El sonido del teléfono de Anna sonó con suavidad, pero su mente estaba ocupada con algo mucho más urgente. Con un ligero suspiro, se apoyó en la puerta de su apartamento y volvió a marcar el número de Boris. Su marido había estado distante y cada vez más irritable últimamente, y ella lo sabía. Pero nunca le había dado mucha importancia. Había aprendido a callar, a ceder, a ser la esposa perfecta que su madre le había aconsejado ser.

“Estás completamente segura de que no necesitas nada de la tienda?”, le había preguntado él antes de irse.

“No, no, vete ya”, le había respondido él con rapidez, casi con impaciencia.

Anna había guardado el silencio y se había dirigido a la tienda con la intención de preparar una cena especial para él. Quería complacerlo, quería que todo estuviera perfecto. El salmón con limón y romero, y el pastel de la receta de su suegra. Pero, cuando llegó a la caja, se dio cuenta de que había olvidado la cartera. Suspiró con frustración y decidió llamarlo, pero Boris no contestó.

“¿Qué será tan urgente?”, pensó, molesta por su desinterés.

Con un paso decidido, se dirigió a casa, pero lo que ocurrió en el umbral del apartamento la dejó helada. La voz de Boris, clara y audible, provenía del interior. Lo que estaba escuchando la congeló, se quedó parada en el pasillo, incapaz de moverse.

—Sí, lo he pensado todo. Casi he vuelto a registrar el apartamento, solo falta transferir el dinero —escuchó decir a Boris, y esas palabras resonaron en su cabeza.

“¿Apartamento? ¿Dinero?” Anna sintió como si su mundo se derrumbara. El dolor y la confusión la invadieron rápidamente.

—Claro que hay un riesgo —continuó él—. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Ella no sospecha nada. Es tranquila, lo aguantará todo.

Las palabras de Boris, llenas de desdén y desprecio, calaron hondo en Anna. Él no solo hablaba de ella con indiferencia, sino que planeaba su futuro con otra mujer. Un futuro del que ella no formaba parte.

—Por cierto, sobre el viaje. Volemos a París, como querías. En cuanto todo esté arreglado. Pasearemos por los Campos Elíseos. Cómprate algo bonito —dijo Boris, sin saber que Anna estaba escuchando.

La verdad la golpeó como una ola de hielo. Sin que Boris la viera, ella se apartó de la puerta y se escondió detrás de la esquina, incapaz de asimilar lo que acababa de oír. Necesitaba procesarlo, pero el dolor la hacía tambalear.

Finalmente, Boris salió al pasillo sin notar su presencia y pasó por delante de ella como si nada hubiera pasado. Se adentró en la sala, y Anna, temblando por dentro, salió de su escondite. Sin rumbo, salió del edificio y caminó sin rumbo fijo por la calle. Ya no le importaban las compras, ni el salmón, ni la cena. Solo quería entender qué había pasado.

En el parque, se sentó en un banco, cubriéndose la cara con las manos, ahogando las lágrimas que, por orgullo, había intentado contener. Estaba rota, destrozada, incapaz de entender cómo había llegado hasta ahí.

Tomó su teléfono y, después de un largo rato, decidió llamar a su amiga Irina. No quería estar sola con su dolor. Irina la escuchó, preocupada, y le sugirió que fuera a su casa. “Ven a mi casa”, le dijo, y Anna, después de un rato, aceptó.

Habló con Irina durante horas, desahogándose, sintiendo que, de alguna manera, el peso de la revelación comenzaba a aligerarse. Pero, cuando regresó a su casa, la realidad la esperaba. Boris, como siempre, la recibió con su actitud despectiva.

—¿Dónde has estado? ¡Yo estoy aquí con hambre y tú vagando por ahí!

Anna, sin decir una palabra, se dirigió a la cocina. La ira se acumulaba dentro de ella, pero se controló. No iba a darle el gusto de verla perder los estribos. Tomó el salmón, lo preparó con tranquilidad, mientras Boris se hundía en el sofá frente al televisor, ignorando todo lo que sucedía.

Al día siguiente, Anna decidió que ya no podía seguir ignorando la verdad. Se tomó el día libre con el pretexto de no sentirse bien y empezó a investigar. Revisó todos los documentos, sus cuentas bancarias, y encontró algo que había estado oculto durante mucho tiempo: la correspondencia con un abogado sobre el divorcio y la división de bienes. Boris ya lo había planeado todo. Había comenzado su vida con otra mujer, mientras ella aún estaba atrapada en una mentira.

Con el corazón lleno de determinación, Anna empezó a actuar. Ya no iba a ser la esposa sumisa que siempre había sido. Tomó el control de su vida, y sabía que las decisiones que tomara a partir de ahora cambiarían todo.

Al mirarse al espejo esa mañana, no vio a la mujer que había sido hasta entonces. Ahora veía a una mujer decidida a recuperar su dignidad y su libertad. El final de un capítulo y el comienzo de una nueva vida.

El Despertar de Anna

Pasaron apenas unos días, pero para Anna fue como si hubiera cruzado un océano emocional. En silencio, fue trazando su plan. Cada mañana, se levantaba antes que Boris, preparaba el desayuno como siempre, y mantenía una sonrisa que no llegaba a los ojos. Él, satisfecho con su rutina y su supuesta superioridad, no sospechaba nada.

Lo que no sabía era que Anna ya había contactado a un abogado. El mismo con el que él había intercambiado correos, pero que ahora, al conocer la verdadera historia, decidió apoyar a Anna en su defensa.

Una tarde, mientras Boris estaba en el trabajo, Anna empacó una maleta con lo esencial. Pero no se fue. No aún. Tenía algo más que hacer.

Fue a ver a la madre de Boris.

Aunque la relación nunca fue cálida, Anna sabía que la verdad debía salir a la luz.

—Quiero que escuche esto —dijo, sacando su teléfono y reproduciendo una de las grabaciones que había hecho días antes.

La suegra, al principio escéptica, palideció al oír la voz de su hijo, hablando con frialdad de la “transferencia” del apartamento, del viaje a París, de cómo Anna “aguantaría todo porque siempre lo hacía”.

—No estoy aquí para buscar su aprobación —dijo Anna, con firmeza—. Solo quería que lo supiera. Me voy. Y lo haré en paz, sin arrastrar rencores… pero con los ojos abiertos.

Esa noche, cuando Boris llegó a casa, Anna lo esperaba sentada en la sala. En la mesa, un sobre con documentos. Su rostro era sereno, pero sus ojos tenían una luz nueva.

—¿Qué es esto? —preguntó él, despectivo.

—Mi respuesta —dijo ella con calma—. A todo.

Cuando Boris abrió el sobre y vio los papeles de divorcio, la notificación del banco congelando las cuentas conjuntas y una carta de su abogado, su rostro cambió.

—¿Qué demonios es esto, Anna?

—Esto es lo que pasa cuando tratas a una mujer como si fuera invisible. Cuando olvidas que una sonrisa no siempre significa debilidad. Te lo dije una vez, ¿recuerdas? Que si alguna vez perdía todo, solo me quedaría a mí misma. Y ahora, eso me basta.

Boris comenzó a gritar, a lanzar reproches, pero Anna ya no lo escuchaba. Se levantó con elegancia, tomó su maleta y caminó hacia la puerta.

—Ah, por cierto —dijo antes de salir—. No te molestes en buscarme. En el acuerdo, tú te quedas con lo que has construido. Y yo… con lo que voy a construir a partir de ahora.

Cerró la puerta con suavidad.

Al día siguiente, Anna amaneció en un pequeño departamento que había rentado a su nombre. Con vista al mar. El primer lugar que, en mucho tiempo, era solo suyo.

Encendió el hervidor, preparó té, y sonrió. No porque todo estuviera resuelto. Sino porque, por primera vez, todo lo que venía estaba por escribirse… en sus propios términos.

Final: El Renacer de Anna

Un año después…

Anna caminaba por un sendero de piedra junto a un jardín lleno de lavandas. Vestía un vestido blanco sencillo, el cabello suelto al viento, y en sus ojos brillaba una luz serena, distinta, plena.

Estaba en un pequeño pueblo costero donde había empezado de cero. Allí abrió una casa de té con libros y flores, algo que siempre había soñado cuando era joven, pero que había enterrado por “prioridades”. Su negocio se llamaba “Luz Interior”.

Al principio, vivió con lo justo. Aprendió a hacer sus propias cuentas, a vender, a promocionar. Y también aprendió a estar sola… sin sentirse sola.

En la pared de su local colgaba una fotografía antigua: una mujer joven sirviendo té, sonriente. No era Anna. Era su madre, que había muerto cuando ella era niña. Una forma de recordarse de dónde venía, y hacia dónde iba.

Una tarde, mientras cerraba el local, escuchó una voz familiar:

—¿Anna?

Se giró y se encontró con la mirada de Julia, una vieja amiga de su juventud, quien había perdido contacto con ella durante su matrimonio. Se abrazaron con fuerza, entre lágrimas.

—¿Dónde estuviste todo este tiempo? —preguntó Julia, emocionada.

—Perdiéndome —respondió Anna con una sonrisa—. Y luego… reencontrándome.

Julia le contó que muchos del antiguo círculo se habían enterado de su divorcio, pero nadie sabía exactamente qué había pasado. Algunos creían que Anna había “perdido todo”.

—¿Perder? —dijo Anna, sirviéndole una taza de té—. No perdí nada que valiera conservar. Solo hice espacio… para lo que sí importa.

A lo lejos, en una banca, un joven pintor que solía pasar cada tarde por la tienda y saludarla, la observaba en silencio. Anna le devolvió la mirada y sonrió. No con prisa. No con necesidad. Sino con apertura. Porque ahora sabía que el amor no debía doler, ni exigir sacrificios silenciosos.

Esa noche, en su diario, escribió:

“No soy la mujer que se fue. Tampoco soy la mujer que aguantó.
Hoy, soy la mujer que se eligió.
Y eso lo cambia todo.”

Cerró el cuaderno, apagó la luz, y al meterse en la cama, por primera vez en muchos años, durmió profundamente… en paz.