¿Pueden creerlo? Un día antes de mi boda, mi propia hermana me echó ácido en la cara mientras dormía. Y lo peor de todo es que yo me lo merecía. Hola, soy Mercedes. Tengo 82 años y antes de que Dios me lleve, necesito confesar una historia que me ha carcomido el alma durante más de 50 años. Es una historia terrible, controversial, que va a dividir opiniones sobre quién era realmente la víctima en todo esto, pero necesito contarla porque el peso de este secreto ya no me deja dormir tranquila.
Esta es una historia sobre vanidad, sobre celos, sobre hermanas que se odiaron hasta las últimas consecuencias y sobre una boda que nunca llegó a celebrarse. Yo era la hermana bonita. Desde pequeña todos lo decían. Mercedes la preciosa. Mercedes la que va a encontrar un buen marido. Mercedes la que nunca va a trabajar porque con esa cara no va a necesitarlo.
Mi hermana Esperanza, 3 años menor que yo, siempre fue la inteligente, la estudiosa, la que tenía que esforzarse el doble para conseguir lo que a mí me regalaban con una sonrisa. Pero yo no veía nada malo en eso. Era el orden natural de las cosas, ¿no? Cada una tenía sus dones. Crecimos en una casa humilde en el centro de la ciudad.
Papá trabajaba en una fábrica textil y mamá cocía para las señoras del barrio rico. Esperanza y yo compartíamos cuarto, cama, ropa, todo menos la atención de los hombres. Desde los 15 años yo tenía pretendientes que hacían cola en nuestra puerta. Esperanza se quedaba estudiando mientras yo me arreglaba para salir con algún muchacho diferente cada fin de semana.
El problema empezó cuando cumplí 23 años. Hasta entonces yo había sido la novia de medio pueblo, pero nunca nada serio. Me gustaba la libertad, me gustaba sentir que tenía opciones. Pero ese año llegó a Aurelio Mendoza a trabajar a la fábrica de papá. Venía de la capital, tenía 30 años.
Era ingeniero, guapo como un galán de película y, sobre todo, tenía dinero. Un hombre así no aparecía todos los días en nuestro pueblo. La primera vez que lo vi estaba esperando a papá en la puerta de la fábrica. Salió con su camisa blanca impecable, su reloj de oro brillando al sol y esos ojos verdes que me atravesaron el alma.
me miró una vez, dos veces y yo supe que ya era mío. No tuve que hacer nada más que sonreír. En una semana ya me estaba cortejando formalmente. En un mes toda la familia Mendoza vino a pedir mi mano. Pero lo que yo no sabía era que Esperanza también lo había visto ese primer día. Ella también se había quedado prendada de Aurelio Mendoza.
Mi hermana, la que nunca había tenido novio, la que se refugiaba en los libros mientras yo conquistaba corazones, se había enamorado perdidamente del mismo hombre que me iba a convertir en su esposa. Los primeros meses de noviazgo fueron perfectos. Aurelio me llenaba de regalos, me llevaba a restaurantes elegantes, me presentaba a sus amigos de la capital como Mi Prometida, la mujer más hermosa del mundo.
Esperanza se hacía la feliz por mí. me ayudaba a elegir vestidos, me daba consejos sobre cómo comportarme con las familias de la alta sociedad, pero yo empecé a notar cosas raras. La encontraba llorando sin motivo, se levantaba en las madrugadas y caminaba por la casa como un alma en pena.
Una noche la escuché hablando sola en el patio. Decía cosas como, “No es justo, no es justo. Ella no lo ama como yo lo amo. Pensé que estaba celosa de mi felicidad. Algo normal entré en hermanas. Nunca imaginé la profundidad del veneno que se estaba cocinando en su corazón. La boda se planeó para el 15 de mayo de 1962. Sería la boda del año en el pueblo.
Vestido importado de París, fiesta en el club social, luna de miel en Europa. Yo estaba viviendo el sueño de cualquier mujer de mi época. Esperanza ayudó con todos los preparativos, siempre sonriente, siempre dispuesta. Nadie hubiera sospechado lo que se venía. El 14 de mayo, un día antes de la boda, me acosté temprano.
Estaba nerviosa, emocionada, pero también agotada por todos los preparativos. Esperanza se quedó despierta. Dijo que tenía que terminar de planchar algunas cosas para la ceremonia. Fue lo último que recuerdo antes de que mi vida cambiara para siempre. Me desperté con un dolor que no puedo describir con palabras. Era como si mil demonios me estuvieran arrancando la piel con garras ardientes.
No podía ver, no podía gritar, solo sentía el fuego líquido corrooyendo mi rostro. Los gritos de mamá llenaron la casa, papá golpeando puertas para pedir auxilio y yo. Yo entendí inmediatamente lo que había pasado, aunque mi mente se negara a aceptarlo. Esperanza estaba ahí parada junto a mi cama con un frasco vacío en las manos y esa expresión, esa expresión que jamás voy a olvidar.
No era de arrepentimiento, no era de horror por lo que había hecho, era de satisfacción, de una satisfacción cruel y fría. que me heló la sangre más que el propio ácido. Ahora ya no eres tan bonita, me susurró al oído mientras llegaba la ambulancia. Ahora vamos a ver si Aurelio te quiere sin esa cara. Y tenía razón.
Aurelio nunca volvió a verme. Canceló la boda desde el hospital, mandó a su familia a recoger el anillo de compromiso y se regresó a la capital esa misma semana. Nunca más supe de él. Dicen que se casó al año siguiente con una muchacha de buena familia de allá, pero esto apenas era el comienzo de una historia que nadie conoce completa, porque lo que pasó después fue mucho peor que perder una cara bonita y un matrimonio de ensueño.
Los siguientes meses fueron un infierno que no le deseo ni a mi peor enemigo. Pasé 4 meses internada, sometida a cirugías que en esa época eran primitivas comparadas con lo de ahora. Los médicos hicieron lo que pudieron, pero el ácido había sido demasiado potente. Mi ojo izquierdo quedó completamente perdido. La mitad de mi cara era una masa de cicatrices horribles y mi boca, mi boca quedó torcida para siempre.
Esperanza venía a visitarme todos los días al hospital. Se hacía la hermana dolida, la hermana arrepentida. Traía flores, dulces, se quedaba horas agarrándome la mano y pidiendo perdón entre lágrimas. Pero yo veía algo más en sus ojos. Veía triunfo. Veía que había conseguido exactamente lo que quería.
Mamá y papá nunca supieron la verdad. Esperanza les dijo que había sido un accidente, que había confundido el frasco de ácido muriático que papá usaba para limpiar herramientas con el agua que me iba a llevar a la cama, que había sido en la oscuridad, que estaba muy nerviosa por mi boda. Y no se fijó bien. Todo el pueblo se lo creyó.
Pobre Esperanza, qué tragedia tan terrible, qué accidente tan desafortunado. Pero yo sabía la verdad y Esperanza sabía que yo sabía. Cuando salí del hospital ya no era la misma persona, no solo por la cara destrozada, sino por algo que se había roto por dentro. Me volví amargada, resentida, llena de odio hacia el mundo y hacia mí misma.
No podía salir a la calle sin que los niños me señalaran y corrieran. gritando. Los hombres apartaban la mirada con asco. Las mujeres me miraban con lástima. Esperanza, por el contrario, floreció. Sin mía, acaparando toda la atención, ella empezó a brillar. Se arregló el pelo, comenzó a usar maquillaje, se compró ropa bonita.
Los pretendientes que antes venían a buscarme, ahora la cortejaban a ella y ella lo recibía con la sonrisa más dulce del mundo, como si nada hubiera pasado. Pero lo que más me dolía era verla fingir preocupación por mí. Ay, Mercedes, no te pongas triste. Ya vas a encontrar a alguien que te quiera como eres.
Lo importante es que estés viva. Lo decía con una voz melosa que me daba náuseas. Yo quería gritarle la verdad a todo el mundo, pero ¿quién me iba a creer? Esperanza la santa, esperanza la buena hermana que cuidaba a su pobre hermana desfigurada. Los ataques de ansiedad llegaron al año de mi accidente. Despertaba en las madrugadas empapada en sudor, sintiendo que me ahogaba, que las paredes se me venían encima.

Tenía pesadillas donde veía la cara de esperanza inclinándose sobre mí con el frasco de ácido. Comencé a tomar pastillas para dormir, después pastillas para estar despierta, después pastillas para no pensar. Papá tuvo que llevarme con un doctor de la capital porque yo ya no podía ni salir de mi cuarto.
Me diagnosticaron depresión severa y crisis nerviosa. Pasé 6 meses internada en una clínica psiquiátrica donde me daban choques eléctricos para curarme la mente. Cuando regresé a casa ya era como un fantasma. Durante este tiempo, Esperanza conoció a Ricardo, un comerciante próspero del pueblo vecino. Era un hombre bueno, trabajador, que la amaba sinceramente.
Se casaron en una ceremonia sencilla pero hermosa. Yo no pude ir oficialmente porque estaba muy enferma. En realidad, porque no soportaba la idea de ver a mi hermana caminando hacia el altar con el vestido blanco que debería haber sido mío. Pasaron los años y yo me convertí en la hermana solterona y loca que vivía recluida en su cuarto.
Esperanza tuvo tres hijos hermosos, una casa grande y todo lo que yo había soñado para mí misma. Cada Navidad, cada cumpleaños, cada ocasión especial. Ella me invitaba con esa sonrisa falsa. Ven, Mercedes, necesitas salir un poco. Los niños quieren ver a su tía, pero yo sabía porque me invitaba. No era por cariño, era para recordarme lo que había perdido, para restregarme en la cara lo que ella había ganado, para verme ahí sentada, fea y amargada, mientras ella brillaba como la estrella de la familia.
Durante 20 años viví así, tomando pastillas, durmiendo de día, despierta de noche, alimentando un odio que me estaba matando por dentro. Todos pensaban que Esperanza era una santa por cuidar de su hermana enferma. Nadie sabía que cada gesto de bondad era una puñalada más en mi corazón, pero la vida tiene formas curiosas de cobrar las cuentas pendientes.
Y lo que pasó en 1982 cambió todo para siempre. Ya sé que esto ha sido muy largo, pero necesito que entiendan bien cómo llegamos al punto de quiebre. Antes de continuar, por favor, si esta historia los está impactando tanto como a mí me duele contarla, denle me gusta al video, aprieten ese botoncito que está ahí abajo, por favor, y si quieren escuchar más historias como esta, suscríbanse al canal, es muy fácil.
¿Ven ese botón negro que dice suscribirse? Solo apriétenlo y ya están. Yo sé que muchos de ustedes no saben bien cómo se hace, pero es así de simple, porque lo que viene ahora, lo que viene ahora les va a chocar el corazón de una manera que no se imaginan. Una mañana de marzo de 1982, estaba en mi cuarto tomando el café cuando escuché gritos desesperados desde la casa de esperanza.
Eran sus hijos, mis sobrinos, gritando: “¡Auxilio, auxilio, mamá se está muriendo! A pesar de todo mi resentimiento, algo dentro de mí se movió. Salí corriendo, cosa que no había hecho en años, y llegué a su casa. Encontré a Esperanza tirada en el suelo de la cocina, convulsionando con espuma saliendo de su boca.
Sus tres hijos de 10, 12 y 14 años estaban aterrorizados sin saber qué hacer. Llamamos a la ambulancia y llegué con ella al hospital. Los médicos dijeron que había sido envenenamiento severo, pero no sabían con qué. Esperanza estuvo tres días en coma entre la vida y la muerte. Yo no me moví de su lado. Después de 20 años de odio, de repente me di cuenta de que no podía perder a la única familia que me quedaba.
Cuando despertó, lo primero que hizo fue agarrarme la mano y susurrar, “Mercedes, tengo que contarte algo antes de que sea tarde. Algo que he guardado todos estos años y que me está matando por dentro. Pensé que por fin iba a confesarme lo del ácido, que por fin iba a pedirme perdón de verdad, pero lo que me dijo me dejó helada.
Mercedes”, me dijo con la voz quebrada. El ácido. El ácido no era para ti, era para mí. No entendí nada. Le pedí que me explicara y entonces, con lágrimas corriendo por su cara, me contó una verdad que me destrozó más que el propio ácido. Esa noche, la noche antes de tu boda, yo había decidido quitarme la vida.
No podía soportar verte casándote con Aurelio. No podía vivir sabiendo que el hombre que amaba se iba a ir para siempre con mi hermana. Preparé el ácido para bebérmelo. Quería terminar con mi sufrimiento de una vez por todas. Mi mundo se tambaleó. Todo lo que había creído durante 20 años se desmoronaba como un castillo de arena.
Pero cuando llegué a tu cuarto para despedirme de ti por última vez, siguió esperanza. Te vi durmiendo tan tranquila, tan hermosa, tan feliz y algo malo despertó en mí. Pensé, ¿por qué ella tiene que tenerlo todo mientras yo no tengo nada? ¿Por qué yo tengo que morir mientras ella vive su cuento de hadas? Las lágrimas ahora corrían por mi cara también.
La historia que conocías estaba reescribiendo ante mis ojos. En un segundo de locura, de celos puros, decidí echarte el ácido a ti en lugar de bebérmelo. Yo pensé que si no podía tenerte Aurelio, tampoco tú lo tendrías. Pensé que al menos podríamos estar igualadas en la desgracia. Durante 20 años había cargado con el odio hacia mi hermana.
Durante 20 años había creído que ella había planeado todo fríamente. Durante 20 años había estado equivocada. Esperanza no era la villana calculadora que yo había imaginado. Era una mujer desesperada que en un momento de locura había cometido el peor error de su vida y había cargado con esa culpa durante dos décadas, alimentando mis ataques de ansiedad con sus atenciones, pero también castigándose a sí misma cada día.
Por eso me casé con Ricardo tan rápido, me confesó. Por eso tuve hijos tan pronto. Estaba tratando de llenar el vacío que Aurelio había dejado, pero nada funcionó. He vivido estos 20 años sintiéndome la peor persona del mundo. Y ahora, con este envenenamiento, creo que es la forma que tiene Dios de cobrarme lo que hice.
El envenenamiento no había sido accidental. Esperanza había estado tomando pequeñas dosis de veneno para ratas durante meses, no para matarse de una vez, sino para castigarse lentamente, para sufrir como yo había sufrido. Era su forma retorcida de pagar por su culpa. Los médicos confirmaron después que había estado ingiriendo arsénico en pequeñas cantidades.
Su cuerpo había aguantado hasta que no pudo más. literalmente se estaba matando de a poquitos por el remordimiento. Cuando salió del hospital, todo cambió entre nosotras. Por primera vez en 20 años pudimos hablar de verdad. Esperanza me contó que Aurelio se había ido no solo por mi cara desfigurada, sino porque él también sospechaba que no había sido un accidente, que alguien de la familia Mendoza había contratado un detective privado y habían descubierto inconsistencias en la historia de esperanza. ¿Sabes qué fue lo que más me
dolió?”, me dijo una tarde mientras tomábamos café en su cocina, que cuando te eché el ácido y vi tu cara destruyéndose, en lugar de sentir satisfacción, sentí un vacío horrible. Me di cuenta de que había destruido a la persona que más amaba en el mundo por un hombre que ni siquiera valía la pena. Era cierto.
Aurelio había resultado ser un hombre superficial e interesado. Se había casado con la hija de un banquero de la capital y después habíamos sabido que la engañaba constantemente. Había tenido varios divorcios y problemas con el alcohol. No era el príncipe azul que yo había creído. Los últimos años de vida de esperanza fueron diferentes.
Nos volvimos íntimas como nunca habíamos sido de niñas. Ella me cuidaba, pero ahora desde el amor genuino, no desde la culpa. Yo la acompañé en sus últimos días cuando el cáncer de hígado, consecuencia del envenenamiento, se la llevó lentamente. Murió en 1985, agarrando mi mano y pidiéndome perdón una vez más.
Le dije que la perdonaba, que la amaba, que entendía su dolor. Pero, ¿saben qué? No estoy segura de que eso haya sido completamente cierto, porque después de todos estos años, después de conocer toda la verdad, todavía me pregunto, ¿qué hubiera pasado si Esperanza se hubiera matado esa noche en lugar de desfigurarme a mí? ¿Habría sido mejor para todos? Habría sido más justo. Yo me quedé soltera para siempre.
Nunca pude tener hijos. Nunca conocí el amor de un hombre. Viví 50 años con una cara destrozada y un alma rota. Esperanza. En cambio, tuvo 20 años de matrimonio, tres hijos hermosos, nietos, una vida completa. Sí. Ella sufrió con la culpa. Sí. Se castigó a sí misma hasta la muerte, pero tuvo todo lo que yo no pude tener.
Era suficiente castigo o debería haber pagado más caro por arruinar mi vida. Cuando murió, me dejó una carta donde me confesaba algo más. Resulta que durante todos esos años ella había estado enviando dinero anónimo a varias organizaciones que ayudaban a mujeres desfiguradas por ácido. Había gastado casi todos sus ahorros en cirugías reconstructivas para víctimas como yo en otros países.
Era su forma de reparar el daño decía en la carta. Pero, ¿saben qué pensé cuando leí eso? Pensé, y a mí qué me importa que hayas ayudado a otras si nunca pudiste devolverme mi cara, mi vida, mi oportunidad de ser feliz. Tal vez suene cruel, pero es la verdad. Después de todo lo que pasé, después de toda la comprensión que desarrollé hacia ella, todavía hay una parte de mí que cree que esperanza se salió con la suya, que al final de cuentas ella tuvo una vida plena, mientras yo solo tuve una existencia mutilada. Ahora que estoy cerca de
reunirme con ella del otro lado, todavía no sé si lo que siento es amor o resentimiento. Todavía no sé si realmente la perdoné o solo me convencí de que lo hice para poder seguir viviendo. Lo que sí sé es que cuando lleguemos al juicio final, yo voy a tener algunas preguntas para Dios. Porque si todo pasa por algo, si todo tiene un propósito divino, necesito entender cuál era el propósito de mi sufrimiento.
Necesito saber por qué yo tuve que pagar el precio de los celos de mi hermana. Y también le voy a preguntar esto. ¿Hice bien en quedarme callada todos estos años? ¿Hice bien en guardar el secreto de esperanza y dejar que el pueblo siguiera creyendo que había sido un accidente? Porque la verdad es que después de que ella me confesó todo, yo pude haber hablado, pude haber destruido su reputación, su matrimonio, su vida familiar, pero no lo hice.
Y no fue por bondad, fue porque me di cuenta de que ya no me importaba la venganza. El daño ya estaba hecho, mi vida ya estaba arruinada y destruirla de ella no me iba a devolver nada. Algunos dirán que fui noble, otros dirán que fui tonta. Yo creo que simplemente estaba cansada de odiar.
Odiar es muy agotador, ¿saben? Es como cargar una piedra gigante en el pecho todos los días llega un momento en que prefieres soltarla, aunque no sepas si lo haces por sabiduría o por agotamiento. Bueno, esta es mi historia. La historia de dos hermanas que se amaron y se odiaron con la misma intensidad. La historia de cómo los celos pueden convertir a las personas en monstruos.
La historia de cómo el perdón a veces es más complicado de lo que predican en las iglesias. No sé si hice lo correcto. No sé si Esperanza mereció mi perdón o si yo merecí mi sufrimiento. Lo único que sé es que ya no quiero cargar más con estos secretos. Ya no quiero morirme sin haberle contado a alguien la verdad completa. Por favor, si llegaron hasta aquí, denle me gusta al video, aprieten ese botoncito de abajo, por favor, y suscríbanse al canal para escuchar más historias como esta.
Es fácil, solo aprieten donde dice suscribirse y ya están acompañándonos en esta familia. Si alguna vez han vivido algo parecido, si han tenido que cargar con secretos familiares que los están matando por dentro, déjenlo en los comentarios. Tal vez su historia necesita ser contada también. Aquí estamos todos los días esperándolos con nuevos relatos que los van a dejar sin aliento.
Perdónenme si este video ha sido muy largo, pero es que hay historias que no se pueden contar a medias. Necesitaba soltar todo esto ya. Necesitaba este desahogo después de 50 años de silencio. Gracias por acompañarme hasta el final, por prestarme sus oídos y sus corazones para vaciar el mío. Ahora solo me queda esperar a que llegue mi hora para por fin poder preguntarle a Esperanza, cara a cara, si realmente valió la pena todo lo que hicimos.
Y para preguntarle a Dios si algún día voy a entender por qué las cosas tuvieron que pasar así. Hasta la próxima historia. Si Dios me da tiempo de contar una más.
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