CAMIONERO SOSPECHABA DE SU ESPOSA, LA VIGILÓ Y SE LLEVÓ UNA SORPRESA…

Me llamo Javier, pero en la carretera todos me conocen como el búo nocturno. Llevo 18 años manejando mi Volvo dorado al que le puse el rayo dorado. Lo que les voy a contar me cambió la vida para siempre. Empecé a sospechar de mi esposa Rosita y lo que descubrí cuando decidí vigilarla.

 Bueno, eso los va a dejar sin palabras. Antes de contarles lo que me pasó, quiero hacerles una pregunta que me tiene dando vueltas desde hace días. ¿Alguna vez han sentido esa corazonada en el pecho? ¿Esa sensación de que algo no anda bien en casa mientras están rodando por las carreteras? Es una sensación horrible, ¿verdad? Esa desconfianza que te carcome por dentro mientras manejas kilómetros y kilómetros pensando en lo que puede estar pasando en tu hogar.

Déjenme en los comentarios si ustedes también han pasado por esa angustia de la desconfianza, ese miedo de que algo esté mal en casa. Y si mi historia los toca el corazón, no olviden darle me gusta y suscribirse al canal para no perderse más relatos como este, porque a veces las sorpresas de la vida no son lo que esperamos.

 Todo empezó una noche cuando regresé de un viaje largo a Guadalajara. Eran como las 2 de la madrugada cuando llegué a mi casa en Zamora, Michoacán, Rosita, mi esposa, siempre me esperaba despierta con un cafecito caliente y algo de cenar. Peré noche la casa estaba a oscuras. Pensé que estaría dormida. Era normal después de tantos años juntos.

 Entré despacito para no despertarla, pero cuando llegué a la recámara, la cama estaba vacía, las sábanas frías, como si no hubiera dormido ahí. Se me heló la sangre. ¿Dónde estará mi rosita?, me pregunté, sintiendo como si me apretaran el pecho con una mano de hierro. Busqué por toda la casa, en la cocina, en el patio, hasta en el baño. Nada. Su bolsa no estaba, sus zapatos tampoco.

 Me senté en la sala temblando como hoja en el viento. El silencio de la casa me gritaba mil cosas horribles. Y si le había pasado algo y si no no podía pensar en eso. Esperé hasta que salió el sol, fumándome cigarro tras cigarro, viendo por la ventana. A las 7 de la mañana escuché la puerta. Era ella, con el pelo despeinado y los ojos rojos.

¿Dónde estabas, Rosita?, le pregunté tratando de que no se me quebrara la voz. Me dijo que había ido a cuidar a su hermana enferma, que se le había hecho muy tarde y decidió quedarse allá, pero había algo en su mirada, algo que no me cuadraba.

 Esa fue la primera vez que sentí esa pulsada de desconfianza, esa duda que se te mete como espina y ya no te deja en paz, porque en 23 años de matrimonio, Prosita nunca, nunca se había ido así sin avisarme. Y esa mañana, viéndola ahí parada en la puerta, con esa explicación que sonaba tan vacía, supe que algo había cambiado. Pero lo que yo no sabía era que esa sospecha me iba a llevar a descubrir algo que jamás, jamás ni hubiera imaginado.

 Para entender por qué esa sospecha me dolió tanto, tengo que contarles cómo éramos antes. Rosita y yo nos conocimos cuando ella tenía apenas 18 años. Yo ya andaba en los camiones, pero todavía no tenía el mío. Trabajaba para don Aurelio, un señor que tenía una flotilla de tráilers aquí en Zamora. Rosita era la muchacha más bonita del barrio La Sauceda.

 Pelo negro como la noche, ojos grandes y esa sonrisa que te derretía el corazón. Pero no era solo su belleza lo que me enamoró. Era su manera de ser, tan dulce, tan cariñosa, siempre preocupada por todos, siempre dispuesta a ayudar a quien lo necesitara. Cuando nos casamos, yo apenas ganaba para comer.

 Vivíamos en un cuartito que rentábamos en casa de doña Carmen, la mamá de Rosita. 2 met por tr con una cocinita de carbón y un colchón que nos regaló mi suegra. Pero éramos felices, muy felices. Crosita me esperaba siempre con una sonrisa, sin importar lo cansado que llegara del trabajo. Los primeros años fueron duros. No les miento. Había veces que no teníamos ni para el camión.

 Grosita lavaba ropa ajena para ayudar con los gastos. Sus manitas se le ponían rojas del jabón, pero nunca se quejaba. Ya va a mejorar, mi Javier. me decía cuando me veía preocupado. “Diosito no nos va a abandonar.” Y tenía razón, mi rosita. Poco a poco fui ahorrando, peso por peso, hasta que pude comprar mi primer camión. Un dina viejito, todo maltratado, pero que funcionaba.

Recuerdo como si fuera ayer, el día que llegué con él a la casa. Rosita salió corriendo con el delantal puesto y las manos llenas de masa porque estaba haciendo tortillas. Ay, mi amor, ya tienes tu camión. gritó y se me colgó del cuello sin importar que me fuera a ensuciar la camisa. Esos fueron los años más bonitos de mi vida.

 Trabajaba día y noche, pero cada regreso a casa era como llegar al cielo. Rosita siempre ahí, siempre esperándome, siempre con esa sonrisa que me hacía olvidar todo el cansancio del camino. Por eso, cuando esa madrugada la encontré ausente, cuando vi esa cama vacía y fría, sentí que se me partía el alma.

 Porque después de tantos años de amor, de tantas noches esperándome despierta, ¿cómo era posible que ahora me estuviera mintiendo? Después de esa primera noche extraña, decidí quedarme más atento. No quería ser desconfiado, pero algo dentro de mí me decía que tenía que averiguar qué estaba pasando. Los siguientes días, Rosita se comportaba normal, pero yo notaba pequeñas cosas que antes no veía.

Se tardaba más en el mercado. Llegaba con explicaciones muy detalladas de dónde había estado y por las noches la sentía inquieta. Una semana después me tocaba salir a Tijuana con una carga de aguacates. Era un viaje largo de 4 días y normalmente Rosita se ponía triste cuando me iba tanto tiempo.

 Pero esa vez, cuando le dije que me tenía que ir, vi algo en sus ojos como alivio. “Cuídate mucho, mi amor”, me dijo, pero sus palabras sonaban huecas. como si estuviera pensando en otra cosa. Salí esa madrugada con el rayo dorado cargado hasta el tope. Pero en medio camino, en la carretera 15, cerca de Irapuato, algo me carcomía por dentro. No podía concentrarme en manejar.

 Cada kilómetro que avanzaba era como si me alejara de algo importante, como si estuviera dejando que pasara algo malo en mi casa. En una gasolinera me paré a echarle diésel al camión y a tomarme un café. Ahí estaba platicando con otros compañeros cuando uno de ellos, el Charo González, me dijo algo que me partió. Oye, búo, ¿no será que tu vieja anda en algo raro? Porque la di el otro día muy tempranito en el centro, como si fuera a algún lado con prisa.

 Se me secó la boca. ¿Cuándo fue eso, charro?, le pregunté tratando de que no se me notara la angustia. Hace 3 días, como a las 6 de la mañana, iba toda arreglada, no como cuando va al mercado. Esas palabras me pegaron como cachetada.

 Tres días atrás yo había estado en casa y Rosita me había dicho que iba a quedarse todo el día haciendo qué hacer. Ahí mismo tomé una decisión que me cambiaría la vida. Le hablé a mi compadre Raúl, que también es camionero, y le pedí que se hiciera cargo de mi carga. Es una emergencia familiar. Le mentí. Dejé el rayo dorado en sus manos y me regresé a Zamora en un autobús de pasajeros. El viaje de regreso se me hizo eterno.

 Cada pueblo que pasábamos, cada curva de la carretera, era como si el tiempo se detuviera. Llegué a mi casa cuando ya era de noche, pero no entré. Me quedé escondido en la esquina detrás del puesto de Don Chuy, que vende elotes. Desde ahí podía ver toda mi calle, toda mi casa.

 Esperé ahí fumando y temblando, hasta que vi las luces apagarse. Rosita se había ido a dormir, pero yo sabía que al día siguiente iba a descubrir la verdad porque ya había decidido seguirla, sin importar lo que fuera a encontrar, esa noche no pude dormir ni un minuto. Me quedé en casa de mi compadre Raúl, que vive a unas cuadras de la mía.

 Le inventé que había tenido problemas con el camión y que necesitaba quedarme ahí sin que Rosita se enterara. Raúl no hizo preguntas. Los compadres verdaderos son así. A las 5 de la mañana ya estaba despierto tomándome un café aguado que me preparó la esposa de Raúl. Mis manos temblaban tanto que casi se me cae la taza. ¿Estás bien, compadre?, me preguntó Raúl. Sí, solo son los nervios.

Le mentí. Pero por dentro sentía como si tuviera un hoyo en el estómago, como si algo me estuviera comiendo vivo. A las 6 en punto salí de la casa de Raúl y me escondí otra vez detrás del puesto de elotes de Don Chuy. La calle estaba silenciosa. Apenas se escuchaban los primeros gallos cantando y el ruido lejano de algún camión que pasaba por la carretera.

 El aire olía a tierra húmeda porque había llovido un poquito en la madrugada. A las 6:30 vi que se prendió la luz de mi casa. Ahí estaba mi rosita moviéndose por la cocina. Desde donde yo estaba podía ver su sombra a través de la cortina. Se veía que se estaba arreglando, no como cuando se levanta normalmente hacer el que hacer.

 Se tardó como una hora en salir y cuando lo hizo, me quedé helado. Rosita llevaba puesto un vestido que yo no conocía, color azul marino, zapatos de tacón. Se había peinado bonito y hasta se había puesto perfume. Porque cuando pasó cerca de donde yo estaba escondido, pude oler esa fragancia dulce que a veces usaba para las fiestas. Pero no había ninguna fiesta.

 Eran las 7:30 de la mañana de un martes cualquiera. La seguí a distancia caminando por las banquetas, escondiéndome detrás de los carros estacionados. Rosita caminaba con prisa, como si fuera tarde para algo importante. Cruzó el parque principal, pasó por la iglesia de San Francisco y siguió hacia el centro del pueblo.

 Yo iba detrás con el corazón latiéndome tan fuerte que creía que todo el mundo podía escucharlo. Cuando llegamos al centro, Rosita se paró en una esquina como si estuviera esperando a alguien. Se veía nerviosa, checaba su relojito cada 2 minutos y miraba hacia todos lados. Yo me escondí detrás de un poste de luz sudando frío, a pesar de que el sol ya estaba calentando. Y entonces pasó algo que me cambió la vida para siempre.

 Vi llegar un carro azul, un suru viejo, y se paró justo enfrente de donde estaba Rosita. Ella se acercó al carro, pero no se subió. En lugar de eso, el que manejaba se bajó. Era un hombre que yo no conocía, como de 50 años, delgado, con camisa blanca. Rosita lo saludó con una sonrisa que hacía años no le veía.

Una sonrisa que creí que ya solo era para mí. Me quedé ahí parado como estatua, viendo cómo Rosita platicaba con ese hombre. No podía escuchar lo que decían, pero se veían muy cómodos, como si ya se conocieran de tiempo. El tipo le puso la mano en el hombro a mi esposa y ella no se apartó.

 Ese gesto me dolió más que cualquier golpe que me hubieran dado en mi vida. Estaba a punto de salir de mi escondite para confrontarlos cuando vi algo que me confundió completamente. El hombre abrió la cajuela de suuru y sacó una maleta negra grande como de esas que usan los doctores. Se la entregó a Rosita. Ella la recibió con mucho cuidado, como si fuera algo muy valioso o muy frágil. Platicaron unos minutos más.

 Él se subió a su carro y se fue. Rosita se quedó ahí parada abrazando esa maleta contra su pecho. Luego empezó a caminar, pero no hacia la casa. Se fue en dirección contraria hacia la salida del pueblo, hacia donde están las casitas más pobres, donde vive la gente que no tiene casi nada. La seguí otra vez manteniéndome lejos para que no me viera.

 Caminamos como 20 minutos hasta llegar a una colonia que se llama El Refugio. Ahí las casas son de lámina y cartón, las calles son de tierra y siempre huele a humo de leña porque la gente cocina con fogones improvisados. Prosita se detuvo frente a una casita muy humilde, de esas que se ven que están a punto de caerse. Tocó la puerta y salió una señora mayor muy flaquita, con el pelo blanco y una bata toda remendada.

 Cuando la señora vio a Rosita, se le iluminó la cara como si fuera la visita más esperada del mundo. Rosita, mi niña, qué bueno que ya llegaste. Escuché que le gritó la viejita. Mi esposa entró a la casa con la maleta y yo me quedé afuera escondido detrás de unos tambos de agua tratando de entender qué diablos estaba pasando.

 Como a los 10 minutos salió de la casa un muchachito de unos 8 años corriendo y gritando, “Ya llegó la doctora Rosita. Ya llegó la doctora Rosita.” Y empezaron a salir más niños de otras casas y luego adultos, todos dirigiéndose hacia donde había entrado mi esposa. Ahí fue cuando todo empezó a aclararse en mi cabeza, pero no podía creerlo. Me acerqué más hasta que pude ver por la ventana de la casita.

 Rosita estaba sentada en una silla de plástico con la maleta abierta sobre una mesa tambaleante. Y lo que vi dentro de esa maleta me dejó sin respiración. medicinas, jeringas, vendas, un estetoscopio, termómetros. Crosita estaba curando a un niño que tenía una cortada en el brazo.

 Sus manos se movían con seguridad, como si supiera exactamente qué hacer. La viejita que había abierto la puerta estaba a su lado, alcanzándole las cosas que necesitaba. En ese momento entendí que mi Rosita no me estaba traicionando con otro hombre. Mi Rosita se había vuelto doctora. Me quedé ahí escondido como dos horas.

 viendo como mi rosita atendía a una fila interminable de gente, niños con cortadas, señoras con dolores, ancianos que apenas podían caminar y ella los recibía a todos con la misma sonrisa dulce que yo conocía, pero ahora entendía que esa sonrisa tenía un propósito más grande del que yo había imaginado. Cuando ya no quedaba nadie más por atender, vi que Rosita guardaba sus cosas en la maleta.

 La señora mayor, que después supe que se llamaba doña Remedios, le dio un abrazo muy apretado. Gracias, mi niña. Gracias por venir. Sin usted, mi nietecito, se hubiera desangrado. Rosita le acarició la cara a la viejita y le dijo algo que no pude escuchar, pero que la hizo sonreír entre lágrimas.

 Cuando Rosita salió de la casita, decidí seguirla otra vez, pero esta vez no regresó directamente a casa. Se fue caminando hacia el centro del pueblo, hacia una casa grande de dos pisos que yo conocía bien. La casa del doctor Mendoza, el único médico que tenía consulta privada en Zamora. Rosita tocó la puerta de atrás, la de la cocina, como hacen las empleadas. Salió una muchacha joven y la hizo pasar.

 Me acerqué lo más que pude sin que me vieran, hasta que logré escuchar parte de la conversación a través de la ventana abierta de la cocina. ¿Cómo te fue hoy en el refugio, Rosita? Escuché que le preguntaba una voz de hombre mayor. Bien, Dr. Mendoza, pude atender a 12 personas, un niño con una cortada profunda, tres señoras con infección en la garganta y el viejito don Pancho, que ya tiene muy alta la presión.

 La voz de mi esposa sonaba seria, profesional, como nunca la había escuchado. Muy bien, mañana te voy a dar más medicinas para la presión porque en esa colonia hay muchos hipertensos. Sí. Doctor, y también necesitamos más antibióticos para los niños. Se están enfermando mucho con estos cambios de tiempo. Por supuesto. Y Rosita, ¿tuo ya sabe de esto? Hubo un silencio largo antes de que mi esposa contestara, “No, doctor, no se lo he dicho.

 Él se preocupa mucho cuando sale de viaje y si sabe que vengo sola a estas colonias peligrosas, no va a poder concentrarse en el camino. Prefiero decirle cuando ya esté más preparada, cuando ya sea una enfermera de verdad, entiendo, pero tarde o temprano se va a enterar y estoy seguro de que va a estar muy orgulloso de ti.

” Ahí fue cuando entendí todo. Y Rosita había estado estudiando a escondidas para ser enfermera. El doctor Mendoza la estaba entrenando, le daba las medicinas y ella iba a curar a la gente pobre que no tenía dinero para pagar consulta. Por eso se iba temprano, por eso llegaba cansada, por eso había estado tan misteriosa todos estos meses.

 No me estaba traicionando, me había estado protegiendo de la preocupación. Salí de ahí caminando como sonámbulo. Me fui directo a la cantina de Don Fermín y me tomé tres tequilas seguidos, no para ahogar las penas, sino para procesar la mezcla de alivio, orgullo y vergüenza que sentía.

 Alivio porque mi esposa no me estaba siendo infiel, orgullo porque se había vuelto alguien que ayudaba a los demás y vergüenza porque había dudado de la mujer más noble que había conocido en mi vida. Cuando llegué a casa esa noche, Brosita ya estaba ahí como siempre, esperándome con la cena caliente.

 ¿Cómo te fue en Tijuana, mi amor? Me preguntó con esa sonrisa que ahora sabía que escondía un secreto hermoso. Bien, mi Rosita. Muy bien, le contesté, abrazándola más fuerte que nunca. Pero ahora tenía que decidir si le iba a decir que ya sabía su secreto o si iba a esperar a que ella me lo contara cuando estuviera lista. Los siguientes días fueron los más difíciles de mi vida.

 Vivir sabiendo el secreto de Rosita, pero fingiendo que no sabía nada, era como cargar un costal de piedras en el pecho. La veía irse temprano con sus excusas de siempre, que iba al mercado, que visitaba a una comadre enferma que tenía citas con el médico y yo solo asentía con la cabeza, mordiéndome la lengua para no decirle que ya sabía la verdad.

 Una semana después me tocó otro viaje, esta vez a Veracruz con una carga de muebles. Antes de irme, Rosita me preparó mi comida favorita, mole con pollo y tortillas hechas a mano. “Para que no me olvides en el camino”, me dijo con esa sonrisa que ahora entendía mejor. “Nunca te podría olvidar, mi amor”, le contesté, y esta vez las palabras me salieron del alma. Durante todo el viaje a Veracruz no pude dejar de pensar en mi esposa.

 En el Rayo Dorado, manejando por esas carreteras infunitas, me daba cuenta de que Rosita siempre había sido especial, pero yo había estado tan ocupado trabajando que no me había fijado en lo extraordinaria que era. Recordaba como siempre se preocupaba por los vecinos cuando estaban enfermos, cómo llevaba comida a las familias que pasaban necesidades, cómo rezaba por todos los que sufrían.

 Cuando regresé del viaje, tomé una decisión. No le iba a decir que sabía su secreto, pero sí le iba a dar mi apoyo sin que ella supiera por qué. El día siguiente, que supe que iba a salir temprano, le dejé 500 pesos en la mesa de la cocina con una notita para tus gastos, mi amor. Te amo.

 Cuando regresé en la noche, Rosita tenía los ojos rojos de haber llorado. Javier, ¿por qué me dejaste este dinero?, me preguntó enseñándome los billetes, porque me di cuenta de que últimamente has estado haciendo muchos gastos y no quiero que te preocupes por dinero. Le mentí a medias. Ella me abrazó tan fuerte que creí que me iba a quebrar las costillas. Eres el mejor hombre del mundo, me susurró al oído.

 Con ese dinero, supe. Después, Rosita compró medicinas para la gente del refugio y yo empecé a hacer lo mismo cada semana. le dejaba dinero sin explicaciones, solo con notitas de amor, para que no te falte nada, porque te mereces todo lo bueno del mundo para tus antojos. Nunca le pregunté en qué se lo gastaba, pero yo sabía perfectamente a dónde iba a parar ese dinero.

 Un mes después, algo cambió en Rosita. Llegó a casa una tarde con una sonrisa diferente, más luminosa, como si hubiera ganado la lotería. Mi amor, tengo que contarte algo muy importante”, me dijo sentándose a mi lado en el sillón de la sala. Se veía nerviosa, pero emocionada, como cuando era joven y me iba a dar una buena noticia. “Dime, mi rosita, aquí estoy para escucharte.

” Se quedó callada un momento jugando con sus manos, buscando las palabras correctas. “Javier, he estado he estado haciendo algo escondidas, algo que no sabía cómo contarte.” Mi corazón empezó a latir más rápido, no de miedo como antes, sino de emoción, porque sabía que por fin me iba a contar la verdad. He estado estudiando para ser enfermera, mi amor, y ayudando a curar gente pobre. Ahí estaba.

 Por fin había llegado el momento que había estado esperando durante semanas. Me quedé callado un momento, viendo los ojos nerviosis de mi rosita, esos ojos que tanto amaba y que ahora brillaban con una luz nueva. Podía decirle que ya sabía todo, que la había seguido, que había visto lo que hacía en el refugio, pero decidí que este era su momento, su confesión y que merecía vivirse completamente. “Enfermera?” le pregunté fingiendo sorpresa.

 “Ay, mi amor, sé que suena muy loco”, me dijo tomándome las manos con las suyas que temblaban un poquito. Empezó hace como 6 meses. Fui al Dr. Mendoza porque me sentía mal del estómago, ¿te acuerdes? Y ahí me encontré a doña Remedios llorando porque su nietecito se había cortado y no tenía dinero para curarlo.

 Rosita se paró y empezó a caminar por la sala como hacía cuando estaba muy emocionada. El Dr. Mendoza curó al niño gratis y yo le pregunté si había manera de que yo pudiera ayudar a esa gente. Él me dijo que si aprendía lo básico de enfermería, podía ir a las colonias pobres a dar primeros auxilios.

 Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero eran lágrimas de felicidad. Y desde entonces he estado yendo tres veces por semana. Los martes, jueves y sábados, el doctor me enseña, me da medicinas y yo voy a curar a la gente que no tiene para pagar consulta. se volvió hacia mí esperando mi reacción.

 “¿No estás enojado conmigo por haberte mentido todo este tiempo? No pude aguantarme más. Me paré del sillón y la abracé con todas las fuerzas que tenía. Enojado, mi rosita hermosa, estoy más orgulloso de ti de lo que te puedes imaginar. Sentí como se relajaba en mis brazos, como si hubiera estado cargando el mundo en los hombros y por fin pudiera descansar.

 Ayer pasó algo muy bonito”, me dijo cuando nos separamos del abrazo. El Dr. Mendoza me dijo que ya estoy lista para hacer mi examen oficial de auxiliar de enfermería. Si lo caso, voy a tener mi certificado de verdad y vamos a poder abrir una clínica pequeñita en el refugio. Ahí fue cuando decidí contarle mi parte de la verdad. Porta. Yo tengo que confesarte algo también.

 se puso pálida, como si pensara que le iba a decir algo malo. Ya sabía lo que estabas haciendo, mi amor. Te seguí hace unas semanas porque pensé pensé cosas feas que me da vergüenza admitir. En lugar de enojarse, Rosita se empezó a reír. Una risa tan bonita que llenó toda la casa. ¿Me seguiste? En serio. Sí.

 Y vi cómo curabas a los niños, cómo la gente te quiere, cómo eres su ángel guardián. Ay, Javier. ¿Y por eso me empezaste a dejar dinero todas las semanas? Sí, porque quería ayudarte, aunque no supiera cómo decírtelo. Esa noche hicimos algo que no habíamos hecho en años. Nos quedamos despiertos hasta muy tarde platicando de todo.

 Rosita me contó de cada paciente que había curado, de cada sonrisa que había recibido, de cada gracias, doctora Rosita, que la había hecho sentir útil. Y yo le conté de cómo me había sentido perdido, celoso y después orgulloso cuando descubrí la verdad. “Mañana quiero ir contigo a El Refugio”, le dije antes de dormirnos. Quiero conocer a esa gente que tanto quieres y ver con mis propios ojos el milagro que estás haciendo. En serio, mi amor, en serio.

Ya es hora de que el esposo de la doctora Rosita conozca a sus pacientes. Al día siguiente, un sábado, despertamos temprano. Rosita estaba nerviosa, como cuando era joven, y me iba a presentar con su familia por primera vez. Seguro que quieres venir, mi amor. La colonia El Refugio es muy humilde y a veces la gente se pone tímida cuando llega alguien nuevo.

 Prosita, quiero conocer el lugar donde mi esposa se ha vuelto un ángel para tanta gente. No me importa nada más. Caminamos juntos hacia el refugio, pero esta vez por el camino principal, sin escondernos. Rusita llevaba su maleta médica en una mano y mi mano en la otra. Se veía más relajada que en semanas. como si por fin pudiera ser ella misma completamente.

El sol de la mañana calentaba su habito y el aire olía a flores de bugambilia y a café de olla que salía de las casitas por donde pasábamos. Cuando llegamos a la colonia fue como si hubiera llegado una reina. Los niños salieron corriendo de sus casas gritando, “¡Ya llegó la doctora Rosita! Ya llegó la doctora Rosita!” Pero cuando me vieron a mí, se quedaron quietecitos.

escondiéndose detrás de sus mamás. “No tengan miedo”, les dijo Rosita con esa voz dulce que usaba para tranquilizar. “Él es mi esposo, Javier, es buena gente como nosotros.” Doña Remedios fue la primera en acercarse. “Así que usted es el famoso esposo camionero de nuestra doctora”, me dijo con una sonrisa que le arrugaba toda la cara. “Sí, señora, para servirle.

” Ay, joven, su esposa es una bendición de Dios para todos nosotros. no sabe cuántas vidas ha salvado aquí. Ese día vi con mis propios ojos lo que Rosita había estado haciendo todos estos meses. La primera paciente fue una niña de unos 5 años que tenía una infección en el oído.

 Dosita la examinó con tanta ternura, le hablaba bajito para que no tuviera miedo y cuando le puso las gotas de medicina, la niña hasta se ríó. Ya no te va a doler, princesa”, le dijo. Y la mamá de la niña tenía los ojos llenos de lágrimas de agradecimiento. Después llegó un señor mayor que tenía la presión muy alta. Don Pancho, el mismo que había mencionado en su conversación con el doctor Mendoza. Doctorcita, ya me siento muy mal. Todo me da vueltas.

Rosita le tomó la presión con un aparatito que traía en su maleta, le dio unas pastillas y le explicó qué comidas debía evitar. Y nada de cerveza, don Pancho. Ya sabe. El viejito se rió y me guiñó el ojo. Su esposa es muy regañona, pero gracias a ella todavía estoy vivo. Lo que más me impresionó fue ver cómo Rosita había organizado todo.

 Tenía un cuadernito donde anotaba el nombre de cada paciente, qué medicinas les daba y cuándo tenían que regresar. sabía de memoria quién era diabético, quién tenía problemas del corazón, cuáles niños se enfermaban seguido. Era como si fuera la doctora oficial de toda la colonia. Pero entonces pasó algo que nos preocupó mucho.

 Llegó una señora joven como de 30 años cargando un bebé que se veía muy mal. El niño tenía fiebre muy alta, respiraba raro y lloraba muy bajito, como si ya no tuviera fuerzas. Doctora Rosita, mi bebé amaneció así. No quiere comer, no quiere nada. Crosita examinó al bebé y se puso muy seria. Me hizo una seña para que me acercara. Javier, este niño está muy grave.

 Necesita ir al hospital ahora mismo. Pero la mamá no tiene dinero ni para el camión que los lleve. El bebé se veía cada vez peor y la mamá estaba desesperada. Por favor, doctora, haga algo que es mi único hijo. En ese momento sentí que algo se rompía dentro de mi pecho. Esa madre, ese bebé, toda esa gente que dependía de mi goita, no podía quedarme ahí sin hacer nada.

 Josita, le dije, vamos a llevarlo nosotros al hospital ahora mismo. Pero Javier, no tenemos carro. No importa, voy a conseguir como sea que llevemos a este niño al hospital. No se va a morir, te lo prometo. Salí corriendo de la casa de doña Remedios como alma que lleva el  Tenía que conseguir un carro como fuera para llevar a ese bebé al hospital.

 Rosita se quedó con la mamá tratando de mantener al niño estable corría por toda la colonia buscando a alguien que tuviera un vehículo. Me acordé de mi compadre Raúl, que vivía como a 10 cuadras de ahí. Corrí hasta su casa, golpeé a la puerta como loco y cuando salió apenas pude hablar del cansancio. “Compadre, necesito que me prestes tu pico purgente.

 ¿Es o muerte?” Raúl vio la desesperación en mis ojos y no hizo preguntas. Está en el patio. Las llaves están puestas. B. Regresé volando al refugio. Cuando llegué con la pickup, encontré una escena que jamás voy a olvidar. Toda la gente de la colonia estaba afuera de la casa de doña Remedios rezando.

 Niños, ancianos, mamás, papás, todos en círculo, con las manos juntas, pidiendo por ese bebé que no conocían, pero que querían como si fuera suyo. Adentro, Rosita tenía al bebé en brazos, moviéndolo suavemente para que no perdiera el conocimiento. Ya llegó mi esposo con el carro. le dijo a la mamá que estaba llorando en silencio.

 Todo va a estar bien, ya vas a ver. Pero yo vi en los ojos de Rosita, que estaba muy preocupada. El bebé estaba cada vez más pálido. Subimos a la pickup, los cuatro, yo manejando, Rosita en el asiento de pasajeros con el bebé y la mamá atrás, rezando el rosario en voz alta. Arranqué la pickup y salí disparado hacia el hospital general de Zamora.

 Durante todo el camino, Rosita no dejó de hablarle al bebé, de tocarlo, de mantenerlo despierto. Quédate conmigo, princesito. Ya casi llegamos. Tu mamá te necesita. Llegamos al hospital como en 15 minutos, pero se me hicieron 15 horas. Cargué al bebé en mis brazos y corrimos a urgencias. “Doctor, doctor, este niño está muy grave”, grité apenas entramos.

 Una enfermera nos llevó directo a un cuarto y llegó un doctor joven que examinó al bebé inmediatamente. ¿Quién lo ha estado atendiendo?, preguntó el doctor. Yo, dijo Rosita, soy auxiliar de enfermería. ¿Qué sí presentó y qué le ha dado? Rosita le explicó todo con una seguridad que me llenó de orgullo. El doctor la escuchó con atención y después la felicitó.

 hizo usted lo correcto. Si no hubiera actuado tan rápido, este niño no habría llegado vivo al hospital. Resultó que el bebé tenía una infección muy seria en los pulmones, pero gracias a que Rosita lo había mantenido estable y lo habíamos traído a tiempo, se iba a curar completamente. El doctor dijo que necesitaba quedarse internado tres días, pero que iba a estar bien.

 La mamá del bebé, que se llamaba Leticia, no paraba de llorar de felicidad. Doctora Rosita, usted le salvó la vida a mi hijo. No tengo cómo pagarle. No me debe nada. le contestó mi esposa. Para eso estamos. Pero entonces pasó algo que me cambió la vida para siempre.

 Leticia se volteó hacia mí y me dijo, “¿Y usted, señor, que ni nos conocía y corrió a buscar un carro para ayudarnos? Dios se lo va a pagar. En ese momento entendí algo que nunca había entendido antes. No era solo Rosita la que estaba haciendo algo importante. Yo también podía ser parte de esa misión.

 Cuando regresamos al refugio esa tarde, toda la gente nos estaba esperando. Cuando se enteraron de que el bebé estaba bien, comenzaron a gritar de felicidad. Doña Remedios me abrazó tan fuerte que pensé que me iba a quebrar. Javier, usted también es nuestro ángel guardián. Esa noche camino a casa le dije a Rosita, “Mi amor, quiero ayudarte con esto. Quiero ser parte de lo que estás haciendo.

” En serio, en serio, tú curas los cuerpos, pero yo puedo ayudar de otras maneras. Podemos ser un equipo. Y así fue como decidimos que no solo Rosita iba a ser la doctora del refugio. Yo también iba a encontrar mi manera de servir. Los siguientes meses fueron los más bonitos de nuestro matrimonio. Rosita y yo nos habíamos vuelto un equipo de verdad y el refugio se había convertido en nuestro segundo hogar.

 Ella siguió estudiando y por fin pasó su examen oficial para ser auxiliar de enfermería certificada. El día que llegó a casa con su diploma, lloramos de felicidad los dos, pero yo también había encontrado mi manera de ayudar. Con el rayo dorado empecé a transportar medicinas gratis desde Guadalajara y México para el Dr. Mendoza.

 Otros compañeros camioneros cuando supieron lo que estábamos haciendo, también se sumaron. El Charro González, el mismo que me había abierto los ojos sobre las salidas misteriosas de Rosita, ahora traía antibióticos desde Monterrey. Don Aurelio, mi antiguo patrón, conseguía vendas y material de curación al mayoreo.

 Además, los sábados me había vuelto el chóer oficial de las emergencias del refugio. Ya habíamos llevado al hospital a doña Carmen cuando le dio un infarto a un niño que se quebró el brazo cayéndose de un árbol y a tres señoras cuando les tocó dar a luz. Mi pickup ya era conocida en todo el hospital como la ambulancia del refugio.

 Un sábado de diciembre, cuando ya llevábamos casi 6 meses trabajando juntos, pasó algo muy especial. Llegamos a la colonia y encontramos que la gente había organizado una sorpresa para nosotros. Habían colgado papel picado entre los postes de luz.

 Habían puesto una mesa grande en el centro de la calle principal y toda la colonia estaba ahí esperándonos. Sorpresa! gritaron todos cuando nos vieron llegar. Doña Remedio se acercó con lágrimas en los ojos. Doctora Rosita, don Javier, queríamos hacer algo especial para agradecerles todo lo que han hecho por nosotros. En la mesa habían puesto un pozole que olía a gloria, tamales hechos en casa, agua de horchata y hasta habían conseguido un pastel que decía gracias, ángeles del refugio cada familia nos trajo un regalito hecho por ellos mismos. Los niños nos dieron dibujos donde aparecíamos Rosita y yo como

superhéroes. Las señoras nos tejieron bufandas y gorros para el frío. Los hombres habían hecho una placa de madera que decía al matrimonio Hernández que nos devolvió la esperanza. Pero lo que más nos emocionó fue cuando Leticia, la mamá del bebé que habíamos salvado, se paró en medio de la fiesta con su hijo en brazos. El niño ya tenía 8 meses.

Estaba gordito y sano, riéndose y jugando. “Mi hijo está vivo gracias a ustedes”, dijo con la voz quebrada. “Y por eso decidimos ponerle nombre. Se va a llamar Javier Rosalío en honor a ustedes dos.” Ahí fue cuando Rosita y yo no pudimos aguantarnos más y nos pusimos a llorar enfrente de todos.

 Pero no eran lágrimas de tristeza, sino de una felicidad tan grande que no cabía en el pecho. Toda esa gente, todas esas familias que habíamos ayudado, se habían vuelto a nuestra familia también. Durante la fiesta, el padre Miguel, el sacerdote de la iglesia de San Francisco, llegó para bendecirnos.

 Javier y Rosa nos dijo, usando el nombre completo de mi esposa como solo hacían las personas importantes. Ustedes son un ejemplo de lo que significa servir al prójimo. Han demostrado que el amor verdadero no solo se queda en casa, sino que se extiende a toda la comunidad.

 Esa noche, cuando regresamos a nuestra casa, nos sentamos en el patio a ver las estrellas. ¿Te das cuenta, Javier? Me dijo Rosita recargada en mi hombro. Todo empezó porque tú pensaste que te estaba traicionando y mira dónde acabamos. Sí, mi amor. A veces las cosas malas nos llevan a cosas buenas que ni nos imaginábamos. ¿Sabes qué es lo que más me gusta de todo esto?, me preguntó.

¿Qué? que por fin podemos ser nosotros mismos completamente. Ya no hay secretos, ya no hay mentiras, solo hay amor verdadero. Me la quedé viendo bajo la luz de la luna y pensé que nunca había estado más enamorado de mi esposa que en ese momento, porque habíamos descubierto que el amor más grande no es solo el que se da entre dos personas, sino el que se comparte con el mundo entero.

 Han pasado 3es años desde aquella madrugada, cuando llegué a casa y encontré la cama vacía, cuando la desconfianza me carcomía el alma y pensé que perdía a mi rosita para siempre. Ahora, mientras manejo el rayo dorado por estas carreteras que tanto conozco, rumbo a otro viaje donde voy a traer medicinas para la gente del refugio, me doy cuenta de cómo la vida puede sorprendernos cuando menos lo esperamos.

 Mi Rosita ya no es solo la auxiliar de enfermería de una colonia pobre, se ha vuelto famosa en Todo Zamora. El Dr. Mendoza la recomendó con otros médicos y ahora trabaja oficialmente en el hospital tres días por semana y los otros tres sigue yendo a el refugio. Los doctores del hospital dicen que nunca habían visto a alguien con tanto talento natural para curar no solo el cuerpo, sino también el alma de la gente.

 Y yo, bueno, yo ya no soy solo Javier el búo nocturno, el camionero solitario que manejaba de noche pensando solo en ganar dinero. Ahora soy parte de algo más grande. Los compañeros de la carretera me conocen como el búo del refugio y cuando me ven llegar a las gasolineras con mi carga de medicinas me gritan, ahí va el doctor camionero.

 Y me da risa, pero también me llena de orgullo. La semana pasada me pasó algo que me confirmó que todo este camino ha valido la pena. Estaba cargando diésel en una gasolinera cerca de león cuando se me acercó un camionero joven que no conocía. “¿Usted es Javier, el del refugio?”, me preguntó. “Sí, soy yo. Mi papá vive en Zamora y me contó de usted y su esposa. Dice que son como santos modernos.

” Ese muchacho me abrazó sin conocerme y me dijo, “Gracias por enseñarnos que los camioneros también podemos hacer cosas buenas.” Ese día entendí que nuestra historia se había vuelto más grande que nosotros, que había otros matrimonios, otras familias que habían empezado a ayudar en sus propias comunidades después de escuchar lo que hacíamos en el refugio.

 Y me di cuenta de que la desconfianza que casi destruye mi matrimonio había terminado construyendo algo hermoso que ya no era solo nuestro. El mes pasado, Rosita y yo fuimos invitados a la capital del estado para recibir un reconocimiento del gobernador. Nos dieron un diploma que dice por su labor humanitaria sobresaliente y nos pidieron que diéramos una plática a otros matrimonios sobre trabajo comunitario.

 Cuando Rosita habló ese día con su uniforme blanco de enfermera y esa sonrisa que derrite corazones, toda la gente se puso de pie a aplaudir. Pero lo que más me gusta es que nosotros seguimos siendo los mismos. Seguimos viviendo en la misma casita de Zamora. Seguimos desayunando juntos cuando estoy en casa.

 Seguimos platicando en el patio por las noches viendo las estrellas. La diferencia es que ahora no hay secretos entre nosotros. Ahora somos compañeros de vida y compañeros de misión. Anoche, mientras cenábamos, Rosita me dijo algo que me llegó al alma.

 ¿Te das cuenta, mi amor, que si aquella madrugada no me hubiera seguido por desconfianza, tal vez nunca habrías descubierto lo que yo hacía y tal vez nunca habríamos llegado hasta donde estamos ahora. Tenía razón mi Rosita. A veces Dios utiliza hasta nuestros errores, hasta nuestros miedos para llevarnos por caminos que jamás habríamos imaginado. Ahora, cada vez que regreso de un viaje y veo las luces de Zamora a lo lejos, ya no siento solo la felicidad de llegar a casa, siento la felicidad de regresar al lugar donde mi esposa y yo hemos encontrado nuestra verdadera razón de existir. Porque aprendimos que el amor verdadero no es solo cuidarse el uno al otro, sino

cuidar juntos a los que más lo necesitan. Y cuando la gente me pregunta cómo fue que descubrí el secreto de mi esposa, siempre les digo lo mismo. A veces las sospechas más dolorosas te llevan a las sorpresas más hermosas. Porque quien se detiene en la carretera para ayudar al prójimo nunca anda solo.

 Y quien ama de verdad siempre encuentra el camino de regreso a tasa. M.