Kilómetro 234

Durante más de una década, mi vida fue el rugir de una moto, la carretera y la sensación de libertad que solo los viajes largos pueden otorgar. No era por moda ni por deporte; mi moto era mi compañera de vida, mi refugio, mi hogar sobre ruedas. Como repartidor de día y viajero solitario por la noche, me gustaba perderme en rutas secundarias, lejos del bullicio de las autopistas, sintiendo el viento en el rostro y el asfalto bajo las ruedas. Nunca me importó la dirección, solo el viaje.

Aquel invierno de 2017 decidí hacer una visita a un viejo amigo en el sur de Córdoba. Salí de Buenos Aires cuando la tarde comenzaba a caer, con la idea de hacer noche en algún pueblo en el camino. Mi fiel CBX 250 me acompañaba, junto con una mochila liviana, ropa de abrigo y las expectativas de un viaje tranquilo.

Cerca de las once de la noche, ya agotado por las horas en la carretera, me encontré con un cartel casi invisible que señalaba: “Acceso a San Ventura – 12 km.” No tenía ni idea de dónde estaba, pero en ese momento lo vi como una opción para descansar y tomar un desvío. El camino parecía poco transitado, pero era eso o seguir conduciendo por una ruta oscura y desierta.

El camino hacia San Ventura se presentó como un asfalto viejo, rodeado de árboles altos, con un aire denso de quietud. A medida que avanzaba, la neblina empezó a espesarse, algo inusual para esa hora. En cuestión de metros, la visibilidad se redujo drásticamente. La luz del faro delantero de la moto apenas iluminaba un par de metros frente a mí. Reduje la velocidad, con la sensación de que algo no estaba bien. Fue entonces cuando lo vi.

Un hombre estaba parado al costado del camino. Llevaba un saco largo y un sombrero negro. No hacía ningún gesto, ni me indicaba que debía detenerme, simplemente estaba allí, inmóvil, como si fuera parte del paisaje. Pasé junto a él lentamente, sin atreverme a mirarlo de frente, pero la sensación en la espalda fue como un puñal frío. Cuando miré por el retrovisor, ya no estaba.

Pensé que era el cansancio, la niebla, o alguna ilusión de mi mente, pero no podía quitarme la sensación de que algo no estaba bien. Continué el viaje, pero, cada pocos minutos, lo veía de nuevo. Primero a la derecha, luego a la izquierda, después más adelante, siempre de pie, siempre inmóvil, siempre observando.

El GPS seguía marcando que San Ventura estaba a dos kilómetros, pero el paisaje no cambiaba. El camino parecía repetirse. Las mismas ramas secas, las mismas piedras rotas. Algo no cerraba. Estaba atrapado en un bucle, y mi mente comenzaba a jugarme malas pasadas. De repente, la moto comenzó a fallar. El motor empezó a toser y el velocímetro a titilar. Me detuve. El silencio era abrumador. No había animales, ni autos, ni luces a lo lejos. Estaba solo.

Apagué el motor, saqué el celular, pero no había señal. Ni una barra. Un sudor frío comenzó a recorrer mi espalda. No sentí miedo aún, pero sí una incomodidad profunda, como cuando uno entra a un lugar olvidado por el tiempo, donde el aire está cargado de historias no contadas. Como un cementerio o un hospital vacío.

Decidí alejarme unos pasos de la moto. Buscaba orientación, cualquier señal que me indicara en qué lugar estaba. Y entonces, lo escuché.

Una voz, susurrada, directa a mi oído:

—¿A dónde creés que vas?

Me giré violentamente, pero no vi nada. Solo la niebla densa. El aire había cambiado, se sentía más frío, más espeso, como si algo me estuviera observando desde los árboles. Algo que no quería que me fuera.

Subí de nuevo a la moto, intenté arrancar. Giré la llave. Nada. El motor no respondió. Sentí el pánico comenzar a apoderarse de mí. Estaba solo. La moto no arrancaba. Entonces, de repente, una figura cruzó la ruta, varios metros delante de mí. Era alta, delgada, y lo más inquietante: no tenía rostro. Solo una mancha oscura en el lugar donde debería haber estado su cara.

Mi cuerpo se paralizó. Retrocedí instintivamente, pero la figura se detuvo en seco, levantó un brazo, y apuntó hacia mí. El miedo era tan intenso que no pude moverme, ni gritar, ni correr. Me quedé allí, observando cómo desaparecía, como si nunca hubiera estado ahí.

El motor rugió de golpe, como si algo lo hubiera activado por sí mismo. No lo pensé dos veces. Aceleré sin control, pasé por caminos que no reconocía, tomé curvas que no podía recordar. No me importaba. Necesitaba salir de allí. Vi la Ruta Nacional de nuevo, y sin pensarlo, me incorporé a la vía principal. No paré hasta llegar al primer pueblo con luces. Me hospedé en un hotel barato, temblando, con la mente a mil por hora, sin poder dormir.

A la mañana siguiente, decidí preguntar por San Ventura. El recepcionista frunció el ceño al escuchar el nombre.

—San Ventura… eso fue un pueblo… hace décadas. Lo inundaron en el ’82. La represa lo cubrió por completo. Ya no existe.

—Pero hay un cartel… un camino… Yo estuve allí anoche —dije, aún incrédulo.

—Imposible. Nadie va por esa zona. Es monte cerrado. No hay ruta ahí desde hace años.

Me mostró un mapa de la región, y efectivamente, en ese punto no había nada. Solo una mancha gris donde alguna vez hubo un poblado. Mi mente no podía procesarlo. Regresé a la habitación y revisé mi celular. El GPS había registrado mi ubicación en el kilómetro 234, un punto donde el camino simplemente se cortaba. Y en ese momento, las palabras que había escuchado esa noche resonaron nuevamente en mi cabeza, como un eco lejano:

“¿A dónde creés que vas?”

El viaje había sido real. Las figuras, el hombre sin rostro, la voz susurrante. Pero, de alguna forma, todo lo que había experimentado esa noche no tenía sentido. San Ventura no existía, pero yo había estado allí. Y el kilómetro 234… ese lugar donde el camino desaparecía en la nada, seguía grabado en mi memoria, como un punto en el espacio donde la realidad y la fantasía se desvanecen.

Volví a mi casa confuso, pero con la sensación de que algo me había seguido, algo que no entendía, algo que no podía escapar. Cuando miré por el retrovisor de la moto, no pude evitar pensar que, tal vez, no estaba solo.

Tal vez, nunca lo estuve.

Y el kilómetro 234… seguía esperando.

Kilómetro 234 – Parte II

Volví a Buenos Aires con la mente hecha un lío. Había intentado racionalizar todo lo que ocurrió esa noche, buscando explicaciones que me ofrecieran algo de consuelo. Pero cuanto más pensaba en San Ventura, más me invadía una sensación de incomodidad, como si el lugar no me hubiera dejado ir, como si me hubiera marcado de alguna forma. Algo seguía allí conmigo, algo que no podía ver, pero que sí podía sentir.

Una semana después de regresar, algo comenzó a suceder. Por las noches, al cerrar los ojos, las imágenes de esa figura sin rostro, la niebla espesa, y la voz susurrante se colaban en mis sueños. Cada vez era más vívida, más cercana, como si me estuviera acechando. En la madrugada, a veces despertaba sudando frío, sintiendo una presión en el pecho, como si algo invisible estuviera sentado sobre mí.

Una noche, mientras conducía de regreso de un trabajo en la ciudad, decidí que ya no podía ignorar lo que había pasado. Tenía que volver. Tenía que entender qué había sucedido en ese kilómetro 234, por qué mi mente no podía dejar de darme vueltas con la idea de ese pueblo perdido bajo las aguas. Así que, sin pensarlo demasiado, tomé la decisión: regresaría a la misma ruta.

Mi moto estaba en perfecto estado, aunque sentía un extraño escalofrío cuando la encendí. Era una sensación difícil de describir, como si algo en el aire estuviera esperando. La ruta hacia el sur parecía tranquila, casi vacía, pero al acercarme al desvío hacia lo que alguna vez fue San Ventura, la atmósfera comenzó a cambiar.

La niebla se levantó de nuevo, espesa y densa. La misma que había visto aquella noche. Mis manos se pusieron frías al girar el manillar de la moto, y el viento se tornó pesado, como si el aire mismo estuviera cargado con algo siniestro. Avancé con cautela, mis ojos fijándose en cada detalle del camino. A medida que me internaba en el desvío, el mundo parecía volverse más borroso, como si todo lo que estaba a mi alrededor estuviera cubierto por una capa de neblina más densa.

Poco a poco, la sensación de estar siendo observado creció. No era paranoia, ni imaginación. Era real. Sentía que algo o alguien me estaba vigilando. Algo que no era humano, pero que estaba allí, siguiéndome en silencio. Y justo cuando sentí que la inquietud se volvía insoportable, lo vi.

A lo lejos, en medio de la niebla, la figura apareció de nuevo. La misma figura de aquella noche: alta, delgada, vestida con ropas oscuras, pero esta vez… su rostro estaba allí. Y no era un rostro humano. Era una masa amorfa de sombras, de carne desgarrada, con ojos rojos brillantes que miraban fijamente. La figura se acercó, moviéndose lentamente entre la niebla, y cuando sus ojos se fijaron en los míos, sentí un escalofrío que recorrió toda mi columna vertebral.

Quise acelerar, pero la moto comenzó a fallar de nuevo. El motor tosió, el velocímetro parpadeó, y el miedo comenzó a apoderarse de mí. Estaba atrapado de nuevo, en el mismo lugar, en el mismo maldito kilómetro 234.

De repente, la figura levantó un brazo, apuntando hacia mí. El aire se volvió denso y frío, como si la niebla se hubiera materializado en una forma tangible. Mis ojos se llenaron de oscuridad, y en ese preciso instante, algo muy extraño ocurrió: la moto arrancó con un rugido ensordecedor. Sin pensarlo, aceleré. No sabía qué pasaba, ni cómo lo hacía, pero la moto se movió de forma violenta, como si alguien más estuviera controlando el acelerador.

Aceleré con desesperación, el motor rugiendo y temblando bajo mí, hasta que sentí que la moto atravesaba una barrera, como si hubiera cruzado un umbral invisible. La niebla desapareció de golpe. El aire se despejó, y al instante, volví a estar en la Ruta Nacional, en el mismo lugar donde había comenzado todo. El paisaje había cambiado, pero el terror seguía en mis venas.

Desesperado, frené y observé a mi alrededor. A mis espaldas, el kilómetro 234 seguía allí, pero ya no era solo un punto en el mapa. El aire estaba cargado con algo pesado, como si ese lugar estuviera drenando mi energía. La figura ya no estaba, pero sabía que no la había dejado atrás. Algo estaba al acecho, esperándome.

Esa noche, me alojé en el primer motel que encontré. No pude dormir. Sentí que algo me acechaba desde la oscuridad, que algo había quedado conmigo, algo que no era humano. A las tres de la madrugada, escuché algo. Un susurro, suave pero claro, que me heló la sangre.

¿A dónde creés que vas? —la misma voz, la misma pregunta, pero esta vez provenía de la oscuridad de la habitación.

Me giré, pero no había nadie. El aire estaba cargado, pesado, como si la habitación estuviera siendo invadida por algo invisible. La sensación de estar observado se intensificó, y cuando intenté encender la lámpara de la mesita de noche, la bombilla estalló.

Lo peor de todo era que, en ese momento, comprendí que no había escapatoria. El kilómetro 234 no era solo un punto en el mapa. Era una puerta, un umbral entre dos mundos. Y yo había cruzado. No podía irme. No podía escapar de ese lugar, de esa maldición. San Ventura, o lo que quedaba de él, seguía vivo, en la niebla, en las sombras. Y la figura sin rostro, las voces, las miradas… todo eso me había reclamado.

Al día siguiente, cuando salí del motel y subí nuevamente a la moto, noté algo extraño: el GPS marcaba el mismo kilómetro 234, sin importar hacia dónde me dirigiera. Como si el destino estuviera sellado, como si ya no tuviera otra opción más que regresar allí.

Y lo supe. San Ventura nunca me dejaría ir.

Mi vida había quedado atrapada en un ciclo, en una dimensión paralela donde la niebla, la figura sin rostro y las voces susurrantes gobernaban. El kilómetro 234 ya no era solo un lugar. Era un punto de no retorno.

Y yo estaba atrapado allí, sin saber si alguna vez volvería a ver la luz del día.

El viaje había terminado. Y el verdadero horror comenzaba.

Kilómetro 234 – Parte III: El Horror de lo Desconocido

El día había comenzado como cualquier otro. Cuando desperté en el motel, sentí una extraña pesadez en mi pecho, como si algo me estuviera oprimiendo desde dentro. La sensación de incomodidad no me dejó ni un momento en paz. Miré a mi alrededor, y aunque todo parecía normal, había algo en el aire, algo invisible que me rodeaba. No podía identificarlo, pero sabía que estaba allí.

Cuando subí nuevamente a la moto, no pude evitar sentir una inquietante certeza. El kilómetro 234 me estaba esperando. No importaba adónde fuera, qué dirección tomara, sabía que ese punto en el mapa no me iba a dejar escapar. Cada vez que miraba el GPS, la misma cifra aparecía: 234 km. Incluso cuando tomaba rutas alternativas, el número seguía allí, inmutable, como una cicatriz en la piel de la tierra.

El sol estaba alto, pero la atmósfera seguía extraña. El aire estaba denso, como si se hubiera impregnado de algo oscuro. Avancé, el rugir del motor me acompañaba, pero el paisaje parecía desmoronarse a medida que me alejaba del pueblo. Las sombras de los árboles a los costados del camino crecían, aunque el sol estaba en su punto más alto. No entendía por qué, pero sabía que había algo siniestro acechando.

A lo lejos, la niebla comenzó a aparecer. Lenta, gradual, como un fantasma que emergía desde el suelo. Estaba regresando a ese maldito lugar, a ese kilómetro 234, sin poder evitarlo.

Cada giro que tomaba la moto me llevaba de nuevo a las mismas curvas, a las mismas señales que ya había visto la noche que me había perdido allí. El mismo camino repetido, una y otra vez, como si estuviera atrapado en un bucle. Lo supe con certeza: el kilómetro 234 no era un lugar, era una trampa. Un punto de no retorno. La realidad y el tiempo comenzaban a diluirse, mezclándose con la niebla que se cernía sobre mí.

Entonces, lo sentí. Lo que había acechado en la niebla la primera vez.

Mi visión se nubló. Al principio fue sutil, como una presión en el pecho. Luego, el aire se volvió frío, gélido, casi insoportable. Me detuve, mirando hacia adelante. Vi la silueta, esa misma figura que había visto antes. Pero ahora era diferente. Más oscura. Más macabra.

Se encontraba de pie, al borde del camino, inmóvil, como una sombra al final de un túnel. No llevaba sombrero, ni saco largo. Su cuerpo estaba deshecho, envuelto en lo que parecía ser una neblina negra. Sus ojos… ya no brillaban, no eran rojos como antes. Ahora, sus ojos eran vacíos, como dos agujeros negros que absorbían toda la luz. El vacío de su rostro parecía querer tragármelo todo.

Mis piernas temblaron. Intenté arrancar la moto, pero el motor se apagó. Giré la llave, pero nada. Estaba atrapado nuevamente. Los gritos comenzaron a retumbar en mi cabeza, ecos de voces que no podía identificar. Al principio, solo murmullos lejanos, pero luego, se volvieron más cercanos, más claros.

“¿A dónde crees que vas?”

La voz me atravesó el alma. La misma voz. La voz que había escuchado en la niebla, en la noche solitaria. Pero ahora, estaba dentro de mi mente. Sentía la presión de esa pregunta, como un peso, como si mi propia identidad fuera arrancada por cada sílaba que resonaba en mis oídos. La figura comenzó a moverse, y la neblina creció más espesa. Mis ojos ya no podían distinguir entre lo real y lo irreal. El miedo se apoderó de mí.

La moto, por fin, volvió a rugir, pero no era la misma. El sonido era más grave, como si estuviera siendo alimentada por algo mucho más oscuro que el combustible. ¿Era mi moto? ¿Era mi mente? No lo supe. Solo supe que, sin pensarlo, giré el manillar y la moto comenzó a moverse a una velocidad monstruosa. Las curvas se sucedían rápidamente, y el paisaje, en lugar de cambiar, se repetía una y otra vez. Las mismas ramas secas, las mismas piedras rotas.

En cada giro, veía a la figura. Aparecía siempre más cerca, más tangible, siempre observando, siempre apuntando hacia mí. Como si se alimentara de mi miedo. Como si la niebla misma fuera su cuerpo, su alma. Era una sombra que no dejaba de crecer.

Y luego… lo sentí. Algo tocó mi espalda.

Fue un roce helado, como una mano invisible que me agarraba. El pánico me invadió, pero la moto seguía adelante, acelerando. Mi respiración era agitada, mi corazón latía con fuerza.

Finalmente, vi una luz. Un faro distante. Pensé que era el final de todo, que había logrado escapar. Pero cuando me acerqué a la luz, me di cuenta de que no era el final. Era otra trampa.

La luz era la misma de la represa. El agua inundaba todo el lugar, y allí, en la orilla, vi el pueblo. San Ventura. Pero ya no era un pueblo. Estaba sumido bajo el agua, sumido en la oscuridad. No había nada allí. Solo restos, sombras, desechos flotando.

Y en el horizonte, esa figura sin rostro, esa sombra que me había estado persiguiendo, se alzó de nuevo, más grande que nunca, y con una sonrisa que no era humana. La voz volvió a susurrar en mi oído, esta vez con un tono más cruel, más definitivo:

“¿A dónde crees que vas?”

Mi moto se detuvo de golpe, como si la hubiera detenido una fuerza sobrenatural. No podía escapar.

La niebla me envolvió por completo. El aire se volvió irrespirable. Sentí que mi vida se desvanecía. Mi cuerpo no respondía. Mi mente se deshacía, atrapada en un ciclo eterno, en una distorsión entre los mundos. Ya no había más caminos, ya no había más rutas. Solo la sombra que me consumía.

San Ventura ya no existía.
Yo ya no existía.

El kilómetro 234 me había reclamado. Y ahora, era parte de la niebla.