Cuando el millonario vio a su prometida destruir el dibujo hecho por su hija, tomó una decisión inesperada y la hizo arrepentirse de lo que había hecho. Era una tarde tranquila. El cielo comenzaba a tomar ese color anaranjado que solo se ve cuando está por caer el sol. En una de las zonas más exclusivas de Guadalajara, una mansión moderna y elegante se alzaba imponente, con un jardín perfectamente podado, ventanas enormes y un portón eléctrico que se abría suavemente al paso del coche negro que acababa de llegar.
Octavio bajó del auto con cara de cansancio. Llevaba su saco en el brazo y el celular en la mano, viendo mensajes sin mucho interés. Había tenido una junta pesada como siempre, pero lo único que lo animaba era la idea de ver a su hija. Emilia, de apenas 8 años, era lo más importante en su vida desde que su esposa falleció. Eso y Romina, su novia, que desde hace unos meses vivía con ellos, al entrar por la puerta principal no dijo nada.
Le gustaba sorprender a Emilia. A veces subió las escaleras despacio sin hacer ruido hasta que una voz lo detuvo en seco. Venía del cuarto de juegos. Era romina, pero no hablaba en tono normal. Estaba molesta, muy molesta. Esta tontería, ¿qué se supone que es? Dijo con rabia. Octavio se acercó más. No entendía nada. Cuando llegó al marco de la puerta, lo que vio lo dejó completamente paralizado. Romina estaba de pie con un dibujo arrugado entre las manos.
A su lado, Emilia tenía la cara empapada de lágrimas. La niña no decía nada, solo miraba el dibujo con desesperación. A unos pasos, Clara, la niñera, parecía congelada por la escena, pero se notaba que estaba a punto de explotar. Era mi mamá. Yo la dibujé con mi mamá, gritó Emilia entre sollozos. A mí no me vas a venir con cosas, niña soltó Romina con los ojos llenos de celos. No me quieras hacer quedar como tonta. Esa figura tiene mi cabello, mi vestido.Tú hiciste ese dibujo para molestarme. Clara dio un paso adelante. Romina, por favor, ya basta. No tienes por qué tratarla así. Es una niña y ese dibujo no era para ti, era para su mamá. No tienes derecho a romperlo. Romina volteó a verla con una mirada fría. ¿Y tú quién te crees? ¿La mamá sustituta o qué? No te metas en lo que no te importa. Octavio seguía sin moverse, observando desde la puerta. Aún no lo habían visto.
Todo pasaba tan rápido que apenas podía procesarlo. Justo en ese momento, Romina, con un movimiento brusco, terminó de romper el dibujo frente a los ojos de Emilia, que gritó de dolor, como si le hubieran arrancado algo del alma. Clara se acercó a Emilia y la abrazó fuerte. La niña se aferró a ella llorando sin parar. Fue entonces cuando Octavio decidió entrar. Cerró la puerta de golpe, haciendo que las tres lo voltearan a ver. ¿Qué está pasando aquí?, preguntó con tono grave.
Romina lo miró sorprendida, pero en un segundo ya estaba llorando. Se limpió una lágrima imaginaria y corrió hacia él. Mi amor, qué bueno que llegaste. Esto se salió de control. Intenté hablar con Emilia, pero Clara se puso muy agresiva conmigo. Me gritó, me dijo cosas horribles, todo por un dibujo que ella misma usó para manipularla. Yo solo quise evitar más problemas. Clara se quedó boquy abierta. ¿Qué? ¿Qué estás diciendo? Eso es mentira. Tú rompiste el dibujo porque te dio celos.
Yo solo estaba tratando de calmarla. Le dijiste cosas horribles. Romina siguió con su actuación. No la escuches, Octavio. Desde hace semanas me ha estado viendo con mala cara. Creo que no le gusta que vivamos aquí. Está metiéndole ideas raras a tu hija. Esto no es sano. Yo ya no me siento cómoda. Octavio no sabía qué pensar. miró a su hija, que seguía temblando en los brazos de Clara, pero también miró a Romina, que seguía llorando y temblando como si fuera la víctima.
Clara, necesito que te vayas, por favor, ya. Esta situación no puede seguir así, dijo sin levantar la voz, pero con una firmeza que nunca antes había usado con ella. No, no me puede estar diciendo eso. Usted no está viendo lo que pasó. Está confiando en alguien que le miente, respondió Clara con la voz rota. Por favor, Clara”, repitió Octavio sin mirarla directamente. Clara soltó a Emilia con cuidado, que al instante la tomó de la mano con fuerza.
“Papá, no la dejes ir”, fue Romina. Ella rompió el dibujo. Octavio cerró los ojos, se llevó una mano a la frente. Romina le apretó el brazo como pidiéndole que tomara partido. “Llévala a su cuarto”, le dijo a Romina, refiriéndose a Emilia. Romina la tomó de la mano, pero la niña se soltó y corrió al fondo del cuarto. Se hizo bolita en una esquina sin querer ver a nadie. Clara quiso acercarse, pero Octavio levantó la mano pidiendo silencio.
Clara entendió. No había más que hacer. Caminó hacia la puerta lentamente. Romina la miraba con una sonrisa pequeña, casi imperceptible. Antes de salir, Clara volteó por última vez. Usted está cometiendo un error, pero ojalá algún día vea lo que está pasando. No por mí, por ella. Octavio no respondió. Cerró la puerta detrás de ella. Ya no había risas en esa casa, solo un silencio incómodo, cortante, que se quedó flotando entre las paredes. Clara salió de la casa con el corazón hecho pedazos.
Caminó rápido por el pasillo sin mirar atrás. Llevaba los ojos llenos de lágrimas, pero no iba a dejar que nadie la viera llorar ahí dentro. No frente a esa mujer que acababa de destrozar todo, ni frente al hombre que no supo confiar en ella. El portón se cerró a su espalda y con eso sintió que también se cerraba una parte de su vida. Emilia seguía en su cabeza. Su carita, su voz, su abrazo desesperado. Le temblaban las manos.
Nunca había sentido tanta impotencia. Adentro. El ambiente era tenso. Octavio se quedó solo en el cuarto de juegos. Emilia seguía en la esquina con los brazos cruzados y la mirada clavada en el suelo. Romina trató de acercarse, pero la niña no reaccionaba. “Mi amor, ya pasó todo”, intentó decirle Romina fingiendo una dulzura que no le salía ni un poquito. La niña no respondió. “Emilia entiende que a veces los adultos tenemos que tomar decisiones.” Continuó. “Tu papá sabe lo que hace.
Silencio. Emilia no movió ni un músculo. Octavio, que escuchaba desde la puerta, se dio cuenta de que algo no estaba bien. Esa no era su hija. Siempre alegre, siempre curiosa, siempre llena de preguntas y ahora no decía ni una palabra. “Déjanos solos un momento”, le dijo a Romina. Ella se encogió de hombros y salió. Apenas cruzó la puerta, sacó el celular y empezó a textear como si nada. Ya se sentía ganadora. Octavio se acercó lentamente. Emilia, ven, háblame, por favor.
Nada. Se agachó a su nivel. Mi amor, sé que estás triste, pero esto no puede seguir así. Clara ya no va a trabajar con nosotros. No porque no la quiera, sino porque, bueno, porque a veces hay cosas que no se pueden evitar. La niña levantó la mirada. Tenía los ojos rojos, como si no hubiera parpadeado en minutos. No fue Clara, fue Romina, dijo con voz bajita, pero Clara. Octavio tragó saliva. Ella rompió el dibujo. Dijo que yo lo hice para molestarla, pero no es cierto.
Era mi mamá y Clara me defendió. Octavio no supo qué decir. Todo lo que había escuchado minutos antes chocaba con esas palabras. Pero también sabía que Emilia no mentía, nunca lo había hecho. ¿Por qué no le crees a Clara? ¿Por qué le crees a Romina? Preguntó Emilia con lágrimas en la cara. Octavio se quedó en silencio. Ella te gusta más que yo y mi mamá. Ese golpe fue directo. Octavio sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho.
Negó con la cabeza. No digas eso, mi vida. Nada que ver. Solo a veces los adultos se equivocan y no siempre es fácil saber quién dice la verdad. Emilia volvió a mirar al piso. No quería seguir hablando. Cerró los ojos con fuerza, como si quisiera desaparecer. Octavio se levantó despacio. Salió del cuarto con el corazón revuelto. Romina lo esperaba en la sala. ¿Y todo bien con la niña? Él asintió sin ganas. Sí, solo está un poco alterada.
Romina se sentó en el sofá y estiró los brazos como si acabara de resolver un gran problema. Me alegra que hayas puesto un límite. Esa mujer ya se estaba pasando. No era normal que tuviera tanta influencia en tu hija. Hasta parecía que quería reemplazar a su mamá. Octavio la miró con atención. Esa frase le sonó a veneno. No digas eso. Clara nunca buscó reemplazar a nadie. Solo estaba para ayudar. Fue la única que no se fue cuando murió Paulina y siempre trató a Emilia como si fuera su hija.
Romina se cruzó de brazos. Pues sí, pero ya se estaba sintiendo dueña de la casa. Mira cómo se le puso encima a la niña. Me gritó. Me faltó al respeto y yo no voy a permitir que nadie me trate así, mucho menos en mi propia casa. Octavio la corrigió de inmediato. No es tu casa. Romina parpadeó sorprendida por el tono. Bueno, o sea, vivimos juntos, ¿no? Él no respondió. Se sentó frente a ella frotándose las sienes. Estaba confundido.
Algo no cuadraba. Clara nunca había levantado la voz en los 5 años que llevaba trabajando con ellos. Y ahora resulta que le gritó a Romina sin razón. No tenía sentido, pero ya había tomado una decisión y Clara ya se había ido. ¿Ya le avisaste al contador para que le liquiden?, preguntó Romina. mientras se acomodaba las uñas. Todavía no, lo haré mañana. Pues hazlo pronto, que no nos ande molestando después. Las exempleadas despechadas son peligrosas. Esa frase encendió una alarma en su cabeza.
No dijo nada, pero ya había algo dentro de él que empezaba a dudar. Romina hablaba como si todo fuera un juego, como si Clara fuera una amenaza que había que eliminar, no una persona que cuidó de su hija con amor verdadero. Emilia no comía con nadie más, no dormía si Clara no le daba las buenas noches y ahora ella no estaba y su hija no hablaba. El silencio en la casa se hizo más pesado. Esa noche Emilia no bajó a cenar.
Romina intentó hacer como si nada. Se puso una serie, comió su ensalada, se pintó las uñas en la sala. Octavio no tenía apetito. Se encerró en su estudio y apagó el celular. A las 11 subió al cuarto de su hija, la encontró dormida con el dibujo roto al lado de la cama. Lo había recogido y vuelto a armar como pudo. Pegó los pedacitos con cinta adhesiva. Aunque ya nada se veía bien. El rostro de su madre estaba partido en dos.
La figura de la niña apenas se sostenía. Era como una herida en papel. Octavio se sentó al borde de la cama. le acarició el cabello con cuidado. Emilia no se despertó, pero una lágrima cayó por su mejilla. Él la limpió con los dedos y por primera vez sintió que había hecho algo mal, muy mal. Pero ya era tarde. El lunes amaneció más gris de lo normal. Aunque el sol ya estaba en el cielo, dentro de la casa se sentía un ambiente frío, como si alguien hubiera apagado todo lo que antes la hacía brillar.
No había risas, no se escuchaba el sonido de dibujos animados ni los pasitos rápidos de Emilia corriendo por los pasillos. Tampoco estaba el olor del desayuno que Clara solía preparar con tiempo y cariño. Solo había silencio. Romina se levantó tarde, salió del cuarto con su bata de satén y cara de fastidio. Caminó por el pasillo arrastrando las chanclas sin preocuparse por el ruido. Al pasar por la puerta del cuarto de Emilia, ni siquiera se asomó. Fue directo a la cocina.
La cafetera no estaba encendida, el refrigerador tenía comida, pero nada listo. Encendió el fuego con mala cara, como si eso no fuera parte de su vida. Y ahora, ¿quién va a hacer el desayuno?, se preguntó a sí misma mientras sacaba un sartén y lo aventaba sobre la estufa. Octavio ya estaba vestido. Había bajado desde temprano con el café en mano y la cabeza llena de ideas que no lo dejaban tranquilo. Se asomó al comedor y vio a Romina batallando con los huevos.
¿Quieres que pida algo? Preguntó sin mucho ánimo. No, ya empecé esto, pero no me pidas milagros. Yo no cocino respondió mientras soltaba un suspiro dramático. Octavio se quedó de pie mirando todo en silencio. Era la primera mañana sin clara y ya lo sentía como un desorden total. En la esquina de la cocina había una taza con el nombre de Emilia pintado a mano. Nadie la había tocado. Al fondo, un dibujo medio colgado en el refrigerador se tambaleaba con el aire.
Todo parecía fuera de lugar. “Emilia ya bajó”, preguntó Romina sin mirar a su pareja. “No, no ha salido de su cuarto”, respondió él. “Pues hay que ponerle un horario. No puede andar por la casa haciendo lo que quiere. Si no baja a desayunar, que se quede con hambre.” Octavio la miró de reojo. Es una niña y todavía está afectada. No fue un buen fin de semana para ella. Romina se encogió de hombros como si no le importara.
A todos nos pasan cosas. Así es la vida. No podemos estar deteniendo todo por un dibujo. Esa frase fue como un golpecito seco en el pecho de Octavio. No dijo nada, pero lo sintió. No por el dibujo, sino por la frialdad, porque lo dijo como si se tratara de cualquier cosa y no de algo que le rompió el corazón a su hija. A las 8 subió a verla, tocó despacio. La niña no respondió. Cuando abrió la puerta, la encontró en pijama, sentada junto a la ventana, abrazando una almohada.
No se había peinado, ni siquiera se había levantado de la cama desde que despertó. Hola, mi amor”, dijo él con la voz lo más suave que pudo. “¿Cómo amaneciste?” “No quiero ir a la escuela”, dijo ella sin voltear a verlo. “No tienes que ir hoy, pero sí necesitas comer algo. Bajemos a desayunar.” “No quiero.” “Bueno, entonces puedo traerte algo aquí.” No. Silencio. Octavio se acercó, se sentó en la orilla de la cama. La niña seguía con la mirada en la ventana.
Él estiró la mano para acariciarle el cabello, pero ella se apartó apenas lo sintió. ¿Puedo hablar con Clara? Preguntó Emilia sin rodeos. Ella ya no trabaja aquí, hija. Ya hablamos de eso. Yo no lo hablé, dijo con firmeza. Tú la corriste sin preguntarme nada, sin escucharme. Es complicado. No todo es tan fácil como parece. Si le dijiste que no la querías aquí, Octavio dudó. Le pedí que se fuera. Sí, pero no fue porque no la quisiera, fue porque pensé que era lo mejor.
Y si te equivocaste, él no supo qué contestar. Romina apareció en la puerta sin tocar. ¿Van a desayunar o qué? Ya está lo que pude hacer. No me voy a quedar esperando. Ya bajamos, respondió Octavio sin mirarla. Romina se fue. Emilia se hundió un poco más entre las cobijas. Ya no me siento feliz en esta casa”, murmuró la niña. Esas palabras no se le salieron de la cabeza ni por un segundo en todo el día. Aunque intentó concentrarse en el trabajo, en las llamadas, en los pendientes de la empresa, todo le sonaba a ruido.
Emilia estaba mal y lo estaba por algo que él permitió, algo que en el fondo ya empezaba a sospechar que había sido un error. Durante la tarde, Emilia no salió de su cuarto, no quiso comer, no prendió la televisión, no dibujó, no tocó sus juguetes, parecía un fantasma encerrado en sí misma. Romina, en cambio, se la pasó metida en el celular, se tomó fotos en el jardín, grabó un par de historias para sus redes, subió una imagen de una taza de café con la frase “Lunes sin drama”, como si nada hubiera pasado.
Por la noche intentó sentarse junto a Octavio en el sillón, pero él se levantó sin decir mucho. Fue directo al estudio. Ahí, con la luz baja, se quedó revisando archivos. Aunque no leía nada, en realidad estaba mirando al vacío, pensando en Clara, pensando en todo lo que había hecho bien durante años, en cómo nunca se quejó, en cómo conocía a Emilia mejor que nadie. Pasó por su mente la escena del dibujo, la cara de Romina, el tono en su voz, las palabras que usó, todo.
Algo no le cuadraba, algo estaba mal. subió a su cuarto con una idea rondando en la cabeza y esa noche, antes de dormir, se quedó mirando el techo, sintiendo que algo dentro de él se estaba empezando a romper. Pasaron tres días, tres días donde Emilia casi no habló, comía poco, no quería jugar, no dibujaba y apenas y respondía con un sí o un no cuando su papá intentaba platicar con ella. No había vuelto a sonreír en el desayuno, en la cena o en cualquier momento del día.
Su silencio era como una nube espesa que lo cubría todo. Clara no estaba y eso se notaba más de lo que cualquiera quería admitir. Romina, por su parte, seguía actuando como si nada. Jugaba su papel de mujer comprensiva, cariñosa y presente, pero solo cuando Octavio estaba cerca, sonreía todo el tiempo con una sonrisa blanca, grande, que no llegaba a los ojos. Caminaba por la casa como si fuera suya, dando órdenes al personal de limpieza, hablando por teléfono en voz alta, grabando videos para sus redes donde enseñaba lo feliz que era su vida de pareja.
“Mi amor, ¿viste que ya tengo 20,000 seguidores más?”, le dijo a Octavio una mañana mientras él tomaba café y revisaba su agenda. “Están encantados con nuestras fotos. Todos dicen que hacemos una pareja divina.” Octavio solo levantó la vista por un segundo y asintió con la cabeza. No tenía cabeza para eso. Desde que Clara se había ido, no dormía bien y cada noche, antes de acostarse pasaba por el cuarto de su hija. Siempre la encontraba despierta, acostada de lado, mirando a la nada.
Romina notaba el distanciamiento de él, pero no decía nada. Jugaba a que todo estaba perfecto, solo que por dentro ya le hervía la sangre. Una tarde decidió preparar una merienda para Emilia. Algo simple, pan con crema de avellana y jugo. Lo puso todo en una charola con una flor en un pequeño florero y subió las escaleras como si fuera la madrina más amorosa del mundo. “Toc”, dijo desde la puerta. “¿Se puede?” Emilia no respondió. Estaba en su escritorio con la cabeza apoyada sobre los brazos.
No dormía, pero tampoco quería hablar. “Te traje algo rico. Mira qué bonito se ve”, insistió Romina entrando sin que se lo permitieran. dejó la charola en la mesa, se acercó a la niña, se agachó a su lado. Sé que extrañas, a Clara, pero ya no va a volver. Las cosas cambian. A veces los adultos tenemos que tomar decisiones. Tu papá te ama y yo también quiero que estemos bien tú y yo. Emilia levantó la cabeza y la miró fijo.
Tú rompiste el dibujo. Romina no se esperaba esa respuesta tan directa. Se le borró la sonrisa por un segundo, pero luego la volvió a poner. Eso ya lo hablamos. Yo jamás haría algo así. Fue un malentendido. Tú estabas muy sensible ese día. Lo vi, no lo soñé. No tiene caso seguir con eso. Lo importante es que estamos aquí y que las dos vamos a llevarnos bien. Sí, yo no quiero llevarme bien contigo. Romina se paró lentamente. La sonrisa ya no estaba.
La flor que había puesto en la charola se tambaleaba. se acercó a la puerta y antes de salir dejó un comentario en voz baja, más para ella que para la niña. Algún día vas a tener que crecer. Cerró la puerta sin cuidado, bajó las escaleras rápido, fue directo al jardín, sacó el celular y llamó a su hermana. No, no me soporta. Te juro que esa niña me va a volver loca. Y Octavio, peor, tiene la cabeza metida en el trabajo, ni me pela.
¿Sabes qué me dan ganas de hacer? meterla a un internado, pero uno bien caro de esos en Europa, a ver si así se le quita lo dramática. Del otro lado, su hermana le seguía la corriente como siempre y Romina siguió quejándose, sin notar que la empleada que barría cerca de la terraza escuchaba todo. La mujer fingió no oír, pero cuando Romina se fue, marcó por celular a una compañera que había sido muy cercana a Clara. “Oye, amiga, no más para que le digas.
Romina anda diciendo que quiere mandar a la niña a otro país. Está loca. Al día siguiente, Romina volvió a intentar acercarse a Octavio. Se puso un vestido ajustado, se arregló el cabello, se maquilló como si fueran a una fiesta. Bajó a desayunar con él. Mi amor, he estado pensando, ¿qué te parece si nos vamos el fin de semana a Valle de Bravo? Solo tú y yo, para despejarnos, cambiar de aire. Octavio la miró sin decir nada. Podemos dejar a Emilia con tu hermana o con alguien de confianza.No sé, pero tú necesitas salir. Estás muy estresado. Clara ya no está. Ya todo está tranquilo. Deberías relajarte un poco. No me puedo ir. Tengo muchas cosas pendientes. Y si las dejas tantito, solo por un par de días, podemos hacer algo romántico. Volver a conectar. Octavio suspiró. No es por trabajo. No quiero irme porque Emilia no está bien. Y si yo me voy ahora, la dejo más sola todavía. Romina puso cara de víctima. Y yo, yo no importo.
Claro que importas, pero tú estás bien. Ella no. Eso le dolió. Se le notó, pero otra vez fingió. Está bien, entiendo. Siempre va a ser tu prioridad. Lo respeto. Y se fue sin decir más, pero por dentro hervía. Subió a su cuarto y aventó la ropa al suelo. Cerró la puerta de un portazo. Su orgullo se estaba resquebrajando. Octavio ya no la miraba como antes. Emilia la rechazaba con todo. Clara, aunque ya no estaba, seguía presente en todo, en los rincones, en los recuerdos, en los silencios, y eso no lo podía soportar.
Más tarde, Octavio bajó al sótano. Recordó que ahí estaba el servidor de las cámaras de seguridad. Nadie lo había tocado desde que se instaló. revisó los archivos por costumbre, casi sin intención, pero con una ligera sospecha que le crecía desde hacía días. Entró al sistema, buscó por fecha, día del incidente, tarde, sala de juegos. Le tembló la mano cuando encontró el archivo, le dio play. Octavio se quedó sentado frente a la pantalla por unos segundos sin moverse.
Tenía la mirada fija en el video pausado. La imagen estaba en blanco y negro con la fecha y hora marcadas en una esquina. Ahí estaba la sala de juegos, justo como la recordaba, solo que vista desde un ángulo alto, desde una de las cámaras escondidas en la esquina del techo. Nadie se había acordado de esa cámara, ni siquiera Clara, ni Romina, ni él. Tal vez por eso nadie trató de borrar nada. Todo seguía ahí. Con un click le dio play.
El video arrancó con normalidad. Primero se ve a Emilia sentada en el suelo con un puñado de crayones frente a ella. Estaba concentrada, feliz. Dibujaba con ganas, poniendo detalles en cada figura. Octavio notó que la niña movía los labios mientras pintaba, como si estuviera hablando sola, inventando una historia mientras le daba forma al dibujo. Eso le dolió un poco. Hacía mucho que no la veía así, tan tranquila, tan en paz. Minutos después se abre la puerta. Romina entra con paso rápido, no saluda, no sonríe, camina directo hacia la niña.
El cuerpo de Emilia se encoge apenas la ve. Octavio se inclinó hacia la pantalla, le subió el volumen. Eso qué es, dice Romina en el video. Emilia levanta la hoja con orgullo. Es mi mamá y soy yo cuando era chiquita en el jardín del rancho. Aquí están los girasoles y acá está el caballo de mi tío. Romina toma la hoja y la mira fijamente. Y esa figura, esa que está aquí, también soy yo. Pero ahora. ¿Y por qué tiene vestido rojo?
Ese vestido no es como el mío. Sí, pero no eres tú, es mi mamá. De grande, como si no se hubiera ido. En la grabación se ve el cambio. Romina se tensa, frunce la boca, se queda mirando el dibujo como si fuera una ofensa personal. ¿Estás jugando a que tu mamá sigue viva? Sí, a veces la sueño y la dibujo para acordarme. Romina levanta el dibujo con fuerza. En la imagen, la niña da un paso atrás. Pues qué bonito jueguito.
¿Y sabes qué? No tienes derecho a ponerle mi vestido. ¿Quieres molestarme, verdad? Eres igual que tu niñera, siempre con tus chantajes. Emilia empieza a llorar. No estoy haciendo nada, solo era un dibujo. Cállate, grita Romina y con las dos manos parte el dibujo en pedazos. En ese instante, Clara entra a la sala. Su voz suena fuerte. Clara, sin miedo. ¿Qué estás haciendo? Romina, suéltalo. Romina gira hacia ella, aún con los pedazos del dibujo en la mano. Esta niña está mal de la cabeza.
Está jugando a que su mamá sigue viva y dice que soy yo. Se burla de mí. Me está provocando. Clara se acerca furiosa. No te atrevas a hablarle así. Es una niña, solo está dibujando lo que siente y tú no tienes ningún derecho a romperle nada ni a gritarle. Ah, no. ¿Y tú qué? ¿La nueva mamá o qué? No eres nadie, solo trabajas aquí. No te metas. Claro que me meto, porque yo sí la quiero, porque yo no le rompo lo poco que le queda.
Tú no entiendes nada. Romina tira los pedazos al suelo y se cruza de brazos. Ya veremos lo que dice Octavio. A ver si también te cree todo. Yo solo me estoy defendiendo. La escena termina cuando Octavio entra. Ahí es donde el recuerdo del video se une con lo que él vivió. Ya no hay dudas, ya no hay espacios para explicaciones falsas. Lo que vio fue claro. Clara no mintió. Emilia no inventó nada. Romina sí rompió el dibujo.
Sí gritó. Sí trató mal a la niña. Y él fue el único tonto que no quiso ver. detuvo el video, respiró hondo, cerró los ojos, la culpa le cayó encima como un costal lleno de piedras. Se vio a sí mismo diciéndole a Clara que se fuera. Escuchó su propia voz echándola sin darle la oportunidad de explicarse. Y ahora sabía que había cometido un error enorme. No solo había lastimado a Clara, había dejado sola a su hija. Le falló justo cuando más lo necesitaba.
Se levantó de golpe, subió las escaleras, cruzó el pasillo y fue directo al cuarto de Emilia. Tocó la puerta. Sin respuesta. Soy yo. ¿Puedo pasar adentro? La niña estaba sentada en el piso mirando un álbum de fotos. ¿Qué quieres?, preguntó bajito, sin girar la cara. Hablar contigo. Entró y se sentó junto a ella. Por un momento no dijo nada, solo miró la página abierta del álbum. Era una foto donde salía Emilia con Clara en la playa, las dos llenas de arena, sonriendo.
Detrás el mar brillaba. Vi el video dijo él finalmente. Emilia lo miró. ¿Cuál? La cámara del cuarto de juegos. Todo lo que pasó ese día. Tu dibujo. Romina, Clara, todo. Emilia no dijo nada, solo bajó la cabeza. Tenías razón. Romina lo rompió. Clara te defendió y yo fui un idiota por no creerles. Emilia lo miró con ojos tristes. Clara va a volver. Eso depende de ella, pero yo voy a buscarla y voy a pedirle perdón. La niña se acercó y lo abrazó fuerte.
Él la apretó con todas sus fuerzas. Sintió que algo dentro de él se rompía. Por dentro se hizo la promesa de no volver a fallarle nunca. Esa misma noche, Octavio bajó, buscó su celular, marcó el número de Clara, no respondió, mandó un mensaje, luego otro. Pasaron las horas y no obtuvo respuesta. No la encontraba en redes. No sabía dónde estaba viviendo. Romina bajó poco después como si nada. Todo bien, no vi las cámaras, dijo él sin rodeos.
Romina palideció. ¿Qué cámaras? Las de la sala de juegos. Vi todo. Ella intentó actuar como si no supiera de qué hablaba. Y no quiero escucharte. Agarra tus cosas. Hoy te vas de mi casa. ¿Qué? Te vas. No te quiero aquí. Y si no lo haces por las buenas, haré que te saquen por las malas. Estás exagerando. Fue un dibujo. Una tontería. No fue el dibujo, fue tu actitud, fue tu manera de tratar a mi hija, tu mentira, tu desprecio.
No tengo nada más que hablar contigo. Romina intentó llorar, pero esta vez su show no funcionó. Octavio estaba firme. Iba en serio. Ella, viendo que no podía hacer nada, se fue hecha una furia. Subió, empacó lo poco que tenía y se fue sin despedirse. La casa, por primera vez en días, respiró. Octavio se quedó solo en el estudio con el celular en la mano esperando que Clara contestara. Y al fin, después de muchas horas, sonó un mensaje.
Era ella. El celular vibró sobre la mesa del estudio. Octavio lo tomó como si quemara. Era un número conocido, pero que no usaba desde hace tiempo. Un número que al ver en la pantalla le removió todo por dentro. El mensaje decía, “Estoy bien, gracias por escribir. ¿Necesita algo, señor?” Así, frío, formal, clara. Octavio sintió un nudo en la garganta. Ella seguía molesta, dolida, pero no lo había bloqueado. Eso era algo. Se quedó mirando el texto unos segundos más y luego comenzó a escribir.
Borraba, escribía otra vez, volvía a borrar. No quería sonar forzado, tampoco quedar como víctima. Al final mandó lo único que sentía en serio. Quiero verte. Necesito pedirte perdón. No por mensaje, cara a cara. Pasaron minutos largos, eternos, hasta que llegó la respuesta. Estoy en casa de mi prima en Tlaquepaque, pero no quiero problemas. Si viene, que sea solo usted. Octavio se paró como resorte, subió las escaleras y tocó la puerta de Emilia. Voy a salir un rato.
¿Estás bien? ¿Vas a buscar a Clara? Sí. Emilia asintió sin decir nada, pero sonrió apenas un poco. Esa sonrisa le bastó. Bajó, tomó las llaves y salió sin hacer ruido. La noche estaba fresca, las calles tranquilas. No puso música en el coche, no llamó a nadie, solo manejó con los ojos fijos en la ruta, repasando una y otra vez lo que le iba a decir. Cuando llegó a la colonia, estacionó frente a una casa sencilla de dos pisos con una lámpara en la entrada que parpadeaba.
Tocó el timbre. A los segundos, una mujer morena, con lentes y cara de desvelo, abrió la puerta. Octavio, sí, ¿es usted la prima de Clara? Sí, pásale. Está arriba. Subió las escaleras despacio, como si cada paso le pesara. La puerta del cuarto estaba entreabierta. Tocó suavemente. Pasa, dijo una voz conocida. Entró. Clara estaba sentada en la orilla de la cama con una cobija sobre las piernas y un suéter viejo. No traía maquillaje. El cabello lo tenía recogido sin mucho orden, pero sus ojos sus ojos estaban llenos de tristeza.
Gracias por recibirme”, dijo él sin saber bien cómo empezar. Clara lo miró sin moverse. “¿Qué quiere decirme?” Que me equivoqué, horrible. Que fui un tonto, que no te escuché, que me dejé manipular, que le fallé a mi hija y a ti también. Clara desvió la mirada. Pensé que me conocías más que eso, que sabías cómo soy, lo que significaba Emilia para mí. Lo sabía. Solo que ese día no supe ver. Me dejé llevar por la culpa, por la presión.
No sé, pero no tengo excusa. Ya vi el video, todo. Vi como ella destruyó el dibujo. Vi como tú trataste de defenderla. Vi la verdad. Clara se mantuvo en silencio. La corrí a Romina. Ayer, en cuanto vi el video, no le permití ni una explicación. Ya es tarde, ¿no creé? Sí, pero quiero enmendarlo. Si tú me dejas. Clara bajó la mirada. No sé, Octavio, todo esto me pegó muy fuerte. Yo me entregué por completo. A Emilia la quiero como si fuera mi hija y a usted se detuvo ahí.
Él la miró con atención. ¿Y a mí qué? No sé. No quiero decir algo que no debo. Dímelo, por favor. Clara respiró hondo. También lo quise. Y no por su dinero, ni por su casa, ni por lo que tiene. Lo quise porque me trató con respeto, porque me hizo sentir segura, porque confió en mí. Hasta que dejó de hacerlo, Octavio dio un paso adelante. Y quiero volver a hacerlo. Quiero reparar lo que rompí. No me imagino mi vida sin ti sin Emilia.
Las dos son lo mejor que me ha pasado en años. Y si tú me das otra oportunidad, prometo que no la voy a desperdiciar. Clara lo miró a los ojos. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. No sé si estoy lista, pero sí quiero volver a verla. A ella te está esperando. Te necesita y yo también. Clara se levantó, lo abrazó. No fue un abrazo de película, ni uno exagerado, fue uno lento, apretado, como si ambos hubieran aguantado mucho, y por fin soltar todo.
No hablaron más. Esa noche no hacía falta decir más nada. Al día siguiente, Octavio llegó a la casa con Clara en el asiento del copiloto. Emilia estaba en la sala jugando con un peluche. Cuando vio la puerta abrirse y a Clara entrar, se le iluminó la cara. soltó todo lo que tenía y corrió hacia ella como si llevara meses esperándola. Clara la levantó en brazos, la apretó con todas sus fuerzas. Las dos lloraron sin pena, sin importar nada.
Pensé que no ibas a volver, dijo Emilia entre sollozos. Nunca te voy a dejar, le contestó Clara. Octavio los miraba desde la entrada con los ojos húmedos y en ese instante supo que estaba empezando algo nuevo, algo más real que todo lo anterior. Pasaron los días, Clara volvió a su rutina poco a poco. Al principio solo iba mediodía para no forzar nada. Emilia volvió a reír, volvió a dibujar. Los silencios tristes se convirtieron en conversaciones alegres. Ya no evitaba a su papá.
Y Octavio, cada vez que la veía feliz se sentía más convencido de que había tomado la decisión correcta. Una tarde, Clara cocinaba en la cocina y Octavio se acercó. ¿Tienes tiempo para cenar conmigo esta noche? Solo nosotros dos. Aquí o en algún lado, donde tú quieras. Ella sonrió. Me parece bien. Octavio se acercó un poco más. Estaba a punto de decir algo más, pero Emilia entró corriendo y se metió entre ellos dos. Tengo hambre. Ya casi está.
Clara y Octavio rieron. La niña se trepó a una silla y empezó a poner los platos. Esa noche los tres comieron juntos sin drama, sin tensión, solo risas, plática y una sensación nueva. Familia, el regreso de Clara cambió todo. Fue como si alguien abriera las ventanas y dejara entrar el aire limpio que hacía falta. La casa volvió a oler a hogar. Emilia recuperó la voz, la risa, la chispa. Hasta el perro, que llevaba días echado en su rincón sin moverse mucho, empezó a corretear otra vez por el jardín.
Nadie lo dijo en voz alta, pero todos sabían lo mismo. Clara era el corazón de esa casa y ese corazón volvía a latir fuerte. Pero las cosas no regresaron exactamente a como estaban antes. Clara ya no vivía ahí. Iba solo durante el día. Ayudaba con la rutina, jugaba con Emilia. cocinaba, pero al anochecer se despedía y se iba. Octavio la acompañaba hasta la puerta, siempre con la misma duda en la mirada. ¿Te quedas a cenar? A veces ella aceptaba, otras no.
Había cariño, había cercanía, pero también una distancia que ella todavía no se atrevía a acortar del todo. Emilia lo notaba. Aunque era una niña, entendía más de lo que los adultos creían. Un día, mientras Clara le peinaba el cabello en su habitación, le preguntó sin rodeos, “¿Por qué ya no te quedas a dormir aquí?” Clara se quedó en silencio unos segundos. “Porque ahora las cosas son distintas, mi amor. ¿Ya no quieres vivir con nosotros?” “Sí, quiero, pero no es tan fácil.
A veces los adultos necesitan tiempo para pensar bien.” ¿Y mi papá qué piensa? “No lo sé.” “Yo sí sé”, dijo Emilia girando un poco la cabeza. “Te mira como antes, como cuando estaba mi mamá. Clara se le quedó viendo, sorprendida, no supo qué contestar, solo le sonrió y siguió peinándola. Más tarde, cuando Clara ya se había ido, Emilia bajó al estudio donde estaba su papá. ¿Tú amas a Clara? Octavio, que estaba en plena videollamada, puso pausa de inmediato.
¿Qué? ¿Sí o no? ¿De dónde sacas eso? ¿De cómo la miras? ¿Y cómo hablas con ella? ¿Y cómo sonríes cuando está cerca? Antes no te veía así ni con Romina. Octavio se quedó pensativo. Emilia cruzó los brazos. Si la amas, deberías decírselo. No se va a quedar esperando siempre. Eso se le clavó como un dardo. Durante los días siguientes, Clara y Octavio siguieron compartiendo momentos. Ella ayudaba en la cocina, organizaba las cosas de la escuela de Emilia e incluso se sentaba a tomar café en las mañanas, algo que antes nunca hacía.
Él aprovechaba cualquier excusa para estar cerca. La miraba con calma, como si todavía le costara creer que había regresado. Una tarde, Clara llegó con una planta en una maceta pequeña, la puso en la cocina. ¿Y esto?, preguntó Octavio. Es para Emilia. Dice que quiere aprender a cuidar algo ella sola. ¿Y tú crees que le dure más de una semana? Va a ver que sí. Emilia bajó corriendo en ese momento, vio la planta y pegó un grito de alegría.
Es mía. Yo la riego. Yo la cuido. Así es, le dijo Clara. Y si un día no puedes, me avisas, pero yo no la toco sin tu permiso. Va. Clara y Octavio se miraron. Ese pequeño acuerdo de confianza entre ellas dos reflejaba mucho más de lo que parecía. Emilia no solo estaba sanando, estaba creciendo y lo estaba haciendo con la persona que realmente la cuidaba desde el alma. Otro día, mientras Clara barría en la terraza, Octavio se acercó con una taza de café, le ofreció una.
Ella aceptó. Se sentaron en las sillas que daban al jardín. Era el atardecer, ese momento del día en que todo parece más tranquilo, más honesto. Nunca me sentí tan culpable como ese día que te fuiste, dijo él mirando al frente. Fue como si me hubiera caído el mundo encima. Clara bajó la mirada. Yo tampoco me sentí bien, pero no podía quedarme donde no me creían. Lo sé y no sé si ya te lo dije claro, pero gracias por volver, por darle otra oportunidad a este lugar.
A nosotros. Yo no volví por ti, Octavio, volví por Emilia. Y ahora Clara lo miró con una media sonrisa. Ahora no lo tengo tan claro. Hubo silencio, pero de esos que no incomodan, sino que abren espacio para lo que viene después. Días después, Clara fue al mercado con Emilia. Se reían, elegían frutas, hablaban como dos amigas de toda la vida. Al regresar, Octavio las esperaba con una sorpresa. Había preparado la cena. Nada muy elaborado, solo pasta con salsa y pan al horno.
Pero lo había hecho él. Cuando Clara lo vio en el delantal, no pudo evitar reír. Desde cuando sabes cocinar, desde que entendí que no puedes enamorar a alguien solo con dinero. ¿Y quién te dijo que eso sirve para enamorarme? Lo estoy descubriendo. Comieron juntos. La noche se alargó en pláticas, anécdotas y juegos de mesa. Emilia ganó como siempre. Clara la dejó ganar. Octavio también. Era su manera de agradecerle estar ahí. Esa noche, al despedirse en la puerta, Clara se detuvo antes de salir.
¿Sabes qué es lo más difícil de todo esto? ¿Qué? Confiar otra vez. Entonces, dame tiempo, dijo él para demostrártelo. Ella no respondió, pero no se fue al instante. Se quedó unos segundos más. Luego sí se marchó sin mirar atrás, aunque por dentro ya sabía que estaba empezando a creer de nuevo. Y eso para alguien como ella ya era mucho. Romina no se fue en paz, no se fue agradecida ni con un bueno ni modo, no. Se fue con rabia, con las uñas apretadas contra las palmas, con la cara dura y los labios apretados, y lo más peligroso.
Se fue con ganas de venganza. Cuando cerró la puerta de la casa de Octavio por última vez, no lloró. no gritó, pero en su cabeza ya estaba imaginando cómo iba a destruir todo lo que él había empezado a recuperar. El primer día se quedó en casa de una amiga que vivía en una torre de departamentos lujosos en Zapopan. Se la pasó metida en la cama, mirando el techo y repasando todo lo que había perdido. No solo era Octavio, era el estilo de vida, el estatus, las marcas, las invitaciones, el nombre.
Ser la novia del millonario viudo no era poca cosa y ahora lo tenía otra. La niñera en serio, tomó el celular y revisó sus redes. Octavio ya la había bloqueado. Las fotos juntos habían desaparecido. Las historias también. Había borrado todo rastro de su existencia digital y eso fue lo que más le dolió, que la sacaran de la historia como si nunca hubiera sido parte. Así quieres jugar”, dijo en voz baja mientras se servía un vino. “Pues vamos a jugar.” Esa misma noche hizo una videollamada con un viejo conocido suyo, un tipo de prensa que trabajaba para una revista de chismes en la ciudad.
Se llamaba Nacho. Era el clásico reportero que vendía historias falsas y le pagaban bien. “Te tengo una bomba”, le dijo ella con voz firme. “Pero no quiero dinero, solo quiero que reviente en todos lados. ¿Qué clase de bomba? Voy a decir que Octavio me maltrató, que me corrió sin dejarme sacar mis cosas, que me empujó, que me gritó, que su hija me tiene miedo porque la manipuló. Voy a hacerlo ver como un monstruo. Nacho dudó. ¿Y tienes pruebas?
¿Desde cuándo tú necesitas pruebas, Nachito? Bueno, pues sí, pero tú estás segura ese tipo tiene abogados hasta en los dientes. Y tú no eres ninguna santa. No quiero demandarlo, solo quiero que le caiga la prensa encima, que lo expongan, que la gente empiece a hablar. Él no aguanta la presión. Es de esos que cuidan su imagen como si fuera de cristal. Déjamelo a mí. En menos de 24 horas, los portales de chismes locales ya tenían la nota.
Romina R. revela el lado oscuro del empresario Octavio M. El titular estaba acompañado por una foto de ella con lentes oscuros saliendo de un café con cara de sufrida. El texto era claro. La modelo y actriz aseguraba haber sido víctima de maltrato psicológico y físico durante su relación, que por meses había vivido bajo control, amenazas y que la hija del empresario, influenciada por la niñera, tenía actitudes violentas hacia ella. Octavio leyó la nota en el celular mientras tomaba café en su oficina.
Por un momento se quedó en shock. Luego soltó un suspiro largo, dejó el teléfono sobre la mesa y llamó a su abogado. “Ya viste lo que salió”, le dijo serio. “Sí, pero tranquilo, ya estamos preparando el comunicado oficial. Esto es puro humo, no tiene pruebas. Vamos a desmentirlo con calma.” Clara también lo vio. Se enteró por una compañera del mercado que le mandó el link con un emoji de cara asombrada. Al principio no supo qué pensar. Luego, al ver los comentarios y la manera en que Romina intentaba arrastrar incluso a Emilia, se le encendió la sangre.
“¿Qué le pasa a esa mujer?”, le preguntó a Octavio esa noche. Ya en su casa. Está desesperada. No soporta haber perdido el control. “¿Y qué vas a hacer? Voy a responder, pero con hechos, videos, fechas y tú no vas a salir manchada, ni tú ni Emilia”. Al día siguiente, el abogado de Octavio publicó un comunicado firme, sin insultos ni indirectas, solo hechos, que Romina había sido sacada de la casa por conducta inapropiada, que había pruebas grabadas de agresión verbal contra una menor y que cualquier intento de difamación sería llevado por la vía legal.
Y entonces Octavio hizo algo inesperado. Subió el video de la cámara, no entero, solo el fragmento clave. Romina rompiendo el dibujo, gritando, Clara defendiendo, Emilia llorando. Todo estaba claro. No necesitaba narrador, solo verdad. Las redes se volcaron. ¿Cómo pudo tratar así a una niña? Qué asco de mujer. Bien por Octavio por defender a su hija Romina, que lo vio desde el celular en el departamento de su amiga, rompió la pantalla contra la pared. Maldito, maldito. Quedó en ridículo.
Los mismos medios que antes la apoyaban, ahora le daban la espalda. Se filtraron correos donde ella presionaba a Nacho para publicar sin verificar. Se supo que varias marcas rompieron contratos con ella por esa polémica. La empezaron a llamar la rompedibujos. se volvió meme en menos de una semana, pero si algo tenía Romina era orgullo. No iba a quedarse llorando. “Esto no se queda así”, dijo en voz baja mirando una vieja foto en su celular donde salía con Octavio en una gala.
En esa foto, al fondo, se veía a un hombre de traje desconocido para muchos, pero no para ella. Se llamaba Darío y había sido algo más que un conocido. Darío no era parte del círculo de Octavio, pero sí sabía de negocios, de chismes, de cosas sucias y tenía cuentas pendientes con más de uno. Romina lo buscó, lo encontró y lo convenció de ayudarla, no con chismes, no con prensa, sino con algo más sucio. “Tengo una idea”, le dijo ella sonriendo.
“Y si me ayudas, los dos vamos a ganar. ” “¿Y qué quieres hacer? Le vamos a quitar lo que más quiere, pero despacio. Que le duela, que se sienta vigilado, inseguro, como cuando uno no sabe de dónde va a venir el golpe. Darío aceptó, no por Romina, sino porque también odiaba a Octavio, no por algo personal, solo porque era el tipo de hombre que lo tenía todo. Y ese tipo de gente, según él, merecía caer de vez en cuando.
Mientras tanto, en la casa de Octavio, la vida parecía estar tomando su rumbo. familia ya volvía a dibujar sin miedo. Clara se quedaba a veces hasta más tarde. Octavio empezaba a hacer espacio en su vida para algo más que trabajo, pero nadie imaginaba que afuera muy cerca ya se estaba moviendo una nueva amenaza, una que no tenía prisa, solo planes. La vida en la casa de Octavio empezaba a agarrar ritmo otra vez. Emilia había vuelto a ser la niña curiosa y sonriente de antes.
Clara se quedaba más tiempo, ya no solo como niñera, sino como parte de ese pequeño mundo que se estaba reconstruyendo. Y Octavio, bueno, Octavio ya no fingía que solo la quería como amiga. Se le notaba en cómo le hablaba, cómo la buscaba con cualquier pretexto, cómo se le quedaba viendo cuando pensaba que nadie lo notaba, pero Clara sí lo notaba. Emilia también. Parecía que todo estaba en calma. Pero mientras ellos sanaban, alguien más se acercaba y no venía con buenas intenciones.
El hombre se llamaba Darío, alto, delgado, con una sonrisa falsa clavada en la cara como si fuera parte del maquillaje. Traje barato, celular nuevo, mirada inquieta. Nadie lo conocía en esa zona. No vivía ahí ni tenía negocio ahí, pero pasaba seguido por la cuadra de la casa de Octavio. En las mañanas se estacionaba cerca con una gorra y gafas oscuras. Observaba, tomaba fotos, escribía cosas en una libreta, todo con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Darío era el ex de Clara, un nombre que ella no decía desde hace años, alguien que le había dejado cicatrices que no se veían, pero que seguían ahí. Habían terminado mal, muy mal. Y ella nunca pensó que volvería a saber de él, pero ahora estaba más cerca de lo que imaginaba. Un jueves por la tarde, mientras Clara y Emilia salían de la escuela, un auto se estacionó justo enfrente. El vidrio bajó. Clara alzó la vista por reflejo y ahí lo vio.
El corazón se le detuvo por un segundo. “Hola, Clarita, dijo Darío con una sonrisa torcida. Cuánto tiempo.” Clara se puso tensa de inmediato. Se paró en seco, empujó a Emilia detrás de ella. “¿Qué haces aquí?” “Solo pasaba.” Y te vi. No pensé que aún vivieras en Guadalajara. No tienes por qué saber nada de mí. Tranquila, no vengo a pelear. Solo quería verte, recordar viejos tiempos. Vete tan fría como siempre, pero tan guapa como antes, dijo él y luego giró la mirada a Emilia.
Y esta niña es tu hija. Vete, gritó Clara con los ojos llenos de miedo. Un par de padres que también salían de la escuela voltearon. Darío levantó las manos como si no hubiera hecho nada malo. Nos vemos, Clarita. Esto apenas empieza. El coche se fue. Clara se quedó parada. Temblando. Emilia la abrazó sin entender mucho, solo sabiendo que algo malo pasaba. ¿Quién era ese señor? Nadie. No te preocupes, ya pasó. Pero no había pasado. Esa noche Clara se encerró en su cuarto.
No cenó. No contestó el celular. Octavio le mandó varios mensajes preocupado. Incluso fue a buscarla, pero ella no quiso abrir. Al día siguiente, Clara volvió a la casa como si nada, pero no era la misma. Se le notaba en la cara. en los ojos, en cómo caminaba más rápido, en cómo cerraba las cortinas apenas oscurecía. Octavio la miraba con atención. Sabía que algo estaba mal. Todo bien. Sí, segura. Sí, solo estoy cansada. Pero mentía y él lo sabía.
Pasaron los días. Un viernes ya de noche, Octavio recibió una llamada de un número desconocido. Contestó con duda. Octavio, ¿quién habla? Un viejo conocido. Darío, solo quería saludarte. ¿Cómo conseguiste mi número? Eso no importa. Mira, voy a ser directo. Clara y yo tuvimos algo hace años, algo fuerte, y no terminó bien. Yo solo quiero asegurarme de que no te estés metiendo con alguien que no conoces. No tienes nada que hablar conmigo. Ah, no, claro. Pero si yo hablara, quizás los medios sí tendrían interés.
Una niñera con pasado violento, mujer celosa, posesiva, un ex que sufrió mucho por ella. ¿Te imaginas el título? Si te acercas a Clara o a mi hija, te vas a arrepentir. Tranquilo, solo quería que supieras que estoy aquí observando y que no me voy a ir. Colgó. Octavio se quedó con el celular en la mano apretando la mandíbula. No iba a permitir que ese tipo la lastimara. Ni de palabra, ni de presencia, ni de ninguna forma. Esa misma noche fue a ver a Clara.
Esta vez no pidió permiso. Entró directo a su casa. Ella estaba en la cocina preparándote. Al verlo entrar se congeló. ¿Por qué no me dijiste que Darío había vuelto? Clara se le quedó viendo. ¿Cómo lo sabes? Me llamó. Me habló como si fuera dueño de tu historia, como si supiera todo. Clara se apoyó en la barra, cerró los ojos, se le vinieron todos los recuerdos encima. No quería mezclar eso contigo ni con Emilia. Es parte de mi pasado, uno que me costó años superar, pues ahora es parte de tu presente y mío también.
Clara no respondió. ¿Qué pasó con él? Dímelo. Quiero saberlo. Para protegerte, para entenderte. Ella dudó. Luego respiró hondo. Era un tipo encantador al principio, atento, lindo, pero con el tiempo empezó a controlar todo lo que hacía, a quién veía, cómo me vestía. Me hizo sentir menos, me gritaba, me humillaba. Nunca me golpeó, pero sí me lastimó de muchas otras formas. Octavio la miró con dolor. ¿Y por qué no lo denunciaste? Porque tenía miedo. Porque nadie me creía.
Y cuando por fin me fui, me prometí que nunca más iba a mirar atrás. Pues ahora lo tenemos frente a nosotros y no va a parar. No voy a dejar que se meta en mi vida otra vez, ni en la tuya, ni en la de Emilia. Entonces, enfrentémoslo juntos. Por primera vez, Clara lo miró con decisión. Sí, juntos. Después de aquella noche, Clara no volvió a ser la misma. Se levantaba más temprano. Revisaba las cerraduras dos veces antes de dormir.
Miraba por la ventana cada que escuchaba un coche detenerse. Ya no dejaba el celular sin sonido, ya no caminaba sola. Y aunque no lo decía, se notaba que su cuerpo estaba en la casa, pero su cabeza no paraba de pensar en Darío. Octavio también estaba diferente. Se notaba más alerta, más protector. En la oficina ya no se quedaba hasta tarde. Canceló un par de reuniones fuera de la ciudad y comenzó a hacer planes para instalar más cámaras de seguridad en su casa.
Incluso contrató a una empresa privada para que hiciera rondines por la zona. No lo decía en voz alta, pero la amenaza lo tenía inquieto. Una noche, ya con Emilia dormida, Octavio y Clara estaban en la cocina tomando café. Afuera, el silencio era total. Clara apoyó los codos en la barra con la mirada clavada en la taza. Siento que en cualquier momento va a aparecer, dijo sin mirarlo. No va a pasar. Ya tomé precauciones. Es que lo conozco.
No se detiene. Es de los que disfrutan el miedo. Lo alimenta. Octavio se acercó. Le puso una mano en el hombro. Tú no estás sola. No voy a dejar que te vuelva a lastimar. Clara asintió. Aunque por dentro el miedo seguía, porque una cosa es prometer protección y otra muy distinta es vivir con la tensión constante de no saber por dónde vendrá el siguiente movimiento. Y ese movimiento llegó. Un domingo en la tarde. Octavio salió con Emilia al parque.
Clara. prefirió quedarse en casa haciendo limpieza ligera. Quería distraerse. Todo iba bien hasta que sonó el timbre. Se asomó por la mirilla. No había nadie. Pero en el suelo, justo frente a la puerta, había una cajita negra con un listón rojo. Clara dudó. No la tocó de inmediato. La vio durante varios segundos. Después abrió la puerta con cuidado, la tomó con un trapo y la metió. Se sentó en el comedor. La abrió con la respiración agitada. Dentro había una nota escrita con letras recortadas de revistas, “¡Ya sé dónde vives?” Debajo había una foto de ella con Emilia caminando de la mano, tomada claramente desde lejos.
El fondo era la salida de la escuela. Clara se quedó congelada. El estómago le dio vueltas. Llamó de inmediato a Octavio. Él contestó al segundo tono, “Todo bien. Necesito que regreses ahora.” No preguntó más. En menos de 10 minutos estaba en la casa. Cuando vio la caja sobre la mesa, su cara cambió. Clara le entregó la nota y la foto. Él no dijo nada, solo sacó el celular y llamó a su contacto en seguridad privada. “Quiero dos hombres en la entrada de mi casa a las 24 horas.” Desde ya colgó y miró a Clara.
“Mañana vamos a poner una orden de restricción. Eso no lo va a detener.” No, pero al menos va a quedar registrado. Y si se atreve a acercarse, lo metemos a la cárcel. Y si no se acerca. Y si solo sigue vigilando, Octavio la tomó de las manos. No te va a hacer nada, te lo prometo. Esa noche Clara se quedó en casa. Octavio no quiso que se fuera. Durmió en la habitación de huéspedes, pero no pegó un ojo.
Cada ruido la ponía alerta. Cada sombra en la ventana la hacía imaginar lo peor. Pero también estaba decidida. Ya no era la misma de antes. Ya no iba a dejar que la quebraran. El lunes, Clara y Octavio fueron a la fiscalía, interpusieron la denuncia, mostraron la nota, la foto, explicaron todo. La policía tomó los datos, inició el expediente y les prometieron mantener vigilancia. Pero ambos sabían que esas promesas eran frágiles, que no siempre alcanzaban. Darío lo sabía también.
Desde un coche estacionado al otro lado de la calle observaba todo con una sonrisa cínica. Le gustaba ver cómo se revolvían, cómo se inquietaban. No tenía prisa. Quería que el miedo hiciera su trabajo poco a poco. Días después, alguien entró al auto de Clara y le rayó el tablero con una llave. En letras grandes decía: “Traidora, Clara, ya no podía más.” Lloró, “Sí, pero no de miedo, de rabia. Ese maldito quiere que me esconda. ” dijo entre dientes hablando con Octavio.
“Que me encierre como antes.” Pero no, esta vez no. y no lo hizo. Siguió con su rutina. Llevaba a Emilia a la escuela, aunque más alerta. Iba al supermercado, aunque siempre acompañada. Volvió a reír en la cocina, a ver películas en el sofá, a vivir. Aunque la sombra de Darío estuviera cerca. Octavio también decidió dar un paso más. Habló con un amigo suyo de la fiscalía, un tipo influyente de esos que pueden acelerar cosas si quieren. Le pidió ayuda para que el expediente se moviera.
El amigo prometió hacer lo posible. Una tarde, Octavio salió del trabajo y lo estaban esperando. No en persona. Le dejaron una nota bajo el limpiaparabrisas de su coche sin nombres, solo una frase. Ella no te pertenece, no es tuya. Esa fue la gota que rebalsó todo. Esa noche Octavio se sentó con Clara. Ya no podemos seguir así. No quiero que sigas en peligro. ¿Qué estás pensando? Irnos unos días, salir de aquí, un lugar tranquilo, sin teléfonos. Solo tú, Emilia, y yo, ¿crees que eso lo va a detener?
No, pero nos va a dar espacio para respirar, para pensar, para planear el siguiente paso. Clara dudo. Y si mientras estamos fuera él se mete aquí, ya está todo cubierto. Cámaras, guardias, alarmas, no lo va a hacer. Él quiere verte asustada. No quiere una guerra abierta aún. Ella respiró hondo. Está bien, pero no quiero que Emilia se entere de nada. Para ella, que sea un viaje sorpresa. Así será. Esa noche empezaron a empacar. Pero afuera, en una esquina oscura, Darío ya estaba planeando su siguiente jugada y esta vez no pensaba quedarse solo en sustos.
El plan fue simple, desaparecer por unos días, no como una huida cobarde, sino como un respiro urgente. Octavio reservó una cabaña en Masamitla, rodeada de pinos, lejos del ruido, sin vecinos cerca, con la idea de que ahí, al menos por un rato, todo pudiera sentirse en pausa. Quería darle a Clara y a Emilia un poco de paz. Quería aire limpio, tranquilidad y quería estar con ellas sin cámaras, sin abogados, sin sombras. Emilia estaba feliz con la sorpresa.
Cuando le dijeron que harían un viaje los tres, casi da un salto. Hacía tiempo que no salían juntos y para ella cualquier excusa para estar con su papá y Clara ya era motivo de emoción. Empacó sus colores, sus muñecos favoritos, su suéter azul con orejas de oso y preguntó 10 veces si iban a ver ardillas. Puede que sí, Emilia, pero prométeme que no vas a gritar si ves una, le dijo Octavio mientras subían las maletas al auto.
No grito, solo aviso en voz alta. Clara sonríó. Tenía esa mezcla rara de nervios y ganas. No se había ido de viaje desde que dejó a Darío y ahora, aunque no era un viaje largo ni lejano, significaba mucho. Era la primera vez que se subía a un coche junto a Octavio, no como empleada, sino como alguien más. El camino fue tranquilo, pusieron música. Hablaron poco, pero se notaba que la tensión se iba aflojando con cada kilómetro que dejaban atrás.
Emilia se durmió en el asiento trasero, abrazada a una almohada. Octavio y Clara compartieron miradas por el retrovisor. La cabaña era acogedora, rústica, de madera, con una chimenea al centro del salón y un porche con vista al bosque. Emilia corrió de un lado a otro como si le hubieran soltado una cuerda. eligió su cuarto, el que tenía ventana hacia los árboles, y empezó a organizar sus cosas como si fuera a quedarse un mes. Clara y Octavio se miraron con una sonrisa discreta.
Por un momento no parecían adultos cargados de pasado, solo dos personas en silencio, viendo como una niña los unía sin siquiera intentarlo. El primer día fue tranquilo, pasearon por los alrededores, compraron pan dulce en el pueblo. Emilia se subió a un columpio viejo colgado entre dos pinos y Clara tomó fotos con el celular. Esa noche encendieron la chimenea, cenaron sopa caliente y Emilia se durmió en el sillón con la cara iluminada por el fuego. Octavio la cargó hasta su cuarto.
Clara lo acompañó. La niña se acomodó sola, sin protestar. Ya dormida, murmuró algo. Clara le acomodó el cabello y le dio un beso en la frente. Gracias por esto dijo Octavio cuando salieron del cuarto. No me tienes que agradecer. Yo también necesitaba esto. Bajaron, se quedaron en la sala frente al fuego. Octavio sirvió dos copas de vino tinto. Se sentaron sin prisa. Afuera, el viento movía las ramas. Adentro se escuchaba el crujir de la leña quemándose. Por un rato no dijeron nada.
“¿Sabes qué fue lo que más me dolió de todo lo que pasó con Darío?”, dijo Clara de pronto. Octavio giró la cabeza hacia ella, que me hizo creer que nadie más iba a quererme, que lo que yo era, lo que podía ofrecer no era suficiente para nadie más. ¿Y tú le creíste? Durante un tiempo. Sí. Me lo repetía tanto que me convenció. Me hizo sentir pequeña. Me alejé de todos. Me metí en mí misma hasta que un día me cansé.
Me fui, pero esa voz se quedó. A veces todavía me habla bajito, como si no se quisiera ir. Octavio le sostuvo la mirada, no se apresuró a responder. ¿Y qué te dice esa voz ahora? Clara tomó un sorbo del vino, miró el fuego. Que no debo confiar, que todo esto puede desmoronarse en cualquier momento, que no debo permitir sentir tanto. ¿Y lo estás sintiendo? Ella lo miró sin evasión. Sí. Octavio dejó la copa en la mesa, se acercó un poco más.
Clara, yo no estoy aquí por culpa ni por compromiso. Estoy aquí porque me importas, porque desde que llegaste a mi vida cambiaste todo. Primero como alguien que cuidaba de Emilia, luego como alguien que cuidaba de todos, incluso de mí, aunque yo no lo supiera. Y ahora, ahora, como la mujer con la que me imagino todos mis días. Ella tragó saliva. Su voz apenas salió. No me digas eso si no es verdad. No estaría aquí si no lo fuera.
Clara bajó la mirada. Luego la levantó despacio. Octavio se acercó más. La tocó con suavidad en la mejilla, como si no quisiera asustarla. Ella cerró los ojos un momento y luego los volvió a abrir. Puedo confiar en ti para siempre. No hubo beso. No esa noche, solo un abrazo largo, sincero, apretado. De esos que hacen temblar, de esos que quiebran el miedo. Se quedaron así, en silencio frente al fuego, sabiendo que acababan de cruzar una línea invisible.
Ya no había marcha atrás, ahora eran algo más. Al día siguiente despertaron temprano. Emilia los encontró desayunando juntos, riendo por algo tonto. Se les quedó viendo con cara de detective. ¿Qué hacen? ¿Tostadas? Dijo Clara. Juntos. Sí. ¿Tienes problema? Mmm. No, pero no se anden besando enfrente de mí, ¿eh? Huácala. Los tres rieron. Ese día caminaron por el bosque. Emilia recogió piñas. Clara tomó más fotos. Octavio cargó una mochila llena de agua, fruta y galletas. Volvieron agotados pero contentos.Clara preparó chocolate caliente. Octavio prendió la chimenea otra vez. Emilia armó un rompecabezas y cuando la noche cayó, ya nadie pensaba en Darío, pero él sí pensaba en ellos. Estaba observando desde lejos, esperando. Romina ya no era la misma. Desde que se le cayó el teatrito, no la invitaron a más eventos, le cerraron campañas y la bloquearon de varias agencias. En redes ya no le creían nada. Todo lo que publicaba recibía comentarios burlones o acusaciones. Los seguidores le bajaban todos los días y su cara seguía siendo la del escándalo.
Esa imagen viral donde rompía el dibujo ya era parte de los memes que no se morían nunca. Vivía con su mamá en una casa pequeña de la colonia Independencia, donde de chica había jurado que nunca volvería. Pero ahí estaba con sus cajas de maquillaje guardadas en una maleta vieja, los vestidos de marca colgando de un closet de lámina y el ego cada vez más débil. Tenía rabia, mucha, pero también miedo. Sabía que lo que había hecho con Darío era pasarse de la raya, que todo se le había salido de control, pero no podía frenarlo.
Él ya iba por su cuenta, no le contestaba los mensajes, no le decía qué estaba planeando, solo le mandaba fotos de Clara, de Octavio, de Emilia, como prueba de que los tenía vigilados. Y esa semana le mandó una imagen que la dejó helada. Era clara. en bata de baño saliendo de una cabaña en el bosque. Eso significaba que Darío había viajado hasta allá, que los estaba siguiendo, que esto ya no era solo un jueguito. Romina marcó de inmediato.
¿Estás loco? ¿Qué estás haciendo? No, que querías hacerlo sufrir, pero no así. Esto ya se te salió de las manos. No te pedí que los persiguieras hasta otro estado. Es una niña. Yo sé lo que hago. Tú relájate. Esto va a salir bien. Te juro que si le pasa algo a esa niña, me voy de boca. Tú también eres parte, Romina. No te olvides. Lo que pase ahora nos salpica a los dos. Romina colgó con las manos temblando.
Había jugado con fuego y ahora se quemaba. Al día siguiente, muy temprano, fue a la estación de policía. No para confesar todo, sino para tantear el terreno. Entró, pidió hablar con una agente y le dijo que tenía información sobre una persona peligrosa. Vengo a reportar algo raro. Un tipo que está actuando extraño. No sé si ha hecho algo ilegal, pero lo conozco. Se llama Darío Salgado. El agente la miró. ¿Y qué tipo de cosas raras ha hecho?
Ha seguido a una familia, a una niña, toma fotos, a veces amenaza por mensaje. ¿Tú tienes pruebas? Romina sacó el celular, mostró un par de fotos, una nota con la dirección de la cabaña donde estaban Octavio y su hija. No dijo cómo la consiguió, solo la mostró. El agente tomó nota, le pidió sus datos, ella firmó una hoja. Cuando salió, se sintió aliviada por un segundo. Pensó que tal vez eso la limpiaría un poco, pero no contaba con que alguien la había visto entrar.
Una reportera que cubría temas policiales para un canal local la reconoció, la grabó saliendo del edificio y subió el video con el título Romina R. reaparece en comisaría. Nueva denuncia o intento de limpiar su imagen. Y otra vez todo volvió a caer sobre ella. Octavio vio el video. Estaba en la cabaña cargando leña para la chimenea cuando su celular vibró con la notificación. Lo abrió y ahí estaba Romina con cara de preocupación saliendo de la estación. En la nota no decía nada más, pero a él le bastó con esa imagen para saber que algo pasaba.
Llamó a su abogado. Averíguame por qué Romina fue a la estación. Clara, que lo escuchó desde la cocina, se acercó. ¿Qué pasa, Romina? Está metida en algo otra vez, pero no sé si está intentando salvarse o destruirnos. Esa misma noche, mientras Emilia dormía, Octavio recibió una llamada del abogado. Ya tengo la info. Romina no fue a denunciar a nadie oficialmente, pero sí mencionó el nombre de Darío y dejó pruebas, fotos, notas. Ella está soltando cuerda. ¿Crees que se quebró?
No lo sé, pero eso significa que lo que Darío está haciendo ya no está bajo su control y eso lo vuelve aún más peligroso. ¿Pueden rastrearlo? Estamos en eso. Pero si fue hasta Mazamitla, eso ya es acoso directo. Necesitamos que alguien lo vea ahí, que lo denuncie. Si logran atraparlo, tenemos todo para hundirlo. Octavio colgó, se apoyó en la pared. Clara lo miró con los ojos cargados de cansancio. Ya no quiero vivir con miedo. No vamos a vivir con miedo le dijo él firme.
Lo vamos a enfrentar. Pero no sabían que esa misma noche Darío estaba más cerca de lo que pensaban. No se metió a la cabaña, no tocó nada, solo dejó una nota justo en la parte trasera del coche de Octavio, una hoja doblada sujeta con un imán. En ella, escrito a mano, decía, “Ya no me interesa ella, me interesa lo que te quité.” Cuando Octavio la vio al día siguiente, lo entendió todo. No era Clara. No era él, era Emilia.
El aire en la cabaña se volvió más denso. Octavio sostenía la nota entre los dedos, pero parecía que no podía soltarla. Clara lo miraba desde la puerta y aunque todavía no sabía qué decía, le bastaba ver la cara de él para entender que no era nada bueno. Dio un par de pasos hacia él sin despegarle la vista. ¿Qué dice? Octavio no contestó de inmediato, solo giró la hoja y se la mostró. Clara la leyó en silencio. Cuando terminó, su rostro cambió por completo.
Sintió un escalofrío que le bajó por la espalda como si le hubieran arrojado agua helada. Está hablando de Emilia. Octavio asintió. respiró hondo tratando de mantener la calma, pero el nudo en la garganta ya estaba ahí apretando. ¿Dónde está?, preguntó Clara con la voz quebrándose. ¿Dónde está Emilia? Corrieron a su habitación. La puerta estaba cerrada. Octavio la empujó con fuerza. Adentro no había nadie. Las cobijas estaban arrugadas, la ventana ligeramente abierta. Clara soltó un grito. Emilia Bajaron las escaleras como si el piso se moviera debajo de ellos.
Buscaron en todos lados, en la cocina, en el baño, en el patio, en el jardín trasero. Nada. La cabaña estaba vacía. Emilia! Gritó Octavio hacia el bosque con la voz desgarrada. El eco devolvió su grito sin respuesta. Clara salió corriendo al frente de la casa. Buscó con la mirada entre los árboles. No vio movimiento, solo el viento sacudiendo las ramas. No puede ser, no puede ser”, repetía Clara, como si al decirlo muchas veces fuera a cambiar algo.
Octavio sacó el celular, marcó al 911, se le cortaba la voz, apenas podía hablar con el operador. Mi hija Emilia Montemayor, 8 años, desapareció hace menos de una hora. Estamos en una cabaña en Mazamitla, en el bosque, a 5 km del centro. Le pidieron detalles, dirección, descripción. Él los dio todos, luego colgó. Se giró a Clara. La policía ya viene. Dicen que mandarán patrullas y que activarán una alerta de búsqueda. Clara se dejó caer sobre una silla.
Tenía las manos en la cara. No lloraba. Estaba paralizada, como si su cuerpo no supiera cómo reaccionar. Octavio volvió a salir. Gritó el nombre de su hija una y otra vez. Caminó por el sendero de tierra que conectaba la cabaña con la carretera. Preguntó a unos vecinos que vivían a unos metros. En otra propiedad, nadie había visto nada. Una hora más tarde llegó la policía. Dos patrullas, seis oficiales revisaron la cabaña. Hicieron preguntas, tomaron fotos, trazaron un perímetro.
Clara les entregó la nota, les explicó quién era Darío, cómo había estado acosándolos, lo que sabían de él. Octavio mostró fotos, videos, audios, todo lo que tenían. Es muy probable que no esté actuando solo”, dijo uno de los oficiales. Este tipo de sujetos no siempre se arriesgan a entrar ellos mismos. Pueden usar cómplices o aprovechar un momento de distracción. “¿Y qué hacemos? Mi hija está allá afuera”, gritó Octavio. “Ya perdiendo el control. La estamos rastreando. Tenemos acceso a cámaras de seguridad en la carretera.
Vamos a revisar en el pueblo también, pero necesitamos que mantengan la calma. Cualquier detalle que recuerden puede servir.” Clara se levantó. Esta mañana ella me pidió permiso para salir a dibujar al porche. Dijo que quería estar sola. Yo la vi desde la cocina. Estaba ahí, pero después me metí al baño. Solo fueron 5 minutos. ¿Qué hora era eso? Como las 9:30. ¿Había algún coche cerca? No, nada raro. Una gente se acercó con su radio en la mano.
Tenemos algo. Una cámara captó un vehículo saliendo del camino de acceso rumbo a la carretera principal. Se detuvo solo unos segundos. Hay una figura entrando al asiento trasero, tamaño infantil. Octavio apretó los puños. ¿Qué coche? Una camioneta blanca sin placas visibles. Las imágenes están borrosas, pero no era de la zona. Activaron la alerta Amber. Se hizo público el aviso. Foto de Emilia. Datos. Posible secuestro. Octavio y Clara no se despegaron del celular. Las redes comenzaron a compartir la imagen.
Gente del pueblo ofrecía ayuda. Algunos vecinos salieron a buscar por su cuenta. Se organizó un grupo con voluntarios para peinar la zona. Mientras tanto, Darío conducía por una carretera secundaria. Iba tranquilo, sin música, mirando al frente con los ojos serios. En el asiento trasero, Emilia estaba dormida. Le había dado algo para que no preguntara mucho. Un dulce con algo disuelto, no lo suficiente para hacerle daño, pero sí para mantenerla apagada. Él hablaba solo. Nada personal, pequeña, solo negocios.
Tu papá necesita entender que hay cosas que no se compran ni se olvidan. Pasaron 4 horas desde que desapareció. Luego cinco. La policía encontró la camioneta abandonada en un terreno a las afueras de Masamitla. La habían dejado limpia, sin rastros, pero un campesino dijo haber visto a un hombre alto con gorra, subiendo a una niña dormida en una moto vieja. Salieron por un camino que casi nadie conocía. Era una ruta de terracería que llevaba a una finca abandonada.
Ahí se dirigieron. Entraron con patrullas, con perros, con todo. La finca estaba vacía, pero en uno de los cuartos encontraron algo. Una mochila, la de Emilia, y una hoja clavada en la pared con un cuchillo de cocina. Un padre tan valiente, pero tan tonto. Ya casi terminamos. Octavio se arrodilló al ver la mochila. La abrazó. Clara se quedó de pie apretando los dientes, los ojos secos de tanto llorar. El aire ahí dentro olía a encierro, a miedo.
Emilia había estado ahí. ¿Está herida? Le preguntó a la gente. No hay señales de sangre, pero no sabemos si la llevó a otro lugar o si está cerca. El operativo creció. Llegó gente de Guadalajara, helicópteros, reporteros. La noticia ya era nacional. Clara no dormía. Octavio no comía. Solo pensaban en ella, en su voz, en sus dibujos, en su sonrisa y rogaban que siguiera viva. Ya era la sexta noche sin Emilia. Seis días con sus noches, con sus silencios, con sus desesperaciones.
Clara y Octavio ya no dormían, solo se recostaban por ratos con los ojos abiertos, esperando que el teléfono sonara. Cada llamada los hacía saltar, cada notificación los hacía correr al celular. La cabaña se había convertido en una especie de campamento improvisado de búsqueda. La policía iba y venía. Gente del pueblo llegaba a traer comida, velas, palabras que sabían a nada. Y Clara, Clara solo quería verla, sentirla, oler su cabello, escucharla decir, “Ya vámonos, me aburro.” Pero no nada.
Hasta que la llamada llegó. Fue a las 4 de la madrugada. Una agente de la fiscalía habló con voz firme, sin rodeos. La encontramos. Está viva. Clara soltó el teléfono antes de que terminara la frase. Cayó de rodillas al suelo y lloró. No gritó, no se desmayó, solo lloró con todo su cuerpo. Octavio, que estaba a metros, se acercó corriendo. Lo entendió todo con solo verla. La abrazó fuerte, como si esa noticia no fuera real hasta que la dijeran juntos.
Está viva repitió Clara. Está viva. Media hora después ya estaba en camino al hospital rural donde la habían llevado. Emilia estaba adormilada, cansada, sucia, pero completa. Tenía raspones, moretones leves, los labios partidos y los ojos apagados. Pero cuando vio a su papá y a Clara entrar por la puerta, se le encendió algo adentro. Abrió los brazos. Papá. Octavio la abrazó con tanta fuerza que tembló. Clara se le unió enseguida. Los tres se quedaron pegados como si fueran uno solo.
¿Dónde estabas, mi amor?, preguntó Clara, acariciándole el rostro con cuidado. En una casa vieja, olía feo. Me tenía con otra señora. No me dejaban salir. Me daban comida fea. ¿Te hicieron algo? Emilia negó con la cabeza. Me decían que era un juego, que pronto me iba a ver otra vez. Octavio apretó la mandíbula. ¿Recuerdas si viste a Darío? Sí, era él. Y la mujer no la conocía, pero me hablaba como si me quisiera mucho. Me decía que no llorara, que todo iba a estar bien.
A veces me cantaba y a veces se enojaba. Clara y Octavio se miraron. Romina. Dos horas después, la policía hizo una redada en una casa abandonada en una colonia vieja de Ciudad Guzmán. Ahí encontraron a Romina sola, con el cabello revuelto, la cara descompuesta y la ropa sucia. No opuso resistencia, solo levantó las manos y dijo, “Yo no sabía que él iba a llegar tan lejos. Fue arrestada en el acto. Darío, por otro lado, fue encontrado un día después en una bodega al sur de Jalisco.
Intentó escapar por la azotea, pero lo acorralaron. En su mochila traía papeles falsos, una credencial alterada y un celular con más de 50 fotos de Clara y Emilia. Lo esposaron, lo subieron a la patrulla y le leyeron sus derechos. No dijo una palabra. solo sonró. En la prensa la historia explotó no solo por el escándalo de la exnovia involucrada, sino por la historia de la niña secuestrada y la recuperación milagrosa. Se hablaba del padre que no descansó, de la mujer que arriesgó todo por cuidar a una niña que no era suya, de la justicia que por una vez llegó a tiempo.
Romina fue acusada por complicidad en secuestro, encubrimiento y omisión de auxilio. Su carrera murió de forma definitiva. Su familia la abandonó. Nadie quiso dar entrevistas. Pasó de influencer a presidiaria en menos de un año. Darío recibió cargos por secuestro agravado, privación ilegal de la libertad y corrupción de menores. Los videos, los mensajes, las pruebas eran demasiadas. No tenía escapatoria. Su condena sería larga, muy larga, pero ni la sentencia, ni los titulares, ni las fotos eran lo importante para Clara y Octavio.
Lo importante era que Emilia estaba en casa. Volvieron a Guadalajara con protección policial. El jardín tenía guardias, cámaras, nuevas cerraduras, pero dentro todo era silencio, calma y por fin descanso. Emilia dormía con su oso de peluche abrazado. Clara dormía en la habitación de al lado. Octavio pasaba las noches viéndolas respirar, como si necesitara comprobar que seguían ahí. Una noche, Clara bajó a la cocina y lo encontró en el sillón con la cabeza entre las manos. ¿Estás bien?
Sí, solo estoy soltando todo lo que aguanté. Clara se sentó a su lado. Yo también lo estoy haciendo. Nunca pensé que me tocaría vivir algo así. Yo tampoco. Pero aquí estamos. Octavio la miró. ¿Sabes? Antes de todo esto, yo creía que tenía la vida resuelta. Dinero, casa, trabajo, una hija maravillosa. Pero me faltaba algo, algo que no me había dado cuenta hasta ahora. ¿Qué? Una persona que me sostuviera cuando yo no pudiera más. Y tú fuiste eso todo este tiempo.
Clara bajó la mirada, sonrió apenas. Yo no supe qué hacer muchas veces, solo actué por amor, por Emilia, por ti, y eso fue suficiente. Se quedaron así, sin hablar, con las manos juntas, sin necesidad de planear nada. Ya lo habían enfrentado todo y seguían ahí juntos, vivos, más fuertes. Días después, Clara empacó sus cosas de su pequeño departamento. Octavio la ayudó. Emilia decoró la casa con carteles que decían, “Bienvenida y ahora sí, ya vives aquí.” Fue una celebración íntima, solo los tres.
Pero esa misma semana, una mañana cualquiera, Clara recibió un sobre cerrado en el buzón. No tenía remitente. Lo abrió adentro, una hoja escrita a mano. Esto aún no termina. Mi hija no era una mentirosa. Nos vemos pronto. Atentamente. Mr. Clara sintió que el corazón se le iba al piso. La madre de Romina acababa de entrar en escena. Los días después del regreso a casa fueron distintos, más tranquilos, pero también más reales. Ya no vivían con miedo todo el tiempo, pero tampoco se confiaban.
Había una calma que se sentía prestada, como si en cualquier momento alguien pudiera venir a pedirla de vuelta. Y aún así, ahí estaban los tres, Clara, Octavio y Emilia, intentando retomar la vida después de la tormenta. El jardín volvió a tener risas. Emilia corría detrás del perro. Clara plantaba nuevas flores y Octavio, cuando no estaba en videollamadas o leyendo papeles, simplemente observaba. Miraba a Clara sin que ella se diera cuenta. A veces la seguía con los ojos mientras regaba las plantas, mientras cocinaba, mientras hablaba con su hija.
No era una mirada pesada ni incómoda. Era una mirada de agradecimiento, de cariño, de admiración y de algo más que ya no podía esconder. Una tarde, Clara entró al estudio donde Octavio trabajaba. Llevaba una bandeja con café y pan dulce. Había estado lloviendo todo el día de esas lluvias lentas que invitan a encerrarse, a ponerse un suéter, a compartir silencio con alguien. “Te traje esto”, dijo ella con una sonrisa suave. Octavio levantó la vista y la miró como si el día acabara de mejorar solo por verla entrar.
Cerró la laptop. ¿Y qué hice para merecer esto? Nada. Pero a veces las cosas buenas no se tienen que merecer. Se dan. Clara puso la bandeja sobre el escritorio. Él se acercó. Tomó una taza, le dio un sorbo, pero seguía mirándola. No había más ruido que el de la lluvia contra las ventanas. “¿Sabes que he pensado mucho últimamente?”, dijo él, sin apartar los ojos de ella. “¿Qué? ¿Que esta casa no sería nada sin ti? Que sin ti Emilia no sería la niña fuerte que es hoy.
Que sin ti yo ya me habría perdido.” Clara sonrió, pero bajó la mirada. No digas eso. Tú eres un buen papá, fuerte, presente. Incluso cuando no sabías qué hacer, siempre estuviste. Pero no solo de estar se trata, se trata de amar, de cuidar. Y tú cuidaste de las dos cuando yo no supe cómo. Yo solo hice lo que sentía. Nunca lo planeé. ¿Y qué sentías? Clara levantó la mirada. Esta vez no la desvió. Sentía que por fin tenía un lugar que por primera vez era importante para alguien que no estaba sola.
Octavio se acercó un poco más. Estaban de pie, uno frente al otro, con la lluvia de fondo y el olor a café llenando el estudio. ¿Y qué sientes ahora? Ella dudó. Tomó aire, luego sin rodeos, sin miedo. Siento que te amo. Silencio. No un silencio incómodo, un silencio lleno de electricidad. Octavio dio un paso más, acercó su mano al rostro de ella, se la acarició con los dedos como si fuera algo delicado que no quería romper. Yo también te amo, Clara.
desde hace mucho, solo que no lo sabía o no lo quería aceptar. Y ahora, ahora no quiero otra cosa más que estar contigo. Ya sin miedo, ya sin dudas. Se acercaron más. No hubo prisa, no hubo esa desesperación de las películas. Fue un beso lento, con los ojos cerrados, con las manos temblando un poco, como si sus cuerpos supieran que lo que estaban viviendo era importante. Fue un beso de esos que sanan, que cierran heridas, que abren puertas.
Clara apoyó la frente en la de él cuando se separaron. Tenía miedo de que este momento llegara, porque si salía mal, no solo iba a perderte a ti, también a Emilia. No va a salir mal, porque vamos a cuidarlo como cuidamos de ella. Y ahí se quedaron abrazados, sin necesidad de más palabras. Esa noche, cuando Clara salió del estudio, se encontró con Emilia sentada en las escaleras. La niña la miró con una sonrisa pícara. Se besaron. Clara se cubrió la cara.
entre risas. ¿Tú qué crees que sí? ¿Y tú qué opinas? Que ya era hora. Clara se agachó y la abrazó. Emilia le devolvió el abrazo sin decir nada más. A veces los niños entienden las cosas con una claridad que los adultos tardan años en aceptar. Pasaron los días y la relación entre Clara y Octavio se hizo más evidente. Ya no se escondían, ya no hablaban en clave. Cocinaban juntos, se reían juntos, se miraban como quien por fin encontró su lugar.
Una tarde, Octavio llevó a Clara a cenar, no a un restaurante elegante, sino a un pequeño lugar de terraza en el centro de Tlaquepaque. Velas, luces colgantes, música en vivo. Comieron pozole, bebieron agua de Jamaica y hablaron como si fueran dos adolescentes descubriendo el amor por primera vez. ¿Te imaginas si nos hubiéramos conocido en otra vida?, preguntó Clara. Y si te digo que no me importa cómo ni cuándo, solo que llegaste y eso basta. Al volver a casa, Emilia ya dormía.
El perro ladró bajito, apenas reconociendo que eran ellos. Subieron despacio. Octavio tomó la mano de Clara justo antes de entrar al cuarto. ¿Te quedas conmigo? Ella no respondió con palabras, solo asintió. Esa noche no fue una escena de pasión desbordada. Fue una noche de abrazos, de caricias lentas, de miradas largas. Se durmieron con los dedos entrelazados y cuando despertaron, el sol entraba por la ventana con una suavidad que parecía celebrar lo que acababa de nacer. No solo amor, sino una nueva familia.
Pasaron las semanas, la vida en la casa se fue acomodando. Ya no como antes, sino mejor. Todo parecía fluir. Las mañanas eran tranquilas. Clara preparaba el desayuno. Emilia bajaba despeinada con su pijama de gatitos. Octavio salía de su estudio ya con la laptop bajo el brazo, pero siempre con tiempo para sentarse unos minutos con ellas antes de irse. No hablaban de juicios, ni de amenazas, ni de miedos. Todo eso parecía haber quedado atrás. Una mañana, Clara despertó con una náusea fuerte.
No fue algo leve. Fue de esas que te obligan a sentarte de golpe. Con la mano en el estómago y la frente sudando. Pensó que era algo que comió la noche anterior. Bajó a la cocina, se sirvió un té, pero el olor la hizo correr al baño. Vomitó, cerró la puerta con seguro. No quería preocupar a nadie. ¿Estás bien?, preguntó Octavio desde el pasillo. Sí, solo creo que me cayó mal algo. ¿Seguro llamo al doctor? No, de verdad, me voy a acostar un ratito y se me pasa.
Pero no se pasó. Al día siguiente lo mismo, náuseas, vómitos, mareos. Clara empezó a preocuparse. No se sentía enferma, no tenía fiebre, solo eso. Un malestar que llegaba como oleada, un rechazo al olor del café, al pan tostado, a la pasta de dientes. Una tarde, mientras Emilia hacía la tarea, Clara salió con una bolsa en la mano. Dijo que iba al súper, pero en realidad caminó tres calles más abajo, a la farmacia. Compró una prueba de embarazo, no miró al cajero a los ojos, pagó en efectivo, la metió al bolso como si fuera algo prohibido.
Volvió a casa, subió directo al baño encerrada. Silencio total. Respiraba fuerte. No quería mirar. Esperó los 5 minutos más largos de su vida. Cuando se atrevió a ver la ventanita de la prueba, se quedó en blanco. Dos líneas. Dos, no una. Clara se sentó en el borde de la tina. se tapó la boca con la mano. No lloró, no rió, no dijo nada, solo pensó, “Estoy embarazada.” El celular vibró. Era Octavio. ¿Quieres que pase por algo de cenar?
No respondió. Se quedó ahí media hora, luego se lavó la cara, salió del baño y escondió la prueba al fondo del closet. Esa noche no pudo dormir. En la cama, Octavio le acariciaba el cabello sin saber nada. Emilia roncaba en su cuarto. El perro se echó en la alfombra como si todo estuviera bien, pero en el cuerpo de Clara ya había una nueva vida. Pasaron dos días más. Al tercero fue al médico. No le dijo nada a Octavio, solo pidió una consulta general y luego con voz bajita le dijo a la enfermera que necesitaba una prueba de sangre.
El doctor fue amable, tranquilo. Cuando le dio los resultados, la miró con una sonrisa. ¿Estás embarazada, Clara? Felicidades. Sí, dijo ella apenas creyéndolo. ¿De cuánto tiempo? Aproximadamente seis semanas. Pero hay algo más. ¿Qué? El doctor giró la pantalla, mostró el ultrasonido. Clara miró las sombras y manchas sin entender nada. Son dos. ¿Cómo que dos? Dos latidos. Dos sacos. Vas a tener gemelos. Clara se quedó muda. No parpadeó. No sabía si reír, si asustarse, si correr a contarlo o guardarlo para siempre.
El doctor la dejó unos minutos sola y ahí, sola con el monitor apagado y el sonido del eco todavía en los oídos, entendió que su vida iba a cambiar de nuevo para siempre. Esa noche volvió a casa. Octavio ya estaba en la sala viendo una película con Emilia. La niña estaba dormida con la cabeza en su pierna. Clara los vio desde la entrada. Le temblaban las piernas. Pensó que ese era su momento, pero no dijo nada. subió, se metió al baño y se miró en el espejo.
“¿Cómo les digo?”, se preguntó en voz baja. No lo hizo esa noche, tampoco al día siguiente. Pero Octavio empezó a notar que algo le pasaba. Ella estaba más distraída, más callada, más sensible. Un día, mientras tomaban café en el jardín, él se lo soltó. “¿Estás bien?” “Y no me digas que sí, Clara” dudo. “Estoy bien. Solo tengo la cabeza en otro lado. ¿Yo hice algo?” “No, para nada, Emilia. No, está feliz. Todos estamos bien. Es solo que Octavio se acercó, le tomó la mano.
¿Qué es Clara? Respiró profundo. Estoy embarazada. Él se quedó en silencio. La soltó. La miró directo a los ojos como si no hubiera entendido. ¿Qué? Lo supe hace unos días. Fui al doctor, me lo confirmaron. ¿Y por qué no me lo habías dicho? Porque me dio miedo. Porque apenas estamos aprendiendo a estar juntos. Porque pensé que iba a ser demasiado. Muy pronto. Octavio se levantó. Caminó un par de pasos, se tocó la cabeza, luego se giró. ¿Y estás bien?
¿Todo está bien? Sí, todo va bien. ¿Y sabes de cuánto? Seis semanas. ¿Y el bebé? Bebés. Octavio frunció el ceño. ¿Cómo? Clara sonrió nerviosa. Son dos. Se hizo otro silencio largo hasta que él se le acercó otra vez. La abrazó fuerte, la besó en la frente y le dijo al oído, “Vamos a ser papás otra vez.” Clara rió entre lágrimas. Yo no lo tenía en los planes, pero sí en el corazón. Y yo no sabía que podía volver a ser feliz.
Esa noche Clara lo contó todo, desde cómo se sintió al ver la prueba hasta el momento en que escuchó los dos latidos. Octavio la escuchó sin interrumpir y cuando terminaron subieron al cuarto de Emilia y se sentaron a los pies de la cama. “Mi amor, tenemos que contarte algo”, le dijo Octavio. Emilia se incorporó con los ojos todavía pegados. ¿Qué pasó? Clara tomó su mano. Vas a tener hermanitos. Uno, dos, dijo Octavio. Emilia los miró con la boca abierta.
En serio, en serio. Ya tienen nombres. Clara rió. Todavía no, apenas lo estamos asimilando. Emilia gritó, saltó, lloró de risa, corrió por la habitación, abrazó a Clara por la espalda. Voy a ser hermana mayor de dos. Nadie en mi salón tiene eso. Esa noche la familia fue más familia que nunca y en medio de todo el amor y las risas nadie pensó en lo que se venía después. Porque una mujer muy poderosa, con odio en los ojos y sed de venganza, ya estaba preparando su jugada.
La noticia del embarazo no tardó en cambiar el ritmo de la casa. Era como si todo hubiera encontrado un nuevo centro. Emilia no paraba de hablar del tema. Le contaba a sus compañeritos que iba a tener gemelos como si fuera una superestrella. En su mochila llevaba dibujos con dos bebés, uno con moño y otro con gorra. Cuando no hablaba de eso, los imaginaba, uno travieso, otro dormilón, uno llorón, otro con la risa de su mamá. Hasta le pidió a Octavio que pusieran dos cunas en su cuarto por si algún día querían dormir con ella.
Clara seguía un poco nerviosa, pero ya no se sentía sola. Octavio estaba más pendiente que nunca. Le preparaba desayunos, la acompañaba al médico, le preguntaba cómo se sentía a cada rato. Incluso canceló dos viajes de trabajo y redujo sus horarios en la empresa para estar más cerca de ella. Quería disfrutar cada segundo, cada patadita, cada cambio, cada antojo raro que le daba a medianoche. Un sábado por la mañana, Octavio despertó temprano, bajó a la cocina en silencio y encontró a Emilia escribiendo algo con marcadores sobre una cartulina.
se acercó. ¿Qué haces, enana? Una sorpresa para mamá. Pero no puedes decirle una cartulina. Es que quiero hacer una fiesta. Nada muy grande, solo nosotros, para decirle que estamos felices, que ya no tenga miedo, que vamos a estar todos bien. Octavio se le quedó viendo. Sintió un nudo en la garganta. ¿Y tú sola pensaste eso? Sí. Bueno, el perro también, pero él no sabe escribir. Él sonrió. ¿Y qué necesitas? globos, un pastel, fruta picada, música suave y que mamá no se entere hasta que digamos sorpresa organizaron todo en secreto.
Llamaron a la tía de Clara, la única persona cercana que sabían que le haría bien verla. También a dos amigas del trabajo de Octavio, que Clara conocía desde hace tiempo y en quienes confiaba. Fue todo rápido, sin mucho ruido, pero con mucho corazón. Decoraron el jardín con guirnaldas de colores suaves, inflaron globos en tonos pastel y armaron una mesa larga con botanas, jugos, velas pequeñas, un pastel con forma de corazón y una figura de dos bebés encima.
Emilia dibujó en la cartulina. Ya somos cinco. Te amamos, mamá. Cuando Clara bajó esa tarde, sorprendida porque nadie respondía en la casa, salió al jardín y ahí estaban todos. Emilia al frente con una corona de cartón. Octavio, con una flor en la mano, las amigas aplaudiendo, la tía con lágrimas en los ojos. ¡Sorpresa!”, gritaron todos. Clara se quedó congelada. No supo si reír o llorar. Se llevó la mano a la boca como si quisiera aguantar el llanto, pero ya tenía los ojos empapados.
Emilia corrió hacia ella y la abrazó con fuerza. “¿Te gusta?” “Me encanta”, logró decir casi sin voz. Octavio se acercó, la tomó de la mano y la llevó al centro de la mesa. Le puso la flor en el cabello, luego levantó la copa con agua mineral. “No soy bueno hablando”, dijo. “Pero quiero decir algo. Esta mujer que está aquí nos salvó la vida. No solo a mí, también a Emilia. Y ahora que vamos a tener dos nuevos milagros, solo quiero agradecerle por haberse quedado, por no haberse rendido, por haber confiado.
Te amo, Clara. ” Ella no pudo responder, solo lo abrazó. Después comieron, bailaron música suave, contaron anécdotas. La tía de Clara le llevó un chal tejido por ella misma. Una de las amigas le regaló un libro para embarazadas que se llamaba Tú puedes con todo, mamá. Emilia no se despegó de Clara en toda la tarde. Hasta le preparó un jugo con su receta secreta, agua, limón, una gota de miel y magia en polvo, que en realidad era canela.
Cuando anocheció, Clara se recostó en una hamaca del jardín. El cielo estaba despejado, se veían las estrellas. Emilia se acostó a su lado con la cabeza en su panza. Y si uno de ellos me quiere más que el otro, los bebés. Sí, eso no va a pasar. Y si sí, entonces me tocará amarte más a ti ese día. Emilia sonrió. Y si los dos lloran al mismo tiempo, vamos a tener cuatro brazos y un papá con energía.
Emilia se quedó en silencio. Luego dijo algo que a Clara se le quedó grabado. Gracias por elegirme también a mí. Clara no entendió del todo. Elegirte. Sí, porque tú pudiste no quererme. Solo eras la niñera, pero sí me quisiste. Y ahora eres mi mamá. No, Clara se le llenaron los ojos de lágrimas. La abrazó con fuerza. No hizo falta decir más. Octavio los observaba desde la terraza, apoyado contra la varanda con una taza de café en la mano.
Pensó que hacía mucho tiempo no se sentía así de en paz. con todo lo que habían vivido, todo lo que habían perdido, todo lo que habían ganado, eso, eso era felicidad. Esa noche, al subir a su cuarto, Clara encontró un sobre la cama. Era del doctor, el ultrasonido más reciente y una pequeña nota escrita a mano por él. Todo va bien. Dos corazones fuertes, una mamá valiente. Lo puso sobre el buró, se acostó de lado y apoyó una mano en su vientre.
Los bebés aún no se movían, pero ella ya lo sentía y en ese momento lo único que deseaba era que todo siguiera así. Pero al otro lado de la ciudad, en un despacho elegante, con muebles oscuros y una vista panorámica, una mujer leía el informe completo de todo lo ocurrido. Era la madre de Romina y con una voz fría dijo, “Ahora me toca a mí. Esa noche había sido tranquila. Emilia ya dormía, Clara también, aunque despertaba cada media hora como si buscara algo con la mirada, las luces del pasillo estaban apagadas y el silencio cubría cada rincón de la casa.
Solo el suave sonido del ventilador marcaba el ritmo. Octavio estaba revisando carpetas en el estudio, organizando nombres para los bebés, mirando posibles contratos de trabajo que pudieran llevarlo más tiempo a casa. Cerró todo y apagó la luz. Al salir, su celular vibró. una notificación sin nombre en la pantalla, un correo nuevo, lo abrió sin pensar. Era de una firma jurídica con sello muy elegante. El asunto decía: “Iniciativa legal urgente”, abrió el mensaje. Terwilchital text. Su rostro se transformó.
No pudo leer más. Cerró el celular, respiró hondo y buscó a Clara, que estaba en el pasillo. “¿Qué pasa?”, preguntó él con voz baja. Ella se levantó despacio. “Algo llegó. Es importante. Él le mostró el celular. Ella leyó y luego lo miró con los ojos muy abiertos. Es ella dijo apenas. Octavio tragó saliva. La madre de Romina. Sí, quiere medidas legales inmediatas. Dice que tú le diste información confidencial y maliciosa que afectó su reputación y la de su hija.
Quiere una demanda civil con indemnización por daño moral y también exige que te retractes públicamente de las acusaciones de maltrato y secuestro. Pero, ¿cómo? Todo está probado. Hay videos, testigos. Ella dice que tú los manipulaste, que el video está editado, que existe un falso testimonio de la niñera, que todo fue una estrategia para que tú la vieras como villana. Las manos de él se apretaron. ¿Qué más dice? ¿Que está dispuesta a ir hasta la Suprema Corte si hace falta?
Octavio se quedó en silencio. Clara lo abrazó desde atrás con fuerza. Esto no es solo una amenaza dijo él. Esto tiene recursos. Esto puede cambiarlo todo. Otra vez. No va a lograr nada. Tenemos pruebas, testigos, el secuestro, el juicio contra Darío. Y ella. Ella fue cómplice. Pero no nos asusta. Lo enfrentaremos. El problema no es legal, susurró él. Es emocional. ¿Sabes lo que significa que ella aparezca ahora? Que alguien que tiene poder y dinero también pueda hacer daño por puro ego, por rencor.
Eso puede quebrar todo lo que hemos construido. Clara se acomodó frente a él. Mira lo que logramos. Mira lo que somos. Una familia y lo que viene en camino. Nada va a tumbarlo. Octavio la miró fijamente. Y si logra algo, y si las autoridades aceptan su demanda, entonces iremos a la corte juntos. Porque no es nuestra verdad lo que va a importar. Es nuestra fuerza, nuestro amor, eso nunca lo podrá comprar. Él respiró, la besó en la frente.
Tienes razón, no lo podrán. La noche siguió en calma, pero afuera, en un despacho alto con vista a la ciudad iluminada, una mujer encendió un cigarro y sonrió. “Esto apenas comienza”, murmuró. “El final que parecía dulce ahora tiene sombras nuevas. Y la batalla legal que se avecina no será solo por justicia, será por proteger lo que más amaron.
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