El patrón esclavizaba mujeres en la cosecha de maíz — Pancho Villa soltó sus manos y ató las suyas

Vas a conocer la historia que hizo temblar hasta los cerros de Chihuahua cuando Pancho Villa se enteró de que don Aurelio Mendoza convertía a las mujeres campesinas en esclavas de su maisal y decidió que era hora de que ese cabrón conociera el verdadero significado de la justicia.

 Órale, compadre, si crees que ya has escuchado todo sobre la venganza de Villa, te aseguro que esta historia va a ponerte los pelos de punta. Prepárate porque lo que viene va a ser brutal. El sol de agosto caía como plomo derretido sobre los campos de maíz de Satebó, Chihuahua, en el año de 1915. Las milpas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, verdes y doradas como el oro que don Aurelio Mendoza creía merecer por el simple hecho de haber nacido con el apellido correcto y la piel del color adecuado.

 Don Aurelio era un hombre gordo como cochino cebado, con bigotes engomados que se retorcía mientras contemplaba su imperio desde la galería de su hacienda. vestía trajes de lino blanco que se manchaban de sudor antes del mediodía, y sus ojos pequeños y porcinos brillaban con la codicia de quien ha construido su fortuna sobre la desgracia ajena.

 La hacienda, Elisal Dorado, era el reino de este tirano, donde las reglas las dictaba él y nadie más. Mientras don Aurelio bebía whisky importado y se abanicaba con billetes a menos de 1 kómetro de distancia, las familias campesinas vivían en Jacales de adobe agrietado, donde las goteras convertían las lluvias en maldiciones y el hambre era un huésped permanente.

Pero lo que hacía que don Aurelio fuera especialmente despreciable no era solo su riqueza mala vida, sino la forma en que la obtenía. Cada temporada de cosecha, cuando las mazorcas estaban listas para ser arrancadas de sus tallos, este cabrón implementaba su sistema más perverso. Las mujeres del pueblo tenían que trabajar en sus campos desde antes del amanecer hasta que se ocultaba el sol.

 Y si no cumplían con la cuota que él establecía, se quedaban sin pago y sin comida para sus familias. Pero eso no era lo peor. Lo que convertía a don Aurelio en una bestia sin alma era que durante la cosecha estas mujeres estaban literalmente encadenadas a los surcos. Sí, has escuchado bien. Este hijo de la chingada las ataba con cadenas a estacas clavadas en la tierra para que no pudieran moverse más allá de su sección asignada.

Decía que era para evitar que se distrajeran y garantizar la productividad. Las mujeres trabajaban bajo ese sol inclemente con las muñecas en carne viva por las cadenas, mientras don Aurelio paseaba a caballo entre los surcos como un demonio supervisando su infierno particular. Si alguna se atrevía a quejarse, la azotaba con su reata.

 Si alguna lloraba, le quitaba la ración de agua. Y si alguna colapsaba por el calor, la dejaba ahí tirada hasta que se recuperara sola o muriera en el intento. Era un día como cualquier otro en ese infierno verde, cuando llegó al pueblo un hombre que parecía salido de las leyendas que las abuelas contaban al calor del brasero.

 Pancho Villa llegó a Satebó montado en un caballo alán que pateaba la tierra como si fuera el mismísimo Pegaso, levantando una polvareda que anunciaba su presencia desde kilómetros de distancia. Villa era un hombre que imponía respetos. solo con su presencia, alto, fornido, con brazos como troncos de mezquite y manos que habían conocido tanto el gatillo como el arado.

 Su bigote espeso enmarcaba una sonrisa que podía ser paternal con los necesitados o terrible con los tiranos. Vestía su característica chaqueta de cuero, pantalones de montar y botas que habían recorrido todo el norte de México, llevando justicia a donde hacía falta. Sus ojos, negros como el carbón, pero ardientes como brasas, tenían esa mirada que penetraba hasta el alma.

Cuando Villa te miraba, sabías que estaba viendo no solo quién eras, sino quien podrías llegar a ser. Era un hombre que había nacido pobre, pero había decidido que la pobreza no era destino, sino circunstancia, y que las circunstancias se podían cambiar con valor y balas. Villa llegó al pueblo siguiendo los rumores que corrían de cantina en cantina, de mercado en mercado.

 Había escuchado hablar de un patrón que trataba a las mujeres como bestias de carga y eso era algo que su código de honor no podía tolerar. Para Villa, las mujeres eran sagradas, madres, hermanas, esposas, hijas. Quien lastimara a una mujer lastimaba a la humanidad entera. El revolucionario desmontó frente a la única cantina del pueblo, un lugar pequeño y polvoriento donde los hombres se reunían a beber pulque y a contar sus penas.

 Cuando Villa empujó las puertas batientes, el silencio se hizo tan espeso que se podía cortar con machete. Todos sabían quién era, todos habían escuchado las historias, pero verlo ahí en carne y hueso, con la revolución brillando en sus ojos, era otra cosa completamente distinta. Buenas tardes, señores, dijo Villa con voz pausada, pero firme, quitándose el sombrero en un gesto de respeto.

 Vengo buscando información sobre un tal don Aurelio Mendoza. Dicen que es el patrón de estas tierras. Los hombres se miraron entre sí, algunos con esperanza, otros con miedo. Sabían que cuando Pancho Villa preguntaba por alguien, especialmente por algún patrón abusivo, las cosas estaban a punto de cambiar para siempre.

 El cantinero, un hombre flaco como Jicarilla y con más arrugas que un pergamino viejo, fue el primero en hablar. Sus manos temblaban mientras limpiaba un vaso ya limpio, y su voz salía como un susurro ronco. Señor Villa, don Aurelio, pues es el dueño de casi todo por aquí. tiene la hacienda más grande, el maisal más extenso.

 “No vine aquí para escuchar sobre sus propiedades”, interrumpió Villa, sus ojos brillando con una intensidad que hizo que el cantinero tragara saliva. Vine porque me dijeron que ese cabrón trata a las mujeres como esclavas. Quiero que me cuenten exactamente qué está pasando. Un silencio pesado llenó la cantina. Los hombres se miraban entre sí, algunos bajando la vista, otros apretando los puños.

 Era don Sebastián, un campesino de manos curtidas por el trabajo, quien finalmente se armó de valor para hablar. “Señor Villa,” comenzó con voz quebrada, “lo que hace don Aurelio con nuestras mujeres es, es algo que no tiene nombre. Cada temporada de cosecha, que es cuando más se necesita la mano de obra, él viene al pueblo y dice que todas las mujeres, entre 15 y 50 años tienen que trabajar en sus campos.

 ¿Y cuál es el problema con eso?, preguntó Villa, aunque su tono ya delataba que sabía que la historia era mucho más oscura. Don Sebastián se secó las lágrimas que comenzaron a brotar de sus ojos. El problema, señor, es que no les paga un peso. Les dice que es su contribución al pueblo, que él nos da trabajo de la bondad de su corazón.

 Pero eso no es lo peor. Lo peor es que las encadena. ¿Qué dijiste? Villa se incorporó en su silla y todos en la cantina sintieron como la temperatura parecía subir varios grados. Las encadena, señor Villa, con cadenas de hierro, como si fueran animales. Las ata a estacas en el suelo para que no puedan moverse más allá de su sección de trabajo.

 Mi esposa Remedios, viene cada noche con las muñecas sangrando, los tobillos hinchados, la espalda partida por las horas encorbada bajo el sol. Otro hombre más joven se unió al testimonio. Mi hermana Carmen tiene apenas 18 años. El primer día que la llevaron a los campos se desmayó por el calor. ¿Sabe qué hizo don Aurelio? La pateó hasta que despertó y luego la azotó con su reata por hacérsela enferma.

 Esa noche llegó a casa con marcas en la espalda que parecían surcos arados en carne viva. Villa apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Su respiración se hizo más pesada y en sus ojos comenzó a brillar esa luz peligrosa que conocían bien todos los tiranos que habían tenido la desgracia de enfrentársele.

 “¿Cuánto tiempo lleva esto pasando?”, preguntó con voz controlada, pero todos podían sentir la tormenta que se gestaba detrás de esa calma. “Tres años, señor Villa”, respondió don Sebastián. 3 años en que nuestras mujeres han sido tratadas peor que bestias y no podemos hacer nada porque don Aurelio tiene pistoleros, tiene dinero, tiene el apoyo del gobierno local.

 Si nos quejamos, nos corren de las tierras que rentamos, nos niega el trabajo, nos deja sin nada. En ese momento entró a la cantina una mujer que parecía haber sido hermosa alguna vez, pero que ahora cargaba en el rostro las marcas del sufrimiento. Sus ojos, que debieron haber brillado con alegría, ahora estaban apagados como velas muertas.

 En las muñecas llevaba vendas sucias que no lograban ocultar las heridas que las cadenas le habían dejado. “Esta es mi esposa, remedios”, dijo don Sebastián. Y en su voz había tanta tristeza que hasta las vigas de la cantina parecían llorar. Remedio se acercó a Villa con pasos vacilantes, como si cada movimiento le costara un esfuerzo sobrehumano.

 Cuando estuvo frente a él, se arrodilló y comenzó a llorar con una intensidad que partía el alma. Señor Villa, soyoso, si usted es realmente el hombre que dicen que es, si realmente lucha por los pobres y los oprimidos, le ruego que nos ayude. Don Aurelio no solo nos tiene encadenadas en los campos, también toca a las más jóvenes.

 Dice que es su derecho como patrón. La revelación cayó sobre la cantina como un rayo. Villa se puso de pie tan bruscamente que la silla se volcó hacia atrás. Su mano instintivamente fue hacia la empuñadura de su pistola y por un momento todos pensaron que saldría disparado hacia la hacienda para ajustar cuentas inmediatamente.

 “¿Qué acabas de decir?”, preguntó Villa y su voz sonaba como el rugido de un jaguar herido. “¿Qué abusa de las muchachas, señor?”, continuó remedios entre soyosos, especialmente de las que son bonitas, las lleva a su casa grande y cuando salen, cuando salen ya no son las mismas. Mi sobrina Esperanza, de apenas 15 años, después de que don Aurelio la llamara para hablar, no volvió a sonreír nunca más.

 Villa caminó hacia la ventana de la cantina y se quedó allí, mirando hacia la dirección donde se encontraba la hacienda. Sus hombros se tensaron y todos pudieron ver como sus músculos se contraían bajo la chaqueta de cuero. Cuando se dio la vuelta, sus ojos tenían esa mirada que había visto todo el mal del mundo y había decidido que era hora de hacer algo al respecto.

 “Señores”, dijo Villa con voz que sonaba como sentencia final. “les voy a decir algo que quiero que recuerden por el resto de sus vidas. Pancho Villa no llegó hasta aquí para escuchar historias tristes, llegó para cambiar las cosas. Y les prometo, por la memoria de mi madre y por la sangre de todos los revolucionarios que han caído por la justicia, que don Aurelio Mendoza va a pagar por cada lágrima que han derramado sus mujeres.

 Esa noche, Villa se reunió con sus hombres en un campamento improvisado a las afueras del pueblo. Eran 20 revolucionarios curtidos por la guerra, hombres que habían visto la injusticia en todas sus formas y habían decidido que era mejor morir luchando que vivir arrodillados. Cada uno tenía su propia historia de dolor, su propia razón para seguir a Villa hasta el fin del mundo si fuera necesario.

 Muchachos, comenzó Villa mientras el fuego de la hoguera proyectaba sombras danzantes sobre su rostro. Mañana vamos a hacer algo que va a quedar grabado en la memoria de este pueblo para siempre. Vamos a demostrarle a don Aurelio Mendoza que en México no hay lugar para los tiranos que abusan de las mujeres.

 Los hombres se acercaron más al fuego, sus ojos brillando con la misma determinación que ardía en los de su líder. Sabían que cuando Villa hablaba así se avecinaba algo grande. “He estado pensando toda la tarde”, continuó Villa. “Y creo que la mejor manera de atrapar a esta rata es usando su propia codicia contra él. Mañana es día de cosecha y ese cabrón va a estar en los campos supervisando a las mujeres encadenadas.

 Vamos a llegar como comerciantes interesados en comprar su maíz. Rodolfo, su lugar teniente más confiable, se adelantó. Jefe, ¿no sería mejor llegar disparando? Con 20 hombres armados podríamos tomar la hacienda en menos de una hora. Villa negó con la cabeza. No, compadre. Si llegamos así, don Aurelio se va a esconder detrás de sus pistoleros y tal vez escape.

 Además, las mujeres están encadenadas en los campos. Si empieza un tiroteo, ellas van a quedar atrapadas en el fuego cruzado. No voy a arriesgar la vida de una sola mujer inocente por acabar con este desgraciado. Entonces, ¿cuál es el plan, jefe?, preguntó Manuel, un hombre joven, pero con la mirada de quien había visto demasiado.

 Villa se levantó y comenzó a caminar alrededor del fuego, sus pasos marcando el ritmo de sus pensamientos. Vamos a llegar divididos en tres grupos. Yo voy a ir con cinco hombres vestidos como comerciantes de maíz de Durango. Rodolfo, tú vas a llevar otros cinco por el lado este de la hacienda. Y Manuel, tú te encargas del lado oeste con el resto de los muchachos.

 Y las armas, jefe, preguntó otro de los hombres. Ocultas, pero listas, respondió Villa, en las alforjas, debajo de los Arapes, donde sea necesario. Cuando yo de la señal, todos salen al mismo tiempo. Quiero que don Aurelio se vea rodeado por todos lados, sin escape posible. Villa se detuvo frente al fuego y miró a cada uno de sus hombres.

 Pero escúchenme bien, muchachos. Nadie dispara hasta que yo lo ordene. Nadie lastima a una mujer inocente y nadie, absolutamente nadie, mata a don Aurelio hasta que él y todo el pueblo escuchen cada uno de sus crímenes. Los hombres asintieron en silencio. Conocían a Villa lo suficiente para saber que cuando hablaba de justicia no se refería solo a una bala en la cabeza, se refería a algo mucho más profundo, algo que iba a cambiar las cosas para siempre.

 Jefe”, dijo Rodolfo, “y si don Aurelio tiene más pistoleros de los que esperamos.” Villa sonró, pero no era una sonrisa alegre, era la sonrisa de un hombre que había enfrentado enemigos más peligrosos y había salido victorioso. Compadre, he peleado contra el ejército federal, contra los gringos, contra todos los tiranos que se han puesto en mi camino.

Un patrón gordo y cobarde con algunos pistoleros a sueldo no me va a quitar el sueño. ¿Y después qué hacemos con él?, preguntó Manuel. Eso lo van a decidir las mujeres que él ha torturado, respondió Villa. Pero antes todo el pueblo va a escuchar lo que ha hecho. Va a haber un juicio, van a testificar las víctimas y don Aurelio va a reconocer cada uno de sus crímenes frente a todos.

Villa se sentó de nuevo junto al fuego y sacó su pistola, revisando cada bala, cada mecanismo con la meticulosidad de un artesano perfeccionando su obra. Muchachos, mañana no solo vamos a hacer justicia, vamos a enviar un mensaje a todos los patrones abusivos de México, que si tocan a nuestras mujeres, si las tratan como esclavas, van a tener que enfrentarse a Pancho Villa y a todos los hombres que están dispuestos a morir por la justicia.

 Los revolucionarios pasaron el resto de la noche preparando sus disfraces, revisando sus armas, repasando cada detalle del plan. Algunos escribieron cartas para sus familias, otros rezaron en silencio. Todos sabían que el día siguiente podía ser el último, pero también sabían que había causas por las que valía la pena morir. Cuando comenzó a amanecer, Villa se levantó y miró hacia el horizonte donde el sol comenzaba a pintar el cielo de colores dorados y rojizos.

 En pocas horas, don Aurelio Mendoza iba a descubrir que había cometido el error más grande de su vida. Muchachos, dijo Villa mientras se ajustaba el sombrero, que nadie diga que Pancho Villa no cumple sus promesas. Hoy la justicia va a llegar a Satebó. El sol apenas comenzaba a calentar la tierra cuando Villa y sus cinco hombres disfrazados se acercaron a la hacienda El Maisal Dorado.

 Habían transformado su apariencia por completo. Villa llevaba un traje de comerciante próspero, sombrero de fieltro y una sonrisa falsa que ocultaba la tormenta que rugía en su interior. Sus hombres parecían arrieros y cargadores, con la ropa polvorienta y las manos callosas de quienes se ganaban la vida con trabajo honesto.

 Desde la distancia, Villa pudo ver el espectáculo más desgarrador que había presenciado en años de revolución. En los campos de maíz, decenas de mujeres trabajaban bajo el sol inclemente y, efectivamente cada una de ellas tenía una cadena de hierro que las mantenía atadas a estacas clavadas en la tierra.

 Las cadenas eran lo suficientemente largas para que pudieran moverse entre los hurcos, pero no lo suficiente para que pudieran escapar o siquiera alejarse de su sección asignada. Las mujeres trabajaban en silencio, arrancando mazorcas con movimientos mecánicos como autómatas programados para la cosecha. Algunas tenían vendas en las muñecas donde las cadenas habían cortado la piel, otras cojeaban visiblemente y todas llevaban en el rostro esa expresión de resignación que solo viene después de años de sufrimiento. Don Aurelio Mendoza

paseaba a caballo entre los surcos, gordo y sudoroso, con una reata en la mano que usaba para asusar a cualquier mujer que considerara que trabajaba demasiado lento. Su risa sádica resonaba entre las milpas cada vez que alguna de las mujeres tropezaba o se quejaba. Buenos días, don Aurelio”, gritó Villa desde la entrada del campo, interpretando su papel de comerciante con maestría. “Vengo de Durango.

 Me dijeron que usted tiene el mejor maíz de todo Chihuahua.” Don Aurelio detuvo su caballo y se acercó con la arrogancia típica de quien está acostumbrado a ser adulado. “Comerciante, eh, pues tiene razón, forastero. Mi maíz es el mejor de todo el norte. ¿Cuánto está dispuesto a pagar? Eso depende de la calidad, respondió Villa desmontando de su caballo.

 ¿Me permite inspeccionar la mercancía? Por supuesto, por supuesto, dijo don Aurelio, claramente emocionado por la posibilidad de una venta grande. Venga, le voy a mostrar las mazorcas más hermosas que haya visto en su vida. Mientras don Aurelio guiaba a Villa entre los surcos, presumiendo de su cosecha, el revolucionario observaba con horror creciente el estado de las mujeres.

 Podía ver las marcas de látigo en los brazos descubiertos, las cadenas que habían dejado heridas profundas en tobillos y muñecas, la desesperación silenciosa en cada rostro. “¿Y estas mujeres?”, preguntó Villa señalando a las trabajadoras. Son sus empleadas. Don Aurelio soltó una carcajada que sonó como el grasnido de un sopilote. Empleadas, no, mi amigo.

 Estas son las mujeres del pueblo. Durante la cosecha todas tienen que contribuir al bienestar de la comunidad. Es una tradición muy antigua. Entiendo, dijo Villa controlando la furia que amenazaba con explotar. Y las cadenas. Ah, eso. Don Aurelio se encogió de hombros como si fuera lo más natural del mundo.

 Es para evitar que se distraigan las mujeres, ya sabe usted, son como niños. Si no las vigila, se van a estar paseando por ahí en lugar de trabajar. En ese momento, una muchacha joven que no podía tener más de 17 años se desplomó en el surco. El calor, el trabajo extenuante y las cadenas finalmente habían vencido su resistencia.

 Don Aurelio inmediatamente espoleó su caballo hacia ella. “¡Levántate, huevona!”, gritó levantando la reata. Aquí no se viene a dormir. Pero antes de que el látigo pudiera tocar la piel de la muchacha, Villa lo detuvo con una mano de hierro. ¿Qué hace?, preguntó don Aurelio sorprendido. Me preguntaba lo mismo, respondió Villa, y en su voz había un tono que hizo que todos los trabajadores del campo voltearan a verlo.

 ¿Qué hace un hombre golpeando a una muchacha indefensa? Don Aurelio trató de zafarse, pero la mano de Villa era como un tornillo de banco. Suélteme, forastero. Usted no entiende cómo funcionan las cosas por aquí. Creo que entiendo perfectamente, dijo Villa y mientras hablaba, hizo una seña casi imperceptible con la mano libre. Como si hubieran brotado de la tierra misma, los hombres de villa aparecieron desde todas las direcciones.

 Rodolfo y su grupo surgieron de entre las milpas del lado este, Manuel y los suyos del lado oeste, y todos convergieron hacia donde estaba Villa con don Aurelio. ¿Qué? ¿Qué está pasando? balbuceo don Aurelio, su rostro poniéndose primero rojo, luego pálido. Lo que está pasando, dijo Villa quitándose el sombrero de comerciante y dejando ver su rostro verdadero, es que Pancho Villa llegó a Satebó a hacer justicia.

 El nombre golpeó a don Aurelio como un rayo. Sus ojos se abrieron de par en par y por primera vez en años conoció el miedo verdadero. “Muchachos!”, gritó Villa a sus hombres, “Liberen a estas mujeres inmediatamente.” Los revolucionarios se dispersaron por el campo, sacando herramientas para romper las cadenas. En pocos minutos, todas las mujeres estaban libres y muchas de ellas lloraban de alivio y gratitud.

 Don Aurelio Mendoza, dijo Villa acercándose al patrón que temblaba como chihuahua mojado, usted está arrestado por crímenes contra la humanidad, esclavitud, violación y abuso de poder. Esto es un error, gritó don Aurelio. Yo tengo derechos, tengo dinero, tengo influencias. Lo único que tiene, respondió Villa, es una cita con la justicia.

 Los hombres de villa ataron a don Aurelio y lo llevaron al centro del pueblo, donde se había reunido una multitud. Toda la comunidad estaba ahí, hombres, mujeres, niños, ancianos. Todos querían ver cómo terminaba la historia de su tirano. Villa se subió a una caja de madera que alguien había colocado en el centro de la plaza. Ciudadanos desatebó.

 Hoy es un día histórico. Hoy vamos a hacer justicia. La multitud rugió su aprobación, pero Villa levantó la mano pidiendo silencio. Pero antes de que se haga justicia, don Aurelio va a confesar todos sus crímenes y las mujeres que él ha torturado van a testificar contra él. Una por una, las mujeres se acercaron a contar sus historias.

 Remedios habló de las cadenas, de las horas bajo el sol, de los latigazos. Carmen contó cómo había sido violada por don Aurelio cuando tenía apenas 15 años. Esperanza describió las humillaciones, los tocamientos, el terror constante. Con cada testimonio, don Aurelio se encogía más y más. Ya no era el tirano arrogante de la mañana.

 Era un hombre quebrado, enfrentando por primera vez las consecuencias de sus actos. “¿Qué tienes que decir en tu defensa?”, preguntó Villa. Yo yo solo hacía lo que hacen todos los patrones, murmuró don Aurelio. Mentira, gritó Villa. Los patrones justos pagan salarios justos. Los patrones justos no encadenan a las mujeres como animales.

 Los patrones justos no violan a las muchachas. La multitud comenzó a gritar pidiendo justicia. Algunas voces pedían que lo colgaran, otras que lo fusilaran. Pero Villa volvió a pedir silencio. La justicia no es venganza, dijo. La justicia es que este hombre pague por sus crímenes de manera que nunca más pueda lastimar a otra mujer.

 Don Aurelio fue condenado a muerte por un jurado improvisado compuesto por las propias víctimas. Pero antes de la ejecución, Villa ordenó que fuera paseado por todo el pueblo con un cartel que decía: “Yo, Aurelio Mendoza, abusé de las mujeres de Satebó y las traté como esclavas. Al final, don Aurelio fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento formado por los esposos y hermanos de las mujeres que había torturado.

 Murió como había vivido, como un cobarde, llorando y suplicando perdón que ya no podía ser otorgado. Antes de partir, Villa distribuyó entre las familias del pueblo todo el dinero que encontró en la hacienda de don Aurelio. También repartió las tierras entre los campesinos que las habían trabajado durante años sin recibir nada a cambio.

Las mujeres de Satebó nunca más trabajarían encadenadas. Compadre, haz clic en el video de abajo porque cada semana te traigo nuevas historias de como Pancho Villa hizo justicia en México. historias reales que te van a poner los pelos de punta y te van a recordar que la justicia siempre encuentra su camino, aunque tenga que llegar montada a caballo y con pistola en mano. No.