Ese día, Polina Vasilyeva se despertó con un fuerte presentimiento. Se quedó mirando al techo largo rato, intentando comprender de dónde provenía esa inexplicable ansiedad. Una semana antes había llegado una carta del notario: un seco aviso oficial sobre la necesidad de comparecer a la lectura del testamento de su suegro.
Suegro. Incluso después del divorcio de Artyom, él seguía tratándola como a una hija, la llamaba a menudo, le preguntaba por sus asuntos y la apoyaba con consejos. Su repentina muerte fue un duro golpe para ella.
Polina se levantó lentamente de la cama y se acercó a la ventana. La mañana de primavera estaba nublada; nubes grises se cernían bajas sobre la ciudad, como presagiando mal tiempo. Pasó la mano por el cristal frío, dejando una huella húmeda de sus dedos temblorosos.
“No pasa nada”, se susurró a sí misma. “Puedo con esto, solo necesito sobrevivir a este día”.
En el baño, Polina se contempló un buen rato. A pesar de la noche en vela, parecía serena. Un traje formal, maquillaje impecable, el pelo recogido en un elegante moño. Solo en sus ojos se percibía un atisbo de ansiedad que ninguna máscara de confianza podía ocultar.
El taxi llegó justo a la hora acordada. El conductor, un hombre mayor de rostro amable, asintió comprensivamente cuando ella le dio la dirección de la notaría.
“No te preocupes tanto, querida”, dijo, al ver su tensa mirada en el espejo, “todo saldrá bien”.
Polina sonrió débilmente en respuesta. Ojalá fuera así de simple… Hace tres años, dejó a su marido tras enterarse de su romance con una joven secretaria. El divorcio fue difícil. Su suegra, Nadezhda Petrovna, no le perdonaba que abandonara a su amado hijo.
El coche se detuvo en una vieja mansión del centro de la ciudad. Polina pagó y, respirando hondo, se dirigió hacia la enorme puerta de roble. Cada paso era difícil; sentía las piernas como plomo.
La sala de recepción de la notaría estaba opresivamente silenciosa. La secretaria, una joven con una elegante placa que decía “Daria”, sonrió afablemente.
— ¡Buenos días! ¿Ha venido a ver a Mijaíl Dmítrievich? Pase, ya la están esperando.
A Polina se le encogió el corazón. Así que no era la primera. ¿Quién estaba tras esa puerta? Sin embargo, tenía una corazonada.
La puerta de la oficina se abrió silenciosamente. Polina se quedó paralizada en el umbral, sintiendo que el suelo se le resbalaba bajo los pies. Tres personas estaban sentadas en mullidos sillones de cuero: su exmarido Artem, su nueva pasión con una barriga notablemente redondeada, y su suegra con una sonrisa triunfante en los labios.
— Pase, Polina Serguéievna —la voz del notario la sacó de su estupor…
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