DESPERTÉ JUNTO A UN DESCONOCIDO, CON EL ANILLO DE BODAS DE MI MARIDO
CAPÍTULO 1
Lo primero que noté al abrir los ojos fue la calidez de sus brazos a mi alrededor.
Fuertes. Protectores. Como si pertenecieran allí.
Por un segundo, no entré en pánico.
No grité.
Porque me resultaba… familiar.
El aroma de su piel. La forma en que su mano se posaba en mi cintura. El suave subir y bajar de su pecho contra mi espalda.
Se sentía como Obinna.
Mi marido.
Y eso fue lo que me hizo sonreír.
Hasta que me di la vuelta.
El hombre que yacía a mi lado no era mi marido.
Tenía un rostro diferente. Mandíbula más afilada. Labios más carnosos. Un pequeño hoyuelo en la mejilla izquierda. Sus cejas eran gruesas y fruncidas como si estuviera en un sueño profundo. Parecía más joven que Obinna… pero más tranquilo. Casi en paz.
Me quedé paralizada.
Mi mente corría. ¿Dónde estaba?
Examiné la habitación. Cortinas color crema pálido. Un vaso de agua en la mesita de noche. Dos teléfonos, ninguno mío. Un collar colgando del interruptor del ventilador. Y la cama en la que estábamos… sábanas extragrandes, desconocidas.
Esta no era nuestra habitación en Enugu.
Ni nuestro colchón. Ni siquiera nuestro aroma.
¿Pero el anillo en mi dedo?
Seguía ahí.
El anillo de Obinna. El que me puso en el dedo hacía dos años, bajo el mango de la casa de su padre, cuando nos casamos delante de cincuenta parientes sudorosos y una cabra curiosa.
El anillo seguía ahí.
Sentí una opresión en el pecho.
Me incorporé en silencio, con cuidado de no despertar al hombre que tenía a mi lado. Me dolía el cuerpo entre los muslos. Me dolían las piernas. Y lo sentía: esa pesadez que solo viene después de algo íntimo.
¿Me acosté con él?
¿Le fui infiel?
Dios mío.
¿Dónde estaba Obinna?
¿Por qué no podía recordar nada? El hombre a mi lado se movió. Abrió los ojos lentamente. Me miró. Sin sorpresa. Sin confusión. Solo una mirada tranquila, como si ya supiera que estaría despierta.
“Buenos días”, dijo. Su voz era baja, suave. Casi demasiado familiar.
Abrí la boca para hablar, pero no salió nada.
Cogió algo de la mesa y me lo dio: un collar de oro con un pequeño colgante en forma de corazón. Mi colgante. El que Obinna me compró en nuestra luna de miel en Ciudad del Cabo.
“Se te cayó esto anoche”, dijo.
Fue entonces cuando noté la marca en su cuello.
Un leve rasguño.
Como uñas.
Mis uñas.
DESPERTÉ JUNTO A UN DESCONOCIDO, CON EL ANILLO DE BODAS DE MI MARIDO
CAPÍTULO 2
Ni siquiera me lavé los dientes antes de salir de esa casa.
Simplemente cogí mi teléfono: muerto. Sin batería. Tomé mi bolso del suelo, me ajusté el vestido arrugado que ahora me daba vergüenza, y salí sin mirar atrás al desconocido en la cama. Me siguió con la mirada, pero no dijo nada.
La calle estaba en silencio. Ese silencio que te oprime el pecho. No tenía ni idea de dónde estaba. Detuve a un keke, entré y le di al hombre mi dirección. No hizo preguntas. Solo me miró por el espejo con cierta sospecha, como si percibiera algo raro.
Seguía mirando hacia abajo. Me dolían los muslos. El corazón me latía a mil. Sentía un sabor a culpa en la boca.
Cuando llegamos a la puerta de nuestro complejo, me temblaban las piernas. Tenía miedo de entrar. Miedo de ver la cara de Obinna. Asustada de la clase de mujer en la que me había convertido.
Pero entré.
Abrí la puerta lentamente. Entré como una ladrona.
Nuestra sala estaba tal como la dejé. Cortinas corridas. Zapatillas desparramadas. El generador seguía zumbando de fondo. Dejé caer mi bolso con cuidado. Y entonces oí pasos.
Obinna salió del dormitorio, sin camisa, bostezando. Se estiró, se frotó los ojos y me miró como si acabara de volver de la peluquería.
“¿Has vuelto?”, preguntó con la voz ronca por el sueño.
Asentí. “Sí”.
“¿Dónde duermes?”, volvió a preguntar, dirigiéndose a la nevera y sirviéndose agua.
Tragué saliva. “A casa de Chisom”.
Asintió como si tuviera sentido. Ninguna sospecha. Ninguna pregunta de seguimiento. Nada.
Ni siquiera me abrazó. Ningún “Estaba preocupado”, ningún “¿Estás bien?”. Ni siquiera un “¿Por qué tienes esa cara?”.
Solo el mismo silencio seco de siempre. Obinna cogió el mando y empezó a ver la tele. Repetición del partido de fútbol. Tomó un sorbo de agua y dijo: «He hecho fideos, por si tienes hambre».
Ahí lo supe.
Ni siquiera sabía que faltaba.
Entré en nuestra habitación como un fantasma. Todo estaba intacto. El mismo envoltorio en la cama. El mismo olor a perfume. El mismo ruido del ventilador. Me senté en el borde de la cama, conecté el móvil y esperé.
Cinco minutos después, se encendió.
Lo primero que revisé fue mi registro de llamadas. Nada de Obinna. Ni una sola llamada perdida. Pero un número me llamó la atención.
Desconocido.
Llamaron sobre las 00:44.
Luego revisé mis mensajes. WhatsApp estaba abierto, pero alguien había borrado un chat.
Borraste un mensaje.
Borraste un mensaje.
Borraste un mensaje.
¿Quién? ¿Yo? ¿O el desconocido?
Me empezaron a temblar las manos. Se me secó la garganta. No recordaba nada. Solo pequeños destellos: una botella en la mano, una chica de piel clara riendo, música a todo volumen, y luego… nada.
Nada hasta que desperté en esa habitación.
Desnuda.
Con alguien que no era mi marido.
Me miré en el espejo. Tenía los ojos rojos. Tenía un pequeño moretón en el cuello.
Lo toqué con suavidad.
Llamaron a la puerta.
Obinna se asomó. “¿Seguro que estás bien?”
Forcé una sonrisa. “Sí”.
Asintió y se fue.
Me quedé allí sentada, con el teléfono en la mano, mirando ese número desconocido. Mi dedo se cernía sobre él, temblando.
No sabía qué me asustaba más:
Marcarlo…
O oír la voz que me llamaba.
DESPERTÉ JUNTO A UN DESCONOCIDO, CON EL ANILLO DE BODAS DE MI MARIDO
CAPÍTULO 2
Ni siquiera me lavé los dientes antes de salir de esa casa.
Simplemente cogí mi teléfono: muerto. Sin batería. Tomé mi bolso del suelo, me ajusté el vestido arrugado que ahora me daba vergüenza, y salí sin mirar atrás al desconocido en la cama. Me siguió con la mirada, pero no dijo nada.
La calle estaba en silencio. Ese silencio que te oprime el pecho. No tenía ni idea de dónde estaba. Detuve a un keke, entré y le di al hombre mi dirección. No hizo preguntas. Solo me miró por el espejo con cierta sospecha, como si percibiera algo raro.
Seguía mirando hacia abajo. Me dolían los muslos. El corazón me latía a mil. Sentía un sabor a culpa en la boca.
Cuando llegamos a la puerta de nuestro complejo, me temblaban las piernas. Tenía miedo de entrar. Miedo de ver la cara de Obinna. Asustada de la clase de mujer en la que me había convertido.
Pero entré.
Abrí la puerta lentamente. Entré como una ladrona.
Nuestra sala estaba tal como la dejé. Cortinas corridas. Zapatillas desparramadas. El generador seguía zumbando de fondo. Dejé caer mi bolso con cuidado. Y entonces oí pasos.
Obinna salió del dormitorio, sin camisa, bostezando. Se estiró, se frotó los ojos y me miró como si acabara de volver de la peluquería.
“¿Has vuelto?”, preguntó con la voz ronca por el sueño.
Asentí. “Sí”.
“¿Dónde duermes?”, volvió a preguntar, dirigiéndose a la nevera y sirviéndose agua.
Tragué saliva. “A casa de Chisom”.
Asintió como si tuviera sentido. Ninguna sospecha. Ninguna pregunta de seguimiento. Nada.
Ni siquiera me abrazó. Ningún “Estaba preocupado”, ningún “¿Estás bien?”. Ni siquiera un “¿Por qué tienes esa cara?”.
Solo el mismo silencio seco de siempre. Obinna cogió el mando y empezó a ver la tele. Repetición del partido de fútbol. Tomó un sorbo de agua y dijo: «He hecho fideos, por si tienes hambre».
Ahí lo supe.
Ni siquiera sabía que faltaba.
Entré en nuestra habitación como un fantasma. Todo estaba intacto. El mismo envoltorio en la cama. El mismo olor a perfume. El mismo ruido del ventilador. Me senté en el borde de la cama, conecté el móvil y esperé.
Cinco minutos después, se encendió.
Lo primero que revisé fue mi registro de llamadas. Nada de Obinna. Ni una sola llamada perdida. Pero un número me llamó la atención.
Desconocido.
Llamaron sobre las 00:44.
Luego revisé mis mensajes. WhatsApp estaba abierto, pero alguien había borrado un chat.
Borraste un mensaje.
Borraste un mensaje.
Borraste un mensaje.
¿Quién? ¿Yo? ¿O el desconocido?
Me empezaron a temblar las manos. Se me secó la garganta. No recordaba nada. Solo pequeños destellos: una botella en la mano, una chica de piel clara riendo, música a todo volumen, y luego… nada.
Nada hasta que desperté en esa habitación.
Desnuda.
Con alguien que no era mi marido.
Me miré en el espejo. Tenía los ojos rojos. Tenía un pequeño moretón en el cuello.
Lo toqué con suavidad.
Llamaron a la puerta.
Obinna se asomó. “¿Seguro que estás bien?”
Forcé una sonrisa. “Sí”.
Asintió y se fue.
Me quedé allí sentada, con el teléfono en la mano, mirando ese número desconocido. Mi dedo se cernía sobre él, temblando.
No sabía qué me asustaba más:
Marcarlo…
O oír la voz que me llamaba.
DESPERTÉ JUNTO A UN DESCONOCIDO, CON EL ANILLO DE BODAS DE MI MARIDO
CAPÍTULO 3
La habitación me sofocaba, como una manta pesada que no podía quitarme de encima. Me quedé mirando mi teléfono, cuya pantalla brillaba con ese número desconocido. Mis dedos se cernían sobre él, pero cada vez que pensaba en marcar, se me cortaba la respiración. No sabía qué era peor: la posibilidad de que alguien supiera más que yo, o el miedo a estar hundiendo mis pensamientos en algo que no estaba preparada para afrontar.
Cerré los ojos, intentando forzar el recuerdo de la noche anterior, pero todo estaba borroso. Pequeños destellos: risas, música, una botella en la mano. Luego… oscuridad. No podía recordar cómo terminé en esa cama, junto a un desconocido. ¿Estaba drogada?
O peor aún, ¿todo estaba planeado?
Mi mente daba vueltas. Miré el anillo de oro que aún llevaba en el dedo, el que Obinna me había puesto en la mano hacía dos años, y sentí una punzada de culpa. ¿Cómo era posible que no recordara nada? Se suponía que era nuestro aniversario. Pero en cambio, allí estaba, sintiéndome más distante de él que nunca.
Obinna entró en la habitación, con aspecto distraído, como siempre. Ni siquiera notó la inquietud en mis ojos. “Estaba pensando en invitarte a cenar esta noche”, dijo, frotándose el cuello. “Sé que no es mucho, pero pensé que deberíamos hacer algo especial”.
Su voz era cálida, pero no pude evitar sentirme… distante. No tenía ni idea de que algo me estaba devorando. Ni idea de que la noche anterior, mi corazón se había hecho añicos en manos de un desconocido. Forcé una sonrisa, asentí y dije: “Eso suena bien”.
________
Amor, risas y un poco de celos
Más tarde esa noche, Obinna me llevó a un restaurante elegante. Nos reímos. Hablamos como solíamos antes de que nos distanciáramos. Había algo agradable en esa noche, algo que me hizo recordar al hombre del que me enamoré. Por un momento, pensé que tal vez todo podría volver a la normalidad. Quizás estaba exagerando.
Pero entonces lo vi.
Giré ligeramente la cabeza y vi el reflejo de un hombre sentado al otro lado de la habitación. Se me paró el corazón.
Era él. El mismo desconocido de la cama. El hombre que me había abrazado, cuyo tacto aún me atormentaba. Sus ojos estaban fijos en los míos, pero no se movió. Simplemente me miró fijamente.
Bajé la mirada de inmediato, con una opresión en el pecho. Mi mente me gritaba que hiciera algo, que dijera algo. Pero no podía.
“Amara, ¿estás bien?” La voz de Obinna rompió el silencio. Ahora me miraba con el ceño fruncido. Forcé una sonrisa, intentando contener el pánico que me subía a la garganta.
“No… no me siento bien”, dije rápidamente, levantándome de la mesa. “Creo que necesito un poco de aire fresco.”
_______
Después de todo, no es un desconocido.
Más tarde esa noche, al volver a casa, mi teléfono volvió a vibrar. Otro mensaje del número desconocido.
“Se suponía que debías recordar algo. Te lo recordaré.”
Me quedé paralizada, con el corazón acelerado. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué esta persona estaba tan empeñada en hacerme recordar? ¿Y quién era?
No esperé. Marqué el número.
La voz al otro lado era tranquila, casi tranquilizadora. “Amara”, dijo, y se me encogió el estómago. “Soy yo, Emeka. Nos conocimos hace unos años. ¿Te acuerdas de mí?”
El nombre me impactó como un rayo. Emeka. ¿Cómo iba a olvidarlo? Éramos amigos de la infancia. Era el chico al que una vez salvé de los abusadores del barrio. Pero hacía años que no lo veía.
“Yo… no recuerdo mucho”, susurré, con el pánico apoderándose de mí de nuevo. “No te preocupes”, continuó Emeka con voz cálida. “Esa noche te intoxicaste con comida. Te desmayaste. Te ayudé. Te quedaste en mi casa. No pasó nada. Pero sí hablaste en sueños… Llorabas por tu aborto. Por Obinna. Por cómo nunca te recuperaste.”
Sentí una opresión en el pecho. No sabía si quería gritar o llorar. El recuerdo me inundó.
El aborto que nunca afronté. El dolor que enterré. La distancia entre Obinna y yo que no podía comprender.
_______
El aborto que nunca afronté
Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras me sentaba en el borde de la cama. El peso de todo, de todo aquello de lo que había estado huyendo, me oprimía. Las palabras de Emeka resonaron en mis oídos: “Nunca te recuperaste”.
Había perdido un bebé. Hacía un año. Y en lugar de llorar juntos, Obinna y yo nos distanciamos. Ambos fingimos que no importaba, que la vida podía seguir. Pero me estaba destrozando. Poco a poco, pieza a pieza.
Me levanté de golpe, con las piernas temblando. No podía aguantar más. Tenía que contárselo a Obinna. Tenía que saber la verdad.
Cuando entré en la sala, Obinna estaba viendo la tele de nuevo, como si no pasara nada. Lo miré fijamente un buen rato, con el corazón apesadumbrado por la carga que había llevado sola durante tanto tiempo.
“Obinna”, dije con la voz temblorosa, “Necesito decirte algo. Algo que te he estado ocultando… a mí misma”.
Obinna se volvió hacia mí, su rostro se suavizó. “¿Qué pasa?”
Respiré hondo. “Nunca me recuperé del aborto… y no sabía cómo decírtelo. Pensé que podía simplemente… seguir adelante. Pero no pude”.
Su expresión cambió; no de ira, sino de profunda tristeza. «Yo… no tenía ni idea», susurró. Se me saltaron las lágrimas, pero las contuve. Por fin se lo había dicho. Pero aún quedaba mucho por decir. Y mucho por recordar.
DESPERTÉ JUNTO A UN DESCONOCIDO, CON EL ANILLO DE BODAS DE MI MARIDO
CAPÍTULO 4
Obinna no dijo nada durante un rato. Simplemente se quedó sentado allí, con el control remoto en la mano, mirándome como si me viera por primera vez. Me quedé junto a la puerta, con las manos temblorosas, el corazón acelerado y los ojos luchando contra las lágrimas.
“Deberías habérmelo dicho”, dijo finalmente en voz baja.
“No sabía cómo”, susurré.
Asintió lentamente, como si lo comprendiera. “Sabía que habías cambiado”, dijo. “Después de perder al bebé, me di cuenta. Pero pensé… que tal vez si te daba espacio, volverías a ser tú mismo”.
“No necesitaba espacio, Obinna. Te necesitaba a ti”.
Fue entonces cuando se me quebró la voz. Me giré para limpiarme la cara, pero él ya se había levantado y caminaba hacia mí. Y entonces hizo algo que no había hecho en mucho, mucho tiempo.
Me abrazó.
Fuerte. Sin palabras. Sin explicaciones. Solo calor.
Me derrumbé en ese abrazo. El dolor, la culpa, la confusión… todo se desató. Me temblaba el pecho. Casi me cedían las rodillas. Pero él no me soltó. Me abrazó como si intentara curar cada parte rota de mí con sus brazos.
Cuando me tranquilicé, nos sentamos en la alfombra del salón, uno al lado del otro, sin televisión ni música. Solo silencio.
“Creo que deberíamos hablar con alguien”, dijo.
Lo miré.
“Asesoría”, añadió. “Juntos”.
Esa fue la primera vez que lo vi: el esfuerzo. El comienzo de algo que parecía sanación.
______
No nos apresuramos. Los siguientes días fueron tranquilos, pero en paz. Hablamos más. Comimos juntos. Rezamos. Incluso nos reímos de pequeñas tonterías, como cuando él solía pelearse con mi madre por los ingredientes de la sopa.
Y entonces, Obinna sugirió que viajáramos el fin de semana, solos los dos. “No quiero que escapemos”, dijo. “Quiero que reencontremos”.
Fuimos a un pequeño resort a las afueras del pueblo. Nada demasiado sofisticado. Solo tranquilo. Sencillo. Hermoso. El tipo de lugar donde la brisa sabe escuchar el silencio.
Allí hicimos lo que no habíamos hecho en mucho tiempo: hablar.
Hablamos de todo: nuestros sueños, nuestros arrepentimientos, nuestros miedos. Me contó lo asustado que estaba cuando me desplomé en el hospital después del aborto. Cómo se culpaba por no ser lo suficientemente fuerte. Cómo lloró en el baño para que no lo viera.
Le hablé del vacío. De cómo sentía que llevaba un fantasma dentro cada día. De cómo dejé de creer en mí misma. Y de cuánto odiaba que dejáramos de abrazarnos.
Esa noche, no hicimos el amor porque fuera lo esperado. Lo hicimos porque era necesario. Porque nuestros cuerpos querían hablar el idioma que nuestras bocas no podían expresar en voz alta. Después, nos acostamos en la cama, tomados de la mano como solíamos hacer cuando nos casamos.
Y por primera vez en mucho tiempo…
dormí sin miedo.
______
Pasaron las semanas.
Una mañana, sentí algo extraño; no dolor, sino una especie de pesadez. Compré una prueba de embarazo al volver de la peluquería.
No se lo dije a Obinna.
Me encerré en el baño. Esperé.
Y cuando aparecieron las dos líneas rojas, me senté en el suelo y lloré.
Esta vez no eran lágrimas de tristeza. Sino miedo… y esperanza… mezclados.
Cuando salí, Obinna estaba comiendo suya y viendo comedias. Me senté a su lado y le di la tira de la prueba. La miró fijamente, confundido al principio, pero luego comprendió.
No se sobresaltó ni gritó.
Se giró hacia mí. Me tomó la mano. Entonces se arrodilló, me tocó el estómago y dijo:
“Este se reirá. Lo protegeremos juntos”.
Volví a derrumbarme. Pero esta vez, no fue de dolor.
Fue de alivio.
________
La luz de la mañana se filtraba por la ventana.
Desperté lentamente. El aire olía a Dettol y huevos fritos. La manta me envolvía el cuerpo, cálida y suave.
Y entonces lo sentí: los brazos fuertes. Protectores. Descansando suavemente sobre mi cintura.
Esta vez no entré en pánico.
Sonreí.
Porque esta vez, conocía esos brazos. Conocía el olor. Conocía la piel. Conocía el aliento en mi cuello.
Me giré suavemente.
Era Obinna.
Sus cejas se relajaron. Sus labios se separaron ligeramente. Todavía dormía.
Miré mi dedo. El anillo de oro seguía allí.
El mismo anillo. La misma promesa.
Pero esta vez, un amor diferente.
No un amor nuevo.
Un amor curado. Le besé el hombro, volví a cerrar los ojos y me dejé descansar, sin miedo ni confusión…
…sino en paz.
Y esta vez, de verdad… ella lo recordó. 💍❤️
FIN.
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