Durante 17 años, mamá Ebi nunca dijo una palabra a sus hijos.
Ni un susurro. Ni siquiera en sus cumpleaños.
Ni siquiera sabían cómo sonaba su voz.

Los llevaba a la escuela.
Cocinaba sus comidas.
Estaba presente… pero distante.

Pero nunca habló.
Su primer hijo, Obok, ahora de 17 años, estaba cansado.
Cansado del silencio. Cansado de las preguntas.

“¡¿Eres realmente nuestra madre?!” una vez gritó.
Ella no respondió. Solo parpadeó… y se limpió una lágrima.
Summi, la segunda, tenía 14 años.
Se mantenía en silencio, asustada.
Temerosa de que algún día ella también cayera en el silencio.

Gogo, la más pequeña, con 8 años, siempre intentaba hacer reír a mamá.
Caras divertidas. Chistes tontos.
Pero mamá nunca sonreía. Solo miraba… como alguien atrapado en un recuerdo demasiado profundo para escapar.

Su casa estaba en silencio.
Pero afuera, el pueblo estaba lleno de vida.
Niños jugaban. Los coches pasaban. El viento silbaba.
¿Pero la voz de mamá Ebi? Nunca se había oído.
Les dejaba notas cuando era necesario.
Asentía. A veces, incluso lloraba en silencio, tras las puertas cerradas.

Los aldeanos tenían sus historias.
Algunos decían que no siempre había sido así.
Otros creían que había perdido su voz.
Otros pensaban que había perdido la razón.
Pero nadie sabía realmente la verdad.

Entonces, una tarde, Obok les dijo a sus hermanos:
“El tío Sula dijo que mamá solía cantar para papá… todas las noches.”
Esa única frase los sacudió.
Si ella solía cantar, entonces algo debía estar mal.
Esa tarde, las nubes se reunieron.
La lluvia cayó, fuerte, ruidosa, como una advertencia.
De repente, mamá Ebi corrió hacia la ventana.
Se quedó allí, congelada, mirando cómo caía la lluvia.
Pasaron 30 minutos.
Ella no se movió.
Solo… lágrimas cayendo por sus mejillas.
Summi fue la primera en notarlo.
“¿Mamá?” susurró Gogo, acercándose a ella.
Aún… no hubo respuesta.
“Mamá, por favor, di algo. ¿Qué pasa?”
Pero ella no habló.

Miraba afuera, como si viera a alguien en la lluvia.
Luego, sus labios se movieron, como si quisiera gritar.
Y, justo así…
Se dio la vuelta y corrió hacia su habitación.

Golpeó la puerta con fuerza… y la cerró con llave rápidamente.
Los niños se quedaron paralizados.

Summi susurró: “¿Qué vio?”
Obok se levantó, confundido… y asustado.
La casa quedó en silencio.

Mamá Ebi se encerró dentro.
Los niños se quedaron en la sala, confundidos y asustados.
Su madre no dijo ni una palabra.

Era como si… hubiera visto algo en la lluvia.
Obok se acercó de puntillas a la ventana y miró afuera.
Pero no había nada, solo gotas de lluvia cayendo y destellos de relámpagos.
Caminó hacia su habitación y se quedó en silencio frente a la puerta.

Fue entonces cuando lo escucharon…
A su madre… llorando.
No era un sollozo silencioso.
Era profundo, amargo, desgarrador.
Los niños se miraron entre sí, y sin decir una palabra, comenzaron a llorar también.
El dolor de su madre les rompió el corazón.
Su llanto se hizo más fuerte.

Más fuerte… hasta que mamá Ebi los escuchó.
Se detuvo.
Luego, lentamente, se levantó y desbloqueó la puerta.
Y por primera vez en sus vidas… ella los abrazó.

Con fuerza.
Luego, con los labios temblorosos, susurró sus nombres:
“Obok… Summi… Gogo… los amo.”
Los niños se quedaron congelados. Por primera vez, su madre les había hablado.
Mamá Ebi los sentó, con los ojos aún mojados.
“No guardé silencio porque los odiara,” dijo.
“Guardé silencio… porque este mundo ha sido cruel conmigo.”
“Fui víctima de las circunstancias. Ustedes me recuerdan todo lo que perdí.”
Respiró hondo, luego comenzó…

“Hace diecisiete años, me casé con el amor de mi vida.
Su nombre era Itoro.
Antes de casarnos, Itoro me amaba profundamente.
Era todo lo que nunca tuve, mi padre, mi madre, mi amigo.

Crecí sin conocer a mis padres.
Pero Itoro llenó ese vacío.
Él me cuidó…
Pagó mis cuentas.
Me envió a la escuela.

Me dio todo, todo.
Incluso prometió no tocarme hasta después de nuestra boda.
La noche de nuestra boda, estábamos tan felices.

Estaba lloviendo.
Y bailamos y jugamos bajo la lluvia como dos niños enamorados y despreocupados.
Cuando finalmente entramos, seis hombres aparecieron de las sombras.
Dijeron que me querían.
Itoro se paró frente a mí y dijo, ‘Sobre su cadáver.’
Luchó con ellos… luchó con todas sus fuerzas.

Pero entonces, uno de ellos sacó un arma.
Y justo ante mis ojos…
Lo mataron.

Grité.
Rogué.
Pero no tuvieron piedad.
Hicieron cosas que nunca olvidaré.

Vi a mi esposo morir con los ojos abiertos.
Y esa noche, mi voz también murió.
Juró no volver a hablar… hasta que viera a Itoro en la otra vida.”
Hizo una pausa, las lágrimas inundaron sus mejillas.
“Unos meses después, descubrí que estaba embarazada…

Pero no era de Itoro.
Era de esos hombres.
El dolor era demasiado. Estuve tentada a acabar con todo…
Pero algo dentro de mí susurró, ‘Sigue adelante.’
Y así fue como naciste tú, Obok.

Después de que naciste, las cosas empeoraron. Alimentarme se convirtió en una lucha.
Conocí a un hombre que ofreció dinero… pero me aprovechó. Así llegó Summi.
Para Gogo… volví a tener esperanza. Quería amor.
Pero conocí a un mentiroso. Dijo que me amaba, me pidió que quedara embarazada primero.
Y una vez lo hice… desapareció.”

Se desplomó llorando.
“Cada vez que llueve, recuerdo esa noche en la que perdí a Itoro.
Por eso he estado en silencio.”
Los niños lloraron con ella.
Luego, mamá Ebi los abrazó cerca y dijo:

“No serán víctimas como yo.
Ningún ojo malvado los verá.
No sufrirán dolor.
He llevado el dolor… para que ustedes vivan.
Ustedes son bendecidos, mis hijos.
Y que mi Dios los mantenga a salvo.”

El abrazo de mamá Ebi a sus hijos los dejó sin palabras. Obok, Summi y Gogo no sabían cómo reaccionar, pero todos podían sentir el alivio en el aire, como si finalmente la grieta entre ellos y su madre se hubiera cerrado, aunque no sabían si eso significaba que todo iba a mejorar o si aún quedaban más secretos por descubrir.

Después de todo lo que mamá Ebi les había contado, de lo que había vivido, las palabras de consuelo que brotaron de su madre no parecían suficientes para sanar el dolor que ella misma había llevado durante tanto tiempo. La revelación de que ella había sido una víctima, que había perdido todo, les hizo darse cuenta de cuán fuertes y valientes eran, pero también de cuán vulnerables y asustados estaban.

Obok, con los ojos llenos de lágrimas, fue el primero en hablar:

Mamá… no sabíamos todo esto… pero ahora entiendo por qué no hablabas.

Mamá Ebi lo miró, con la mirada triste pero llena de una ternura inexplicable.

Lo siento, hijo. Pensé que al callar, los protegería a todos. Pero lo único que hice fue hacerles daño.

Summi, con su alma sensible y a veces reservada, se acercó a mamá Ebi y la abrazó. A pesar del dolor y el miedo, ella siempre había sentido que su madre necesitaba más que sus palabras, que solo a través de gestos simples de amor podrían sanar el silencio que las había rodeado.

No importa, mamá. Estamos juntos. Eso es lo que importa.

Gogo, la más pequeña, aunque todavía no comprendía toda la magnitud de la tragedia de su madre, también se acercó y abrazó a su mamá. Había sido la más feliz de todos, porque aunque su madre nunca le mostró una sonrisa, había aprendido a buscarla en los momentos pequeños, en el roce de la mano, en las miradas.

Te queremos mucho, mamá. —susurró Gogo, y mamá Ebi no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas.

En ese momento, algo dentro de ella se rompió por completo. Ya no había más silencio entre ellos. El peso de años de dolor, de secretos guardados, de traumas reprimidos, finalmente había sido liberado. El amor de sus hijos era lo único que ella necesitaba para seguir adelante.

Después de un largo rato en silencio, con la familia finalmente reunida y abrazada, mamá Ebi se levantó y les sonrió por primera vez en muchos años.

Sé que no será fácil. Pero he decidido luchar por ustedes. No quiero que vivan en el miedo que yo viví. Ustedes merecen ser libres, ser felices, y yo voy a asegurarme de que eso suceda.

Obok, que había sido el más rebelde, el más desconfiado, la miró con una mezcla de admiración y esperanza.

Lo haremos juntos, mamá. Ya no estamos solos.

A partir de ese momento, mamá Ebi sabía que ya no podía vivir solo en el pasado. El dolor seguía siendo parte de ella, pero ya no sería lo único que definiera su vida. Sus hijos, con su amor y apoyo, eran su razón para seguir adelante. Había perdido a Itoro, pero ahora había ganado algo aún más grande: el amor de sus hijos.


Dos semanas después…

La familia de mamá Ebi estaba cambiando. Aunque las cicatrices del pasado seguían siendo profundas, había una sensación de unidad que nunca antes habían experimentado. Obok había comenzado a abrirse más con su madre, compartiendo sus preocupaciones y sueños. Summi había comenzado a hablar más, dejando atrás su miedo. Gogo, siempre llena de vida, comenzó a ser el faro de luz que mantenía la familia unida.

Una tarde, después de la escuela, Obok se acercó a su madre con una sonrisa tímida.

Mamá, hay algo que quiero preguntarte.

Ella lo miró y le dio su atención plena.

¿Qué pasa, hijo?

¿Puedo aprender a cantar? —dijo, avergonzado, mirando al suelo. — Quiero que sepas que no solo tú tienes esa habilidad. Yo también quiero cantar como papá lo hacía, aunque ya no esté.

Mamá Ebi se quedó en silencio, sorprendida por la pregunta. Recordaba cómo, antes de todo lo ocurrido, Itoro solía cantarles todas las noches. Ese era un recuerdo que ella había guardado en lo más profundo de su corazón, uno que nunca había compartido con nadie. Sin embargo, al ver la luz en los ojos de su hijo, entendió que tal vez era el momento de revivir esa tradición.

Sí, Obok, claro que sí. —respondió con una sonrisa, una que hacía tiempo no mostraba. — Voy a enseñarte, y juntos haremos que las canciones de papá sigan vivas.

Los días siguientes estuvieron llenos de risas, canciones, y una nueva promesa: nunca más vivirían en el silencio ni en el dolor del pasado. Había una nueva vida por delante, y mamá Ebi sabía que, aunque el camino sería difícil, lo caminarían juntos, como familia.