La mañana del 15 de marzo de 1990 amaneció con un cielo plomizo sobre el pueblo de San Martín, Texmelucán, Puebla. Las nubes cargadas prometían lluvia, pero nada parecía fuera de lo común en esa pequeña localidad donde todos se conocían y las rutinas se repetían como mantras. Carmen Flores, de 42

años, preparaba el desayuno mientras escuchaba las noticias en la radio.
Sus dos hijas, Alejandra de 12 años y Sofía de 14, se alistaban para ir a la escuela secundaria técnica número 47, ubicada a 3 km del centro del pueblo. Apúrenle, niñas, que se les va a hacer tarde. Gritó Carmen desde la cocina, donde el aroma del café recién hecho se mezclaba con el de las

tortillas calientes.
Alejandra apareció primero con su uniforme azul marino perfectamente planchado y sus trenzas oscuras cuidadosamente peinadas. Era la más estudiosa de las dos, siempre preocupada por llegar temprano y tener todas sus tareas listas. Sofía, por el contrario, bajó corriendo las escaleras mientras

terminaba de abrocharse la camisa blanca del uniforme, con su cabello suelto y una sonrisa traviesa que siempre conseguía sacarle una sonrisa a su madre.
“Mamá, ¿me das el camión?”, preguntó Sofía extendiendo la mano mientras tomaba una tortilla con frijoles. Carmen le entregó las monedas necesarias para el pasaje, pero también notó algo extraño en el ambiente. Había una tensión en el aire que no sabía explicar, como si la naturaleza misma estuviera

conteniendo la respiración.
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cielo a las 7:15 de la mañana, cargando sus mochilas de tela café que su madre había cocido especialmente para ellas.
Alejandra llevaba todos sus libros organizados por materia, mientras que la mochila de Sofía parecía a punto de explotar con libros, cuadernos y algunos dulces que había guardado en secreto. Caminaron por la calle empedrada hacia la parada del autobús, saludando a doña Remedios, quien barría la

banqueta frente a su tienda de abarrotes, y al señor Jacinto, que abría las cortinas metálicas de su taller de carpintería.
El autobús escolar, un viejo vehículo amarillo que había visto mejores días, llegó puntual a las 7:30. Don Aurelio, el conductor de 58 años que llevaba más de una década transportando a los estudiantes del pueblo, la saludó con su acostumbrado. Buenos días, muchachitas. Las hermanas se acomodaron

en sus lugares habituales.
Alejandra siempre en la tercera fila del lado derecho junto a la ventana y Sofía dos asientos atrás del lado izquierdo, donde solía platicar con sus amigas. El trayecto de San Martín, Texmelucán a la escuela requería tomar la carretera federal que conectaba con varios pueblos de la región.

Era una ruta conocida, segura según todos los habitantes, que se había usado durante décadas sin incidentes mayores. Sin embargo, esa mañana algo era diferente. Don Aurelio notó más movimiento de camiones de carga de lo usual y algunos vehículos que no reconocía circulando por la zona. A las 8:45,

cuando las clases ya habían comenzado, la profesora Esperanza Mendoza pasó lista en el salón de segundo de secundaria.
Flores Herrera, Alejandra, dijo en voz alta, pero no hubo respuesta. Esperó unos segundos y repitió el nombre. El silencio se extendió por el aula. En el salón de tercero, la maestra Rosa Elena hacía lo mismo. Flores Herrera. Sofía. Tampoco hubo respuesta. Inicialmente, las maestras pensaron que

las hermanas habían faltado por alguna enfermedad familiar.
No era raro que en el pueblo los estudiantes se ausentaran por diversos motivos. Ayudar en las cosechas, cuidar a hermanos menores o problemas económicos. Sin embargo, cuando llegó la hora del recreo, María José, la mejor amiga de Sofía, se acercó preocupada a la profesora Rosa Elena. Maestra,

Sofía me dijo ayer que hoy iba a traer las fotos de su quinceañera para enseñármelas.
Ella nunca falta cuando me promete algo”, explicó la joven de 14 años con evidente preocupación en sus ojos cafés. La profesora anotó mentalmente la información, pero no le dio mayor importancia hasta que minutos después Carlos, compañero de clase de Alejandra, hizo un comentario similar. Alejandra

me pidió que le prestara mi libro de matemáticas porque olvidó el suyo en casa.
Me dijo que me lo devolvería hoy en el recreo, pero no ha venido”, comentó el muchacho mientras se rascaba nerviosamente la cabeza. La inquietud comenzó a crecer entre los profesores. Durante la hora de la comida, la directora de la escuela, la profesora Magdalena Cortés, una mujer de 50 años con

más de 20 años de experiencia en educación, decidió llamar a la casa de la familia Flores para verificar el motivo de la ausencia de las hermanas.
El teléfono sonó varias veces en la tienda de Don Evaristo, vecino de los Flores, quien tenía el único teléfono público del barrio. Cuando finalmente contestó, la directora pidió hablar con Carmen Flores. Pasaron 5 minutos antes de que Carmen llegara corriendo desde su casa, con el delantal todavía

puesto y las manos húmedas de lavar los trastes.
Bueno, habla Carmen Flores, dijo jadeando por la carrera. Señora Flores, habla la profesora Magdalena, directora de la secundaria. Quería preguntarle por qué Alejandra y Sofía no vinieron hoy a clases. Preguntó la directora con su tono profesional habitual. Hubo un silencio que se sintió eterno.

Carmen tardó varios segundos en procesar lo que acababa de escuchar.
¿Cómo que no fueron a clases, profesora? Mis hijas salieron de la casa a las 7:15, como todos los días. Se subieron al camión de don Aurelio”, respondió Carmen con la voz quebrándose. La directora sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. Señora, permítame investigar qué pasó y le hablo de

regreso.
No se preocupe”, dijo, aunque ella misma ya estaba extremadamente preocupada. Inmediatamente la profesora Magdalena se dirigió al estacionamiento donde don Aurelio esperaba para el viaje de regreso de los estudiantes. Lo encontró revisando el motor de su autobús, como solía hacer durante los

recesos largos. Don Aurelio, necesito preguntarle algo muy importante”, comentenó la directora con evidente urgencia en su voz.
Las hermanas Flores se subieron a su camión esta mañana. El conductor, un hombre curtido por años de trabajo bajo el sol, dejó de revisar el motor y se enderezó lentamente. Su rostro, normalmente jovial, se puso serio. Pues sí, profesora, como siempre. Alejandra en el tercer asiento del lado

derecho, Sofía atrás del lado izquierdo. Las dejé aquí en la escuela a las 8 como todos los días, respondió con total seguridad.
Pero don Aurelio, ellas nunca llegaron a sus salones. Los profesores pasaron lista y no estaban,”, explicó la directora, sintiendo como su corazón empezaba a latir más rápido. Don Aurelio se quedó callado por un momento, como si estuviera repasando mentalmente todo el trayecto matutino. “No puede

ser, profesora.
Yo las vi bajarse del camión.” Sofía hasta se volteó a despedirse con la mano, como siempre hace, insistió, pero en su voz comenzaba a percibirse una nota de incertidumbre. La directora pidió a don Aurelio que recordara exactamente todo lo que había pasado durante el viaje. El conductor cerró los

ojos y comenzó a reconstruir la mañana.
Salimos de San Martín a las 7:30, todo normal hasta llegar a la curva de los encinos, como a mitad del camino. Ahí me pareció ver un vehículo detenido en el arsén, pero no le puse mucha atención porque pensé que era alguien que tenía problemas con el carro. ¿Qué tipo de vehículo?, preguntó la

directora. una camioneta blanca parecía nueva.
No era de por aquí, porque yo conozco todos los carros del pueblo”, respondió don Aurelio, y conforme hablaba, su expresión se volvía más preocupada. Había dos hombres parados junto a la camioneta, pero no alcancé a verlos bien porque pasé rápido. Uno de ellos levantó la mano como saludando, pero

me pareció raro porque no los conocía. La información hizo que la directora sintiera un nudo en el estómago.
Don Aurelio, ¿estás seguro de que las niñas se bajaron en la escuela? Volvió a preguntar esperando una respuesta que la tranquilizara. El conductor se quedó pensativo por varios minutos, caminó hacia su autobús y se subió como si quisiera revivir el momento exacto en que había llegado a la escuela.

Después de unos minutos, bajó con el rostro pálido. “Profesora”, dijo con voz temblorosa, “ahora que lo pienso bien, esta mañana cuando llegué aquí me bajé rápido para revisar una llanta que traía con poco aire. Los estudiantes se bajaron solos como siempre, pero yo no vi específicamente a

Alejandra y Sofía bajarse.
Siempre doy por hecho que todos se bajan, pero esta vez no las vi. Dios mío, ¿y si algo les pasó en el camino? La revelación cayó como un martillazo sobre la directora. Sin perder tiempo, se dirigió a su oficina y marcó el número de la policía municipal. Mientras esperaba que contestaran, su mente

no podía dejar de pensar en las dos niñas.
Alejandra con su sonrisa tímida y su pasión por las matemáticas, y Sofía con su risa contagiosa y su sueño de convertirse en maestra de primaria. Policía municipal de San Martín, Texmelucán. Habla el comandante Rojas, contestó una voz ronca al otro lado de la línea. Comandante, habla la profesora

Magdalena Cortés, directora de la secundaria técnica 47. Tengo una situación muy grave que reportar.
Dos estudiantes desaparecieron en el trayecto de su casa a la escuela esta mañana, explicó la directora tratando de mantener la compostura. Hubo una pausa antes de que el comandante respondiera. ¿Desde cuándo no se sabe de ellas, profesora? Desde esta mañana. Sus nombres son Alejandra y Sofía

Flores Herrera, de 12 y 14 años, respectivamente.
Su madre las vio subirse al autobús escolar a las 7:30, pero nunca llegaron a clases”, explicó la directora con la voz cada vez más alterada. “Profesora, muchas veces los jóvenes se escapan de clases para ir a otros lados. ¿No será que fueron al centro a comprar algo o se fueron con algunos amigos?

sugirió el comandante con un tono que dejaba entrever que no consideraba el caso como prioritario.
La respuesta del comandante indignó a la directora. Comandante, conozco a estas niñas desde hace 3 años. Son estudiantes ejemplares. Jamás faltan a clases sin permiso. Además, hay un conductor de autobús que vio una camioneta extraña en el trayecto esta mañana. insistió. “Está bien, profesora.

Voy para allá con un elemento para tomar los datos completos y comenzar con las averiguaciones correspondientes”, respondió finalmente el comandante, aunque su tono seguía siendo escéptico. Mientras esperaba a la policía, la directora llamó de nuevo a Carmen Flores para informarle de la situación.

Esta vez, cuando Carmen llegó al teléfono de don Evaristo, ya había corrido la voz por todo el barrio de que algo malo había pasado con las hermanas Flores. Varias vecinas acompañaban a Carmen, incluyendo a Doña Remedios, y a la señora Esperanza, madre de tres hijos que también estudiaban en la

misma escuela. “Señora Flores, ya hablé con la policía.
Van a venir a investigar qué pasó”, informó la directora tratando de sonar tranquila. Carmen sintió que el mundo se le venía encima. “Profesora, ¿usted cree que les haya pasado algo malo a mis hijas? Ellas son muy buenas niñas, nunca me han dado problemas. Alejandra quiere estudiar contabilidad y

Sofía sueña con ser maestra como usted”, dijo entre soyosos.
Las palabras de Carmen llegaron directo al corazón de la directora, quien también era madre de dos hijos. Señora, vamos a hacer todo lo posible por encontrarlas. Estoy segura de que aparecerán pronto, respondió, aunque en el fondo una sensación de dread la invadía. Cuando el comandante Rojas llegó

a la escuela acompañado del oficial Hernández, ya eran las 3:30 de la tarde.
Los dos policías, hombres de mediana edad, con uniformes que habían visto mejores días, se mostraron más interesados en terminar rápido el papeleo que en realmente investigar la desaparición. A ver, profesora, cuénteme desde el principio qué fue lo que pasó”, dijo el comandante mientras sacaba un

cuaderno pequeño y una pluma que no quería escribir.
La directora repitió toda la información, los nombres de las niñas, la hora en que salieron de su casa, el testimonio de don Aurelio sobre la camioneta extraña y el hecho de que nunca habían faltado a clases sin permiso. Los policías tomaron notas de manera superficial, haciendo preguntas básicas

como la descripción física de las hermanas y la dirección de su domicilio. Ya revisaron si no están en sus casas.
A veces los chamacas se esconden por ahí cuando no quieren ir a la escuela. sugirió el oficial Hernández con una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora, pero que resultó ofensiva. Oficial, ya le expliqué que estas niñas jamás han faltado a clases. Además, su madre las vio subirse al autobús

escolar, respondió la directora con evidente frustración.
El comandante cerró su cuaderno. Mire, profesora, vamos a hacer una búsqueda por el pueblo y en los alrededores. Seguramente aparecen antes de que anochezca. Los jóvenes a esa edad a veces hacen travesuras”, dijo mientras se ponía de pie para marcharse. La directora se quedó con una sensación de

impotencia.
Era evidente que la policía local no entendía la gravedad de la situación. Decidió que ella misma organizaría una búsqueda con los maestros y algunos padres de familia. Mientras tanto, en casa de los Flores, Carmen no podía quedarse quieta. Había recorrido todo el pueblo, preguntando a todos los

conocidos si habían visto a sus hijas. Doña Remedios la acompañaba y juntas visitaron cada tienda.
Cada casa, cada lugar donde las niñas pudieran haberse detenido, nadie las había visto después de las 7:30 de la mañana. Roberto Flores, el padre de las niñas, llegó del trabajo en la fábrica textil a las 4:00 de la tarde. Cuando Carmen le contó lo que había pasado, su rostro se descompuso.

Roberto, un hombre de 45 años, trabajador y dedicado a su familia, nunca había enfrentado una situación tan desesperante. “¿Ya fueron a buscar por la carretera donde el chóer vio la camioneta?”, preguntó Roberto mientras se cambiaba el uniforme de trabajo. La policía dice que va a revisar, pero yo

no confío en ellos respondió Carmen.
Roberto, tengo un mal presentimiento. Mis hijas nunca me han mentido, nunca se han escapado. Si no llegaron a la escuela es porque algo malo les pasó. Roberto abrazó a su esposa y por primera vez en muchos años ambos lloraron juntos. La incertidumbre era devastadora, pero la inacción de las

autoridades era aún peor.
Conforme pasaban las horas, más personas del pueblo se unían a la búsqueda. Don Evaristo cerró su tienda temprano para ayudar. El señor Jacinto dejó su taller y se sumó con varios de sus empleados. Y hasta el padre Miguel, párroco de la iglesia local, organizó una cadena de oración mientras

coordinaba grupos de búsqueda.
La noche del 15 de marzo de 1990 fue la más larga en la historia de la familia Flores. Carmen y Roberto no durmieron ni un minuto, esperando que en cualquier momento sus hijas aparecieran por la puerta con alguna explicación lógica de dónde habían estado. Pero el amanecer llegó sin noticias y el

segundo día sin Alejandra y Sofía comenzaba con la terrible confirmación de que algo muy grave había ocurrido.
Al día siguiente, la búsqueda se intensificó. Grupos de voluntarios recorrieron cada sendero, cada barranca, cada lugar donde las niñas pudieran haberse refugiado o donde alguien pudiera haberlas llevado. La carretera federal fue revisada metro por metro, especialmente la zona de la curva de los

encinos, donde don Aurelio había visto la camioneta blanca.
Durante esa búsqueda, don Aurelio acompañó a los voluntarios para mostrarles exactamente el lugar donde había visto el vehículo sospechoso. Al llegar a la curva, algo llamó la atención de Mario Sánchez, un mecánico de 35 años que conocía bien la zona por haber crecido ahí. Miren, aquí en el pasto

hay marcas de llantas que se salen de la carretera”, señaló Mario mientras se agachaba para examinar mejor las huellas.
Parece que un vehículo pesado se detuvo aquí y luego se metió unos metros hacia los matorrales. Los voluntarios siguieron las marcas de llantas que los llevaron a un claro pequeño rodeado de árboles a unos 50 m de la carretera. El lugar estaba apartado, invisible para cualquiera que pasara por la

carretera federal. Allí encontraron varios objetos que hicieron que sus corazones se detuvieran.
Un listón azul del uniforme escolar, idéntico a los que usaban las estudiantes de la secundaria técnica 47 y unas monedas esparcidas por el suelo. “Dios mío”, exclamó don Aurelio cuando vio el listón. Ese es del uniforme de la escuela. Sofía siempre llevaba uno en el cabello. La noticia llegó

rápidamente hasta los padres de las niñas.
Carmen se desplomó cuando le mostraron el listón azul, reconociéndolo inmediatamente como el que ella misma había planchado la noche anterior para que Sofía lo llevara al día siguiente. Roberto tomó las monedas en sus manos temblorosas. eran exactamente las mismas que Carmen le había dado a Sofía

para el pasaje del autobús. El hallazgo cambió completamente la perspectiva del caso.
Ya no se trataba de dos niñas que habían decidido faltar a clases o que se habían perdido accidentalmente. Las evidencias apuntaban claramente a que algo violento había ocurrido en ese lugar apartado. La policía estatal fue notificada y llegó esa misma tarde para hacerse cargo de la investigación.

El comandante Mendoza, un hombre de mayor experiencia que los policías locales, ordenó acordonar toda el área y comenzar una búsqueda forense detallada. Durante los siguientes días, perros entrenados peinaron la zona en busca de más pistas o, en el peor de los casos, de los cuerpos de las niñas.

Los investigadores encontraron más evidencia perturbadora, fibras de tela que coincidían con los uniformes escolares y pisadas de zapatos de diferentes tamaños que sugerían la presencia de al menos tres personas adultas en el lugar. El caso tomó una dimensión mediática cuando los periódicos locales

comenzaron a reportar la desaparición.
Dos hermanas desaparecen camino a la escuela en Puebla, tituló El diario de la mañana el 20 de marzo de 1990. La noticia se expandió a otros medios y pronto toda la región conocía la historia de Alejandra y Sofía Flores. La atención mediática trajo consigo tanto apoyo como problemas. Por un lado,

más voluntarios se unieron a la búsqueda y las autoridades estatales pusieron mayor presión para resolver el caso.
Por otro lado, comenzaron a surgir testigos falsos y pistas que no llevaban a ningún lado, dispersando los esfuerzos de la investigación. Una de las pistas más prometedoras llegó tres semanas después de la desaparición. Rosa Medina, una mujer de 28 años que trabajaba como empleada doméstica en una

casa de clase media alta en Cholula, se presentó en la comandancia estatal con información inquietante.
“Yo vi a las niñas”, declaró Rosa con nerviosismo evidente. El día 15 de marzo, como a las 9 de la mañana, pasé por la carretera en el camión que me lleva al trabajo. Vi una camioneta blanca detenida en la curva y había unas niñas con uniforme azul que parecían estar llorando. Dos hombres las

tenían agarradas de los brazos.
El testimonio de Rosa era consistente con lo que don Aurelio había reportado sobre la camioneta blanca, pero surgían preguntas sobre por qué había tardado tres semanas en reportar lo que había visto. ¿Por qué no reportó esto antes, señora?, le preguntó el comandante Mendoza durante el

interrogatorio. Rosa bajó la mirada. Comandante, yo soy una mujer pobre. Trabajo limpiando casas.
Tengo miedo de meterme en problemas con gente que puede hacerme daño, pero ya no puedo dormir pensando en esas pobres niñas. Tengo hijas de la misma edad, explicó entre lágrimas. La descripción que Rosa hizo de los hombres era vaga, pero útil. Uno alto y delgado, de aproximadamente 40 años con

bigote negro.
El otro más robusto, menor, sin bigote, pero con una cicatriz visible en el brazo izquierdo. Ambos vestían ropa de trabajo, no uniformes, y hablaban entre ellos con acentos que no parecían ser de la región. Con esta nueva información, la investigación tomó un giro hacia la posibilidad de que las

niñas hubieran sido víctimas de una red de trata de personas o secuestro.
En 1990, México comenzaba a experimentar un aumento en este tipo de crímenes, especialmente en zonas rurales donde la vigilancia policial era limitada. El comandante Mendoza ordenó investigar todos los vehículos blancos registrados en un radio de 100 km alrededor de San Martín, Texmelucán.

También se distribuyeron retratos hablados de los sospechosos basados en la descripción de Rosa Medina. Mientras tanto, la vida de la familia Flores se había convertido en un infierno. Carmen dejó de comer regularmente y perdió más de 10 kg en las primeras semanas. Roberto faltaba constantemente al

trabajo para participar en las búsquedas, lo que eventualmente le costó su empleo en la fábrica textil.
La casa, que antes se llenaba con la risa de Alejandra y Sofía, ahora era un lugar silencioso donde solo se escuchaban los soyosos de una madre desesperada. Los vecinos y amigos hacían lo posible por apoyar a la familia. Organizaron colectas para ayudar con los gastos de la búsqueda. Prepararon

comida para Carmen y Roberto y mantuvieron viva la esperanza de que las niñas aparecieran.
Sin embargo, conforme pasaban las semanas sin noticias positivas, esa esperanza se iba desvaneciendo lentamente. Tres meses después de la desaparición llegó otra pista que volvió a encender la investigación. Un comerciante de ganado de nombre Esteban Morales se presentó en la comandancia con una

historia perturbadora.
aseguró que en abril de 1990, aproximadamente un mes después de que las niñas desaparecieran, había visto a dos menores de edad que coincidían con las descripciones de Alejandra y Sofía en un rancho cerca de Atlixco, a unos 60 km de San Martín, Texmelucán. Estaban en muy malas condiciones, relató

Esteban al comandante Mendoza.
Se veían asustadas, demacradas, como si no hubieran comido bien en semanas. Estaban con un hombre que las vigilaba constantemente. Cuando traté de acercarme para preguntarle si estaban bien, el hombre me amenazó con un machete y me dijo que me largara si no quería problemas. Esteban explicó que

había tardado en reportar el incidente porque el hombre que cuidaba a las menores tenía conexiones con gente peligrosa de la región y él había temido por su seguridad y la de su familia.
Solo después de enterarse por los periódicos de que las autoridades estaban buscando activamente a las hermanas Flores, había decidido romper su silencio. La información proporcionada por Esteban llevó a las autoridades al rancho El Jazmín, una propiedad de 50 heectáreas ubicada en las afueras de

Atlixco.
El lugar pertenecía a un hombre llamado Severino Gutiérrez, de 52 años. quien tenía antecedentes por robo de ganado y violencia doméstica. Cuando la policía llegó al rancho para interrogar a Gutiérrez, descubrieron que había abandonado la propiedad semanas atrás, dejando solo a un cuidador que

aseguró no saber nada sobre menores de edad en el lugar.
Una búsqueda exhaustiva de la propiedad reveló evidencias inquietantes, restos de comida en contenedores que sugerían la presencia de más personas de las que oficialmente vivían ahí, y una habitación pequeña en la parte trasera de la casa principal, que había sido acondicionada con cerrojos

externos, como si fuera una celda improvisada.
La búsqueda de Severino Gutiérrez se convirtió en una prioridad para las autoridades. Su fotografía fue distribuida en toda la región y se ofreció una recompensa por información que llevara a su captura. Sin embargo, el hombre parecía haber desaparecido sin dejar rastro, lo que alimentó las

sospechas de que tenía contactos que lo estaban ayudando a evitar la justicia.
Mientras las autoridades perseguían esta nueva pista, Carmen y Roberto Flores vivían entre la esperanza y la desesperación. La posibilidad de que sus hijas hubieran estado vivas un mes después de su desaparición les daba fuerzas para continuar, pero también aumentaba su agonía al pensar en lo que

podrían haber sufrido durante ese tiempo. La comunidad de San Martín, Texmelucan, se había movilizado completamente alrededor del caso. Se organizaron marchas para exigir justicia.
Se pegaron carteles con las fotografías de Alejandra y Sofía en cada poste y pared disponible y se estableció un fondo comunal para apoyar económicamente a la familia Flores durante su búsqueda. El padre Miguel, párroco de la iglesia local, organizaba misas especiales cada domingo para rezar por el

regreso seguro de las hermanas.
Durante una de estas misas pronunció palabras que se grabaron en la memoria de todos los asistentes. Alejandra y Sofía no son solo las hijas de Carmen y Roberto, son hijas de toda nuestra comunidad. Mientras no sepamos qué pasó con ellas, todos nosotros estaremos incompletos. Las investigaciones

continuaron durante todo 1990 y 1991. Pero sin avances significativos, Severino Gutiérrez nunca fue encontrado y se rumoreaba que había oído a Guatemala o había sido asesinado por sus propios cómplices para evitar que hablara. Otras pistas surgieron esporádicamente, avistamientos en diferentes

estados,
llamadas anónimas con información contradictoria y confesiones falsas de personas que buscaban atención mediática. Para 1992, dos años después de la desaparición, el caso oficialmente se había enfriado. Las autoridades estatales asignaron menos recursos a la investigación, argumentando que habían

agotado todas las líneas de investigación viables.
Esto no significó que la búsqueda terminara. Carmen y Roberto, junto con un grupo dedicado de voluntarios, continuaron investigando por su cuenta. Carmen se había convertido en una experta amateur en investigación criminal. Aprendió a leer reportes policiales, a entrevistar testigos y a seguir

pistas que las autoridades habían descartado.
Su casa se transformó en un centro de operaciones improvisado con mapas de la región marcados con ubicaciones de interés, fotografías de sospechosos y archivos detallados de cada pista que habían seguido. Roberto, por su parte, se dedicó a la búsqueda física. Cada fin de semana recorría caminos

rurales, visitaba pueblos remotos y mostraba las fotografías de sus hijas a cualquiera que quisiera verlas.
Su determinación era inquebrantable, alimentada por el amor paternal y la negativa a aceptar que sus hijas habían desaparecido para siempre. Los años pasaron lentamente. En 1995, 5 años después de la desaparición, nació un nuevo hijo para Carmen y Roberto, un niño al que llamaron Miguel en honor al

padre Miguel, quien había sido su apoyo constante durante los años más difíciles.
El nacimiento de Miguel trajo alegría a la familia, pero también una culpa compleja. Era justo ser felices cuando Alejandra y Sofía seguían desaparecidas. El caso de las hermanas Flores se había convertido en una leyenda trágica en la región. Las nuevas generaciones de estudiantes de la secundaria

técnica 47 conocían la historia y cada 15 de marzo se realizaba una ceremonia conmemorativa en su honor.
Sus fotografías colgaban en el hall principal de la escuela, recordando a toda la comunidad educativa que dos de sus estudiantes nunca habían regresado a casa. En el año 2000, 10 años después de la desaparición, las autoridades declararon oficialmente muertas a Alejandra y Sofía Flores, permitiendo

que la familia obtuviera certificados de defunción por muerte presunta.
Para Carmen y Roberto, este acto administrativo fue devastador. Significaba que el sistema legal había perdido la esperanza de encontrar a sus hijas vivas, algo que ellos se negaban a aceptar. “Mientras no vea los cuerpos de mis hijas, ellas están vivas para mí”, declaró Carmen al periódico local

cuando se anunció la decisión legal.
No voy a dejar de buscarlas nunca, así me tome el resto de mi vida. Los primeros años del nuevo siglo trajeron nuevas tecnologías que la familia Flores trató de aprovechar en su búsqueda. Internet comenzaba a ser accesible en México y Carmen aprendió a usar computadoras para publicar información

sobre el caso en foros y páginas web dedicadas a personas desaparecidas.
Las fotografías de Alejandra y Sofía comenzaron a circular en el mundo digital, alcanzando audiencias que jamás habrían sido posibles en 1990. En 2005, 15 años después de la desaparición, se produjo un acontecimiento que volvió a traer esperanza a la familia Flores. Una mujer de 35 años se presentó

en las oficinas de una organización no gubernamental dedicada a localizar personas desaparecidas en la Ciudad de México, asegurando que podría ser Sofía Flores.
La mujer que decía llamarse Patricia Mendoza, había vivido toda su vida adulta con una identidad que, según ella, no era real. Aseguraba tener recuerdos fragmentados de una infancia en Puebla, de una hermana menor y de haber sido separada de su familia original cuando era adolescente. Su

descripción física coincidía en términos generales, con lo que Sofía podría haber lucido a los 29 años.
Las noticias de este posible hallazgo llegaron rápidamente hasta Carmen y Roberto. Por primera vez en 15 años sintieron que su búsqueda podría estar llegando a su fin. Viajaron inmediatamente a la Ciudad de México para conocer a Patricia y determinar si realmente era su hija perdida. El encuentro

fue emocionalmente devastador.
Patricia tenía algunos rasgos físicos que recordaban a Sofía. especialmente la forma de los ojos y la sonrisa. Sin embargo, conforme avanzaba la conversación, se hicieron evidentes inconsistencias en su historia. No podía recordar detalles específicos sobre San Martín Texmelucán. No reconocía

fotografías de la familia y sus recuerdos de la infancia eran demasiado vagos para ser convincentes.
Las pruebas de ADN, que habían estado disponibles desde finales de los años 90 confirmaron lo que Carmen y Roberto ya sospechaban. Patricia Mendoza no era Sofía Flores. La desilusión fue devastadora, pero también reforzó su determinación de continuar buscando. Los años siguientes trajeron otras

falsas alarmas similares.
En 2008, una mujer en Tijuana aseguró ser Alejandra. En 2012, otra en Guadalajara dijo ser Sofía. Cada vez la familia Flores viajaba con esperanza renovada. solo para enfrentar la misma desilusión, cuando las pruebas demostraban que se trataba de casos de identidad equivocada o en algunos casos de

personas con problemas mentales que habían adoptado identidades falsas.
Para 2015, 25 años después de la desaparición, Carmen tenía 67 años y Roberto 70. Su búsqueda incansable había cobrado un precio físico y emocional enorme. Carmen sufría de diabetes y presión alta, condiciones que su médico atribuía directamente al estrés crónico de buscar a sus hijas.

Roberto había desarrollado problemas cardíacos y artritis severa por los años de caminatas constantes en búsqueda de pistas. Su hijo Miguel, ahora un joven de 20 años, había crecido conociendo la historia de sus hermanas desaparecidas. Se había convertido en un apoyo fundamental para sus padres,

ayudando con la parte tecnológica de la búsqueda y acompañándolos en sus viajes cuando surgían nuevas pistas.
Sin embargo, Miguel también cargaba con el peso emocional de ser el hijo que había reemplazado a las hijas perdidas, una responsabilidad que nunca había pedido. “Yo amo a mis hermanas, aunque no las recuerde”, solía decir Miguel. Ellas han sido una presencia constante en mi vida, incluso en su

ausencia.
Mi mayor sueño es poder conocerlas algún día o al menos saber qué les pasó para que mis padres puedan tener paz. En 2018, 28 años después de la desaparición, Carmen recibió una llamada que cambiaría todo. Una trabajadora social de Oaxaca la contactó para informarle que habían encontrado a una mujer

en situación de calle que aseguraba llamarse Alejandra Flores y decía ser originaria de Puebla.
Esta vez Carmen y Roberto decidieron ser más cautelosos. enviaron fotografías recientes por correo electrónico y pidieron que la trabajadora social hiciera preguntas específicas que solo Alejandra podría responder. Las respuestas fueron sorprendentemente específicas.

La mujer recordaba el nombre de don Aurelio, el conductor del autobús. Sabía que su hermana se llamaba Sofía. mencionó la tienda de doña Remedios y hasta recordó el nombre de su maestra de matemáticas, la profesora Esperanza Mendoza. Con el corazón lleno de esperanza, pero también de cautela,

Carmen y Roberto viajaron a Oaxaca acompañados de Miguel. El encuentro se realizó en las oficinas de la trabajadora social con la presencia de psicólogos y trabajadores sociales especializados en casos de trauma.
La mujer, que aseguró ser Alejandra tenía aproximadamente la edad correcta y algunos rasgos físicos que coincidían, pero décadas de vida en la calle habían cambiado drásticamente su apariencia. Estaba desnutrida, tenía múltiples cicatrices en el rostro y los brazos y mostraba signos evidentes de

trauma psicológico severo. Durante la entrevista inicial, la mujer relató una historia fragmentaria pero consistente.
recordaba haber sido secuestrada junto con su hermana, haber sido mantenida en cautiverio en varios lugares durante años y eventualmente haber logrado escapar, aunque no podía recordar exactamente cuándo o cómo había ocurrido su fuga. No sabía qué había pasado con Sofía, ya que habían sido

separadas años atrás. Las pruebas de ADN tomaron dos semanas en procesarse. Durante ese tiempo, Carmen, Roberto y Miguel permanecieron en Oaxaca pasando tiempo con la mujer y tratando de ayudarla a recuperar más recuerdos.
Algunos detalles que recordaba eran sorprendentemente precisos. la disposición de los muebles en su casa de la infancia, los nombres de sus compañeros de clase, incluso canciones que Carmen solía cantarles antes de dormir. Sin embargo, otros aspectos de su historia no encajaban. No podía explicar

cómo había sobrevivido tantos años en la calle, ni por qué no había intentado contactar a su familia antes.
Sus recuerdos de los años, inmediatamente posteriores al secuestro, eran extremadamente vagos. posiblemente debido al trauma psicológico. Los resultados de las pruebas de ADN llegaron un martes por la mañana. Carmen, Roberto y Miguel esperaban en el hotel cuando recibieron la llamada de la

trabajadora social.
Una vez más, las pruebas eran negativas. La mujer no era Alejandra Flores. La desilusión fue devastadora, pero también sirvió como una llamada de atención para la familia. Carmen, ahora de 70 años comenzó a sufrir problemas de salud más serios. Los médicos le advirtieron que el estrés constante de

la búsqueda estaba afectando gravemente su corazón y que necesitaba reducir su nivel de actividad.
Roberto, por su parte, había desarrollado demencia temprana, posiblemente exacervada por décadas de estrés y trauma emocional. Comenzó a tener episodios de confusión donde olvidaba que Alejandra y Sofía habían desaparecido y preguntaba cuándo iban a regresar de la escuela. Miguel se convirtió en el

principal cuidador de sus padres y el guardián de la búsqueda de sus hermanas.
organizó todos los archivos del caso, digitalizó fotografías y documentos y creó una página web dedicada al caso donde cualquiera podía reportar información relevante. En 2020, 30 años después de la desaparición, la pandemia de COVID-19 obligó a la familia a suspender temporalmente sus viajes de

búsqueda.
Carmen y Roberto, debido a su edad avanzada, estaban en alto riesgo y debían permanecer en casa. Esto les dio tiempo para reflexionar sobre tres décadas de búsqueda incansable. A veces me pregunto si hice bien en dedicar toda mi vida a buscar a mis hijas, confió Carmen a Miguel durante uno de los

largos días de cuarentena.
Tal vez debería haber tratado de seguir adelante, de ser una mejor madre para ti, Miguel. tomó las manos de su madre. “Mamá, tú me has enseñado lo que significa el amor incondicional. Gracias a ti aprendí que la familia nunca abandona a la familia sin importar las circunstancias. No cambiaría nada

de cómo me criaste.
” Durante 2021 y 2022, Carmen y Roberto se enfocaron en organizar toda la información que habían recopilado durante tres décadas de búsqueda. Crearon un archivo digital completo del caso con fotografías, documentos, testimonios y un mapa detallado de todos los lugares donde habían buscado. Su

esperanza era que esta información pudiera ser útil para futuras investigaciones o para otras familias en situaciones similares. Roberto falleció en enero de 2023 a los 78 años.
Sus últimas palabras fueron para pedir a Miguel que nunca dejara de buscar a sus hermanas. El funeral fue multitudinario. Toda la comunidad de San Martín Texmelucan, se reunió para despedir al hombre que había dedicado más de la mitad de su vida a buscar a sus hijas desaparecidas.

Carmen, devastada por la pérdida de su esposo, encontró consuelo en la idea de que Roberto finalmente podría descansar. “Tu papá peleó una buena pelea”, le dijo a Miguel. Ahora nos toca a nosotros continuar. En marzo de 2024, exactamente 34 años después de la desaparición de Alejandra y Sofía, un

descubrimiento fortuito cambió todo.
Un grupo de estudiantes de arqueología de la Universidad Autónoma de Puebla realizaba prácticas de excavación en una zona rural cerca de Atlixco, no muy lejos del rancho El Jazmín, donde las autoridades habían buscado a las hermanas flores décadas atrás. Los estudiantes estaban excavando lo que

creían.
Era un sitio prehispánico cuando uno de ellos, una joven llamada Andrea Sánchez, notó algo extraño en la Tierra. “Profesor, aquí hay algo que no parece ser arqueológico”, le dijo al Dr. Raúl Méndez, quien supervisaba las excavaciones. Lo que Andrea había encontrado eran restos de tela sintética,

claramente moderna.
Conforme continuaron excavando cuidadosamente, encontraron más materiales contemporáneos, evillas metálicas, botones y, finalmente, dos mochilas de tela café que, a pesar de estar enterradas durante décadas, se habían conservado parcialmente debido a las condiciones específicas del suelo.

El drctor Méndez inmediatamente suspendió las excavaciones arqueológicas y contactó a las autoridades. Cuando los investigadores forenses llegaron al sitio confirmaron que las mochilas eran efectivamente muy antiguas, probablemente de finales de los años 80 o principios de los 90. Una de las

mochilas contenía cuadernos escolares con nombres escritos a mano.
Aunque la tinta se había desvanecido considerablemente, era posible leer Alejandra Flores en la portada de un cuaderno de matemáticas. La segunda mochila contenía materiales escolares similares y en uno de los cuadernos se podía distinguir el nombre Sofía. Además de los útiles escolares, las

mochilas contenían otros objetos personales que habían resistido el paso del tiempo, una pequeña medalla de la Virgen de Guadalupe, algunas fotografías familiares protegidas por un [ __ ] de plástico y una carta que Sofía había escrito para su madre, pero nunca había

entregado. La carta escrita con la caligrafía cuidadosa de una adolescente de 14 años decía, “Querida mamá, quiero que sepas que te amo mucho. A veces no te lo digo porque me da pena, pero eres la mejor mamá del mundo. Cuando sea grande, quiero ser maestra como la profesora Mendoza para poder

enseñar a otros niños.
También quiero cuidarte cuando seas viejita, como tú nos cuidas a Alejandra y a mí, tu hija que te ama, Sofía. Cuando las autoridades contactaron a Carmen Flores para informarle del hallazgo, la noticia la dejó sin palabras. A los 76 años, después de 34 años de búsqueda incansable, finalmente tenía

evidencia concreta de lo que había pasado con sus hijas.
Encontraron también? Comenzó a preguntar Carmen, pero no pudo terminar la frase. Señora, hasta ahora solo hemos encontrado las mochilas y algunos objetos personales. Continuamos excavando en busca de más evidencia”, le explicó el investigador forense con la mayor delicadeza posible. Carmen pidió

ver los objetos encontrados.
Cuando le mostraron las mochilas que ella misma había cocido 34 años atrás, las reconoció inmediatamente. Estas son las mochilas que les hice para el inicio del ciclo escolar, confirmó mientras las tocaba con manos temblorosas. Alejandra siempre cuidaba muy bien sus cosas, por eso su mochila se ve

mejor conservada que la de Sofía. La carta de Sofía fue lo que finalmente quebró la composur de Carmen.
Después de leerla, lloró durante horas, alternando entre la tristeza por la confirmación implícita de que sus hijas habían muerto y la emoción de tener por primera vez en décadas algo nuevo de ellas. Miguel, ahora de 29 años y convertido en el sostén emocional de su madre, se encargó de coordinar

con las autoridades para que la investigación continuara con la mayor urgencia posible.
El área alrededor del hallazgo fue acordonada y se inició una búsqueda exhaustiva con equipos especializados en localizar restos humanos. La noticia del hallazgo se extendió rápidamente por los medios locales y nacionales. Hallan mochilas de hermanas desaparecidas hace 34 años en Puebla, titularon

los periódicos.
El caso de Alejandra y Sofía Flores volvió a captar la atención pública, pero esta vez con una sensación de cierre inminente. La búsqueda en el área donde aparecieron las mochilas continuó durante varias semanas. Se utilizaron georadares para identificar anomalías en el subsuelo y equipos de perros

especializados en detectar restos humanos peinaron meticulosamente la zona.
Los investigadores también realizaron entrevistas con personas que habían vivido en la área durante los años 90 tratando de encontrar testigos o información adicional. Durante estas semanas de búsqueda intensiva, Carmen pasaba todos los días en el sitio observando desde una distancia respetuosa

mientras los expertos trabajaban. Miguel la acompañaba, asegurándose de que comiera y descansara lo suficiente. Para Carmen, estar cerca del lugar donde habían encontrado las pertenencias de sus hijas era tanto doloroso como consolador.
Después de 34 años de incertidumbre, finalmente estaba cerca de obtener respuestas. “Siento que ellas están aquí”, le dijo Carmen a Miguel mientras observaban a los investigadores trabajar. Después de tantos años buscándolas por todo el país, resulta que siempre estuvieron cerca de casa.

La investigación también se enfocó en tratar de resolver el misterio de quién había sido responsable de la desaparición y muerte de las hermanas. Los archivos del caso fueron revisados completamente y varios testigos de la época fueron reentrevistados con las nuevas técnicas de investigación

disponibles. Severino Gutiérrez, el propietario del rancho donde Esteban Morales había reportado haber visto a las niñas en 1990, seguía desaparecido.
Los investigadores descubrieron que había muerto en Guatemala en 1998, llevándose a la tumba cualquier información que pudiera tener sobre el caso. Sin embargo, familiares de Gutiérrez proporcionaron información que ayudó a completar el panorama de lo que había ocurrido.

Según su sobrino, Gutiérrez había estado involucrado en una red de secuestro y trata de personas que operaba en la región durante finales de los años 80 y principios de los 90. La red se desarticuló gradualmente cuando varios de sus miembros fueron arrestados por otros crímenes, pero Gutiérrez

había logrado escapar a Centroamérica antes de ser capturado.
“Mi tío era un hombre malo”, confesó el sobrino a los investigadores. Siempre supimos que estaba metido en cosas sucias, pero nunca imaginamos la magnitud de lo que hacía. Cuando se fue a Guatemala, toda la familia respiró aliviada. Nunca quisimos saber nada más de él. Esta información confirmó las

sospechas que los investigadores habían tenido durante décadas.
Alejandra y Sofía habían sido víctimas de una red criminal organizada que secuestraba menores para la trata de personas. El hallazgo de las mochilas sugería que las niñas habían sido asesinadas poco después de su secuestro, probablemente cuando representaron algún tipo de riesgo para sus captores.

Después de seis semanas de búsqueda exhaustiva, los investigadores anunciaron que habían encontrado restos óseos humanos en el área cercana a donde aparecieron las mochilas. Los restos correspondían a dos individuos jóvenes consistentes con las edades que tenían Alejandra y Sofía al momento de su

desaparición. Las pruebas de ADN, para confirmar la identidad de los restos tomarían varias semanas adicionales, pero los investigadores estaban confiados en que finalmente se había resuelto el misterio de las hermanas Flores.
Cuando Carmen recibió la noticia, su reacción fue una mezcla compleja de alivio, tristeza y agotamiento. “Finalmente voy a poder darles el funeral que se merecen”, dijo con lágrimas en los ojos. Por 34 años he soñado con este momento, pero ahora que llegó no sé si estoy preparada.

Miguel organizó una vigilia en la iglesia de San Martín, Texmelucán, mientras esperaban los resultados finales de las pruebas de ADN. Toda la comunidad se reunió para acompañar a Carmen en este momento crucial. El padre Miguel, ahora retirado, pero todavía activo en la comunidad, presidió la

vigilia.
Carmen, tú nos has enseñado a todos lo que significa la fe verdadera”, dijo el padre Miguel durante la vigilia. Durante 34 años nunca perdiste la esperanza de encontrar a tus hijas. Ahora, cuando finalmente las has encontrado, toda nuestra comunidad está aquí para apoyarte. Los resultados de las

pruebas de ADN llegaron en una mañana lluviosa de mayo de 2024.
El investigador forense llamó personalmente a Carmen para darle la noticia. Los restos encontrados correspondían efectivamente a Alejandra y Sofía Flores. Señora Carmen, después de 34 años, finalmente podemos confirmar que hemos encontrado a sus hijas, dijo el investigador con voz suave. Ahora

podrá darles el descanso que merecen. Carmen no respondió inmediatamente.
Se quedó en silencio durante varios minutos, procesando la información que había esperado y temido escuchar durante más de tres décadas. Finalmente, con voz quebrada pero firme, respondió, “Gracias. Ahora mi Roberto puede descansar en paz sabiendo que las encontramos.” El funeral de Alejandra y

Sofía Flores se realizó 34 años, dos meses y 5 días después de su desaparición.
La ceremonia se llevó a cabo en la iglesia de San Martín, Texmelucán, el mismo lugar donde Carmen había rezado incansablemente por su regreso durante más de tres décadas. La iglesia estaba completamente llena. Asistieron no solo familiares y amigos, sino también autoridades, investigadores,

periodistas y cientos de personas que habían seguido el caso a lo largo de los años.
Muchos de los compañeros de clase originales de Alejandra y Sofía, ahora adultos con familias propias, vinieron a despedirse de las niñas que recordaban con cariño. María José, la mejor amiga de Sofía, ahora una mujer de 48 años y maestra de primaria, leyó una carta durante la ceremonia. Sofía,

cumpliste tu sueño de ser maestra.
Durante todos estos años me has enseñado sobre la importancia de la amistad. la lealtad y la esperanza. Cada vez que veo a mis estudiantes, pienso en ti y en las conversaciones que habríamos tenido sobre educación. Descansa en paz, amiga mía. Carlos, el compañero de Alejandra que había mencionado

el libro de matemáticas prestado, también habló durante la ceremonia. Ahora era ingeniero y padre de tres hijos.
Alejandra era la estudiante más dedicada que conocí. Su pasión por las matemáticas era contagiosa. En su honor he establecido una beca para estudiantes de bajos recursos que quieran estudiar carreras relacionadas con las matemáticas. Su legado continuará inspirando a futuras generaciones.

Carmen, apoyada por Miguel, logró pronunciar unas palabras hacia el final de la ceremonia. A los 76 años, después de 34 años de búsqueda, finalmente podía despedirse de sus hijas. Alejandra, Sofía, mis niñas hermosas, comenzó con voz temblorosa pero clara. Durante 34 años las busqué por todo el

país con la esperanza de volver a abrazarlas.
Aunque nunca pude,