“El regalo de mi vecina” – Por Camila Rivas
Vivo en un barrio tranquilo desde hace más de cinco años. Un lugar donde todos se conocen, donde el sonido de los perros ladrando o los niños jugando es parte del paisaje cotidiano. Pero desde el verano pasado, todo cambió. Y si hoy me atrevo a contar esto, no es para buscar consuelo, sino para advertir: no todo lo que se ofrece con una sonrisa es inofensivo.
Mi nombre es Camila, tengo 34 años y trabajo como diseñadora gráfica desde casa. No soy muy sociable, pero siempre he sido cordial con los vecinos. Especialmente con doña Matilde, una mujer mayor que vivía sola frente a mi casa. Siempre vestida de negro, con una mirada que podía helarte si te detenías demasiado en sus ojos. Aun así, era amable, y durante años no tuve más que saludos y breves charlas con ella.
Todo comenzó un día de calor sofocante. Estaba en mi jardín cuando Matilde se acercó con una pequeña caja envuelta en papel rojo opaco. Me dijo que había preparado algo para mí, un regalo, una especie de “protección” para la casa. Me pareció un gesto extraño pero inocente, así que lo acepté. No lo abrí de inmediato. Lo dejé sobre la mesada de la cocina y continué con mi día.
Esa noche, soñé que estaba atrapada en mi propia casa. Las ventanas estaban tapiadas, las paredes rezumaban una sustancia oscura, y en el centro de la sala, la caja roja brillaba intensamente. Me desperté sudando, con el corazón latiendo como si hubiese corrido una maratón. Fui a la cocina, y ahí estaba: la caja, intacta. Pero ahora… parecía ligeramente más grande. ¿Me lo había imaginado?
Pasaron los días y los sueños se hicieron recurrentes. Siempre aparecía la caja. Siempre había algo dentro que no podía ver del todo, como si el interior se ocultara con una neblina oscura. Una madrugada, después de otro de esos sueños, desperté con la caja abierta sobre la mesa, aunque juro que jamás la toqué. En su interior, solo había un pequeño objeto negro, como un trozo de carbón, pero caliente al tacto. En cuanto lo toqué, escuché un grito… dentro de mi cabeza.
A la mañana siguiente, decidí devolverle la caja a Matilde. Crucé la calle con pasos firmes, tratando de no parecer alterada. Pero al tocar la puerta, nadie respondió. Golpeé varias veces. Nada. Fue entonces que el vecino de al lado me miró extrañado y se acercó. “¿Estás buscando a Matilde? Ella falleció hace más de dos semanas”, dijo como si fuese algo normal.
Mi cuerpo se quedó paralizado. “No puede ser… ayer mismo me dio esto”, balbuceé. Él me miró serio. “Camila… su hija vino a limpiar la casa y dejó algunas de sus cosas. Pero doña Matilde está muerta. Murió el 3 de enero.”
Volví a casa con las piernas temblorosas. ¿A quién le había abierto la puerta? ¿Quién me entregó esa caja?
Desde ese día, el ambiente en casa se volvió irrespirable. Olores a podrido que surgían sin razón, sombras que se movían en los rincones, y siempre, siempre, el maldito objeto negro apareciendo en distintos lugares. Lo tiré al tacho de basura. Al día siguiente estaba sobre mi cama. Lo enterré en el patio. Reapareció en la ducha. Comencé a escuchar voces que no podía ubicar. Me hablaban. Susurraban mi nombre, como si esperaran algo de mí.
Una noche, decidí quemarlo. Fui al fondo del jardín con una pala y una lata de alcohol. Lo arrojé al fuego mientras rezaba, aunque no soy creyente. El fuego se tornó azul por un instante, luego explotó. Me desperté al día siguiente en el suelo, con un zumbido en los oídos y el rostro cubierto de ceniza. El objeto ya no estaba. Por primera vez en semanas, sentí alivio.
Pero fue efímero.
Esa misma noche, escuché cómo alguien bajaba las escaleras de mi casa. Vivo sola. Tomé un cuchillo de la cocina y recorrí cada rincón. Nadie. Pero en el comedor, la caja roja había vuelto. Cerrada. Impecable. Como el primer día.
Ya no tengo dudas. Lo que sea que vino con ella está anclado a mí. Intenté mudarme, pero los mismos fenómenos me persiguen. Cambié de ciudad. Nada cambió. Consulté a curanderos, a psicólogos, a parapsicólogos. Algunos me trataron de loca, otros simplemente me dijeron que ya era tarde.
Hoy vivo en soledad. Mis amigos se alejaron. Mis padres no me llaman. Algo en mi presencia los incomoda. Lo veo en sus ojos. Como si yo ya no fuera solo Camila.
Y aún la escucho.
Matilde. Sus pasos frente a mi casa. Su voz, diciéndome que acepte el regalo. Que ahora soy “parte del círculo”. Que el regalo no fue un presente, sino una ofrenda.
A veces, me pregunto si estoy viva. O si esto es algún tipo de purgatorio.
Pero hay algo que sí sé con certeza: nunca aceptes regalos que no pediste. Porque algunos regalos no se pueden devolver.
Y lo peor… es que terminás pagando con algo más que tu cordura.
El Regalo de mi Vecina – Parte II: El Círculo Inquebrantable
Después de todo lo que sucedió, me di cuenta de que ya no era la misma. Algo dentro de mí había cambiado. No podía verlo, pero lo sentía. La paz que una vez conocí, la tranquilidad de mi hogar, ya no existían. Mi casa se había convertido en una prisión, y yo, su prisionera. A pesar de los esfuerzos por huir, por mudarme a otro lugar, las sombras seguían persiguiéndome. Como si el “regalo” de Matilde hubiera marcado mi destino de una forma irreversible.
La sensación de estar observada nunca me dejó. Y no solo en mi casa. En la calle, en la tienda, incluso cuando estaba en la biblioteca, siempre había algo, una presencia invisible que acechaba, esperando. No podía escapar de ella. Mis pensamientos se volvían cada vez más erráticos. Las voces que susurraban mi nombre se intensificaban en las noches, hasta que ya no pude diferenciarlas de mis propios pensamientos. Cada sonido, cada susurro, cada sombra, me decía lo mismo: “Eres parte del círculo.”
Intenté hablar con algunos amigos, pero algo había cambiado en mi comportamiento. Mi angustia era palpable, mi desesperación, contagiosa. Ellos ya no me reconocían, y lo que es peor, comenzaban a evitarme. No podía culparlos. Sabía que algo me había transformado, pero no sabía cómo explicarlo. No sabía qué estaba pasando dentro de mí. Los curanderos, los psicólogos, los parapsicólogos que consulté no tenían respuestas. Algunos me decían que todo era producto de mi imaginación, que había sido un trauma psicológico. Otros, los más sinceros, me miraban con temor, como si supieran que había algo en mí que ya no estaba bien, algo que ni ellos podían comprender.
Esa sensación de estar atrapada en un ciclo interminable comenzó a corroer mi alma. Ya no me sentía parte de este mundo. Vivir en el presente se volvió insoportable, y el futuro me aterraba más que nunca. Pero lo peor de todo fue cuando los recuerdos de Matilde comenzaron a resurgir con más intensidad. Esa vieja mujer, con su rostro extraño, esa mirada penetrante, su voz que siempre decía lo mismo: “Acepta el regalo. Eres parte del círculo.” Su presencia era más constante que nunca. Podía escucharla en el silencio, en los susurros del viento, en los pasos que resonaban en mi mente.
Una noche, después de una semana en la que no había descansado, decidí enfrentarme a la verdad. Me armé de valor, tomé una linterna y me dirigí al patio trasero. Mi objetivo era claro: destruir todo lo que me uniera a Matilde, a ese círculo maldito. Fui al mismo lugar donde había enterrado el objeto negro, el trozo de carbón que nunca pude deshacerme de. Cavé frenéticamente, mi mente desbordada por la paranoia. Cuando el metal de la pala golpeó algo duro, mi corazón latió con fuerza.
Al sacar el objeto de la tierra, lo vi. El trozo de carbón, pero ya no era el mismo. Ahora brillaba débilmente, como si tuviera vida propia. Mi cuerpo se paralizó. No podía dejar de mirarlo. El terror me invadió al darme cuenta de que, aunque lo enterré, el objeto nunca había dejado de estar allí. Como si se hubiera alimentado de mi miedo, de mi angustia, de mi desesperación.
Lo tomé con una mano temblorosa. Fue cuando sentí la presión en mi pecho nuevamente. El sonido de los pasos, los susurros, la presencia de Matilde. Algo me susurraba al oído: “Ahora eres parte del círculo. Ya no puedes escapar.”
Lo arrojé al fuego, sin pensar. No me importaba lo que pasara, solo quería terminar con todo esto. El fuego brilló intensamente, más allá de lo normal. Durante un breve segundo, la llama se tornó de un color azul eléctrico, casi cegadora. Sentí un estremecimiento en todo mi cuerpo, un dolor punzante, y luego… todo se apagó. El fuego murió. Y el objeto desapareció.
Cuando desperté, no estaba en el patio trasero. Estaba en mi cama, cubierta de sudor y ceniza. Miré mi reloj. Era de mañana. Pero algo estaba mal. La sensación de estar atrapada se había intensificado. Y entonces, lo vi. La caja roja. La caja que Matilde me había dado, estaba sobre mi mesa de noche. Cerrada, intacta, como si nunca hubiera dejado de estar allí.
El miedo se apoderó de mí nuevamente. La caja… ya no era solo un regalo. Era una prueba. Una cadena que no podía romper. Cuando la abrí, sentí que el aire se volvía más denso, y una voz, esta vez clara y directa, me habló desde dentro de la caja.
—Te lo dije, Camila. Eres parte del círculo. No puedes volver atrás.
Me giré, esperando ver a Matilde frente a mí, pero no había nadie. La voz, esa voz, provenía de dentro de mí.
Todo se desmoronó. La luz de mi casa comenzó a parpadear. Las sombras se alargaban y se retorcían. Matilde nunca se fue. Ella había quedado atrapada en el círculo, y ahora yo también lo estaba. Ya no era solo su espíritu lo que me perseguía, sino el mismo círculo de oscuridad que había creado, un ciclo de maldad que no podía escapar.
Al día siguiente, escuché los pasos en la calle frente a mi casa. Vi la sombra de alguien acercarse lentamente. Sabía que, como todos los demás antes de mí, había sido marcada. Y que, en algún momento, alguien más tendría que hacerse cargo del regalo.
La maldición era ahora mía. Y no podía romperla.
Porque no todos los regalos se pueden devolver. Y no todo lo que se ofrece con una sonrisa es inofensivo.
El Regalo de Mi Vecina – Parte II: La Ofrenda del Círculo
El peso de lo que había vivido me consumía poco a poco, pero no fue hasta esa noche que comprendí que no podía escapar de lo que Matilde había iniciado. La casa ya no era un lugar donde vivir; se había convertido en un espacio claustrofóbico, donde las paredes respiraban con un aire denso, como si toda la estructura estuviera viva y consciente de mi presencia. Y aunque había intentado todas las formas posibles de librarme de la caja roja, sentía que algo en mí, algo profundo, ya no pertenecía al mundo real.
La gente a mi alrededor comenzó a alejarse, a evitarme, y sus miradas ya no eran las mismas. Mis padres, quienes siempre me habían visitado, dejaron de llamarme. Cada vez que tomaba el teléfono, notaba una frialdad en sus voces, como si temieran algo que no podían explicar. Pero lo que más me aterraba era la sensación constante de ser observada. Ya no se limitaba al día; las sombras se alargaban aún en pleno sol, y las voces, siempre susurrando mi nombre, aumentaban en volumen cada noche.
El objeto negro ya no estaba en mi casa. No en la forma que lo había conocido, al menos. Pero las huellas de su presencia eran inconfundibles. A veces lo sentía sobre la mesa del comedor, otras veces bajo mi cama, en el armario, o incluso en los rincones oscuros de la cocina. El círculo estaba tomando forma, y yo era parte de él. Pero no lo entendía completamente, ni cómo había llegado hasta este punto.
La llamada de la madrugada fue lo que finalmente rompió la última capa de cordura que me quedaba. Estaba acostada, exhausta de días interminables sin sueño, cuando el teléfono sonó a las tres de la mañana. No era el sonido normal, ni el tono familiar. Era una llamada distorsionada, con estática, como si la voz que venía del otro lado estuviera atrapada en algún tipo de dimensión alterna.
—Camila… —dijo una voz suave, casi susurrante, pero inconfundiblemente la voz de Matilde—. Es tu turno.
Me levanté de la cama, casi sin conciencia de lo que estaba haciendo, y miré hacia el pasillo. Las luces parpadeaban, y el aire olía a humedad y algo más, algo podrido. Algo enfermo. De pronto, sentí que el tiempo se detuvo. Miré hacia la entrada y vi que la puerta de la sala estaba entreabierta. Como si alguien me estuviera esperando.
Avancé hacia allí, cada paso más pesado que el anterior, hasta llegar a la mesa del comedor. La caja roja estaba ahí. Cerrada, intacta.
Me acerqué, y algo dentro de mí me impulsó a abrirla. Lo que vi dentro no era el objeto negro. En su lugar, había una figura. Una figura humana, envuelta en una tela negra, con los ojos cerrados, como si estuviera dormida o inconsciente. Pero algo no estaba bien. Al acercarme, la tela se levantó por sí sola, revelando una cara… la mía. Mi rostro, igual al que veía en el espejo, pero con una expresión vacía, hueca. Como si estuviera muerta.
El aire en la habitación se volvió más denso, más espeso. Las paredes comenzaron a crujir, y los susurros aumentaron. “Es tu turno” resonó en mi cabeza. El miedo me paralizó, pero fue cuando vi una mano, pequeña, de niña, salir de dentro de la caja, que mi mente se rompió por completo.
De repente, la caja se cerró de golpe. Todo quedó en silencio, pero el silencio fue peor que el ruido. El mal había tomado forma.
Aterrada, traté de huir. Corrí hacia la puerta, pero cuando la abrí, todo lo que vi fue oscuridad. La calle frente a mi casa, que antes estaba iluminada, ahora era solo un vacío negro, impenetrable. Sentí como si algo me estuviera arrastrando hacia ese abismo, hacia una oscuridad que no podía comprender. Las voces se agolpaban en mi cabeza. “Parte del círculo. Ya es tarde.”
Caí de rodillas en la entrada, mi mente destrozada por el miedo. En ese momento, entendí la verdad: no estaba en el mundo real. La caja roja no era solo un objeto, ni una simple ofrenda. Era un portal, un vínculo entre mi mundo y el mundo al que había sido arrastrada por Matilde. El círculo no solo era una condena para mí, sino para todos los que aceptaron lo que no pidieron.
Desperté en la misma cama, con el rostro empapado en sudor frío. Todo parecía normal, pero al mirar la mesa del comedor, vi la caja nuevamente. Cerrada, impecable, esperando. Esta vez, sin siquiera tocarla, supe lo que debía hacer.
Fui al patio trasero, y con manos temblorosas, cavé un hoyo profundo. Mi única esperanza era que si lo enterraba lo suficientemente profundo, tal vez el círculo me dejaría ir. Colocando la caja en la tierra, la cubrí rápidamente. Pero algo en mí sabía que no terminaría ahí. Algo me decía que mientras existiera, el círculo siempre volvería.
Pasaron semanas. Los susurros ya no me despertaban, pero nunca se fueron. Cuando miraba a los ojos de la gente, veía algo diferente en ellos. Era como si me reconocieran, pero a la vez, no. Algo en mi presencia los incomodaba. Sentía que ya no pertenecía a este mundo.
Hoy, años después, sigo viviendo en ese barrio tranquilo, pero la paz nunca volvió. Cada vez que alguien nuevo llega a mi vecindad, veo en sus ojos la misma ansiedad, el mismo miedo que tuve yo. ¿Habrá más víctimas de Matilde? ¿O es que ya todos estamos atrapados en el mismo ciclo, buscando una salida que no existe?
A veces, me pregunto si estoy realmente viva o si esto es solo un purgatorio eterno. Pero una cosa es cierta: el círculo nunca olvida. Y yo, ahora, soy parte de él.
El Regalo de mi Vecina – Parte III: El Último Ciclo
El tiempo, por extraño que parezca, comenzó a desdibujarse en mi vida. Las estaciones pasaban sin que yo pudiera distinguirlas del todo. Los días se convertían en un borrón gris, entrecortado por momentos de terror y la constante sensación de que algo me acechaba, algo que nunca podría evitar. Los susurros ya no solo me hablaban por las noches, sino durante todo el día, como una melodía incesante que se colaba en mis pensamientos, taladrando mi mente.
En ocasiones, veía a los nuevos vecinos que llegaban al barrio. Sus ojos se encontraban con los míos, y en sus miradas, veía algo familiar: el mismo miedo, la misma duda. No podía evitarlo. Era como si la maldición de Matilde, esa presencia invisible, se hubiera infiltrado en todos los rincones del barrio. Y aunque trataba de no involucrarme con ellos, algo me empujaba a acercarme, a hablarles, a advertirles.
Fue una tarde cálida, casi al atardecer, cuando el hombre que acababa de mudarse al lado de mi casa vino a saludarme. Llevaba una pequeña caja envuelta en papel rojo opaco. No me sorprendió. Algo en mi interior ya lo sabía. Sonrió amablemente, pero en sus ojos había una sombra, una especie de desesperación contenida que me recordó demasiado a lo que había experimentado.
—Camila, pensé en ti cuando vi esto en una tienda del centro —dijo, sin saber que sus palabras ya estaban marcadas por la condena. Extendió la caja hacia mí. “Es un regalo… para la protección de tu casa.”
Lo miré, y todo mi ser gritó en advertencia. Ya no podía seguir ignorando la verdad. El círculo se estaba cerrando, y ahora era su turno.
En un impulso que no pude controlar, me aparté de él, el miedo recorriéndome como un torrente. Mi cuerpo comenzó a temblar, y las sombras parecieron alargarse de inmediato, rodeándonos. El sonido de los susurros se hizo más fuerte en mi cabeza, como un coro de voces ahogadas, mientras mis ojos se fijaban en la caja que el vecino aún sostenía.
Lo miré fijamente, y fue como si todo se detuviera en ese instante. Las palabras salieron de mis labios sin que pudiera detenerlas:
—No… no aceptes el regalo.
El hombre se quedó paralizado, su rostro reflejando confusión y miedo, pero al mismo tiempo, parecía ser incapaz de soltar la caja. Algo lo atraía hacia ella, algo que ni él ni yo comprendíamos por completo. Vi su mano temblando ligeramente al aferrarse más fuerte a la caja, como si una fuerza invisible lo controlara.
—No… —repetí, acercándome, luchando por hablar. —¡Es una maldición! ¡No puedes…!
Antes de que pudiera terminar la frase, el hombre me miró con una extraña sonrisa, y sus ojos brillaron con un destello que me heló la sangre. El aire a nuestro alrededor se volvió espeso, y un sonido grave, como un susurro antiguo, recorrió el viento.
Entonces, la caja se abrió por sí sola.
En ese momento, la misma sensación de oscuridad que había experimentado antes me invadió, pero esta vez con más fuerza. La caja no solo contenía objetos, no solo era un recipiente. Era un portal. Y de su interior comenzó a salir algo, algo oscuro y viscoso, como si la misma sombra que había estado acechando mi vida durante meses se desbordara y tomara forma. El hombre, ahora completamente inmóvil, comenzó a murmurar palabras incomprensibles, como si fuera poseído por la entidad que había estado tras de mí.
De repente, la figura de Matilde apareció. No la mujer amable que conocí años atrás, sino algo mucho más oscuro. Su rostro era solo una máscara deformada, con ojos vacíos que reflejaban una desesperación infinita. La figura caminó lentamente hacia mí, y su presencia fue como una presión física sobre mi pecho.
Y entonces, comprendí la verdad por completo.
Matilde nunca había sido humana. Ella era una entidad, una sombra que tomaba la forma de personas muertas, absorbiendo sus recuerdos, sus vidas, sus almas. Ella había creado un círculo, un vínculo que no podía romperse, y yo, como todos los demás antes de mí, era solo un peón en su juego.
“Acepta el regalo,” susurró Matilde, su voz arrastrándose en mis oídos. “Eres parte de nosotros ahora. El círculo es tuyo. Siempre lo será.”
El hombre junto a mí cayó de rodillas, su cuerpo se retorció, pero no hubo gritos. Solo silencio. Cuando miré hacia él, su rostro ya no era el mismo. Estaba vaciado, como si su alma hubiera sido extraída por completo, dejando solo un cascarón vacío.
Fue entonces cuando entendí que nada de lo que había experimentado era real en el sentido que yo conocía. Todo esto, la caja, el regalo, Matilde, el círculo… era un ciclo que se repetía, una maldición que se pasaba de una persona a otra, y cada nuevo ser caía en la misma trampa, condenada a vivir una vida marcada por la sombra.
Ahora era mi turno.
Me giré para huir, pero el aire me apresó. No había salida. Estaba atrapada. La casa, la vecina, el regalo, todo había sido parte de esta red, y ahora yo era la próxima en ser absorbida por la oscuridad que Matilde había traído al mundo.
Al fin comprendí. No era un purgatorio. Era una condena infinita, donde las almas atrapadas buscaban nuevas víctimas, nuevas almas a las que devorar.
La caja roja, el regalo, ya no era un objeto. Era el ancla de la maldición, el lazo que unía el mundo de los vivos con el de los muertos. Y no importa cuántas veces tratemos de escapar, siempre regresa. Siempre vuelve.
Y ahora, yo también formaba parte de él.
El círculo nunca se rompe.
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