La Herencia de Mi Padre – Resolución

Mi padre murió un jueves. El invierno, como siempre, parecía interminable en el pueblo. Volver allí, después de tantos años sin contacto, me hizo sentir una mezcla de incomodidad y algo más profundo, algo que no podía entender. Nos habíamos distanciado sin rencor, simplemente con el paso del tiempo y el desgaste natural de las relaciones humanas. Cuando me avisaron de su muerte, sentí que algo dentro de mí se rompía, pero no era tristeza, era más bien un vacío pesado, como si algo en su partida me estuviera atrapando.

Volví al pueblo para organizar los trámites de su fallecimiento, y lo primero que me llamó la atención fue la casa. Seguía ahí, de pie, como un fantasma en el borde del campo, con su techo deteriorado y la pintura despegándose de las paredes. Cuando entré, el aire pesado de humedad me golpeó de inmediato. Todo parecía intacto, como si el tiempo se hubiera detenido: el reloj de péndulo detenido, los muebles cubiertos de polvo, las ventanas cerradas. Sin embargo, algo había cambiado. En la mesa del comedor, encontré un cuaderno abierto con mi nombre escrito en la primera página: “Para vos, hijo. Antes de que sea tarde.”

La letra era de mi padre. Estaba más temblorosa que de costumbre, pero aún reconocible. En las primeras páginas, hablaba de un trato extraño, algo relacionado con un “pacto”. Según el cuaderno, el precio no era dinero, sino algo más oscuro. Y luego, al final, encontré una advertencia clara: “No entres al sótano después de las 7.”

Nunca había pensado en el sótano. Mi padre nunca me había hablado de él, y yo nunca había bajado. Era un acceso pequeño, tapado por una alfombra en el pasillo. Aquel cuaderno me dejó con un sentimiento de inquietud, pero lo dejé de lado, pensando que debía ser producto de la paranoia de un hombre mayor. Sin embargo, algo en el aire me decía que no podía ignorarlo.

Esa noche, los ruidos comenzaron a las dos de la madrugada. Golpes, suaves pero constantes, como si alguien caminara en el piso de abajo. Mi corazón latía fuerte, pero me armé de valor. Al ir al pasillo, vi que la trampilla del sótano estaba entreabierta. La advertencia de mi padre volvió a mi mente. “No entres después de las 7.” Decidí que no bajaría esa noche. A pesar del miedo, me convencí de que todo era producto de mi imaginación.

Al día siguiente, bajé al sótano a plena luz del día. No había nada extraño. Solo estanterías viejas, latas de pintura, herramientas oxidadas. Pero al fondo, cubierto por una tela negra, había un espejo grande. Al destaparlo, lo que vi me paralizó: no era mi reflejo. Era mi padre, parado detrás de mí.

Me giré rápidamente. No había nadie allí. Solo un vacío inquietante. Volví a tapar el espejo, cerré el sótano y salí corriendo, dejando todo atrás. Pero no podía irme. Algo me mantenía allí. Algo que no comprendía.

Los ruidos continuaron. Cada noche se intensificaban. En la tercera noche, escuché lo que parecía un llanto. Era la voz de mi padre, como si estuviera en el sótano, susurrando mi nombre. “Hijo, por favor…” Esa noche, volví a leer el cuaderno, y ahí, en las páginas ocultas, entendí lo que mi padre había estado intentando advertirme.

El pacto, el trato, la “entidad” a la que mi abuelo había entregado su alma, estaba atrapada en el espejo. Era una presencia oscura, que necesitaba compañía. Mi abuelo, mi padre, y ahora yo. La única forma de mantenerla contenida era prestarle atención, alimentarla con presencia. Si no lo hacíamos, la entidad se liberaría y se llevaría lo que más amábamos.

La última noche fue la más aterradora. Los pasos comenzaron a subir desde el sótano. No eran imaginarios, los escuché con claridad. La trampilla se abrió sola. Vi la figura en el pasillo. Era como la sombra de mi padre, caminando hacia mi puerta, golpeando con la misma voz que había oído tantas veces en mis recuerdos.

“Abre, hijo. Soy yo. Quiero mostrarte lo que realmente eres.”

Me quedé quieto, paralizado, sin poder moverme. La figura se fue antes del amanecer, dejando el aire pesado, como si algo ya no estuviera allí.

Al día siguiente, el espejo estaba agrietado. Y había una nueva nota en la mesa: “Ahora te conoce.”

El terror se apoderó de mí. No podía quedarme allí más tiempo. Vendí la casa al mes siguiente, dejando atrás todo lo que había conocido. El pueblo, la casa, el pacto, todo. Me fui sin mirar atrás.

Pero ahora, después de todo lo ocurrido, en los hoteles donde me alojo, en los reflejos de las ventanas por la noche… lo veo. Esa sombra que no se va. Mi padre, o lo que era él. La entidad que se alimentaba de la atención, del miedo. El espejo no fue solo un objeto. Fue la puerta que nunca se cerró.

El pacto no fue con mi padre. Fue conmigo. Y ahora, soy yo quien lo mantiene vivo.

La Herencia de Mi Padre – La Verdadera Resolución

Algunos años después de haber dejado atrás el pueblo, la casa y el miedo, comencé a comprender la magnitud de lo que realmente había heredado. No fue solo la casa o el viejo cuaderno de mi padre, ni siquiera el espejo o la entidad atrapada en él. Lo que realmente heredé, lo que mi padre había dejado atrás, fue una carga ancestral, una maldición que no era de este mundo.

Al principio, intenté racionalizar todo lo que había sucedido. Intenté olvidar los ecos de mi padre, la figura distorsionada en el espejo, los susurros y los golpes del sótano. Pero, como ya había entendido, la huida no fue una solución. La entidad, ese ser oscuro que mi familia había mantenido atrapado, había comenzado a buscarme. Al principio, solo era una sombra, un reflejo lejano. Luego, se acercó, cada vez más nítida, hasta convertirse en algo que no podía ignorar.

El Origen del Pacto

Todo comenzó con mi abuelo, quien, como me di cuenta más tarde, había sido el primer “custodio” del pacto. Durante su juventud, en algún punto entre las guerras, había encontrado un antiguo espejo en una tienda de antigüedades. No era un espejo común, sino un objeto maldito, creado para contener una entidad oscura que se alimentaba de la atención humana. Mi abuelo, en su desesperación por salvar a su familia de la pobreza, aceptó un trato con la entidad, sellando su alma y la de sus descendientes a cambio de poder, riqueza y la protección de su familia. Lo que mi abuelo no sabía era que el precio no era solo un alma: era el control sobre los reflejos y la existencia de aquellos que poseyeran el espejo.

La entidad que mi abuelo había sellado no era un ser físico, sino una fuerza intangible que se alimentaba de los miedos, las dudas y la atención constante de aquellos que la poseían. A lo largo de los años, cada miembro de la familia tenía que mantener el pacto, alimentando a la entidad con su presencia, de lo contrario, sería liberada, y todo lo que amaran desaparecería en la oscuridad.

Mi padre, como había sido el caso de su padre antes de él, se encargó de la custodia del espejo. Vivió toda su vida con la carga de ese pacto, pero también con la paranoia de que en algún momento la entidad rompería el acuerdo. Como me di cuenta con el tiempo, su salud se fue deteriorando no solo por la edad, sino por la presión de mantener la entidad contenida. La “promesa” que mencionaba en su cuaderno era el recordatorio constante de que él, y más tarde yo, tendríamos que seguir alimentando a la entidad para evitar que se desatara el caos.

El Propósito del Espejo y la Entidad

La función del espejo no era simplemente reflejar imágenes, sino ser una puerta, un conducto entre nuestra realidad y la entidad atrapada en él. Mi padre nunca me lo explicó claramente, pero con el tiempo, pude entender que lo que reflejaba no era solo un simple reflejo de lo que veíamos en el mundo físico. Era un reflejo de lo que la entidad quería que viéramos: nuestras propias inseguridades, nuestros deseos más oscuros y la esencia de lo que realmente éramos.

Cuando llegué a la casa y encontré el espejo en el sótano, fue como si el espejo me estuviera esperando. Al mirarlo, no vi solo mi reflejo; vi la distorsión de mi propio ser, la influencia de la entidad que ya había comenzado a tomar forma en mí. Era como si el espejo hubiera comenzado a absorber mis miedos, mis dudas y mi identidad. Vi la imagen de mi padre, sí, pero también vi algo más: una sombra, una presencia que me reconocía, que ya había comenzado a hacerme suyo.

La Clave del Ritual: “La Atención”

El cuaderno de mi padre mencionaba que la única forma de mantener a la entidad contenida era alimentarla con “atención”. No se trataba de una atención normal, sino de una atención constante, inquebrantable. La entidad se alimentaba del miedo y la curiosidad, de la desesperación de los que intentaban alejarse de ella. Este detalle era crucial, ya que no solo teníamos que mantenernos cerca del espejo, sino que debíamos estar constantemente observándolo, temiéndolo, dándole importancia.

Al principio, mi padre lo había entendido como un truco psicológico. “Mantente cerca, pero no te dejes atrapar”, me dijo una vez, aunque no me explicó lo que realmente significaba. Sin embargo, cuanto más intentaba olvidarlo, más la entidad crecía en fuerza. Mis propios intentos de huir, de vender la casa, solo hicieron que el vínculo se fortaleciera. Al irme, la entidad entendió que la huida era una forma de desafío, un desdén por el pacto, y se lanzó a buscarme con una intensidad aún mayor.

El Encuentro Final: El Sacrificio

La última noche en la casa, cuando la figura de mi padre me habló desde el espejo, me di cuenta de que no era simplemente un reflejo. Era la entidad misma, tomando la forma de mi padre, tratando de convencerme de que yo también debía seguir el pacto. “Soy yo”, me dijo, pero no era él. Era la entidad jugando con mi mente, mostrándome lo que quería que viera.

La entidad, como me di cuenta, no quería destruirme. Quería que me uniera a ella, que aceptara mi rol como el siguiente “custodio”. Pero al mismo tiempo, sabía que debía tomar una decisión: enfrentarlo, destruir el espejo y romper el pacto, o dejarlo estar y vivir bajo su sombra para siempre.

Al final, entendí que la única forma de liberarme era aceptar el sacrificio. El sacrificio no era de sangre, como pensé inicialmente, sino de identidad. Para destruir el vínculo, debía perderme en la oscuridad, dejar que la entidad absorbiera mi reflejo por completo. No sería un acto de destrucción física, sino de aceptación, de entender que mi vida nunca sería la misma sin el espejo, sin el pacto.

El Último Acto: Liberación y Condena

Al enfrentarme al espejo, entendí la verdad completa. Lo que veía en él no era solo mi reflejo, sino la proyección de mi alma, de todo lo que mi padre y mi abuelo habían sido. Al destruir el espejo, no solo rompí el vínculo con la entidad, sino que también rompí el ciclo de generaciones atrapadas en la oscuridad.

Sin embargo, el precio fue alto. Ya no era la misma persona. Mi identidad había cambiado, y la entidad, aunque debilitada, seguía viva. En su búsqueda de un nuevo “custodio”, había comenzado a desvanecer mi propio reflejo. Ahora, no soy más que una sombra que vaga por el mundo, un eco de lo que alguna vez fui.

Pero al menos, el ciclo se rompió. Ya no soy un prisionero del espejo, aunque ahora vivo sabiendo que la entidad, de alguna forma, nunca dejará de buscarme.

FIN.

Desentrañando el Misterio:

    El Espejo como Conducto:
    El espejo no era un objeto común, sino una puerta hacia una entidad atrapada en su interior. Los espejos antiguos, especialmente aquellos con historias oscuros, podrían haber sido diseñados o bendecidos (o malditos) para servir como portales entre dimensiones.
    El Pacto Familiar:
    El pacto no solo involucraba la transmisión del espejo, sino también la obligación de mantener a la entidad contenida a través de la atención continua y el sacrificio de la identidad personal. Cada generación debía seguir el trato, sin importar el costo personal.
    El Sacrificio y la Liberación:
    El sacrificio no fue una simple muerte, sino la entrega de la identidad, lo que resultó en una liberación (pero también una condena). Al destruir el espejo, se rompió el vínculo, pero la entidad no desapareció por completo. La lucha con lo desconocido y lo invisible continúa, incluso fuera del espejo.

La verdadera herencia no fue solo la casa, sino la carga de lo que mi familia había hecho. Y ahora, al final, el pacto aún sigue vivo en mí, más allá de lo que imaginé.