LA DEJARON PARA MORIR, PERO ÉL LA ENCONTRÓ.. Y TRAS CABALGAR JUNTOS, ELLA SE CONVIRTIÓ EN SU ESPOSA.

La dejaron atrás para morir, pero él la encontró. Y tras cabalgar juntos por semanas, ella se convirtió en su esposa. “No toques eso, Es de mi abuelo!”, gritó Emilia forcejeando por el cuello de la vieja camisa en el fango. La voz se lebraba, pero sostenía la mirada dura pese al miedo. “¿Todavía crees que esto te va a salvar, Emilia?”, le bufó uno de los hombres que la tenía sujeta.

 Era Camacho, el mayor de los ríos, con su sombrero aplastado y una cicatriz vieja recorriéndole la mejilla. “Ya no queda nada que defender, niña. Suelta a mi hermana”, se oyó la voz de Tomás perdido en el tumulto, pero un culatazo lo hizo callar. Entre polvo y gritos, Emilia trató de zafarse. “¡Váyanse de nuestra tierra!” Alguien la empujó de rodillas y sintiendo el aire caliente del mediodía contra su espalda, Emilia luchó por levantarse.

 Se tragó el llanto, solo alcanzó a ver la huella de su vestido blanco, ahora manchado, antes de sentir el golpe seco en la cabeza. El mundo se le volvió negro. Un olor fuerte a sudor, cuero y sangre la sacó del desmayo. Algo la sacudía y un murmullo grave colaba entre la neblina. Emilia no lograba enfocar. Apenas sentía el propio cuerpo.

 No te duermas, ¿me escuchas? Necesitas agua. Una mano áspera limpiaba la herida de su frente con un trapo húmedo. El sol se filtraba entre las ramas de un espinillo. La luz lastimaba los ojos. Emilia intentó empujarlo. No me toques. ¿Quién sos? Quítate. Tranquila, si no le bajo la fiebre, se muere, respondió la voz. El acento era distinto, suave, arrastrado.

 Emilia intentó arrastrarse, pero la pierna le dolía tanto que apenas pudo moverla. Se dio cuenta entonces de dónde estaba, tirada junto a un caballo negro con la cara en el polvo y el vestido hecho girones. La garganta le ardía. Él se agachó un poco más. Tenía barba espesa, la piel tostada y los ojos negros bajando la vista con respeto. Me llamo Mateo.

 Estaba pasando cerca y te encontré así. No te voy a hacer daño. No, no necesito tu ayuda. Déjame aquí. Balbuceó Emilia tratando de ocultar cualquier rastro de debilidad, pero se le notaba la voz temblorosa. No podés moverte. La herida te puede infectar. Mateo murmuró mientras revisaba su muslo sangrante, arrancando un pedazo de tela para improvisar un vendaje.

 Emilia le dio un manotazo débil. No soy ninguna inútil. No quiero deberle nada a un forastero. Mateo suspiró. No discutió. No tenés que agradecerme nada. Solo aguanta un rato más. Fingiendo que no la escuchaba, Mateo siguió limpiando la herida. Emilia temblaba cruzando los brazos sobre el pecho.

 ¿Dónde están mis hermanos? Preguntó con voz apenas audible. Cuando llegué, solo estabas vos y ese olor a pólvora. Lo siento. Un silencio espeso se metió entre ellos. Emilia apretó los dientes, el orgullo mezclado con miedo. ¿Eres de los ríos? Soltó de golpe la mirada encendida. Mateo negó despacio sin molestarse. Soy boliviano.

 Trabajo en los corrales del patrón Díaz a dos leguas de aquí. No tengo nada que ver. Volvió a ajustar el vendaje con manos firmes. Quédate quieta. Si mueves mucho la pierna, sangras más. Emilia tragó saliva. El odio aprendido desde chica se revolvía en su interior. ¿Y por qué ayudarme a mí? No ganas nada. Mateo recogió una cantimplora y le acercó el agua. A veces uno simplemente hace lo correcto.

 Toma despacio. Emilia dudó. Agarró la cantimplora bebiendo a sorbos cortos. El agua tibia supo a tierra y a vida. ¿Cómo te llamas? Mateo la estudió con curiosidad y distancia. Emilia. Emilia Quiroga. Su nombre salió apenas, casi con vergüenza de estar así, tan lejos de casa, humillada. Se frotó el rostro tratando de ocultar el temblor. No deberías hablar con los míos. No confían en extraños.

 Mateo bajó la cabeza acostumbrado al rechazo. No te preocupes. Nadie debe saber que estuve aquí, dijo. Se puso de pie y espió el horizonte. Si te encuentran, no creo que sea bueno que te vean conmigo tampoco. Emilia forzó una sonrisa desdeñosa. Puedes irte. Sé cuidarme sola.

 Eso decías hace rato, pero estabas a punto de morirte”, respondió Mateo sin dureza casi resignado. Ella apretó los labios, se quedó mirándolo, notando la cicatriz en su brazo y la ropa remendada. No parecía un matón de ningún bando, sino un hombre acostumbrado a pasar desapercibido. El caballo negro refunfuñó pateando la tierra. Mateo le acarició el lomo mientras vigilaba la lejanía.

 “¿Vendrán por ti?”, preguntó sin mirarla. Por mí o por lo que queda de mi apellido, murmuró Emilia. Un trueno seco de cascos rompe la conversación. Mateo tensó los brazos. Escóndete, ordenó. Emilia lo miró dudosa, temblorosa. ¿Dónde? Entre esas piedras. Yo distraigo si es necesario. Anda. Emilia a puro instinto gateó hacia un arbusto.

 El dolor le arrancaba lágrimas, pero no se dio. Desde su escondite vio cruzar dos jinetes con sombreros viejos, los mismos que la dejaron atrás. Buscaban rastros con la mirada tensa e inquieta. Mateo se acomodó la camisa y avanzó unos pasos simulando recoger leña. Los hombres se acercaron. ¿Qué haces por acá, paisano? preguntó el más bajo receloso.

 “Busco campo seco para los caballos. El patrón Díaz me mandó hacia el sur”, contestó Mateo con acento deliberadamente marcado. El hombre lo midió con desconfianza. “¿No viste a una mujer, verdad? Viene herida, vestida de fiesta como para velorio.” Mateo se encogió de hombros. Solo anda algún armadillo. No he visto nada.

 El otro tipeó la cuerda del caballo pasándose la lengua por los dientes. Si la ves, dale aviso a los ríos, andan pagando bien. Mateo sentía sumiso, evitando mirarlos a los ojos. Cuando los tipos por fin se alejaron, Emilia salió a rastras, respirando a trompicones. Mateo se volteó buscándola con urgencia. ¿Te hicieron daño antes?, preguntó mirando su cintura.

 Emilia negó con la cabeza endureciéndose. No quiero hablar de ellos. No, ahora Mateo asintió sin más preguntas. Te vas a quedar aquí hasta curarte, informó. Yo traigo algo de comida al atardecer y te ayudo con la pierna. Después veremos cómo sales de esto. Emilia lo miró con desafío.

 ¿Te crees mi salvador? Mateo se encogió de hombros recostándose junto a una roca. No, solo sé que no merecés morir sola así. Eso es todo. Ella cayó. El silencio entre ambos era incómodo, pero también necesario. Solo se oían los grillos y el calor, espeso como plomo. Pasaron horas así.

 Al caer la tarde, Mateo apareció con unas tortas secas y un puñado de algarroba. No tengo más. Tómalo si querés. Emilia lo aceptó sin decir nada, mascando con fastidio. Los dos tragaron la comida en silencio. Mateo la ayudó a incorporarse para que estirara la pierna, siempre evitando tocarla más de lo necesario. Ya en la noche, Emilia se estremeció. La fiebre le subía, pero no lo admitía.

 “¿No tenés miedo?”, le susurró al fin. Mateo la miró de reojo. Claro que tengo. Pero peor sería quedarse quieto esperando que nos lleve el Emilia titubeó apretando la manta que él le dio. Tus padres viven lejos. Se arriesgó a preguntar. Mateo bajó la cabeza y Emilia supo que no debía haber preguntado. Él no respondió. Al rato solo dijo, “La gente como yo nunca se queda mucho tiempo en un solo lugar.

 El viento trajo ecos de caballos desde el sur. Emilia, tiritando, agarró el brazo de Mateo sin pensar. ¿Me vas a dejar? Mateo negó cubriéndole los hombros con otra manta. No te dejo, pero tenemos que movernos antes de que amanezca. A medianoche recogieron lo poco que tenían. Mateo la subió al caballo y llevó las riendas con firmeza.

 Emilia, recostada contra su pecho, apenas mantenía los ojos abiertos. No hables, Emilia”, le ordenó él apenas un susurro. “Si escuchas pasos, te dejas caer al otro lado, ¿entendiste?” Ella asintió confiando por primera vez y así, en medio de ese desierto de polvo y amenaza, dos almas heridas cabalgaron hacia lo desconocido.

 Atrás quedaban las sombras y los gritos. delante solo la quietud peligrosa de la llanura y la promesa incierta de sobrevivir juntos, aunque fuera un día más. Amanecía y el viento ya traía consigo un calor seco, polvoso. Emilia despertó medio aturdida sobre el lomo del caballo negro, sintiendo los brazos de Mateo, sujetándola con firmeza para que no se cayera.

 El costado le dolía, la pierna punzaba, pero por primera vez en días no escuchaba gritos ni disparos a lo lejos, solo el ritmo cadencioso de los cascos, el resuello del animal y los suspiros del hombre que aunque apenas conocía, ahora era la única razón por la que seguía ahí. “Tienes que tomar un poco más de agua”, murmuró Mateo en cuanto notó que Emilia abría los ojos.

 No quiero, protestó ella, pero la garganta reseca la traicionó y terminó aceptando la cantimplora sin rechistar. El silencio era incómodo, pero suave. El campo se abría delante de ellos en una extensión interminable, donde los pastos altos se coloreaban de amarillo por el sol temprano. Emilia, con la cabeza apoyada en el pecho de Mateo, sentía un enojo raro.

 Se sentía vulnerable, expuesta, sin rumbo propio. Odiaba depender de alguien. menos aún de un forastero y menos aún de uno que parecía no tener miedo a nada. ¿A dónde vamos? Preguntó de pronto rompiendo la calma. Mateo no respondió al instante. Seguía mirando adelante, el ceño ligeramente fruncido. “Por ahora, lejos de donde te puedan encontrar”, dijo sencillo.

 “Hay un monte más adelante. Ahí podríamos descansar y curar bien esa pierna. Después, cuando puedas caminar otra vez, ya verás si sigues por tu cuenta. Emilia bufó fastidiada. Se acomodó la manta que la cubría, manchada de tierra y sangre reseca. Siempre eres así, de mandón. Nadie te pidió que fueras mi niñera.

Mateo sonríó de lado, sin mirarla. No me gustaría, créeme, pero quedarte sola sería lo mismo que entregarte otra vez. El caballo frenó al pie de un pequeño arroyo. Mateo bajó primero y con cuidado ayudó a Emilia a desmontar. En cuanto pisó el suelo, el dolor la forzó a sujetarse de su brazo. Se sentía humillada, pero por otra parte tenía hambre, sedan imposible de ignorar.

 Mateo la acomodó contra un tronco, buscando en sus alforjas algunas tortillas viejas y un poco de Charky. “¿No tienes miedo de que te acusen de llevarme?”, preguntó Emilia la voz ronca. Mateo negó mientras vertía agua sobre una venda improvisada. Ya me han acusado de peores cosas. Lo que diga la gente no me cambia la vida, ni la tuya.

 Los Quiroga no olvidan ni perdonan insistió Emilia. Si mi familia te ve conmigo, pueden pensar que me traicionaste o que planeabas llevarme para los ríos. Mateo se encogió de hombros. No pertenezco a tu guerra, pero si para salvarte tengo que ganarme un enemigo más, pues ni modo. Emilia mascó el pan duro, rumeando ese silencio.

 Miró el horizonte, la herida en la pierna escosiendo hasta el alma. ¿Cómo fue que llegaste aquí? soltó casi sin pensarlo, cansada de masticar su propio enojo. Mateo al principio guardó silencio, deslizó la mirada sobre el arroyo como si buscara una excusa para no hablar. “La frontera me trajo”, dijo por fin, encogiéndose en sí mismo. Allá en Bolivia tenía familia, trabajo, pero todo se cayó cuando la tierra dejó de dar. Me vine solo a ver qué encontraba.

Nunca esperé quedarme tanto ni meterme en pleitos de gente ajena. Emilia lo observó detenidamente, viendo en su postura alguien que cargaba algo más pesado que armas o heridas. Y nunca quieres volver. Mateo se encogió aún más, la mirada fija en el barro. Los muertos no esperan a nadie. Lo que dejé ya no existe para regresar.

 Era la primera vez que Emilia sentía algo parecido a empatía por él. Pensaba en su propia casa. En la imagen brutal de Tomás tirado en el fango la última vez que lo vio. Los dos estaban a su manera escapando de fantasmas. Un par de caranchos cruzaron el cielo. El silencio entre los dos era más amable, menos punzante. Tres días pasaron así, siguiendo brechas ocultas, bordeando esteros secos y pequeños ranchos vacíos por la sequía. Emilia iba recuperando fuerza poco a poco.

 Ya no necesitaba que la cargaran. Aunque todavía cojeaba y de vez en cuando el dolor la obligaba a detenerse. Durante las noches compartían historias al calor de una fogata pequeña que nunca levantaban demasiado por miedo a ser vistos de lejos. A veces Emilia contaba anécdotas de su abuelo, de cómo los quiroga llegaron a fundar el rancho, de los bailes y domas cada septiembre.

 Mateo con paciencia hablaba de festividades en su pueblo, de su madre cocinando mote cuando toda la familia aún estaba junta. Una noche, después de compartir lo último de la comida, Emilia preguntó, “¿Por qué nunca hablas de tu papá? Siempre cuentas de tu madre y tus hermanos, pero de él nada.

” Mateo se quedó serio, el fuego reflejando sombras en su rostro. “No lo conocí”, contestó bajo. Se encogió haciendo bola entre las mantas. Se fue antes de que naciera. Ni foto tengo. Emilia apretó la manta, incomodada por haber tocado un tema difícil. Lo siento, no deberías haber preguntado eso. No, repuso Mateo después de un rato con una sonrisa tenue. Está bien.

 Uno termina acostumbrándose a ser menos para los demás solo por cómo nace. A Emilia le vinieron ganas de abrazarlo, pero no se atrevió. Había aprendido a no mostrar debilidad. ni siquiera ante sí misma. Esa misma noche, cuando creía que Mateo dormía ya, Emilia susurró casi sin aliento, “Gracias por no dejarme.

” Mateo, sin mirar respondió, “Tampoco yo tenía a dónde ir.” Se quedaron así, cada uno en lo suyo, pero un poco menos solos. Un par de días más y los rumores comenzaron a alcanzarles. Detrás de cada paradero o vaquería donde paraban, siempre había alguien dispuesto a reconocer a Emilia o peor aún a Mateo. Una tarde, mientras hacían fila para llenar la cantimplora en un pozo comunal de un rancho lejano, una mujer mayor la observó de reojo y murmuró, apenas disimulando la malicia.

 Dicen que ese boliviano anda metido con los narcos del norte. No te fíes, niña. Emilia la enfrentó con la mirada dura, pero el veneno ya había hecho efecto. Caminó callada al costado de Mateo el resto de la tarde, repasando cada gesto, cada palabra. De pronto, todos los silencios de Mateo la parecieron sospechosos.

 Al caer la noche, cuando Mateo le ofreció un poco de frijol cocido, Emilia no aceptó de inmediato. Se sentó a distancia observándolo. La gente habla mucho de ti. Inició suave. Que te has metido en líos, que llevas mensajes o paquetes para los peores. Mateo no respondió. Attizó el fuego sin mirarla. ¿Tú también lo crees?, preguntó apenas un susurro. No lo sé. No sé nada de ti.

Emilia apretó los puños. Solo sé que no tengo a nadie más aquí, pero no voy a morir por un error ajeno. Mateo frunció los labios. Si quieres irte, lo entiendes. No puedo irme todavía, pero quiero la verdad. Mateo la miró de lleno por primera vez con rabia. ¿Verdad? La verdad es que cuando uno es forastero, cualquier cosa que digan se vuelve real, aunque sea mentira.

 La verdad es que hay quienes usan a los que no tienen papeles para lo peor. Y yo he visto cosas, sí, pero no soy uno de ellos. Si no crees, no te voy a obligar a quedarte. El aire se volvió tenso, pesado como lluvia que nunca cae. Emilia quiso pedirle perdón, pero el orgullo la frenó. Se dieron la espalda esa noche.

 Emilia lloró en silencio, extrañando a su familia, odiándose por dudar y por necesitar a Mateo más que a nadie. Un par de días después, el peligro se hizo real. En una barranca resguardada por quebrachos, ya casi de noche, el galope rápido de tres caballos lo sorprendió. Mateo apenas tuvo tiempo de empujar a Emilia tras un tronco caído.

 “No te muevas”, susurró desenfundando el cuchillo que llevaba atado a la pantorrilla. Los hombres, sombreros bajos, rifles en mano, se detuvieron a unos 30 m. Uno de ellos gritó, “Sabemos que andan por aquí. Entrégate, Emilia. No queremos matarte, pero tampoco vas a volver con ese extranjero.” Emilia, encogida, se tapó la boca para no gritar. Mateo le hizo una seña, paciencia.

 Los tipos avanzaron explorando entre las ramas. El silencio era absoluto, salvo por el rechinar de los estribos. De pronto, uno de los hombres alcanzó a ver el caballo negro amarrado. Aquí están los muy tarugos. Mateo no esperó. Se lanzó sobre el primer tipo forcejeando. Emilia, aterrada, buscó un palo en el suelo. Se oyó un disparo. El aire se llenó de gritos y polvo.

 Emilia golpeó al segundo hombre con todas sus fuerzas, cayendo entre el lodo y ramas. El tercer hombre la sujetó por el pelo. Emilia forcejeó, gritó. sintió el filo de un cuchillo contra la garganta. Entonces Mateo lo envistió por la espalda. Hubo lucha, gritos, un segundo disparo hasta que uno de los atacantes salió corriendo.

 Mateo llamó a Emilia, pero ella apenas podía ver. Sangre le bajaba por la 100. El aire vibraba de adrenalina y miedo puro. En medio del caos, vio a Mateo tambalearse y caer de rodillas. El filo de un puñal asomaba bajo su costilla. El hombre que lo atacó escapó en la confusión, dejando a Emilia arrodillada, temblorosa junto al cuerpo de Mateo. Mateo lloró arrastrándose a su lado.

 La camisa de él se manchaba de rojo. Mateo quiso decir algo, pero solo le salió un suspiro ronco. Emilia lo abrazó apretando la herida. El mundo le dio vueltas. Los gritos y los caballos alejándose se fueron apagando. “No te mueras. No me dejes te imploró. Por favor, Mateo, no así.” La noche cayó brutal e injusta como una manta sin consuelo.

 Emilia ensangrentada, sola entre los matorrales de la llanura, sintió por primera vez el peso de perderlo todo. De fondo, una última luciérnaga luchaba por no apagarse, igual que la esperanza que apenas les había nacido. El amanecer trajo un frío raro, pegajoso, que se colaba sin permiso entre los arbustos donde Emilia estaba hecha un ovillo.

 El aire olía a sangre vieja, tierra revuelta y algo más. Ausencia, un zumbido quedo en los oídos, mezcla de cansancio y ese vacío brutal que deja el miedo después de pasar. Cada vez que abría los ojos, el recuerdo la tumbaba. El cuerpo de Mateo tumbado sobre la tierra, los gritos alejándose, la sangre empapando su costado.

 Por un rato creyó que todo había sido una mala pesadilla, pero el dolor en la pierna y la mancha reseca en el vestido la aterrizaban sin remedio. Apenas había luz y ya no quedaba ni un pájaro cerca. “Muévete”, se ordenó Emilia luchando por ponerse de rodillas. Apenas se levantó, miró alrededor medio tambaleando.

 No había señales de Mateo, ningún rastro de sus cosas, ni el caballo negro, ni las pocas mantas. Salvó el cuchillo de mango rugoso tirado a un lado, manchado de barro y sangre. Intentó buscar algo, cualquier señal, un pañuelo, una huella, el murmullo de una voz conocida, nada, solo ese vacío de cuando alguien se va tan rápido que no te da ni chance de despedirte.

 La rabia se le atoró en la garganta, pero no pudo llorar. Le ardía la cara, le ardía el alma. Apretó el cuchillo en la mano buena y sin mirar atrás caminó. Sansa. La mañana fue un hueco grande. Emilia iba arrastrando la pierna, dejando un rastro torpe entre el monte seco. Los grillos y cigarras no callaban, pero el ruido se sentía ajeno.

El sol apenas asomaba, pero ya quemaba. Cada paso le recordaba lo sola que estaba, lo rápido que puede cambiar todo. “Maldito seas, Mateo”, susurró de pronto, sintiendo las lágrimas de coraje subirle a los ojos. “¿Por qué fuiste tan tonto?” Se detuvo junto a un tronco caído. Revisó el vendaje flojo de la herida.

 La sangre ya no salía, pero el ardor la hacía maldecir. El paisaje era igual de cruel, quebrachos grises, pasto seco, ni una sombra decente. Pensó en quedarse ahí, dejar que el día la borrara, pero se le vino a la cabeza la imagen de Tomás, su hermano, siempre diciéndole que los Quiroga no eran de rendirse.

 “Sigue, aunque no quieras”, había enseñado el abuelo. Apoyándose en el tronco, se forzó a levantarse otra vez. Seis. El día pasó torcido. A ratos, Emilia sentía las fuerzas irse, pero algo la empujaba a seguir. No sabía si buscaba salvarse o solo huir del lugar donde vio a Mateo caer. Cada tanto se mordía el labio para no agacharse a llorar.

 Recordaba como él la regañaba para que no fuera terca, cómo le cubría los hombros con la manta en la noche fría, cómo le hablaba bajito para no asustarla. habló sola por tramos, no para tener compañía, sino para tener algo de que agarrarse. Esto no puede acabar así, no puede. No voy a morir aquí ni de hambre ni de pena. Al mediodía alcanzó un pequeño arroyo.

 El agua era sucia, apenas un hilo marrón, pero mojó el pañuelo y se limpió la cara. vio su reflejo, el vestido blanco hecho girones, la mejilla marcada del último golpe, el pelo hecho una maraña. Parecía otra persona, alguien menos frágil, más dura. Escogió un rincón entre piedras y se sentó.

 Solo entonces dejó que el llanto le saliera sin ruido, no por debilidad, sino porque ya era mucho perder tanto en tan poco tiempo. Por la tarde, la soledad pesaba como plomo. Emilia contó mentalmente los días desde que huyó de casa, desde que Tomás gritó por última vez desde el primer encuentro con Mateo. Cada recuerdo era un filo, pero también un abrigo. Recordó las historias de su madre.

 El que nunca está solo tampoco aprende a quererse. Emilia nunca lo entendió. Ahora, tragándose el agotamiento, empezó a dar sentido a las palabras. Por primera vez pensó que tal vez no volvería a ver a nadie de los suyos. Tal vez Mateo ya no estaba en este mundo, pero abajo, muy hondo, una partecita todavía dudaba. Mateo era fuerte. Si alguien podía sobrevivir, era él.

 Eso no quitaba el dolor, pero le dejaba una pisca terca de esperanza. Se obligó a recordar bien las rutas aprendidas de niña, lo que el abuelo decía sobre no perderse. Sigue el curso del agua, la corriente te lleva tarde o temprano a la vida. Así lo hizo. Al caer la noche, la brisa trajo olor a leña, no cerca, pero tampoco infinita la distancia. Emilia pensó en buscar refugio donde no la viera nadie.

 Caminó hasta que le temblaron las piernas y encontró una especie de zanja amplia rodeada de chilcas. Ahí se recostó, abrazada al cuchillo de Mateo, el único rastro físico que le quedaba de él. Las horas de oscuridad fueron largas. No dormía bien. Soñaba con voces, las de su hermano, las de su madre, la risa apagada de Mateo cuando contaba historias de Bolivia.

 En sueños los perdía y volvía a encontrarlos, siempre a punto de alcanzarlos sin lograrlo. Al despertar, el cuerpo dolía más, pero el ánimo no tanto. El miedo ya no le ganaba al orgullo. Sai pasaron dos días antes de animarse a cruzar hacia el siguiente puesto, una vaquería pequeña. Tenía hambre y lo admitía. sola no iba a llegar a ningún lado.

 Entró de madrugada, medio oculta, buscando a quien pedir algo de comer o aunque sea información. A nadie le extrañaba ver a una mujer sola por esos caminos. Ya había aprendido que los hombres preguntan menos cuando una trae cara de haber peleado duro. Una mujer la vio cruzar la cerca.

 ¿Qué te pasó, criatura? Preguntó sin juicio, apenas con curiosidad. Emilia se mantuvo en guardia, acostumbrada a tragarse la verdad. Ando buscando trabajo improvisó. Me hirieron unos bandidos, pero soy de mano fuerte. La mujer le ofreció pan viejo y una taza de mate cocido. No eres quiroga, ¿verdad?, insistió entornando los ojos. Emilia tensó la mandíbula, pero negó. Solo quiero seguir al norte. No preguntó más.

 Pero cuando Emilia se alejó, escuchó que la mujer murmuraba a un hombre. otra criatura perdida. Ojalá no corra la misma suerte que otros. El rumor de los ajenos llegó pronto. Esa noche, al quedarse dormida sobre la manta prestada, escuchó claras las voces de parientes y enemigos. La quieren de vuelta, viva o muerta.

 Dicen que la vieron con el boliviano. Seguro los dos están juntos tramando alguna desgracia. Un nudo se le quedó estéreo en la panza. Por más que quisieran cambiar la historia, solo ella sabía la verdad de Mateo. Sa volvió a salir al camino más cerca todavía. Sabía que no podía quedarse mucho en ningún sitio.

 Un día pensó buscar refugio en el rancho Díaz, pero algo le dijo que ni ahí estaría segura. Entonces decidió perderse entre senderos menos visitados, bordeando esteros, esquivando a quien preguntara demasiado. Fue en esos días de marcha sola. Cuando entre el hambre y la sed, empezó a hablarle a Mateo como si pudiera oírla. “No sé por qué te sigo hablando si seguro ni te importa”, gruñía en voz baja.

 “Pero si me estás oyendo donde sea que estés, quiero pensar que hiciste lo correcto. Yo lo intenté. A veces alucinaba verlo. Una sombra detrás de una cerca, el chillido de un caballo que sonaba a capitán, el lomo negro o Pero siempre que intentaba acercarse era solo el viento o la maleza. Shi. La segunda semana, el ánimo cambió. El dolor dio paso a algo nuevo, una rabia medio fría, la decisión de no dejarse morir ni dejar que los otros contaran su historia por ella.

 Si Mateo estaba muerto, lo merecía saber de frente y si vivía, entonces no iba a cargar con el miedo ni la culpa de otros. Una noche en que el frío no la dejaba dormir, se sentó junto al fuego robado al atardecer y se habló de frente como nunca. No necesito aprobación de nadie. Si los míos piensan que me vendí por quedarme viva, peor para ellos. Mateo no me salvó por deber nada. eligió ayudarme y eso es más de lo que cualquiera de los míos hizo.

 El eco de la voz rebotó entre los árboles. Emilia sintió alivio. No era perdón ni olvido. Era aceptación de lo que había vivido. Se hecho, un par de días después escuchó en un pueblo pequeño el rumor de un hombre boliviano herido que había salvado a unos jornaleros de un asalto. No decían nombre ni apodo, pero el acento contaban, era suave.

 Arrastrado como río lento, Emilia se detuvo, el corazón saltándole. No había tiempo para el duelo. Por primera vez desde el ataque, sintió que el futuro no era solo un castigo, sino algo que podía luchar, que no importaba cuántas heridas ni cuántas soledades, seguía ella misma siendo dueña de lo que iba a pasar.

 Esa noche, todavía con la pierna medio herida, pero la cabeza en alto, recogió su mochila y el cuchillo de Mateo. Antes de partir, miró al cielo sin nubes y prometió en voz baja, “No sé dónde andes, Mateo, pero te juro que no voy a dejar que tu historia se quede así, tampoco la mía.

” Y con eso se echó a andar, ya no huyendo, sino buscando, no solo a Mateo, sino a la verdad de ambos, al coraje que nace de perderlo todo y aún así no dejarse quebrar. En el camino, la soledad seguía firme, pero ahora más ligera. Después de tantos silencios, Emilia entendió que el amor cuando es real no necesita palabras. Basta la memoria, la obstinación de vivir, aunque todo sea cuesta arriba.

 Y ahí, entre polvo, heridas y esperanza, empezó a forjar la fuerza de quien, habiendo amado tanto, decide elegir su propio destino. El amanecer era pálido, casi sin ganas, cuando Emilia volvió a ver los primeros postes de alambrado del rancho familiar.

 Habían pasado meses desde la última vez que cruzó esas tierras secas y aunque el paisaje no había cambiado, el pasto quebrado, los quebrachos flacos, el polvo pegajoso flotando en el aire, ella ya no era la misma. Llevaba el vestido remendado, las botas llenas de costras viejas y el cuchillo de Mateo bien metido en la faja. Al caminar, el dolor en la pierna se sentía como parte de su cuerpo.

 A veces lo ignoraba, a veces le recordaba quién la había hecho seguir. Se detuvo un rato bajo la sombra escasa de un algarrobo mirando el horizonte, dudando. No quería ver a los suyos, pero tampoco pensaba quedarse sola por siempre inventando caminos. vacíos. No era nostalgia, era necesidad de poner las cosas en claro, de ser dueña de su historia.

 Resopló, escupió al piso y siguió. Sa. Una semana antes, en un pueblo mediano, había escuchado el rumor de que los Quiroga habían cerrado la entrada principal del rancho. Nadie pasa sin permiso y nadie pregunta por la muchacha contaban en la tienda. A su vez, los ríos andaban más callados. Después de lo que pasó, el miedo había cambiado de bando y los otros se andaban con más cautela.

 “¿Qué harás si te reconocen?”, le preguntó una lavandera mientras le pasaba una tole y un pan. Emilia no contestó de inmediato. Miró la carretera y luego los nudillos de sus manos partidos y duros. “Voy a entrar igual”, dijo al fin. “No vine a pedir perdón.” La mujer rió bajito como quien no espera cambios grandes por el simple hecho de tener agallas.

 Esa mañana, semanas después de dejar atrás el rumor del boliviano herido que ayudó a unos jornaleros, Emilia entró al rancho de los Quiroga por la portera vieja del fondo, la que casi nadie usaba porque estaba rota desde hacía dos temporadas de lluvia. Recordaba bien el truco para saltar el alambre sin que chillara.

 Se sintió por un instante niña corriendo a esconderse de su madre después de robar duraznos del huerto. No había gente cerca, solo el cacareo de unas gallinas y el bramido de una vaca sin ordeñar. Caminó pegada al muro de adobe hasta la cocina, escuchando por si acaso algún paso duro de hombre o el gosip de las viejas.

 Adentro su madre, Lina, hervía agua y pelaba papas. El cabello encanecido caía a los lados igual que siempre, pero la espalda antes recta ahora se le veía encorbada. Emilia tragó saliva. ¿Qué haces aquí? Soltó Lina el cuchillo en la mano al verla en el umbral. Vine a hablar, contestó Emilia firme. No vine a hacer escándalos.

 La madre la midió de arriba a abajo sin moverse. Pensábamos que no quedarías viva, pero ya ves, Dios tiene sus caprichos. Emilia se encogió de hombros. No sonríó, no pidió abrazo. Voy a hablar con mi padre. Dile que me espere en la sala. Lina pensó en negarse, pero la mirada de su hija era de esas que no piden permiso. Asintió con un suspiro chiquito.

 Está bien, pero no me traigas problemas. El padre Facundo Quiroga estaba sentado junto a la radio mudando la hierba del mate, los pelos y la barba más canosos que nunca. Al ver a Emilia parar frente a él, levantó la mirada, pero no dijo nada. El silencio entre padre e hija siempre fue pesado, más ahora que el apellido Quiroga estaba bajo sospecha por lo que pasó con los ríos y la fuga de Emilia.

 Me dijeron que andabas rondando con forasteros, soltó él sin rodeos. No me escapé a buscar novios, si es lo que insinúas”, dijo Emilia el seño duro. “Me salvé porque un hombre decente me ayudó, un hombre que ustedes ni conocen, pero que ahora andan culpando como si fuera el diablo.” El padre bufó tragando aire.

 No le gustaba que le llevaran la contraria, pero Emilia ya no era la niña de las trenzas. Ese Mateo ah se dijo que andaba metido con criminales. Aquí hay que desconfiar. Emilia sintió que la rabia le subía de nuevo. ¿Quién lo dijo? Los ríos. Los mismos que casi me matan. Los mismos que te ofrecieron plata para vender las tierras. Se acercó apretando el puño sobre la mesa.

 Tú me enseñaste a desconfiar de los cobardes, pero también me enseñaste que un quiroga no pisotea justos para salvarse. Facundo solo mascó el silencio. La radio sonaba bajito, pura estática. Mateo ha estado ayudando a los que ustedes ni miran”, siguió Emilia, “a los peones migrantes que aquí tratan como perros, que no pueden siquiera pedir agua sin que los corran a balazos.” Él, aún herido, siguió ayudando gente sin pedir nada ni fama.

“¿Eso ser criminal?” El padre agachó la mirada. Los dedos gruesos pasaban y pasaban por la taza del mate frío. No respondió. Por tu culpa y las mentiras de los ríos, toda la gente del pueblo cree que yo los traicioné, que merezco estar muerta. ¿Eso te parece justo? Emilia ahora hablaba abajo, sin llorar, pero firme.

 Yo sobreviví porque aprendí a defenderme y porque hubo alguien que sí creyó en mí. Si ustedes no pueden verlo, pues ni modo. Yo no voy a esconderme ni a cargar la vergüenza que no es mía. Lina asomó la cabeza en la puerta. Por un segundo nadie dijo nada. Jas. Por la tarde los rumores ya rondaban en el caserío. Emilia sentía los ojos encima y los cuchicheos apenas disimulados. No le importaba.

 Ese día, en vez de meterse a la pieza vieja o quedarse en la sombra de la cocina, salió a recorrer el campo, a visitar a los peones y a los jornaleros, que desde siempre la vieron crecer. Fue en la vaquería donde se topó con don Laureano, viejo amigo de su abuelo. El hombre cortaba leña la espalda encorbada. “Dicen que anduviste con el boliviano”, le soltó sin mala intención, solo como quien confirma el rumor.

 “Sí, y ojalá más lo conocieran”, contestó Emilia sentándose en un tronco. Laureano se acomodó el sombrero. “A mí me ayudó una vez hace unos meses. No tenía por qué ni cobró nada. Eso hace Mateo.” dijo Emilia. Ayuda aunque nadie mire. Laureano asintió. Hace falta más gente así aquí. Si todos fueran como tú o él, otro gallo cantaría.

 Emilia se quedó callada un rato mirando el horizonte. ¿Usted cree que puede cambiar algo?, preguntó. Siempre se puede, pero hay que meter ruido. Suspiró el hombre. Y tener el valor de aguantar cuando los otros empiecen a hablar. Esa noche, Emilia se lavó la cara en el jarrón como cuando era niña.

 Al verse al espejo pequeño, notó que el rostro endurecido no le quitaba lo vulnerable, pero sí lo temerario. Cenó con su familia. Nadie dijo mucho, pero Lina le sirvió doble sopa, un gesto que hablaba más fuerte que cualquier perdón. Al terminar, Emilia se levantó y encaró a sus padres y hermanos. Les habló claro, sin titubear. Si alguien viene a preguntar por mí, no quiero que digan que me escondí ni que me fui a llorar mi desgracia.

 Estoy aquí porque quiero hacer algo distinto. Si ustedes no pueden verlo, pues es su problema. Pero yo no pienso vivir bajo las mentiras de los demás. Les lanzó la mirada a todos, sabiendo que algunos la desaprobaban, pero a otros, como su hermano menor, se les escapaba una media sonrisa de orgullo. Salió a la noche abierta. Sanes. Al día siguiente, a sol limpio, Emilia salió rumbo al pueblo.

 Sabía a quiénes buscar. La gente del campamento migrante a unos kilómetros. Llevó pan y agua, pero sobre todo el corazón puesto en la causa. Cuando llegó, varios la miraron de lado, otros la reconocieron y bajaron la cabeza. No era común que una quiroga cruzara esa frontera invisible entre los que tienen apellido y los que apenas sobreviven.

 Buscó a un niño pequeño que recordaba haber visto antes, cuidando cabras con la abuela, el niño de ojos negros, igual que los de Mateo. “Aquí sigue el señor que los ayudaba”, preguntó hincándose para quedar a su altura. El niño asintió, pero apuntó hacia un galpón caído al fondo. “A veces viene, a veces no más deja comida y se va”, respondió tímido. Emilia sintió el pecho apretarse. Sin preguntar más, dio gracias y caminó hasta el galpón.

 No encontró a Mateo, solo huellas frescas de botas, una manta doblada y una nota clavada en la madera. Para los que no tienen miedo, era letra de hombre, pulso firme. Sonrió y se sentó a esperar. Por primera vez en meses, el sentimiento no era soledad ni pérdida, sino certeza de que estaba haciendo algo que sí tenía sentido. Al rato apareció una mujer joven boliviana también.

 “¿Tú eres la que busca a Mateo?”, preguntó amable, pero midiendo las palabras. “Sí, no quiero problemas. Solo solo quiero ayudar. La muchacha la estudió calculando. Él viene cuando puede. Anda escapando como todos, pero ha dejado palabra. Dice que no hay que rendirse, que no importa el apellido ni el miedo. Emilia asintió.

 Por dentro, esa frase se le pegó en la memoria. Sí. En los días que siguieron, Emilia fue y vino entre el rancho y el campamento. Llevó comida, ayudó a sanar algunas heridas, escuchó historias de otros buscavidas. Su familia, al principio refunfuñó y la vigiló, pero pronto algunos, como su hermano menor, empezaron a ayudar. El pueblo aún hablaba, pero ahora había miradas curiosas, menos odio.

 Un atardecer, de regreso en el galpón, vio a lo lejos la silueta de un hombre alto acercándose a paso lento pero seguro. El corazón se le fue a la garganta. Cuando estuvo cerca, supo que era Mateo, más flaco que antes, la barba crecida, pero los ojos intactos. “Tardaste”, le dijo Emilia, “Apenas un susurro.

 Nunca me fui”, contestó Mateo. Y entonces el mundo entero pareció detenerse. Se quedaron mirando sin necesidad de pedir disculpas. Cada herida, cada distancia había valido la pena para llegar a ese reencuentro. No hizo falta abrazo ni palabras recargadas. Solo él la miró con el respeto y cariño de siempre.

 Y Emilia supo que esta vez no la iba a dejar sola. Sh. A partir de ese día, todo empezó a cambiar de a poco. Emilia se animó a hablar en la iglesia del pueblo sobre la verdad de Mateo, sobre lo injusto que fue el rumor y la fuerza de ayudar al otro. Su padre, Reacio fue el primero en negarse, pero Lina y Laureano se pararon a su lado, y el resto del pueblo ya no podía ignorar lo evidente.

Las divisiones viejas no desaparecieron, pero sí se agrietaron. Algunos peones bolivianos y criollos se animaron a organizar tareas juntos. Los niños del campamento jugaron una tarde frente al rancho sin que nadie los corriera. Por las noches, Emilia y Mateo se sentaban bajo el viejo espinillo a mirar el horizonte.

 Todavía de, pero ahora menos hostil. No planeaban el futuro en detalle. Sabían que el camino seguía difícil, que los ríos y otros enemigos no se habían ido del todo, pero ahora juntos ya no eran presas fáciles. ¿Y ahora? Preguntó Emilia una noche, la cabeza apoyada en el hombro de él. Ahora nos toca vivir bien, ser felices aunque a otros les moleste.

 Respondió Mateo sin aspavientos. La cabeza de Emilia descansó en el pecho de Mateo, sintiendo por fin la seguridad que solo da el reconocerse y elegir sin miedo. El rumor de la llanura ya no era amenaza, era el murmullo tenaz de quien, habiendo perdido y ganado todo, decide no retroceder jamás. Y así, sin buscarlo, el amor volvió a echar raíces en el mismo suelo donde tantos quisieron verlo morir.

 El aire ardía como en los peores veranos del Chaco, pero esta vez no era solo calor, era ese rumor peligroso que se siente antes de que explote algo grande. Hacía apenas dos semanas que Emilia y Mateo se habían reencontrado en el galpón junto al campamento en ese abrazo callado, torpe y necesario. Desde entonces todo parecía en pausa, como aguantando la respiración.

 Nadie decía nada, pero todos sabían que vendría un golpe fuerte. Esa mañana aún olía a tierra mojada por el rocío cuando Emilia se levantó en la pieza del rancho. Con el corazón apretado, sin saber bien por qué, Lina la esperaba junto al fogón con el mate listo. Se corrió la voz, Emma. Soltó su madre usando el apodo viejo. Como en la infancia.

 Dicen que los ríos y un par de forasteros planean atacar hoy. Van a venir por todo, por nuestra tierra y por el campamento. Emilia lo supo en el pecho antes que en la cabeza. No era miedo, era furia. ¿Dónde están papá y los demás? Reuniendo a los peones, revisando armas. Pero hay familias en el campamento, niños, no pueden defenderse solos. Lina bajó la voz. Ten cuidado, hija.

 Haz lo que tu corazón mande, pero cuídate. Esa. El rancho hervía en murmullos. Emilia fue directo donde Facundo y sus hermanos organizaban la defensa con escopetas viejas y botellas llenas de gasolina. “Vamos a resistir. No nos queda de otra”, dijo su padre. La cara sucia, cansada, pero firme. “No es suficiente”, replicó Emilia.

 Los ríos calculan que va a ser una masacre como antes, dividiendo a los nuestros y los migrantes. Por eso hay que defender juntos, no separados. Hubo quien frunció el ceño, quien cintareó el cuchillo con recelo. Juntos. ¿Con ellos?, preguntó uno de los primos desconfiado. Con todos, dijo Emilia la voz clara. Nadie sobra cuando nos quieren borrar del mapa. Se fue sin esperar respuesta.

 Tomó el caballo de Mateo y cabalgó hasta el campamento. Ahí ya todo el mundo se movía. Algunos recogiendo lo poco que tenían, otros marcando las entradas con ramas y piedras. Mateo estaba dando instrucciones a los muchachos bolivianos y paraguayos, ayudando a reforzar una barricada hecha de palets y tamb viejos.

 Cuando la vio llegar, algo se le aflojó en la cara. No hacía falta palabras. ¿Listos para el infierno?”, bromeó Mateo medio en serio. “Del infierno salí hace rato, vos sabés”, contestó Emilia mirándolo de frente. Él bajó la voz. “No tienes que quedarte. Puedes volver al rancho. No voy a ningún lado. Si me salvaste la vida aquella vez, no fue para esconderme”, dijo ella, tocándole la mano brevemente.

 “Además, si pierden ustedes, perdemos todos.” Él suspiró. Me dio sonrisa, me dio resignación. Sabía que ibas a decir algo así. Y si no lo digo, tú no me crees capaz, ¿eh? Te creería capaz de incendiar el campo si hace falta. Rieron bajito, pero el miedo no se fue, solo se disfrazó de coraje. Sha. A eso del mediodía, el horizonte retumbó de cascos.

 El polvo se alzó como nube oscura anunciando la llegada de los ríos y su gente. Mateo reunió al grupo contando rápido las instrucciones. Emilia vio a su hermano menor llegar con otros peones criollos. “Venimos a ayudar”, dijo el hermano cruzando la mirada con Emilia. “Si tú te quedas aquí, nosotros también.” Por un rato la desconfianza flotó. Un par de migrantes miraron mal a los criollos.

 Otros bajaron la vista. Pero alguien ofreció agua. Uno repartió pan. Al final nadie preguntó apellidos. Chapesis. El ataque fue brutal. Disparos al aire, piedras, insultos, amenazas, todo mezclado con ese calor que lo vuelve todo irreal. Emilia corría de barricada en barricada, llevando vendas, gritando instrucciones, ayudando a cargar a los heridos.

 Mateo peleaba en el frente sin arma, solo con el palo grueso de quebracho. Era fuerza pura, pero también calma. Cada vez que uno caía en pánico, él lo hacía levantarse. En un momento, uno de los ríos logró colarse hasta el campamento. Apuntó directo a Emilia. Por tu culpa empieza esto, traidora, chilló escupiendo al piso. Emilia no bajó la mirada. Por mi culpa sigue y por la tuya termina hoy.

 El hombre se abalanzó, cuchillo en mano, pero antes de alcanzarla, Mateo lo desarmó de un golpe seco. Hubo forcejeo y el agresor escapó. Nadie más se atrevió a acercarse. Al fondo, el rancho también resistía. Hubo fuego en un galpón, pero los peones lograron apagarlo. La pelea duró horas, pero ya nadie peleaba por bandos ni por colores, todos contra los ríos y su odio.

 Cerca del atardecer, los agresores empezaron a retroceder, cansados, heridos o acobardados, por ver que su violencia no alcanzaba para quebrar la alianza inesperada. Uno de los viejos ríos gritó frustrado, “Esto no se acaba. Un día volverán a pelearse entre ustedes. Pero nadie respondió su amenaza, solo se oyó el resuello compartido de los que habían defendido algo nuevo, la dignidad.

 Shar silencio después fue pesado, pero no triste. Se sentía alivio, orgullo, lento. La gente empezó a abrazarse, a curar heridas, a compartir agua y pan. Mateo buscó a Emilia y sin pensarlo mucho la tomó de la mano enfrente de todos. Ella sudorosa, con las mejillas sucias y la pierna temblando, no apartó la vista. “Gracias”, le susurró.

 “No por salvarme hoy, sino por quedarte a pelear con nosotros.” Mateo asintió, la mirada baja. “Nunca me fui, Emilia. Solo tuve miedo de que quisieras otra vida sin un hombre como yo. Ella lo empujó al pecho, suave, pero decidida. La única vida que quiero es la que elegimos juntos. No me importa lo que diga nadie.

 Él apenas pudo responder. Las palabras se le atoraron en la garganta. ¿Te animarías a casarte con un tipo terco medio roto, que sigue sin papeles? Se animó él entre broma y verdad. Emilia no dudó. Con voz me animaría hasta a nacer de nuevo. El murmullo de la gente alrededor se volvió festivo de golpe.

 Emilia, levantando la voz llamó la atención de todos los presentes, su familia, los peones, las mujeres del campamento, hasta los niños que miraban de lejos. Si alguien tiene objeciones, que lo diga ahora, retório, desafiante. Solo hubo risas, silvidos, un par de gritos. Que viva el amor. Por fin se animan. Don Laureano, que había pasado toda la mañana vigilando desde la cerca, se acercó con un pañuelo blanco.

Hija, en este campo hace falta más coraje y menos envidia. Si vos y el Mateo quieren mezclarse, que sea con fiesta aquí y ahora. Emilia se quedó sin palabras por primera vez en días. Mateo la miró sorprendido. Así no más, preguntó él incrédulo. Laureano asintió. Así no más mezclamos agua de ambos pozos, que ni uno es más puro que el otro.

 Y para la música, traigan las guitarras. Shasun en menos de una hora juntaron flores silvestres, un par de manteles limpias, chipa paraguaya y vino tinto. Lina trenzó el pelo de Emilia con ramitas de poleo. La madre de uno de los niños migrantes le bordó en minutos una cinta roja para la faja. Mateo llevó una camisa limpia y el pañuelo verde de su pueblo, orgulloso.

 No hubo cura ni papeles, solo la voz del aureano, viejo, áspero pero justo, guiando el ritual frente a la multitud mezclada. Los padres de Emilia, al principio tensos, terminaron acercándose y, aunque no dieron abrazo efusivo, sostuvieron la mirada y asintieron de manera solemne. Hoy estamos aquí para mezclar caminos.

 Ella gaucha, él migrante, polvo y lodo, alma y corazón. A partir de ahora su historia es una sola, anunció Laureano. Mateo y Emilia se miraron largo, sin floritura ni miedo, se tomaron las manos. Prometes no dejarme aunque la tierra se ponga dura, le dijo ella. Siempre, aunque no quede en caminos, respondió él.

 Y tú, Emilia, le prometes no avergonzarte jamás de haber elegido a quien el campo solía rechazar. Te lo juro, enfrente de todos y de este polvo que nunca miente. La voz le temblaba, pero no de miedo. Los presentes aplaudieron, gritaron, cantaron. Alguien empezó con la guitarra, otro sacó el charango y los niños bailaron descalzos, olvidando por una tarde el miedo de toda la vida.

 Mateo besó a Emilia y fue un beso tímido, pero certero, de los que no buscan convencer a nadie, porque bastan para quienes lo viven. Sa el sol se iba y la luna apenas asomaba, clara y llena. Emilia se apartó un minuto del bullicio para mirar el horizonte junto a Mateo. ¿Te lo imaginabas alguna vez esto?, preguntó ella. Mateo negó la voz ronca.

 Soñaba con aguantar un día más, nada más. Pero contigo aprendí a esperar algo mejor. Aprendí a quererme a quedarme. Ella apretó la mano de él. Hola. Nos costó caro, pero valió cada miedo y cada golpe. Ahora ya nadie nos va a separar, susurró. Él le acomodó una trenza detrás de la oreja. Ahora nos toca cuidarnos y cuidar a los que vienen atrás. Detrás los festejos seguían.

 Gente de todos colores compartía comida y canciones, mezclando los acentos, rompiendo las divisiones viejas. Los ríos, derrotados y lejos, solo eran rumor. El verdadero enemigo, el odio, el prejuicio, había perdido esa tarde. Emilia apoyó la cabeza sobre el pecho de Mateo. Juntos miraron la llanura interminable.

 “Hoy por fin tengo casa donde apoyarme”, dijo ella. Donde vos quieras, yo también, cerró él, y el silencio de la noche se llenó de promesas. Nunca serían iguales al resto, ni la vida les sería fácil, pero ahora tenían algo más fuerte, la certeza terca y sincera de un amor que, habiendo sido forjado en la herida y el polvo, no volvería a romperse.

 Y así, con el eco de guitarras, risas y un cielo recién estrenado, Emilia y Mateo pusieron fin al miedo y al pasado y tejieron en polvo y fuego el comienzo de su única historia juntos. M.