Ya basta, estoy harta de las exigencias de este viejo”, murmuró la hermana mayor. Recoge tus cosas de una vez, papá. ¿Te vas de esta casa? Dijo la hermana de medio. El padre Laureano se puso a recoger llorando. Jamás hubiera imaginado vivir algo así. Salió de la casa con el gran secreto que había estado ocultando.

 Sus tres hijas lo echaron al amanecer. Lo hicieron sin saber que dentro del piano que nadie tocaba dormían las pistas de $,000es. A las 07:20, cuando el sol todavía blandía un oro húmedo sobre Monte Alto y la brisa traía una sal menuda desde San Amaro. Lauriano Varela se quedó en el rellano con una bolsa de herramientas y una chaqueta vieja.

 No dijo nada, solo escuchó el pestillo del piso cerrarse por dentro. Sintió el golpe sordo y comprendió que la casa había decidido seguir sin él. El pasillo olía aía y a pan de madrugada. En la puerta de enfrente, Doña Isabela con bata azul y zapatillas de fieltro, dejó entrever un ojo por la mirilla. No abrió aquello que pasa en casa ajena.

 Se atiende con silencio, decía siempre. Sin embargo, al cabo de unos segundos, la cadena sonó. La puerta se entornó apenas y su voz salió como un susurro de iglesia. Laureano, ¿qué te han hecho, hombre? Él soltó el aire despacio como si llevara dos meses reteniendo un suspiro único. Nada que la mar no limpie, dijo, solo una discusión larga usando palabras cortas. Te vas a quedar ahí. Entra.

 Te preparo un café. Gracias, Abela, pero hoy tengo que andar. Las piernas, ya ves, se me duermen si no las llevo de paseo. Ella lo miró como se mira al vecino que lleva un vendaje invisible. Laureano bajó las escaleras con la bolsa colgándole del antebrazo, oyendo los ecos de su propio nombre en los peldaños.

 Como si la piedra supiera pronunciarlo, salió a la calle y el aire le pareció demasiado nítido, la clase de nitidez que corta. En Monte Alto uno aprende a orientarse por el viento. Si sopla del oeste, mejor llevar gorra. Si viene del norte, la piel queda hecha vidrio. A esa hora, el barrio despertaba lento panaderías abriendo persianas, pescadores frotándose las manos.

 Tres gaviotas discutiendo sobre Nat. Laureano caminó hacia el mar. Su cuerpo hecho a reparar motores y a escuchar el rumor de vagones obedecía todavía la inercia de los talleres. Cada paso una tuerca apretada, cada inhalación un ajuste fino. No lloró, no le salía. Había aprendido de pequeño que el llanto diluye la grasa de las manos.

 Y sin grasa no hay oficio. En el paseo, una pareja de jubilados contaba historias en voz baja. Un niño con chubasquero amarillo corría torpemente y miraba la espuma como si fuese un animal doméstico. Laureano se sentó un rato a contemplar la sola. Las olas tenían una educación antigua. Venían, saludaban con una inclinación y se retiraban sin pedir perdón.

 Me echaron”, dijo en voz tan baja que solo el viento pudo oírlo. “Me echaron mis tres niñas.” No eran niñas, por supuesto. Usía, a la mayor llevaba años de guardias dobles, frialdad de pasillo hospitalario y sonrisa precisa. Sabía dónde poner el pinchazo y dónde la compasión. Ya la segunda había aprendido el ritmo del dinero ajeno, el brillo falso de un escaparate, la cuantía de cada adjetivo necesario para vender una tarta como si fuera futuro.

 Marusa a la pequeña aún llevaba en la mochila restos de carbón de dibujo y un hambre de mundo que le quedaba grande al barrio. Las tres juntas eran el comité de emergencia que nadie convoca y que suele llegar tarde. La noche anterior, Roy, el novio de Yaisa, había dejado caer comentarios con pesas en los tobillos.

 hablaba de reformas, de oportunidades, de sacar partido a un piso con vistas parciales. Dijo parciales, como quien dice, curables. Mencionó una ayuda municipal que no existía y unas condiciones hipotecarias que milagrosamente convivían con la realidad sin tocarla. Laureano lo miró sin rencor. Sabía distinguir un tornillo de paso fino de un vendedor de humo.

 El problema era que el humo cuando llena una cocina parece un plan. Papá”, dijo tenemos que hablar de la situación. Tenemos que hablar. Era un botón que abría un ascensor que no iba a ningún piso amable. Lauriano asintió. En la mesa el mantel de ule tenía marcas del café de otros inviernos y el borde levantado en la esquina donde Marxa de pequeña ensayaba esconder migas.

 La radio murmuraba el parte del tráfico. “La situación”, repitió él. “Es que yo sigo respirando y el piano sigue desafinado. Lo demás ya lo ordenará a la semana. No te rías, Alto Yaisa. No es un chascarrillo de bar. La casa necesita arreglos pagos. Y tú, miró a Roy, que inclinó la cabeza con gravedad teatral. Tú no puedes sostenerlo.

 Yo puedo reparar lo que tenga tornillos. Dijo Laureano. Y a veces lo que no los tiene. No es solo eso, dijo Uxia. Es buscó una palabra, la midió, la soltó. Convivencia y seguridad. Te olvidas de cerrar el gas. Sales sin llaves, te quedas dormido en el sofá con el horno encendido. Mi turno no puede ser un teléfono en alerta permanente. Laureano miró el horno.

Estaba apagado. No dijo nada. Y hay otra cosa añadió Yaisa. El piso si se vende ahora puede darnos un colchón. Con ese dinero alquilamos en otro lado algo más cómodo. Y tú, bueno, tú podrías ir una temporada a Casa de Sabela o a una residencia buena en los mayos. No es un castigo, es organización.

 Marut apretó los labios. Tenía pintura en la uña del dedo meñique, un azul que se llamaría temporada baja en un catálogo. Miró a su padre. ¿Y si no quiere? Preguntó. No se trata de querer, dijo Yaisa rápida. Se trata de poder. Esto no es sentimentalismo, Maruxa. Es un Excel. Laureano sonrió por primera vez esa noche, una sonrisa de herramienta guardada en su caja.

 “Yo no tengo Excels, dijo. Yo tengo el piano. Ese piano ocupa sitio, intervina Roy. Y ni siquiera lo tocas. Es un trast.” La palabra trasto rebotó contra la pared y cayó en medio de la mesa como una cuchara sucia. Laureano la recogió con calma. “Hay cosas que ocupan sitio y lo merecen.” dijo. “A ver si el espejo te lo explica.” Uxsia retiró las tazas.

 Ya se puso la chaqueta como quien cierra una negociación. Roy miró la hora en un reloj sin segundos. Marsa, que había dormido a trompicones, recogió del respaldo del sofá la bufanda de su padre y se la atendió. Fue un gesto pequeño su mejor argumento. Papá, sal a tomar aire, dijo Uxia.

 Vamos a limpiar, ordenar, revisar. Te llamo luego. No lo llamaron. Cuando Laureano volvió, la llave no giró. probó despacio. Conocía el lenguaje de las herraduras. Aquella decía, “Hemos cambiado de alfabeto.” Tocó el timbre. Nadie respondió. Escuchó el rose de las suelas dentro, el mundo privado de su propia casa. Llamó otra vez. Maruxa abrió un resquicio.

 “No me gustó esto, papá”, susurró. “Te lo juro, pero dicen que es por tu bien.” ¿Quién dice? Todos. También tú. Marucha cerró los ojos un segundo, luego asintió. Culpable como quien firma en blanco, Laureano no la culpó. No culpó a nadie. El mundo pensó, funciona con piezas que no saben a quién empujan.

 

 

 

 

 

 

 

 

 Bajó con la bolsa y la chaqueta. La mañana lo encontró en el borde del mar. se quedó largo rato en San Amaro. El viento parecía venir de muy atrás, de una estación de tren que ya no existe, pensó en su oficio. Reparar es escuchar primero el ruido, luego la ausencia de ruido. Cuando un motor vuelve a obedecer, se hace un silencio especial, limpio, con bordes.

 En la familia el silencio era otro. Tenía puntas invisibles. Allí sentado, supo que no sería el hombre que protesta en voz alta, ni el que implora. sería el que planta su camisa y cuando nadie mira endereza un cuadro torcido. Regresó al barrio cuando el sol ya pesaba en las ventanas. Doña Isabela estaba regando un geranio. “¿Entras?”, preguntó.

 Hice caldo, no como por obligación desde que me dieron el alta, dijo él sonriendo. “Pero un cacho de pan con aceite me arregla el mundo.” Entró. La casa de Isabela olía a ropa limpia y a sopa de domingos fue a poner la bolsa junto al paragüero, pero ella negó con la cabeza. Al cuarto de Star mandó. Aquí los trastos son familia.

 Laureano dejó la bolsa en el sofá. Sabela colocó dos tazones, pan, aceite y un salero pequeño con un chip en el esmalte que parecía un mapa de isla. ¿Te apetece hablar o prefieres masticar?, preguntó. Puedo hacer las dos cosas si el pan no se ofende. Comieron despacio. Él le contó lo suficiente. La conversación de anoche, la hora, la llave, el hueco.

 No dijo la palabra abandono. Sabela que había visto crecer a las tres hijas, no añadió adjetivos. No voy a morir hoy dijo Laubiano. Si te preocupa eso, descuida. Me queda por afinar un piano. El piano. Sabel arqueó las cejas. Creí que estaba mudo. El silencio también es un idioma. Y ese piano guarda uno muy raro.

 Guardaba, así la caja de resonancia detrás de la tapa que nadie levantaba. Albergaba una oquedad exacta donde laureano había atornillado una placa minúscula. Allí dormía un dispositivo feo como un insecto, un USB con la cabeza raspada y una pegatina cortada con tijeras donde había escrito fotos viej. Doña Sabela ignoraba aquello como ignoraba el sobre sellado con cera que guardaba en su propia lacena desde 2013 con una instrucción breve.

 No abrir hasta que yo te lo pida, por favor, Sabela. A la tarde, cuando la marea subía, Lauriano buscó trabajo para las manos, arregló el cierre de la ventana, aceitó la bisagra del armario, limpió un enchufe que chisporrote al abuso. Sabela lo dejó hacer. Al despedirse él dijo que daría una vuelta por Ciudad Vieja.

Quería mirar piedras como quien consulta un manual. Pasó por delante de Santa María. Por soportarles con sombra de peces, entró en un bar pequeño donde el camarero ponía, sin preguntar, vino blanco a los que sabían sus fatigas. Bebió un dedo, miró su reflejo en el cristal, vio a un hombre al que le habían recogido los muebles del alma y se los habían dejado en el pasillo.

“Necesito tiempo”, se dijo. Y a las era el plan. A las 21:45, momento en que el edificio respira hondo y la gente confunde la cena con la televisión, volvería a su puerta. No para un escándalo, para escuchar. Las casas de noche hablan en otra frecuencia. Si tenía suerte, alguien se dejaría un trazo de descuido, un resbalón de la cerradura, el sonido de una llave al cajón. No quería entrar.

Quería entender qué parte del mundo se había movido sin su permiso. Mientras caminaba, pensó en Uxia. La había visto de niña curar muñecas con tiritas ridículas. Pensó en Yaisha, que de pequeña contaba monedas con una pasión de astrónoma. Pensó en Maruxa, que le pedía historias de locomotoras como otros niños piden monstruos.

 Cada una tenía su razón para empujarlo a la cera. Cada una merecía el beneficio de la duda. “El rencor es una herramienta que siempre te queda grande.” Volvió a Montealto, compró pan. Golpeó dos veces la barra por costumbre para espantar la mala suerte. Saludó a un vecino que siempre hablaba del deportivo como si fuese un pariente enfermo.

 Llegó al portal con un trozo de cielo en cada bolsillo. Esperó. A las 21:40. El edificio estaba quieto como un gato viejo. Subió las escaleras sin hacer crujir la madera. Se detuvo en el rellano, frente a su puerta. Acercó la oreja. Dentro el rumor de una serie, una risa que podía ser de Yaisa. El arrastre leve de una silla.

 El piano en el salón debía estar desamparado como un mueble sin contexto. “No me hagáis hablar con la madera”, murmuró casi divertido. A las 21:45 escuchó el clic exacto de una llave que aprende a ser nueva. Tomó aire, llamó tres golpes suaves, trabajadores. Se oyó el rose de unas zapatillas. La cadena, el resquicio.

 Solo quiero una cosa dijo el piano no lo mováis, papá. La voz estad era de Uxia. Mañana vendrá gente a verlo. Es grande. No lo tocamos por ahora. No lo mováis. Repitió. Os pido eso. Solo eso. De acuerdo. Dijo Uxia cansada. Buenas noches. La puerta se cerró. Laureano apoyó la frente un instante en la madera. Se marchó. Bajó las escaleras como quien mide con un calibre invisible.

 En la calle el viento había cambiado de dirección. A esas horas, la ciudad deja a la gente sola con sus geometrías. Lauriano recorrió la cuadra, miró los balcones, contó persianas bajas, después, sin darse prisa, regresó al portal, abrió con la llave de Sabela, la de abajo, la que abre el saguán, y se sentó en el primer peldaño.

 Se permitió 10 minutos de cansancio, luego se levantó, sacó de la bolsa una pequeña linterna y un destornillador del número correcto. Subió otra vez. Frente a su puerta, no llamó, se agachó. miró la cerradura con el respeto que merecen las cosas antiguas. No la forzaría, no era su lenguaje, pero había un tornillo en el buzón interno de esos que asoman como una confesión mal guardada. Lo apretó.

No cambió nada. Sonríó. Algunas acciones existen solo para recordarte que aún sabes hacerlo. A medianoche, ya de vuelta en casa de Isabela, abrió el cuaderno pequeño donde llevaba. Desde 2011 anotaciones breves, números, nombres. Dibujos de piezas. En una página, un esquema del piano, tapa, clavadijero, caja, tabla, armónica.

 En el margen, una palabra, semillas y debajo, tres códigos escritos a mano, separados por guiones. Una de esas secuencias estaba incompleta. “Falta una pieza”, escribió. “Y la tiene quien cree no tener nada.” A las 03:10, cuando el edificio entero se convirtió en un animal que duerme, Lauriano dejó la linterna sobre la mesilla y por primera vez en dos días cerró los ojos sin pelea.

 El plan no era astuto ni heroico, era paciente. Por la mañana iría a la notaría de la plaza del Hugo, después al banco donde desde 2012 pagaba una caja que nadie visitaba. Y por la tarde, si el viento ayudaba, hablaría con Sabela sobre un sobre antiguo que aún no había abierto. Antes de dormir, se reparó en un detalle minúsculo que la tristeza casi le había borrado.

 Marxa le había tendido la bufanda. Eso en un mundo que grita valía más que 100 discursos. En el sueño el piano sonó. No una canción completa, no un bals. Tres notas sostenidas como si fuesen faros para barcos tímidos. Al despertarse recordaría que había dicho en voz alta una frase que nadie escuchó. No me quitaréis la afinación.

 La ciudad entre tanto se puso la ropa del martes y bostezó. En el rellano de arriba, una silla rozaba el suelo. Alguien movía un mueble con cuidado. El piano quizás se había acercado 1 centímetro a la ventana, como quien se arrima al sol. Laureano, sin verlo, supo que esa distancia era la medida exacta del riesgo. Faltaba aún la tercera parte.

esa que reposaba sin que Sabela lo sospechase. Dentro del sobre sellado. Tenía cera roja, una inicial mal trazada y la promesa de un día concreto para abrirse. Laureano decidió que ese día sería pronto, pero no hoy. Primero necesitaba que sus hijas escuchasen una historia que no cabía en un audio de WhatsApp.

 Volvió a Montealto con paso lento, miró el portal, subió, llamó. Esta vez abrió Yaisa. Tenía prisa en los ojos. No puedo ahora, papá. Viene un tazador. No vengo a discutir, dijo él. Vengo a pedir un minuto. Un minuto no existe, dijo Yaisa arrepintió enseguida. Perdona, dime. El piano no es un trasto, es una promesa. No lo mováis.

 Por favor, si mañana seguís decididas, aceptaré lo que venga. Pero hoy, dejadlo donde está. Ya vailó. A sus espaldas, Roy hablaba por teléfono con voz de vendedor de barcos en el desierto. Uxia desde la cocina asomó con una mirada neutra. Está bien, dijo. Hoy no se toca. Laureano asintió. Bajo un peldaño. Se volvió. Esta noche a las 21:45 pasaré a recoger una foto de vuestra madre que está en la cómoda. Solo eso.

De acuerdo. Dijo Usia. A esa hora estaré yo. Gracias. salió al rellano. Un vecino lo saludó con la barbilla. El mundo, por un instante, pareció exactamente igual que ayer, pero no lo era. Había en la madera, en el metal, en el aire mismo, una tensión menuda de las que solo sienten los que han ajustado tornillos hasta que el ruido se vuelve música.

 A las 21:45 regresó al piso. Tocó Uxsia, abrió, le dio la foto sin teatro. Detrás. El piano brillaba un poco. Él, sin entrar, clavó la mirada en la tapa y supo, con la certeza de los oficios, que alguien no sabría decir quién. Había intentado levantarla y no había encontrado el tornillo exacto. Sonríó muy poco. Bastó.

Boa noite dijo. La puerta se cerró con un suspiro. En el pasillo el aire cambió su temperatura mínima. Laureano bajó tranquilo. Afuera la ciudad respiraba él también. Y sin embargo, faltaba una pieza. En el fondo del piso, algo vibró dentro del piano, casi imperceptible como un latido tímido que nadie todavía sabía nombrar aún.

 Laureano se despertó con un silencio que olía a sopa recalentada y a madera húmeda. La casa de Sabela era un refugio discreto, pero en su interior el hombre ya no podía retrasar más lo inevitable. Había un sobre con cera roja esperando en la alacena de la vecina desde hacía más de 10 años. Y ese sobre era, sin exagerar la llave de todo.

 A las 9:30, tras un desayuno frugal, tocó el tema. Sabela, ¿recuerdas aquel paquete que te pedí guardar en La mujer? Levantó la ceja con la calma de quien conoce todos los secretos de una escalera. Claro que lo recuerdo. Lo tengo donde guardo la receta de la empanada, pero nunca lo toqué. Me diste tu palabra y yo la mía. Hoy necesito verlo.

 ¿Seguro? Preguntó midiendo cada sílaba. Laureano asintió. Sabela fue hasta el aparador, abrió un cajón lleno de manteles y extrajo el sobre. Todavía conservaba el sello de cera, aunque un poco resquebrajado en los bordes. Se lo entregó como quien pasa una reliquia. Laureano lo abrió con cuidado.

 Dentro había un papel con una serie de dígitos, tres bloques de números y letras. El cuarto bloque, el faltante, estaba en el USB oculto en el Pian. Solo juntos podían recomponer la semilla completa de una cartera digital que contenía los ,000ó. “Esto es dinero, ¿verdad?”, preguntó Sabela, que había vivido demasiado para confundirse.

 “Es más que dinero,”, respondió él. Es la prueba de que todavía sé prever el futuro. El plan era simple y complejo al mismo tiempo. Recuperar el USB sin que las hijas ni Roy lo descubrieran. Sabía que si Roy sospechaba todo se torcería. El yerno postizo era capaz de vender el alma de cualquiera por una comisión.

Mientras tanto, en el piso de Monte Alto la tensión crecía. Usía había invitado a un tazador. El hombre caminaba por las habitaciones tomando notas en un dispositivo electrónico, señalando grietas y midiendo metros cuadrados. ¿El piano, ¿se queda o se va?, preguntó apuntando con el lápiz. Se va”, respondió Roy.

 “Rápido, no”, intervino Maruxa con una voz que parecía grito y súplica. “Ese piano es de papá. No podemos moverlo sin su permiso.” Uxia la miró con cansancio. “Maruxa, no seas infantil. Es un mueble enorme, nadie lo toca, ni siquiera él.” La joven estudiante apretó los labios. No iba a revelar que había visto a su padre acariciar las teclas en secreto, como si fueran cuentas de un rosario.

 Sabía que el piano tenía un significado oculto, aunque ignoraba cu. Ese mismo día, Laureano acudió a la notaría de la plaza de Lugo. Allí, un viejo conocido, el notario Gómez, lo recibió con la formalidad de los hombres que ya no esperan sorpresas. Necesito dejar constancia de un testamento especial”, explicó Laureano.

 “Uno que no se ejecute todavía.” Gómez ajustó las gafas. “Explíquese.” Laureano redactó un documento en el que establecía que la herencia esos 5 millones invisibles solo se repartiría entre sus tres hijas si ellas lograban juntas mantener el piano en su sitio hasta la fecha de su cumpleaños. Número de lo contrario, todo pasaría a una fundación de huérfanos.

“¿Estás seguro?”, preguntó Gómez más que nunca. Por la tarde, al regresar a Monte Alto, se encontró de frente con Maruxa. La joven lo esperaba en la esquina con una bufanda verde anudada torpemente. Papá, no debieron echarte. Lo sé, pero Uxsia y Aisa creen que hacen lo correcto. Roy. Roy las manipula. No necesito excusas, Maruxa.

 Necesito valor. ¿Puedes ayudarme? ¿Cómo? Esta noche a las 21:45 necesito entrar al piso sin que Roy lo sepa. Solo para revisar el piano. Marusa dudó, pero al final asintió. El reloj se acercaba a la hora. La Oriano aguardó en la sombra de la calle. Mientras Maruxa fingía bajar la basura, ella dejó la puerta entreabierta.

 Él entró con pasos lentos, midiendo cada sonido. En el salón, el piano reposaba como un animal antiguo. Se arrodilló frente a la tapa, sacó el destornillador y en menos de un minuto la abrió. Allí estaba el USB con la pegatina gastada. Lo tomó y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. De repente, una voz lo cortó todo.

 ¿Qué haces aquí? Era Roy. Estaba en el pasillo con el móvil en la mano y la mirada de un cazador que olfatea botín. Vine a recoger una foto. Improvisó Laureano. Marusa me dejó entrar. Roy sonrió con ironía. Una foto que requiere destornillador. No, Laureano no respondió. Guardó la herramienta y se puso de pie.

 Roy lo dejó pasar, pero en sus ojos brillaba la sospecha. Al día siguiente, Uxia recibió una llamada urgente del hospital. Una paciente anciana había preguntado por el padre de la enfermera de ojos cansados. Uxia, confundida, fue a la habitación. Allí la mujer le entregó un sobre dirigido a Laureano Baret. ¿Cómo lo consiguió?, preguntó Uxia. Me lo dio él hace años.

Pues si un día lo veía usted”, contestó la paciente antes de dormirse de nuevo. Uxsia abrió el sobre. Dentro había una carta de su padre escrita en 2012, donde hablaba de la importancia de cuidar la casa, de mantener la unión, de no dejar que el dinero separara lo que el hambre había unido. Lloró en silencio.

 Esa noche las tres hermanas se reunieron sin Roy. La carta estaba en medio de la mesa. Papá nos advirtió hace años, dijo Uxia. ¿Qué estamos haciendo? Ya, se mordía las uñas. Lo hacemos por él por su seguridad. No, interrumpió Maruxa. Lo hacemos por miedo y Roy lo hace por dinero. Hubo un silencio largo.

 La carta parecía un espejo. Laureano mientras tanto, se reunió de nuevo con Gómez el notario. Con el USB y el papel de Sabela ya tenía la semilla completa. Introdujo los códigos en un ordenador seguro y la pantalla confirmó lo esperado. La cartera con 5 millones intactos. Ahora tiene la prueba, dijo Gómez.

 ¿Qué hará con ella? esperar a que mis hijas decidan quiénes son de verdad. Los días siguientes fueron un desfile de tensiones. Roy presionaba para vender el piso, hablaba con inmobiliarias, hacía llamadas misteriosas. Usia se alejaba de él. Maruxa directamente lo enfrentaba y Yaisa oscilaba entre el miedo y la obediencia.

 Finalmente, un sábado por la mañana, las tres fueron a ver a su padre. Lo encontraron en la casa de Isabela afinando una guitarra vieja. Papá”, dijo Usía, “queremos saber la verdad. ¿Qué escondes en ese piano?” Laureano los miró con calma. Un secreto que vale 5 millones, pero no se trata del dinero, se trata de vosotras. Y entonces les explicó todo.

 La inversión, los códigos, el testamento condicional. El silencio que siguió fue tan profundo que se oía hasta el crujido de la madera. “¿Nos pruebas?”, preguntó Yaisa casi con rabia. Os doy la oportunidad de demostrar que sois más que las prisas de Roy”, respondió él. Las tres se miraron. Algo cambió en sus rostros.

 El desenlace llegó una semana después. Roy, desesperado, intentó forzar la tapa del piano en ausencia de todos, pero Maruxa lo sorprendió y llamó a la policía. El hombre fue detenido por intento de hurto y falsificación de documento. El escándalo hizo que Uxsia y Aisa comprendieran hasta qué punto habían sido manipuladas juntas.

 Firmaron un acuerdo con su padre. Mantener la casa y el piano hasta diciembre, cuidar de él entre las tres y llegado el cumpleaños, decidir juntos el destino del dinero. La noche del 1 de diciembre, el piso de Montealto volvió a estar lleno de voces familiares. Laureano sopló las velas de su 68 cumpleaños, rodeado de sus hijas.

No había lujos, solo un caldo de Sabela, una tarta sencilla y en un rincón el piano intacto. Él levantó una copa de vino barato y dijo, “No celebramos el dinero. Celebramos que todavía sabemos estar en la misma mesa.” Las tres hijas brindaron. La casa por primera vez en mucho tiempo sonó afinada.

 En el corazón de Laureano, las 5 millones de razones para desconfiar se convirtieron en una sola razón para creer que la familia, aunque a veces se rompa, puede repararse como un motor cansado, pieza a pieza, hasta volver a rugir. Yeah.