El marido la llevó a una cabaña abandonada para morir, pero allí tuvo un encuentro inesperado

—Larisa, solo un poco más… ¡Vamos, querida, tú puedes hacerlo!

Apenas podía mover las piernas. Cada paso le costaba un esfuerzo tremendo, como si tuviera pesas atadas a los pies.

—Quiero darme una ducha… —susurró Larisa, sintiendo que finalmente la abandonaban las fuerzas—. ¡Gleb, ya no puedo más! ¡De verdad, no puedo!

Su marido la miró con fingida preocupación, pero había una extraña frialdad en sus ojos. ¿Cómo no había notado antes ese brillo helado?

—¡Puedes, cariño, lo lograrás! ¡Mira, ahí está nuestra meta: la casita!

Larisa siguió su mirada. Delante de ellos se alzaba un edificio que parecía una mezcla entre un viejo cobertizo y una cabaña de cuento sobre patas de gallina.

—¿Estás… realmente seguro de que aquí vive el curandero? —su voz delataba agotamiento y miedo.

—¡Por supuesto, querida! ¡Vamos, solo un poco más!

Larisa subió al porche torcido casi mecánicamente, como si estuviera soñando. Gleb la acostó en un banco de madera y de repente sonrió con autosuficiencia. Aquella sonrisa le atravesó el corazón.

—Ahora puedes descansar… por mucho tiempo.

Observó la lúgubre habitación: telarañas, polvo, humedad. Miró a su marido con miedo.

—¡Gleb… aquí no vive nadie!

—¡Así es! —rió él—. Nadie ha vivido aquí desde hace unos veinte años. Y nadie ha venido en mucho tiempo. Si tienes suerte, morirás de muerte natural. Si no… —hizo una pausa— los animales salvajes te encontrarán.

—¡Gleb! ¿Qué estás diciendo? ¡Reacciona!

Él se irguió, y la máscara de esposo amoroso desapareció para siempre.

—¡Te pedí que registraras el negocio a mi nombre! ¡Pero fuiste terca como una mula! —escupió—. ¿Te das cuenta de lo que me costó aguantarte? ¿Dormir contigo? ¡Me das asco!

—¿Y mi dinero no te da asco? —susurró Larisa.

—¡Ese dinero es MÍO! —gruñó él—. Es mío, solo falta terminar el papeleo. Todos saben lo obsesionada que estás con esas tonterías de brujería. Le digo a todos que estás loca y que te fuiste con algún curandero al campo. Traté de convencerte, pero… —alzando teatralmente las manos— ¡eres terca! ¿Te gusta mi plan? ¡Ni siquiera necesito comprar ataúd!

Su risa sonó como un ladrido de perro. Larisa cerró los ojos: esto era una pesadilla, solo una pesadilla…

Pero el portazo fue demasiado real.

Trató de levantarse —¡tenía que huir, esto debía ser una broma!— pero su cuerpo no respondía. Últimamente se cansaba muy rápido, como si alguien le estuviera chupando la vida.

“Ahora sé quién…”, pasó por su mente.

Ya no le quedaban fuerzas. Larisa se rindió y cayó en un sueño inquieto.

Hace cinco años se casaron. Gleb apareció de la nada —sin dinero, pero con un encanto que la hizo perder la cabeza. Cansada de la soledad y el trabajo, Larisa se enamoró locamente.

Pero le habían advertido… Todos decían que solo quería su dinero, que gastaba sus fondos en otras mujeres. La verdad la supo hace un año. Después de eso, comenzaron los problemas de salud —a veces el corazón, a veces el estómago, a veces todo a la vez. Los médicos lo atribuían a crisis nerviosas.

Intentó no preocuparse. ¡De verdad lo intentó! Pero ¿cómo no preocuparse cuando amas a alguien que te traicionó?

Y ahora era una mujer rica y exitosa, pero tan enferma que no podía salir de esa ruina en el bosque. Su muerte quedaría en secreto.

Medio dormida, Larisa oyó un susurro. Alguien estaba cerca. Su corazón se detuvo —¿serían animales salvajes?

—¡No tengas miedo!

Se sobresaltó.

—¿¡Una niña!? ¿De dónde saliste tú?

Delante de ella estaba sentada una niña de unos siete u ocho años. La niña se agachó junto a ella.

—Yo ya estaba aquí. Cuando él te trajo, me escondí.

Larisa se incorporó.

—¿Estás viva? ¿Cómo llegaste aquí?

—Vengo sola. Cuando discuto con papá, me escondo aquí. ¡Que se preocupe!

—¿Te hace daño?

—¡No! Solo me hace ayudarle. Pero no quiero. ¿Por qué los niños tienen que trabajar? Si no obedezco, me hace lavar los platos. ¡Una montaña! —la niña extendió los brazos.

Larisa sonrió débilmente.

—Quizá solo esté cansado. Quiere darte tareas que puedas hacer. Yo haría cualquier cosa por mi papá si estuviera vivo.

—¿Tu papá murió?

—Sí, hace mucho.

—Todos van a morir —afirmó la niña con filosofía infantil.

—¿Dices que tu papá también morirá? —la niña se animó.

—La gente muere cuando envejece. Así es la vida.

La niña pensó.

—Mamá estaba enferma… Se fue con los ángeles. Lloro mucho porque la extraño. ¡Ayudaré a papá para que no se muera! —miró a Larisa—. ¿A ti también te trajeron aquí para morir?

—Parece que sí…

—¿Por qué no en un hospital?

Una lágrima rodó por la mejilla de Larisa.

—Él lo decidió así… Para que no me curaran.

—¡Canalla! —exclamó la niña indignada—. ¡Iré corriendo con papá! ¿Sabes quién es? ¡Cura a todos en el pueblo! Excepto a mamá… —su voz tembló.

—¿Cómo es eso?

La niña fue hacia la puerta, luego se volvió y susurró:

—¡Mi papá es un mago!

Larisa sonrió involuntariamente.

—Cariño, eso no existe…

—¡Sí existe! Tu marido dijo que tú crees en eso. Bueno, no te pongas triste, ¡volveré pronto!

—¿Cómo te llamas?

—¡Dasha!

—Dasha, ¿no tienes miedo de estar aquí? ¿Y si vienen animales?

—¿Qué animales? —bufó la niña—. ¡A este bosque no viene nadie, solo los erizos!

Y con esas palabras salió por la puerta como si tuviera alas en los hombros.

“Confiar en una niña… eso es una locura”, pensó Larisa, cerrando los ojos. “Correrá por el bosque, se encontrará con una ardilla o ese erizo —y se olvidará de mí…”

Empezaba a quedarse dormida cuando un susurro la despertó:

—¿Papá, está muerta?

—No, cariño. Solo está dormida.

Larisa abrió los ojos de golpe.

—¡Dasha! ¡Has vuelto!

La cabaña estaba débilmente iluminada y no podía distinguir el rostro del hombre.

—Hola. Siento que las cosas hayan salido así…

—Está bien. ¿Puedes ponerte de pie? ¿Salir afuera?

—Yo… no estoy segura.

El hombre le tocó la frente con la palma de la mano, y una calidez se extendió por su cuerpo como el sol de primavera tras un largo invierno.

—Puedes. Te lo prometo.

¡Y realmente pudo! Con su ayuda, se puso de pie, dio unos pasos inseguros. Afuera de la cabaña había… ¿una moto con sidecar? Su visión se nublaba, las piernas le temblaban, pero unas manos fuertes la sostuvieron y la colocaron suavemente en el sidecar.

A dónde iban y cuánto tiempo tardaron —Larisa no lo recordaba. Solo volvió en sí al sentir los baches, vio estrellas arriba —y volvió a caer en la oscuridad.

No le importaba. ¿Qué diferencia hacía dónde morir?

Pero luego sintió calor. Comodidad. ¡E incluso… hambre!

Abrió los ojos. Techos altos, paredes de troncos brillantes —nada que ver con aquella ruina. En la pared… ¿una televisión?

“Algún tipo de extraño más allá”, pensó.

—¿Despierta? ¡Genial! La cena está lista. ¡Hoy es especial —Dasha se ofreció a ayudar por primera vez! No sé qué le dijiste, pero estoy muy agradecido.

Larisa sonrió. Nunca contaría lo que exactamente había movido a la niña. Qué vergüenza —una mujer adulta diciendo esas cosas…

El hombre la ayudó a sentarse, puso almohadas detrás de ella. En la mesa —patatas con salsa, ensalada fresca, leche… Y pan. ¡Pero qué pan! Hogazas como nubes esponjosas, con grandes agujeros dentro.

—¿Esto… es pan? —se sorprendió Larisa.

—¡Come! —rió el hombre—. Lo horneo yo mismo. No puedo comer pan de tienda. Quizá algún día lo pruebes.

Larisa sonrió tristemente —ese “algún día” parecía muy lejano. Pero las patatas estaban tan ricas, que le pareció la mejor cena de su vida.

No terminó —el sueño la venció. Antes de dormir, susurró:

—¿Cómo te llamas?

—Aleksei.

Día tras día fue mejorando. Volvió el apetito, la fuerza, las ganas de vivir. Larisa se alegraba pero no entendía nada: sin medicinas, sin tratamientos, sin sueros…

Una vez, cuando Dasha salió a jugar, preguntó directamente:

—¿Eres tú quien me está curando?

Aleksei la miró con ojos azules y claros:

—¿Yo?

—¡Sí! Me siento mejor. ¡Mucho mejor! Y se suponía que iba a morir… Dasha dijo que eres un mago.

Él rió —tan sinceramente que Larisa no pudo evitar reír con él.

—¡Ay, Dasha la soñadora! Nuestra abuela sabía de hierbas. Me enseñó un poco. Pero estoy tan lejos de ser un mago como lo está China a pie.

Pasaron los días. Y entonces —salió sola al exterior, sin ayuda.

—¡Larisa! ¡Bravo!

Aleksei la levantó en brazos y la hizo girar. Ella se aferró a él y lloró —de felicidad, alivio, y porque estaba viva…

Medio año después

Gleb caminaba de un lado a otro en la oficina como una bestia herida:

—¡Necesito todos los derechos! ¡Sin mí, la empresa no puede funcionar!

—La empresa funciona como un reloj —alguien señaló con cautela—. Larisa Sergeevna lo dejó todo en perfecto orden.

—¡Deja de llamarla “Larisa”! ¡Ya no está! ¡Se fue al bosque con unos curanderos y allí la devoraron! ¡Yo soy el esposo legítimo!

—Gleb Sergeevich —dijo suavemente pero con firmeza uno de los presentes—, el cuerpo no ha sido encontrado. Y su comportamiento… genera ciertas dudas.

—¿Qué más da?! —explotó—. ¡Soy un hombre que perdió a su amada esposa!

Un empleado mayor se puso de pie:

—No trabajaré bajo su liderazgo.

—¿Quién más? —Gleb miró alrededor—. ¡Todos pueden irse!

Pero en ese momento la puerta se abrió de golpe.

—No me apresuraría a contratar un nuevo equipo.

Gleb se desplomó en la silla. Larisa estaba ante él —viva, radiante, con los ojos brillando. A su lado —un hombre alto, y detrás de ellos —policías.

—Tú… ¿cómo… se suponía que…?

—¿Que muriera? —terminó ella con calma—. Tu plan falló de nuevo. Como siempre.

Mientras se llevaban a Gleb, gritando y maldiciendo al mundo, Larisa se dirigió al personal:

—¡Hola! He vuelto. Tengo muchas ideas. Permítanme presentarles a mi esposo —Aleksei. Y los invito a todos a una barbacoa este fin de semana —para conocer la naturaleza y a la nueva familia.

Todos sonrieron. Todos estaban felices.

—Y un aviso: ahora tengo una hija. Dasha estaba con nosotros, pero Svetochka la atrajo con su maletín de maquillaje.

Todos rieron de buena gana —la secretaria de Larisa siempre llevaba una maleta llena de frascos y tubos.

—Semyon Arkadyevich —se dirigió al abogado—, por favor, ocúpese del divorcio y la adopción.

—Por supuesto, Larisa Sergeevna. ¡Bienvenida de nuevo!

—Gracias —respondió, apretando con fuerza la mano de Aleksei.

A veces, para encontrar la verdadera felicidad, hay que perderlo todo. Y encontrarse con una niña en el bosque que cree en los milagros…

Después de la reunión en la oficina, Larisa y Aleksei se retiraron a su hogar en las afueras, una cabaña alejada de la ciudad donde podían vivir en paz, lejos del tumulto de la vida urbana. Pero el camino hacia la verdadera felicidad no era sencillo. A pesar de todo lo que había sucedido, el peso del pasado seguía acechando a Larisa, como una sombra que se desvanecía y luego reaparecía en los momentos más inesperados.

Dasha, por su parte, estaba encantada de ver que su “familia” se había reunido, y aunque a veces todavía preguntaba sobre su madre, el calor del hogar que Larisa y Aleksei le ofrecían la hacía sentir que todo estaba bien. A veces, la niña tomaba la mano de Larisa y le preguntaba sobre el mundo exterior, sobre los lugares que nunca había visto, pero Larisa siempre le sonreía y le aseguraba que aún tenían mucho tiempo para descubrir juntos todo lo que les faltaba.

A pesar de sus avances, Larisa sabía que algo aún le faltaba por resolver. Gleb había causado un daño irreparable, no solo en su vida, sino en la de todos los que la rodeaban. Aunque ahora era libre de él, todavía quedaba la cuestión de enfrentarse a las secuelas de su traición. El abogado de Larisa, Semyon Arkadyevich, le había advertido que el proceso legal podría ser largo y doloroso. Gleb, furioso y deseoso de recuperar lo que consideraba suyo, no se rendiría fácilmente.

La primera vez que Gleb apareció nuevamente ante Larisa fue durante un juicio. Estaba completamente diferente: su rostro, que alguna vez había sido el de un hombre apuesto y confiado, ahora estaba marcado por el desgaste y la desesperación. Había perdido su trabajo, su posición y, sobre todo, el control sobre su vida. Nadie quería estar cerca de él.

—¡Te prometí que no te dejaría escapar! —gritó Gleb, mientras se acercaba a Larisa, sus ojos desorbitados por la rabia.

Pero Larisa no se inmutó. Se mantenía firme, serena, como una mujer que ya no temía lo que él pudiera hacerle.

—Tú ya no eres parte de mi vida, Gleb. Nunca más lo serás. El daño que me hiciste me ha hecho más fuerte, más inteligente. Y sobre todo, me ha mostrado el valor de las personas que realmente importan en mi vida. Tú no estás entre ellas.

Gleb, al ver su firmeza, trató de manipularla, como lo había hecho tantas veces en el pasado, pero Larisa lo cortó de inmediato:

—No me hagas perder más tiempo. Mi vida ha cambiado. Ahora soy feliz, y no necesitas saber cómo ni por qué. Ya no me importas. Es hora de que sigas con tu vida, aunque no sé qué vida te espera después de todo lo que has hecho.

Durante el juicio, Larisa se sintió liberada por primera vez en años. Gleb fue condenado a varios años de prisión por fraude y maltrato, y su nombre fue borrado del recuerdo de todos los que alguna vez lo conocieron. Aunque no deseaba venganza, Larisa sabía que tenía que cerrarse ese capítulo de su vida de una vez por todas.

El tiempo pasó y, con ello, Larisa y Aleksei continuaron construyendo una vida juntos. Dasha creció rodeada de amor y de sueños, y aunque no tenía padres biológicos a su lado, sentía que había encontrado el hogar que siempre había deseado.

Larisa, cada día más fuerte y más sabia, comenzó a liderar su empresa nuevamente. Aunque al principio había sentido miedo de volver al mundo que había dejado atrás, pronto descubrió que su fortaleza, ganada en la oscuridad del sufrimiento, era ahora su mayor ventaja.

Un día, mientras caminaba por los jardines de su nueva casa, Larisa se detuvo un momento y observó a su hija adoptiva jugar al sol con Aleksei. Una sonrisa le dio en el rostro. Por fin sentía que todo lo que había pasado tenía sentido. El dolor, las traiciones, las lágrimas, todo lo que había sufrido, le había permitido conocer el verdadero valor de la vida.

Y aunque nunca olvidaría a la niña que creyó en los milagros y en el amor, Larisa sabía que ahora podía abrazar su futuro con fuerza renovada. Una vida nueva, en paz, con las personas que realmente importaban.

Con una familia que, al final, era lo único que realmente necesitaba.

Fin.