“¡NO APAGUEN LOS EQUIPOS! ¡MIREN ESTO!”, dijo la niña, revelando algo impactante en el niño…

Ninita, hija de Millonarios, recibe de los médicos la noticia de que su hermano gemelo tiene pocos días de vida. Indignada, ella grita, “Por favor, esperen. No desconecten los aparatos. Miren esto en el cuerpo de mi hermanito. Cuando la madre y los médicos entran en la habitación y ven un detalle en el cuerpo del niño, quedan en completo shock. No, yo no acepto esto, doctor.

 Ya estamos en esta batalla desde hace tanto tiempo. No puede terminar todo así.” gritó Elisa en un impulso que mezclaba susto e indignación. Lo siento mucho, Elisa. Imagino lo difícil que debe ser para una madre escuchar esto. Pero ya sabíamos que era una enfermedad sin cura y que iba a progresar. Los tratamientos solo retrasaron este resultado, pero ahora hicimos lo que podíamos.

 Pero él ya está en los momentos finales. Ahora tendrá en promedio solo 7 días más de vida. Lo siento mucho”, dijo el doctor Óscar, que acompañaba el caso hacía 5 años ajustando el tono de voz para que no sonara frío. “¿Si días? Mi hijo solo tiene 7 días más de vida”, repitió Elisa con los ojos muy abiertos. “Me gustaría mucho traer otra noticia, pero no puedo cambiar lo que muestran los exámenes”, dijo él conteniendo la emoción mientras miraba a la madre desolada. “Dios mío, no puede ser.

 Él no puede morir, Óscar. Por el amor de Dios, pago lo que sea necesario por cualquier otro tratamiento o medicación que exista, pero por favor, mi hijo no puede morir”, dijo ella, y las lágrimas calientes empezaron a caer sin parar, humedeciendo el rostro. El pasillo del hospital permanecía silencioso.

 Frente a la puerta entreabierta de la habitación, los dos hablaban en voz baja, pero el dolor de Elisa parecía atravesar las paredes. El pequeño Gabriel, de 8 años, estaba allí dentro, sedado, respirando con esfuerzo, ajeno al torbellino del lado de fuera. En la habitación, Emilia, la hermeva gemela, intentaba pensar en otra cosa. Va a salir todo bien, Gabriel.

 ¿Estás durmiendo, verdad? Pero yo estoy aquí”, dijo ella, acercándose a la cama con pasos pequeños. La gemela pasó la mano por la frente del hermano y arregló la sabeba con delicadeza, como vio hacer a la madre tantas veces. Incluso con la puerta cerrada, Emilia conseguía distinguir palabras que venían del pasillo.

 Con cada palabra del médico, el corazón de la niña aceleraba un poco más, como si un miedo desconocido se extendiera por la habitación. Entonces decidió concentrar toda la atención en el hermano, acariciándole suavemente el rostro. En el pasillo, Óscar intentaba equilibrar empatía y verdad. Como ya habíamos conversado algunas veces, todos los tratamientos y medicaciones posibles para el caso de Gabriel ya se han utilizado.

 El dijo el médico, manteniendo la mirada firme. En este momento el dinero servirá para darle condiciones dignas para pasar estos últimos momentos, pero ya no hay posibilidad de revertir el cuadro terminal. Completó sabiendo que era la parte más dura de oír. Pero, ¿y ahora? Solo tengo que esperar a que mi hijo muera. Entonces, preguntó Elisa con la voz quebrada llevándose la mano al pecho.

La medicina tiene sus límites, Elisa, pero Dios no dijo Óscar con cuidado de no sonar invasivo. Donde los médicos ya no consiguen actuar puede entrar la acción divina. Creo que mientras exista la posibilidad de un milagro debemos mantener nuestra fe y nuestras oraciones. A lo mejor conseguimos que Gabriel se quede un tiempo más con nosotros.

 No, no cuesta nada aferrarse a eso ahora”, dijo el pediatra ofreciendo esa pequeña linterna encendida en medio de la oscuridad. Elisa cerró los ojos por un instante, como si midiera el peso de la sugerencia. “Aferrarme a la fe, ¿para qué? Para perder a mi hijo de todos modos después y quedar aún peor por haber alimentado esperanzas”, dijo la madre negando con la cabeza inconforme.

 Óscar mantuvo la misma calma comedida. Entiendo el miedo a crear falsas expectativas”, dijo el médico haciendo una breve pausa. “La fe no es una garantía de que el cuadro vaya a cambiar, pero a veces ayuda a atravesar lo que no se puede evitar. Y eso puede ser importante para usted, para Emilia, para la familia”, dijo el médico.

 Elisa apretó los labios pensativa y dejó que cayeran algunas lágrimas más sin resistencia. No quiero mentirle a mi hija. No puedo engañarla diciendo que él puede salvarse. No es justo dijo ella, encarando al médico con una mirada suplicante, como si pidiera una salida que no existía. Óscar asintió despacio, comprendiendo la decisión que se formaba.

 La mujer miró de nuevo hacia la puerta, respiró hondo y se secó el rostro. Solo quería que esto fuera una pesadilla, dijo Elisa apretando los ojos. como quien intenta contener las lágrimas que aún quedaban. Óscar mantuvo el tono sereno. No estás sola. Yo y el equipo nos encargaremos de todo aquí dentro. Y si quieres puedo pedir que psicología venga a hablar con ustedes hoy mismo.

 

 

 

 

 

 

Eso ayuda a poner en palabras lo que es demasiado pesado de cargar. Dijo el médico ofreciendo apoyo práctico. Elisa respiró concordando con un leve asentimiento, todavía perdida. Tal vez sea bueno dijo ella cansada. Aceptando el poco amparo ofrecido, las voces de la madre y del médico empezaron a elevarse en el pasillo.

 La intensidad de la conversación era tal que Emilia ya no conseguía protegerse del impacto de las palabras que atravesaban la puerta y llegaban hasta ella. Cada frase pesada sonaba como un martillo en el corazón de la niña. Saber que su otra mitad, el hermano con quien había compartido absolutamente todo desde el vientre materno, estaba con los días de vida contados. Era como si una lanza hubiese atravesado el pecho frágil de aquella criatura de apenas 8 años.

 La pequeña respiró hondo, buscando valor en un cuerpo tan pequeño, y se obligó a no llorar. Su mirada permanecía fija en Gabriel, como si el simple acto de observarlo pudiera retenerlo por más tiempo en este mundo. El rostro del hermano, pálido e inmóvil sobre la almohada, parecía distante de la alegría que siempre iluminaba los días de los dos.

 7 días, pero eso es muy poco”, pensaba Emilia apretando los labios para no dejar escapar un soyo. “Todavía tenemos tantas cosas chulas para hacer juntos. No puede terminar así.” La mente de la niña viajaba por los planes que había hecho con Gabriel antes del nuevo ingreso, cuando ambos creían que en breve podría volver a casa.

 Recordaba los ojos brillantes del hermano cuando hablaron sobre el nuevo parque de atracciones que acababa de inaugurarse en la ciudad. Recordaba las conversaciones entusiasmadas sobre visitar el zoológico para conocer a las crías de jirafa que habían nacido. Pensaba también en la Navidad que se acercaba, cuando pintarían piñas para colgar en el árbol, una tradición que amaban repetir todos los años.

 Y aún existía el gran sueño de ir al estadio con la madre para ver el partido del equipo por el que toda la familia animaba. Todo eso permanecía guardado en el corazón de la niña como promesas que no podían romperse. Emilia suspiró sintiendo el corazón acelerado.

 Impregnada de una fe sencilla y pura, propia de una niña, juntó las manos pequeñas y se arrodilló al lado de la cama del hermano. Cerró los ojos y dejó que las palabras salieran en forma de oración. “Papá del cielo, soy yo otra vez”, empezó con la voz bajita, pero llena de firmeza. Escuché que mi hermano está peor, así que quería pedir por favor que el Señor mande una bendición bien grandota para que él mejore.

 ¿Sabe papá del cielo? Gabriel me había dicho que quería mucho aprender a tocar ese piano que está allí en el salón y aún no lo consiguió. se pondría tan feliz si pudiera volver a casa y aprender. Yo creo que él merece esa oportunidad, señor.” Hizo una pausa, respiró hondo y entonces añadió aún de rodillas, “También quería pedir que el Señor ayude a mi mamita.

 Ella está muy triste y parece que ya no cree más en el Señor ni en los milagros. Dele fuerzas a ella, por favor, papá del cielo. Yo también la necesito fuerte.” Después de terminar, Emilia abrió los ojos lentamente y se levantó. Se sentó de vuelta en la silla al lado de la cama del hermano, sosteniendo su mano helada con delicadeza.

 Se quedó mirando los cables conectados al cuerpo del niño y el monitor que mostraba sus constantes vitales. Ya había aprendido a reconocer algunos de ellos. veía que la saturación estaba baja, que los latidos cardíacos se mantenían débiles y que él no presentaba ninguna reacción desde hacía mucho tiempo. Pero aún así, en su corazón existía la certeza de que mientras Gabriel respirara existía esperanza.

 Las palabras del médico aún resonaban en su mente. “Mientras haya vida, hay esperanza”, repetía en pensamiento. Para la niña, la fe era algo natural. Era como respirar. Por eso mantenía siempre la creencia de que algo podía suceder, de que un milagro era posible. En los últimos tiempos, Emilia convirtió las oraciones en parte de su rutina.

 Cuando se despertaba por la manieeva, antes incluso de cepillarse los dientes, ya hacía una oración corta por Gabriel. En el colegio rezaba bajito en el recreo. Durante las comidas se acordaba de él en silencio y por la noche, antes de dormir, doblaba las rodillas al lado de la cama para pedir a Dios que cuidara del hermanito.

 Cada instante era propicio para renovar la súplica y pedir por la recuperación de Gabriel. En los últimos tiempos, su segunda casa se había convertido en aquella habitación de hospital. Casi todos los días después del colegio, el chóer la llevaba directamente allí, ya no a la mansión lujosa donde vivían. El al principio había intentado impedirlo. “Tienes que estudiar, tienes que jugar, no puedes vivir solo allí dentro”, decía la madre intentando proteger a la hija del dolor.

 Pero Emilia reaccionaba mal a la prohibición. lloraba, se ponía aún más triste y suplicaba quedarse con el hermano. Ante la resistencia de la niña y el sufrimiento que quedaba evidente cuando intentaba separarlos, Elisa acabó cediendo. Ahora Emilia pasaba horas al lado de Gabriel, observándolo dormir, acariciándolo o simplemente sosteniendo su mano.

 No quería perder ni un segundo de tiempo juntos. Vamos a estar siempre juntos, Gabriel. Nunca te voy a dejar solo, lo prometo.” Decía la niña acercando su rostro al de él. Hablaba con una seguridad sorprendente para su edad, como si estuviera haciendo un juramento sagrado. “Eres mi hermano, mi otra mitad y me voy a quedar aquí hasta que vuelvas a abrir los ojos.

” La habitación seguía tomada por el ruido constante de los aparatos, pero para Emilia el silencio pesado estaba lleno por las palabras que le decía al hermano, aunque sin respuesta, creía que él escuchaba todo. Fuera de la habitación del hospital, el ambiente permanecía pesado. Con cada frase dicha, la tensión aumentaba. El médico, con toda la paciencia y firmeza posibles, intentaba explicar la realidad del cuadro de Gabriel.

 Pero la madre desesperada seguía negándose a aceptar y buscaba a cualquier coste alternativas que no existían. “Pero y si lo trasladamos a un hospital más grande, doctor”, insistió Elisa, la voz trémula y cargada de desesperación. Tal vez aquí los recursos se hayan acabado, pero en otro lugar, en otro lugar podamos encontrar algo nuevo, un tratamiento diferente, alguna oportunidad, cualquier cosa para intentar, dijo ella, sin pensar mucho en lo que decía, solo aferrándose a cualquier idea que pudiera ofrecer un hilo de esperanza. Óscar cerró los ojos por un instante, respirando hondo antes de responder. Entendía el impulso de la

madre, pero necesitaba mantener la razón. Elisa, eso no va a cambiar la situación en nada”, respondió con firmeza y compasión al mismo tiempo. “Tú sabes bien que él ya está en el mejor hospital para atenderle. Tú misma recorriste el mundo entero buscando alternativas.

 Hasta al extranjero fuiste con la esperanza de encontrar algún lugar más avanzado y no encontraste. Si intentamos una transferencia ahora, puede fallecer antes de llegar al destino. Sería una locura, Elisa.” El médico suspiró visiblemente cansado, no solo física, sino emocionalmente.

 Había visto a Gabriel llegar a un pequeño con apenas 3 años de edad y recibir el diagnóstico de una enfermedad degenerativa que él, Óscar, conocía bien, pues era especialista en el asunto. Desde aquel día, la lucha se convirtió también en la suya. Óscar había investigado, había buscado, había corrido detrás de los mejores métodos de tratamiento. Con cada pequeño avance celebraba junto a ellos. Con cada recaída sufría también.

 Se había encariñado demasiado con aquel niño de ojos brillantes que incluso entre exámenes e ingresos conseguía sacar sonrisas al equipo médico. Gabriel no era solo un paciente más, era alguien que había dejado marcas profundas en todos. Naturalmente, el contacto constante con Elisa y Emilia también lo acercó a aquella familia. Se convirtieron en algo más que personas atendidas por el hospital. Pasaron a formar parte de su propia vida.

 Y ahora, ante aquella tragedia inminente, Óscar sentía el peso cruel de tener que ser el portador de noticias que nadie querría dar. Pero ser médico también era eso, cumplir el deber de decir la verdad, por más que esta hiciera a Nicos corazones. Elisa, sin embargo, ya no tenía fuerzas para discutir. Su rostro, hasta entonces cargado de resistencia, se transformó.

Pasó a exhibir una expresión distante, como alguien que no consigue absorber lo que escucha. Óscar percibió el cambio, respiró hondo y antes de girarse para irse dejó un último mensaje con voz calma y seria. Tenga fe, Elisa, y más que eso, vaya pidiéndole a Dios que prepare su corazón para lo que tenga que pasar.

 Pero no se aleje de la fe, porque en un momento como este solo ella es capaz de sostener a alguien. Elisa permaneció detenida en silencio absoluto. La mirada perdida vagaba por el vacío del pasillo. Solo acompañó con los ojos la figura del médico alejándose paso a paso hasta desaparecer al fondo del pasillo.

 Se quedó allí inmóvil, sin saber qué hacer a continuación. Fe. Aquella palabra resonaba en su mente como una ironía. dolorosa. Era algo que ya no conocía desde hacía mucho tiempo, específicamente desde el día en que su marido, Teodoro había perdido la vida en un trágico accidente de coche. En aquella época estaba a punto de dar a luz a los gemelos.

 El momento que debería haber sido el más feliz de su vida se transformó en uno de los mayores dolores. Si Dios realmente existiera, no me habría quitado a mi marido justamente cuando más lo necesitaba. pensó Elisa sintiendo un nudo en la garganta. El recuerdo de aquel día fatídico seguía siendo una herida abierta que nunca había cicatrizado. Otros pensamientos empezaron a invadir su mente de forma involuntaria.

 Hubo una época en que la fe era esencial para ella. Era una mujer que diariamente agradecía por las bendiciones, que se arrodillaba para pedir protección contra el mal, que rezaba por los necesitados. Después de algunos años de matrimonio con Teodoro, cuando la pareja aún no conseguía tener hijos, Elisa se aferró aún más a las oraciones.

 Pedía a Dios con fervor la gracia de engendrar una vida. Por favor, Señor, danos un hijo repetía todos los días. Era el mayor sueño de ambos. Y entonces, sorprendentemente llegó la noticia que cambió sus vidas. Estaba embarazada. Recordar aquel instante hacía que a Elisa se le llenaran los ojos de lágrimas.

 Fue tan maravilloso saber que por fin llevaba una vida en mi vientre y cuando descubrí que eran gemelos, mi corazón casi no cabía en el pecho de tanta felicidad, recordaba ella, pero toda aquella alegría adquirió un tono amargo con la tragedia que se siguió. Poco tiempo después del descubrimiento, Teodoro sufrió el accidente fatal.

 La vida que parecía sonreírle le acestó un golpe devastador. Elisa se vio ante la mayor responsabilidad, criar a los dos hijos sola sin el compañero a su lado. Y aún así encontró fuerzas. Los gemelos nacieron y su presencia la motivó a seguir.

 Había días en que lloraba en silencio, escondida, pero bastaba con oír las risas infantiles de Gabriel y Emilia para recomponerse. El recuerdo siguiente trajo otra puñalada a su pecho. Cuando los hijos tenían apenas 3 años, todo parecía encaminarse hacia un tiempo de paz. Hasta que Gabriel empezó a presentar síntomas extraños: malestar, debilidad, caídas repentinas. Después de muchos exámenes llegó el diagnóstico devastador, una enfermedad degenerativa gravísima.

Elisa volvió a recordar cada etapa de aquella batalla. Superamos tantas cosas, hijo mío. Pensaba ahora en silencio con las lágrimas cayendo. Vencimos noches de miedo, exámenes interminables, medicamentos dolorosos, ingresos sin fin y parece que todo fue en vano. Perdí a tu padre y ahora estoy a punto de perderte a ti también.

 ¿Cómo voy a soportar esto? No puedo. No puedo creer en nada más. No puedo. Las imágenes de Gabriel sonriendo, jugando en el patio, corriendo al lado de su hermana, llenaron su mente. Contrastaban cruelmente con la escena actual. El hijo frágil, conectado a máquinas, inconsciente en una cama fría de hospital. La diferencia entre el antes y el ahora era tan brutal que asfixiaba.

 Elisa se secó las lágrimas que escurrían en silencio, pero estas pronto volvieron a caer. El vacío dentro de ella parecía no tener fin. El peso de la pérdida pasada y de la posible pérdida futura se mezclaban en un dolor que ningún consuelo conseguía aliviar.

 Saliendo lentamente de su trance de recuerdos dolorosos, Elisa reunió el poco valor que aún le quedaba y con pasos vacilantes entró en la habitación. Su corazón parecía latir atrapado dentro de una caja, apretado, sofocado, como si cada latido fuera un desafío más. Al cruzar la puerta sintió que las piernas le flaqueaban, pero se obligó a continuar.

 Dentro encontró a la pequeña Emilia sentada en la silla al lado de la cama, tan concentrada que ni notó a la madre en un primer instante. La niña sostenía con firmeza la mano del hermano dormido, como si aquel gesto pudiera mantener el vínculo entre ellos intacto, aunque él no respondiera.

 Sus labios se movían de forma casi imperceptible, murmurando frases bajas, palabras que se mezclaban entre conversaciones inocentes de niña y oraciones silenciosas. Era como si intentara alcanzar el corazón de Gabriel con su fe infantil. Fue en ese momento, justamente cuando Elisa cruzó la puerta, cuando algo diferente sucedió.

 Fue tan rápido que cualquier adulto podría haberlo ignorado, pero no escapó a la mirada atenta de la niña. Los ojos de Emilia brillaron de sorpresa, muy abiertos. “Mamá, ¿has visto eso?”, exclamó levantándose un poco de la silla. El rostro lleno de expectativa. Elisa tardó un segundo en reaccionar y la hija continuó entusiasmada. Gabriel me apretó la mano. Juro que me la apretó mamá y y la luz de la lámpara de la mesilla parpadeó cuando entraste en la habitación. La niñita hablaba con asombro, pero también con alegría genuina.

 Había en su voz la esperanza de quien aguardaba que la madre confirmara lo ocurrido, que dijera, “Sí, yo también lo vi.” Y quizá hasta sonriera. Emilia parecía ansiosa por compartir aquello con su madre, pero Elisa no reaccionó como la hija deseaba. Su semblante estaba cansado, los ojos enrojecidos y el rostro aún marcado por el llanto reciente.

 Su voz salió amortiguada, casi como un suspiro cansado. “Eso son tonterías, Emilia.” La niña parpadeó decepcionada. Elisa se obligó a continuar intentando sonar racional, aunque apenas lograba controlar su propio temblor. Debe de haber tenido algún espasmo. Está demasiado sedado como para moverse de verdad. Emilia frunció el seño. Inconforme. Pero mamá, por eso mismo es tan extraño.

No parece un espasmo. Fue diferente. Y es solo cuando entras tú que no toqueas esas cosas. No es casualidad. insistió. Su entusiasmo contrastaba con el cansancio pesado que Elisa cargaba sobre los hombros. La madre no tenía fuerzas para discutir ni ánimo para alimentar esperanzas que podrían ser solo ilusiones.

Se limitó a guardar silencio solo para dar por terminada la conversación. Elisa ya no conseguía pasar mucho tiempo en la habitación. Cada visita era un tormento. Ver al hijo en aquella cama, inmóvil, dependiente de las máquinas, consumiéndose día tras día, era como sentir su propio corazón hacerse pedazos. Con cada mirada era como si arrancaran otra parte de ella.

 La impotencia la asfixiaba. Su mayor miedo, desde que había perdido al marido, siempre fue el de enfrentar otra pérdida irreparable. Y ahora el destino parecía repetirse ante sus ojos. alcanzando justamente a su hijo de apenas 8 años. Es mejor que me aleje.

 Si ocurre alguna tragedia, el sufrimiento será menor si no estoy tan apegada. Pensaba intentando convencerse. En el fondo sabía que aquel razonamiento era falso. Era una defensa frágil contra el dolor inevitable, pero aún así se aferraba a él porque no sabía qué más podía hacer. En ese estado de ánimo, tomó la decisión de contratar a una enfermera particular. Eva era su nombre.

 Hacía cerca de dos meses que acompañaba a Gabriel casi todos los días. Atenta, cariñosa y profesional, lo cuidaba con una dedicación que sorprendía. Para Elisa, la presencia de Eva representaba un alivio. Aunque ella no tuviera fuerzas para permanecer siempre al lado del hijo, por lo menos él no estaría solo. Elisa respiró hondo, intentando recomponerse y llamó a la hija. Ven, Emilia.

 Eva va a llegar dentro de poco para quedarse con Gabriel. Necesitamos irnos a casa. Su voz salió firme. Emilia se giró de inmediato, el rostro expresando sorpresa y contrariedad. Pero aún es temprano, mamá. Me gusta quedarme más tiempo con Gabriel. Yo hablo y rezo por él. Él me va a echar de menos y me voy ahora. Protestó con los ojos brillando de indignación.

 Elisa cerró los ojos por un instante, respiró hondo y respondió ya sin paciencia. Él no va a sentir nada, hija. Está inconsciente. Tienes que entender que no puedes vivir aquí dentro todo el tiempo. Tienes una vida, Emilia, y no puedes pasar cada minuto en el hospital. Las palabras salieron ásperas, cargadas por los nervios, sin que Elisa se diera cuenta de lo duras que podían sonar para una niña de apenas 8 años.

 Emilia abrió mucho los ojos conmocionada. Las lágrimas comenzaron a formarse rápidamente. La voz salió entrecortada, pero firme. Yo sé que él me escucha así. Sé que mi presencia deja a Gabriel más tranquilo y también sé que papá del cielo va a dejarlo más que solo 7 días aquí con nosotros.

 Yo rezo todos los días por eso. Elisa sintió una punzada aguda en el pecho, como si las palabras de la hija fueran una acusación directa. Le cayó la ficha. Emilia había escuchado la conversación con el médico cuando Óscar dijo que Gabriel tenía apenas algunos días de vida. Era demasiada información para que la cargara una niña. Era demasiado cruel.

 Por un instante, Elisa vaciló. Las ganas de dejarse abatir y llorar allí mismo fueron inmensas, pero respiró hondo. Reunió fuerzas y volvió a hablar, esta vez con voz más calmada. Eva ya está viniendo. Necesitamos ir a casa, hija. Después volvemos. Emilia, todavía con lágrimas en los ojos, acabó cediendo. Se levantó lentamente, se inclinó sobre el hermano y esquivó con cuidado los cables del respirador.

 Con una ternura que solo los hermanos consiguen demostrar. Dio un beso en la frente de Gabriel y le susurró al oído. Vuelvo en breve. Vale, que tengas buenos sueños. Elisa observó la escena con el corazón hecho pedazos. Las lágrimas casi se desbordaron, pero luchó por mantenerse firme ante la hija. Cuando Emilia se apartó, Elisa también se acercó a la cama.

 Sus manos temblaban levemente al tocar el rostro del hijo. El contacto trajo un aluvión de recuerdos. Imágenes de él a un bebé tan pequeño en sus brazos. La primera sonrisa, las primeras palabras. momentos que parecían tan cercanos y al mismo tiempo mi niño pensó sintiendo que la garganta se le cerraba. Las lágrimas escurrieron en silencio. Allí delante de ella, el hijo estaba a punto de partir.

 Y lo más doloroso de todo era la certeza de que no había nada que pudiera hacer para salvarlo. Ya dentro del coche, el silencio pesaba como una muralla invisible entre madre e hija. Elisa mantenía las manos rígidas en el volante, los ojos fijos en la carretera, pero la mente perdida en pensamientos confusos y dolorosos.

 Emilia, en el asiento trasero, apoyó el rostro en el cristal de la ventanilla y pasó a observar el paisaje que se movía demasiado rápido ante sus ojos. Los árboles, los postes, los edificios iluminados por la noche, todo pasaba como una mancha. Ninguna de las dos hablaba. Emilia estaba claramente afectada.

 La expresión seria, los ojos vidriosos y la boca entreabierta delataban lo mucho que la niña estaba molesta con la forma en que la madre venía lidiando con la situación de Gabriel. En su pequeño corazón se formaba un torbellino de pensamientos. Si ella cree que realmente no se puede hacer nada más, debería estar allí con él todo el tiempo. Reflexionaba en silencio, apretando las manos pequeñas sobre el regazo.

 Gabriel necesita sentir que es amado en cada momento, principalmente ahora. Necesita tener la certeza de que no está solo en sus últimos días. Si mamá ya no tiene fuerzas ni fe, entonces yo las tendré por las dos. Las lágrimas ardían en los ojos de la niña, pero se negaba a dejarlas caer. Miraba fijamente hacia afuera, como si el paisaje pudiera distraerla, pero dentro de sí lo que crecía era solo el dolor de sentir que su madre estaba desistiendo del hermano.

 Elisa, a través del retrovisor observaba a la hija con atención. Vio sus ojos llorosos y el gesto abatido. Aquello la hizo estremecerse por dentro. Sabía que su postura estaba alejando a Emilia, pero no conseguía encontrar otra manera de afrontar la situación. Ella misma estaba hecha pedazos. El pecho le ardía de culpa, miedo y agotamiento.

 Y entonces, para no dejar que el silencio las aplastara aún más, decidió hablar. Emilia, amor mío, sé que quieres mucho a tu hermano y no quieres despegarte de él. Lo entiendo, pero por desgracia él nos está dejando. Hija, creo que cuanto antes te desapegues será mejor.

 Así cuando llegue la separación definitiva no será tan traumática para ti, ¿entiendes? Dijo Elisa, intentando suavizar la voz, aunque el tono salió trémulo, pero la frase, en vez de consolar sonó como una puñalada. Emilia frunció el ceño, los ojos vidriosos ahora brillando de indignación. No, mamá. No entiendo. Si yo estuviera enferma, querría a las personas que amo conmigo todo el tiempo. Querría que usted estuviera conmigo principalmente.

Yo querría a mi madre a mi lado, respondió sin dudar con la voz firme. Las palabras de la niña penetraron hondo en el corazón de Elisa como puñales. La mujer respiró hondo, pero no logró contener la reacción defensiva. Me estoy alejando pensando en lo mejor para todos nosotros, Emilia, dijo Elisa.

 ahora más exaltada, principalmente para ti. Aún eres tan joven, vas a seguir necesitándome después de que todo esto pase. Si me consumo dentro de ese hospital, viendo día tras día la muerte de tu hermano, no voy a aguantar. Entiende eso. Él solo tiene 7 días más y no podemos cambiarlo. Así que necesito de alguna forma acostumbrarme pronto a no tenerlo más.

 Las lágrimas ya corrían por el rostro de Elisa. Se limpiaba la cara con el dorso de la mano mientras seguía conduciendo. Su voz salía alterada, oscilando entre rabia, dolor y desesperación. Emilia apretó los ojos con fuerza, pero no consiguió callarse. No es verdad, mamá! Gritó la niña, dejando por fin que las lágrimas descendieran en cascada. Sí, podemos ayudar a Gabriel.

 Ya te dije que él da señales de que nos escucha, que siente cuando estamos cerca. ¿Quién sabe si usted volviera a ir conmigo todos los días? ¿Quién sabe si le mostrara que aún creé? Basta, Emilia, interrumpió Elisa gritando con toda la fuerza de su voz. La rabia se mezclaba con el dolor. Eso es una gran tontería.

 Mi presencia allí no significa nada. No lo hace mejorar. Estás inventando situaciones que no existen. Gabriel ya no va a mejorar. ¿Entendiste? No va a mejorar. Acepta eso ya. Elisa temblaba entera. El volante casi se le resbalaba de las manos de tan mojadas que estaban por las lágrimas. Cada palabra suya era escupida como fuego, pero en el fondo del corazón, la verdad es que no quería herir a su hija.

 Solo estaba dominada por la desesperación, por la incapacidad de lidiar con un dolor que la consumía. En el asiento trasero, Emilia se derrumbó. Su llanto estalló de una vez, alto, intenso, cargado de soyosos. lloraba como quien pierde el suelo, como quien no sabe a qué agarrarse. El sonido del llanto de su hija atravesó a Elisa por completo.

 El coche ahora estaba tomado por el caos, los soyosos de Emilia, los gritos recientes, la respiración entrecortada de Elisa, nada allí tenía ya control. Elisa, culpable, miraba por el retrovisor y veía a la hija deshacerse en lágrimas. El corazón de la mujer sangraba porque sabía que había sido demasiado dura, pero no conseguía dar marcha atrás. El miedo formaba una prisión de la que no sabía salir. Fue en ese estado de confusión que Elisa dejó de percibir algo gravísimo.

 La aguja del velocímetro subía cada vez más. El coche avanzaba rápido, muy por encima del límite de la vía, pero la madre no se daba cuenta. Sus ojos, turbios por las lágrimas se fijaban hora en la carretera. Ora en el retrovisor, sin ver en realidad nada, el pecho le parecía a punto de explotar.

 Las manos temblorosas agarraban el volante sin firmeza. Todo a su alrededor era una mancha. Cuando se acercó a un cruce concurrido, la tragedia se anunció. Elisa intentó frenar, pero ya era demasiado tarde. De repente, un camión cargado surgió en el campo de visión viniendo hacia el vehículo. Era pesado, enorme, imposible de detener a tiempo.

 Emilia, en el asiento trasero vio el peligro primero y soltó un grito que resonó como una última súplica desesperada. Mamá. El sonido de la voz de la hija fue lo último que Elisa oyó antes de que todo se transformara en oscuridad y entonces solo hubo silencio y una oscuridad absoluta. Pero antes de continuar y saber lo que ocurrió con Elisa y su hija Emilia, ya deja tu me gusta y activa la campanita de las notificaciones, pues solo así YouTube te avisa siempre que salga un video nuevo en nuestro CEAL.

 Ahora dime, en tu opinión, ¿los hermanos gemelos tienen algún tipo de conexión especial? Cuéntamelo en los comentarios que voy a dejar un corazón en cada mensaje. Ahora, volviendo a nuestra historia, un aroma fuerte y acogedor inundó el ambiente. El olor a café recién hecho invadió las narinas de Elisa, trayendo consigo una extraña sensación de cobijo.

 Lentamente percibió algunos ases de luz atravesando la cortina y traspasando sus párpados aún cerrados. “¡Qué olor maravilloso!”, pensó en silencio, permitiéndose saborear aquel instante antes de ser tomada por una sensación extraña. Su cuerpo se removió involuntariamente, balanceándose como si algo lo hubiese movido. Enseguida, una voz infantil, viva y llena de energía, resonó justo a su lado. Despierta, mamá.

 Ya casi es hora de que vayamos a tomar helado. Como prometiste, yo ya estoy arreglada. Jajaj”, dijo Emilia animada mientras saltaba en la cama de la madre haciendo que el colchón se sacudiera. Elisa abrió los ojos de súbito, aún aturdida. Su mirada tardó unos segundos en ajustarse, pero pronto consiguió enfocar a la hija.

 Emilia estaba allí radiante con una sonrisa amplia en el rostro. “Emilia, Dios mío, hija, ¿estás bien? ¿No estás herida?”, exclamó Elisa sorprendida. La mujer se levantó bruscamente, aterrada y llevó las manos al rostro de la niña, examinándola de cerca. Los dedos recorrieron sus mejillas, su frente, sus brazos, como si buscaran alguna herida.

 La niña, confusa ante aquella reacción, abrió mucho los ojos y luego se rió. No, mamá, estoy bien. Y entonces, ¿te vas a levantar ahora para que salgamos? respondió en tono ligero, divertida con la preocupación exagerada. Elisa parpadeó varias veces. Su corazón latía rápido, como si hubiese corrido una maratón. Aún así, respondió intentando sonar natural.

 Ah, no recuerdo cuándo prometí eso, mi linda, pero sí voy. Vamos a pasear un poco. Su voz sonaba confusa, cargada de vacilación. Dentro de sí, Elisa sentía como si estuviera envuelta por una niebla. una cortina espesa que enredaba su memoria. Las imágenes iban y venían y no conseguía interpretar bien lo que estaba sucediendo. Emilia, ajena al conflicto interno de la madre, celebró.

Ah, qué bien. Gabriel está superansioso. También sabes lo mucho que le encanta el helado, ¿verdad? Va a ser tan divertido. La niña bajó de la cama de un salto y corrió hacia la puerta. El corazón de Elisa, sin embargo, fue alcanzado de lleno al oír el nombre del hijo. Fue como si el tiempo se hubiese desacelerado en ese instante.

 ¿Cómo así, hija mía? Preguntó Elisa frunciendo el ceño, el pecho ya oprimido. ¿Sabes que él no puede ingerir esas cosas? Gabriel tiene una dieta estricta en el hospital, ¿no te acuerdas? está en la UCE, hija, él no puede tomar helado. Las palabras salieron entrecortadas, cargadas de dolor.

 Pensar que el hijo quizá nunca más tendría la oportunidad de experimentar algo tan simple como un helado, la entristeció aún más. Emilia se detuvo de repente, giró sobre los talones y miró a la madre intrigada. Su expresión era de confusión. “Mamá, ¿estás medio sonámbula? ¿Estás diciendo unas cosas tan raras?” dijo soltando una risita nerviosa.

 Sin esperar respuesta, la niña abrió la puerta y gritó en el pasillo, “Gabriel, ¿ya estás listo? Mamá nos va a llevar a la heladería.” Elisa se quedó helada. La millonaria quedó paralizada viendo a la hija actuar de aquella forma. ¿Por qué está llamando al hermano? Ella sabe que él está inconsciente en la UCE. Sabe que no se ha levantado de la cama del hospital. Pensó angustiada. Sería algún tipo de broma de mal gusto.

 Elisa sabía que Emilia era una niña alegre, llena de humor, pero había un límite para todo y bromear con la situación de Gabriel no era aceptable. Emilia, ¿qué tipo de gracia es esa? Tú sabes que, empezó a decir, pero la frase se le murió en la garganta. En ese momento, sus ojos se abrieron de par en par. Delante de ella, parado en el quicio de la puerta, estaba Gabriel.

 Mamá, qué bueno que aceptaste”, dijo el chico sonriente. “Pensé que quizá dejarías el paseo para otro día.” Elisa llevó las manos a la boca, incapaz de pronunciar palabra. Kebel parecía completamente sano. El rostro sonroado, los ojos vivos, la postura firme. Era una imagen que no veía desde hacía mucho tiempo.

 Los gemelos se miraron entre sí, curiosos por la reacción de la madre. Hijo, mi amor, ¿estás aquí? ¿Estás aquí con mamá?”, gritó Elisa levantándose de la cama con tanta prisa que casi tropezó en la alfombra. Cayó de rodillas ante él y lo envolvió en un abrazo desesperado, como si temiera que desapareciera si no lo sujetaba con suficiente fuerza. Gabriel se quedó sorprendido.

 Por unos segundos permaneció inmóvil hasta que al sentir el llanto de la madre en su hombro, la envolvió en un abrazo cariñoso. Tranquila, mamá. ¿Qué pasó? ¿Tuviste una pesadilla? preguntó inocente pasando la mano por su cabello en un gesto de consuelo. Sí, amor mío.

 He tenido un sueño terrible durante mucho tiempo, pero ya está todo bien. Los tengo a los dos conmigo y eso es, respondió Elisa entre soyosos. Emilia y Gabriel se miraron intercambiando sonrisas discretas de quienes no entendían nada. Para ellos, la reacción de la madre parecía exagerada, casi incomprensible. Elisa se apartó ligeramente para mirar mejor al hijo.

 Sus manos recorrieron su rostro como si quisieran memorizar cada rasgo, confirmar cada detalle, pero de repente un dolor lacerante le atravesó la cabeza. Ah, ¿qué es esto? Gruñó encorvábándose hacia adelante. Llevó las manos a las cienes, apretando con fuerza, con los ojos cerrados. El dolor era insoportable y hasta respirar parecía difícil. Y entonces, además del dolor, llegaron los sonidos pitidos continuos e insistentes, iguales a los de las máquinas que monitoreaban a Gabriel en el hospital.

 El arrastre apresurado de ruedecillas de camillas por el suelo, instrumentos metálicos golpeando bandejas. También empezó a oír voces amortiguadas como si vinieran de muy lejos. Fragmentos de frases atravesaban el velo de su conciencia. Corran rápido, la estamos perdiendo, desfibrilador ahora. El corazón de Elisa se aceleró aún más. Su mente giraba en un torbellino. Los gemelos, asustados con la escena, corrieron hacia el lado de la madre.

 La sujetaron por los brazos, intentando impedir que cayera. “Mamá, ¿qué fue? ¿Quieres que llamemos a una ambulancia?”, preguntó Emilia desesperada. Elisa, sin embargo, no consiguió responder. Su cuerpo pesaba, el dolor la aplastaba.

 Pero como si fuera una ola que llega con violencia y luego retrocede, la crisis fue disminuyendo. Poco a poco el dolor se disipó dejando solo el eco de un tormento insoportable. Jadeando, Elisa se irguió despacio. Intentó sonreír a los hijos buscando tranquilizarlos. Está todo bien, mis amores ya pasó. Mamá está bien ahora. Gabriel, aún afectado, insistió. Es mejor que nos quedemos en casa, mamá.

 Usted no está en condiciones de salir después de esto. Elisa, sin embargo, negó con la cabeza con determinación. No, de ninguna manera. El dolor ya pasó. Y si hay algo que no voy a perder por nada del mundo es este paseo con vosotros. Amores de mi vida, hoy será un día maravilloso. Dijo con la voz embargada por la emoción.

 los acercó a los dos y besó la frente de cada uno. Enseguida soltó un suspiro profundo, casi aliviado, al darse cuenta de que aquel instante era un regalo precioso. La heladería estaba repleta de colores y sonidos típicos de una tarde animada.

 Las risas de los niños se mezclaban con el ruido de las cucharas golpeando contra los vasos de cristal y con las conversaciones despreocupadas que resonaban por el ambiente. Elisa, sentada a la mesa con los hijos, se sentía también como una niña. Su corazón parecía ligero como no lo estaba desde hacía mucho tiempo. El simple hecho de estar allí, acompañada de los gemelos, hacía que olvidara, aunque fuera por instantes, las sombras que la habían atormentado en los últimos años. La millonaria les dejó elegir cuántas bolas de helado quisieran.

 No impuso límites. No se quejó de los sabores mezclados ni de las coberturas exageradas. Sabía que difícilmente conseguirían comérselo todo, pero no le importaba. Lo que realmente deseaba era ver a los dos sonriendo, libres, alegres, y solo eso ya era suficiente para que aquel día fuera especial. No podía dejar de sonreír.

 Su rostro estaba iluminado, como si hubiera olvidado todo el peso de la vida. Las carcajadas espontáneas de los niños resonaban, atrayendo miradas curiosas de otras mesas, pero a Elisa no le importaba. Cada risa de los hijos era como música que calentaba su pecho. “Qué día perfecto”, dijo echándose el pelo hacia atrás y mirando detenidamente a cada uno de ellos.

 “¿Os está gustando el paseo? Emilia fue la primera en responder con los ojos brillando. Está más que perfecto, mamá. De verdad, gracias. Enseguida, Gabriel, con la boca aún llena de helado de fresa, habló con entusiasmo. Está todo maravilloso, mamá. Voy a recordar este día para siempre. Las palabras de los hijos llenaron a Elisa de una emoción indescriptible.

 Sus ojos se humedecieron y, tomada por la ternura, estiró los brazos para acariciar el pelo de los dos. La sensación era casi de explosión interna, tanta felicidad acumulada que parecía imposible que cupiera dentro del corazón. No se cansaba de observar a Gabriel. Sus ojos recorrían cada detalle, como si quisieran grabar en su memoria cada rasgo del hijo.

 Estaba tan fuerte, tan sano. No había señal alguna de la enfermedad que le había robado todas las fuerzas. Estaba activo, hablador, sonriente, aprovechando cada minuto como cualquier niño normal lo haría. Pero en medio de aquel contento, Elisa aún luchaba con dudas que surgían en su mente. Sin contenerse, terminó dejando escapar la pregunta que reflejaba su aflicción.

 Gabriel, ¿de verdad te sientes bien, hijo? ¿No estás débil? ¿No sientes ningún dolor? El niño, sin comprender las preocupaciones de la madre, respondió naturalmente, con la boca todavía manchada de helado. Estoy superb, mamá. No estoy resfriado ni nada. Puedes quedarte tranquila. Elisa intentó sonreír, pero la sensación de extrañeza la corroía por dentro.

¿Cómo era posible aquello? Pensaba. Sus recuerdos seguían siendo los de un chico frágil, atado a máquinas con la mirada cansada. Ahora delante de ella había un niño sano, lleno de vida. Se distrajo en reflexiones y Gabriel, al percibir la expresión de la madre, se inclinó hacia ella y dijo con voz dulce, “Pareces estar muy preocupada, mamá, pero no hace falta. Papá del cielo siempre está cuidando de mí.

 

 

 

 

 

 

 Basta con que confíes y tengas fe para que todo esté bien.” Elisa sintió el suelo moverse bajo sus pies. Aquella frase golpeó fuerte dentro de ella. Precisamente él, Gabriel, decía aquello. Él que había cargado con la enfermedad era quien hablaba de fe y confianza, palabras que ella ya no conseguía pronunciar desde hacía años. Para no perderse en aquel abismo, decidió cambiar el rumbo de la conversación.

 Tragó saliva y forzó una sonrisa intentando sonar natural. ¿Qué os parece si cuando terminemos el helado volvemos a casa y yo me tomo el resto del día libre? Podemos ver tu película favorita con palomitas y una manta, Gabriel. ¿Qué te parece? Sus palabras tuvieron un efecto inmediato. Los gemelos abrieron mucho los ojos, incrédulos.

 Se miraron como si quisieran confirmar que habían oído lo mismo. La madre no era del tipo que faltaba al trabajo para quedarse delante de la televisión. Vaya, mamá, ¿de verdad estás segura? preguntó Gabriel esperanzado, casi saltando de la silla. Si va a entorpecer tu trabajo, no hace falta, mamá, dijo Emilia, siempre más consciente.

 Elisa negó con la cabeza y abrió una sonrisa amplia. Olvidaos de mi trabajo. Hoy solo quiero pasar cada segundo con vosotros. No me importa nada más. Todo lo demás puede esperar. Los niños no pudieron contener la alegría. Dieron pequeños grititos, aplaudieron y saltaron en las sillas. El corazón de Elisa se llenó aún más de ternura al verlos así.

 Poco tiempo después, ya en casa, Elisa puso en práctica el plan. Fue a la cocina y preparó palomitas saladas y dulces, exactamente como les gustaban a los hijos. Extendió las mantas sobre el sofá, arregló cojines y organizó el ambiente para que quedara acogedor. Emilia y Gabriel observaban cada movimiento con encanto. No podían creer que algo tan especial estuviera ocurriendo. Es como si fuera un sueño susurró Emilia al hermano.

 Gabriel solo sonrió con los ojos brillando de expectativa. Cuando todo estuvo listo, los tres se acomodaron en el sofá. Elisa cogió el mando para poner la película, pero antes de que pudiera, Gabriel se levantó, se acercó a la madre y la envolvió en un abrazo fuerte, emocionado.

 Elisa se sorprendió, pero correspondió de inmediato. Lo apretó contra sí, como si no quisiera soltarlo nunca más. Gabriel se apartó lo justo para mirarla fijamente a los ojos. La expresión seria del chico hizo que el corazón de la madre se disparara. Mamá, todo ha sido tan perfecto hoy. Tu presencia me hace muy feliz y me da muchas más ganas de vivir.

 Prometes que siempre vas a recordar cuánto te necesito conmigo en todas las situaciones, dijo. Las palabras fueron como un arma de doble filo para Elisa. Primero la llenaron de ternura, pero al reflexionar sobre ellas llegó el dolor. Sabía que había fallado muchas veces, que se había alejado de él en nombre del miedo. Tardó unos segundos en responder. Las lágrimas ya se formaban en sus ojos.

Sí, amor mío. No voy a dejarte solo nunca más. Lo prometo, te quiero muchísimo. El niño sonrió levemente, tocó con cariño la mejilla de la madre y mantuvo los ojos fijos en los de ella. El silencio que siguió estaba cargado de intensidad, como si hubiera algo más que quisiera decir.

 Hasta que con un cambio repentino de tono, alzó la voz y dijo decidido, “Me alegra eso, mamá, pero ahora despierta.” Elisa frunció el seño sin comprender. ¿Cómo así? pensó. Pero antes de que lograra reaccionar, el dolor de cabeza volvió con una fuerza abrumadora. Las luces del salón parecieron apagarse. El chisporroteo del televisor se mezclaba con el sonido insistente de los pitidos, de las ruedas de camillas, del metal golpeando contra bandejas.

 Su visión se nubló y delante de sí Gabriel gritaba sin parar. Ahora su voz ya no sonaba dulce, sino urgente, desesperada, y golpeaba con fuerza la mano contra su tórax. Despierta, tienes que volver ahora. Despierta. Elisa abrió lentamente los ojos, pero casi los cerró de nuevo al sentir una claridad intensa y blanca que le daba directamente en la cara.

 La luz era implacable, dura, reflejándose en el metal de los aparatos alrededor y deslumbrando su visión aún frágil. Todo en su cuerpo dolía. Era como si la hubiera atropellado una fuerza aplastante, cada músculo pesado, cada hueso palpitante, la respiración corta y áspera. En cuanto su conciencia empezó a volver, notó el movimiento a su alrededor.

 Personas con batas se acercaban y se alejaban a un ritmo acelerado, manos ajustando cables, voces apresuradas intercambiando instrucciones técnicas. El sonido constante de los monitores cardíacos pitando le traía una extraña mezcla de alivio y pavor. Gracias a Dios ha vuelto. Funcionó, exclamó el doctor Óscar jadeante con la voz cargada de emoción.

 La observaba fijamente con los ojos húmedos de alivio, mientras aún sostenía el desfibrilador en las manos como quien acaba de vencer una batalla contra la muerte. Elisa parpadeó confusa y quiso preguntar qué estaba pasando. Intentó alzar los brazos, pero fue contenida de inmediato por el equipo médico.

 Sintió manos firmes sobre los hombros y las muñecas, impidiendo cualquier movimiento brusco. “Calma, calma, Elisa”, dijo Óscar acercándose a su rostro. Su voz intentaba sonar serena, pero temblaba. “Acabas de volver de la muerte. No hagas esfuerzo. No intentes moverte ahora.” Volver de la muerte, pensó ella, atónita, con el corazón desbocado por la confusión.

 Era como si aquellas palabras no tuvieran sentido, pero al mismo tiempo resonaran en lo más hondo, despertando recuerdos fragmentados de sonidos, luces y voces lejanas. Cuando la visión empezó a afirmarse mejor, Elisa reconoció el entorno en el que estaba. Era una USI y no había dudas, el mismo hospital donde Gabriel estaba ingresado, las paredes blancas, el olor fuerte a alcohol, los monitores, las bombas de medicación, todo era inconfundible.

 Los enfermeros fueron poco a poco alejándose, comprobaron la tensión, verificaron los signos vitales, ajustaron la máscara de oxígeno, después, en silencio, salieron de la habitación, confiados en que la paciente estaba estable. Se quedaron solo ella y el doctor Óscar. Elisa lo miraba fijamente, como si intentara descifrarlo todo solo con la mirada. Su mente estaba nublada, pero la necesidad de entender era urgente.

Óscar lo percibió y se sentó a su lado, arrastrando la silla e inclinándose con cuidado. El empezó en un tono bajo y pausado. Sé que estás confundida. Voy a explicarte todo lo que ha pasado. Ella hizo un leve movimiento con la cabeza. indicando que quería escuchar, aunque las lágrimas ya empezaban a formarse en sus ojos.

 “¿Habéis sufrido un grave accidente de coche?”, dijo el médico. La frase sonó como un martillo en su mente. Fue justo después de salir del hospital, el mismo día en que hablamos sobre la situación de Gabriel. Un camión golpeó de lleno vuestro vehículo. Elisa abrió la boca en shock, pero no consiguió pronunciar nada. Su corazón se aceleró y surgieron imágenes rápidas en su mente.

 El volante, el grito de Emilia, el resplandor de los faros, el sonido metálico de algo haciéndose pedazos. Es un milagro que estés viva continuó Óscar sujetándole con firmeza la mano. Hoy sufriste un empeoramiento súbito y entraste en parada cardíaca, pero conseguimos actuar rápido. Te reanimamos a tiempo. Ahora necesitas descansar.

 Las lágrimas que se acumulaban en los ojos de Elisa presbalaron en silencio por los lados del rostro. Eso, ¿es eso fue ayer? Preguntó con voz ronca y débil. Óscar respiró hondo antes de responder. No, Elisa, ya han pasado 5co días desde el accidente. Estuviste inconsciente todo ese tiempo. Por eso no te acuerdas de nada. 5 días, repitió aterrorizada.

Las palabras la golpearon como un puñetazo invisible. Su pecho se contrajo y pareció faltarle el aire. Enseguida, la pregunta que más temía emergió con fuerza. ¿Y Emilia, ¿dónde está? ¿Mi hija? ¿Está bien? El silencio que hizo Óscar antes de responder ya decía mucho. Bajó la mirada, respiró hondo y entonces habló con cautela.

 Emilia llegó aquí aún peor que tú. Cuando la vi ser traída, temí lo peor. Todo el equipo se movilizó. Hicimos absolutamente todo. Conseguimos estabilizarla, pero el estado aún es muy grave. Elisa llevó la mano al rostro y un llanto desesperado estalló desde dentro. No, no puede ser, mi niña. Óscar prosiguió con la voz baja pero firme. Decidimos ponerla en la misma habitación que Gabriel para que los dos estuvieran cerca. Están juntos.

El impacto de aquellas palabras fue devastador. Elisa Soyosaba. sacudiendo todo el cuerpo. Mis hijos, mis dos hijos allí sufriendo y yo sin poder hacer nada. El médico se inquinó posando la mano sobre la de ella. Sé que es insoportable oír esto, pero necesitas calma, Elisa. Tú también tienes que recuperarte. Ellos van a necesitarte.

 Entre suyosos, levantó los ojos hacia Óscar y la pregunta salió entrecortada. ¿Y Gabriel? ¿Él él él aún está vivo? Sí, Elisa, él aún está vivo. El tono era sereno, pero su mirada delataba la gravedad. Pero la situación no ha cambiado. El diagnóstico sigue siendo el mismo. Elisa cerró los ojos con fuerza, dejando que las lágrimas escurrieran en abundancia.

Dios mío, esto es todo culpa mía. Mis hijos están al borde de la muerte por mi ceguera. Yo debería haber hecho más. Debería haber estado con ellos todo el tiempo, murmuró con la voz quebrada. No pienses así”, interrumpió Óscar elevando el tono lo suficiente como para cortarla. Esto no es culpa tuya, Elisa. Tú también necesitas sobrevivir.

 Necesitas estar entera para ellos. La culpa solo va a destruirte aún más. Pero ella seguía llorando con el dolor desbordándose. Fallé, Óscar. Fallé como madre. Fallé con ellos. El médico apretó con firmeza su mano, mirándola con determinación. No eres madre y una madre lucha. Aún hay vida y mientras hay vida hay esperanza.

Tienes que guardar eso dentro de ti. Elisa respiró hondo, intentando calmarse, pero el dolor parecía mayor que cualquier esfuerzo. Entonces Óscar se levantó. Voy a dejarte descansar un poco. Voy a estar aquí cerca. Cualquier cosa, llámame. Pero ahora necesitas silencio. Reposo. No te castigues. Sé fuerte.

 Elisa le colocó bien la manta por encima, se aseguró de que todos los monitores estuvieran ajustados y caminó hacia la puerta. Antes de salir, le lanzó una última mirada de solidaridad. Elisa permaneció inmóvil con los ojos fijos en la puerta cerrada. La habitación ahora estaba tomada solo por el sonido rítmico de los aparatos. El tic tic de las máquinas que parecían burlarse del silencio doloroso.

 Las lágrimas aún resbalaban silenciosas mientras repetía en su pensamiento, sin convicción, pero intentando aferrarse. Mientras hay vida, hay esperanza. La puerta de la habitación se abrió despacio, crujiendo suavemente en las bisagras.

 Eva, la enfermera particular que había sido contratada para cuidar de Gabriel y que desde el accidente pasó también a acompañar a Emilia, entró en el ambiente silencioso. Su rostro, cansado, mostraba claramente la mezcla de alivio y preocupación. Los ojos vidriosos, el semblante abatido, delataban noches mal dormidas y días de tensión. caminó con pasos contenidos, como si no quisiera incomodar a la paciente.

 Al ver a Elisa despierta, respiró hondo, llevándose la mano al pecho. La mirada que lanzó era de compasión, pero también de una ternura sincera. Hola, doña Elisa, ¿cómo está usted? Gracias a Dios está consciente. Recé tanto para que usted despertara. Cada noche pedí que el Señor le devolviera la vida para que pudiera estar con sus hijos de nuevo”, dijo Eva con la voz trémula pero cálida.

 La enfermera acercó el sillón que quedaba al lado de la camilla y se sentó aproximándose un poco más. Elisa la miró con ojos pesados y vidriosos. “Estoy mal, Eva”, respondió con la voz entrecortada. “Pero no es por el dolor de mi cuerpo. Ningún dolor físico se compara con el miedo que estoy sintiendo aquí dentro. El miedo de perder a mis dos hijos.

 La millonaria se llevó la mano al pecho como si quisiera arrancar de allí la opresión que la asfixiaba. Eva se inclinó hacia delante y negó con la cabeza como quien reprende suavemente a una niña, y habló. Eso no va a pasar, doña Elisa. Tengo fe en que ustedes tres van a estar bien. Mire, en este tiempo de prueba percibí algunas cosas diferentes, cosas que parecieron señales, ¿sabe? como si Dios quisiera mostrar que él todavía está al mando.

Elisa la miró fijamente, atenta, como si cada palabra fuera una esperanza lanzada. La enfermera respiró hondo, recordando, aquel día en que usted y Emilia se fueron y yo me quedé con Gabriel, él empezó a empeorar justo después de que ustedes salieron. Fue rápido y bastante aterrador. Me angustié mucho.

 Pensé que iba a presenciar lo peor. Llegué incluso a sujetarle la mano llorando, pidiéndole a Dios que no permitiera que se fuera en ese momento. Los ojos de Eva se llenaron de lágrimas y tuvo que hacer una pausa. El nudo en la garganta le impidió continuar. Se limpió discretamente los ojos con el dorso de la mano.

 Inspiró hondo dos, tres veces y entonces prosiguió. Y fue justo ese mismo día cuando ocurrió el accidente. Cuando trajeron a usted y a Emilia, el hospital se volvió un caos. Todo el equipo corrió desesperado para salvarles la vida a las dos. Nunca había visto tanta desesperación en un solo pasillo. Elisa cerró los ojos y las lágrimas se escurrieron en silencio.

 Cada palabra de Eva reabría el recuerdo del sufrimiento. Pero, ¿sabe lo que pasó después? Continuó la enfermera, ahora con un hilo de esperanza en la voz. Cuando colocaron a Emiria en la habitación con Gabriel, dejando a los dos lado a lado, él empezó a mejorar. De la nada, sus signos vitales subieron, se estabilizaron, los índices fueron aumentando y se mantuvieron. El doctor Óscar se quedó sin explicación.

 Todos nosotros estábamos listos para lo peor, pero fue como si la presencia de la hermana le hubiera dado una fuerza nueva para vivir. Elisa abrió los ojos y miró a Eva con sorpresa. Y hasta ahora, cco días después, él continúa estable, sin nuevos empeoramientos. Creo que el vínculo entre ellos es mucho mayor de lo que podemos imaginar.

 Uno siente la presencia del otro y eso da impulso para continuar”, añadió la enfermera con convicción. Las palabras de Eva cayeron sobre Elisa como una revelación. Un área de la mente que parecía inaccesible se abrió de repente. Todo empezó a tener sentido. Se acordó de la experiencia intensa que había vivido mientras estaba inconsciente. Despertar al lado de los hijos, el día feliz en la heladería, la película en casa, las promesas hechas.

 Aquello no había sido solo un sueño confuso, era un aviso, un llamado. Las palabras de Gabriel resonaron en su memoria como si fueran pronunciadas otra vez justo delante de ella. Tu presencia me hace muy feliz y me da muchas más ganas de vivir. Prometes que siempre vas a recordar cuánto te necesito conmigo en todas las situaciones. Y ella lo había prometido con todo el corazón.

Nunca más voy a dejarte solo. La madre levantó lentamente la mirada hacia el techo, las lágrimas cayendo en cascada, y llevó las manos unidas al pecho. Eso es. Dios va a obrar en mí para salvar a mis hijos. ¿Es eso lo que el Señor desea de mí, verdad, mi Dios? que yo tenga fe y permanezca a su lado siempre.

 Yo creo, Señor, y voy a cumplir mi promesa”, dijo en voz alta, tomada por la emoción. Eva se quedó paralizada ante la escena. No comprendía del todo lo que significaban aquellas palabras, pero la intensidad del momento la emocionó. Sus ojos se humedecieron y tragó saliva. Doña Elisa balbuceo sin saber qué decir. Elisa se volvió de repente con los ojos ahora firmes, la voz llena de decisión.

Eva, por favor, llévame a la habitación de los niños. Tengo que quedarme allí con ellos ahora mismo. Empezó a moverse, tirando de los cables con prisa, desconectando algunos accesos, intentando incorporarse aún con el cuerpo frágil. Las muecas de dolor delataban el esfuerzo, pero la voluntad era mayor que el límite físico.

 ¿Qué No, doña Elisa? Exclamó la enfermera levantándose aterrada. Usted está muy mal. No puede salir de aquí en este estado. Va a poner su propia vida en riesgo. Voy con tu ayuda o sin ella, Eva. Pero, ¿sabes qué? Si voy sola va a ser mucho peor. Así que, por favor, ayúdame. Coge esa silla de ruedas para mí. replicó Elisa poniendo los pies en el suelo.

 Eva miró alrededor afligida, con el corazón acelerado. Misericordia, no me gusta nada esta idea. Si usted empeora, la culpa será mía. Me van a acusar de ser cómplice. Elisa le clavó los ojos y respondió categórica. Ya dije que voy de todos modos, Eva. Escucha con atención. No sé si vas a creerlo, pero tuve una visión con mis hijos mientras estaba inconsciente.

Sé que ellos solo van a estar bien si yo estoy allí junto a ellos. Sin mí, ¿lo entiendes? La enfermera se quedó helada ante la intensidad de aquellas palabras. La mirada de la patrona era penetrante, llena de certeza. El silencio que siguió fue breve, pero pesado. Eva respiró hondo, reflexionó durante unos segundos y por fin se dió.

 Sin decir nada más, caminó hasta la esquina de la habitación y acercó la silla de ruedas. La llevó hasta el borde de la camilla y ayudó a la mujer a sentarse, ajustándola con cuidado. Colocó una sábana sobre sus hombros para dejarla menos expuesta. “Yo le creo, doña Elisa. Vamos a ver a sus hijos”, dijo Elisa.

 Respiró hondo con una mezcla de dolor y alivio corriendo por su pecho. Eva entonces abrió la puerta, miró discretamente a ambos lados y con las manos firmes en el respaldo de la silla, empezó a empujarla por el pasillo silencioso del hospital. Cada paso era una oración en silencio para que no fueran sorprendidas por alguien que pudiera impedirlo.

 Eva empujaba la silla de ruedas con movimientos firmes, pero el corazón acelerado delataba el miedo a ser sorprendida en cualquier momento. El pasillo de la UCI de adultos parecía extenderse por kilómetros, iluminado por luces frías y blancas que se reflejaban en los azulejos impecablemente limpios. Cada paso resonaba y el silencio tenso solo era interrumpido por los pitidos intermitentes de los monitores dentro de las habitaciones.

 Elisa mantenía la cabeza baja, la sábana cubriéndole los hombros y los brazos, aún conectados a algunos accesos, en el intento de pasar desapercibida. El trayecto parecía interminable, pero por fin alcanzaron la sección infantil. Al acercarse a la puerta que llevaba a la habitación de los gemelos, Elisa se estremeció como si un hielo le recorriera la espalda, pero la decisión que inflamaba su pecho le dio valor.

 “Dios mío, dame fuerzas”, susurró en oración, cerrando los ojos por unos segundos antes de inspirar hondo. Sabía que la escena sería devastadora. Ver a los dos hijos, su razón de vivir lado a lado en situaciones críticas. El corazón ya dolía antes incluso de entrar. Eva posó la mano en el pomo y estaba a punto de abrir la puerta cuando una voz inesperada las detuvo.

 ¿Qué está pasando aquí? Un enfermero apareció en el pasillo con el semblante serio y los brazos cruzados. Las observaba con desconfianza y habló. No está permitido traer a otros pacientes para visitar niños en la UCI. Tienen que retirarse inmediatamente.

 Elisa alzó la mirada aún sentada en la silla y respondió con firmeza, incluso en la fragilidad. Yo soy la madre de los niños, señor. Tengo que ver a mis hijos. El enfermero negó con la cabeza impaciente. Y su médico está al tanto de esto, señora. Por lo que veo, usted no está en condiciones de circular por el hospital. Eva intervino cruzándose delante de Elisa como una barrera protectora. Ella va a entrar. Sí. Lo que haya que resolver, lo resuelvo contigo.

 ¿De acuerdo?” Sin esperar respuesta, se inquinó y ayudó a la millonaria a incorporarse de la silla para dar el primer paso dentro de la habitación. El enfermero le lanzó una mirada fulminante y replicó, “Voy a llamar inmediatamente al médico responsable.” y salió apresurado con los pasos resonando por el pasillo.

 Eva cerró la puerta enseguida con el corazón desbocado. Se apoyó en ella, decidida a impedir cualquier interrupción y dejó que Elisa siguiera sola hasta los lechos. La millonaria caminó despacio, venciendo cada oleada de dolor que la recorría. Se acercó a las dos camillas y se detuvo justo en el centro entre los hijos.

 A la derecha, Gabriel, el niño que desde hacía años luchaba contra una enfermedad degenerativa terminal. A la izquierda, Emilia, la hija llena de vida, ahora en estado gravísimo por causa del accidente. Elisa tragó saliva. Los dos habían llegado al mundo juntos y ahora, por ironía cruel, parecían estar a punto de partir casi al mismo tiempo.

 Pero ella no lo aceptaba. No más. no permitiría que el destino le arrancara las dos mayores razones de su existencia. “Mis amores,”, murmuró con la voz trémula. “Lo siento tanto, nunca imaginé que algún día estarían así. Perdonadme.” Las lágrimas brotaron y descendieron a torrentes, pero ella continuó.

 “Perdonadme por todo mi egoísmo, por toda mi inmadurez. Perdonadme por haber sido tan débil en la fe.” La madre acercó las manos extendiendo una sobre cada hijo, tocando suavemente los brazos frágiles. El contacto fue suficiente para deshacerse en un llanto abierto. Las lágrimas parecían lavar el alma, liberando años de peso, rencor y alejamiento de Dios.

 Con los ojos cerrados empezó a orar y la voz antes trémula se fue volviendo firme. Estoy con vosotros ahora, hijos míos, y Dios está con nosotros. Nunca más voy a ser cobarde y apartarme de ti, mi pequeño Gabriel. Mamá, nunca más van a abandonarte. Señor, salva a mis hijos. Elisa lloraba, pero sus palabras parecían cargadas de una fe nueva, como si algo mayor la sostuviera.

 De repente, una voz firme resonó en la habitación. Elisa, eh, ¿qué estás haciendo? Ela, mírame. Ella abrió los ojos asustada y vio al doctor Óscar parado en la puerta. Con el rostro sorprendido, entró apresurado con la expresión entre la perplejidad y la indignación. Deberías estar en tu lecho siendo monitorizada.

 ¿Qué locura es esta? Elisa, aún con las manos sobre los hijos, alzó el rostro bañado en lágrimas. Ellos me necesitan, Óscar. Mientras hay esperanza, hay vida, ¿no es así? El Señor ha de ayudarnos, yo creo. El médico, atónito, percibió que algo había cambiado en aquella mujer. Ya no era la Elisa abatida e incrédula que él conocía en los últimos años.

 Había en ella algo extraño, como un control que parecía venir de una fuerza que no se explicaba. Y entonces ocurrió lo inesperado. El monitor cardíaco de Emilia, que hasta entonces exhibía números bajos e irregulares, comenzó a cambiar. Los índices subieron de repente, estabilizándose en niveles antes impensables. El gráfico irregular se volvió seguro. “Esto es imposible”, murmuró Óscar, incrédulo, acercándose a la máquina.

 tocó los cables, verificó conexiones. Este monitor debe de estar defectuoso. Pero no había fallo. Elisa, con el corazón desbocado, cerró de nuevo los ojos y retomó la oración en silencio. Con aún más fervor. Fue cuando una voz suave rompió el clima. Mamá. La millonaria abrió los ojos en shock. Emilia, que antes estaba en coma profundo, movió los labios y susurró con los ojos entreabiertos.

Oh, Dios mío. Gracias. Muchísimas gracias, señor”, gritó Elisa corriendo para abrazar a la hija. La aferró con fuerza soyando contra el pecho de la niña. Óscar permaneció inmóvil con la boca abierta, sin creer lo que presenciaba. “Lo vi, mamá”, dijo Emilia con voz débil. “Vi a Gabriel curado. Lo vi con nosotros en casa.” Elisa le acarició el pelo llorando.

Lo sé, amor mío. Yo también lo vi. Y vamos a quedarnos aquí con él hasta que mejore. Nunca más vamos a separarnos. La emoción se apoderó de la habitación. Eva, aún de guardia en la puerta, dejó que algunas lágrimas se escurrieran al oír los murmullos. Óscar no consiguió ocultar el impacto. Era médico, pero en aquel instante sabía que presenciaba algo que desafiaba a la ciencia.

 A partir de ese día, gracias a su influencia, el hospital autorizó que el lecho de Elisa fuera trasladado dentro de la habitación de Gabriel, permitiendo que madre e hijos permanecieran juntos. El efecto fue inmediato. La recuperación de Elisa avanzó mucho más rápido de lo que los médicos esperaban.

 Emilia también presentó mejoras continuas, sorprendiendo al equipo y Gabriel, que tenía solo 7 días previstos de vida, seguía respirando. Más que eso, empezó a demostrar señales de mejoría que eran inexplicables. Pocas semevas después, ya no eran necesarios los sedantes. Gabriel recuperó la conciencia, abrió los ojos y sonrió al ver a la madre y a la hermana a su lado.

 La habitación, antes tomada por la tensión y el dolor se llenó de amor y esperanza y entonces el milagro se consumó. Los exámenes revelaron que la enfermedad degenerativa que devastaba a Gabriel había retrocedido de forma impresionante. Poco tiempo después fue declarado curado por el equipo médico. Se convirtió en un caso de estudio entre investigadores, volviéndose una referencia para la ciencia.

 Llegó el día del alta. En los pasillos, médicos y enfermeros se reunieron emocionados para presenciar la salida del niño. Gabriel caminaba, aún apoyado por la madre y la hermana. Cada paso era la prueba de que una intervención divina se había hecho realidad. Elisa, de la mano con los hijos, no conseguía contener el llanto.

Emilia sonreía, Gabriel saludaba y cada profesional que los veía pasar derramaba lágrimas discretas. Óscar, observando la escena, sintió el corazón apretarse. Durante años había alimentado sentimientos por Elisa en silencio, reprimiéndolos por creer que no era el momento adecuado.

 Pero algún tiempo después reunió valor, se sentó delante de ella, la miró a los ojos y confesó, “Elisa, yo hace ya mucho tiempo que estoy enamorado de ti.” La millonaria sonrió sorprendida, pero feliz. Yo también lo estoy, Óscar. Solo estaba demasiado ciega para darme cuenta. La relación fue anunciada a los gemelos que vibraron de alegría con la noticia y así la felicidad regresó de forma plena a aquel hogar.

 Elisa, Emilia y Gabriel se convirtieron en el retrato vivo de que la fe y el amor pueden mover montañas. Eran la prueba definitiva de que lo imposible puede ocurrir cuando se cree de verdad. Comenta Milagro increíble para que yo sepa que llegaste hasta el final de esta historia y marcar tu comentario con un lindo corazón.

 Y así como la historia de Elisa y sus gemelos, tengo otra narrativa emocionante para compartir contigo. Basta con hacer clic en el vídeo que está apareciendo ahora en tu pantalla y embarcarte en otra historia emocionante. Un beso grande y te espero allí.