Camionero solitario se Enamora de una Guardia Nacional al ser Detenido

La carretera federal se extendía infinita bajo el sol abrasador del desierto mexicano, donde Rodrigo Mendoza, un camionero de 38 años, pasaba sus días solitarios transportando cargas entre Tijuana y Ciudad de México. Su kenwortino era su única compañía constante decorado con fotografías de la familia y amuletos de la Virgen de Guadalupe.

 Divorciado desde hacía 5 años, había encontrado en la vida de las carreteras una forma de escapar de los recuerdos dolorosos y del vacío de su casa en Guadalajara. Esa mañana de octubre, transportando electrónicos hacia la capital, Rodrigo no imaginaba que su vida cambiaría completamente.

 El destino lo esperaba en un retén de la Guardia Nacional. Bajo el calor implacable del desierto de Sonora. El motor de Mickenworth rugía con esa familiaridad que solo años de carretera pueden crear. Era como el latido constante de un corazón mecánico que me había acompañado por miles de kilómetros a través del territorio mexicano.

 Esa mañana de octubre, el sol ya comenzaba a castigar el asfalto cuando divisé a lo lejos las banderas naranjas del retén de la Guardia Nacional. No era nada nuevo para mí. Durante mis 15 años como camionero había pasado por cientos de estos controles, siempre en la misma rutina, documentos, revisión de la carga, algunas preguntas de protocolo y seguir adelante.

 Pero algo en mi pecho me decía que este día sería diferente, aunque en ese momento no sabía por qué. reduje la velocidad gradualmente, sintiendo como los frenos neumáticos respondían con su característico silvido. El retén estaba ubicado en un tramo recto de la carretera federal, rodeado por el paisaje árido del desierto de Sonora. Cactuso se alzaban como centinelas silenciosos y las montañas distantes creaban un horizonte ondulado bajo el cielo azul intenso.

 Mientras me acercaba pude ver a varios elementos de la Guardia Nacional organizando el flujo de vehículos. Había dos carriles, uno para automóviles particulares y otro para vehículos de carga como el mío. La mayoría de los guardias eran hombres jóvenes con sus uniformes verde olivo y sus rostros serios bajo las gorras militares. Pero entonces la vi.

 Entre todos esos uniformes masculinos destacaba una figura que me hizo parpadear dos veces para asegurarme de que no era un espejismo del desierto, era una mujer probablemente de unos 30 años con el cabello negro recogido en una coleta perfecta bajo su gorra. Su postura era firme y profesional, pero había algo en la forma en que se movía, que irradiaba una gracia natural que contrastaba con la dureza del entorno militar.

 Estacioné mi camión en el área designada y apagué el motor. El silencio repentino después de horas de rugido constante siempre me resultaba extraño. Tomé mis documentos del compartimento superior, licencia de conducir, tarjeta de circulación, permisos de carga y la documentación de los productos electrónicos que transportaba hacia Ciudad de México.

 Bajé de la cabina sintiendo como mis botas tocaban el asfalto caliente. El aire del desierto me golpeó inmediatamente, seco y cargado del aroma a tierra y vegetación espinosa. Me dirigí hacia donde estaban los guardias, esperando que me asignaran a uno de los elementos masculinos, como siempre ocurría. Pero el destino tenía otros planes. Buenos días, señor. Documentos, por favor.

 La voz era firme, pero no áspera, con un acento que delataba origen del centro del país. Levanté la vista y me encontré con los ojos más expresivos que había visto en años. Eran de color café oscuro, casi negro, pero con una profundidad que parecía contener historias enteras. Su rostro era ovalado, con pómulos definidos y una piel morena clara que el sol del desierto había bronceado ligeramente.

“Buenos días, oficial”, logré articular sintiendo una extraña nerviosidad que no había experimentado en mucho tiempo. Le extendí mis documentos notando que mi mano temblaba imperceptiblemente. Ella tomó los papeles con movimientos precisos y profesionales. En su uniforme llevaba una placa que decía sargento L. Herrera.

 Sus manos eran delicadas, pero firmes, con uñas cortas y limpias, apropiadas para su trabajo. No llevaba anillo de matrimonio, detalle que mi mente registró automáticamente sin que pudiera evitarlo. Rodrigo Mendoza leyó en voz alta mientras revisaba mi licencia. De Guadalajara. Sí, señorita. Perdón, sargento.

 Me corregí rápidamente, sintiendo como el calor subía a mis mejillas. Vivo allá, pero paso más tiempo en la carretera que en casa. O por primera vez vi un atisbo de sonrisa en sus labios. Era apenas perceptible, pero suficiente para hacer que mi corazón se acelerara de una manera que no había sentido desde mis días de juventud.

 ¿Qué transporta hoy?, preguntó, manteniendo su tono profesional mientras caminaba hacia la parte trasera de mi camión. Productos electrónicos, televisores, computadoras, ese tipo de cosas, todo con documentación en regla”, respondí siguiéndola mientras ella inspeccionaba los sellos de seguridad en las puertas del remolque.

 “¿Hace mucho que se dedica a esto?”, su pregunta me sorprendió. No era parte del protocolo habitual y había algo en su tono que sugería un interés genuino más allá de sus obligaciones profesionales. 15 años, respondí observando como ella verificaba meticulosamente cada sello. Comencé cuando me casé pensando que sería temporal, pero ya ve usted, la carretera tiene una forma de atraparte.

 Ella se detuvo un momento y me miró directamente a los ojos. ¿Está casado? La pregunta me tomó completamente desprevenido. Era definitivamente personal, muy lejos del protocolo estándar de un retén. Sentí como si el tiempo se ralentizara mientras procesaba no solo la pregunta, sino la forma en que ella la había hecho.

 Había algo en su mirada que sugería que mi respuesta importaba más allá de la mera curiosidad profesional. Divorciado”, respondió honestamente, “Hace 5 años algo cambió en su expresión. Fue sutil, pero estaba ahí. Un suavizamiento casi imperceptible en sus facciones, como si una barrera invisible se hubiera relajado ligeramente.

 “Lo siento”, dijo, “y pude percibir sinceridad genuina en sus palabras. No se preocupe, fue lo mejor para ambos. Mentí parcialmente. Había sido lo mejor, pero eso no significaba que no hubiera dolido. Ella continuó con su inspección, pero ahora había una atmósfera diferente entre nosotros.

 Ya no se sentía como un control rutinario de carretera. Había una conexión humana que se estaba formando, tenue pero real. ¿Y usted? Me atreví a preguntar mientras ella revisaba la documentación de la carga. hace mucho que está en la Guardia Nacional. Ella levantó la vista sorprendida por mi pregunta. Por un momento pensé que me reprendería por mi atrevimiento, pero en lugar de eso volvió a aparecer esa sonrisa casi imperceptible. “3 años”, respondió.

Antes estaba en la ciudad de México, pero pedí mi traslado aquí. ¿Por qué? La pregunta salió de mi boca antes de que pudiera detenerla. Ella se detuvo completamente y me miró con una expresión que mezclaba sorpresa y algo que no pude identificar.

 Durante unos segundos, el ruido del tráfico y las voces de otros guardias parecieron desvanecerse, dejándonos en una burbuja de silencio compartido. “Necesitaba un cambio”, dijo finalmente. Su voz más suave que antes. A veces uno necesita alejarse de ciertas situaciones. Había dolor en sus palabras, un eco de experiencias difíciles que resonaba con mis propias heridas. En ese momento sentí una conexión que iba más allá de la atracción física.

 Era el reconocimiento de alguien que, como yo, había tenido que reconstruir su vida después de que algo importante se rompiera. “Entiendo perfectamente”, dije. Y ella pareció darse cuenta de que realmente lo entendía. El sonido de una radio interrumpió nuestro momento. Otro guardia se acercaba, probablemente preguntándose por qué la inspección estaba tomando tanto tiempo. Ella se enderezó inmediatamente, recuperando su postura profesional.

 “Todo está en orden, señor Mendoza”, dijo, devolviéndome mis documentos. “Puede continuar.” Tomé los papeles, asegurándome de que nuestros dedos se rozaran brevemente durante el intercambio. Fue un contacto mínimo, pero envió una descarga eléctrica por todo mi brazo.

 “Gracias, sargento Herrera”, dije leyendo su nombre de la placa una vez más para grabármelo en la memoria. “Que tenga buen viaje”, respondió. Pero había algo en sus ojos que sugería que no quería que me fuera. Caminé de regreso hacia mi camión, sintiendo su mirada en mi espalda. Subí a la cabina y encendí el motor, pero antes de ponerlo en marcha, la miré una última vez a través del espejo lateral.

 Ella seguía ahí observándome con una expresión que no había mostrado durante toda la inspección. Nuestras miradas se encontraron por última vez y en ese momento ambos sabíamos que algo había cambiado. No era solo atracción física, era el reconocimiento de dos almas que habían encontrado algo inesperado en el lugar más improbable.

 Puse el camión en marcha y comencé a alejarme del retén. Pero mi mente ya no estaba en la carretera que tenía por delante. Estaba pensando en unos ojos café oscuro, en una sonrisa apenas perceptible y en la forma en que una simple inspección de rutina había removido algo en mi interior que creía enterrado para siempre.

 Mientras el retén desaparecía en mi espejo retrovisor, me di cuenta de que por primera vez en 5 años no estaba huyendo de algo. Estaba pensando en regresar. El resto del viaje hacia Ciudad de México pasó en una nebulosa. Cumplí con mis obligaciones profesionales. Entregué la carga a tiempo. Completé toda la documentación necesaria y comencé el viaje de regreso hacia Guadalajara.

 Pero mi mente estaba en otra parte. reviviendo cada momento de ese encuentro, cada palabra intercambiada, cada mirada compartida. Era ridículo, me decía a mí mismo. Era un hombre de 38 años, no un adolescente. Había conocido a una mujer durante 5 minutos en un retén de carretera y ya estaba fantaseando como si fuera el protagonista de una telenovela.

 Pero por más que trataba de racionalizar mis sentimientos, no podía negar la verdad. Algo había despertado en mí, algo que creía muerto desde mi divorcio. Dos días después, cuando regresé por la misma ruta con una nueva carga, mi corazón comenzó a acelerarse kilómetros antes de llegar al retén.

 ¿Estaría ella ahí? Me recordaría. Había sido todo producto de mi imaginación, pero cuando llegué al punto de control, mi corazón se hundió. El retén seguía ahí, pero ella no. En su lugar había dos guardias masculinos que procesaron mi documentación con la eficiencia mecánica que yo conocía.

 También pregunté casualmente por el sargento Herrera inventando una excusa sobre unos documentos que supuestamente había olvidado entregarle. “A la sargento Herrera”, dijo uno de los guardias, “hoy tiene su día libre, regresa mañana”. Esa información me dio esperanza y me torturó al mismo tiempo. Significaba que tendría que esperar, pero también confirmaba que no había imaginado todo.

 Ella era real, tenía un horario, una vida más allá de ese breve encuentro que había trastornado la mía. Esa noche, en un motel de carretera cerca de Hermosillo, no pude dormir. Me quedé despierto mirando el techo, preguntándome qué estaba haciendo. Realmente estaba planeando alterar mi ruta solo para volver a ver a una mujer que había conocido durante 5 minutos.

¿Qué tipo de hombre hacía eso? Pero cuando amaneció ya había tomado mi decisión. Inventé una excusa para demorar mi regreso a Guadalajara. Llamé a mi despachador y le dije que había problemas mecánicos menores que requerían atención. No era completamente mentira. Mi camión siempre necesitaba algún tipo de mantenimiento.

 Al día siguiente pasé por el retén, esta vez con el corazón latiendo tan fuerte que estaba seguro de que se podía escuchar por encima del rugido del motor. Y ahí estaba ella. Deja tu like y recuerda suscribirte al canal. Cuando la vi nuevamente en el retén, sentí como si el mundo hubiera recuperado sus colores.

 Había pasado dos días enteros reviviendo nuestro primer encuentro, preguntándome si había exagerado la conexión que sentí, si todo había sido producto de mi soledad en las carreteras. Pero cuando nuestras miradas se encontraron por segunda vez, supe que no había imaginado nada.

 Esta vez, cuando me acerqué con mis documentos, pude ver un destello de reconocimiento en sus ojos, seguido de algo que parecía alegría. Era sutil, profesional, pero estaba ahí. Buenos días, señor Mendoza. Me saludó y el hecho de que recordara mi nombre hizo que mi corazón diera un vuelco, otra carga hacia la capital. Buenos días, sargento Herrera, respondí tratando de mantener mi voz estable. Sí. televisores. Esta vez parece que no puedo alejarme mucho de esta ruta.

 Ella tomó mis documentos y esta vez noté que sus dedos se demoraron un poco más de lo necesario cuando rozaron los míos. Problemas con su camión el otro día. Uno de mis compañeros mencionó que preguntó por mí. Me sentí como un adolescente atrapado en una mentira. Eh, sí. Bueno, no exactamente problemas.

 Solo quería asegurarme de que toda la documentación estuviera correcta. Ella me miró con una expresión que claramente decía que no me creía, pero había diversión en sus ojos, no molestia. Qué responsable de su parte. Mientras revisaba mis papeles, me armé de valor para hacer algo que había estado planeando durante dos días.

 saqué discretamente un pequeño papel doblado de mi bolsillo. “Sargento, dije cuando ella terminó con la inspección. Sé que esto puede parecer inapropiado y si lo es, por favor ignórelo.” Pero me preguntaba si le gustaría. Bueno, si alguna vez tiene tiempo libre, tal vez podríamos tomar un café o algo así.

 Le extendí el papel junto con mis documentos. Ella lo miró por un momento, luego me miró a mí y pude ver una batalla interna reflejada en sus ojos. Señor Mendoza comenzó y mi corazón se preparó para el rechazo. Esto es muy inusual. Lo sé, dije rápidamente y entiendo completamente si no puede o no quiere. Solo pensé que bueno que valía la pena intentarlo.

 Ella tomó el papel discretamente, doblándolo aún más pequeño antes de guardarlo en su bolsillo. “Tengo que mantener mi profesionalismo aquí”, dijo en voz baja, mirando alrededor para asegurarse de que nadie más estuviera escuchando. “Por supuesto”, respondí sintiendo una mezcla de esperanza y decepción.

 Pero continuó, y esa pequeña palabra hizo que mi mundo se iluminara. No estoy de servicio todos los días. Me dio mis documentos de vuelta y esta vez estaba seguro de que el roce de sus dedos fue intencional. Que tenga buen viaje, señor Mendoza. Gracias, sargento Herrera. Mientras caminaba de regreso a mi camión, sentí como si estuviera flotando.

 Había tomado el riesgo más grande de mi vida adulta y aunque no había recibido una respuesta definitiva, tampoco había sido rechazado. Eso era más de lo que había esperado. En el papel que le había dado, había escrito mi número de teléfono y una simple línea. Si alguna vez quiere hablar con alguien que entiende lo que es empezar de nuevo, estaré aquí.

Rodrigo, durante los siguientes tres días llevé mi teléfono conmigo a todas partes, revisándolo constantemente. Cada vez que sonaba, mi corazón se aceleraba solo para decepcionarme cuando era mi despachador o algún cliente. Comencé a preguntarme si había malinterpretado toda la situación, si había sido demasiado atrevido, si ella había tirado el papel a la basura tan pronto como me fui.

 Fue el jueves por la noche mientras estaba cenando solo en un restaurante de carretera cerca de Mazatlán, cuando finalmente sonó mi teléfono con un número que no reconocía. Bueno, respondí tratando de sonar casual. Señor Mendoza. La voz era inconfundible, aunque sonaba diferente por teléfono, más suave, menos formal. Sí, soy yo dije sintiendo como mi pulso se disparaba. Soy Soy Lucía.

 Lucía Herrera del retén. Lucía. Finalmente tenía un nombre completo para la mujer que había estado ocupando mis pensamientos durante días. Lucía repetí saboreando el nombre. Me alegra mucho que hayas llamado. Hubo una pausa y pude escuchar ruido de fondo que sonaba como tráfico. No estoy segura de por qué lo hice, admitió. Esto va contra todas mis reglas personales.

 ¿Qué reglas? No involucrarme con personas que conozco en el trabajo, no complicar mi vida, mantener las cosas simples. Su voz sonaba vulnerable, muy diferente de la oficial segura que había conocido en el retén. Entiendo, dije. Yo también tengo reglas similares o las tenía.

 ¿Qué cambió? La pregunta me tomó por sorpresa por su directeza. Tú, respondí honestamente. Conocerte cambió algo en mí que no sabía que necesitaba cambiar. Otra pausa más larga. Esta vez no sé qué decir a eso. No tienes que decir nada. Solo háblame, cuéntame sobre ti, de dónde eres, qué te gusta hacer cuando no estás en el retén. Y así comenzó la primera de muchas conversaciones que cambiarían nuestras vidas para siempre.

Lucía me contó que era originaria de Puebla, que se había unido a la Guardia Nacional después de terminar una relación de 5 años que la había dejado devastada. Su exnovio había sido abusivo emocionalmente, controlador, y ella había tardado años en encontrar el valor para dejarlo. Vine al desierto para alejarme de todo eso me explicó, para encontrarme a mí misma nuevamente.

 Conté sobre mi propio divorcio, sobre cómo mi exesposa había dicho que yo amaba más a la carretera que a ella y como tal vez había tenido razón, le hablé sobre la soledad que había abrazado como una forma de protección y cómo había construido muros alrededor de mi corazón que creía impenetrables. Esa primera conversación duró 3 horas. Hablamos hasta que mi teléfono comenzó a quedarse sin batería.

 y tuve que prometerle que la llamaría al día siguiente. Y así comenzó una rutina que se convirtió en el punto más brillante de mis días. Cada noche, sin importar dónde estuviera, la llamaba. A veces hablábamos por una hora, a veces por tres. Hablábamos de todo y de nada. Nuestras infancias, nuestros sueños, nuestros miedos, nuestras esperanzas.

 Lucía me contó que siempre había querido ser maestra, pero que las circunstancias de la vida la habían llevado por otro camino. Yo le hablé sobre mi sueño de tener mi propia empresa de transporte, algo que había abandonado después del divorcio. ¿Por qué lo abandonaste? me preguntó una noche, porque requería estabilidad, planificación a largo plazo y después del divorcio no podía pensar más allá del siguiente viaje.

 Y ahora, la pregunta me hizo reflexionar, ahora. Ahora tengo una razón para pensar en el futuro nuevamente. Después de dos semanas de conversaciones nocturnas, decidí hacer algo que no había hecho en años. Cambié mi ruta para poder verla más seguido. Comencé a aceptar solo cargas que me llevaran por su retén, incluso si eso significaba ganar menos dinero.

 Cada vez que pasaba por el puesto de control, nuestros encuentros se volvían más cálidos, más personales, aunque siempre mantuvimos la apariencia de profesionalismo frente a sus compañeros. Ella había comenzado a sonreír abiertamente cuando me veía y yo había empezado a llevar pequeños regalos.

 Una flor del desierto que había encontrado en mis paradas, un pequeño cactus en maceta para su escritorio, una vez incluso un libro de poesía que pensé que podría gustarle. “No puedes seguir trayéndome regalos”, me dijo una tarde mientras inspeccionaba mi carga. “Mis compañeros van a empezar a sospechar. ¿Te molesta?”, pregunté. Ella me miró con esos ojos café que habían comenzado a sentirse como hogar. No, admitió.

 Eso es lo que me preocupa. Fue durante nuestra tercera semana de conversaciones telefónicas cuando todo cambió. Lucía me llamó más temprano de lo usual y pude escuchar inmediatamente que algo estaba mal. Rodrigo dijo y su voz sonaba tensa, asustada. ¿Qué pasa? ¿Estás bien? Él me encontró.

 No necesité preguntar quién era él. Habíamos hablado lo suficiente sobre su pasado para que yo supiera inmediatamente de quién se trataba. Tu ex. Sí, apareció en mi trabajo hoy. No sé cómo me encontró, pero estaba ahí cuando terminé mi turno. Sentí una furia que no había experimentado en años. ¿Te hizo daño? No físicamente. Pero Rodrigo, estoy asustada.

 dijo que había venido a hablar, pero conozco esa mirada en sus ojos. No va a rendirse fácilmente. ¿Dónde estás ahora? En mi apartamento, pero no me siento segura aquí. Él sabe dónde vivo. Sin pensarlo dos veces, tomé mi decisión. Dame tu dirección. Voy para allá. Rodrigo, no puedes.

 Estás trabajando y además, ¿qué vas a hacer? No puedes resolver esto por mí. Tal vez no pueda resolverlo, pero puedo estar ahí contigo. Nadie debería enfrentar esto solo. Hubo un silencio largo y luego escuché algo que me rompió el corazón, el sonido de Lucía llorando silenciosamente. Está bien, dijo finalmente, pero ten cuidado. Esa noche conduje como nunca antes había conducido.

 Abandoné mi carga en un estacionamiento seguro y manejé directo hacia la ciudad donde vivía Lucía. Fueron las 4 horas más largas de mi vida. Constantemente preocupado por su seguridad, imaginando los peores escenarios. Cuando finalmente llegué a su apartamento era casi medianoche. Ella me estaba esperando y cuando abrió la puerta pude ver el miedo en sus ojos, pero también algo más. Alivio viniste”, dijo. Simplemente te dije que lo haría.

Esa noche no pasó nada romántico entre nosotros. Simplemente me quedé en su sofá asegurándome de que estuviera a salvo. Hablamos en susurros hasta el amanecer y por primera vez desde que nos conocimos pude verla sin su uniforme, sin las barreras profesionales que siempre mantenía en el retén.

 Era aún más hermosa de lo que había imaginado, pero más que eso, era vulnerable, real, humana, de una manera que me hizo enamorarme de ella completamente. “Gracias”, me dijo cuando el sol comenzó a salir. “No solo por venir, sino por hacerme sentir que no estoy sola en esto. Nunca estará sola mientras yo esté aquí”, le prometí. Y en ese momento, ambos sabíamos que lo que había comenzado como una atracción casual se había convertido en algo mucho más profundo. Fue esa mañana cuando decidimos que necesitábamos encontrar una manera de estar juntos más seguido.

Las llamadas telefónicas ya no eran suficientes y los breves encuentros en el retén se habían vuelto una tortura dulce. “Tengo vacaciones acumuladas”, me dijo Lucía. podría tomarme una semana. ¿Y qué harías con esa semana? Ella me miró con una sonrisa que no había visto antes. Una sonrisa llena de posibilidades.

 Podría conocer Guadalajara. Nunca he estado ahí. Esa simple sugerencia cambió todo. Por primera vez en 5 años tenía una razón para querer mostrarle mi ciudad a alguien, para compartir mi vida real. No solo las conversaciones telefónicas y los encuentros furtivos en la carretera. Me encantaría enseñarte mi ciudad”, le dije.

 Y así, sin darnos cuenta completamente, comenzamos a planear nuestro primer fin de semana juntos, sin uniformes, sin protocolos, sin las limitaciones de nuestros encuentros casuales en el retén. Pero el destino, como descubriríamos pronto, tenía otros planes para nosotros. Planes que pondrían a prueba no solo nuestro amor naciente, sino nuestra misma supervivencia.

 La semana que Lucía tomó de vacaciones fue la más feliz que había experimentado en años. Llegó a Guadalajara un viernes por la tarde y cuando la vi bajar del autobús en la terminal, vestida con jeans y una blusa blanca simple, sin su uniforme militar, me di cuenta de que me había enamorado perdidamente de esta mujer. Le mostré mi ciudad como si la estuviera viendo por primera vez.

 Caminamos por el centro histórico, visitamos la catedral, paseamos por tlaquepaque entre los artesanos y sus coloridas obras. Comimos tortas ahogadas en un puesto callejero que frecuentaba desde niño y ella se rió cuando el chile me hizo llorar más a mí que a ella. Para ser tapatío no aguantas nada el picante, me dijo, limpiándome las lágrimas con una servilleta.

 Y ese gesto tan simple me hizo sentir más cuidado de lo que me había sentido en años. Le enseñé mi casa, una construcción modesta en una colonia tranquila que había estado vacía de vida desde mi divorcio. Pero con Lucía ahí las habitaciones parecían cobrar vida nuevamente. Ella admiró las fotografías de mi familia que tenía en la sala. Preguntó sobre cada una.

 escuchó mis historias con una atención que me hizo sentir importante, valorado. “Es hermosa tu casa”, me dijo mientras preparábamos la cena juntos. “Pero se siente solitaria. Lo ha estado, admití. Hasta ahora. Esa noche, por primera vez en 5 años no dormí solo.

 No pasó nada más que abrazarnos y hablar hasta muy tarde, pero despertar con Lucía a mi lado me hizo sentir completo de una manera que había olvidado que era posible. Los días siguientes fueron como un sueño. Visitamos el lago de Chapala, manejamos hasta Tequila para conocer las destilerías y cada momento juntos confirmaba lo que ambos ya sabíamos. Esto no era solo una aventura pasajera, era el comienzo de algo real, algo que valía la pena proteger.

 No quiero que esto termine, me dijo la última noche mientras estábamos sentados en mi patio trasero mirando las estrellas. No tiene que terminar, respondí. Podemos encontrar la manera de hacer que funcione. ¿Cómo tú vives aquí? Yo trabajo a cientos de kilómetros de distancia. ¿Podrías pedir tu traslado o yo podría podría cambiar mi base de operaciones? Ella me miró con sorpresa.

 ¿Harías eso? ¿Dejarías Guadalajara por mí? Lucía le dije tomando sus manos entre las mías. Dejaría cualquier cosa por ti. Estos últimos meses han sido los mejores de mi vida. No quiero volver a la soledad. Esa noche hicimos planes, planes reales, concretos. Lucía investigaría las posibilidades de transferencia y yo exploraría la opción de establecer mi base en Hermosillo, más cerca de donde ella trabajaba.

 Por primera vez mi divorcio estaba planeando un futuro que incluía a otra persona. Pero cuando llegó el momento de que ella regresara a su trabajo, ambos sentimos una tristeza profunda. Una semana había sido suficiente para acostumbrarnos a estar juntos y la separación se sentía como un castigo cruel.

 Te llamaré tan pronto como llegue”, me prometió en la terminal de autobuses. “Ten cuidado”, le dije abrazándola fuerte. “Y si tu ex vuelve a molestarte, te llamaré inmediatamente”, me interrumpió. “Lo prometo. La vi subir al autobús con una mezcla de tristeza y esperanza. Tristeza por verla partir, esperanza por el futuro que habíamos comenzado a construir juntos.

 Esa fue la última vez que la vi. Lucía me llamó esa noche para confirmar que había llegado bien a su apartamento. Hablamos por dos horas haciendo planes para el fin de semana siguiente cuando yo pasaría por su retén en mi próximo viaje. “Te amo”, me dijo antes de colgar. Y fueron las palabras más hermosas que había escuchado en mi vida.

 Yo también te amo”, respondí y lo decía completamente en serio. Al día siguiente, martes, esperé su llamada como siempre, pero no llegó. Pensé que tal vez había tenido un día difícil en el trabajo, que estaba cansada. Le envié un mensaje de texto. Espero que hayas tenido buen día. Te amo. No hubo respuesta. El miércoles la preocupación comenzó a crecer en mi pecho como una semilla venenosa.

 Llamé a su teléfono repetidamente, pero iba directo al buzón de voz. Envié más mensajes. Nada. El jueves ya no podía concentrarme en nada. Cancelé mi carga programada y manejé directo hacia el retén donde trabajaba. Cuando llegué, mi corazón se hundió al ver que ella no estaba ahí. Disculpe”, le dije a uno de los guardias que reconocía.

 “¿Está la sargento Herrera?” “No ha venido a trabajar desde el lunes”, me respondió con expresión preocupada. “Es muy extraño en ella. Nunca falta sin avisar. ¿Han tratado de contactarla?” “Por supuesto, su teléfono está apagado y cuando fuimos a su apartamento no había nadie. El casero dice que no la ve desde el lunes por la noche. Sentí como si el mundo se desplomara a mi alrededor.

 Han reportado su desaparición. Estamos en proceso, pero tiene que pasar más tiempo antes de que sea oficial. No podía esperar a que fuera oficial. Manejé inmediatamente hacia la ciudad donde vivía Lucía, mi mente corriendo con posibilidades terribles. Su ex, tenía que ser su ex. Había vuelto y esta vez había hecho algo más que solo amenazarla.

 Llegué a su apartamento y encontré la puerta cerrada con llave, pero pude ver a través de una ventana que todo parecía normal adentro. No había señales de lucha, nada fuera de lugar. Era como si simplemente hubiera desaparecido. Fui a la estación de policía local y traté de reportar su desaparición, pero me dijeron lo mismo que los guardias. Era demasiado pronto.

 Podría haber viajado por razones personales. No había evidencia de crimen. “Pero ustedes no entienden”, les dije desesperado. Ella tiene un exnovio abusivo. Me dijo que la había estado acosando. ¿Tiene el nombre de esta persona?, me preguntó el oficial. Me di cuenta con horror de que no lo tenía.

 Lucía había mencionado a su ex muchas veces, pero nunca por su nombre. Solo lo había llamado él. o mi ex. Había sido tan cuidadosa de no darle identidad real a esa parte de su pasado. No admití sintiéndome inútil, pero sé que vive en la ciudad de México o vivía ahí. Ella se mudó aquí para alejarse de él.

 El oficial me miró con compasión, pero pude ver que sin más información concreta no había mucho que pudieran hacer. Pasé los siguientes tres días en esa ciudad. buscándola desesperadamente. Hablé con sus vecinos, con el personal del supermercado donde compraba, con cualquiera que pudiera haberla visto. Puse carteles con su fotografía en postes de luz y tableros de anuncios.

Fue una mujer mayor, la señora Martínez, que vivía en el apartamento de al lado, quien finalmente me dio la primera pista real. Sí, recuerdo esa noche”, me dijo cuando le mostré la foto de Lucía. Escuché voces en el pasillo como si estuvieran discutiendo. Pensé en salir a ver, pero ya sabe cómo es.

 Uno no quiere meterse en problemas ajenos. Reconoció las voces. Una era definitivamente de Lucía, la otra era de un hombre. Sonaba enojado, agresivo. Después escuché pasos bajando las escaleras rápidamente y luego silencio. ¿A qué hora fue esto? Alrededor de las 10 de la noche del lunes. El lunes.

 El día después de que regresó de Guadalajara, el día después de que me dijera que me amaba, vio al hombre solo por la ventana cuando se iba. Era alto, delgado, vestía de traje, tenía un auto negro, elegante. Con esta información volví a la policía, pero aún me dijeron que necesitaban más evidencia para abrir una investigación formal.

 La frustración me estaba matando. La mujer que amaba había desaparecido y yo no podía hacer nada para ayudarla. Fue entonces cuando decidí tomar el asunto en mis propias manos. Regresé a Guadalajara solo para recoger algunas cosas y organizar mis asuntos. Le dije a mi despachador que tenía una emergencia familiar y que no estaría disponible por tiempo indefinido.

 Liquidé algunos ahorros y regresé al desierto de Sonora, decidido a encontrar a Lucía sin importar lo que costara. Renté un cuarto en un motel barato cerca del retén donde trabajaba, y comencé mi propia investigación. Hablé con todos sus compañeros de trabajo tratando de obtener más información sobre su pasado, sobre su exnovio, sobre cualquier cosa que pudiera ayudarme a encontrarla.

 Fue el sargento Ramírez, uno de sus compañeros más cercanos, quien finalmente me dio información útil. Lucía me había mencionado que su exaba Eduardo. Me dijo durante una conversación informal después de su turno. Eduardo Vázquez, creo. Trabajaba en algo relacionado con bienes raíces en la Ciudad de México. Finalmente tenía un nombre.

 Esa noche, desde mi cuarto de motel, comencé a buscar en internet todo lo que pudiera encontrar sobre Eduardo Vázquez en la Ciudad de México. Había varios, pero uno en particular llamó mi atención. Eduardo Vázquez Mendoza, de 35 años, agente inmobiliario especializado en propiedades de lujo.

 Su foto en el sitio web de la empresa mostraba exactamente lo que la señora Martínez había descrito. Un hombre alto, delgado, bien vestido, pero había algo en sus ojos, algo frío y calculador que me hizo sentir escalofríos. encontré su dirección comercial, su teléfono, incluso algunas redes sociales donde presumía su estilo de vida lujoso. Pero lo más perturbador fue encontrar fotos de él con Lucía, fotos que obviamente habían sido tomadas años atrás, cuando aún estaban juntos.

 En esas fotos, Lucía se veía diferente, más joven, sí, pero también apagada. No tenía esa luz en los ojos que yo había llegado a conocer y se veía como una mujer que estaba interpretando un papel fingiendo felicidad. Pero las fotos más recientes en el perfil de Eduardo me helaron la sangre. Eran de apenas unos días atrás.

 Y en una de ellas, aunque borrosa y tomada desde lejos, pude jurar que vi una figura femenina en el fondo que se parecía a Lucía. Esa noche no dormí. Sabía que tenía que ir a la ciudad de México. Sabía que tenía que confrontar a este hombre, pero también sabía que si realmente había secuestrado a Lucía, ir solo podría poner en peligro tanto su vida como la mía. Al amanecer tomé una decisión que cambiaría todo.

Llamé a la policía de la Ciudad de México y les proporcioné toda la información que había recopilado. Les expliqué la situación, les envié las fotos, les di la dirección de Eduardo. Vamos a investigar, me prometió el detective que tomó mi llamada. Pero, señor, es importante que no trate de manejar esto usted mismo.

 Si este hombre realmente tiene a la señorita Herrera, cualquier acción precipitada podría ponerla en mayor peligro. Sabía que tenía razón, pero la espera me estaba matando. Cada hora que pasaba era una hora más que Lucía estaba en peligro, una hora más que podría ser demasiado tarde. Fue durante esa espera agonizante en mi cuarto de motel, mirando las fotos de Lucía en mi teléfono, cuando me di cuenta de algo que me había estado negando a admitir, la posibilidad de que nunca la volviera a ver. La idea me golpeó como un puño en el estómago.

Apenas habíamos comenzado nuestra vida juntos. Apenas habíamos empezado a construir algo hermoso y ahora todo podría terminar antes de que realmente hubiera comenzado, pero no podía rendirme. No podía aceptar que la mujer que amaba simplemente desapareciera de mi vida sin luchar por ella, sin importar lo que costara, sin importar cuánto tiempo tomara, iba a encontrarla.

Lo que no sabía era que en menos de 24 horas recibiría una llamada que cambiaría todo, una llamada que me daría tanto esperanza como terror en igual medida. La llamada llegó a las 6 de la mañana del viernes, después de la noche más larga de mi vida. Había estado despierto en mi cuarto de motel mirando el techo cuando mi teléfono sonó con un número de la Ciudad de México que no reconocía.

 Señor Mendoza, la voz era profesional, seria. Sí, soy yo. Habla el detective Morales de la Policía Judicial de la Ciudad de México. Tenemos noticias sobre el caso de la señorita Herrera. Mi corazón se detuvo por completo. ¿La encontraron? Sí, señor. Está viva. Esas dos palabras fueron como oxígeno puro entrando a mis pulmones después de días de no poder respirar. Está bien.

 ¿Dónde está? Está en el hospital, pero sus heridas no son graves, principalmente deshidratación y algunos golpes menores. Pero, señor Mendoza, necesitamos que venga a la Ciudad de México. Ella está pidiendo por usted. No recuerdo claramente los siguientes minutos. Sé que hice preguntas sobre su estado, sobre lo que había pasado, sobre dónde estaba exactamente.

 Sé que el detective me dio la dirección del hospital y me explicó brevemente que habían arrestado a Eduardo Vázquez, pero todo era un borrón de alivio, terror residual y una urgencia desesperada por llegar a ella. Manejé hacia la Ciudad de México como un hombre poseído. Normalmente era un viaje de 8 horas, pero lo hice en seis, deteniéndome solo para gasolina y para llamar al detective para obtener más detalles.

 “La encontramos en una casa de seguridad en las afueras de la ciudad”, me explicó el detective Morales durante una de esas llamadas. Vázquez la había tenido ahí durante casi una semana. Aparentemente había estado planeando esto durante meses, siguiéndola, estudiando sus rutinas. ¿Cómo la encontraron? Su información fue crucial. Cuando rastreamos las propiedades asociadas con Vázquez, encontramos que tenía acceso a varias casas que estaba tratando de vender.

 Una de ellas, en una zona aislada, tenía actividad sospechosa. Cuando llegamos, él trató de huir, pero lo capturamos. Y Lucía estaba encerrada en un sótano, asustada, pero luchadora. Ese hombre subestimó su fuerza. Cuando finalmente llegué al hospital general de la Ciudad de México, mis manos temblaban tanto que apenas podía sostener el volante.

 Corrí a través del estacionamiento por los pasillos, siguiendo las indicaciones que me había dado el detective. La encontré en una habitación del tercer piso y cuando la vi, mi mundo se reconstruyó por completo. Estaba sentada en la cama del hospital con algunos moretones en los brazos y un corte pequeño en la frente, pero sus ojos, sus hermosos ojos café estaban vivos, alerta, y cuando me vio entrar se llenaron de lágrimas.

Rodrigo susurró, y su voz sonaba ronca, pero era la música más hermosa que había escuchado jamás. Corrí hacia ella y la abracé con tanta fuerza que temí lastimarla, pero ella me abrazó de vuelta con igual intensidad. Pensé que nunca te volvería a ver. Lloró contra mi hombro.

 Yo también, admití, sintiendo mis propias lágrimas corriendo por mis mejillas. Cuando desapareciste, cuando no podía encontrarte, Lucía, pensé que había perdido la única cosa buena que me había pasado en años. Nos quedamos abrazados durante lo que se sintió como una eternidad. Ninguno de los dos queriendo soltar al otro, como si el simple acto de separarnos pudiera hacer que toda esta pesadilla comenzara de nuevo.

 Finalmente me senté en la silla junto a su cama, tomando su mano entre las mías, necesitando el contacto físico para convencerme de que realmente estaba ahí, que realmente estaba a salvo. “Cuéntame qué pasó”, le dije suavemente. Solo si te sientes lista. Lucía respiró profundamente y pude ver que reunía fuerzas para revivir lo que había sido claramente una experiencia traumática.

Llegué a mi apartamento el lunes por la noche después de nuestro fin de semana en Guadalajara. Comenzó. Estaba tan feliz, Rodrigo. Estaba pensando en ti, en nuestros planes, en cómo íbamos a hacer que funcionara nuestra relación. Su voz se quebró ligeramente y apreté su mano para darle fuerza.

 Cuando subí las escaleras hacia mi apartamento, él estaba ahí, Eduardo, esperándome en el pasillo. ¿Cómo te encontró? Había contratado a un investigador privado. Aparentemente había estado buscándome durante meses. Cuando me vio en Guadalajara contigo, se detuvo mirándome con ojos llenos de culpa. Rodrigo nos siguió, nos vio juntos. Sentí una furia fría corriendo por mis venas.

 La idea de que ese hombre nos había estado espiando, violando nuestra privacidad, planeando hacerle daño a Lucía, me hizo querer encontrarlo y hacerle pagar por cada momento de terror que le había causado. Al principio trató de convencerme de que regresara con él”, continuó Lucía. dijo que había cambiado, que me amaba, que podíamos empezar de nuevo.

 Pero cuando le dije que estaba enamorada de ti, que nunca regresaría con él, se volvió se volvió el hombre que recordaba. Violento controlador, te lastimó, me agarró del brazo, me empujó contra la pared, dijo que si no podía tenerme, nadie más podría. tenía cloroformo. Rodrigo lo había planeado todo. La imagen de Lucía, siendo atacada, siendo drogada y secuestrada, me hizo sentir una rabia que nunca había experimentado, pero también me hizo sentir una admiración profunda por su fuerza, por el hecho de que había sobrevivido, de que estaba aquí conmigo.

Ahora me llevó a esa casa. Continuó. Era una propiedad que estaba vendiendo, aislada, sin vecinos, cerca. Me encerró en el sótano y y me dijo que iba a esperar hasta que yo entrara en razón y aceptara volver con él. ¿Cómo lograste sobrevivir una semana ahí? Por primera vez, desde que había comenzado a contar su historia, vi un destello de la Lucía fuerte que conocía.

 la mujer que había elegido una carrera en la Guardia Nacional, que había tenido el valor de dejar una relación abusiva y empezar de nuevo. “Me entrenaron para situaciones difíciles”, dijo con una pequeña sonrisa. y además tenía algo por lo que luchar. Tenía que regresar contigo. Sus palabras me golpearon como un rayo. Durante toda esa semana de terror, mientras yo la buscaba desesperadamente, ella había estado luchando por sobrevivir, manteniéndose fuerte, porque sabía que yo la estaba esperando.

Eduardo venía a verme todos los días. Continuó. Trataba de convencerme, a veces con palabras dulces, a veces con amenazas, pero yo sabía que si sedía, si fingía que había cambiado de opinión, él eventualmente me mataría. Hombres como él no pueden soportar ser rechazados.

 ¿Cómo te encontró la policía? Ese último día, Eduardo estaba más agitado que nunca. Dijo que la policía había estado haciendo preguntas sobre él, que alguien lo había denunciado. Estaba furioso, paranoico. Comenzó a hablar sobre deshacerse del problema y supe que se refería a mí. Lucía se detuvo y pude ver que esta parte de la historia era la más difícil para ella.

 Cuando escuché que la policía llegaba a la casa, Eduardo entró al sótano con con un arma. dijo que si no podía tenerme, se aseguraría de que nadie más pudiera. Pero cuando trató de abrir la puerta de mi celda, yo estaba lista. ¿Qué hiciste? Lo golpeé con una tubería que había logrado aflojar de la pared, no lo suficiente para noquearlo, pero sí para aturdirlo.

 Cuando la policía entró, él estaba en el suelo y yo estaba gritando por ayuda. La admiración que sentía por esta mujer en ese momento era indescriptible. No solo había sobrevivido una semana de cautiverio, sino que había luchado hasta el final. Había sido parte de su propia salvación.

 Lucía le dije llevando su mano a mis labios para besarla suavemente. Eres la mujer más valiente que he conocido jamás. Ella sonrió y por primera vez desde que había entrado a la habitación pude ver un destello de la alegría que había caracterizado nuestro tiempo juntos en Guadalajara. No me sentía valiente”, admitió. Me sentía aterrorizada, pero cada vez que pensaba en rendirme, pensaba en ti, pensaba en nuestros planes, en el futuro que habíamos comenzado a construir. Eso me mantuvo fuerte.

 En ese momento, el detective Morales entró a la habitación. Era un hombre de mediana edad, con cabello gris y ojos amables, pero serios. Señor Mendoza. me saludó. Me alegra que haya llegado. La señorita Herrera ha estado preguntando por usted constantemente. ¿Qué va a pasar con Eduardo?, pregunté. está bajo custodia enfrentando cargos por secuestro, detención ilegal, intento de homicidio.

Con la evidencia que tenemos y el testimonio de la señorita Herrera va a estar en prisión por mucho tiempo. Sentí un alivio profundo. Finalmente, el hombre que había atormentado a Lucía, que había tratado de destruir nuestro amor antes de que pudiera florecer completamente, iba a pagar por sus crímenes.

 Hay algo más”, continuó el detective. Durante la investigación de su casa encontramos evidencia de que había estado acosando a la señorita Herrera durante meses, incluso antes de que se mudara al desierto. Fotografías, documentos, registros de sus movimientos. Este hombre es un acosador peligroso y gracias a su denuncia, señor Mendoza, pudimos detenerlo antes de que lastimara a alguien más.

 Después de que el detective se fue, Lucía y yo nos quedamos solos nuevamente. Los médicos habían dicho que podría irse del hospital al día siguiente, pero que necesitaría tiempo para recuperarse completamente del trauma. ¿Qué vamos a hacer ahora?, me preguntó y pude escuchar incertidumbre en su voz.

 Vamos a hacer exactamente lo que planeamos, le dije sin excitación. Vamos a construir una vida juntos. Vamos a ser felices. No vamos a dejar que ese hombre nos quite encontrado. ¿Estás seguro? Después de todo esto, después de todo el drama que he traído a tu vida, la interrumpí con un beso Lucía, lo que hemos pasado solo ha confirmado lo que ya sabía. Te amo.

 No solo te amo cuando las cosas son fáciles y perfectas. Te amo lo suficiente como para luchar por ti, para buscarte cuando desapareces, para estar a tu lado sin importar lo que venga. Lágrimas corrieron por sus mejillas, pero esta vez eran lágrimas de alegría. Yo también te amo, Rodrigo. Durante toda esa semana horrible, lo único que me mantuvo cuerda fue saber que tú estabas ahí afuera, buscándome, esperándome. Esa noche me quedé en el hospital.

 durmiendo en la silla junto a su cama. No iba a dejarla sola ni por un minuto. Habíamos perdido una semana de nuestras vidas por culpa de un hombre obsesivo y violento, pero no íbamos a perder ni un momento más. Al día siguiente, cuando Lucía fue dada de alta, tomamos una decisión que cambiaría nuestras vidas para siempre.

En lugar de regresar inmediatamente al desierto de Sonora, decidimos quedarnos en la Ciudad de México por unos días, no para escondernos del trauma, sino para enfrentarlo juntos. Visitamos lugares hermosos, comimos en restaurantes pequeños, caminamos por parques donde las familias jugaban y los niños reían.

Era como si estuviéramos reclamando la alegría que Eduardo había tratado de robarnos. ¿Sabes que me di cuenta durante esos días en el sótano?”, me dijo Lucía una tarde mientras caminábamos por Chapultepec. ¿Qué? ¿Que el amor verdadero no es solo estar juntos cuando todo es perfecto? Es saber que alguien luchará por ti cuando todo se vuelva oscuro. Es saber que no estás solo sin importar lo que pase.

 Sus palabras me llegaron al corazón. Nunca estarás sola otra vez, le prometí. Sin importar lo que traiga el futuro, lo enfrentaremos juntos. Tres meses después, Lucía logró su transferencia a Guadalajara. Encontró trabajo en una base de la Guardia Nacional, cerca de la ciudad, y se mudó a mi casa.

 La casa que había estado vacía y silenciosa durante 5co años se llenó de vida, de risa, de amor. 6 meses después de eso le propuse matrimonio en el mismo retén donde nos habíamos conocido. Había coordinado con sus antiguos compañeros para que estuvieran ahí cuando llegué con mi camión, pero esta vez en lugar de una carga comercial llevaba un anillo y una propuesta.

 Lucía Herrera”, le dije, arrodillándome en el mismo lugar donde habíamos intercambiado nuestras primeras palabras. ¿Quieres construir una vida conmigo? ¿Quieres ser mi compañera en todas las carreteras que nos esperan? Ella dijo que sí entre lágrimas de felicidad y sus compañeros aplaudieron y gritaron de alegría. Incluso algunos camioneros que pasaban por ahí se detuvieron para felicitarnos.

 Nos casamos un año después en una ceremonia pequeña pero hermosa en Guadalajara. Mi familia, que no había visto genuinamente feliz en años, abrazó a Lucía como si hubiera sido parte de nuestra familia toda la vida. Sus padres vinieron desde Puebla y por primera vez en mucho tiempo pude ver a Lucía completamente relajada, completamente en paz.

 Durante nuestra luna de miel manejamos juntos por todo México en Mickenworth. Lucía había tomado vacaciones extendidas y decidimos hacer el viaje que ambos habíamos soñado. Conocer nuestro país juntos, sin horarios, sin presiones, solo nosotros y la carretera abierta. ¿Te arrepientes alguna vez?, me preguntó una noche mientras acampábamos bajo las estrellas en el desierto de Chihuahua.

 ¿De qué? De haber cambiado tu vida por mí, de haber dejado la soledad que te protegía. La miré, esta mujer increíble que había transformado mi mundo, que había llenado mi vida de propósito y alegría. Lucía le dije tomando su mano. Antes de conocerte, no estaba viviendo, solo estaba existiendo, pasando tiempo hasta que se acabara. Tú me diste una razón para vivir realmente, para planear el futuro, para ser feliz.

 Tú hiciste lo mismo por mí, respondió, me enseñaste que el amor no tiene que doler, que puede ser seguro y hermoso y real. Esa noche, bajo un cielo lleno de estrellas, hicimos planes para el futuro. Planes para expandir mi negocio de transporte, tal vez incluyendo a Lucía como socia.

 planes para una familia, para hijos que crecerían sabiendo que el amor verdadero existe y vale la pena esperar. Hoy, 3 años después de nuestro primer encuentro en ese retén desierto, tengo una vida que nunca pensé que sería posible. Lucía y yo trabajamos juntos en nuestra empresa de transporte, que ha crecido más de lo que jamás imaginé.

 Ella maneja la parte administrativa mientras yo sigo en las carreteras, pero ahora, en lugar de huir de algo, estoy regresando a casa a ella. Eduardo Vázquez fue sentenciado a 20 años de prisión. Durante el juicio, Lucía testificó con una fuerza y dignidad que me llenaron de orgullo.

 Cuando el veredicto fue leído, ella no mostró satisfacción vengativa, solo alivio de que finalmente podía cerrar ese capítulo de su vida para siempre. Se acabó, me dijo esa noche después del juicio. Finalmente se acabó. Y podemos ser completamente felices. Y lo somos. Somos completamente, profundamente, irrevocablemente felices.

 O veces cuando estoy manejando por esa misma carretera federal donde todo comenzó, pienso en cómo una simple inspección de rutina cambió el curso de nuestras vidas. Pienso en cómo el destino nos juntó en el momento exacto, cuando ambos necesitábamos encontrar el amor, cuando ambos estábamos listos para abrir nuestros corazones nuevamente.

 El amor llegó a nuestras vidas de la manera más inesperada, sobrevivió a la prueba más terrible y emergió más fuerte que nunca. Y cada día, cuando Lucía me sonríe con esos ojos café que me enamoraron desde el primer momento, sé que algunas historias de amor realmente tienen finales felices, porque a veces en las carreteras más solitarias, en los momentos más inesperados, el destino nos sorprende con exactamente lo que necesitamos.

 Y cuando eso sucede, cuando encontramos a esa persona que hace que todo valga la pena, luchamos por ella. con todo lo que tenemos y ganamos. Deja tu like y recuerda suscribirte al canal.