No grite, hermana, oh, Dios la castigará por toda la eternidad. La voz del Padre resonaba en la sacristía, mientras sus manos impías se deslizaban por el hábito de la joven monja. Ella temblaba como hoja de álamo, las lágrimas corriendo silenciosas por sus mejillas, sabiendo que nadie la escucharía.

Pero esa noche un niño de ojos asustados observaba desde las sombras y pronto la justicia que los cielos parecían haber olvidado llegaría montada en siete leguas. Tú estás escuchando el canal Legendarios del Norte. Dime desde qué ciudad nos estás oyendo. Dale like al video y ahora sí, vamos a comenzar. El sol caía sobre el desierto de Chihuahua como fuego que quemaba lento.

Era el año de 1916 y en un rincón perdido del mundo se alzaba un convento de paredes blancas de adobe, donde monjas de velo largo pasaban los días en silencio, rezando y cuidando del altar, pero la paz de aquel lugar era pura fachada. Dicen que en las noches de luna llena, un padre llegaba a caballo, sotana ondeando en el viento caliente del desierto.

Venía para celebrar misas, escuchar confesiones y dar consejos espirituales. La gente del lugar pensaba que era un santo, un hombre de Dios, enviado desde la capital para bendecir a los humildes. Pero lo que nadie sabía era que cuando las puertas del convento se cerraban y las velas se apagaban, aquel padre tenía manos que no rezaban, manos que cometían lujuria en las sombras.

Las monjas, mujeres de fe inquebrantable, sufrían calladas como corderos marcados para el sacrificio. Unas lloraban en los rincones del claustro, otras rezaban hasta perder la voz, pero ninguna se atrevía a hablar. El Padre las amenazaba con el mismísimo infierno. Decía que si contaban a alguien, la vergüenza caería sobre ellas y sobre la Santa Madre Iglesia.

Y en el desierto de aquellos tiempos, ¿quién iba a creer a una monja contra un padre enviado desde Guadalajara? Pero los ojos de Dios ven todo, hasta en los rincones más oscuros del alma humana. Y en medio de aquella oscuridad, un muchachito pequeño, un monaguillo de manos limpias y corazón puro, vio lo que no debía ver.

 

Él presenció escondido detrás de una puerta mientras el padre hacía lo que no se debe hacer con una de las hermanas más jóvenes del convento. Miguelito temblaba de miedo como hoja de álamo en ventarrón, pero sabía que no podía quedarse callado. Fue así que en una tarde sofocante, donde hasta las lagartijas buscaban sombra, tomó un pedazo de papel y escribió una carta que cambiaría el destino de todos.

No la firmó, no le contó a nadie, solo dejó que la verdad saliera de aquella casa de horrores, sin saber que iba a encender la furia del hombre más temido de todo el norte de México. Miguelito, muchacho flaco de no más de 12 años, pasó tres noches sin pegar ojo después de lo que había visto. Sus ojos, antes llenos de la inocencia de la niñez, ahora cargaban el peso de un secreto más grande que su pequeño cuerpo podía soportar.

En las noches calientes del desierto, mientras los coyotes aullaban allá afuera, se revolcaba en su petate de palma, reviviendo la escena horrible que había presenciado por casualidad cuando fue a buscar agua bendita para la misa vespertina. En la madrugada del cuarto día, cuando el sol apenas asomaba tras las montañas de la Sierra Madre, el muchacho se arrastró hasta el rincón más oscuro de la sacristía.

Sus dedos temblorosos abrieron la vieja Biblia que el Padre había dejado olvidada sobre el altar. Entre las páginas sagradas encontró lo que buscaba, un pedazo de papel amarillento que sobraba de algún sermón abandonado. Con la mano sudando frío como tmpano, comenzó a escribir, letra por letra, como le había enseñado la maestra de la escuela parroquial.

La pluma arañaba el papel mientras el niño describía con palabras sencillas de criatura lo que sus ojos habían visto aquella noche contó sobre los gemidos ahogados que había escuchado detrás de la puerta del confesionario sobre las lágrimas silenciosas de la hermana Soledad, sobre cómo el padre la agarraba con fuerza cuando ella trataba de alejarse.

Cada palabra que escribía le quemaba los dedos como brazas del infierno, pero sabía que no podía parar. Cuando terminó, dobló el papel con cuidado, sellando dentro de él toda la maldad que había presenciado. Pero ahora surgía un problema más grande que el mismísimo  ¿Cómo hacer que esa verdad llegara a alguien que pudiera hacer algo al respecto? El padre Valdemiro tenía influencia con el alcalde, con el jefe político, con todos los hombres importantes de la región.

¿Quién se iba a atrever a enfrentarlo? Fue entonces que el destino puso en su camino a uno de los exploradores de Villa que andaba de paso por el pueblo. No era Pancho Villa en persona, pero sí un hombre de confianza del general que había venido a comprar pertrechos para la tropa.

Miguelito vio su oportunidad cuando el revolucionario paró a beber agua en la fuente frente a la iglesia con pasos silenciosos como gato montés. El niño se acercó, sus manos sudaban tanto que casi se le cae el papel. “Señor”, susurró con voz tan baja que apenas se oía. “Entréguele esto a su general, es muy importante.

” Rodolfo Fierro, hombre alto de sombrero tejano gastado por el sol del desierto, miró al muchacho con curiosidad. “¿Qué papel es ese chamaco? Es sobre un pecado muy grande”, respondió Miguelito, los ojos llenos de lágrimas como pozos secos en temporada de lluvias. Un pecado que ni Dios debe estar queriendo ver. El hombre se quedó callado por un momento, estudiando el rostro asustado del niño.

Después, con un movimiento rápido, guardó la carta dentro del bolsillo de su camisa de manta. Lo voy a llevar, pero si es travesura de chamaco, vas a ver lo que es bueno para el susto. Miguelito solo pudo mover la cabeza aliviado y aterrorizado al mismo tiempo. No sabía que acababa de poner en movimiento una serie de eventos que cambiarían para siempre la historia de aquel pequeño pueblo del desierto chihuahuense.

Mientras tanto, a tres días de cabalgata de allí, Pancho Villa y su gente descansaban en un escondite entre las rocas de la Sierra Madre. El general estaba sentado en un tronco caído afilando su cuchillo cuando Rodolfo Fierro llegó con la carta. Mi general, un chamaco del pueblo me dio esto. Dijo que era importante.

Villa levantó las cejas intrigado. No sabía leer bien, pero María, que tenía más estudio, tomó el papel y comenzó a leer en voz baja. Conforme las palabras iban siendo reveladas, el rostro de Villa se transformaba como cielo de tormenta. Sus ojos, normalmente llenos de malicia y picardía, se pusieron oscuros como noche sin luna.

Sus dedos se apretaron en torno al cuchillo hasta que los nudillos se le pusieron blancos como hueso seco. Cuando María terminó de leer, hubo un silencio pesado en el campamento que ni el viento se atrevía a romper. Todos los revolucionarios esperaban sabiendo que algo grave estaba por suceder. Ese padre”, dijo Villa finalmente, “su voz un rugido bajo que hizo hasta que los caballos se agitaran.

¿Cree que puede hacer lo que se le da la gana con las siervas de Dios y quedar impune?” Se levantó de un salto, el sombrero golpeando contra su espalda, pues va a conocer ahora la justicia del desierto, la justicia de los hombres de adeveras. Toda la tropa sabía lo que aquello significaba. Cuando Villa hablaba con esa voz, iba a correr sangre como río en temporada de lluvias.

En la madrugada siguiente, antes de que saliera el sol, los revolucionarios ya estaban listos para partir. Villa montó a Siete Leguas, su caballo Alazán, que podía correr leguas sin cansarse. “Vamos a dar un paseo hasta ese convento”, anunció con una sonrisa que no llegaba a los ojos. Tenemos un asunto pendiente con cierto padrecito.

El sol todavía no había nacido cuando los primeros cascos de los caballos empezaron a golpear la tierra seca del desierto. Villa lideraba el grupo, su sombrero tejano balanceándose en la espalda, conforme siete leguas, avanzaba a través de los nopales y mequites. A cada paso del animal, la tierra roja se levantaba formando una nube que marcaba el camino de la partida.

María, montada en su yegua valla, observaba el perfil de su hombre a la luz débil del amanecer. Notó la tensión en su mandíbula, la manera como sus dedos apretaban las riendas con fuerza suficiente para dejarlos blancos. Mi general, le gritó haciendo que su caballo acelerara para quedar a su lado. Vamos a pensar bien esto antes de dis, “Tienes miedo, María.

” Villa la cortó sin siquiera voltear a verla. Ese padre está haciendo cosas que ni el mismísimo  tiene valor de hacer. está usando el nombre de Dios para satisfacer apetitos de la carne y todavía encima con monjas, mujeres que se dedicaron a lo sagrado. Toda la tropa sentía la furia que emanaba del general.

Hasta los caballos parecían más nerviosos que de costumbre, relinchando bajo y sacudiendo la cabeza. Tomás Urbina, uno de los hombres más viejos, escupió en el suelo antes de hablar. Mi general, sabemos que usted tiene la razón, pero invadir un convento va a traer problemas grandes con la iglesia, con el gobierno.

Villa finalmente paró su caballo y volteó para mirar a su gente. Sus ojos quemaban como brasas del infierno. “Escúchenme bien”, dijo apuntando el dedo a cada uno. “Yo no estoy pidiendo opiniones. El que quiera quedarse, que se quede, pero el que venga conmigo tiene que saber que hoy vamos a hacer justicia como nadie más tiene agallas de hacer en este país de cobardes.

Mientras tanto, a tres días de viaje de allí, el padre Valdemiro se preparaba para otro día de trabajo pastoral en el convento. Estaba en su cuarto particular vistiéndose la sotana con cuidado, ajustándose el cuello blanco frente al espejo empolvado. Su reflejo mostraba un hombre de mediana edad, cabellos grisáceos cortados al rape, rostro marcado no por el sol del desierto, sino por las noches mal dormidas y los excesos de una vida podrida por dentro.

Padre Valdemiro, una voz suave llamó desde la puerta. Era la hermana Soledad, la más joven de las monjas, que apenas había cumplido 20 años cuando entró al convento. Las hermanas ya están en la capilla para la oración de la mañana. El padre sonríó, una sonrisa que no llegaba a los ojos como víbora que enseña los colmillos. Gracias, hija. Ya voy.

Cuando ella le dio la espalda, sus ojos recorrieron el cuerpo de la joven monja con una intensidad que nada tenía de espiritual. Sabía que hoy sería otro día en que ejercería su derecho sobre las siervas de Dios. De vuelta al desierto, la partida de villa enfrentaba los primeros obstáculos del viaje.

El sol ahora estaba alto, quemando como fuego sobre sus cabezas. El agua ya se estaba acabando y algunos de los caballos comenzaban a mostrar señales de cansancio. “Vamos a parar allá en esa sombra”, ordenó Villa señalando hacia un grupo de mezquites a la distancia. Mientras los hombres descansaban, compartiendo la poca agua que quedaba, el general se alejó del grupo. Necesitaba pensar.

Sentado sobre una piedra plana, Villa sacó del bolsillo la carta arrugada. Aunque no sabía leer bien, sabía lo que estaba escrito ahí. Miguelito había descrito en detalle cómo el padre abusaba de las monjas, cómo las amenazaba con castigos divinos si contaban a alguien.

Peor todavía, mencionaba que algunas hermanas mayores ya habían desaparecido misteriosamente después de tratar de resistir. Un sudor frío le escurría por la espalda a Villa, pero no era por el calor. Él, que tantas veces había matado, robado y hecho cosas que pesaban en la conciencia, sentía asco de lo que leía. Un hombre de esos usando sotana, murmuró para sí mismo.

Es peor que animal rabioso. Cuando el sol comenzó a bajar en el horizonte, tiñiendo el cielo de rojo sangre, la partida retomó la marcha. Esta vez el silencio entre los hombres era pesado, cargado de electricidad. Todos sabían que iban hacia algo que cambiaría sus vidas para siempre. Ni siquiera los más experimentados como Rodolfo Fierro o Tomás Urbina habían participado en algo así. Conforme la noche caía, los sonidos del desierto tomaban cuenta.

El canto de los coyotes, el susurrar de los pequeños animales entre los arbustos, el viento caliente balanceando las ramas secas de los árboles. Era como si la propia naturaleza supiera que algo importante estaba por suceder. Villa cabalgaba adelante, sus ojos fijos en el camino iluminado, apenas por la luz débil de las estrellas.

Sabía que todavía faltaban dos días de viaje, pero cada paso del caballo lo acercaba más a su objetivo. En aquel momento, juró consigo mismo que haría al Padre sufrir como ningún hombre jamás había sufrido, que daría una lección que sería recordada por generaciones. Mientras tanto, en las celdas oscuras del convento, la madre Teresa, la más vieja entre ellas, pasaba horas arrodillada en el suelo duro de la capilla, sus dedos nudos recorriendo las cuentas del rosario con urgencia febril.

Sus labios resecos se movían incesantemente en oración, pero sus ojos, ay, sus ojos cargaban una expresión que ninguna de las hermanas más jóvenes conseguía descifrar. No era alivio, no era tristeza, era algo más profundo, más complejo, algo que solo mujeres que habían cargado secretos demasiado pesados por demasiado tiempo podían entender.

La luna llena colgaba como farol plateado sobre el convento cuando los primeros sonidos de cascos resonaron en el silencio de la noche. Eran casi las 11 y las monjas ya se habían recogido para el gran silencio, aquel periodo sagrado entre completas y maitines, donde ninguna palabra debería ser pronunciada. Pero aquella noche el silencio sería roto de manera que ninguna de ellas podría imaginar.

El padre Valdemiro, contrariando todas las reglas del convento, permanecía despierto en su cuarto particular. La luz de una sola vela iluminaba su rostro sudado mientras deslizaba las manos sobre un libro de oraciones. Pero sus ojos no estaban en las palabras sagradas. Se fijaban en la pared que dividía su aposento del dormitorio de las novicias, donde la hermana Soledad dormía sola desde que la hermana Luz María, su compañera de celda, había desaparecido tres lunas antes del fatídico acontecimiento. El sonido de

los caballos llegó primero a los oídos del viejo cuidador del convento, don Silvestre, que dormitaba en su cuartito próximo a los establos. se levantó con un gemido, frotándose los ojos soñolientos. ¿Quién diablos viene a visitar el convento a esta hora? Refunfuñó mientras tomaba su lámpara de quereroseno.

Cuando abrió la puerta trasera, su sangre se heló como agua en las montañas. Delante de él, iluminados por la luz temblorosa de la lámpara, se extendía una fila de hombres armados hasta los dientes, sus sombreros tejanos proyectando sombras diabólicas sobre los rostros.

“Buenas noches, don Silvestre”, dijo Villa bajando del caballo con una gracia que contrastaba con la furia que quemaba en sus ojos. “Venimos a hacer una visita al señor padre. ¿Está en casa?” El cuidador tragó seco, sus rodillas temblaban como varas verdes. Mi general Villa, usted sabe que el convento es lugar sagrado, no se puede.

Antes de que pudiera terminar la frase, Rodolfo Fierro puso un cuchillo bajo su barbilla. El general no preguntó lo que se puede o no se puede, don Silvestre. Preguntó si el padre está en casa. Mientras tanto, en el segundo piso, el padre Valdemiro finalmente había oído los ruidos extraños con un gruñido de irritación. Se levantó de la cama y fue hasta la ventana.

Lo que vio lo hizo retroceder como si hubiera recibido una bofetada. Villa y su partida, por lo menos 15 hombres, todos armados, rodeando el convento. Su instinto le gritó que corriera, que se escondiera, pero ¿para dónde? El convento no tenía salidas secretas. Con manos temblorosas se vistió la sotana a las carreras, como si las vestiduras sagradas pudieran protegerlo de lo que estaba por venir.

“Dios mío, Dios mío”, repetía mientras oía los pasos pesados subiendo las escaleras de madera que crujían bajo el peso de los revolucionarios. Del lado de afuera del cuarto del padre, Villa hizo un gesto a sus hombres. Espárcanse, lo quiero vivo. María, tú y las otras mujeres, cuiden a las monjas. No dejen que vean lo que va a pasar. María sintió el rostro serio.

Sabía que lo que su hombre iba a hacer era terrible, pero también sabía que era justo. Cuando la puerta del cuarto se abrió de una patada, el padre Valdemiro estaba de rodillas sosteniendo un crucifijo como si fuera un escudo. En nombre de Dios, Villa, este es un lugar sagrado. No puedes. Sí puedo, cortó Villa entrando al cuarto con pasos lentos. Su cuchillo relucía a la luz de las velas.

Dios está viendo todo, padre, y hoy me mandó a hacer el trabajo sucio que nadie más tuvo a gallas de hacer. El padre comenzó a tartamudear, sudando copiosamente. No sé de qué estás hablando. ¿Quién te contó mentira sobre mí? Fue aquel chamaco mentiroso del monaguillo. Él es un un puñetazo seco en el estómago cortó sus palabras.

Villa agarró al Padre por el cuello y lo levantó como saco de harina. Te vas a quedar calladito ahora, falso profeta, porque hoy te vamos a enseñar lo que le pasa a un hombre que usa el nombre de Dios para hacer maldades. Mientras tanto, en el dormitorio de las monjas, María y las otras mujeres de la partida trataban de calmar a las hermanas asustadas.

Quédense tranquilas, hermanas. decía María, su voz firme pero compasiva. Nadie las va a lastimar. Solo venimos por el padre. La madre Teresa, la más vieja, miró a María con ojos que ya habían visto demasiado. “¿Va a pagar, ¿verdad?”, preguntó su voz un hilo de esperanza.

María solo asintió mientras del piso de abajo comenzaban a llegar sonidos que harían hasta el más valiente de los hombres temblar. Los gritos ahogados del padre Valdemiro, el chirrido de cuerdas siendo apretadas, el sonido sordo de cuerpos siendo arrastrados. Villa apareció en la puerta del dormitorio. Su rostro impenetrable. Está hecho, dijo simplemente. La justicia del desierto fue hecha.

Y entonces, volteándose hacia las monjas, hizo algo que nadie esperaba. se quitó el sombrero e hizo una reverencia. Disculpen el trastorno, hermanas, pero ahora están libres. Cuando la partida dejó el convento, llevando consigo lo que quedaba del padre Valdemiro, la primera luz del amanecer comenzaba a aclarar el horizonte.

Las monjas, todavía en shock, se aglomeraron en las ventanas, viendo la polvareda roja que se levantaba detrás de los jinetes. Ninguna de ellas lloró por el Padre, ninguna rezó por su alma. Y mientras el sol nacía sobre el desierto, iluminando el rastro de sangre que llevaba hacia las profundidades de Chihuahua, la madre Teresa cerró los ojos y murmuró las únicas palabras que pudo encontrar: “Gracias.

” El sol de la mañana comenzaba a calentar la tierra árida del desierto, cuando Villa y su partida alcanzaron el tramo más desolado del norte, aquel donde los nopales se erguían como centinelas silenciosos y las piedras afiladas cortaban como navajas. El padre Valdemiro, ahora irreconocible bajo las marcas del castigo inicial, gemía bajito amarrado al caballo de Tomás Urbina. su cuerpo ensangrentado balanceándose como saco de harina a cada paso del animal.

“Paren aquí”, ordenó Villa levantando la mano enguantada. Sus ojos oscuros recorrieron el terreno árido, escogiendo el lugar perfecto para lo que vendría después. Este lugar está bueno. Tierra seca, espinas hasta no más poder y ninguna señal de población por leguas.

Alberto Iglesias bajó del caballo y fue hasta el padre, jalándolo por lo que quedaba de su sotana. “Mira nás cómo está el señor padre”, se burló volteando el rostro hinchado del clérigo hacia el sol. “¿Dónde está esa voz bonita de las misas?” El padre Valdemiro trató de hablar, pero solo salió un gemido ronco de su garganta lastimada.

Sus ojos antes tan arrogantes, ahora estaban hinchados de tanto llorar, rojos como el sol poniente. Trató arrodillarse, pero sus piernas ya no obedecían. Las rodillas habían sido quebradas con precisión quirúrgica por los revolucionarios todavía en el convento. Villa se acercó lentamente afilando un cuchillo largo en la palma de la mano.

El sonido metálico resonaba en la quietud del desierto, haciendo hasta que los pájaros se callaran. Padre Valdemiro, comenzó con una voz que era casi un susurro. Usted pasó la vida entera hablando de infierno, de pecado, de castigo divino. Hoy va a conocer el verdadero infierno, el infierno que usted creó en la tierra. Con un gesto rápido, aventó una cuerda resistente sobre una rama gruesa de mesquite.

Los revolucionarios agarraron al padre por los brazos mientras Esteban Salazar amarró la cuerda en sus tobillos ya destrozados. El padre comenzó a debatirse como pez fuera del agua, un pánico animal apoderándose de su cuerpo exhausto. “Por favor”, logró tartamudear, sangre escurriendo por la barbilla. “Me arrepiento, confieso.” Villa escupió en el suelo.

Muy tarde, hipócrita, su confesión ya fue escuchada por el chamaco monaguillo, por las monjas, por Dios. Y la sentencia ya fue dada. Con un jalón brusco, el padre fue alzado de cabeza para abajo, su cuerpo esquelético balanceándose como péndulo macabro sobre la tierra seca. Sus gritos resonaron por el desierto vacío, espantando una parbada de sopilotes que levantó vuelo en alboroto.

María, que se había quedado un poco apartada con las otras mujeres de la partida, se tapó los oídos. Aunque sabía de la maldad del Padre, lo que estaba por suceder era difícil de soportar. “Vámonos”, les dijo a las otras, llevándolas lejos de la escena. Villa montó en siete leguas, amarrando firmemente la otra punta de la cuerda en la silla.

“Vamos a dar un paseo, padre”, dijo con una sonrisa que no llegaba a los ojos. “Le vamos a enseñar el verdadero significado de Vía Crucis”. El primer jalón fue suave, casi experimental. El cuerpo del padre se arrastró por algunos metros, levantando una nube de polvo rojo. Sus gritos aumentaron cuando las primeras espinas comenzaron a desgarrar lo que quedaba de sus ropas y carne.

“Despacio, mi general!”, gritó Alberto Iglesias montando su caballo al lado de Villa. Queremos que sienta cada palmo de este suelo bendito. Y así comenzó la procesión más macabra que el desierto había visto jamás. Villa conducía a siete leguas en pasos lentos y calculados, mientras el cuerpo del Padre saltaba y rodaba sobre las piedras afiladas, las espinas de nopal, las ramas secas que se enterraban en su carne como agujas del mismísimo A cada metro, un nuevo pedazo de piel era dejado atrás, pegado al suelo árido. Los gemidos del padre comenzaron a

disminuir después de la primera media hora. Pero Villa no tenía prisa. Paraban para mojar la cara del padre con agua salada, no para aliviar su sed, sino para garantizar que permaneciera consciente. ¿Está gustando el viaje, padre?, preguntó Esteban Salazar en un momento, dando una fumada a su cigarro de hoja antes de tirar la brasa sobre el pecho expuesto del clérigo.

Cuando el sol estaba en su punto más alto, el cuerpo del padre ya no era más que una masa informe de carne ensangrentada. Sus ojos, milagrosamente todavía abiertos, ya no veían. Habían sido consumidos por el polvo y el sol implacable. Su boca sin dientes se abría y cerraba como la de un pez moribundo, pero ningún sonido salía.

Fue entonces que Villa paró su caballo en un claro especialmente lleno de piedras puntiagudas. “Creo que llegamos al final del camino, padre”, anunció desmontando. Con un gesto ordenó que cortaran la cuerda. El cuerpo cayó pesadamente al suelo, levantando más polvo. El padre Valdemiro todavía respiraba. Pequeños suspiros jadeantes que hacían burbujas de sangre en sus labios destruidos.

Villa se arrodilló a su lado, quitándose el sombrero en un gesto casi respetuoso. “Su sentencia está cumplida.” Con un movimiento rápido, enterró su cuchillo en el corazón del Padre, un acto de misericordia final. El cuerpo dio un último temblor antes de quedar inmóvil. Sus ojos ciegos todavía fijos en el cielo inclemente.

El silencio que siguió fue roto apenas por el viento caliente que soplaba entre los nopales. Ni siquiera los revolucionarios, hombres endurecidos por incontables violencias, hablaban. Lo que habían hecho era terrible, pero justo. Cada uno de ellos tenía madre, hermana, esposa, y todos sabían que aquel día habían limpiado el desierto de una mancha peor que cualquier bandolero.

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