Mi padre siempre me dijo que yo era una decepción.

Hoy lo baño, lo alimento y le recuerdo quién soy, porque tiene Alzheimer.
—Vamos, papá. Abre la boca —le digo mientras acerco la cuchara con puré a sus labios.
Me mira con esos ojos vidriosos, perdidos en algún lugar al que yo no puedo llegar. No me reconoce. Hace tres meses que no me reconoce.
—¿Quién eres tú? —pregunta con voz rasposa.
—Soy Martín. Tu hijo.
—Yo no tengo hijos —murmura, apartando la cara de la cuchara.
Respiro hondo. Cuento hasta cinco. Es el tercer desayuno que rechaza esta semana.
—Claro que tienes un hijo. Soy yo. Mírame bien.
Lo intenta. Entrecierra los ojos, estudia mi rostro como si fuera un mapa escrito en un idioma que ya no entiende. Luego niega con la cabeza y vuelve a perderse en la pared blanca.
Recuerdo la primera vez que me llamó una decepción.
Tenía doce años y llegué a casa con un seis en matemáticas. Papá ni siquiera levantó la vista del periódico.
—Sabía que no darías la talla —dijo sin emoción—. Una decepción. Eso es lo que eres.
No lloré entonces. Aprendí que llorar no servía de nada. Aprendí a tragar el nudo en la garganta y a estudiar más, a esforzarme el doble. Pero nada era suficiente.
Cuando entré a la universidad para estudiar enfermería en lugar de ingeniería, su silencio fue peor que cualquier palabra. Durante la cena, mamá intentaba llenar los espacios vacíos con charla trivial mientras él masticaba en silencio, como si yo no existiera.
—Una decepción —repitió años después, el día de mi graduación, cuando le mostré orgulloso mi título—. Pudiste haber sido alguien importante.
Y, sin embargo, ahora aquí estoy.
Ahora lo limpio después de que se orina encima.
Ahora le corto las uñas de los pies, le lavo el pelo ralo, le pongo crema en las escaras que comienzan a formarse en su espalda.
El hombre que una vez me hizo sentir pequeño ahora cabe entero en mis brazos.
—¿Dónde está mi padre? —me pregunta de repente, con lágrimas en los ojos—. Quiero ver a mi padre.
—Tu padre murió hace treinta años, papá.
—No, no, no —solloza como un niño—. Quiero a mi papá.
Lo abrazo. Su cuerpo es frágil ahora, puro hueso y piel translúcida. Huele a talco y a medicinas. Llora contra mi hombro y yo palmeo su espalda, haciendo círculos como hacía mamá cuando yo era pequeño y tenía pesadillas.
—Tranquilo. Estoy aquí. No estás solo.
Se calma poco a poco. Respira profundo, irregularmente. Cuando se separa, me mira de nuevo.
—Tienes ojos buenos —me dice—. Ojos amables.
—Gracias, papá.
—¿Nos conocemos?
—Sí —respondo—. Nos conocemos.
Sonríe. Por un instante, en esa sonrisa, algo brilla. Una chispa. Una sombra del hombre que fue.
—Me recuerdas a alguien —susurra—. A un chico que quería ser enfermero.
—Quizás soy yo —respondo, conteniendo las lágrimas.
Él ríe suavemente, y por un segundo pienso que, tal vez, ha vuelto. Que tal vez, por un milagro efímero, ha recordado.
Pero enseguida se pierde otra vez en la bruma de su mente.
Por las noches, cuando finalmente se duerme y yo me quedo sentado en la penumbra de su habitación, escuchando su respiración trabajosa, me pregunto qué siente la ironía del destino.
Si tiene sabor a justicia o simplemente a ceniza.
Porque yo esperé toda mi vida que me viera.
Que me reconociera.
Que dijera, aunque fuera una vez, que estaba orgulloso de mí.
Y ahora que finalmente puedo demostrarle quién soy, qué valor tengo, lo buen hijo que puedo ser… él ya no sabe quién soy.
Mamá murió hace cinco años. Antes de irse, me pidió que no lo abandonara.
“Él nunca supo querer, Martín. Pero eso no significa que no te amara a su manera.”
Entonces no entendí. Ahora sí.
Amar no siempre se dice. A veces se demuestra cuando ya es demasiado tarde.
Cada mañana, cuando lo despierto, le hablo con la misma ternura que a un niño:
—Buenos días, papá. Vamos a desayunar.
Él me mira, desconcertado.
—¿Eres el enfermero?
—Sí —respondo—. Soy el enfermero.
Y aunque su memoria no me alcance, aunque su mente se haya llenado de sombras, sé que en algún rincón de su alma queda una huella. Una pequeña chispa de reconocimiento que sobrevive al olvido.
Mañana volveré a bañarlo. A alimentarlo. A recordarle mi nombre.
—Soy Martín —le diré otra vez—. Tu hijo.
Y nunca fui una decepción.
Aunque ya no pueda escucharlo.
Reflexión final:
En la vida, el tiempo a veces devuelve las cosas de formas crueles y justas a la vez.
El hijo rechazado se convierte en el cuidador.
El padre altivo se vuelve frágil.
Y entre ambos, la memoria —esa vieja traidora— borra los agravios y deja solo lo esencial: el amor.
Porque incluso cuando la mente olvida, el corazón recuerda.
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