Alexandra ya no sentía nada físicamente. Ningún dolor, salvo una punzada sorda y ardiente en el alma. No lograba comprender dónde estaba ni qué le había ocurrido.
La mujer miraba a su alrededor, desorientada. No había horizonte, ni tierra, ni cielo. Todo había desaparecido, salvo una espesa neblina azulada que la envolvía por completo.
— Bienvenida a la eternidad —dijo una voz serena, pero inquietante.
Y en ese mismo instante, Alexandra lo recordó todo. Cada detalle: cómo su coche se descontroló, se salió del camino, dio vueltas en el aire… y cómo el impacto final convirtió su vida en un simple fragmento.
— ¡No! ¡No estoy preparada! —gritó—. ¡Tengo un marido, un hijo… mi madre está muy enferma! ¡Me necesitan! ¡Te lo ruego, devuélveme! ¡Te daré lo que quieras!
— Propuesta intrigante… —respondió la voz con una leve sonrisa que Alexandra casi pudo sentir sobre la piel—. Te ayudaré. Pero te advierto: tendrás una oportunidad, pero dudo que sepas aprovecharla. Y el precio será terrible. Créeme, conozco bien cómo es el infierno…
— ¡Te lo suplico, seas quien seas, hazlo! ¡Ayúdame!
— De acuerdo. Me causa curiosidad… Dividiré tu alma en cuatro partes. Tres permanecerán contigo, y me quedaré con una como garantía. Te doy exactamente una hora. Veremos de qué eres capaz. Aunque tengo el presentimiento de que ni tú te conoces…
Alexandra salió de casa apresurada —tenía que llegar antes de que comenzara el tráfico de la tarde. Su hijo la esperaba en la casa de campo de su suegra.
Junto a su coche estaba agazapado un cuervo maltrecho y despeinado, con un ala herida. Al verla, dio algunos saltos torpes, con evidente dolor, intentando acercarse a ella.
— ¿Vas en coche? —la abordó una vecina, con un pañuelo en la mano—. Llévanos a la clínica veterinaria. Yo pago. Si no, no sobrevivirá…
Pero Alexandra iba con prisa. El tiempo apremiaba.
— Llama a un taxi. No tengo tiempo para pájaros heridos —respondió con sequedad.
El cuervo no se rendía, graznaba, se cruzaba en su camino, parecía suplicar ayuda. Pero Alexandra, irritada, lo apartó de un puntapié y subió al coche. Encendió el motor y se fue sin mirar atrás. La vecina quedó paralizada, sin entender nada. El ave había desaparecido…
En la última gasolinera, casi al final del trayecto, Alexandra se detuvo para repostar. Cuando se disponía a volver al vehículo, una perra callejera, flaca como un hueso, le bloqueó el paso. Movía la cola con timidez, la miraba suplicante, y con las orejas bajas se arrastró hacia ella, mordiendo suavemente el bajo del pantalón.
— ¡Lárgate! —gritó ella, retirando la pierna con brusquedad.
Pero el animal no se movió. Seguía allí, mirándola desde abajo, aferrándose a cada segundo. El olor a pelaje mojado, suciedad y pulgas le causó un profundo asco.
— ¡Apártate, asquerosa! —chilló, y le dio una patada. La perra salió despedida, y Alexandra, sintiendo un dolor agudo en el costado, se encerró en el coche y arrancó sin volver a pensar en el animal.
Con una toallita desinfectante limpió sus manos al volante. Puaj. Lo que le faltaba: contagiarse con algo. Primero el ave, luego el perro… todo eran molestias.
La carretera estaba llena de coches. La gente iba y venía con apuro. Alexandra se relajó y aceleró un poco más. Pero no logró relajarse del todo.
En medio de la vía se movía un gatito blanco como la nieve. Pequeño, polvoriento, asustado. Alexandra pudo verlo claramente: sus ojos suplicaban. En ellos había miedo, esperanza, ruego.
«Me lo estoy imaginando… no puede ser…», pensó. Pero en el retrovisor vio al gatito sentarse y juntar sus patitas delanteras —como si rezara.
— Pobre criatura… ¿Qué hace aquí?
Algo en su interior se estremeció. Sintió el impulso de detenerse, recogerlo, al menos para sacarlo del camino. Pero… no había tiempo.
Miró el reloj: habían pasado 58 minutos desde que salió de casa. No podía detenerse por un gatito. Ni siquiera tenía tiempo para su propia vida. Pero, aun así, miró por última vez…
El gatito corría tras el coche. Pequeño, frágil, desesperado por alcanzarla.
«¡Basta!» —pensó Alexandra, y volvió su atención al camino. Tenía cosas que hacer. No era su responsabilidad. Que otros se ocuparan de los animales. Ella no.
Dos minutos después, el coche derrapó. El chillido de las ruedas, la pérdida de control… y luego, una neblina densa, viscosa, gris. Y dentro de ella volvió a oírse esa voz, ahora ronca y burlona:
— ¿Por qué ustedes, los humanos, siempre me echan la culpa? Si hasta te di una oportunidad. Tres, para ser exactos. Todas estuvieron delante de ti.
Solo tenías que detenerte. Solo ayudar. El ave, el perro, el gatito… Eras tú misma. Eran fragmentos de tu alma gritando: «¡Detente!»
La voz se apagó un momento. Ahora sonaba más baja, casi dolida:
— ¿Sabes lo poco frecuente que es que alguien aproveche esas oportunidades? En siglos, apenas unos pocos. Pero cuando sucede, me alegra. Porque les devuelvo su cuarta parte. Entera. Y el destino de esas personas… jamás vuelve a ser el mismo…
Alexandra quiso decir algo, responder, pero de la niebla surgieron unas patas negras, peludas, con garras, que se extendieron hacia ella…
P.D. La próxima vez que pases junto a alguien necesitado —sea una persona, un animal, no importa—, detente. Tal vez sea tu propia alma gritándote: «¡Detente!» Porque ella… ya sabe lo que viene.
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