En la mañana del 14 de abril de 2003, el cielo sobre Chichenitzá estaba limpio, sin nubes. El sol comenzaba a calentar la piedra blanca del camino de entrada y el murmullo de los turistas se mezclaba con el canto seco de los pájaros entre las seivas. A esa hora, un matrimonio de Puebla caminaba en silencio, observando cada detalle con una mezcla de timidez y asombro.
No llevaban sombreros ni mochilas grandes, solo una botella de agua, una cámara desechable colgando de la muñeca de ella y un reloj metálico ajustado con fuerza a la muñeca de él. Martín Ortega tenía 36 años. Era ayudante de albañil desde adolescente y según decían sus vecinos, era el tipo de hombre que hablaba poco, pero cumplía siempre lo que prometía.
Lucía Delgado, su esposa, tenía 31. Costurera desde niña, con manos firmes y voz suave. Había crecido en una familia donde viajar significaba ir al mercado de otra colonia. Pero desde que vio una imagen de la pirámide de Cuculcán en un programa de televisión, guardó un deseo. Algún día estaré ahí”, decía. La decisión de hacer el viaje fue silenciosa.
Martín había recibido un pago extra por un trabajo nocturno en una construcción de Cuautlanding y Lucía convenció a su madre de que podían estar unos días fuera. Rentaron con anticipación una posada económica en Valladolid. Compraron dos boletos de ida y una cámara desechable en una papelería local. No avisaron a toda la familia. Preferían regresar con las fotos reveladas y la historia completa para contar.
La imagen más clara de ese día fue tomada por una turista canadiense. Martín aparece de pie con el brazo ligeramente detrás de Lucía. Lleva una camisa tipo polo gris claro, jeans algo gastados y un cinturón de cuero negro. El reloj brilla en su muñeca izquierda. Lucía usa un vestido de flores pequeñas, botones al frente y bolsillos a los costados.
Ambos tienen el rostro serio, casi solemne, pero con una emoción evidente que se escapa en la postura contenida. Detrás, la pirámide se alza imponente bajo el cielo yucateco. Es la última imagen conocida de ellos con vida. Tras tomarse la foto, se alejaron del flujo de turistas. hablaron brevemente con un vendedor ambulante que ofrecía sombreros y botellas de refresco. Preguntaron por un camino secundario que los llevaran a una zona menos concurrida.
El hombre, según recordaría más tarde, les indicó una vereda que bordeaba un grupo de árboles y se internaba hacia una parte cerrada del complejo. No era una zona prohibida oficialmente, pero tampoco estaba señalizada. A las 11:07 am. Dejaron de ser vistos. La posada donde se hospedaban estaba a 20 minutos en autobús del sitio arqueológico. Esa noche no regresaron.
La señora que atendía la recepción, acostumbrada a viajeros de paso, no se preocupó al principio. Pensó que tal vez habían decidido quedarse en otro lugar o visitar algún pueblo cercano. Pero a la mañana siguiente, al ver que la habitación seguía cerrada con llave por dentro, llamó a la policía local. Cuando las autoridades abrieron el cuarto, encontraron ropa sencilla doblada sobre la cama, un estuche vacío de cámara, un paquete de tortillas en el buró y una hoja arrancada de una libreta escolar con tres nombres escritos a mano.
Chichenitzá, Ebalam, Xenote Bacal. Era una lista. Su lista. La policía tomó nota del hecho, pero no activó una búsqueda formal de inmediato. La desaparición de una pareja adulta, sin señales de violencia y sin familiares que los reportaran aún, no fue considerada prioritaria.
El expediente inicial se limitó a un par de declaraciones y un recorrido superficial por los senderos oficiales del sitio arqueológico. Mientras tanto, en Puebla, la familia de Lucía se enteró por una llamada de la dueña de la posada. La madre de ella, al escuchar la noticia dijo una sola frase: “No puede ser.” Ella iba a volver con fotos. A partir de ese momento, los hermanos de Martín y una cuñada comenzaron a mover contactos, llamar a conocidos, presionar a las autoridades del estado de Yucatán.
Una semana después, el nombre de la pareja apareció en una nota breve de un diario local de Valladolid. Se busca matrimonio poblano desaparecido en Chichenitzá. Fueron vistos por última vez el 14 de abril. La foto tomada por la turista canadiense, que había sido revelada en una tienda del centro, fue compartida con los medios.
Era la única imagen disponible, una que parecía más de vacaciones que de una tragedia. La búsqueda formal arrancó tarde y con recursos mínimos. Policías municipales hicieron un par de recorridos en moto por los alrededores del complejo. Preguntaron a vendedores, a guías turísticos y a encargados de los estacionamientos.
Un exguía de nombre Jaime dijo haber visto a una pareja con ropa muy sencilla caminando hacia el norte del terreno, cerca de una zona donde antiguamente se accedía a un cenote clausurado desde los años 90 por riesgo de hundimiento, pero no pudo precisar la fecha. ni describir con certeza sus rostros. Esa pista, ambigua y sin respaldo, fue registrada en el expediente con una anotación marginal, posible desvío hacia área no autorizada.
Nadie volvió a investigar más a fondo esa ruta con el paso de las semanas y ante la falta de avances, el caso fue quedando en silencio. En la casa de la madre de Lucía, la fotografía fue ampliada y colocada sobre una repisa junto a un ramo de flores artificiales. El reloj de Martín, visible en su muñeca, se volvió un símbolo. Una de sus cuñadas repetía siempre, “Si ese reloj aparece algún día, vamos a saber algo.
” Pero durante los siguientes cinco años no apareció nada, ni señales, ni objetos, ni huesos, solo rumores, versiones sueltas y un archivo que cada vez más parecía una carpeta olvidada entre papeles viejos de la oficina municipal. En los días que siguieron a la desaparición de Martín y Lucía, la rutina turística de Chichenitzá no se detuvo.
Los grupos continuaron llegando. Los guías seguían contando la historia de Cuculcá y los vendedores ofrecían sombreros y réplicas de jade como si nada hubiera ocurrido. Pero para una familia en Puebla, el tiempo ya no avanzaba con normalidad. La noticia se esparció de boca en boca. Martín y Lucía no regresaron.
El hermano mayor de Martín viajó hasta Valladolid para ver con sus propios ojos lo que estaba pasando. Entró al cuarto de la posada, revisó sus cosas. Todo estaba allí. La ropa, la lista de lugares a visitar, el estuche vacío de la cámara. Lo único que faltaba eran ellos. habló con la policía, pidió ver el expediente. No había más que tres hojas escritas a mano y un croquis mal dibujado del sitio arqueológico.
Cuando preguntó por los senderos no vigilados, le respondieron que era imposible rastrear todo el monte. La familia no se rindió. Volvieron a imprimir la foto tomada por la turista canadiense y la pegaron en postes de luz y mercados. Llamaron a medios regionales, enviaron cartas al gobierno del estado, pero las respuestas eran siempre las mismas.
No hay indicios de delito, no hay testigos, no hay pistas nuevas. Un caso sin violencia visible era un caso sin urgencia. Pasaron los meses, luego los años. Cada tanto, un amigo decía haber escuchado que los vieron en Mérida o en Cancún trabajando en algo. Otros sugerían que se habían ido voluntariamente, pero nadie aportaba nada concreto.
La madre de Lucía seguía esperando, mantenía la foto sobre la repisa, cambiaba las flores cada semana y decía en voz baja, “Ellos van a aparecer.” No pudieron desaparecer así no más. La única constante era el reloj. Cada vez que se hablaba del caso, alguien mencionaba el reloj de Martín. “Si aparece el reloj, sabremos algo”, repetía una y otra vez su cuñada, como si ese objeto fuera más importante que cualquier informe policial.
Y en cierto modo lo era, porque en 5 años ninguna autoridad, ni estatal ni federal, logró entregar una sola prueba. Ni un zapato, ni una prenda, ni una huella en el monte seco. Solo silencio. En julio de 2003 hubo un último intento oficial. Un expolicía que había trabajado como guía en sus años jóvenes fue entrevistado por un investigador auxiliar.
dijo que recordaba haber visto a una pareja de aspecto humilde caminando cerca de una reja oxidada que daba acceso a una zona de Monte Bajo. Creía que era hacia el lado del viejo cenote clausurado, pero no recordaba el día exacto. La nota fue archivada sin seguimiento. Ese cerrado desde los años 90 por riesgo de derrumbe no tenía señalización visible ni acceso permitido. Nadie, en teoría debía acercarse, pero en la práctica los arbustos secos y los caminos de tierra permitían que cualquier curioso pudiera llegar si conocía la zona.
Según los registros, no había vigilancia ni patrullajes regulares en esa parte. A partir de entonces, todo quedó congelado. Las carpetas no se movieron, las autoridades locales ya no respondían llamadas. Para la comunidad de Valladolid el caso era un recuerdo vago. Para las familias en Puebla era una herida abierta y para la memoria colectiva era simplemente una historia no resuelta más, una de tantas. Pero en agosto de 2008 todo cambió.

Un grupo de estudiantes de biología de la Universidad Autónoma de Yucatán realizaba prácticas de campo en una zona boscosa del oriente del estado, donde se encontraba un terreno semiabandonado con flora endémica. El lugar, aunque no clasificado oficialmente como reserva, había sido utilizado en años anteriores para observaciones de campo.
Uno de los estudiantes, mientras exploraba una depresión natural entre raíces secas y piedras sueltas, notó algo extraño. Era una abertura entre la maleza, apenas visible. Parecía una cueva natural. Entró con cautela, empujando ramas y hojas secas. La luz del sol apenas alcanzaba unos metros dentro.
Usó su celular como linterna y entonces vio algo, un cráneo humano blanco, seco, encajado en la tierra. A su alrededor varios huesos largos esparcidos, algunos parcialmente cubiertos por piedras y raíces delgadas. Pero lo que más le llamó la atención fue un objeto brillante apenas cubierto de polvo y óxido a escasos centímetros del cráneo. Un reloj metálico detenido con la carátula rota y la correa parcialmente doblada por la humedad. A pesar del estado general, aún era reconocible.
El joven salió corriendo, llamó a sus compañeros. A los pocos minutos, las autoridades locales ya estaban informadas. acordonaron la zona, tomaron fotografías y una semana después el reloj fue comparado con una imagen del archivo del caso de 2003. La coincidencia era innegable, el mismo modelo, la misma forma del dial, la misma correa metálica, el mismo reloj que aparecía en la muñeca de Martín Ortega en la última foto tomada antes de desaparecer. El hallazgo fue suficiente para reabrir el caso. Se tomaron muestras de ADN, se
contactó a familiares directos y semanas más tarde los resultados confirmaron lo que muchos temían. Los restos encontrados en la cueva pertenecían a Martín Ortega y Lucía Delgado, ambos juntos, a 5 años de su desaparición. Si llegaste hasta aquí es porque también sientes el peso de estos silencios.
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Fue directo a la repisa, donde la fotografía seguía en su sitio, algo opacada por el polvo del tiempo. Miró la muñeca de Martín, el reloj, el mismo. Las autoridades habían enviado una imagen del objeto encontrado junto a los huesos. A pesar del óxido, del cristal roto y la suciedad, era imposible no reconocerlo, no solo por la forma del dial, sino por una muesca lateral en la correa metálica causada años atrás por una caída en una obra. Ese detalle selló la certeza.
La familia no necesitó más pruebas para entender que el tiempo, aunque detenido, había hablado. La Secretaría de Salud de Yucatán coordinó el análisis forense. Se tomaron muestras óseas y se enviaron a un laboratorio estatal. Los restos estaban fragmentados y mezclados con tierra, pero claramente correspondían a dos adultos, uno de complexión más robusta, el otro más pequeño.
Se extrajeron piezas dentales y fragmentos del cráneo y se notificó a los familiares para la recolección de muestras de ADN. Los trámites no fueron rápidos. Durante semanas, el expediente volvió a circular entre escritorios y oficinas, pero esta vez al menos no era una carpeta muerta.
La coincidencia visual con el reloj documentada en la fotografía de 2003 dio fuerza al procedimiento. Un antropólogo forense confirmó que no se observaban signos evidentes de violencia. No había fracturas por impacto, ni marcas de arma blanca, ni restos de munición. Todo indicaba una muerte lenta por causas ambientales. La cueva donde se hallaron los restos estaba a unos 600 m del perímetro vigilado de Chichenitzá.
El acceso irregular y sin señalización estaba cubierto por maleza y raíces secas. No era una caverna profunda ni oscura, al contrario, su entrada era baja. El interior no tenía más de 5 m de profundidad. y la luz natural alcanzaba buena parte del suelo. Pero para alguien desorientado, con calor extremo y sin agua suficiente, ese lugar podía parecer un refugio o una trampa.
Los especialistas reconstruyeron un posible escenario. Martín y Lucía, tras alejarse de la ruta oficial, habrían seguido un sendero secundario con intención de explorar o buscar sombra. Quizás se desorientaron o quizás pensaron que podían volver fácilmente, pero la vegetación cerrada, el terreno seco y la falta de señalización habrían hecho que se alejaran demasiado.
Al encontrar la cueva entraron, tal vez buscando descanso, tal vez esperando que alguien los encontrara, pero nadie llegó. El calor en esa zona puede superar los 40 gr. La deshidratación avanza rápido, la fatiga, el mareo, la confusión. Lucía con su vestido liviano y Martín con su camisa ajustada y su reloj aún marcando la hora, habrían aguantado lo que pudieron.
Pero en un entorno así, incluso los cuerpos más fuertes colapsan. La causa de muerte fue registrada como probable colapso fisiológico por exposición prolongada a condiciones extremas. un eufemismo forense para decir que murieron solos, lentamente, sin violencia, sin ayuda, sin testigos. El 22 de octubre de 2008, los resultados de ADN fueron confirmados oficialmente.
Los restos correspondían a Martín Ortega López y Lucía Delgado Ramírez. La noticia llegó por correo certificado sin ceremonia ni disculpas. No hubo conferencia de prensa, ni acto público, ni mención en noticieros nacionales. Solo una breve nota en el mismo periódico local que 5 años antes había reportado su desaparición.
confirman identidad de pareja hallada en cuevas cerca de clausurado. En Puebla, la familia organizó una misa sencilla. Colocaron dos veladoras frente a la foto ampliada y cubrieron el portarretrato con un pañuelo blanco. El reloj fue devuelto a la cuñada de Martín, quien lo guardó envuelto en tela dentro de una caja de zapatos. Aún marcaba la hora.
detenido. Para ella era como si el tiempo hubiese decidido quedarse ahí enterrado con ellos, esperando que alguien lo escuchara. No hubo homenajes, ni placas, ni justicia. El cenote cercano a la cueva sigue cerrado, sin señalización oficial, sin advertencias. Como si nada hubiese pasado. La carpeta fue cerrada oficialmente el 12 de noviembre de 2008.
El acta final no incluía fotografías ni mapas precisos del hallazgo, ni indicaciones claras sobre la ubicación exacta de la cueva. El informe médico legal mencionaba la condición de los huesos, la coincidencia genética y el estado del reloj, nada más.
Como si después de 5 años todo lo que quedaba por decir pudiera resumirse en cuatro párrafos técnicos. Para la familia, el cierre del expediente no significó el fin de la espera, solo transformó la ausencia en otra cosa. La madre de Lucía dejó de mirar la repisa con esperanza. Ahora la miraba con resignación. Cambió las flores artificiales por una vela blanca y empezó a guardar silencio cuando alguien preguntaba.
Solo decía ya los trajeron. La caja con los restos llegó envuelta en tela blanca sin ceremonia. Los huesos, clasificados por tamaño y envueltos individualmente fueron colocados en una urna sencilla. No hubo ataúd porque no quedaba suficiente cuerpo para eso. No hubo entierro en panteón porque la familia decidió mantener la urna en casa por un tiempo, hasta que decidieran qué hacer.
El reloj devuelto por la fiscalía sin acompañamiento alguno fue entregado en una bolsa de plástico sellada. Lo revisaron con cuidado. Tenía una capa de óxido superficial, pero la estructura seguía intacta. La carátula estaba agrietada con las manecillas detenidas a las 11:42.
Nadie sabía si esa hora coincidía con el momento exacto de la muerte, pero desde entonces todos la recordaban. 11:42 Como si el tiempo hubiese detenido el último latido. Lucía no tenía ningún objeto recuperado, ninguna prenda, ningún resto identificable de forma individual, solo el cráneo más pequeño atribuido a ella por el análisis de ADN y el tamaño general.
La familia decidió no separar los restos. La urna contenía a ambos, así como se fueron juntos. En Valladolid, el hallazgo no causó conmoción. El cenote seguía siendo un terreno cerrado, sin acceso turístico. Nadie colocó señal alguna. La entrada de la cueva fue tapada por ramas y piedras, más por descuido que por intención de proteger.
Los estudiantes que habían hecho el hallazgo fueron entrevistados una sola vez. Luego siguieron con su semestre. Nadie volvió al lugar. El único que intentó seguir hablando del caso fue Jaime, el exguía, que en 2003 había dicho haberlos visto caminando hacia el monte. Cuando se enteró de que los restos habían sido encontrados cerca del cenote clausurado, se acercó a la policía para preguntar si necesitaban más información. Le dijeron que no.
El caso ya estaba cerrado, que no era necesario. Él insistió, “Yo sé que esa zona está llena de caminos viejos. Si quieren, puedo mostrarles dónde hay otras cavidades.” Le agradecieron y lo despidieron. Nunca le devolvieron la llamada. En Puebla, durante las semanas siguientes, varias personas pasaron por la casa de la madre de Lucía.
vecinas conocidos de Martín, antiguos compañeros de trabajo. Todos preguntaban lo mismo, ¿cómo fue? Pero no había una sola forma de contar esa historia. Algunos querían detalles, otros se quedaban en silencio, algunos lloraban, otros se limitaban a mirar la foto. La familia evitó entrevistas. rechazaron hablar con un periodista de una radio local que quería grabar un reportaje.
Dijeron que no buscaban fama ni justicia, solo querían cerrar el círculo, aunque sabían que eso en realidad era imposible. A veces la cuñada de Martín sacaba el reloj de la caja, lo limpiaba con un trapo seco, lo miraba por varios minutos sin decir nada. Luego lo volvía a guardar. Decía que no le gustaba que se llenara de polvo, como si aún perteneciera a alguien vivo.
El acta final fue archivada en una carpeta azul en un cajón metálico de la Fiscalía Regional. Nadie colocó una marca especial ni hizo una anotación diferente. El caso fue cerrado como muerte accidental por exposición ambiental, sin responsabilidad institucional ni indicios de delito. Con el tiempo, la historia se volvió una sombra.
Una que solo se activaba cuando alguien pasaba por Valladoliz y preguntaba por el cenote clausurado o cuando algún estudiante recordaba la imagen de aquel reloj medio enterrado en la Tierra. Pero para los que conocieron a Martín y Lucía, lo que quedaba no era la causa de muerte ni el informe médico, era el silencio. El mismo silencio que ellos buscaron ese día bajo el sol de abril, el mismo que los cubrió durante 5 años de espera.
El mismo que aún hoy parece estar ahí en algún lugar del monte seco entre las piedras y las raíces. A finales de 2008, luego del cierre del expediente, el caso de Martín Ortega y Lucía Delgado fue sepultado bajo capas de silencio administrativo. Ninguna dependencia federal solicitó revisar el procedimiento. Ningún medio nacional retomó la historia. En la bitácora de hallazgos forenses del estado de Yucatán, el archivo fue clasificado como resuelto sin intervención de terceros.
Esa frase, corta y definitiva, era suficiente para que todo terminara allí. Pero en Puebla historia no terminaba. Unos meses después de recibir la urna, la madre de Lucía enfermó. No era una enfermedad concreta ni diagnosticable. Era una fatiga constante, una pérdida de apetito, un letargo que se parecía más a una tristeza crónica que a algo tratable.
A veces se levantaba en la madrugada, iba al altar donde estaba la foto de Lucía y la tocaba con los dedos fríos. Murmuraba palabras que nadie entendía o simplemente se quedaba ahí con la mirada perdida, como si esperara que el silencio respondiera por fin. La familia no volvió a hablar del tema con frecuencia.
El reloj permanecía guardado. La urna seguía en una repisa alta del comedor. No hubo misa anual, no hubo aniversario con flores. El tiempo, ese que durante 5 años había parecido suspendido, ahora corría sin freno. Pero para ellos la historia seguía abierta como si aún faltara una pieza, como si lo que ocurrió no pudiera aceptarse del todo. En Valladolid, la zona donde se encontró la cueva fue olvidada.
Durante un tiempo, algunos estudiantes de biología intentaron volver al sitio, pero la vegetación lo había cubierto casi todo. Sin señalización ni coordenadas oficiales, el acceso se volvió casi imposible. Nadie en el municipio reclamó ese terreno. Nadie propuso resguardarlo.
El cenote clausurado seguía en pie, rodeado por ramas secas, con su reja oxidada semiabierta y una cadena suelta colgando como adorno inútil. Una reportera local que había seguido el caso desde 2003 intentó publicar una crónica sobre el hallazgo y el abandono institucional. entrevistó a los estudiantes que lo encontraron, al exgu Jaime, incluso al médico forense que había participado en la identificación.
Pero cuando envió su texto al diario donde trabajaba, recibió una respuesta breve. No es nota. Caso cerrado. La periodista renunció meses después. en una entrevista informal comentó que la indiferencia dolía más que el silencio. No es que la historia no importe, es que no conviene que importe.
En algún punto de 2010, la familia de Lucía decidió mover la urna a un nicho modesto en un panteón de barrio. No lo hicieron público, no lo anunciaron. Solo fueron dos personas, la cuñada de Martín y un sobrino. Colocaron el recipiente en una cavidad de concreto.
Lo cubrieron con una placa de mármol sin nombre, sin fechas, sin epitafios, solo una palabra grabada a mano con una herramienta antigua juntos. Desde entonces, nadie ha vuelto a mencionar el caso en medios locales. El archivo permanece sin actualizaciones. La ficha forense nunca fue publicada en el portal estatal de personas desaparecidas. En muchos registros, Martín y Lucía siguen figurando como localizados sin causa determinada. La casa donde vivían sigue en pie.
Es una construcción modesta de un solo piso con un tejado de lámina y un patio trasero donde crecen dos limoneros. Cada tanto, algún vecino nuevo pregunta quiénes vivían allí. La respuesta siempre es la misma. Una pareja muy callada. Se fueron de viaje y no regresaron. Los antiguos compañeros de obra de Martín a veces recuerdan su forma de trabajar. Callado, pero siempre cumplidor.
Uno de ellos, ya jubilado, conserva una foto grupal donde Martín aparece en una esquina con el mismo reloj brillante en la muñeca. Dice que la guarda, no por tristeza, sino por respeto. Fue el único que no volvió. Pero al menos supimos dónde quedó. Y en casa de la cuñada, el reloj aún sigue en la caja de zapatos.
A veces ella lo abre, lo observa, le limpia el polvo con el borde de una servilleta, luego lo vuelve a cerrar. No es un objeto de culto, tampoco de nostalgia. Es un fragmento del tiempo detenido, un testimonio silencioso de que hubo un momento exacto, una hora precisa en que la vida de Martín y Lucía se detuvo bajo tierra.
Lo que vino después no tiene explicación ni cierre real, solo la repetición de un eco que nadie volvió a preguntar. En el fondo de un cajón, junto a algunos recibos antiguos y fotografías escolares descoloridas, sigue guardada la copia original de la foto que lo inició todo. La imagen tomada por la turista canadiense. Lucía de pie con el vestido de flores.
Martín detrás, ligeramente ladeo, con la mirada casi perdida. Detrás de ellos la pirámide, el cielo abierto, el sol marcando las sombras. Esa imagen durante años fue lo único que sostenía la idea de que algún día volverían. Ahora, después de todo lo ocurrido, sigue siendo lo único que queda para recordarlos como eran. vivos, sencillos, emocionados por algo que para otros era solo una postal más.
La cuñada de Martín, que nunca se acostumbró a llamar cierre, a lo que pasó, tiene una copia ampliada enmarcada en la sala. Ya no le coloca flores ni le habla en voz baja, solo la limpia de vez en cuando y la vuelve a colgar con cuidado. Dice que no es un altar, que no es para recordar la muerte, es para que nadie olvide que estuvieron ahí. que existieron en esa casa.
La televisión ya no suena fuerte, las noticias pasan sin impacto. Cada vez que alguien habla de otra desaparición, de otro cuerpo hallado, de otro caso cerrado sin justicia, el ambiente se vuelve más espeso. Nadie opina, nadie pregunta, como si hablar de eso pudiera reactivar dolores que el tiempo apenas consiguió enfriar, pero hay detalles que no se disuelven. La última vez que el reloj fue revisado, las manecillas seguían en la misma posición. 11:42.
No importa cuántas veces se limpie o se exponga al sol, el metal oxidado y las grietas en el vidrio no cambian. Ese reloj ya no mide el tiempo, es el tiempo. Y aunque parezca insignificante, ese objeto rescatado del polvo, reconocido en una fotografía confirmado por la familia, fue el único puente entre el silencio de la Tierra y la verdad. No lo encontraron por una pista policial.
No lo recuperaron gracias a una orden oficial. Apareció por casualidad. Fue visto por un estudiante, identificado por una familia. Validado por un recuerdo, el reloj fue lo único que no mintió. En la Fiscalía Regional de Yucatán, el expediente del caso no ha sido reabierto, tampoco ha sido digitalizado.
Sigue siendo una carpeta física con hojas manchadas de humedad y notas escritas a mano. Nadie más lo ha solicitado. Nadie más ha preguntado por Martín Ortega ni por Lucía Delgado. Durante los años siguientes, los terrenos cercanos al cenote clausurado fueron parcialmente utilizados por una empresa de excursiones privadas. No hay evidencia de que supieran del caso.
Instalaron senderos artificiales, pasarelas de madera y una pequeña caseta informativa que menciona la historia maya, pero no el hallazgo de 2008. La cueva, según los mapas, ya no aparece. Fue obiada, ignorada, cubierta por vegetación o por decisión. Uno de los estudiantes que participó en el descubrimiento, ahora biólogo, comentó años después que el hallazgo lo marcó profundamente, que desde entonces cada vez que entra a una cueva se detiene unos segundos antes de avanzar. Dice que no por miedo, sino por respeto, que hay lugares donde el
silencio pesa distinto, donde uno no entra, sino que se presenta. Ninguna dependencia oficial volvió a visitar la zona. Ninguna institución colocó una placa, ningún arqueólogo fue consultado. La historia de Martín y Lucía no forma parte de los registros públicos del sitio arqueológico. No hay ninguna mención de su paso por ahí.
Es como si nunca hubieran estado, como si la única prueba de que caminaron esos senderos fuera la foto tomada por una extraña y un reloj encontrado por accidente. Y sin embargo, para quienes los conocieron, esa foto y ese reloj son más contundentes que cualquier informe, porque no están contaminados por el lenguaje burocrático ni por el olvido sistemático.
Son huellas puras, testimonios físicos de una historia sencilla, trágica y profundamente humana. Una historia que ya nadie cuenta, pero que sigue ahí, silenciosa, enterrada, como todo lo que el tiempo decide no borrar, sino esconder.
En 2013, una década después de la desaparición, una historiadora de la Universidad de Yucatán preparaba un catálogo interno sobre historias humanas vinculadas a sitios arqueológicos. No buscaba tragedias, sino testimonios de cómo los espacios turísticos habían sido escenarios de experiencias significativas, bodas, encuentros familiares, curaciones simbólicas. En su investigación revisó periódicos, crónicas, archivos municipales.
Alguien le mencionó vagamente un caso de una pareja de Puebla que desapareció en Chichenita. No encontró más que una nota de archivo de 2003, ningún seguimiento, nada sobre el hallazgo de 2008. En los registros oficiales del Instituto Nacional de Antropología e Historia no figuraba ningún incidente de ese tipo. Envió una consulta formal.
La respuesta fue breve. No tenemos registros vinculados a turistas desaparecidos en esa zona en ese periodo. Ella dejó una nota marginal en su documento. Caso sin documentación oficial, posiblemente desestimado. Lo que ella no sabía, lo que casi nadie sabía ya, era que Martín y Lucía sí estuvieron ahí, que caminaron por esos senderos, que se detuvieron a mirar la piedra caliente de la pirámide, que tomaron una foto, que hablaron con un vendedor ambulante, que decidieron internarse un poco más y que nunca regresaron. La historia, a ojos del
estado, no existía. En Puebla, el paso del tiempo había silenciado las preguntas, pero no había borrado los gestos. La cuñada de Martín, ya entrada en años, seguía viviendo en la misma casa. La repisa con la foto y la caja del reloj permanecían donde siempre.
Aunque la rutina las volvía invisibles, seguían ahí como pequeñas reliquias de algo que no terminaba de cerrarse. Una tarde, un sobrino que no había nacido cuando todo ocurrió le preguntó por la foto. ¿Quiénes son? Dijo señalando la imagen. Ella respondió sin dudar. Son Martín y Lucía. Fueron a ver la pirámide. Nunca volvieron.
El niño no preguntó más, pero desde entonces, cada vez que pasaba frente a la foto, bajaba la voz. En la escuela del barrio, donde Lucía había estudiado, su nombre no figura en ninguna lista de exalumnas destacadas. Nadie propuso dedicarle una banca, una placa, un mural, no porque no lo mereciera, sino porque nadie se acordó.
La memoria pública no tiene espacio para las desapariciones silenciosas, solo para los relatos que caben en actos con micrófono. Pero en las casas donde aún se la recuerda, Lucía no es una cifra. Es la niña que hablaba bajito, que soñaba con viajar, que decía que un día conocería la pirámide. Es la joven que bordaba flores con hilo dorado, la que con poco hizo todo lo posible para cumplir un deseo simple, estar ahí.
aunque fuera una sola vez. Y Martín no es un expediente archivado. Es el hermano que trabajaba sin quejarse, que compró la cámara con sus ahorros, que planificó la ruta con un papel doblado en el bolsillo. Es el hombre que nunca se quejaba del calor, que cargaba la botella de agua y decía, “Vamos con calma, pero vamos.
” Eso es lo que no sale en los libros, lo que no entra en los documentos, que esas dos personas no fueron una estadística ni un caso olvidado. Fueron una pareja con sueños modestos y una vida que parecía tan común que quizás por eso mismo nadie supo cómo contarla cuando desaparecieron. En Valladolid, algunos de los vendedores que estuvieron aquel día ya no trabajan más en el sitio arqueológico.
Los que aún recuerdan vagamente a una pareja que preguntó por un camino, dicen que no sabían que los habían encontrado, que creían que aún estaban desaparecidos. Y es que a veces, incluso cuando una historia se resuelve, su memoria sigue perdida. Uno de los biólogos que estuvo presente en el hallazgo en 2008 regresó años después al lugar.
Ya no quedaba nada reconocible. La entrada de la cueva estaba tapada por una raíz gruesa. El camino estaba cubierto de piedras nuevas. Caminó en silencio por varios minutos. Luego se detuvo, cerró los ojos y se fue. Dijo que no hacía falta encontrar la entrada otra vez, que ya había quedado claro lo que ese lugar tenía para decir, porque no todas las historias necesitan placas para existir.
Algunas siguen vivas en los objetos que no desaparecen, en una fotografía que no se borra, en un reloj que sigue marcando la misma hora, en un silencio que aunque nadie escuche, sigue diciendo lo que debe ser dicho. Cuando alguien desaparece, lo primero que falta es el cuerpo. Pero con el tiempo lo que más pesa es la falta de historia.
No solo el vacío físico, sino el hueco narrativo, la imposibilidad de decir con certeza qué pasó, cuándo pasó, por qué pasó. Con Martín y Lucía, el misterio duró 5 años. Después de eso llegó una explicación sin certezas y desde entonces nadie volvió a cargar con esa historia, pero tampoco la dejaron caer.
En Puebla, la cuñada que aún guarda el reloj no ha vuelto a mencionarlo en voz alta, pero sí ha notado que desde el hallazgo hay cosas que dejaron de moverse en su casa. El reloj de pared en la cocina se detuvo un año después y nunca quiso volver a funcionar. Un marco que colgaba en el pasillo cayó sin razón dos veces hasta que decidió quitarlo.
No cree en señales, no lo dice. Solo se limita a recordar que en su familia hubo dos personas que salieron a cumplir un sueño y volvieron como silencio. El padre de Lucía murió en 2015. Nunca supo los detalles del hallazgo. La familia decidió no contarle. Decía que prefería imaginarla viva trabajando en algún taller de costura en otro estado, tal vez con otro nombre. Yo la crié calladita.
Capaz que quiso empezar de nuevo. Era su forma de protegerse, de resistirse a aceptar que la tierra también traga a los buenos. Entre los amigos de Martín, nadie menciona el tema con frecuencia, pero cada tanto en una charla entre cervezas alguien dice su nombre, no como parte de una tragedia, sino como una ausencia.
Él sí sabía hacer mezcla buena comenta uno. Siempre llegaba primero a la obra, dice otro. Luego hay un silencio y se cambia de tema. En la escuela donde Lucía aprendió a coser a mano, las máquinas siguen funcionando. Los talleres no cambiaron mucho. La directora actual, que nunca la conoció, se enteró del caso por una vecina.
Al principio no creyó. Luego le mostraron la foto y dijo, “Qué raro que no haya nada oficial, ni una nota, ni una mención, como si la historia fuera demasiado pequeña para el registro, pero demasiado grande para olvidarla. En Valladolid, un nuevo grupo de estudiantes visitó el área cercana al cenote en 2017.
La vegetación había crecido tanto que ya no era posible distinguir los accesos antiguos. Cuando uno de ellos preguntó si ahí se había encontrado algún resto humano, un guía respondió, “No, aquí no pasa nada.” Y eso es lo que pesa, no que se haya cerrado el caso, sino que nadie lo recuerde. Que todo lo que fue verdad, dolor, espera, hallazgo, ahora viva solo en casas pequeñas, en objetos guardados, en frases que se dicen sin decir.
Una vez, una joven antropóloga pidió permiso para entrevistar a la familia de Lucía. estaba haciendo una tesis sobre desapariciones no reconocidas por el Estado. La cuñada la recibió con educación, pero no quiso hablar mucho. Le mostró el reloj, le dijo, “Esto es todo lo que quedó.” La estudiante tomó notas, hizo preguntas, pero al final no incluyó el caso en su trabajo.
Dijo que no tenía suficiente documentación oficial, que no podía comprobar lo que no estaba en archivos públicos. Ese fue el golpe más duro. No que no contaran su historia, sino que aún teniéndola decidieran que no contaba. La urna con los restos sigue en el nicho sin nombre. Cada día de muertos, alguien coloca una veladora.
Nadie dice quién fue, nadie lo comenta, solo aparece ahí encendida al atardecer como una promesa silenciosa de que al menos en esa fecha alguien los recuerda, alguien los nombra por dentro. Y aunque el país ha acumulado miles de historias de desaparición en estos años, la de Martín y Lucía permanece quieta, intacta, como un caso que nadie carga, pero que tampoco se cae.
Un hueco que no pide justicia, ni venganza, ni memoriales. Solo una cosa, que no lo borren, porque la muerte se asume, pero la desaparición, incluso cuando se resuelve, no se cierra, se arrincona. Se envuelve en silencio, se guarda en cajas de cartón, se convierte en eso que se mira de reojo, pero nunca de frente.
Y así la historia de una pareja humilde que soñaba con ver una pirámide se fue quedando en los márgenes, no por insignificante, sino por incómoda, por no encajar en ninguna versión útil, por ser demasiado real. En algún momento, entre 2019 y 2020, la cuñada de Martín fue internada por una caída en casa. La pierna izquierda fracturada y un diagnóstico de diabetes descompensada la obligaron a permanecer semanas en reposo.
Durante ese tiempo, su sobrino mayor, el mismo que de niño había preguntado por la foto, se hizo cargo del lugar. Ordenó, limpió, retiró cosas viejas, pero no tocó ni la repisa con la foto ni la caja donde estaba el reloj. Un día, mientras barría el patio, encontró un cuaderno viejo, húmedo, con hojas pegadas entre sí. Lo había olvidado en una bolsa de plástico detrás del armario.
Era un cuaderno escolar de Lucía con su nombre escrito en la portada en tinta azul. Las primeras páginas eran ejercicios de caligrafía. En las últimas había frases cortas, anotaciones sueltas, visitar Chichenitzá, llevar cámara, llevar vestido cómodo, palabras que no parecían una lista, sino un deseo en voz baja. El sobrino lo guardó sin decir nada, no lo mostró, no lo publicó, lo envolvió en una bolsa nueva y lo colocó junto al reloj, como si ese gesto mínimo fuera suficiente para decir, “Aún estamos cuidando esto.” En Puebla, la casa donde
vivían Martín y Lucía sigue ocupada, pero ya no por familiares. Una pareja la rentó hace algunos años. Dijeron que no les molestaba el pasado, que respetaban lo que hubiera ocurrido allí. Una vecina les comentó, “Aquí vivieron dos personas buenas. Se fueron de viaje y no volvieron. Los nuevos inquilinos no preguntaron más. Aceptaron esa frase como suficiente.
En Valladolid el paisaje ha cambiado. Nuevos caminos, nuevas construcciones, nuevas políticas turísticas. El cenote clausurado sigue cerrado, pero ahora está cubierto por una malla verde y algunos letreros de zona peligrosa. No hay mención alguna al hallazgo de 2008. La cueva, según los mapas actualizados, no existe. Fue omitida.
Deliberadamente o no desapareció del registro. En 2022, un joven cineasta independiente quiso hacer un documental sobre casos olvidados en zonas turísticas de México. Buscó historias pequeñas, humanas, no mediáticas. Alguien le habló del caso de Martín y Lucía. Investigó, encontró la nota del periódico local de 2003. Nada más.
Buscó en registros forenses. Nada. Escribió a la Fiscalía de Yucatán. Le respondieron que no podían compartir expedientes cerrados. Viajó a Puebla, habló con vecinos. Nadie quiso hablar en cámara. La cuñada de Martín le dijo que ya no tenía fuerzas para contar otra vez todo, que cada palabra dolía como si volviera a ocurrir, que no necesitaban un documental, que solo querían que no los olvidaran.
El joven agradeció, se despidió y al irse dejó una carta escrita a mano. A veces una historia no necesita luces ni pantallas, solo necesita que alguien la respire. Y eso es lo que pasó con la historia de Martín y Lucía. Dejó de ser contada, pero no dejó de ser respirada. En los barrios donde crecieron hay quienes aún la mencionan en voz baja.
Hay quienes, sin conocerlos, saben que una pareja humilde desapareció un día en Chichenitiza y fue hallada 5 años después en una cueva olvidada. Y aunque no recuerden los nombres, recuerdan la foto, recuerdan el reloj, recuerdan que algo tan grande como eso puede pasar sin que nadie lo vea, porque eso es lo que hacen las ausencias que no se explican.
se filtran en las costuras de la memoria colectiva, en los silencios de sobremesa, en los cambios de tema repentinos, en la forma en que alguien al pasar por una pirámide se detiene y mira el monte seco a un costado sin saber por qué. Y así la historia sigue viva, no en los archivos, no en la televisión, sino en la gente que no la olvida, aunque no la entienda del todo, en quienes, sin saberlo, aún llevan un pedazo del eco de esa desaparición.
En 2023, el nombre de Martín Ortega y el de Lucía Delgado ya no aparecían en ningún registro de búsqueda activa. No figuraban en las bases de datos de personas desaparecidas ni en los informes forenses digitales. El caso archivado desde 2008 como resuelto había sido retirado de cualquier lista pública.
Legalmente el asunto estaba cerrado, administrativamente también. Pero hay cosas que no se cierran con papeles. En Puebla, el sobrino que guardó el cuaderno de Lucía se mudó a otra ciudad. Antes de irse colocó la caja con el reloj, el cuaderno y la fotografía en una bolsa sellada y la dejó bajo llave en el cuarto donde dormía la cuñada. No dijo nada, no dejó instrucciones, solo la colocó ahí como quien deja una vela encendida en un lugar sagrado.
Ella, que ya apenas camina, supo de inmediato lo que era. No la abrió, no la movió, solo le dijo a una vecina, “Ahí está todo lo que queda de ellos.” y volvió a su silencio. Aquel cuarto antes lleno de vida familiar, ahora huele a ropa guardada y a tiempo detenido. Las cortinas están cerradas casi todo el día.
El polvo se acumula en los bordes de los muebles. Solo la repisa de la fotografía sigue limpia, como si el resto del espacio pudiera envejecer, pero esa imagen no. En Valladolid, una nueva empresa turística comenzó a ofrecer recorridos nocturnos en zonas cercanas al sitio arqueológico. Algunos visitantes preguntan por el cenote clausurado.
Los guías dicen que no se puede acceder, que es peligroso, que no hay nada que ver allí. Nadie menciona lo ocurrido, nadie habla de la cueva. Pero un trabajador joven que se enteró por casualidad del caso suele quedarse en silencio cada vez que pasan cerca. dice que no quiere inventar historias ni sembrar miedo, solo que en ciertas noches, cuando hay viento y el monte está seco, se escuchan cosas, no voces, no ruidos, solo un silencio diferente, más pesado, más espeso, como si algo se mantuviera ahí a la espera de ser reconocido.
Él no lo cuenta como un misterio, lo dice como quien respeta un sitio donde ocurrió algo que no debe repetirse. La cueva permanece sin marca, sin memoria oficial, sin mapa, pero los que estuvieron ahí alguna vez dicen que podrían encontrarla con los ojos cerrados, porque ciertos lugares no necesitan señales para ser recordados.
Viven en el cuerpo, en el peso del aire, en la forma en que la tierra cruje bajo los pies. En casa de la cuñada los días pasan lentos. Ya no llegan cartas, ni visitas, ni llamadas preguntando por el caso, pero ella sigue levantándose temprano, limpiando la repisa, encendiendo una vela pequeña los domingos, no para pedir justicia ni para reclamar atención, solo para no dejar que el olvido se lleve también los últimos rastros.
A veces, cuando escucha el ventilador girar en la tarde calurosa, recuerda el sonido del autobús que los llevó al sitio arqueológico. Lo recuerda no porque haya estado ahí, sino porque Lucía se lo describió una vez con emoción. Sonaba como si el motor tuviera prisa por llegar.
Desde entonces, ese zumbido suave del ventilador le trae una imagen, la de su hermana viendo por la ventana, feliz, sin saber lo que venía. Y aunque nadie más escuche eso, para ella es suficiente. Es su manera de seguir oyendo lo que ya no se dice, porque hay historias que aunque no se cuenten más, no terminan. se transforman en ecos suaves, en costumbres, en formas de mirar el mundo, en recuerdos que se activan sin aviso, como un perfume olvidado que vuelve con una brisa.
Martín y Lucía no volvieron del viaje, pero el viaje nunca terminó del todo. Sigue ocurriendo en silencio, en los cuerpos que los amaron, en los objetos que tocaron, en los lugares que caminaron, sin saber que sería la última vez. A veces el peso de una historia no se mide por lo que se dice, sino por lo que sigue ocurriendo cuando ya no se habla de ella.
Han pasado más de 20 años desde que Martín y Lucía salieron de Puebla con una cámara desechable y una lista escrita a mano. La foto frente a la pirámide sigue intacta, colgada en una repisa donde nadie la mira directamente, pero todos la evitan con respeto. El reloj ya no brilla, pero conserva su forma. La hora sigue detenida. 11:42, ni un minuto más.
La cuñada, que ya apenas habla con claridad sigue viva. A veces, al escuchar la lluvia caer sobre el tejado de lámina, murmura palabras que no llegan a convertirse en frases. Una vecina dice que en una ocasión la escuchó decir, “No era lejos. Estaban tan cerca. No sabe si hablaba del camino de regreso o de otra cosa.
Solo repitió eso una y otra vez hasta quedarse dormida. En Valladolid, los senderos turísticos siguen ampliándose. Nuevas empresas, más visitantes, más ruido, pero hay un punto donde el monte no se deja tocar. Un tramo seco, sin atractivo, sin nombre, donde los guías evitan detenerse.
Dicen que es por logística, pero algunos simplemente no quieren explicar por qué prefieren tomar otro camino. Un joven que trabaja en mantenimiento asegura haber encontrado una piedra con marcas de óxido enterrada a medio metro del suelo. Dijo que parecía haber sostenido algo metálico alguna vez. No lo reportó, no lo movió, solo volvió a taparla con tierra y siguió su camino en silencio.
En Puebla, el nicho sin nombre donde reposan los restos de Martín y Lucía, sigue sin inscripción, solo juntos, grabado a mano, ya desgastado por la lluvia. Pero cada noviembre veladora nueva aparece. Alguien la deja al atardecer. Nadie la ve llegar. Nadie pregunta. Solo está ahí encendida, firme, como si dijera, “Aquí seguimos.
” El sobrino, ahora adulto, volvió a visitar la casa vieja. Entró solo. Caminó hasta el cuarto donde dormía su tía. Vio la caja aún en su sitio. No la abrió. No lloró. solo se sentó junto a la repisa y se quedó un rato mirando la foto. Pensó en todo lo que no supo decir cuando era niño, en todo lo que nadie pudo explicar, en cómo la historia de dos personas tan comunes se volvió sin querer un secreto colectivo.
No hubo justicia, no hubo culpables, pero sí hubo verdad. Una verdad mínima enterrada en una cueva sin nombre. Una verdad que no se gritó, pero tampoco se negó. Que no se escribió en mármol, pero se sostuvo en una foto, en un reloj, en una vela encendida año tras año. Porque no todas las tragedias necesitan final.
Algunas solo necesitan ser recordadas con dignidad. Y en este caso la dignidad no llegó de las instituciones, ni de los noticieros, ni de las leyes. Llegó del cuidado, de la insistencia silenciosa de una cuñada que nunca soltó el reloj, de un niño que creció sabiendo que el olvido también puede ser violencia.
de vecinos que sin saber contar la historia completa saben que allí pasó algo que no se puede repetir. Martín y Lucía desaparecieron en un día soleado, en un sitio turístico, rodeados de gente. Nadie los vio irse, nadie los escuchó pedir ayuda, pero fueron encontrados no por los que buscaban, sino por los que no esperaban encontrar nada.
Y quizás eso sea lo más triste y al mismo tiempo lo más cierto, que a veces la verdad no llega cuando se grita, llega cuando se deja escuchar. Hay historias que no tienen culpables, ni testigos, ni respuestas. Historias que por alguna razón quedan suspendidas entre el hecho y la memoria.
Y lo más difícil no es vivirlas, es sostenerlas, no dejar que el tiempo las convierta en polvo. La desaparición de Martín y Lucía no fue noticia nacional. No se volvió documental, ni expediente viral, ni causa social. Fue algo más simple, más brutal. Una pareja común que fue tragada por el monte, olvidada por las instituciones, recordada solo por quienes los amaron.
Y sin embargo, esa sencillez es lo que la hace tan insoportablemente real. Ellos no eran protagonistas, no tenían enemigos, no buscaban nada extraordinario, solo querían ver la pirámide, tomarse una foto, caminar un rato juntos en silencio, como lo hacían cada domingo en Puebla.
Lo que encontraron fue un camino que no tenía regreso, una cueva sin salida, un silencio que nadie quiso escuchar. Pero ese silencio fue todo lo que quedó y al final fue también lo que habló por ellos. El reloj de Martín, enterrado junto a los huesos, detenido para siempre a las 11:42, se volvió una prueba que ningún expediente pudo ignorar.
Una verdad sin palabras, una forma de decir aquí estuvimos. Una forma de no desaparecer del todo. La fotografía colgada por años en una repisa resistió la humedad, el polvo y el olvido. Fue la imagen que sostuvo la memoria cuando no había cuerpos. fue el testigo mudo de un viaje truncado.
Fue y sigue siendo la forma más fiel de recordar que lo real siempre necesita explicaciones. Y la cueva, esa abertura olvidada entre ramas secas, nunca fue señalizada, nunca fue protegida. Pero para quienes saben lo que pasó ahí, sigue siendo un sitio sagrado, no por lo que contiene, sino por lo que representa.
Que incluso en el abandono más absoluto, la verdad puede salir a la luz si alguien se detiene a mirar. Martín y Lucía no volvieron, pero no están desaparecidos. No mientras haya una vela encendida cada noviembre. No mientras una mujer anciana siga limpiando la foto. No mientras un reloj oxidado siga marcando la hora exacta en que el mundo se detuvo para ellos. No todos los finales cierran con justicia.
Algunos solo ofrecen un poco de descanso y a veces eso es lo único que queda por pedir. Si llegaste hasta aquí es porque también crees que algunas historias merecen ser contadas, incluso cuando ya no hay nadie que las escuche. Suscríbete al canal para que estos silencios no se pierdan.
Comparte este caso si tú también crees que hay ausencias que no deben enterrarse. Esta historia ya terminó, pero otras todavía están esperando ser encontradas. Yeah.
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