La última vez que alguien vio a la familia Escalante Baeza fue el lunes 3 de agosto de 1992 en las afueras de Hermosillo, Sonora. Eran las 7:20 de la mañana cuando el motor del Jeep gris modelo Cherokee arrancó. Martín Escalante, 44 años, condujo con firmeza. A su lado, su esposa Julia del Carmen Baun, acomodaba un cuaderno de notas en el tablero.
Detrás, el pequeño Damián, de 8 años, iba dormido aún con una sudadera celeste apoyada en su mejilla y una figura de San Miguel Arcángel colgando del cuello. El plan era claro, recorrer las barrancas del cobre durante 3 días como cierre de las vacaciones escolares. Martín, empleado de una firma minera, conocía la región. Tenía contactos, mapas, permisos. No era un improvisado.
Esa era la promesa que hizo a Julia, quien dudaba de emprender el viaje con su hijo. Pero él insistió, “Será nuestra última aventura antes de volver al trabajo.” La jornada transcurrió sin señales de alarma. Pasaron por Nakorichico al mediodía y cargaron gasolina en un puesto cercano a Guachochi.
Uno de los despachadores recordaría luego que el niño tenía una gorra roja y que preguntaba por las águilas. Nadie más los vio. Según el reporte de la Policía Estatal, abierto 15 días más tarde tras la denuncia de la madre de Julia, el último rastro comprobable fue una llamada telefónica desde un caserío en Batopilas. Martín solicitó hablar con un tal Germán, pero no se pudo rastrear más.
La desaparición oficial se registró el 18 de agosto. Fue entonces cuando la hermana de Julia, al notar que no habían regresado ni contestaban llamadas, contactó a la policía local. Se pensó en un accidente, una caída en alguno de los acantilados, un error de cálculo en las rutas. Se activaron los primeros operativos con helicópteros y voluntarios.
La Comisión Estatal de Derechos Humanos se sumó considerando que había un menor de edad implicado, pero no hubo resultados. La vastedad de la sierra Taraumara, sus cañones y senderos, tragaba cualquier esperanza con la misma violencia con la que el viento arrastraba las hojas de los expedientes policiales que con el tiempo quedaron archivados.
Los días se volvieron semanas, las semanas meses, y los rostros de Martín, Julia y el pequeño Damián se diluyeron de los noticieros. Para la mayoría se trataba de otro caso de turistas extraviados, una tragedia de montaña, otra cifra. Pero entre quienes conocían a la familia, algo no cuadraba. Julia jamás se hubiera adentrado sin respaldo.
Martín tenía una agenda meticulosa y Damián era un niño protegido. La falta de pistas concretas sembró la sospecha. Un robo, un ajuste de cuentas, un engaño. Las primeras hipótesis apuntaron a la posibilidad de que hubieran sido asaltados. La ruta hacia Urique, sobre todo los tramos más aislados, era conocida por su peligro.
Algunos rumores indicaban presencia de grupos armados en esa época. Otros hablaron de bandas dedicadas al tráfico de personas, pero no había pruebas, solo conjeturas y el silencio. En la declaración más cruda de la hermana de Julia, recogida en el expediente, hay una frase que permaneció durante años sin respuesta.
Si están muertos, al menos quiero enterrarles. Si están vivos, quiero saber quién les obligó a callar. La búsqueda oficial se prolongó menos de lo que se esperaba para una familia completa. Tras los primeros operativos, la intensidad decreció. En octubre de 1992, el gobierno estatal declaró la investigación en pausa por falta de indicios.
Las carpetas de la fiscalía quedaron abiertas, pero sin personal asignado de forma constante. Las imágenes de los tres desaparecidos dejaron de circular. Solo en el comedor de la señora Amalia Baesa, madre de Julia y abuela de Damián, permanecieron colgadas las fotografías enmarcadas junto a una veladora perpetua. Años después, la cera había ennegrecido la estampa del niño.
Entre 1993 y 1995 se recibieron tres llamadas anónimas en la línea de atención estatal. Una voz masculina decía haber visto a un hombre parecido a Martín en el paso, Texas. Otra llamada apuntaba a que el niño estaba vivo y había sido visto en Ciudad Juárez. Ninguna de las pistas condujo a nada concreto.
La investigación cruzó información con autoridades norteamericanas, pero no hubo resultados. La policía archivó los reportes bajo el rótulo de testimonios no verificados. En 1997, la señora Amalia viajó hasta Batopilas con un reportero de radio local. Quería reconstruir la última ruta conocida. Caminó entre barrancos, preguntó a guías, mostró fotografías de su hija y de su nieto.
La mayoría negaba haberles visto. Algunos con compasión simplemente bajaban la mirada. Otros advertían. En esa época había gente peligrosa en los caminos. Mejor no remover. El expediente de los Escalante Baesa siguió acumulando polvo. En 2001 fue oficialmente catalogado como desaparición múltiple sin elementos probatorios.
La familia recibió una indemnización simbólica por parte del Estado como parte de un programa piloto para casos no resueltos. Amalia la rechazó públicamente. “No quiero dinero. Quiero saber quién fue”, declaró ante una periodista de la crónica de Sonora. El tiempo siguió su curso. La tecnología avanzó. Los métodos forenses se actualizaron, pero el caso no fue reabierto.
Entre 2007 y 2012 surgieron foros en línea sobre desaparecidos en el norte de México. En uno de ellos, un usuario anónimo publicó un mensaje en 2010. El silencio no borra el crimen. Busquen donde el río arranca la tierra. Nadie respondió. El comentario fue eliminado poco después por los moderadores por considerarlo sensacionalista.
Sin saberlo, era la primera vez que alguien se refería, aunque de forma críptica, al lugar real donde yacían las pistas. Entretanto, quienes conocieron a Martín y Julia los daban por muertos. Pero con Damián surgía una duda persistente. En todos los informes forenses tempranos se dejaba constancia de que no se había hallado ningún resto infantil, ni prendas pequeñas, ni objetos que pertenecieran a un niño.
El jeep nunca apareció. La única pertenencia familiar conocida, una fotografía escolar de Damián, fue hallada en casa de Amalia. Ningún documento adicional fue localizado. En 2013, la Fiscalía Estatal comenzó a revisar antiguos casos de desaparición con nuevo software de rastreo digital. El caso Escalante Baesa volvió a figurar en una base de datos.
Un funcionario menor adscrito al archivo histórico, notó una coincidencia en coordenadas. Un informe meteorológico de 1992 reportaba una tormenta repentina en el área baja del río Urique el mismo 3 de agosto. Pero esa pista tampoco fue procesada. Fueron 23 años de conjeturas, 23 años de veladoras encendidas, de oraciones sin respuesta, de fotos amarillentas y nombres que ya no resonaban en la prensa ni en las comisarías.
La señora Amalia murió en 2014 sin saber la verdad. Fue enterrada con un pequeño crucifijo de su nieto entre las manos. El caso dormía hasta que la tierra, como si respondiera a las palabras que nadie había querido leer, decidió abrirse. El 21 de junio de 2015, las lluvias de temporada en la sierra Taraumara habían sido más intensas de lo habitual.
Durante tres noches consecutivas, la tormenta desbordó los arroyos secundarios del río Urique, arrastrando ramas, sedimentos, piedras y parte de los antiguos bordes de la barranca. El domingo por la mañana, Benicio Duarte, un guía de montaña local, nacido y criado en el municipio de Urique, fue contratado junto a otros dos hombres por una empresa de ecoturismo que planeaba abrir un nuevo sendero hacia la zona baja de la barranca.
Su tarea era simple, explorar la accesibilidad de un antiguo tramo olvidado marcado en un viejo mapa con la leyenda Refugio del Rincón. Aquella área inaccesible durante años se había despejado en parte gracias al deslizamiento de Tierra. Al tercer día de exploración, en un tramo húmedo y resbaladizo junto al río, Venicio pisó una superficie blanda y cedió el terreno.
El desprendimiento dejó al descubierto una cavidad entre las piedras. Dentro, algo brilló brevemente bajo la luz difusa del mediodía, una evilla oxidada. Al apartar ramas y piedras con las manos, descubrió una maleta de cuero endurecido por la humedad. La textura ya no era cuero, era corteza marchita curtida por décadas de presión, raíces y agua.
Benicio llamó a sus compañeros. Entre los tres arrastraron con cuidado la maleta hacia una zona seca. no se atrevieron a abrirla en ese instante. Uno de ellos, por precaución, tomó una fotografía y la envió a un conocido en la policía municipal. Dos horas después llegó una patrulla. Fue entonces cuando se abrió la maleta entre el murmullo nervioso de los presentes.
Dentro, lo primero que apareció fue un trozo de tela gris con manchas oscuras secas, luego una pequeña chaqueta infantil rasgada en los bordes y una cédula de identidad casi intacta. En la fotografía, un niño con expresión seria y cabello lacio. Damián Escalante Baesa decía el nombre junto a la fecha de nacimiento, 4 de febrero de 1984.
Abajo, como si alguien lo hubiera colocado con delicadeza dentro de la bolsa, había una cantimplora metálica abollada en la base, grabado con un punzón improvisado M escalante. El hallazgo obligó a activar de inmediato el protocolo estatal para escenas de posible crimen. El lugar fue acordonado. Equipos forenses del estado de Chihuahua, en coordinación con especialistas enviados desde Hermosillo, comenzaron el trabajo de excavación lenta en torno a la cavidad.
En menos de 24 horas, el hallazgo inicial creció en gravedad. A menos de 1 metro de profundidad hallaron restos óseos esparcidos en un patrón irregular, como si hubieran sido colocados a la fuerza o enterrados sin orden. Dos cráneos humanos, uno fracturado, aparecieron en extremos opuestos, entre ellos una cuerda desilachada, semidescompuesta, con restos de cabello adheridos.
Junto a un muslo parcialmente fosilizado, un cuchillo militar cubierto de óxido y con rastros de sangre seca en la empuñadura. En la parte más profunda sobresalía lo que parecía ser una suela de zapato infantil, aunque el cuero se deshacía al tacto. No se halló ninguna estructura ósea menor que pudiera asociarse de forma concluyente a un niño.
La noticia corrió primero de forma local. Restos humanos hallados tras deslave en Urique. En un principio, los medios hablaron de un hallazgo arqueológico o restos de migrantes extraviados. Pero el 24 de junio, un reportero de investigación, Ramiro Luéano, publicó en un blog especializado una imagen filtrada de la cédula de identidad.
La fotografía del niño y el nombre Damián Escalante Baonficientes para reabrir heridas antiguas. El apellido Escalante había sido mencionado más de 20 años antes en la prensa sonorense en el contexto de una desaparición sin resolver. Luéano cruzó los datos con los archivos hemerográficos de la crónica de Sonora y publicó posible conexión entre hallazgo en la Barranca de Urique y el caso Escalante Baeza, desaparecidos en 1992.
La Fiscalía Estatal respondió con un comunicado ambiguo. Reconocía la presencia de restos humanos, pero sin confirmar la identidad. Sin embargo, en los pasillos de la Dirección General de Servicios Periciales ya se manejaba una hipótesis prioritaria. Los cuerpos eran de Martín y Julia. El niño seguía sin aparecer.
El cuchillo hallado fue trasladado al laboratorio central. Tras un tratamiento químico para eliminar óxidos, se identificaron rastros de sangre en el mango y el filo. La tipificación genética se logró en 10 días. Coincidía con un perfil masculino adulto. Paralelamente, los restos óseos fueron sometidos a pruebas de ADN mitocondrial.
Para confirmar la identidad, fue necesario exhumar los restos de la madre de Julia, fallecida en 2014. La coincidencia fue concluyente. Uno de los esqueletos pertenecía a Julia del Carmen Baeza, el segundo conjunto de huesos, según comparación con una muestra genética obtenida de un hermano de Martín, aún vivo, correspondía a él.
No hubo coincidencias con ADN infantil. Este vacío generó más preguntas que respuestas. En las maletas había ropa de niño, una cédula de identidad, incluso restos de una gorra infantil con letras rojas casi borradas. Pero no había rastro biológico de Damián, ni un diente, ni un hueso, ni una hebra de cabello.
A medida que se difundía la historia, la opinión pública comenzó a presionar. Programas de televisión retomaron el caso como símbolo de impunidad y negligencia. En paralelo, grupos ciudadanos iniciaron una campaña con la consigna. ¿Dónde está Damián? El 2 de julio se reveló otro elemento clave. En la base del cuchillo bajo la empuñadura estaba grabada con letras irregulares la sigla GCV.
La Fiscalía de Sonora identificó al único individuo vinculado a las iniciales y con historial de contacto con Martín Escalante en 1992. Germán Contreras Valtierra era guía turístico acreditado con antecedentes por estafa y amenazas. El expediente original de 1992 lo mencionaba como deudor de Martín, aunque su nombre había sido descartado por falta de pruebas, nunca se lo localizó.
Una nueva revisión del archivo reveló un detalle olvidado. El día 4 de agosto de 1992, un testigo aseguró haber visto a Germán en la zona de Batopilas conduciendo un jeep gris. El testimonio recogido por un oficial auxiliar nunca se integró oficialmente al expediente. El 7 de julio se emitió una orden de localización internacional contra Germán. No obstante, ya era tarde.
Había fallecido en 2007 en un hospital de Texas por causas naturales. Su acta de defunción, obtenida con ayuda de autoridades norteamericanas confirmaba su identidad. En sus últimos años había vivido con una mujer mayor bajo un nombre falso, Ramón Valtierra. Nunca fue investigado, jamás rindió declaración. El caso dio un giro inesperado el 15 de julio cuando una llamada llegó desde Brownsville, Texas.
Un hombre de 31 años que se identificó como Daniel B. Aseguró haber visto su nombre, Damián Escalante Baesa, en una nota de prensa compartida por un amigo. No recordaba sus primeros 8 años de vida con claridad. Fue adoptado informalmente por una pareja de granjeros en 1993 cerca de McAlen. No tenía papeles, había crecido con otro apellido.
Dudaba, pero algo en su interior se quebró al ver la cantimplora con el nombre grabado. La prueba de ADN se realizó en Houston. El resultado fue rotundo. Coincidencia total con los restos de Martín y Julia. Daniel era Damián. La fiscalía convocó a una rueda de prensa el 29 de julio. Entre las cámaras, micrófonos y fotógrafos, Damián se presentó.
Llevaba una camisa blanca, barba descuidada y un rosario entre los dedos. habló en voz baja, pero cada palabra se clavó en los presentes como un golpe. Me arrancaron a mis padres, pero no lograron borrar quién soy. La confirmación de identidad por ADN, difundida el 28 de julio de 2015, sacudió con fuerza al sistema institucional de justicia y puso en evidencia no solo una cadena de negligencias, sino un vacío moral que ningún informe oficial podía justificar.
Damián Escalante Baeza, el niño que la fiscalía había dado por muerto desde 1992, sin hallar nunca sus restos, estaba vivo y con él regresaba también una verdad incómoda. Durante 23 años, el Estado no lo había buscado, lo había olvidado. Los titulares de los medios lo apodaron el hijo de la tierra, el niño silenciado o el testigo imposible.
Pero él, Damián, no encajaba en ninguna etiqueta. A sus 31 años había vivido una vida entera con otro nombre, otra nacionalidad, otro pasado que no era suyo. Había sido criado por una familia campesina del sur de Texas que, según se confirmaría más adelante, lo recibió de manera informal a través de un hombre que dijo llamarse Ramón en un punto no oficial de la frontera cerca de Roma, Texas.
La pareja, una mujer estéril de mediana edad y su esposo falleció años antes sin dejar documentos sobre la adopción. Damián creció sin saber nada, con apenas fragmentos vagos de un pasado que su memoria no lograba reconstruir. Tras la prueba de ADN fue trasladado a México bajo protección estatal.
El reencuentro con lo que quedaba de su linaje fue desolador. Todos sus abuelos habían muerto. Los hermanos de Martín se negaron a hablar con la prensa. Solo una prima lejana de Julia en silencio, lo abrazó durante una rueda de prensa sin cámaras. El primero de agosto en Hermosillo, Damián se reunió por primera vez con la fiscal especial asignada al caso reabierto.
Lo acompañaron dos psicólogas forenses, un abogado estatal y un traductor voluntario, pues Damián comprendía el español, pero se le dificultaban ciertos giros coloquiales y términos legales. En esa primera sesión se plantearon las líneas clave: identificar la ruta del crimen, reconstruir la relación entre Martín Escalante y Germán Contreras Valtierra y esclarecer el destino de Damián tras el asesinato.
Las autoridades presionadas por la opinión pública y la cobertura internacional que había adquirido el caso, asignaron presupuesto prioritario al equipo forense. Se creó un grupo mixto con antropólogos, criminólogos, peritos en criminalística histórica y expertos en adopciones ilegales transfronterizas. La hipótesis oficial era simple en apariencia, pero extremadamente difícil de probar con precisión.
Germán Contreras planeó el crimen para saldar una deuda con Martín, asesinó a los padres, ocultó los cuerpos y vendió al niño. Las pruebas contra Germán comenzaron a multiplicarse. Archivos rescatados de 1992. revelaron que había trabajado con Martín en al menos tres expediciones turísticas privadas organizadas desde Hermosillo.
Documentos bancarios de aquella época mostraban transferencias de pequeñas sumas de dinero entre ambos. Un correo manuscrito fechado en mayo del 92, hallado entre los papeles de Martín en un archivo familiar, decía, “Germán, otra vez voy a tener que presionarlo.” Durante los meses de agosto y septiembre se tomaron más de 20 declaraciones a pobladores de Batopilas y Urique que aún vivían en la zona.
Dos testimonios se destacaron. Uno de un anciano maderero que juró haber visto en agosto del 92 un jeep gris saliendo de madrugada desde el viejo sendero del rincón. Otro de una mujer que recordaba haber visto a Germán dos días después de la desaparición en una tienda rural con el pantalón manchado y un niño desconocido, callado, con gorra roja.
Nadie hizo preguntas en aquel entonces. El 15 de septiembre se publicó un informe forense que fue clave. A partir de los restos de cuerda hallados en la fosa y el cuchillo militar, los especialistas lograron reconstruir la escena probable. Martín fue acuchillado en el abdomen y la pierna mientras intentaba defenderse.
Julia fue sometida por estrangulación con la cuerda, pero tenía señales de golpes previos en la cabeza. La disposición de los cuerpos con Julia parcialmente sobre Martín fue interpretada como un intento de protegerlo hasta el último momento. La maleta colocada junto a ellos con la ropa de Damián y la cantimplora fue entendida como un gesto simbólico, posiblemente de Germán, borrar al niño, pero dejar su sombra.
Durante octubre, una unidad de inteligencia financiera rastreó antiguos movimientos de dinero en cuentas relacionadas con Germán. Una transferencia de $200 hecha en efectivo en septiembre de 1992 desde un Banco de Texas fue vinculada a él. No se identificó al receptor, pero las fechas y cantidades eran consistentes con redes ilegales de adopción activa en la frontera en aquellos años.
Más revelaciones surgieron en noviembre. En los registros migratorios antiguos se halló una fotografía en blanco y negro de un menor no identificado ingresando a EU en 1993 por el cruce de Hidalgo. Era Damián. El archivo no tenía nombre, solo decía menor, no acompañado, sospecha de abandono. El rostro coincidía plenamente. Nadie lo reclamó.
Entonces, el 25 de noviembre, con todos los elementos reunidos, la fiscalía emitió un informe final. En él se determinaba que Germán Contreras Valtierra había sido el autor material del doble homicidio y la desaparición forzada del niño. Se establecía que Germán murió en 2007 en un hospital de Houston bajo identidad falsa, sin haber sido nunca interrogado ni perseguido por la justicia mexicana.
El Estado mexicano reconocía oficialmente su responsabilidad parcial por omisión y falta de seguimiento del caso y ofrecía disculpas públicas a Damián en nombre de las instituciones. Pero lo que más conmovió al país no fue el acto protocolario, fue la ceremonia que tuvo lugar el 10 de diciembre en la Barranca de Urique.
Allí, en el mismo sitio donde fueron hallados los restos, se instaló una cruz de hierro, una placa de mármol y un pequeño altar. Damián descendió la barranca acompañado por dos miembros del grupo forense, un sacerdote y tres reporteros, nadie más. En ese acto silencioso, tomó entre sus manos la cantimplora de su padre y la colocó en una cavidad natural de piedra junto a los nombres grabados.
Martín Escalante Rivas, Julia del Carmen Baeza, aquí descansan, aquí nunca más se callará. El sacerdote, visiblemente afectado, pronunció una bendición sencilla. Damián no lloró. permaneció de pie con la mirada fija en el cauce. Luego se arrodilló y susurró, “Os encontré.” El memorial fue financiado por el Estado y declarado sitio de memoria oficial.
Cada año, el 3 de agosto, se celebraría una ceremonia discreta en recuerdo de las víctimas de desaparición no resuelta. La historia de Damián comenzó a circular como parte de las campañas educativas de derechos humanos, pero para él el cierre fue íntimo. Una semana después envió una carta pública al periódico que lo había ayudado a descubrir su identidad.
En ella escribió, “Mi infancia fue borrada, mis padres asesinados, mi voz silenciada, pero su amor quedó dentro, nunca se extinguió. Yo soy Damián Escalante Baeza y nunca más volveré a hacer silencio. Damián regresó por última vez a la barranca de Urique el 2 de febrero de 2016. Fue al amanecer, solo, sin cámaras, sin funcionarios, sin palabras.
Caminó hasta el borde del altar de piedra, se arrodilló y colocó en la base de la cruz una pequeña caja de madera que él mismo había tallado. Dentro, según narraría tiempo después, en una entrevista, guardó tres cosas. Una foto familiar tomada en Hermosillo en 1990, un mechón de su propio cabello y un trozo de papel en el que escribió con tinta negra.
No me quitaron el origen, solo lo escondieron. He vuelto. No hubo ceremonia, no hubo discursos, pero ese gesto fue más contundente que cualquier acto oficial. En esa caja, Damián selló lo que había sido arrebatado. Identidad, memoria y pertenencia. No buscaba justicia punitiva. La muerte de Germán Contreras ya había clausurado el capítulo penal.
Lo que él perseguía era otra forma de justicia, que el país supiera lo que ocurrió, que no se repitiera, que el silencio no siguiera siendo el lenguaje oficial de la impunidad. Los medios, con el paso de las semanas, fueron perdiendo interés. El país se habituó de nuevo a sus escándalos, sus cifras, sus olvidos.
Pero en algunos círculos el caso Escalante Baeza dejó una marca imborrable. Universidades, colectivos de búsqueda, comités de derechos humanos comenzaron a usar su historia como emblema de lo que ocurre cuando se archiva un caso sin duelo, sin verdad y sin cuerpo. Damián no regresó a Texas. Se estableció en el norte de Sonora, donde inició un pequeño taller de carpintería.
Rehusó toda compensación económica del Estado. No quiso entrevistas ni homenajes. En su tienda colgó un cartel hecho a mano. No vendo nada que no pueda durar. La memoria es lo único que se queda. A veces, según relatan vecinos, se le ve salir muy temprano con una mochila y caminar hacia el sur sin rumbo fijo. Dicen que ora en silencio, que a veces habla solo, que una vez un niño le preguntó por qué nunca sonríe.
Y él respondió, “Porque no todo el mundo regresa de donde yo vengo.” El caso Escalante Ba oficialmente cerrado el 12 de marzo de 2016 bajo la categoría de homicidio resuelto con responsable fallecido. Pero la historia sigue flotando en la barranca como un eco que la Tierra devuelve a quienes se atreven a escuchar.
Porque hay silencios que no son olvido, son memoria pura, son heridas abiertas que nos enseñan con crudeza, con verdad, que el mayor crimen no es desaparecer, sino hacer como si nunca hubieran estado aquí. M.
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