Desde la primera semana que Daniela se mudó a mi casa, lo noté.
Todas las noches, justo después de cenar, se escabullía al baño y se quedaba allí más de una hora.
El sonido del agua corría… y corría… pero algo en él se sentía extraño. El vapor nunca perduraba. El ligero aroma que se filtraba bajo la puerta no era el suave perfume floral que usaba durante el día; era más fuerte. Más almizclado. Casi… masculino.
Al principio, lo ignoré. Era joven, mi nueva nuera, casada con mi hijo Leonardo desde hacía apenas tres meses. Era educada, educada y trabajadora. Mi hijo solía estar fuera en obras durante una semana o más, así que apreciaba su compañía.
Solo para fines ilustrativos.
Pero el ritual del baño se volvió… inquietante.
Una noche, mientras ordenaba la sala, encontré una toallita húmeda en la papelera. No era de nuestra marca; esta tenía la etiqueta “Para hombres” y un intenso aroma a menta. Se me aceleró el pulso. ¿Había un hombre en mi casa?
Me guardé mis sospechas. En cambio, empecé a cronometrarla. Todas las noches, a las 8 p. m., desaparecía dentro. A veces, a las 9:30, salía: con el pelo húmedo, la ropa impecable, sin rastro de vapor.
Entonces, una noche, al inclinarme para escuchar, el agua chisporroteó… y lo oí.
Una voz de hombre. Baja. Cerca.
“Espera un poco. Voy a salir”.
El corazón me latía con fuerza. Había alguien ahí dentro.
No lo pensé; agarré mi teléfono y llamé a la policía.
Solo para ilustrar.
Minutos después, dos agentes estaban en el pasillo. Llamaron a la puerta del baño.
“¡Abran! ¡Policía!”
La voz de Daniela respondió, sobresaltada. “¿Qué pasa?”
“Abran la puerta. Ahora”.
Cuando salió en bata, su rostro palideció. Los agentes revisaron el baño. Ningún hombre. Ninguna ventana abierta. Nada.
Pero entonces…
“Dos cepillos de dientes. Y dos desodorantes”, anotó un agente. Un hombre. Una mujer.
Daniela se quedó paralizada.
En la comisaría, finalmente rompió su silencio. Le temblaba la voz, pero su mirada permanecía firme.
“El hombre que creen que escondía… es mi hermano menor, Luis”.
La habitación quedó en silencio.
Nos lo contó todo: cómo su madre había trabajado para una familia adinerada, cómo Luis nació de una aventura prohibida y cómo creció sin padre, sin papeles. Cuando se endeudó con peligrosos usureros, huyó a Ciudad de México sin ningún lugar adónde ir.
Solo para fines ilustrativos.
Una semana después de su boda, él la llamó, desesperado, sin hogar, aterrorizado.
“No pude rechazarlo”, susurró.
Así que todas las noches, después de acostarme, ella lo dejaba entrar. Se escondía en el baño, no para ducharse, sino para dormir. Ella abría y cerraba el grifo para disimular el silencio. Se lavaba con toallitas húmedas y salía antes del amanecer.
¿El perfume? Para disimular el sudor. ¿Los artículos de aseo extra? Los suyos. ¿La voz masculina? Luis, llamando a un amigo para pedir ayuda.
Me quedé allí sentada, atónita. No era traición, era desesperación.
Luis apareció a la mañana siguiente: delgado, callado, cabizbajo.
“Lo siento, señora. Es que… no tenía otro sitio”.
Lo observé un buen rato antes de decir finalmente:
“Nadie merece vivir con miedo. Si es sincero, le ayudaremos”.
Meses después, Leonardo supo la verdad. Su ira dio paso al respeto por la lealtad de su esposa. Juntos, ayudamos a Luis a saldar sus deudas y a conseguir los papeles legales. Hoy trabaja en una tienda de confianza y vive en paz.
Una noche, Daniela salió de la ducha en veinte minutos, oliendo a su dulce perfume de siempre.
Le di una taza de té.
“Qué rápido. ¿Ya no hay nadie escondido ahí?”
Se sonrojó y rió.
Y en ese momento, comprendí: a veces los secretos más sospechosos… nacen del amor, no de la traición.
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