“¿SI CANTO BIEN ME DAS UN PLATO DE COMIDA?”, dijo niña de la calle en un concurso de talentos….

Una niña sin hogar es invitada a participar en un concurso musical solo para que se rían de ella y es humillada cuando sube al escenario. Pero cuando, a pesar de las risas, comienza a cantar, sucede algo increíble. Todos guardan silencio completamente impactados al escuchar la verdadera voz de la niña. No voy a poder, no voy a poder presentarme, dijo Lucía jadeando mientras intentaba contener las lágrimas.
Este lugar no es para mí. Nadie quiere escucharme cantar. Yo yo tengo que huir. La pequeña Lucía tenía solo 8 años, pero ya conocía el peso del miedo y la soledad. Su ropa estaba sucia, rasgada y sus pies descalzos mostraban heridas abiertas.
Su rostro, aunque bonito y delicado, reflejaba desesperación e inseguridad. Desde que perdió a sus padres, siendo muy niña, la muchacha sobrevivía en las calles. Aprendió a dormir en el suelo, a compartir lo poco que tenía con desconocidos y a cantar para conseguir algunas monedas que le aseguraran la cena. Pero a pesar del dolor, no estaba completamente sola.
A su lado llevaba a su inseparable compañero, una guitarra vieja con el cuerpo agrietado y las cuerdas oxidadas. Era el mayor tesoro de la niña, lo único que le quedaba del tiempo en que aún tenía un hogar. Con esa guitarra, Lucía solía cantar en las esquinas, en plazas y ferias, cambiando canciones por unas monedas o un pedazo de pan.
Solo que esta vez el escenario era otro, mucho más grande, mucho más aterrador. Estaba a punto de presentarse en el concurso de talentos más importante del país frente a una enorme audiencia con cámaras de televisión, jueces exigentes y millones de personas mirando desde sus casas. El corazón de la niña la tía descompasado cuando una voz masculina resonó del escenario.
Lucía se dio vuelta bruscamente. Era uno de los productores del programa, un hombre alto con una credencial colgando y auriculares en los oídos. La niña tragó saliva y dio un paso al frente temblando. “Soy yo”, murmuró casi sin voz. El productor sonríó rápido y hizo un gesto con la tablilla. Eres la siguiente.
Por un instante, el corazón de la niña de la calle pareció detenerse. El sonido del público, el zumbido de las luces, el movimiento de las cámaras, todo desapareció. Era como si el mundo se hubiese callado dejando solo el sonido acelerado de su propio corazón. apretó la guitarra contra su pecho tratando de mantenerse firme, pero antes de que su nombre fuera anunciado, la voz animada del presentador sonó por los altavoces. Y ahora vamos a una breve pausa.
Enseguida regresamos con la próxima presentación que, según me informaron será impactante. Lucía soltó el aire en un suspiro de alivio. Aprovechó el descanso para correr al baño. Una vez adentro, se encerró y se apoyó en el lavabo, mirando su propio reflejo en el espejo. Vamos, Lucía, ya pasaste por cosas peores.
” Se dijo a sí misma, intentando convencerse. Puso la mano sobre el pecho, sintiendo el corazón desbocado. Cantabas en la calle para nadie y aún así no te rendías. Ahora solo tienes que cantar para más gente. Solo eso. Se echó un poco de agua fría en la cara, respiró hondo y volvió a mirar el espejo. Intentó sonreír, aunque la sonrisa era temblorosa y tímida.
“Solo canta, puedes cantar”, dijo decidida. La niña se arregló el cabello, ató el cordón desgastado de su sandalia, tomó la guitarra y salió del baño. Apenas puso un pie en el pasillo, escuchó al mismo productor gritar apresurado. Se acabó el descanso, todos a sus lugares.
Lucía sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero respiró profundo y caminó hacia el escenario. El sonido del público regresando, los reflectores encendiéndose y el presentador colocándose en su posición con una sonrisa brillante. “Damas y caballeros, anunció con entusiasmo. La próxima participante es una nueva voz que promete emocionar a todo el país. Ella viene de la absoluta nada y está aquí por la oportunidad de conseguirlo.
Todo con ustedes, Lucía.” Las cortinas comenzaron a abrirse. Por un instante, el silencio se apoderó del público. Todos observaban curiosos a aquella niña frágil con ropa sencilla y una guitarra remendada. Lucía dio unos pasos vacilantes hacia el centro del escenario.
El sudor le corría por la frente, brillando bajo las luces intensas. miró a la multitud, luego a su guitarra y respiró hondo. Cerró los ojos y tocó el primer acorde. El sonido de las cuerdas viejas resonó suave, puro, pero antes de que pudiera cantar la primera palabra, algo inesperado ocurrió. De repente, una cuerda fue jalada desde los bastidores y un balde de pintura espesa cayó desde lo alto, derramándose por completo sobre la niña.
La pintura resbaló por su cabello, su rostro y su ropa, manchándolo todo, incluso la guitarra. El líquido corrió por el suelo del escenario, dejando marcas a su paso. Por un momento, el silencio volvió y entonces la risa cruel de parte del público se extendió por todo el lugar. Algunos gritaron, otros se reían sin piedad. Lucía quedó paralizada.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, las manos le temblaban. Su corazón le gritaba que huyera, que corriera. que desapareciera y nunca más volviera a cantar. Los otros niños que participaban en el programa observaban la escena desde los bastidores y muchos de ellos no pudieron contener la risa. Jajaja, ¿de verdad pensaste que íbamos a dejar cantar aquí a una mendiga? se burló una de ellas con desprecio.
La risa cruel resonó en la mente de la niña. Lucía bajó la mirada y vio la guitarra cubierta de pintura. Ese mismo instrumento, que la había acompañado en las noches frías ahora parecía tan sucio y humillado como ella. Y por un instante todo se congeló y el tiempo retrocedió. Antes de que esa pesadilla comenzara, días atrás, la vida de la niña seguía otro rumbo, un camino más simple, pero lleno de esperanza, sin reflectores, sin público, sin competencia.
En aquel entonces, el mundo entero el escenario de Lucía. dormía bajo un toldo, abrazada a su vieja guitarra, como quien protege un oso de peluche. La funda improvisada estaba hecha con una lona rota y la correa con una cuerda de tender ropa. El instrumento estaba lleno de remiendos, pero para la niña era un tesoro precioso.
Todas las mañanas, Lucía despertaba con el ruido de los comercios abriendo, el sonido de las persianas metálicas subiendo y las voces apuradas de la calle. Para ella, ese bullicio era como un buenos días que la ciudad le regalaba. Aquel día se frotó los ojos, se estiró y sonrió, aunque su cuerpo dolía por el frío.
Vamos, fiel compañero, intentemos un día más. dijo en voz baja mirando la guitarra. Hoy siento que las cosas van a salir bien. La niña se levantó, sacudió el polvo del abrigo, se colgó la guitarra a la espalda y siguió por la acera, esquivando a la gente que caminaba con prisa. Cuando llegó a la parada de autobús, se sentó en el suelo frío, observando el ir y venir de zapatos y maletas. Nadie la miró.
Nadie notó su presencia. Lucía respiró hondo y murmuró, “Es la hora, Lucía. Vamos a hacer que el día empiece bonito.” La primera nota salió temblorosa, casi ahogada, como si la guitarra dudara en responder a los pequeños dedos de la niña. Luego vino la segunda y la tercera, y poco a poco la voz de Lucía empezó a llenar el aire.
La pequeña cantaba con los ojos cerrados, dejando que el corazón guiara el sonido. Por un instante, parecía que el mundo había desaparecido y solo existían ella y la música. Pero la magia se rompió por una voz brusca. Un hombre de traje con el celular en la mano se dio la vuelta molesto. “¿Podrías dejar de hacer ese ruido?”, reclamó frunciendo el ceño.
Estoy intentando atender una llamada importante. Lucía fingió no escucharlo, apretó la guitarra contra el cuerpo y siguió tocando. La melodía sonaba más firme ahora, como si la música fuera el único escudo que tenía contra la dureza del mundo. El guardia del terminal de autobuses apareció poco después.

tenía las manos en la cintura, la expresión impaciente y la mirada fría de quien ya había visto esa escena demasiadas veces. Eh, niña, ¿cuántas veces te he dicho que no puedes quedarte aquí molestando a los pasajeros? Dijo con tono áspero. Lárgate antes de que llame a la policía. Lucía abrazó con fuerza la guitarra como si quisiera protegerse.
No estoy molestando a nadie, señor, solo estoy cantando. Respondió bajito con la voz temblorosa. Sí, estás molestando. Aquí es un lugar para trabajadores, no para gente pidiendo monedas. Muévete ya, replicó el hombre cruzándose de brazos. Con el rostro encendido de vergüenza, Lucía bajó la cabeza. Se levantó despacio y empezó a caminar.
La guitarra a la espalda, los pasos ligeros y el corazón pesado. Caminó por varias calles hasta llegar a una plaza. Los árboles altos daban sombra. El ruido de los autos quedaba lejos y el viento traía un aroma suave de tierra y flores. Parecía un buen lugar para empezar de nuevo.
Se sentó en un banco vacío, sacó la guitarra de la funda improvisada y comenzó a tocar otra vez. La melodía era baja, suave, tímida. Poco a poco, algunas personas que pasaban se detuvieron. Un grupo de jóvenes se acercó, curioso, y formó un pequeño círculo a su alrededor. Lucía notó el interés y por primera vez en aquel día esbozó una sonrisa. Tocó con más fuerza, dejando fluir su voz.
Por primera vez en mucho tiempo alguien parecía escuchar de verdad. El mundo, tan cruel con los que viven en la calle, parecía darle una tregua en ese instante. La música, por un momento, hacía que todo valiera la pena, pero la felicidad duró poco. Uno de los chicos del grupo miró a sus amigos y soltó una risita burlona.
“Miren, la paloma de la plaza creyéndose, Ruis, Señor”, se burló agitando el celular para grabar. Vamos, canta una para nosotros. Mendiga Popstar. Los demás estallaron en carcajadas. Mendiga Popstar, esa estuvo buena gritó uno mientras pateaba una latita al aire. La risa de los adolescentes llenó la plaza.
Aplaudían a propósito, fingiendo estar en un concierto, haciendo bromas crueles a cada verso de la niña. Lucía siguió tocando, tratando de ignorarlos. Apretó la guitarra. mordió el labio y continuó con la canción. Pero cuando uno de los muchachos imitó su voz de forma exagerada, fingiendo cantar como ella, la humillación se volvió insoportable.
Las risas aumentaron. Entonces, Lucía se detuvo, se levantó despacio, sacudió el polvo de su ropa y guardó la guitarra con calma. No dijo nada, simplemente dio la espalda y comenzó a caminar. Estaba equivocada, compañero. Este día será tan malo como los otros, murmuró mirando la guitarra colgada en su espalda.
Caminó hasta una esquina más tranquila, donde había menos movimiento y el viento soplaba suave. Estaba a punto de guardar la guitarra cuando escuchó una voz diferente, tranquila, dulce, sin agresividad. “Espera un momento, ¿eras tú la que estaba cantando hace un rato?” Lucía se giró desconfiada. Una pareja se acercaba.
No tenían la mirada arrogante de los demás. La mujer era morena con el cabello recogido en una coleta y su sonrisa parecía iluminarlo todo a su alrededor. El hombre, de ojos amables y expresión serena, sostenía una carpeta y un cuaderno en las manos. Lucía bajó la mirada, el corazón se le aceleró.
Pensó que también vendrían a echarla, quizá molestos por la presencia de una niña de la calle, sucia y con la ropa rota. tratando de adelantarse a la humillación, dijo, “Sí, era yo, pero ya me voy. No voy a molestar más. Buscaré otro lugar para cantar.” La mujer dio un paso adelante, se agachó hasta quedar a la altura de la niña y sonrió con ternura.
“No, querida, te detuvimos porque tu voz es hermosa.” Lucía parpadeó confundida. Hermosa preguntó sin creerlo. Mi voz. La mujer asintió y el hombre también se agachó apoyando el cuaderno en la rodilla. Sí. ¿Sabes cuando uno escucha algo tan bonito que quiere detener el mundo solo para oírlo? dijo él sonriendo.
Eso fue lo que sentí hace un momento. Cuando uno escucha algo, Lucía quedó inmóvil tratando de entender lo que estaba pasando. Nadie jamás le había hablado así. Entonces el hombre continuó extendiendo la mano. Me llamo Pedro y ella es mi esposa, Lilian. miró a la mujer y luego a la niña.
Trabajamos con música, damos clases, hacemos presentaciones y de vez en cuando encontramos niños talentosos como tú para participar en el concurso de talentos más importante de la región. Lilian sonrió aún más, sacó algo del bolsillo y se lo entregó a Lucía, una pequeña tarjeta con letras doradas. Deberías unirte a nosotros”, dijo con dulzura.
Lucía sostuvo la tarjeta con cuidado, como si fuera algo precioso. La miró, luego miró a la pareja y respondió tímida. “Yo en un concurso, esbozó una media sonrisa nerviosa. No lo creo. Todos se ríen cuando canto.” Pedro negó despacio con comprensión. A veces creemos que no podemos solo porque el mundo nos lo repite todo el tiempo, explicó.
Pero, ¿y si el mundo estuviera equivocado? Eh, la niña guardó silencio mirando al suelo. Pero nadie va a querer verme allí, concesó. A la gente ni siquiera le gusta mirarme. Lilian extendió la mano y tocó con suavidad el hombro de la pequeña. Tú naciste para cantar, niña, dijo con ternura. No para esconderte. Piénsalo con cariño. Lucía no respondió.
Su mirada vacilaba entre la tarjeta y el rostro bondadoso de aquella mujer. El miedo seguía siendo más fuerte que la esperanza. Lilian percibió el silencio y completó con un tono sereno. No tienes que decidir ahora, dijo. Si cambias de opinión, ve a la dirección que está escrita en la tarjeta. Estaremos esperándote. Lucía sostuvo la tarjeta junto al pecho, como quien guarda un secreto, y se quedó allí parada, observando a la pareja alejarse hasta desaparecer entre la gente de la plaza. La niña sostenía la tarjeta con sus pequeñas y sucias manos, sin saber qué
hacer con aquello. Miró el papel arrugado, suspiró y abrazó la guitarra contra el pecho. “No sé si nací para el escenario”, murmuró en voz baja. “Quizás solo para la cera.” guardó la tarjeta en el bolsillo rasgado del abrigo y permaneció allí unos segundos mirando al suelo. El viento despeinaba los mechones de su cabello y el sonido distante de la ciudad parecía devorar la poca esperanza que aún quedaba.
A la mañana siguiente, el sol aún no había salido por completo cuando Lucía despertó. El cielo estaba gris y el frío cortaba el aire. La niña se estiró despacio tratando de espantar el cansancio y abrazó su guitarra como siempre hacía. Un día más, compañero. Susurró con una pequeña sonrisa, pero esta vez no fue al terminal de autobuses.
Lucía decidió visitar al único amigo que tenía en el mundo, Juanito, el limpiabotas. Lo llamaba cariñosamente, “Mi hermano de la calle.” era el único que realmente entendía lo que era vivir sin casa y sin garantías. Cuando Lucía llegó al punto donde él trabajaba, vio a Juanito en el mismo lugar de siempre, sentado en una caja de madera que parecía hecha a su medida, con una gorra ladeada y un delantal cubierto de grasa.
Estaba concentrado en lustrar los zapatos de un señor de traje, pero al notar la presencia de la niña, abrió una sonrisa de oreja a oreja. “¡Miren quién vino a iluminar mi puesto de trabajo”, bromeó agitando el trapo de Betun. “Pensé que te habías vuelto cantante internacional y te habías olvidado de mí.” La pequeña niña de la calle soltó una risita. Si yo fuera una cantante de verdad, tú serías mi guardaespaldas, Juanito.
Dijo con una mirada divertida. Él fingió pensar por un instante y respondió, “Ah, sí, entonces ya estoy contratado, pero espero que pagues bien, ¿eh? Eh, porqueustrar zapatos no está dejando nada últimamente.” [Música] Reron juntos. Era raro encontrar motivos para reír, pero cuando estaban lado a lado, todo parecía más ligero.
Juanito terminó el trabajo, se limpió las manos con un trapo y miró a su amiga con una expresión más seria. ¿Y tú qué? Eh, tienes una cara rara. ¿Pasó algo? Lucía respiró hondo. Su mirada cayó al suelo. Es que pasó algo medio loco. Comenzó tímida. Ayer estaba cantando y una pareja se detuvo a escucharme.
Dijeron que mi voz era bonita. Juanito arqueó las cejas sorprendido. En serio, eso es genial, Lucía. Ella continuó recordando el momento. Fueron muy amables. La mujer incluso dijo que mi voz le hacía querer detener el mundo para escucharla. Y el hombre dijo que trabajaba con música, que ayuda a niños a cantar en un concurso. Los ojos del chico se abrieron de par en par.
Concurso como en la televisión. Lucía se encogió de hombros. No sé, tal vez. y me dieron esto, pero no sé leer para entender lo que dice. Metió la mano en el bolsillo y sacó la tarjeta arrugada. El papel ya estaba medio roto, con manchas de suciedad en los bordes. Juanito tomó la tarjeta con cuidado y se acomodó la gorra. Curioso.
“Déjamelo a mí”, dijo entusiasmado, empezando a leer las palabras con atención. Después de unos segundos, abrió los ojos con asombro. Espera un momento, esto lo conozco.” exclamó. Es un programa de televisión superfamoso, aquel donde los niños muestran sus talentos ante un jurado con público y todo. Lucía lo miró desconfiada. Oye, Juanito, ¿y cómo ves tú ese programa si ni televisor tienes? El niño se echó a reír y respondió sin dejar de leer.
Lo veo por la vitrina del bar, tonta, siguió entusiasmado. El programa se llama La voz de México y mira aquí la dirección. Calle José Ruis Señor, número 125. Juanito levantó la vista con el rostro iluminado de emoción. Parece un lugar elegante, ¿eh? Quieren que cantes en el programa. Caramba, Lucía, esto es en serio. Pero la niña no parecía tan emocionada como su amigo. Sostenía la guitarra y respondió Cabiz Baja.
Fue lo que dijeron, pero no sé. Creo que solo lo dijeron para animarme. Nadie va a querer ver a una niña como yo cantando. El pequeño limpiabotas quedó boquí abierto. Su cuerpo se estiró y gritó sin darse cuenta del tono de su voz. ¿Qué tontería es esa, Lucía? Claro que vas a ir. Alar que había hablado demasiado fuerte, respiró hondo y trató de calmarse.
Quiero decir, yo sí querría escucharte. Me sentaría en primera fila aplaudiendo y todo. Lucía sonrió tímidamente con una mirada dulce. “Dices eso porque eres mi amigo,” respondió Juanito. Negó con la cabeza indignado. “Lucía, eres buenísima. Tienes talento, niña. Y ya te lo he dicho mil veces, si tienes un talento, no puedes tirarlo a la basura.
Si sabes cantar, entonces canta tonta. Eso haría yo si tuviera ese don. Ella lo miró conmovida. Pero tú también tienes talento, Juanito. Dijo en un tono suave. El chico soltó una risita corta y respondió sin dudar. Lo sé, Boba. Mi talento es lustrar zapatos y eso hago sin quejarme. ¿Me has visto alguna vez llorando por ahí o rechazando clientes porque pienso que no voy a poder?”, preguntó golpeando su caja de betún.
“Claro que no.” Lucía lo miró y sintió su corazón más liviano. “Tienes razón”, respondió sonriendo. “Lo dijiste como un fastidioso, pero tienes razón.” Su sonrisa se amplió. Voy a buscar a esa pareja del concurso. Esa calle José Ruiz Señor queda lejos. Juanito abrió una gran sonrisa feliz de haberla convencido.
Un poco, pero se puede ir caminando, explicó. La pequeña cantante acomodó la guitarra en la espalda y respiró hondo. Entonces, adiós, amigo. Dijo empezando a alejarse. El chico abrió los ojos sorprendido. ¿Te vas ahora? Lucía lo miró por encima del hombro y respondió sin pensarlo dos veces. Ahora, si lo pienso demasiado, terminaré desistiendo. Y eso fue exactamente lo que hizo la pequeña.
Lucía colocó la vieja guitarra en su espalda, ajustó las correas improvisadas de cuerda y comenzó a caminar por la avenida con el corazón latiendo más fuerte a cada paso. En cada letrero veía una señal de que estaba más cerca de la dirección. caminaba observando atentamente los postes y carteles, murmurando para sí misma mientras leía en voz baja.
Bien, esta es la calle José Ruis, Señor, pero es enorme, refunfuñó frunciendo el ceño. Hay tantos edificios, tardaré una eternidad en encontrar el lugar correcto. Más vale empezar ya. La pequeña artista empezó a recorrer la calle contando los números de las fachadas y tratando de no perder la concentración. 111 140, decía caminando despacio y mirando de un lado al otro.
Ah, no lo encuentro. Fue entonces cuando distraída con los carteles y con la guitarra balanceándose en su espalda, terminó chocando con una mujer muy bien vestida. La mujer dio un paso atrás y miró a Lucía con desdén. Lo que me faltaba dijo irritada. Pensé que el ayuntamiento ya había echado a todos los mendigos del centro.
Lucía, aunque con el corazón acelerado, trató de explicarse con calma. Perdón, señora. No estoy pidiendo nada, solo quiero encontrar el número 125. La mujer puso los ojos en blanco, impaciente, ajustó el bolso en el hombro y respondió, “Ese es el edificio del programa La Voz de México. ¿Y qué podrías querer tú ahí?” Eh, bueno, no me interesa.
El edificio está justo allí doblando la esquina. Anda y quítate de mi vista. La niña simplemente asintió tratando de no mostrar vergüenza y respondió con una sonrisa tímida. Gracias, señora. Muchas gracias. Lucía comenzó a correr, esquivando a la gente que llenaba las aceras.
Muchas miradas se dirigían hacia ella, unas de desprecio, otras solo de curiosidad. Algunos murmuraban, otros fruncían el ceño, molestos por la presencia de una niña sucia y descalza. Pero a Lucía no le importaba. Su corazón latía como un tambor y con cada paso sentía que estaba más cerca de algo grande.
Aquello era su X del tesoro, el destino donde la esperanza estaba escondida. Cuando por fin dobló la esquina, se detuvo de golpe. Lo que vio delante de ella le hizo abrir la boca de asombro. Wow! Susurró sin creer lo que veía. Frente a ella se alzaba un edificio gigantesco y moderno, con ventanas espejadas y un letrero brillante en la parte superior. La Voz de México, concurso nacional de jóvenes talentos.
El reflejo de las letras doradas bailaba sobre el rostro de la niña. Por un instante, Lucía se sintió aún más pequeña de lo que era. La guitarra le pesaba en la espalda y el corazón parecía querer saltar del pecho. “Es aquí”, murmuró apretando con fuerza la tarjeta arrugada. Respiró hondo, se pasó las manos por el cabello despeinado y dio los primeros pasos hacia la puerta giratoria del edificio.
Pero antes de poder entrar, una mujer uniformada se interpuso frente a ella, levantando el brazo como una barrera. “Eh, niña, esto no es un refugio”, dijo con voz áspera. Solo entran empleados o participantes. Anda a pedir limosna a otro lugar. Lucía parpadeó. asustada. “Pero no vine a pedir limosna, señora”, explicó rápidamente sacando la tarjeta del bolsillo. “Me dijeron que viniera aquí.
Mire, me dieron esto.” La mujer tomó el papel entre dos dedos, evitando tocar a la niña, y frunció el rostro con asco, como si el cartón estuviera sucio. “¿Quién te dio esto?”, preguntó cruzándose de brazos. Lucía intentó mantener la calma. Aunque sentía como el miedo le subía por dentro. Una pareja.
Dijeron que trabajan con el concurso, respondió. Sus nombres son. La empleada ni la dejó terminar. La miró de arriba a abajo y la interrumpió con una sonrisa burlona. Escucha, niña. ¿De verdad crees que gente como tú tiene algo que ver con un lugar como este? La mirada de la niña perdió el brillo. El pecho se le apretó y las palabras salieron casi como un susurro.
Yo solo solo quería cantar. La mujer soltó una carcajada llena de desprecio. Ah, claro. Y yo quería ser reina de Inglaterra, pero la vida no es justa, ¿verdad?, dijo con tono irónico. Además, solo se entra acompañada de los padres. ¿Tú acaso sabes lo que es tener eso? Lucía levantó la mirada confundida.
Pero no tengo, no tengo ni mamá ni papá, respondió con voz débil. La mujer fingió una sonrisa y replicó fría. Au, pobrecita. No me importa, mocosa. Ahora vete antes de que llame al guardia. Lucía extendió la mano para recuperar la tarjeta, pero la mujer la empujó con fuerza. El empujón fue más violento de lo que esperaba.
La niña perdió el equilibrio y cayó sentada en la acera. La guitarra golpeó el suelo y soltó un sonido seco como un grito ahogado. Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas. Antes de que pudiera levantarse, una voz grave y firme resonó. ¿Qué está pasando aquí? La mujer del uniforme palideció, de inmediato se enderezó, ajustó su gafete y forzó una sonrisa.
“Ah, señor Martín”, dijo apresurada. Esta esta niña estaba intentando entrar. Dijo que la llamaron para participar en el concurso. Imagínese qué absurdo. Lucía levantó la mirada. Frente a ella estaba un hombre alto, elegante, vestido con un traje oscuro y zapatos brillantes. Sus ojos eran atentos, serios, pero no fríos.
“Fue usted quien creó este concurso?”, preguntó la niña aún con la voz temblorosa. El hombre esbozó una pequeña sonrisa y respondió con tono tranquilo. Sí, soy el dueño. ¿Y tú qué hacías intentando entrar aquí? Lucía se limpió el rostro y sostuvo la guitarra intentando recomponerse. Yo yo solo quería cantar, explicó.
Ellos me dieron una tarjeta y me dijeron que debía venir aquí. Lo juro, no estoy mintiendo. Martín extendió la mano, tomó el papel y lo observó con atención. ¿Y quién te dio esto?, preguntó examinando la tarjeta como quien busca una pista. La niña respiró hondo y respondió con sinceridad, “Una pareja, un hombre y una mujer.
Ella dijo que mi voz hacía que el mundo se detuviera.” El hombre permaneció en silencio por unos segundos, observó la tarjeta, luego miró a Lucía, sucia y asustada. Finalmente habló en voz baja. Entiendo. La mujer del uniforme impaciente cruzó los brazos y bufó. Señor, con todo respeto, pero esta niña debe estar inventando esa historia. Y Martín levantó la mano cortando sus palabras sin siquiera mirarla.
No, déjamelo a mí. Luego se agachó un poco y extendió la mano hacia la niña. Ven, vamos a entrar. Lucía parpadeó sorprendida. Pero la señora dijo que no puedo entrar. El hombre esbozó una sonrisa fría llena de autoridad. Pero yo digo que sí puedes. La pequeña dudó por un instante. El miedo y la esperanza luchaban dentro de ella.
Después de unos segundos, respiró profundo y tomó su mano con cuidado. Se levantó, recogió la guitarra que había caído al suelo y sacudió el polvo de su ropa con movimientos rápidos. “Gracias, señor”, murmuró mirando hacia abajo. Martín asintió y la guió hasta la entrada. Cruzaron juntos la imponente puerta giratoria.
En cuanto el vidrio se cerró detrás de ellos, el ruido de la calle desapareció por completo, como si el mundo exterior se hubiese apagado. El silencio elegante del edificio hizo que el corazón de la niña la diera con fuerza. Dentro de sí, Lucía sintió algo que nunca había sentido antes. Miedo y emoción mezclados. Las palabras resonaban en su mente. Es esto, Lucía. Ya no hay vuelta atrás.” Miró a su alrededor fascinada.
El edificio era enorme, con pasillos amplios y brillantes, llenos de cuadros y pósteres con fotos de niños sonrientes, sosteniendo trofeos dorados, ganadores de las ediciones anteriores del programa. También había grandes ascensores, puertas de vidrio, luces relucientes, todo tan limpio que reflejaba su propio rostro.
Wow. Fue lo único que alcanzó a decir, maravillada. Martín observó la expresión de la niña y sonríó discretamente. Entonces, niña, ¿cómo dijiste que te llamas? Lucía se giró un poco y respondió, Lucía. Al otro lado del vestíbulo, una pareja trabajaba concentrada en una mesa llena de papeles.
Era la misma pareja que había descubierto a la niña en la plaza. Martín hizo un gesto con el mentón en dirección a ellos. Fueron esos dos los que te trajeron hasta aquí. Lucía respondió sin dudar. Sí, señor. Ellos dijeron que podía venir, que podía cantar en el concurso. Martín hizo una pausa. Sus ojos se entrecerraron y una sonrisa leve, casi calculada, apareció en la comisura de sus labios. “Interesante”, dijo.
Es raro encontrar a alguien con el valor de intentarlo, especialmente alguien como tú. Lucía frunció el ceño sin entender. ¿Alguien como yo? Preguntó curiosa. El hombre se apresuró a responder ajustando el tono. Quiero decir, alguien tan joven, solo eso. La niña asintió, aunque aún parecía confundida.
Martín hizo un gesto para que lo acompañara. Los dos entraron en un ascensor de vidrio. La pequeña niña de la calle miró a su alrededor impresionada. Nunca había visto algo así. Las luces parpadeaban y el suelo se movía bajo sus pies. Asustada, se aferró al pantalón de Martin. Él miró hacia abajo y soltó una pequeña risa. Primera vez en un ascensor.
Ella solo asintió con la cabeza sin soltar la tela. El ascensor se detuvo con un sonido suave y las puertas se abrieron solas, revelando un pasillo perfumado y bien iluminado. Al final, una gran puerta de vidrio se abrió automáticamente. Detrás de la puerta había un enorme salón con reflectores apagados, sillas dispersas y un escenario de madera en el centro.
Los ojos de la pequeña artista brillaron como nunca. Aquí es donde cantan los niños, preguntó encantada. Martín cruzó los brazos observando el brillo inocente en su mirada. Sí, respondió, pero no cualquiera sube ahí. Hay que ganárselo. Lucía, llena de esperanza, apretó la guitarra contra el pecho y preguntó con voz dulce, “¿Puedo intentar ganármelo?” El hombre arqueó una ceja y sonríó a medias. Ya veremos, respondió.

Siguieron caminando. Pasaron por salas llenas de instrumentos alineados, partituras esparcidas y sonidos de ensayo que llegaban desde lejos. Cada rincón del lugar olía a perfume caro y jabón nuevo, un mundo completamente distinto del que Lucía conocía. Finalmente se detuvieron frente a una enorme puerta de madera oscura. Martín giró la manija y abrió.
Este es el dormitorio”, dijo con voz firme. “Te quedarás aquí por ahora. Tenemos varios niños participando. Mañana comenzaremos las pruebas de voz y los ensayos.” Lucía dio un paso tímido hacia adentro. El dormitorio era inmenso, con ventanas altas, cortinas rosadas y varias camas perfectamente ordenadas, cubiertas con sábanas blancas y almohadas mullidas.
Pero lo que más llamó la atención de la niña fueron las otras chicas que estaban allí. Todas estaban bien cuidadas, con el cabello peinado, las uñas limpias, pijamas nuevos y olor a jabón. Cuando vieron a Lucía parada en la puerta, con la ropa sucia, los pies ennegrecidos y la guitarra vieja a la espalda, comenzaron a murmurar entre ellas. Martín intentó romper el hielo.
“Niñas, ella es Lucía,” anunció. “También participará en el concurso. Espero que la reciban bien.” Las risitas empezaron apagadas, pero audibles. Entonces, una de las chicas se levantó de su cama. Era rubia, un poco mayor que Lucía. Llevaba una trenza impecable, un pijama caro y tenía un aire arrogante. Su nariz empinado delataba el tipo de persona que era.
Sonrió con un gesto cínico y respondió, “No se preocupe, señor Martín. Cuidaremos muy bien de ella.” Martín hizo un leve gesto de aprobación, sin notar la malicia detrás de aquellas palabras. Muy bien, Amanda, dijo, “El uniforme y el pijama están en el armario junto con los artículos de higiene.
Mañana a las 8 en punto todas en el auditorio.” “Entendido!”, las niñas respondieron al unísono con voces afinadas. Sí, señor. Martín se volvió hacia Lucía y añadió, “Descansa, mañana será un día largo.” Luego salió y cerró la puerta trás de sí. Por unos segundos, el silencio dominó el ambiente. Lucía permaneció de pie sin saber qué hacer.
Entonces dio unos pasos vacilantes hacia el armario. Abrió las puertas despacio, buscando la ropa que Martín había mencionado, pero todos los estantes estaban vacíos. E el señor Martín dijo que había un pijama para mí, dijo con un hilo de esperanza. Amanda cruzó los brazos y lanzó una mirada burlona. Ah, seguro que se acabaron.
Qué pena, ¿no?, dijo con una sonrisa cruel. Duerme con esa ropa, mendiguita, ¿te queda mejor?” Las demás chicas rieron murmurando entre sí. Lucía respiró hondo tratando de no llorar. “Está bien, ¿puedo dormir así?”, respondió con la voz temblorosa. Miró a su alrededor buscando un lugar libre. Todas las camas estaban ocupadas.
Entonces preguntó intentando sonar optimista. ¿Hay alguna cama libre?” Amanda arqueó una ceja fingiendo amabilidad. “¡Ah, claro que sí”, respondió con una risita falsa. “¿Puedes dormir allí?” Amanda señaló con la barbilla un rincón junto a la ventana.
Solo había el suelo frío y un cojín viejo rasgado en los bordes. Lucía miró el rincón, luego volvió la vista hacia las chicas. Su voz salió baja, quebrada. Pero ahí no hay cama. Amanda alzó una ceja y respondió con tono cruel, lleno de ironía. ¿Y qué? ¿No duermes en el suelo todos los días? Provocó. Ya deberías estar acostumbrada. Las risas resonaron por todo el dormitorio, cargadas de burla.
Algunas chicas se taparon la boca para disimular, otras rieron abiertamente. Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas, pero respiró hondo y se negó a dejarlas caer. Apretó la guitarra contra el pecho intentando darse fuerzas. En su mente repitió para sí misma. Eres fuerte, Lucía. No dejes que te digan lo contrario.
La niña caminó hacia el rincón señalado, arrastrando los pies sobre el suelo helado. Dejó la guitarra a un lado, acomodó el viejo cojín y se recostó tratando de sentirse cómoda. Las risas empezaron a disminuir, reemplazadas por susurros y risitas apagadas. miró hacia el techo tratando de pensar en otra cosa, en cualquier recuerdo bonito que la ayudara a olvidar ese momento.
Fue entonces cuando una de las chicas más pequeñas se acercó. Tenía unos 7 años con un flequillo corto y un pijama celeste. Llevaba en las manos una cobija delgada. Lucía abrió los ojos con sorpresa ante aquel gesto. “Gracias”, dijo extendiendo la mano para tomar la cobija.
Pero antes de que pudiera tocarla, una voz gritó desde el otro lado del cuarto. “Deja esa mendiga en paz”, gritó Amanda, la rubia de la trenza impecable. Esa cobija no es suya, es tuya. La pequeña de flequillo se encogió asustada y corrió de regreso a su cama, llevándose la cobija con ella. Lucía suspiró profundamente mirando al suelo. Su voz salió débil. Está bien, ya estoy acostumbrada a esto.
Cerró los ojos y el cansancio pronto la venció. Se durmió allí en el suelo frío, abrazada a su guitarra. Cuando el sol aún no había salido por completo, Lucía despertó con el sonido de las otras niñas arreglándose. El dormitorio estaba lleno de movimiento, risas, pasos apresurados y voces animadas llenaban el aire.
Las chicas corrían de un lado a otro, peinándose, probando maquillajes coloridos y estrenando ropa nueva. El lugar parecía una fiesta desde el suelo, aún envuelta en su propia ropa, Lucía observaba todo sin entender muy bien el motivo de tanta emoción. Escuchó a una de las niñas comentar entusiasmada. No puedo creer que hoy elijan el vestuario, dijo una acomodándose el cabello.
Apuesto a que me veré maravillosa en el escenario. Lucía parpadeó varias veces confundida. Vestuario, murmuró sin comprender. Amanda reía con sus amigas cercanas y se jactaba en voz alta. Mi papá me dijo que incluso traerán un estilista, contó. Y el señor Martín va a pagar todo. Luego lanzó una mirada provocadora hacia Lucía y añadió con sarcasmo, sí, mendiguita.
Vestuario, ropa de escenario. ¿Sabes lo que es eso? Ah, cierto. Seguro estás acostumbrada a usar la misma ropa todos los días, ¿verdad? Las carcajadas volvieron más fuertes aún. Lucía bajó la cabeza sin responder. Por dentro sintió un nudo en el pecho. En el fondo, Amanda no estaba del todo equivocada.
Su vida en la calle la obligaba a repetir la misma ropa día tras día. Fue entonces cuando la puerta se abrió. Martín entró dando palmadas con esa misma sonrisa controlada de siempre. “Buenos días, pequeñas estrellas”, anunció. Hoy es un día muy importante. Vamos a salir a escoger la ropa y a grabar algunas imágenes del detrás de cámaras.
Las quiero todas listas en 5 minutos. El dormitorio se volvió un alboroto. Las niñas gritaron y corrieron entusiasmadas. Lucía aprovechó el momento y llamó al hombre con voz tímida. Señor Martín. Él giró el rostro hacia ella. Sí, respondió sin acercarse. La niña se puso de pie, apretando la guitarra contra su cuerpo. Yo también voy, preguntó con esperanza en la voz.
Martín sonrió brevemente con frialdad. Claro que sí, tontita, respondió. Todas van. Solo intenta no ensuciar nada. ¿De acuerdo? La niña de la calle simplemente asintió. Está bien, señor. Pocos minutos después, todas estaban listas. Subieron a una camioneta blanca que las esperaba frente al edificio. Lucía se sentó junto a la ventana, mirando las calles pasar.
Con cada kilómetro su corazón latía más rápido. Cuando el vehículo se detuvo, Lucía abrió los ojos de asombro. Frente a ellas había una tienda enorme con vitrinas llenas de vestidos coloridos y brillantes. Los reflejos de las luces parecían de otro mundo. Las chicas gritaron de emoción y corrieron hacia adentro. Lucía fue la última en bajar.
Caminaba despacio, tímida, sosteniendo la guitarra como si fuera un escudo. Apenas cruzó la puerta de la tienda, una mujer en la caja la miró de arriba a abajo. Su mirada era fría, juzgadora. La empleada se inclinó hacia Martín y preguntó en voz baja, “¿Esa niña está con usted?” Martín sonrió con educación y respondió con calma. Sí, es una de las participantes.
Luego hizo una pausa y rió discretamente, completando con desdén. Pero solo vino para acompañar. Lucía lo oyó y sintió el rostro arder. Fingió no darle importancia, pero por dentro algo se rompió. Mientras tanto, las demás niñas se dispersaban por la tienda. Corrían entre los percheros, probaban vestidos, se medían zapatos y reían frente a los espejos.
Martín caminaba entre ellas, observando con atención. “Ese vestido combina con tus ojos”, elogió a una de las chicas. “Llévalo.” A otra le dijo con entusiasmo, “Pareces una princesa. Vas a encantar al jurado.” Mientras todas recibían elogios y vestidos, Lucía permanecía de pie junto a la puerta. observando. Su corazón se apretaba más a cada minuto.
Después de un rato, reunió valor y se acercó a los percheros. Pasó la mano con delicadeza sobre la tela de uno de los vestidos, sintiendo su suavidad. Miró al hombre y lo llamó con vacilación. Señor Martín. Él se volvió hacia ella, aún con los brazos cruzados. ¿Qué pasa, niña? Lucía respiró hondo y preguntó con voz dulce, “¿Será que yo también puedo probarme alguna ropa?” Martín soltó un suspiro casi impaciente.
“Lucía, creo que no será necesario,” respondió. “Verás, estas ropas son delicadas, caras, y si por casualidad te las pruebas y manchas alguna, la tienda podría echarnos, podría causar problemas.” Lucía bajó la mirada y respondió con desánimo. Yo no quiero causar problemas, señor. Martín le dio una palmadita ligera en el hombro, forzando una sonrisa.
¿Sabes qué sería bueno? Dijo con un tono que sonaba amable, pero cargado de ironía. Que te presentes con tu propia ropa, así como estás. Vas a conmover a los jueces y al público. A todo el mundo le encanta ver gente pobre y sucia en la televisión. Las palabras cayeron sobre Lucía como piedras. El pecho se le apretó. El rostro le ardió de vergüenza.
Aún así, intentó disimular el dolor de esas frases y respondió cabiz baja. Ah, está bien. Más tarde, las niñas regresaron a la camioneta riendo y mostrando sus bolsas llenas de vestidos nuevos, zapatos brillantes y accesorios. Lucía caminaba detrás de ellas con las manos vacías, sosteniendo solo su vieja guitarra. De vuelta en la sede del concurso, Martín reunió a todos en el auditorio.
El lugar era imponente, con enormes reflectores, técnicos de sonido corriendo de un lado a otro, micrófonos siendo probados y cables esparcidos por el suelo. El hombre alzó la voz y anunció, “Vamos a hacer primero las pruebas de sonido”, dijo. Cada uno. Sube, revisa el micrófono, la luz, la posición. Es rápido.

Los niños comenzaron a ser llamados uno por uno. Subían al escenario, probaban los micrófonos, soltaban notas largas, reían, se divertían. Lucía, sentada sola en un rincón distante, observaba todo en silencio, abrazando su guitarra. Cuando por fin llegó su turno, Martín miró disimuladamente a Amanda y a sus amigas. sonrió de lado y les guiñó un ojo como confirmando un plan secreto.
Ellas entendieron el mensaje y devolvieron la sonrisa. cómplices. Lucía se levantó, acomodó la guitarra y dio los primeros pasos hacia el escenario. Pero antes de que pudiera subir, Martín miró el reloj e interrumpió con falsa sorpresa. “Niñas, lamentablemente se nos acabó el tiempo de ensayo”, dijo en voz alta.
La pequeña artista se detuvo en medio del camino confundida. Pero yo no ensayé”, dijo con voz baja. Martín alzó las cejas y respondió con falsa simpatía. “Ah, sí, una pena, pero el tiempo se acabó. Tenemos que apurarnos.” Sonríó con frialdad. “Pero estoy seguro de que lo harás muy bien en vivo, Lucía. ¿Confías en tu don?” La niña guardó silencio por un momento. Su corazón latía con fuerza.
El miedo casi la ahogaba. Aún así, respiró hondo y respondió con firmeza, mirándolo a los ojos. Confío. Martín mantuvo la sonrisa satisfecha. Para él, aquello no era un concurso, era un espectáculo montado, un show de humillaciones, lágrimas y drama. De eso vivía su programa. Lucía subió al escenario vacío, aunque el micrófono no estuviera encendido, aunque no hubiera prueba de sonido. Se quedó de pie en el centro, mirando las luces apagadas.
apretó la guitarra contra el pecho y murmuró para sí misma, “Confío, voy a lograrlo.” Más tarde, esa misma noche, ya de regreso en el dormitorio, Lucía se acostó en el suelo frío. Su cuerpo dolía, pero su mente no descansaba. miró al techo imaginando lo que pasaría al día siguiente.
Trataba de creer que todo saldría bien, pero en el fondo una pequeña voz de miedo insistía en susurrar. “¿Y si nadie quiere escucharme?” Abrazó su guitarra y respondió bajito, casi como una oración. Aún así, voy a cantar. Y entonces el gran día finalmente llegó. Muy temprano, el auditorio estaba en puro frenesí.
Los técnicos conectaban cables, los reflectores parpadeaban, las cámaras se posicionaban, los productores corrían de un lado a otro ajustando el escenario. Afuera, el público comenzaba a entrar llenando el lugar con risas y murmullos animados. Y en algún punto distante de la ciudad, Juanito también se preparaba para mirar.
Con el rostro pegado al vidrio polvoriento de un bar, observaba la televisión colgada en lo alto y sonreía. No veo la hora de que Lucía cante, dijo entusiasmado hablando solo. Luego rió y añadió con confianza. Va a dejar a todos con la boca abierta. Lo sé. Solo necesita confiar y cantar a su manera. Mientras tanto, entre bastidores, Lucía sentía su corazón latir acelerado.
El sonido de las risas de las otras niñas resonaba por los pasillos. Ellas estaban rodeadas de adultos atentos, madres arreglando vestidos, padres ajustando micrófonos, profesores ayudando con el calentamiento vocal. Lucía observaba todo en silencio. Intentó imitar a las demás, inhalando aire y abriendo la boca como las había visto hacer.
Pero al intentar cantar solo salió una tos seca, ahogada. Amanda, la rubia de la trenza impecable, lo notó y se acercó sonriendo con crueldad. Lucía mantuvo la vista baja tratando de concentrarse, pero Amanda comenzó su ataque venenoso. “Mírate, niña”, dijo acercando el rostro. “Ahora míranos a nosotras. Sabes que no deberías estar aquí, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no te vas de una vez? Lucía respiró hondo intentando ignorarla, pero Amanda se inclinó aún más cerca, susurrando con una voz cargada de malicia. No vas a hacer falta en absoluto, igual
que no hiciste falta para tus padres. La frase golpeó a la pequeña niña de la calle. Su corazón pareció detenerse por un instante. La sangre le subió al rostro y por un segundo sintió ganas de reaccionar, de gritar, de jalar aquella trenza rubia con todas sus fuerzas. Pero no hizo nada.
Sabía que nadie le creería. Sabía que si reaccionaba, la verían como la culpable. Lo perdería todo. La oportunidad de cantar, el sueño que aún resistía dentro de ella. Entonces respiró hondo, apretó la guitarra con fuerza y respondió simplemente, “Buena suerte para ti también.” Amanda rió en voz alta, burlona, y volvió con sus amigas que estallaron en carcajadas.
Lucía permaneció de pie mirando al suelo. El sonido del reloj resonaba entre bastidores mientras el tiempo corría demasiado rápido. Pronto comenzaron las presentaciones. El escenario se iluminó y la música llenó el auditorio. Cada uno de los niños parecía brillar más que el anterior. Una niña bailó con un vestido amplio arrancando aplausos. Un chico tocó el piano y fue ovacionado.
Una pareja cantó con voces perfectas, arrancando sonrisas a los jueces. Y en la mesa del jurado estaban Pedro y Lilian, la misma pareja que había descubierto a Lucía, sentados junto a Martín y otros dos jueces de mirada arrogante. Lilian, encantada con las presentaciones, comentó con brillo en los ojos. Estos niños son increíbles”, dijo sonriendo. El dueño del concurso respondió con una sonrisa enigmática.
Ese tipo de sonrisa de quien esconde algo detrás de la simpatía. Sí, dijo Martín cruzando las manos sobre la mesa. Pero lo mejor aún está por venir. Entre bastidores, Lucía observaba todo con el corazón acelerado. Cada aplauso que resonaba hacía temblar su cuerpo.
Con cada grito del público, la pequeña artista sentía una mezcla de miedo y emoción, pero el miedo siempre parecía ganar. Respiraba rápido, con las manos sudorosas. Por un instante pensó en huir, en desaparecer, en esconderse y no volver jamás. Fue entonces cuando uno de los productores apareció y la llamó en voz alta. Lucía. La niña dio un paso al frente, nerviosa. Soy yo, respondió con voz débil. El hombre consultó su tablilla y confirmó.
Eres la siguiente. En ese instante, el corazón de Lucía se detuvo por un segundo. El sonido del público pareció desvanecerse. Las luces se convirtieron en manchas lejanas y el aire se volvió demasiado pesado para respirar. Su nombre sería anunciado en cualquier momento. Pero de repente la voz del presentador resonó por todo el auditorio dándole un pequeño respiro.
Y ahora vamos a una breve pausa. Anunció con entusiasmo. Enseguida regresamos con la próxima presentación que según me informan será impactante. Lucía soltó el aire que había estado conteniendo y suspiró aliviada. Aprovechó la pausa para dejar su guitarra en un rincón y correr al baño. Necesitaba esconderse de su propio miedo.
Dentro se apoyó en el lababo y miró su reflejo en el espejo. Su rostro estaba pálido, su cabello despeinado y sus ojos temblaban. Vamos, Lucía, ya pasaste por cosas peores, murmuró intentando convencerse. Puso la mano en el corazón, sintiendo su ritmo acelerado, y habló de nuevo, más firme. Cantabas para nadie en la calle y aún así nunca te rendiste.
Ahora solo tienes que cantar para más gente. Eso es todo. Se echó agua en la cara, respiró hondo e intentó sonreírle al espejo. Solo canta, tú puedes. Mientras tanto, al otro lado del edificio, Martín tramaba entre bastidores. Susurraba con Amanda y las demás chicas con esa misma sonrisa cruel en el rostro. ¿Lo entendieron bien? preguntó en voz baja.
Es simple, rápido y va a ser reír al público. Amanda, la rubia de la trenza impecable, sostenía en las manos una cuerda fina que bajaba desde el techo. Allá arriba, escondido entre los reflectores y cables, había un balde de pintura listo para caer. Martín continuó ajustándose la corbata con calma. Solo esperen el momento justo. Cuando ella empiece a cantar, sueltan.
Será una escena inolvidable. Miró a las chicas y finalizó el plan con una sonrisa helada. Y recuerden, nadie vio nada. Las muchachas asintieron riendo maliciosamente. Amanda jugaba con la cuerda entre los dedos, emocionada. Mientras tanto, en el baño, Lucía terminaba de acomodarse el cabello y la guitarra.
Se secó las manos sudorosas en la ropa, respiró hondo y salió lista para enfrentar el escenario. Apenas llegó al pasillo, escuchó a uno de los productores gritar. Se acabó la pausa. Todos a sus lugares. El corazón de la niña se aceleró, tragó el miedo, apretó la guitarra contra el pecho y caminó hacia la cortina. Del otro lado, el ruido del público crecía.
Las luces volvieron a brillar y el presentador se colocó en el centro del escenario con el micrófono en la mano y una sonrisa llena de entusiasmo. Damas y caballeros, anunció alargando las palabras con dramatismo. La próxima participante es una nueva voz que promete emocionar. hizo una pausa para crear suspenso.
Ella viene de la absoluta nada y está aquí por la oportunidad de conseguirlo. Todo. El público contuvo la respiración. Con ustedes, Lucía. Las cortinas comenzaron a abrirse lentamente. Un silencio curioso se apoderó del auditorio. Allí estaba la pequeña artista de la calle con la guitarra colgada y el corazón a punto de salirse del pecho. Dio unos pasos tímidos acercándose al centro del escenario.
Las luces se reflejaban en su rostro y las gotas de sudor corrían por su frente, brillando bajo los reflectores. Lucía respiró hondo, cerró los ojos y tocó el primer acorde. Pero en ese mismo instante, Martín hizo un gesto discreto con la cabeza. Amanda entendió la señal, sostuvo firme la cuerda y con una sonrisa perversa la soltó. El balde se volcó en un movimiento rápido.
En cuestión de segundos, una lluvia de pintura espesa cayó sobre Lucía. La pintura corrió por su cabello, su rostro y su guitarra. Manchó el escenario, el suelo y la ropa sencilla de la niña. Por un momento, todo quedó en silencio y entonces, carcajadas, el público reaccionó con risas y gritos. Algunas personas levantaron los teléfonos grabando el espectáculo.
Entre bastidores, las chicas se doblaban de la risa. Amanda reía tan fuerte que casi no podía mantenerse en pie. Y Martín, sentado en la mesa del jurado, soltó una carcajada histérica. Rió alto aplaudiendo. ¿De verdad pensaste que íbamos a dejar cantar aquí a una mendiga? La frase atravesó todo el auditorio.
Lucía quedó inmóvil. Sus manos temblaban, sus labios intentaban moverse, pero no salía ningún sonido. Por dentro, todo en ella gritaba que corriera, que dejara la guitarra, que huyera de la vergüenza, que desapareciera del mundo. Pero sus pies no obedecían. Sus ojos se llenaron de lágrimas y la respiración se volvió corta.
Fue en ese momento cuando Pedro y Lilian, la pareja que la había encontrado en las calles, se levantaron de la mesa del jurado. Ambos estaban en shock. Lilian se llevó la mano a la boca horrorizada. Pedro miró a Martín y a las niñas tras bastidores sin poder creer lo que veía. “Esto es un absurdo”, murmuró Lilian.
Pedro corrió hacia el escenario con los ojos llenos de lágrimas. se arrodilló junto a la niña intentando hablar con delicadeza. “Oye, Lucía, ¿así te llamas, verdad?”, preguntó con voz quebrada. “Es un nombre hermoso. Es el nombre que le pusimos a nuestra hijita, la que ya no está con nosotros.” Lucía levantó la mirada sorprendida y confundida. Pedro respiró hondo y continuó.
Perdóname por lo que estás pasando”, dijo con sinceridad. Lilian y yo jamás imaginamos que algo así te ocurriría cuando te invitamos a venir aquí. La mujer, todavía emocionada se acercó. Lilian se quitó el abrigo de los hombros y lo colocó sobre Lucía, intentando cubrir las manchas de pintura. “Ven”, dijo con voz dulce.
Salgamos del escenario para poder limpiarte y cuidarte lejos de las miradas crueles de esta gente. Lucía dio el primer paso para salir del escenario. La vergüenza le ardía en la piel y el corazón le pesaba como una piedra. Pero antes de poder irse, un recuerdo la invadió. las palabras firmes y sinceras de su hermano de la calle, Juanito. Cerró los ojos por un instante y pensó, “Juanito debe estar viendo esto ahora y me mataría si viera que huyo otra vez.
Tiene razón, tengo talento y no lo voy a desperdiciar.” Su respiración se volvió más firme. El miedo dio paso a algo mucho más grande. Entonces, la pequeña artista de las calles, ahora lista para convertirse en artista de los escenarios, levantó la mirada y declaró en voz alta para que todos escucharan. Jurado, público, cámaras, todos.
“Gracias, pero pueden volver a sus lugares”, dijo con valentía. Vine a cantar y eso es lo que voy a hacer. Sucia de pintura o no, voy a cantar. Pedro y Lilian se miraron entre sí con los ojos llenos de lágrimas. Una sonrisa de orgullo apareció en sus rostros. entendieron la fuerza que nacía en aquella niña y respetando su decisión regresaron a sus asientos en silencio.
Martín observaba todo desde la mesa del jurado, con la mandíbula apretada y los ojos entrecerrados. La incomodidad se reflejaba en su rostro. Respiró hondo y respondió con frialdad. Empieza cuando quieras. Lucía asintió. sostuvo la guitarra aún empapada de pintura y susurró bajito al instrumento que la había acompañado en todas sus batallas. Un día más y una canción más, compañero.

Entonces, sin dudar, la niña comenzó su presentación. La primera nota sonó suave, tímida, pero poco a poco su voz se abrió clara, pura, poderosa. Un silencio absoluto se apoderó del auditorio. El sonido resonaba en las paredes, en las cámaras, en los corazones. Esa voz infantil, pero llena de dolor y verdad, hizo que hasta los reflectores parecieran respirar con ella.
Este mundo extraño tan vasto y profundo. Tantas cosas nuevas que hay en el mundo. Sola. Tan lejos del hogar con temor fue el sonido de mi guitarra que me dio el valor. Caminando por calles frías, cada paso trae melodías. Aunque no tenga donde ir, en su sonido vuelvo a existir. No necesito correr ni parar.
Solo dejo al sonido guiar. La vida toca y sigo así. Al compás que late en mí. Me estoy liberando desde el corazón. Nadie me detiene, no hay más prisión. En medio de la tormenta encontré la razón. Las cuerdas vibraron, liberaron mi canción. Mi guitarra, mi guitarra. Ella me da la dirección. Mi guitarra, mi guitarra, el latido de mi emoción.
Cuando el frío me quiere callar, cierro los ojos para soñar. Cada nota que logre tocar es un pedazo de mi alcantar. Entre sombras, dolor y suelo, oigo el eco de mi anhelo. Aunque el mundo diga no, sigo firme con mi canción. Unos días llueve, otros hay sol, pero mi sonido brilla mejor.
Si escucho lo que hay en mí, sé que el camino no tendrá fin. Me estoy liberando desde el corazón. Nadie me detiene, no hay más prisión. En medio de la tormenta encontré la razón. El sonido de mi guitarra liberó mi canción. Mi guitarra, mi guitarra. Mi alma vibra en su son. Mi guitarra, mi guitarra, el latido de la superación. Si el mundo gira tan rápido, hoy toco despacio y busco mi voz y si caigo vuelvo a reír. La música me hace vivir.
Cada corde y cada vibrar me demuestra que no estoy sola jamás. Y cuando el miedo me quiera callar, mi guitarra volverá a cantar. Que el sonido de sus cuerdas ilumine mi andar y transforme el miedo en paz. Ahora canto, grito al cielo, al fin lo que era dolores, melodía en mí. El viento sopla, me guía al soñar. Soy soy vos. Soy vos.
Soy vos. El sonido de mi tarra soy soy Soy libre, soy vos. Soy libre, soy vos. Soy libre, soy vos. Soy el sonido de mi guitarra que me hizo vivir. M. Cuando Lucía terminó, el silencio duró unos segundos, largos, profundos, casi sagrados. Y entonces el mundo estalló en aplausos. El público se levantó por completo gritando, aplaudiendo, ovacionando a la pequeña cantante de las calles. En los bares, en las casas, en las salas de estar de todo el país.
La gente lloraba frente al televisor. Y entre todas esas personas, Juanito miraba desde la vitrina polvorienta de un bar. Cuando la canción terminó, gritó tan fuerte que llamó la atención de todos en la acera. Eso lo sabía. Dije que iba a romperla. Esa es mi amiga. Soy el mejor amigo de una estrella de la música. Tómenlo.
Todos. Los clientes rieron y el dueño del bar salió furioso para echarlo. Juanito fue prácticamente empujado hacia la calle, pero no le importó. siguió mirando desde la vitrina, pegado al vidrio con la sonrisa más orgullosa del mundo. “Vamos, tontita, brilla más”, decía emocionado. De vuelta en el auditorio, el público aplaudía de pie.
Incluso las chicas que se habían burlado de Lucía se quedaron sin palabras. Amanda, la rubia arrogante, observaba el escenario con el rostro pálido, sin poder creer lo que veía. Los jueces más fríos se miraban unos a otros, desconcertados. Incluso Martín, el hombre de la sonrisa cruel, no podía ocultar su sorpresa. Pero los más conmovidos eran Pedro y Lilian.
Se levantaron al mismo tiempo con los ojos llenos de lágrimas y una mezcla de asombro y reconocimiento en la mirada. “¿Dónde aprendiste esa canción?”, preguntaron los dos casi al unísono. Lucía, jadeante y cubierta de pintura, los miró confundida, pero con una sonrisa tímida y orgullosa. Yo no lo recuerdo muy bien, respondió. Solo sé que la conozco desde que tengo memoria.
Es como si me la hubieran cantado tantas veces que nunca la olvidé. hizo una pausa reflexionando sobre lo que decía. Elegí esta canción porque me hace sentir algo parecido al calor del hogar, un sentimiento que no he vuelto a tener desde que perdí a mis padres. Pedro y Lilian se miraron, la respiración se les cortó, los ojos se les llenaron de lágrimas.
Ese instante pareció congelar el tiempo. Nada más existía, ni público, ni cámaras, ni aplausos. Solo esa pareja, dos corazones latiendo con fuerza y la niña que cantaba la canción que durante tantos años había permanecido guardada en su memoria. Pedro llevó la mano a la boca incrédulo. Lilian lo miró con los ojos llenos de lágrimas. La habían encontrado. Habían encontrado lo que habían perdido hacía tantos años.
Con el pecho oprimido, Pedro dio un paso adelante y exclamó emocionado, “Lucía, tu nombre no solo es igual al de nuestra hija, no es mucho más que eso.” La niña frunció el ceño confundida. “¿Cómo así?”, preguntó inocente. No entiendo lo que están diciendo. ¿No les gustó la canción? Ambos negaron con la cabeza de inmediato, intentando contener el llanto.
Lilian dio un paso al frente con la voz temblorosa. Lucía, Pedro y yo tuvimos una hija hermosa. Comenzó. tenía unos ojos preciosos, una sonrisa deslumbrante como la tuya. Las lágrimas comenzaron a correr. La amábamos tanto, le cantábamos esa canción todos los días.
La mujer respiró hondo con la voz quebrada y Pedro continuó la explicación por ella. Esa era la única canción que calmaba a nuestra pequeña cuando lloraba. dijo con los ojos brillando. Pero un día nos la arrebataron. Nos distraímos solo unos segundos y fue suficiente para que se llevaran a nuestra hija. El silencio se apoderó del lugar. El público que antes vibraba ahora observaba en shock. Lucía permaneció inmóvil tratando de entender.
Lo siento mucho, respondió en voz baja. Pero, ¿por qué me están contando esto? Es solo una canción que me recuerda a mis padres a quienes ni siquiera recuerdo bien. Perdón si les dolió, no era mi intención. Yo solo quería cantar. Lilian dio otro paso adelante, la voz ahogada por la emoción. Somos nosotros, Lucía. dijo con lágrimas cayendo por su rostro.
¿Conoces esa canción? Resuena en tu corazón como un recuerdo dulce porque porque nosotros te la cantábamos. Un murmullo recorrió la audiencia. Todos soltaron un suspiro colectivo de asombro. Los jueces se miraron entre sí y las cámaras se acercaron al rostro de la niña. Lucía estaba atónita.
La guitarra resbaló de sus manos y cayó al suelo con un sonido seco. Tardó unos segundos en reaccionar. Miró a Pedro y a Lilian con los ojos húmedos y la boca entreabierta y con voz temblorosa preguntó, “¿Ustedes son mis padres?” El silencio que siguió fue absoluto. Ni siquiera Martín se atrevió a decir una palabra. Entonces, una descarga de amor recorrió los cuerpos de Pedro y Lilian.
Sin pensarlo dos veces, ambos corrieron hacia el centro del escenario y abrazaron a Lucía con toda la fuerza que sus corazones les permitían. Fue un abrazo cargado de añoranza, de dolor y de reencuentro. No les importó la pintura que cubría a la niña, al contrario, dejaron que también los manchara, como si quisieran compartir con su hija cada marca, cada herida, cada recuerdo perdido. Pedro lloraba como un niño.
Apretó a Lucía entre sus brazos y habló con la voz quebrada. “Gracias, Dios mío”, exclamó con lágrimas corriendo por su rostro. No puedo creer que te hayamos encontrado. Pensé que nunca volvería a verte desde aquel día en que te perdimos. El público estalló en aplausos. Era imposible contener las lágrimas ante aquella escena.
En las calles, Juanito miraba desde la nueva vitrina que había encontrado. El pequeño limpiabotas lloraba y se limpiaba el rostro con el mismo trapo sucio de betún que usaba para lustrar zapatos. Lo sabía”, murmuraba entre sozos y risas al mismo tiempo. Shay sabía que lo lograría.
En los hogares de todo el país, los televidentes abrazaban a sus familias conmovidos, compartiendo esa sensación de reencuentro y amor. El público gritaba, aplaudía, silvaba. Cada rostro mostraba alegría, esperanza y admiración por la pequeña Lucía. Pero entre todos había uno que no estaba feliz.
Martín, el dueño del concurso, se levantó de la mesa del jurado con los ojos llenos de furia. La sonrisa falsa desapareció, subió a la propia mesa y gritó enfurecido. “¿Qué es esto?”, rugió señalando el escenario. “Esto no es un programa de caridad estúpido. Si quieren hacer esta sensiblería, háganla fuera de aquí.” El auditorio se quedó en silencio de repente. Todos lo miraban.
impactados por aquella explosión de rabia. Pero Martín continuó gritando sin control. Así como lo oyen, esa mendiguita está descalificada. No va a ganar ni un peso de mi concurso. Pedro, dominado por una valentía feroz, se interpuso delante del hombre, protegiendo a su hija con el cuerpo. “Cuidado con la forma en que hablas de mi hija”, gritó con los puños cerrados.
Pero Martín había perdido completamente el control. Ah, sí, respondió escupiendo las palabras. ¿Sabes qué? Ustedes también están fuera. No sirven para ser jueces de mi programa. Vamos, fuera de aquí. El público comenzó a reaccionar. Primero fueron murmullos, luego gritos de indignación.
La gente finalmente veía quién era el verdadero Martín. Un hombre que se escondía detrás de un programa de talentos, pero que en realidad explotaba y humillaba a los niños por fama y audiencia. Lo que empezó como murmullos se convirtió en un grito unánime de protesta. “Fuera, Martín! ¡Fuera, Martín!”, Gritaban, otros abucheaban y algunos lanzaban papeles y vasos hacia la mesa del jurado.
Martín, completamente fuera de sí, seguía gritando con el rostro rojo de odio. Pueden abuchear todo lo que quieran. Creen que me importa. Soy el dueño de todo esto. Váyanse también, público idiota. El personal de seguridad del estudio intentó contenerlo, pero él empujaba a los guardias. descontrolado. Mientras el caos se apoderaba del lugar, Pedro y Lilian llevaban a Lucía fuera del escenario.
Lilian abrazaba a su hija con ternura y le decía con voz suave, “Vamos, hija mía, no tenemos nada más que hacer aquí. Es una pena que no hayas podido ganar el concurso.” Pero Lucía, con los ojos llenos de luz, sonrió por primera vez sin miedo. “No importa”, respondió. Ya soy una ganadora porque los encontré a ustedes. Pedro sonrió y Lilian no pudo contener el llanto. La niña tenía razón.
Aquello no era el final, era el comienzo. Y así terminó la última edición del programa La Voz de México. El público salió enfurecido lanzando tomates y papeles hacia el escenario, mientras Martín continuaba gritando como un lunático. “Suéltenme”, bramaba mientras lo sacaban los guardias. “Soy Martín Tino.
¿Quiénes creen que son? Soy el dueño de todo.” Pero ya nadie creía en aquel hombre. Afuera, Lucía, Pedro y Lilian se abrazaban bajo el atardecer. El ruido de los abucheos se hacía cada vez más lejano. Los meses siguientes fueron de alegría y de nuevos comienzos. Pedro y Lilian dejaron el programa y comenzaron a trabajar juntos, ahora como agentes y productores de su hija.
La carrera de Lucía despegó. La antigua cantante callejera se convirtió en la niña prodigio más famosa del país. Fue invitada a numerosos programas de televisión, eventos y premiaciones. Su vieja guitarra, restaurada y reluciente la acompañaba en cada escenario.
Era el símbolo de la fuerza que la sostuvo cuando el mundo parecía derrumbarse. Y Juanito, el hermano de la calle, el amigo de todas las horas, también vio su vida transformarse. Pedro y Lilian lo adoptaron dándole el hogar que siempre había soñado. Aunque ahora vivía en una casa hermosa, Juanito nunca perdió su esencia.
seguía lustrando los zapatos de la familia todos los días con la misma sonrisa de antes, diciendo orgulloso, trabajo es trabajo. Ahora lustrar zapatos de gente rica es pan comido. Reían juntos, felices, formando la familia que el destino había separado, pero que el amor había decidido reunir. Martín, en cambio, no tuvo la misma suerte. Después del escándalo, todos los patrocinadores y socios lo abandonaron. Su empresa se vino abajo por completo.
Una investigación reveló fraudes en los resultados del programa y múltiples manipulaciones tras bambalinas. Martín fue procesado, juzgado y encarcelado. A la salida de la emisora, mientras la policía lo llevaba, seguía gritando frente a las cámaras de televisión. Suéltenme, soy Martín Tino”, gritaba histérico. “Soy el dueño de todo.” Pero el mundo ya no lo escuchaba.
Historias como esta nos recuerdan que debemos creer en nosotros mismos, incluso cuando nadie más lo hace. Porque quien tiene corazón y valor siempre encuentra el camino hacia la victoria. Comenta la voz de Lucía para saber que llegaste hasta el final de esta historia y marcar tu comentario con un hermoso corazón.
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