La calle Maplewood era el tipo de lugar donde los problemas nunca se extendían. Las hojas de otoño giraban perezosamente en el aire, los vecinos intercambiaban pasteles por encima de las cercas y las risas de los niños se extendían a la fresca tarde.

Pero un jueves cualquiera, el susurro tembloroso de una niña de cuatro años rompió esa calma y atrajo a la policía.

El jefe Mark Rivers había visto mucho en sus veinticinco años en la policía: allanamientos, peleas, incluso un emú fugitivo, pero nunca una niña como Anna Davis.

Solo con fines ilustrativos.

Estaba sentada en un rincón de la comisaría de Maplewood, un pequeño bulto de silenciosa intensidad. Un osito de peluche colgaba de su mano, con una oreja mordida casi plana. A su lado, su abuela Frances miraba al suelo, con los labios apretados en una fina línea.

Mark se agachó hasta que sus ojos se encontraron con los de Anna. «Tu abuela dice que tienes algo importante que decirnos».

La voz de Anna era apenas audible. “Sé dónde está papá.”

Mark sintió que la temperatura de la habitación cambiaba. Su padre, Julian Grant, había sido reportado como desaparecido esa misma mañana, no por su esposa, Martha, sino por Frances.

“¿Y dónde está eso, cariño?”

Anna apretó con más fuerza a su oso. “Debajo del piso de la cocina. Donde las baldosas son más claras. Tiene mucho frío.”

Por un instante, la estación se quedó en silencio. Las radios silbaban de fondo. El bolígrafo de un agente se detuvo a medio escribir.

Una hora después, dos patrullas y la camioneta de Mark llegaron al número 17 de la calle Maplewood. La casa estaba impecable, la típica casa de postal que esperarías ver en una revista, lo que solo hizo que a Mark se le hiciera un nudo en el estómago.

Martha abrió la puerta, con una sonrisa un poco más brillante. “Agentes. ¿Alguna noticia de Julian?”

“Todavía no”, dijo Mark con calma. “Nos gustaría echar un vistazo.”

Dudó, lo justo para darse cuenta. “Claro. Adelante.”

Solo con fines ilustrativos.

La cocina relucía como una sala de exposición. Pero cerca del fregadero, Mark los vio: seis azulejos pálidos, más nuevos que el resto, con los bordes demasiado limpios para ser obra antigua.

Anna se deslizó de los brazos de su abuela, fue directa al lugar y lo golpeó dos veces con el pie. “Aquí. Papá está aquí.”

“¿Cuándo rehicieron esta parte del piso?”, preguntó Mark.

Las manos de Martha le alisaron la falda. “Hace unos días. Problema de moho.”

“¿Lo arreglaste tú mismo?”

“Sí”, dijo rápidamente. “Fue solo un pequeño trabajo.”

Mark se enderezó. “Vamos a levantar algunos azulejos.”

El color desapareció de su rostro. Pero no dijo nada mientras los oficiales levantaban los nuevos cuadrados. Bajo la delgada capa de cemento había… madera. Una trampilla, herméticamente sellada.

La habitación quedó en silencio, salvo por el sonido de las manos enguantadas de Mark al abrir las bisagras.

La trampilla se abrió con un crujido. Todos los oficiales se prepararon para lo peor.

Pero en lugar de un descubrimiento sombrío, la luz se derramó sobre mantas, comida enlatada, un termo… y el propio Julian Grant, que los miró con tímida sorpresa.

“Eh… ¿hola?”

Solo para ilustrar.

Frances se tapó la boca con una mano. “¡Julian!”.

Julian salió, frotándose el cuello. “Puedo explicarlo”.

Con frases vacilantes, les contó: se había tomado un día libre en el trabajo para construirle a Anna una sorpresa: un cuarto de juegos secreto en el sótano con una entrada “mágica” desde la cocina. Los azulejos claros marcaban el lugar donde acababa de instalar la trampilla.

“Lo quería listo para su cumpleaños”, dijo, abrazando a Anna. “Debió de verme entrar y pensó…”. Miró a su hija. “No, cariño, no tenía frío. Solo me escondí para hacerte algo especial.”

Martha suspiró, liberando por fin la tensión. “Les dije a todos que estaba de viaje de negocios para que no se supiera la sorpresa. Claramente… no fue mi mejor plan.”

Los agentes rieron: la liberación de todo ese miedo reprimido. Mark negó con la cabeza. “Es la primera vez en mi carrera que una ‘persona desaparecida’ resulta ser un proyecto de mejoras para el hogar.”

La noticia corrió como la pólvora por Maplewood. Para el fin de semana, los vecinos llenaron el patio trasero de los Grant, ansiosos por ver “el suelo de la cocina que escondía a un hombre”.

Julian decidió no esperar al cumpleaños. El cuarto de juegos quedó al descubierto: paredes color pastel, estanterías a rebosar, un rincón de lectura con forma de torre de castillo y la ahora famosa trampilla.

Anna no podía parar de reír mientras aparecía del suelo una y otra vez, mientras sus amigos gritaban de alegría.

Mark se acercó con las manos en los bolsillos de la chaqueta. “Me alegra que esta historia haya tenido un final feliz, Anna.”

Sonrió radiante. “Yo también. Ahora el piso mágico de papá es mío para siempre.”

Frances se arrodilló a su lado. “La próxima vez que pienses que algo anda mal, lo comprobaremos juntas. ¿Trato hecho?”

Anna asintió solemnemente y desapareció por la trampilla como una maga.