Un encuentro inesperado

El tren silbó a lo lejos, anunciando su inminente partida. El andén de la pequeña estación rural hervía de bullicio: cestos de frutas, gallinas en cajas, maletas viejas y niños correteando entre las piernas de los adultos. Yo venía de la ciudad, con una bolsa de provisiones para los vecinos del pueblo, cuando todo cambió en un instante.

—¡Por favor, llévatelo! —Una mujer, con el rostro desencajado y el cabello revuelto, se abalanzó sobre mí, empujándome una maleta de cuero gastada y un niño de cabellos dorados y ojos enormes—. Te lo ruego, ¡no tengo otra salida!

Casi se me cae la bolsa de pan y dulces que llevaba. —¿Perdón? ¿Me confunde con alguien? No la conozco…

—Se llama Misha. Tiene tres años y medio —dijo, apretando mi manga con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos—. En la maleta está todo lo que necesita. ¡No lo abandones!

El pequeño se aferró a mi pierna, mirándome con ojos tan grandes y tristes que sentí un nudo en la garganta. Tenía un rasguño en la mejilla y el pelo revuelto. —¡No puede estar hablando en serio! —Intenté zafarme, pero la mujer ya nos empujaba hacia el vagón.

—¡No hay tiempo para explicar! —gritó, la desesperación temblando en su voz—. ¡No tengo salida, entiéndalo! ¡Ninguna!

La multitud nos arrastró dentro del tren. Giré la cabeza para buscarla, pero ella se quedó en el andén, tapándose la cara con las manos. Vi cómo las lágrimas le corrían entre los dedos.

—¡Mamá! —gritó el niño, intentando correr hacia la puerta. Lo retuve instintivamente.

El tren arrancó con un tirón brusco. La figura de la mujer se fue haciendo cada vez más pequeña hasta perderse en la penumbra del atardecer.

Nos acomodamos como pudimos en un banco. El niño se acurrucó contra mí, sollozando bajito, y yo, con la maleta pesando en el regazo, solo podía preguntarme qué clase de locura era aquella. ¿Un juego? ¿Una trampa? Pero el niño era real, cálido, olía a champú y galletas.

—Tía, ¿mamá va a venir? —me preguntó con voz temblorosa.

—Sí, cariño. Seguro que sí —mentí, acariciándole el pelo.

Los otros pasajeros nos miraban con curiosidad. Una joven con un niño desconocido y una maleta vieja: era un espectáculo poco común.

Durante todo el trayecto, la pregunta no me abandonó: ¿qué debía hacer? ¿Llevarlo a la policía? ¿Buscar a la madre? Pero, sobre todo, ¿qué había en aquella maleta tan pesada?

Un nuevo comienzo

Al llegar al pueblo, Peter, mi marido, estaba apilando leña en el patio. Al verme bajar del autobús con el niño, se quedó petrificado.

—Masha, ¿de dónde ha salido?

—No de dónde, sino quién. Te presento a Misha —respondí, sin saber cómo empezar a explicar.

Mientras preparaba una papilla para el niño, le conté todo a Peter. Él frunció el ceño, se frotó el puente de la nariz, como hacía siempre cuando pensaba mucho.

—Tenemos que llamar a la policía. Ya.

—¿Y qué les digo? —repliqué—. ¿Que una desconocida me dio un niño y una maleta en la estación, como quien regala un cachorro?

—¿Entonces qué propones?

Misha devoraba la papilla, manchándose la barbilla. Comía con ansia, pero con modales: sujetaba la cuchara con firmeza, sin hacer ruido. Un niño bien educado.

—Al menos veamos qué hay en la maleta —sugerí, señalándola.

Sentamos a Misha frente al televisor y pusimos “¡Vaya, vaya, conejito!” para distraerlo. Peter abrió la maleta con cautela.

Ambos contenimos el aliento. Dinero. Montones de fajos de billetes, envueltos con bandas de banco.

—Dios mío —susurró Peter.

Tomé un fajo al azar. Billetes de cinco mil rublos, cien por paquete. Conté por encima: al menos treinta fajos iguales.

—Quince millones —murmuré—. Peter, esto es una fortuna.

Nos miramos, atónitos. Y luego miramos al niño, que reía viendo cómo el lobo perseguía al conejo.

Decisiones difíciles

La solución la trajo Nikolai, un viejo amigo de Peter, que vino a visitarnos una semana después. Tomamos té y hablamos largo rato.

—Podéis registrarlo como niño abandonado —sugirió, rascándose la calva—. Como si lo hubierais encontrado en la puerta. Conozco a alguien en servicios sociales que puede ayudar con los papeles.

Eso sí, requeriría… ciertos gastos de gestión.

Para entonces, Misha ya se había adaptado. Dormía en nuestra habitación, en la vieja cama plegable de Peter, desayunaba gachas con mermelada, corría tras las gallinas en el patio.

Les puso nombre a todas: Pestrushka, Chernushka, Belyanka. Pero por las noches, a veces, lloriqueaba llamando a su mamá.

—¿Y si aparecen sus padres? —dudé.

—Si aparecen, pues ya veremos. Ahora el niño necesita un techo y comida caliente.

En tres semanas, los papeles estaban listos. Mikhail Petrovich Berezin: oficialmente nuestro hijo adoptivo. A los vecinos les contamos que era nuestro sobrino, huérfano de un accidente. Usamos el dinero con cuidado: primero, ropa nueva para Misha, luego libros, bloques de construcción, un patinete.

Peter insistió en arreglar la casa: el tejado goteaba, la estufa echaba humo.

—Por el niño lo hago —gruñía, clavando tejas—. Para que no coja frío.

Creciendo juntos

Misha creció como la hierba tras la lluvia. A los cuatro años ya conocía todas las letras; a los cinco, leía y sumaba. Anna Ivanovna, la maestra, se asombraba:

—¡Están criando un prodigio! Este niño debería estudiar en la ciudad, en una escuela especial.

Pero nosotros temíamos la ciudad. ¿Y si alguien lo reconocía? ¿Y si esa mujer cambiaba de opinión y lo buscaba?

Finalmente, a los siete años, cedimos y lo inscribimos en la mejor escuela de la ciudad. Lo llevábamos y traíamos a diario; por suerte, el dinero alcanzó para comprar un coche modesto. Los profesores lo elogiaban sin cesar.

—¡Su hijo tiene memoria fotográfica! —decía la de matemáticas.

—¡Y su pronunciación en inglés es impecable, como nativo! —añadía la de idiomas.

En casa, Misha ayudaba a Peter en el taller. Mi marido abrió un pequeño negocio de carpintería y fabricaba muebles por encargo. El niño podía pasar horas tallando animales de madera.

—Papá, ¿por qué todos los niños tienen abuelas y yo no? —preguntó una noche.

Peter y yo nos miramos. Habíamos ensayado esa respuesta.

—Murieron hace mucho, hijo, cuando eras muy pequeño.

Él asintió serio y no preguntó más. Pero a veces lo veía observando nuestras fotos familiares en silencio.

El joven prodigio

A los catorce años, Misha ganó la olimpiada regional de física. A los dieciséis, profesores de la Universidad Estatal de Moscú vinieron a reclutarlo para cursos avanzados. Decían: “Talento natural, el futuro de la ciencia, un posible Nobel”.

Yo lo miraba y seguía viendo al niño asustado de la estación. ¿Estaría viva su madre? ¿Pensaría en él?

Una tarde, recibí una carta extraña, sin remitente, solo mi nombre escrito con letra temblorosa. Dentro, una hoja doblada y una foto vieja: Misha, con apenas un año, en brazos de una mujer joven, sonriente.

La carta decía:

“Gracias por cuidar de él. No podía hacer otra cosa. Si algún día pregunta, dile que lo amé más que a nada en el mundo. No podía darle la vida que merecía, pero tú sí. Perdóname.”

Lloré en silencio, acariciando la foto.

El secreto revelado

El verano de su decimoséptimo cumpleaños, Misha recibió una invitación extraña: una carta formal, con membrete de un bufete internacional. Lo citaban a una notaría en Moscú para la lectura de un testamento.

—¿De qué se trata, mamá? —preguntó, intrigado.

—No lo sé, hijo. Pero iremos juntos.

Viajamos a Moscú, nerviosos. En la notaría nos recibió un abogado elegante.

—Señor Mikhail Berezin, ha sido citado como heredero universal de la fortuna de Anatoli Vronsky.

—¿Quién? —pregunté, confundida.

El abogado nos mostró documentos: Vronsky, magnate petrolero, uno de los hombres más ricos del país. Según el testamento, Misha era su único hijo legítimo, fruto de una relación secreta con una joven que desapareció años atrás.

—Todo fue organizado para protegerlo —explicó el abogado—. Su madre temía por su vida y la del niño. Por eso recurrió a usted, confiando en su bondad.

Misha se quedó en silencio largo rato. Luego me miró, con lágrimas en los ojos.

—¿Eso significa que tú no eres mi madre?

Lo abracé con fuerza.

—No te di la vida, hijo. Pero te di mi corazón. Y eso nadie te lo puede quitar.

Misha lloró en mi hombro, como aquel niño de tres años y medio en la estación.

Un nuevo destino

La noticia sacudió nuestras vidas. Llamadas de periodistas, ofertas de entrevistas, abogados y banqueros. Misha, siempre humilde, rechazó el lujo y decidió seguir estudiando física.

Peter y yo volvimos al pueblo, a nuestra casa sencilla. Misha nos visitaba cada mes, trayendo regalos, ayudando en el taller, jugando con los nietos de los vecinos.

Un día, me senté con él bajo el viejo manzano.

—¿Te arrepientes de cómo fue tu infancia? —le pregunté.

—Nunca, mamá —respondió, sonriendo—. Tuve todo lo que necesitaba: amor, trabajo, valores. El dinero no cambia eso. Ustedes son mi familia.

Suspiré, aliviada.

—¿Nunca quisiste buscar a tu madre biológica?

Misha asintió, pensativo.

—A veces. Pero sé que hizo lo que pudo. Y gracias a ella, llegué a ti.

Nos quedamos en silencio, viendo cómo el sol se ponía tras los campos dorados.

Epílogo

Hoy, Misha es un científico reconocido. Ha donado gran parte de su herencia a escuelas rurales y orfanatos. Peter y yo envejecemos tranquilos, orgullosos de nuestro hijo, el niño de la estación.

A veces, cuando camino por el andén, creo ver a una mujer entre la multitud, observándonos desde lejos. Quizás sea solo mi imaginación, pero me gusta pensar que, dondequiera que esté, la madre de Misha sabe que su hijo fue amado, protegido y feliz.

Y así, una decisión desesperada en una estación de tren cambió para siempre el destino de tres vidas.