o a veces encuentran el camino de regreso el uno al otro. Gabriela movió la cabeza. 12 años, Eduardo, 12 años. Ya no somos las mismas personas. No somos mejores o peores.
Gabriela, ¿puedo preguntarte algo? ¿Puedes? Si no hubiera complicaciones, si no hubiera historia entre nosotros, si no hubiera miedo, ¿te quedarías conmigo? Ella tardó en responder, pero cuando habló fue con una honestidad devastadora. Sí, me quedaría. Entonces, intentemos encontrar una manera de dejar las complicaciones de lado.
No es tan simple. Tal vez lo sea, tal vez nosotros las complicamos. Valeria apareció corriendo. Mamá, la abuela mandó llamar para comer. Ya vamos, respondió Gabriela. Él va a comer con nosotros, preguntó Valeria señalando a Eduardo. Gabriela lo miró y él vio que estaba librando una batalla interna.
Sí, dijo finalmente durante la comida en casa de Guadalupe, Eduardo contó historias graciosas de la construcción, hizo reír a las niñas, ayudó a servir la comida. Se estaba comportando como parte de la familia y eso era al mismo tiempo reconfortante y aterrador para Gabriela.
Después de la comida, las niñas le pidieron que enseñara juegos de cuando era niño. Enseñó papa caliente, gallina ciega y estatuas. La casa se llenó de risas. Eres bueno con los niños, observó Guadalupe. Me gustan. Son honestos, no complican las cosas. A diferencia de los adultos, comentó Guadalupe mirando significativamente a Gabriela.
Por la tarde, mientras las niñas dormitaban, Eduardo y Gabriela volvieron a la obra. La casa estaba tomando forma. Las paredes principales ya estaban levantadas. El techo nuevo estaba casi listo. Se ve bonita, dijo Gabriela. Todavía falta mucho. Aplanado, pintura, piso, instalaciones. ¿Cuánto tiempo va a tardar? Unas tres semanas trabajando todos los días.
Y después era la pregunta que ambos evitaban hacer. Después tendrás una casa buena para criar a tus hijas. Y tú, yo tendré la satisfacción de haber arreglado algo que rompí. Gabriela se volteó hacia él. Eso es todo. Una forma de aliviar la conciencia. ¿Sabes que no es solo eso, entonces, ¿qué es? Es un intento desesperado de reconquistar a la mujer que nunca debía haber perdido.
Su honestidad la desarmó. Eduardo, sé que no es simple. Sé que te lastimé. Sé que necesito demostrar que cambié, pero también sé que no podré vivir en paz si no lo intento. Y si no funciona, si lo intentamos y no resulta, entonces al menos sabremos que lo intentamos y tú tendrás una casa buena y dinero en el banco para criar a tus hijas.
Y tú volverás a Ciudad de México si me pides que me vayas. Sí. Y si no te pido que te vayas, entonces inventamos una manera de construir una vida juntos. Gabriela caminó por la casa en construcción, imaginando cómo sería cuando estuviera lista. Dos cuartos para las niñas, un cuarto más grande para ella, sala, cocina, hasta un patio pequeño para que los niños jueguen. ¿Por qué estás haciendo esto?, preguntó ella.
En serio, ¿por qué estás aquí derribando paredes y construyendo una casa en lugar de estar en Ciudad de México manejando tus negocios millonarios? Porque una casa sin amor es solo un montón de ladrillos apilados. Y yo pasé 12 años viviendo en montones de ladrillos apilados.
¿Y tú crees que aquí hay amor? Creo que tiene potencial para tenerlo si tú lo permites. Gabriela se sentó en un pedazo de madera que servía de banco improvisado. Hay algo que necesitas entender, Eduardo. Estas niñas lo son todo para mí. Si te dejo entrar de verdad en sus vidas y después decides que te cansaste, que tu vida en Ciudad de México es más interesante, las vas a destruir. Jamás haría eso. Alejandro también decía que jamás lo haría.
Yo no soy Alejandro. No eres peor, porque Alejandro, ellas lo conocieron pequeñas, pero a ti ya están aprendiendo a querer y si te vas, será la segunda vez que un hombre las abandona. La comparación dolió, pero Eduardo entendió su punto. ¿Qué puedo hacer para demostrar que no me iré? Nada, solo el tiempo lo demostrará.
¿Cuánto tiempo? No sé, quizás años. Está bien, está bien. Gabriela lo miró fijamente, sorprendida. Está bien. Tengo el resto de mi vida. Esa noche, después de la cena, Eduardo se despidió como siempre lo hacía. Pero en la puerta, Valeria hizo una pregunta que tomó a todos por sorpresa.
Tío Eduardo, ¿te gusta mi mamá? Valeria, reprendió Gabriela. Me gusta mucho, respondió Eduardo. ¿Por qué? Porque si a ti te gusta ella y a ella le gustas tú, ¿por qué no salen? Valeria, no es así como funcionan las cosas, dijo Gabriela. ¿Por qué no? Insistió la niña. En la escuela, cuando dos personas se gustan salen. Los adultos son más complicados que los niños, explicó Eduardo.
¿Por qué? Era una pregunta sencilla que no tenía respuesta fácil, porque los adultos ya han sido lastimados antes, entonces tienen miedo de lastimarse otra vez. Pero si todos tienen miedo, nadie sale nunca. A veces las personas necesitan ser valientes dijo Eduardo mirando a Gabriela. Mi mamá es valiente, dijo Isabel. Ella no le teme a nada.
Sí, tengo miedo admitió Gabriela. Le temo a varias cosas. ¿A qué? A no poder protegerlas a ustedes, a no ser una madre suficientemente buena, a que ustedes crezcan y ya no me necesiten. ¿Y le temes a que te guste el tío Eduardo? Preguntó Valeria yendo al grano. Gabriela se sonrojó. Valeria, eso es plática de adultos. Pero yo quiero saber por qué.
Porque a mí me gusta y a Isabel también le gusta. Y si a mamá también le gusta. Él puede quedarse para siempre. La simplicidad de la lógica infantil era a la vez conmovedora y devastadora. “Hija mía, las cosas no son tan sencillas.” ¿Por qué no?, preguntó Isabel. Porque querer a una persona es una cosa, vivir con ella es otra. Pero ya vivieron juntos antes.
La abuelita nos contó. Gabriela lanzó una mirada asesina a su madre que fingió estar muy interesada en la televisión. Era diferente. Éramos más jóvenes y ahora son demasiado viejos para salir, preguntó Valeria. A pesar de la tensión, todos rieron. No somos viejos, hija, pero somos más complicados. Yo creo que deberían intentarlo, dijo Valeria.
Si no funciona, al menos lo intentaron. Y si funciona, serán felices para siempre. Completó Isabel. Eduardo miró a Gabriela. Tus hijas son muy sabias, son testarudas, igual que su padre. Las palabras salieron sin que ella se diera cuenta. Cuando cayó en lo que había dicho, se sonrojó. “Su padre”, preguntó Valeria.
“Quise decir su padrastro, Alejandro, pero Valeria era demasiado lista para tragarse esa explicación. Mamá, el tío Eduardo es nuestro papá de verdad.” El silencio que se hizo en la sala fue ensordecedor. Gabriela miró a Eduardo, a las niñas, a su propia madre, sin saber qué responder. No, hija, su padre verdadero es Alejandro, pero dijiste su padre mirándolo a él, insistió Valeria señalando a Eduardo. Fue solo una forma de hablar.
Mamá, ¿estás mintiendo? Gabriela se levantó de golpe. Voy por un vaso de agua. Salió hacia la cocina. dejando a Eduardo solo con las niñas y Guadalupe. “Tío Eduardo”, dijo Valeria en voz baja, “eres nuestro papá.” Eduardo miró a Guadalupe, quien hizo un gesto indicando que debía decir la verdad. “No, Valeria, no lo soy, pero quería serlo.” La pregunta fue como un golpe en el estómago.
Sí, me hubiera gustado mucho serlo. Entonces, ¿por qué no lo eres? ¿Cómo explicarle a una niña de 5 años toda la complejidad de esa situación? Porque a veces las cosas no salen como uno quiere, pero eso no significa que no podamos tener otros tipos de familia. ¿Qué tipos? Bueno, puedo no ser su padre, pero puedo ser un amigo muy especial, alguien que siempre estará aquí cuando me necesiten. Para siempre.
Para siempre. Isabel se acercó y se subió a su regazo. “Entonces eres como un papá prestado”. Eduardo sonríó entre lágrimas. “Sí, soy como un papá prestado. Me gustan los papás prestados”, declaró Isabel. “A mí también”, concordó Valeria. Gabriela volvió de la cocina y encontró a Eduardo con Isabel en su regazo, y Valeria abrazada de su brazo.
La escena era tan natural, tan paternal, que sintió que se le apretaba el corazón. Bien, ya platicaron suficiente por hoy”, dijo ella, “Hora de dormir.” “Pero todavía es temprano,”, protestó Valeria. “Mañana es día de escuela.” “Mañana es domingo,”, recordó Isabel. Gabriela se dio cuenta de que estaba inventando excusas para separar a Eduardo de las niñas y eso le molestó.
“Aún así, hora de dormir. El tío Eduardo puede contarnos un cuento”, pidió Valeria. “Yo no. Por favor”, suplicó Isabel. Gabriela miró a Eduardo, quien claramente quería aceptar. “Un cuento rápido”, concedió ella. Concedió. Eduardo contó el cuento de los tres cerditos, poniendo voces diferentes para cada personaje.
Las niñas se divirtieron mucho y hasta Gabriela se encontró sonriendo. Después del cuento, las niñas finalmente aceptaron ir a dormir. Eduardo se despidió con besos en la frente de cada una. Tío Eduardo, llamó Valeria cuando ya salía del cuarto. Sí. ¿Vas a estar aquí mañana? Sí. ¿Y pasado mañana? También. Y al día siguiente, “Valeria, deja que el tío Eduardo se vaya”, pidió Gabriela. “Estaré aquí el tiempo que su mamá me permita”, dijo Eduardo.
En la sala, doña Guadalupe se despidió y se fue a su propio cuarto, dejando a Eduardo y Gabriela solos. Se han encariñado mucho contigo, observó Gabriela. Yo también me he encariñado con ellas. Eso me asusta. ¿Por qué? Porque si te vas, van a sufrir mucho. Ya te dije que no me voy. Todo el mundo dice eso, Eduardo. Todo el mundo siempre dice eso.
Permanecieron en silencio por unos momentos. Gabriela, ¿puedo preguntarte algo? ¿Puedes? Cuando dijiste su papá refiriéndote a mí, ¿fue solo un lapsus? ¿O fue un lapsus? ¿Estás segura? Gabriela suspiró. A veces cuando te veo con ellas puedo imaginar cómo sería si las cosas hubieran sido diferentes.
¿Cómo sería? ¿Serías un padre maravilloso, paciente, cariñoso, presente, todo lo que siempre he querido para ellas? Puedo ser todo eso sin ser su padre biológico. Puedes, pero es más complicado. ¿Por qué todo tiene que ser complicado? Porque la vida es complicada, Eduardo. Sobre todo cuando tienes hijos. Cada decisión que tomo las afecta a ellas. No puedo simplemente seguir mi corazón.
¿Y qué te dice tu corazón? Gabriela lo miró a los ojos. me dice que confíe en ti, que crea que esta vez sí va a salir bien, que deje de tener miedo y sea feliz. Entonces, ¿por qué no lo escuchas? Porque mi cabeza me dice que ya he pasado por esto antes, que ya me decepcionaste una vez, que no puedo arriesgar el bienestar de mis hijas en una apuesta. Esto no es una apuesta, Gabriela, es una certeza.
Nada es certeza. Mi amor por ti sí lo es. Las palabras salieron antes de que pudiera pensarlo. Quedaron ahí suspendidas entre ellos, cargadas de significado. Eduardo, te amo. Nunca he dejado de amarte y sé que tú también me amas. No se trata solo de amor. Entonces, ¿de qué se trata? Se trata de confianza, se trata de estabilidad.
Se trata de garantías que no puedes darme. ¿Qué garantías? de que no te cansarás, de que no te arrepentirás, de que no mirarás tu vida sencilla aquí en el pueblo y extrañarás el bullicio de Ciudad de México. Gabriela, pasé 12 años en Ciudad de México. Sé exactamente cómo es esa vida y sé que sin ti no vale nada.
Y si te estás engañando, y si la novedad pasa y te das cuenta de que cometiste un error, entonces habré cometido el error más feliz de mi vida. Gabriela movió la cabeza. No es justo. No es justo que aparezcas aquí después de tanto tiempo y esperes que yo arriesgue todo otra vez. No te pido que arriesgues todo. Te pido que me des una oportunidad para demostrar que he cambiado. Una oportunidad.
¿Cómo? Déjame quedarme al menos hasta que la casa esté lista. Déjame mostrar que puedo ser parte de la vida de ustedes sin complicarlo todo. Y después, después tú decides. Si quieres que me quede, me quedo. Si quieres que me vaya, me voy. Es así de simple. Es así de simple. Gabriela caminó hacia la ventana mirando la calle oscura. Está bien.
Puedes quedarte hasta que la casa esté lista. En serio. En serio, pero con algunas condiciones. ¿Cuáles? Primera, tú duermes en el hotel, no aquí. De acuerdo. Segunda, no puedes crear expectativas con las niñas. Ellas ya te ven como parte de la familia, pero necesitas dejar claro que puede ser temporal. Está bien. Tercera, si te digo que te vayas, te vas.
Sin discusión, sin drama, trato hecho. Y cuarta, nada de romance. Somos solo amigos colaborando en un proyecto. Eduardo dudó en eso. Amigos, amigos, aunque eso me mate por dentro, aunque eso nos mate por dentro. Se miraron a los ojos y ambos sabían que fingir que eran solo amigos sería casi imposible. Pero aún así estuvieron de acuerdo. Tenemos un trato entonces.
dijo Eduardo extendiendo la mano. Gabriela le estrechó la mano y ambos sintieron la misma electricidad de 12 años atrás. Tenemos un trato. En las semanas siguientes intentaron mantener la hazaña de ser solo amigos. Eduardo aparecía todos los días para trabajar en la casa, siempre educado, siempre profesional. Gabriela ayudaba cuando podía, siempre manteniendo una distancia segura.
Pero las niñas no lo ponían fácil. Constantemente hacían comentarios sobre lo bueno que sería si se quedara para siempre, sobre lo bien que se veían juntos, sobre lo divertido que era cuando él estaba cerca. “Necesitan dejar de hacer eso”, les dijo Gabriela a sus hijas un día. “El tío Eduardo es solo un amigo que está ayudando con la casa.
” “Pero ustedes se gustan”, insistió Valeria. “Que se gusten no significa que sean novios. ¿Por qué no? Porque a veces que se gusten no es suficiente. ¿Qué más se necesita? Gabriela suspiró. ¿Cómo explicarle a los niños los miedos y complicaciones de los adultos? Se necesitan otras cosas. Confianza, por ejemplo. ¿No confías en el tío Eduardo? Es complicado. ¿Ya te mintió antes? No, no.
Exactamente. Entonces, ¿por qué no confías? Porque ya me lastimó antes. Pero te pidió disculpas. Sí. ¿Y no las aceptaste? Aceptar es una cosa, confiar de nuevo es otra. Valeria pensó por un momento. Mamá, en la escuela la maestra dice que todos merecen una segunda oportunidad.
A veces la gente la merece, pero a veces las otras personas no pueden darla. ¿Por qué? Porque tienen miedo de salir lastimadas otra vez. Pero si todos tienen miedo, nadie perdona a nadie. La lógica infantil era implacable. Hija mía, cuando crezcas entenderás que perdonar es más complicado de lo que parece. Ya lo entiendo, dijo Valeria. Tienes miedo de que el tío Eduardo se vaya otra vez, pero tal vez no lo haga.
Y si lo hace, entonces al menos lo intentaste. Es mejor intentar y que salga mal que nunca intentar. Gabriela miró a su hija de 5 años, impresionada por su sabiduría. ¿Cómo te volviste tan lista? La abuela dice que salía la señora. Aquella tarde, mientras trabajaba en la casa, Eduardo notó que Gabriela estaba más callada de lo normal. ¿Está todo bien?, preguntó él.
Sí, solo estoy pensando. ¿En qué? En cómo a veces los niños son más sabios que los adultos. ¿Qué te dijo ahora Valeria? ¿Cómo sabes que fue Valeria? Porque siempre es Valeria. Isabel es muy pequeña para filosofar. Gabriela sonríó. Dijo que es mejor intentar y equivocarse que nunca intentarlo. Tiene razón.
La tiene, pero aún así da miedo. ¿Qué más te asusta? Que me decepciones otra vez. Que las niñas sufran, que yo sufra. ¿Y qué más te asusta? ¿Cómo así? ¿Hay algo más que te asuste además de que yo te decepcione?” Gabriela dejó de trabajar y lo miró fijamente. Tener que admitir que nunca pude dejar de amarte. La confesión salió tan bajito que él casi no la oyó.
“Gabriela, no digas nada, por favor, solo déjalo en el aire.” Continuaron trabajando en silencio, pero algo había cambiado. Sus palabras habían tendido un puente entre ellos. Esa noche, después de que las niñas se durmieran, se sentaron en el porche de la casa de Guadalupe, tomando café y hablando de cosas sin importancia.
Pero había una tensión en el ambiente, una conciencia mutua de lo dicho aquella tarde. Eduardo dijo Gabriela de repente. Sí, si decido darte una oportunidad de verdad, ¿puedes prometerme algo? Depende de que sea, que si algún día te arrepientes, te cansas, te das cuenta de que cometiste un error, te irás sin hacer drama, que no intentarás convencerme de cambiar de opinión solo para aliviar tu conciencia.
¿Por qué creería que me arrepentiría? Porque estás acostumbrado a una vida dinámica, llena de desafíos profesionales, viajes, reuniones importantes. Aquí es vida de pueblo, escuela de las niñas, reunión de padres, quermés de la iglesia. Es vida sencilla. ¿Y crees que yo no quiero una vida sencilla? Creo que crees que la quieres, pero no estás seguro de poder contentarte.
Eduardo se volvió hacia ella. Gabriela, ¿quieres saber por qué nunca me volví a casar? ¿Por qué? Porque lo intenté varias veces. Conocí mujeres inteligentes, bonitas, interesantes, mujeres que encajaban perfecto con mi vida en Ciudad de México. Pero, ¿sabes qué pasaba? ¿Qué? Comparaba a todas contigo y todas salían perdiendo.
Puede que estés idealizando a quien yo era. No estoy idealizando. Estoy recordando, recordando cómo preparabas café y te quedabas en la cocina platicando conmigo mientras lo tomaba, recordando cómo te reías de mis chistes malos, recordando cómo te encantaba cuando llovía y te quedabas quieta en la ventana viendo caer el agua. Gabriela sonrió a pesar de sí misma. Todavía me gusta la lluvia. Lo sé.
Me di cuenta el otro día. ¿Qué más recuerdas? Recuerdo que cantabas cuando cocinabas. Siemes desafinada, pero siempre feliz. Recuerdo que tenías la costumbre de reorganizar los muebles cuando estabas nerviosa. Recuerdo que dormías abrazada a mí, pero por la mañana siempre amanecías del otro lado de la cama. Todavía lo hago.
Las niñas se quejan de que les robo la cobija y recuerdo que cuando estabas realmente triste te quedabas muy callada. No llorabas, no gritabas, solo callabas. Como ahora. Como ahora. Gabriela suspiró. No estoy triste, estoy confundida. ¿Con qué? Contigo, conmigo, con toda esta situación.
parte de mí quiere creer que puede funcionar, pero otra parte está preparada para que decidas que fue un error y te vayas. Y si te digo que lo único que sería un error sería irme, diría que es fácil decirlo ahora con la emoción del reencuentro. Lo difícil es decirlo dentro de 6 meses, cuando pase la novedad. Entonces, dame 6 meses para demostrarlo. Eduardo. 6 meses, Gabriela. Si en 6 meses sigues pensando que me puedo ir, me iré sin discusión.
Y a cambio, a cambio dejas de tener miedo de ser feliz. Dejas de castigarte por cosas que pasaron en el pasado y déjanos intentarlo de verdad. Gabriela se quedó en silencio por varios minutos. Se meses, repitió ella. Se meses. Y si sale mal, entonces al menos lo intentamos. como dijo tu hija.
Y si sale bien, entonces construimos la familia que siempre soñamos tener. Gabriela miró la casa en construcción, imaginando cómo sería cuando estuviera lista. Imaginó a las niñas jugando en el patio, imaginó cenas familiares. Imaginó cómo sería despertar cada día al lado del hombre que siempre amó. Está bien, dijo ella en voz baja. Está bien que seis meses. Vamos a intentarlo por 6 meses.
Eduardo sintió como si hubiera ganado la lotería. En serio, en serio, pero sin prisa. Vamos despacio. Primero como amigos, después veremos. ¿Puedo besarte? La pregunta la tomó por sorpresa. Ahora. Ahora no sé si sea una buena idea. ¿Por qué? Porque si me besas ahora, voy a recordar todo lo que alguna vez sentimos y va a ser más difícil mantener la cabeza fría.
Y si te digo que no quiero que mantengas la cabeza fría, yo diría que estás siendo injusto, que estás usando mis sentimientos en mi contra. Eduardo se acercó a ella en la banca de la terraza. Y si te digo que yo también tengo el corazón en la mano, que también tengo miedo, que tampoco sé si va a funcionar, pero que necesito intentarlo, porque vivir sin ti no es vivir. Yo diría, pues que estás siendo muy convincente. Y funcionó. Funcionó.
Él se inclinó lentamente dándole tiempo para alejarse si quería, pero ella no se alejó. Cuando sus labios se tocaron, fue como si 12 años desaparecieran. Era el mismo beso, la misma química, el mismo amor. Cuando se separaron, ambos estaban llorando. Extrañé mucho esto, susurró Gabriela. Yo también.
Prometes que no te irás. Prometo que haré todo lo que esté en mi poder para quedarme. No es lo mismo que prometer que no te irás. Es la única promesa que puedo hacer. Honestamente, no puedo prometer que voy a vivir para siempre, que nunca me voy a enfermar, que nunca tendré problemas, pero puedo prometer que no me iré porque me cansé o porque conseguí algo mejor que hacer.
Está bien, es suficiente. Se quedaron ahí abrazados en la terraza hasta altas horas de la noche hablando sobre los 12 años que pasaron separados, sobre las personas en que se habían convertido, sobre los sueños que todavía tenían. Eduardo.
M, eres feliz, más feliz de lo que he sido en 12 años, aunque vivas en hotel y trabajes como albañil, principalmente por eso. ¿Sabes por qué? ¿Por qué? Porque por primera vez en 12 años me despierto por la mañana y sé exactamente por qué me despierto. Para venir aquí, para verte, para jugar con las niñas, para construir algo que vale la pena. Y antes antes me despertaba porque tenía que despertarme, porque tenía juntas, compromisos, responsabilidades, pero nada de eso significaba nada.
¿No lo extrañas? El qué, la adrenalina de los negocios, el reconocimiento profesional, la vida agitada. Gabriela, ¿sabes cuál fue el momento más feliz que tuve en los últimos 12 años? ¿Cuál? La semana pasada, cuando Isabel me llamó para ver una que encontró en el patio, estuvo como 10 minutos explicándome por qué las mariquitas son importantes para las plantas.
Y yo pensé, esto es, para esto sirve la vida, para momentos simples con personas que amamos. Gabriela sonrió. Está obsesionada con los insectos. La semana pasada trajo una araña a casa. ¿Y la dejaste? Claro que no. Pero le expliqué por qué las arañas son importantes, aunque den un poco de miedo. Eres una madre increíble. Intento serlo.
A veces siento que no soy suficiente. ¿Cómo así? No puedo darles todas las cosas que otros niños tienen. Viajes, ropa bonita, juguetes caros. Gabriela, tus hijas son las niñas más felices que he visto. De verdad, de verdad, tienen algo que el dinero no puede comprar. ¿Qué? Una madre que las ama incondicionalmente, una abuela que haría cualquier cosa por ellas, una casa donde se sienten seguras y amadas.
Eso vale más que cualquier juguete caro. ¿Tú crees? Estoy seguro. Y ahora van a tener una casa nueva, educación garantizada y quién sabe, un papá de corazón que las va a proteger siempre. Papá de corazón. Así fue como tú me presentaste ante ellas, ¿recuerdas? Recuerdo. ¿Y te gustó la idea? Me encantó. Prefiero ser papá de corazón de ellas que padre biológico de cualquier otro niño. Gabriela se acurrucó más en su abrazo. Eduardo.
Sí, yo también te amo. Nunca pude dejar de hacerlo. Lo sé. ¿Cómo lo sabes? Porque te conozco y porque siento lo mismo. Pasaron otra hora más conversando, planeando cómo serían los próximos 6 meses, estableciendo reglas para no confundir a las niñas. decidiendo cómo decirles que estaban intentando reconectarse. “Vamos con calma”, dijo Gabriela.
“Primero déjalas que se acostumbren a tenerte cerca todos los días. Después vemos cómo evoluciona.” De acuerdo. “¿Pero puedo seguir besándote?” Sí, pero no frente a ellas. Todavía no. ¿Cuándo? Cuando yo esté segura de que no vas a cambiar de opinión. ¿Y cuándo será eso? No sé. Quizás nunca, quizás mañana, depende de cómo te portes.
Sin presión alguna bromeó Eduardo. Ninguna, confirmó Gabriela riendo. A la mañana siguiente, cuando Eduardo llegó a trabajar, encontró a las niñas muy emocionadas. “Tío Eduardo, tío Eduardo!”, gritó Isabel corriendo para abrazarlo. “Buenos días, Isabel. ¿Por qué tanta emoción? Mamá dijo que te vas a quedar más tiempo.
Eduardo miró a Gabriela, que estaba parada en la puerta con una sonrisa tímida. Mamá dijo eso. Sí. Y dijo que tal vez te gustemos tanto que quieras quedarte para siempre. ¿Y ustedes qué piensan de eso? Queremos, gritaron las dos al mismo tiempo. Entonces mejor me porto muy bien, ¿no? Para ver si su mamá me deja quedarme.
¿Te vas a portar bien? Preguntó Valeria, seria. Voy a hacer mi mejor esfuerzo y ya no vas a hablar de irte. Ya no voy a hablar de irme. Prometido. Prometido. Las niñas salieron corriendo a jugar y Eduardo se acercó a Gabriela. Parecen felices, observó él. Lo están y eso me hace a la vez feliz y asustada.
¿Por qué? Porque ahora no es solo mi corazón el que está en juego, es el de ellas. También lo sé y me lo tomo muy en serio. ¿Crees que podrá ser su papá? De verdad, creo que ya lo soy en cierta forma. Puede que no tengan mi sangre, pero tienen mi corazón. Y si algún día quieren conocer a Alejandro, si él decide volver, entonces lo conocerán. Él es parte de su historia. No tengo celos de eso.
En serio, en serio, Alejandro parece haber sido un buen hombre. Si las hizo felices por un tiempo, le estoy agradecido. Has cambiado mucho, Eduardo, para mejor, mucho para mejor. Ese día, mientras trabajaban en la casa, Eduardo notó que algo había cambiado en la forma en que interactuaban. Ya no eran solo exmarido y exmujero.
En un proyecto, eran dos personas intentando reconstruir un amor. “La casa estará lista la próxima semana”, dijo él. “Lo sé. se está viendo preciosa. Y entonces, entonces, ¿qué? ¿Voy a seguir viniendo aquí todos los días o solo cuando necesiten alguna reparación? Gabriela dejó de pintar la pared. ¿Quieres seguir viniendo aquí todos los días? Sí, quiero.
Incluso después de que la casa esté terminada. Principalmente después de que la casa esté terminada. Quiero ayudar a las niñas con la tarea. Quiero ver televisión con ustedes. Quiero cenar en familia. Yo también quiero eso admitió ella. Entonces queda acordado. Sí, pero vamos despacio. Vale. Un día a la vez. Un día a la vez.
Esa noche, después de cenar en casa de Guadalupe, las niñas le pidieron a Eduardo que contara otra historia. ¿Qué tipo de historia?, preguntó él. Cuenta una historia de cuando tú y mamá estaban casados”, pidió Valeria. Gabriela se sonrojó. “Valeria, eso es vida privada, pero yo quiero saber cómo se conocieron.” Eduardo miró a Gabriela pidiendo permiso.
“Puedes contar”, dijo ella, “pero nada muy detallado.” “Está bien. Hace mucho tiempo, cuando tu mamá y yo éramos jóvenes, estudiábamos en la misma escuela. Ella era la niña más bonita del salón y yo era un niño muy tímido. “¿Tú eras tímido?”, preguntó Isabel sorprendida. “Era muy tímido. Me ponía rojo solo de mirar a tu mamá.” “¿Y entonces?”, preguntó Valeria interesada.
“Entonces, un día la maestra pidió que hiciéramos un trabajo en equipo y me dio tanto miedo invitar a tu mamá a ser mi compañera que casi desisto de hacer el trabajo.” “¿Pero la invitaste? La invité y sabes qué me dijo? ¿Qué? Dijo que ya estaba esperando que la invitara porque sabía que yo quería, pero era muy tímido.
Las niñas se rieron e hicieron el trabajo juntos. Lo hicimos y sacamos la calificación más alta del grupo y empezaron a salir. No, tardé como dos años más en tener el valor de pedirle que fuera mi novia. ¿Por qué? Porque yo creía que ella era demasiado para mí. Era inteligente, bonita, popular y yo solo era un niño común. Pero a ella le gustabas. Sí, pero yo era demasiado tonto para darme cuenta.
¿Cómo te diste cuenta? Me di cuenta el día de la graduación. Ella vino a felicitarme y cuando me iba a abrazar me susurró al oído que estaba esperando que me diera cuenta de que le gustaba. Y entonces fueron novios. Entonces empezamos a salir y fue la época más feliz de mi vida. Hasta que se casaron, hasta que nos casamos, que fue aún más feliz.
¿Y por qué se separaron? La pregunta de Valeria tomó a todos por sorpresa. Era la primera vez que preguntaba directamente sobre la separación. Eduardo miró a Gabriela sin saber cómo responder. Es complicado, hija! Dijo Gabriela. Pero se pelearon. Nos peleamos”, admitió Eduardo. “Hice algunas cosas mal y lastimé a tu mamá. Y ahora ya no vas a hacer cosas mal.
Voy a intentar mucho no hacerlas. Y si las haces, entonces voy a pedir disculpas y tratar de arreglarlo. Y mamá va a perdonar.” Eso solo mamá puede responder. Valeria miró a Gabriela. “¿Vas a perdonar, mamá?” Depende del error, respondió Gabriela honestamente. Pero vas a intentar perdonar. Voy a intentar. Entonces está bien, declaró Valeria.
Todos merecen una segunda oportunidad. ¿De dónde sacaste tanta sabiduría? Preguntó Eduardo. De la abuela. Ella siempre dice que guardar coraje hace mal al corazón. Guadalupe, que estaba escuchando la conversación desde la cocina apareció en la sala. Están hablando de la abuela. Valeria estaba repitiendo sus lecciones de vida, dijo Gabriela.
Y son buenas lecciones dijo Eduardo. Tu abuela es muy sabia. Lo es, coincidió Isabel, y cocina muy bien. Gracias, nieta dijo Guadalupe riendo. Después de que las niñas se fueron a dormir, Guadalupe hizo café y se sentó con Eduardo y Gabriela en la sala. Hoy están diferentes observó ella. Diferentes como preguntó Gabriela. más unidos, menos tensos.
“Hablamos ayer,”, explicó Eduardo. Decidimos intentarlo de verdad. “¿Y cómo va a hacer eso?” “Vamos con calma”, dijo Gabriela. “6 meses para ver si funciona.” “Se meses.” Guadalupe pareció sorprendida. “¿Por qué solo se meses?” “Para no crear demasiadas expectativas. Si en seis meses nos damos cuenta de que no funciona, cada quien sigue su camino sin rencor. Y si funciona, entonces vemos, dijo Gabriela.
Ay, estos niños, suspiró Guadalupe, ustedes creen que el amor es como receta de cocina. 6 meses para acá, se meses para allá. El amor no tiene plazo, hijos. Lo sé, doña Guadalupe, dijo Eduardo, pero Gabriela necesita tiempo para confiar en mí otra vez y yo lo entiendo. ¿Y tú necesitas tiempo para confiar en ella? No, yo nunca dejé de confiar en ella, incluso después de todo lo que pasó. Todo lo que pasó fue culpa mía. Ella no hizo nada mal.
Gabriela lo miró sorprendida. Sí, hice. Debía haberle contado del embarazo antes. Tú intentaste contarme. Yo fui el que no quiso escuchar. Debía haber insistido más. Gabriela, estabas embarazada, sola, asustada. Lo último que debías hacer era correr detrás de un hombre que había dejado claro que no quería más responsabilidades.
Aún así, aún así nada. Yo fui el idiota orgulloso que creyó saberlo todo. Tú solo intentaste protegerme de una responsabilidad que dejé claro no querer. Guadalupe observaba la conversación en silencio. Ustedes dos cargaron con culpa durante 12 años por malentendidos, dijo finalmente. ¿Cómo así? Preguntó Gabriela.
Tú te culpas por no haber contado del embarazo a tiempo. Él se culpa por haberse ido, pero ninguno de los dos actuó con maldad. Solo fueron dos jóvenes asustados que no supieron comunicarse bien. Es verdad, admitió Eduardo. Y ahora son dos adultos que saben comunicarse, así que dejen de castigarse y sean felices. No es tan simple, mamá. Sí lo es.
Ustedes lo complican. Eduardo rió. Las mujeres de la familia Hernández son todas así de sabias. Lo somos”, respondió Guadalupe. “Lástima que a veces la sabiduría tarda en ser escuchada. Esa noche, cuando Eduardo se despidió, Gabriela lo acompañó hasta el carro. “Gracias por haber contado nuestra historia a las niñas de la manera correcta. Tenían derecho a saber.” “Sí.” Y les gustó.
“¿Y a ti te gustó recordar?” “Sí. Hacía tiempo que no pensaba en la parte buena de nuestra historia. Hubo muchas más partes buenas que malas. Sí, creo que solo recordaba las malas. Y ahora, ahora quiero hacer más partes buenas. Eduardo sonrió y la besó suavemente. Yo también, Eduardo. Sí. Gracias por haber regresado. Gracias por haberme dejado quedarme. La semana siguiente la casa quedó lista.
Era pequeña pero acogedora, con dos cuartos para las niñas. un cuarto para Gabriela, sala, cocina y un patio donde los niños podían jugar. El día de la mudanza, todo el vecindario apareció para ayudar. Eduardo se había ganado el cariño de todos, siempre educado, siempre dispuesto a ayudar a quien lo necesitara.
“No puedo creer que nuestra casa esté lista”, gritó Isabel corriendo de una habitación a otra. “Está preciosa, mamá”, dijo Valeria. “Mucho mejor que la casa vieja. Sí, lo está, concordó Gabriela, mirando alrededor con los ojos brillantes. Y entonces, preguntó Eduardo, ¿les gustó el trabajo del albañil? Lo amamos, gritaron las niñas. ¿Y a ti? Le preguntó a Gabriela. Quedó perfecta. Gracias. De nada. Fue un placer trabajar para ustedes.
El tío Eduardo va a vivir aquí con nosotros? Preguntó Isabel. No, hija, él va a seguir viviendo en el hotel. ¿Por qué no puede vivir aquí? Hay cuarto de sobra. Porque es complicado. Todo es complicado en el mundo de los adultos. Suspiró Valeria. Eduardo Rio. ¿Ustedes quieren que yo viva aquí? Sí, respondieron las dos.
Y si ronco por la noche nos tapamos los oídos, dijo Isabel. Y si dejo la toalla mojada en el baño. Te enseñamos a colgarla bien, dijo Valeria. ¿Y si me como toda la comida del refrigerador? Compramos más comida”, respondió Isabel. “Pensaron en todo”, dijo Eduardo impresionado. “Sí”, confirmó Valeria.
“Entonces puedes vivir aquí.” Eduardo miró a Gabriela. “¿Qué opina mamá?” “Mamá opina que quizá podamos intentarlo, pero solo si todos se portan bien.” “¿Yo también?”, preguntó Eduardo. “Pincipalmente tú. Prometo portarme bien y nosotras también”, gritaron las niñas. Esa noche Eduardo durmió en casa por primera vez en 12 años en el cuarto de huéspedes que las niñas insistieron en llamar el cuarto del tío Eduardo. Por la mañana despertó con olor a café y risas provenientes de la cocina.
Por un momento se quedó quieto escuchando, sin creer aún que estaba realmente allí. “Buenos días”, dijo apareciendo en la cocina. Buenos días, gritaron las niñas. ¿Dormiste bien?, preguntó Gabriela. Mejor que en 12 años, aunque el hotel sea más cómodo. El hotel no tiene a ustedes. Isabel corrió a abrazarlo. Ahora te quedas a vivir aquí para siempre, si ustedes me lo permiten. Sí, te permitimos gritó Valeria.
¿Verdad, mami? Veremos cómo se da la convivencia”, dijo Gabriela, pero estaba sonriendo. La convivencia resultó más fácil de lo que cualquiera esperaba. Eduardo se adaptó a la rutina familiar como si nunca se hubiera ido. Llevaba a las niñas a la escuela cuando Gabriela trabajaba, ayudaba con la tarea, cocinaba cuando llegaba primero del trabajo. Las niñas florecieron con la presencia masculina estable en casa.
Valeria, especialmente, que siempre había sido más seria, comenzó a sonreír más, a hacer bromas, a comportarse más como niña. ¿Te has fijado cómo ha cambiado Valeria?, comentó Gabriela con Eduardo una noche después de que las niñas se durmieran. Me he dado cuenta, está más relajada. Creo que se sentía responsable de cuidarme a mí y a Isabel.
Ahora que estás aquí, puede ser solo una niña. ¿Y tú cómo te sientes con eso? Aliviada. Es bueno saber que ya no estoy sola en la responsabilidad. Nunca has estado sola. Tu mamá siempre te ayudaba. Sí, pero no es lo mismo. Mi mamá es abuela, no papá. Y las niñas necesitaban una figura paterna. Y yo sirvo para eso.
Sirves perfectamente. Estaban sentados en el sofá viendo la televisión después de un día ajetreado. Gabriela recostaba la cabeza en su hombro y por primera vez en mucho tiempo se sentía completamente relajada. Eduardo. Mm. ¿Puedo hacerte una pregunta? Claro. ¿Extrañas tu vida anterior? Los viajes, las reuniones importantes, el reconocimiento profesional. Eduardo pensó antes de responder.
A veces extraño la adrenalina de cerrar un trato importante, pero no extraño la soledad que venía con eso y definitivamente no extraño despertar cada día sin saber para qué lo hacía. Y ahora sí lo sabes. Ahora lo sé. despierto para estar con ustedes, para formar parte de esta familia, para construir algo que vale la pena, aunque sea una vida más sencilla.
Gabriela, vida sencilla no significa vida sin valor, al contrario, cuanto más sencilla, más fácil es darse cuenta de lo que realmente importa. ¿Y qué es lo que realmente importa? ustedes, esta casa, las cenas familiares, las historias antes de dormir, los abrazos de Isabel, las preguntas filosóficas de Valeria, tu sonrisa cuando crees que no te estoy viendo. Gabriela sonríó.
¿Te das cuenta cuando sonrío a escondidas? Me doy cuenta de todo. Me doy cuenta cuando estás preocupada, cuando estás cansada, cuando estás feliz. Me doy cuenta cuando muerdes el labio porque estás nerviosa. Me doy cuenta cuando cantas bajito mientras cocinas porque estás contenta. Me observas mucho.
Te observo porque te amo y porque pasé 12 años sin poder observarte. Temes que esto sea temporal, que un día despiertes y te des cuenta de que cometiste un error. Temo muchas cosas, pero esa no. ¿Qué es lo que temes? Temo decepcionarte otra vez. Temo no ser un buen padre para las niñas. Temo que te des cuenta de que mereces a alguien mejor. No vas a decepcionarme.
¿Cómo lo sabes? Porque ahora sí te conozco de verdad. Conozco tus defectos, tus miedos, tus arrepentimientos y aún así te amo. Aunque sabes que puedo ser terco, orgulloso, adicto al trabajo cuando estoy estresado, aunque lo sé. Y tú me amas, aunque sabes que puedo ser insegura, celosa y que me cuesta trabajo perdonar.
Sobre todo por eso. Se quedaron allí abrazados, viendo una película mala en la televisión y sintiéndose más felices que en cualquier película de Hollywood. Gabriela, sí, gracias. ¿Por qué? por darme una segunda oportunidad, por permitirme conocer a tus hijas, por mostrarme lo que es realmente importante en la vida.
Gracias a ti por regresar, por luchar por nosotras, por recordarme que todavía sé ser feliz. Siempre lo supiste, solo tenías miedo. Y ahora, ahora todavía tengo miedo, pero tengo más esperanza que miedo. Es suficiente para comenzar. Es suficiente para empezar de nuevo.
Esa noche, por primera vez desde que Eduardo regresó, durmieron en la misma habitación, no como esposos todavía, sino como dos personas que intentaban encontrar el camino de vuelta el uno al otro. A la mañana siguiente, Isabel entró corriendo al cuarto. Mamá, tío Eduardo, está lloviendo. Gabriela se levantó rápidamente, preocupada. ¿Hay alguna fuga? No, mamá, pero la lluvia está preciosa. Vengan a ver.
Se levantaron y se acercaron a la ventana. Realmente estaba lloviendo, una suave lluvia de verano que hacía que todo pareciera más verde y fresco. Es la primera lluvia en la casa nueva comentó Valeria, que también había llegado al cuarto. Y no hay fugas en ningún lado dijo Eduardo orgulloso. ¿Construiste bien, elogió Gabriela. Construí con amor.
¿Puedo jugar en la lluvia? Preguntó Isabel. Hace frío, hija, pero es solo un poquito. Déjala jugar, dijo Eduardo. Los niños necesitan jugar bajo la lluvia. Y si se enferma, no me voy a enfermar, lo prometo gritó Isabel. 5 minutos se dio Gabriela, pero bien abrigada. Isabel salió corriendo a vestirse y Valeria pidió jugar también.
Van a convertirse en pingüinos mojados”, dijo Gabriela. “No hay problema”, respondió Valeria. Minutos después, las dos niñas estaban en el patio corriendo y riendo bajo la lluvia. Eduardo y Gabriela se quedaron en la terraza observando. “Ellas son felices”, comentó Eduardo. “Lo son, “Y tú tienes buena parte de responsabilidad en eso.
Ellas son las que me hicieron feliz, no al revés. ambas cosas. Gabriela se recostó en él viendo a sus hijas jugar. Eduardo, sí, creo que no necesitamos 6 meses. ¿Por qué? Porque ya sé la respuesta. ¿Qué respuesta? Si quiero que te quedes, si puedo confiar en ti, si todavía te amo. Eduardo sintió que el corazón se le aceleraba. ¿Y cuál es la respuesta? Sí, a todo.
Él la giró para mirarla a la cara. ¿Estás segura? Lo estoy. No sé por qué lo estaba complicando tanto. A veces la respuesta más simple es la correcta. ¿Y cuál es la respuesta simple? Que nos amamos, que somos una familia y que merecemos ser felices juntos, aunque no sea perfecto, principalmente porque no es perfecto.
La perfección es aburrida. La imperfección es humana. Eduardo la besó allí mismo en la terraza bajo la lluvia con las niñas gritando de alegría en el patio. ¿Quieres casarte conmigo?, le preguntó cuando se separaron. Otra vez. Otra vez. Solo que esta vez de verdad para siempre. Y si sale mal, no saldrá. ¿Cómo lo sabes? Porque esta vez sabemos quiénes somos.
Conocemos nuestros defectos, nuestras cualidades, nuestros miedos y aún así elegimos estar juntos. Está bien, está bien que me casaré contigo otra vez. Las niñas que habían escuchado la conversación a pesar de la lluvia salieron corriendo. “Se van a casar”, gritó Valeria. “Vamos a hacerlo”, confirmó Gabriela. “Y entonces él va a ser nuestro papá de verdad.” preguntó Isabel.
Ya lo es, respondió Gabriela. Un papá de corazón es un papá de verdad. Sabíamos que se iban a casar de nuevo dijo Valeria como si fuera obvio. ¿Cómo lo sabían? Preguntó Eduardo. Porque se miran igual que como la abuela miraba al abuelo en las fotos viejas. Y cómo se miraban, como si fueran las personas más importantes del mundo, el uno para el otro.
Eduardo y Gabriela se miraron dándose cuenta de que así era exactamente como se sentían. “Ustedes son muy sabias”, dijo Eduardo. “Lo somos, coincidió Isabel. Y ahora vamos a estar siempre juntos.” Siempre, prometió Gabriela. Incluso cuando discutan. Incluso cuando discutamos, porque las familias de verdad no se separan por una pelea. Las familias de verdad hablan y hacen las paces. Y si se divorcian otra vez, no nos vamos a divorciar.
Fin de la historia. Ahora cuéntanos qué te pareció esta historia. ¿Cuál fue tu parte favorita? ¿Crees que Eduardo y Gabriela tomaron la decisión correcta? Deja tu opinión sincera en los comentarios y no olvides darle like al video. Si quieres más historias emocionantes como esta, suscríbete al canal para no perderte ninguna.
Muchas gracias por tu compañía. Amén.
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