Buenas noches a todos los amantes del misterio. Bienvenidos una vez más a El tintero maldito, donde las historias más oscuras cobran vida. Hoy les traigo una historia ficticia que, sin duda, les pondrá los pelos de punta. Hablamos de la familia Luján y la misteriosa desaparición de todos sus

herederos. Prepárense para sumergirse en uno de los relatos más perturbadores que he tenido el placer de crear para ustedes.
La historia comienza en el pequeño pueblo de San Isidro de la Sierra, un lugar perdido entre las montañas del norte de España. Un lugar donde el tiempo parece haberse detenido, donde las tradiciones y las supersticiones aún tienen un gran peso en la vida cotidiana de sus habitantes.

Es aquí donde la familia Lujan construyó su imperio hace más de 200 años. Corría el año 1823 cuando Alonso Lujan, un simple minero, descubrió una beta de oro en las montañas cercanas al pueblo, lo que comenzó como un golpe de suerte se convirtió rápidamente en una de las mayores fortunas de la

región. La mina produjo tanto oro que pronto los Lujan se convirtieron en la familia más poderosa de San Isidro, construyendo una imponente mansión que aún hoy domina el paisaje del pueblo.
Sin embargo, la fortuna de los Luján no vino sin un precio. Según cuentan los habitantes más ancianos del pueblo, Alonso no encontró el oro por casualidad. Se dice que una noche, mientras buscaba leña en el bosque, se encontró con una anciana de aspecto extraño. La mujer, temblando de frío, le

pidió ayuda. Alonso, a diferencia de otros que habían pasado por allí antes, se compadeció de ella y le ofreció su abrigo y parte de su comida.
La anciana agradecida le reveló la ubicación de una beta de oro en la montaña. Este oro te dará riquezas más allá de lo que puedas imaginar, le dijo. Pero recuerda, toda fortuna viene con un precio. Cuando llegue el momento, deberás pagar lo que se te pida. Alonso, emocionado por la perspectiva de

hacerse rico, no prestó atención a la advertencia.
En pocos meses, la mina estaba produciendo más oro del que jamás había soñado. Se casó con Isabel, la hija del alcalde, y juntos tuvieron tres hijos, Rodrigo, Martín y Clara. La familia prosperó durante décadas. La mansión Lujan, con sus altas torres y sus jardines exuberantes, se convirtió en el

centro de la vida social de San Isidro.
Los Lujan eran conocidos por su generosidad, financiando la construcción de escuelas, hospitales y carreteras. Sin embargo, a medida que crecía su riqueza, también lo hacía una extraña sombra sobre la familia. Todo cambió en la noche del 15 de noviembre de 1848, el día en que Alonso cumplía 50

años. Durante la celebración, mientras todos brindaban por la salud del patriarca, las luces se apagaron de repente.
Cuando volvieron a encenderse, Alonso estaba de pie con la mirada perdida, murmurando palabras ininteligibles. Ante la mirada atónita de todos los presentes, sacó un cuchillo de su bolsillo y se cortó la palma de la mano, dejando que su sangre goteara sobre un viejo libro que había aparecido

misteriosamente sobre la mesa.
El pacto está sellado, dijo con una voz que no parecía la suya. La sangre de los Luján alimentará a las sombras por siete generaciones. Al día siguiente, Alonso no recordaba nada de lo ocurrido. El libro había desaparecido y muchos invitados pensaron que todo había sido una broma de mal gusto o el

resultado de demasiado vino.
Sin embargo, Isabel notó un cambio en su marido, sus ojos antes llenos de vida y bondad. Ahora parecían vacíos, como si algo en su interior se hubiera apagado. Un mes después, Rodrigo, el hijo mayor de Alonso, desapareció sin dejar rastro. Tenía apenas 15 años.

La búsqueda duró semanas, pero no se encontró ni una sola pista sobre su paradero. Algunos dijeron que se había fugado con una joven del pueblo, otros que había sido víctima de bandidos, pero nadie mencionó lo que todos temían. que la extraña profecía de Alonso estuviera comenzando a cumplirse.

Alonso nunca se recuperó de la pérdida de su hijo.
Se encerró en su estudio pasando días enteros consultando viejos libros y manuscritos, buscando desesperadamente una explicación a lo ocurrido. Isabel, por su parte, se refugió en la religión, convirtiendo una de las habitaciones de la mansión en una pequeña capilla donde pasaba horas rezando por

el regreso de su hijo. Martín y Clara, los hijos menores, crecieron bajo la sombra de la desaparición de su hermano.
Martín se convirtió en un joven sombrío y taciturno, mientras que Clara desarrolló una extraña fascinación por lo oculto, coleccionando amuletos y talismanes que, según ella, la protegerían del destino que había sufrido su hermano. A pesar de la tragedia, la fortuna de los Lujan seguía creciendo.

La mina producía más oro que nunca y Alonso diversificó sus inversiones comprando tierras y negocios en toda la región.
Sin embargo, la felicidad parecía haber abandonado para siempre la mansión Lujá. En 1860, Alonso murió repentinamente de un ataque al corazón. En su testamento dejó instrucciones específicas sobre cómo debía dividirse su fortuna. Martín, ahora de 25 años heredaría la mina y la mayoría de los

negocios, mientras que Clara, de 23, recibiría la mansión y una considerable suma de dinero.
Sin embargo, había una condición peculiar. Ninguno de los dos podría vender o regalar nada de lo heredado sin el consentimiento del otro. Además, ambos debían vivir en la mansión hasta que tuvieran descendencia, momento en el cual podrían decidir si querían mudarse. Martín se casó poco después con

Elena, la hija de un comerciante de la ciudad vecina.
Clara, por su parte, permaneció soltera, dedicándose a estudiar los extraños libros que su padre había acumulado en los últimos años de su vida. En 1862, Elena dio a luz a un niño al que llamaron Alonso en honor a su abuelo. La alegría regresó brevemente a la mansión Lujan. Sin embargo, esa alegría

se vería ensombrecida por un nuevo golpe del destino.
Una noche, mientras todos dormían, un incendio se desató en el ala oeste de la mansión, donde se encontraba el dormitorio de Martín y Elena. Las llamas se propagaron con una rapidez inusual, como si fueran alimentadas por una fuerza sobrenatural. Los sirvientes lograron sacar a Clara y al pequeño

Alonso, pero Martín y Elena quedaron atrapados.
Sus cuerpos fueron encontrados al día siguiente, abrazados en su cama, como si la muerte los hubiera sorprendido mientras dormían. Clara, ahora la única adulta de la familia, asumió la responsabilidad de criar a su sobrino y administrar la fortuna familiar. A pesar de su dolor, se mostró

sorprendentemente fuerte. contrató a los mejores tutores para Alonso y se aseguró de que recibiera una educación excelente.
Sin embargo, no pudo evitar transmitirle su fascinación por lo oculto. A medida que Alonso crecía, Clara le contaba historias sobre la misteriosa anciana del bosque y el pacto que, según ella su abuelo había hecho. le enseñó a protegerse con amuletos y a realizar pequeños rituales que, según creía,

mantendrían alejadas a las sombras.
Alonso era un niño brillante y curioso. A diferencia de su tía, que veía el mundo a través del prisma de lo sobrenatural, él buscaba explicaciones racionales para todo. Sin embargo, incluso él tuvo que admitir que había algo extraño en la historia de su familia. Demasiadas muertes, demasiadas

desapariciones para ser simple mala suerte.
Cuando cumplió 18 años, Alonso decidió investigar por su cuenta. Pasó meses recorriendo archivos y bibliotecas, hablando con los habitantes más ancianos del pueblo, buscando cualquier pista que pudiera arrojar luz sobre el misterio que rodeaba a su familia. Fue durante una de estas investigaciones

cuando conoció a Lucía, una joven historiadora que había llegado a San Isidro para estudiar las antiguas minas de la región.
Lucía era inteligente, pragmática y lo más importante, no creía en maldiciones ni pactos sobrenaturales. Para ella, todo tenía una explicación lógica. Solo hacía falta encontrarla. Alonso y Lucía se enamoraron rápidamente. Clara no aprobaba la relación, temiendo que Lucía alejara a su sobrino de la

verdad que ella había tratado de enseñarle.
Sin embargo, no pudo impedir que se casaran en 1885. Ese mismo año, Clara enfermó repentinamente. Los médicos no pudieron diagnosticar lo que le ocurría. día tras día se debilitaba más, como si algo estuviera drenando su vida lentamente. En su lecho de muerte, llamó a Alonso y le entregó un pequeño

cofre de madera. “Nunca lo abras”, le advirtió.
“contiene algo que no debe ver la luz. Prométeme que lo guardarás y que cuando llegue el momento se lo entregarás a tu hijo mayor en suavo cumpleaños.” Alonso, desconcertado, pero respetuoso con los deseos de su tía, prometió hacer lo que le pedía. Clara murió esa misma noche con una expresión de

paz en su rostro, como si finalmente se hubiera liberado de una pesada carga.
Tras la muerte de Clara, Alonso y Lucía se mudaron a la habitación principal de la mansión. A pesar de las advertencias de su tía, Alonso no podía evitar sentir curiosidad por el contenido del cofre. Una noche, mientras Lucía dormía, lo sacó de su escondite y trató de abrirlo. Para su sorpresa, no

tenía cerradura ni bisagras visibles.
Era como si fuera una sola pieza de madera tallada para parecer un cofre. Frustrado, guardó el cofre y decidió concentrarse en los asuntos más prácticos de la vida. La mina seguía produciendo oro, aunque en menor cantidad que antes, y los negocios familiares requerían su atención. Además, Lucía

estaba embarazada y Alonso estaba emocionado ante la perspectiva de ser padre.
En 1886, Lucía dio a luz a gemelos, Eduardo y Sofía. La alegría de Alonso no conocía límites. Por primera vez en generaciones parecía que la sombra que pesaba sobre la familia Lujan se había levantado. Los niños crecieron sanos y felices, ajenos al oscuro pasado de su familia.

Sin embargo, cuando los gemelos cumplieron 7 años, algo extraño comenzó a ocurrir. Eduardo, el mayor por apenas unos minutos, empezó a tener pesadillas. Soñaba con una anciana que le hablaba de un pacto y de una deuda que debía pagarse. Cada noche la anciana le pedía que la siguiera al bosque,

donde le mostraría un tesoro más valioso que el oro. Alonso y Lucía consultaron a médicos y psicólogos, pero nadie pudo explicar las pesadillas del niño.
Lucía, siempre pragmática, sugirió que quizás Eduardo había escuchado las viejas historias sobre la familia y su subconsciente las había transformado en pesadillas. Alonso, sin embargo, recordaba demasiado bien las advertencias de su tía como para descartar por completo la posibilidad de que

hubiera algo más. Una noche, mientras todos dormían, Eduardo se levantó de su cama y como en trance salió de la mansión.
Un sirviente que regresaba tarde lo vio dirigirse hacia el bosque y alarmado corrió a despertar a Alonso y Lucía. La búsqueda duró toda la noche. Decenas de personas peinaron el bosque con antorchas y linternas, llamando desesperadamente al niño. Al amanecer encontraron a Eduardo sentado junto a un

viejo roble con la mirada perdida y una extraña sonrisa en el rostro.
“La anciana me mostró el tesoro”, dijo cuando su padre lo encontró. Dice que pronto iré con ella para siempre. Aerrados, Alonso y Lucía decidieron abandonar San Isidro. Vendieron la mina y la mayoría de sus propiedades, conservando solo la mansión, que según el testamento de Alonso Priman, no podía

ser vendida.
se mudaron a Madrid esperando que la distancia y el bullicio de la gran ciudad mantuvieran a raya a los fantasmas del pasado. Durante unos años parecía que su plan había funcionado. Eduardo dejó de tener pesadillas y tanto él como Sofía se adaptaron bien a su nueva vida. Alonso encontró trabajo

como profesor de historia en la universidad, mientras que Lucía publicó varios libros sobre las antiguas minas de España, que tuvieron bastante éxito.
Sin embargo, el pasado no iba a dejarlos escapar tan fácilmente. En 1900, cuando los gemelos cumplieron 14 años, recibieron una carta desde San Isidro. Era de don Ramón, el antiguo mayordomo de la mansión, que había permanecido allí cuidando de la propiedad. La carta era breve, pero inquietante.

Señor Lujan, debe regresar inmediatamente.
Algo ha despertado en la mansión. Los sirvientes escuchan voces por la noche y hay extrañas luces en el bosque. La gente del pueblo habla de la anciana de nuevo. Por favor, vuelva antes de que sea demasiado tarde. Alonso quería ignorar la carta, pero Lucía insistió en que debían investigar. Quizás

alguien estaba tratando de asustarlos para que abandonaran la mansión.
O tal vez había una explicación racional para los fenómenos que describía Don Ramón. Decidieron que Alonso viajaría solo a San Isidro, mientras Lucía y los niños permanecerían en Madrid. A regañadientes, Alonso aceptó el plan y partió al día siguiente. Lo que encontró en San Isidro superó sus

peores temores.
La mansión, que siempre había sido imponente, pero acogedora, ahora parecía amenazante. Las paredes estaban cubiertas de una extraña humedad negra que no podía eliminarse y un olor a putrefacción impregnaba todas las habitaciones. Don Ramón, un hombre que siempre había sido la viva imagen de la

compostura, ahora parecía envejecido y aterrorizado. Comenzó hace un mes, le explicó.
Primero fueron los ruidos, como si alguien caminara por los pasillos durante la noche. Luego empezaron las voces, susurros que parecían venir de las paredes y finalmente las apariciones. Según Don Ramón, varias personas habían visto a una anciana vagando por los jardines de la mansión.

Siempre aparecía al anochecer caminando lentamente hacia el bosque como si esperara que alguien la siguiera. Alonso pasó varios días en la mansión tratando de encontrar una explicación racional para lo que estaba ocurriendo. Examinó las paredes en busca de fugas de agua que pudieran explicar la

humedad. Revisó los conductos de ventilación por si había animales atrapados que pudieran causar los ruidos.
e incluso contrató a un detective para que investigara la posibilidad de que alguien estuviera tratando de asustarlos. Nada, no había explicación lógica para lo que estaba sucediendo en la mansión Lujan, frustrado y cada vez más preocupado, Alonso decidió que lo mejor era vender la mansión a pesar

de las restricciones del testamento.
Sin embargo, cuando consultó con un abogado, descubrió que era imposible. La cláusula que prohibía la venta estaba redactada de tal manera que legalmente la mansión no podía cambiar de manos mientras hubiera descendientes de Alonso Primeabo vivos. Desesperado, Alonso decidió que lo mejor era sellar

la mansión.
despidió a todos los sirvientes, excepto a don Ramón, quien insistió en quedarse para vigilar que el mal no escape. Cerró todas las habitaciones, excepto las estrictamente necesarias, y contrató a varios obreros para que tapearan las ventanas y puertas que daban al bosque. Antes de regresar a

Madrid, Alonso visitó la biblioteca municipal esperando encontrar alguna información sobre la misteriosa anciana que parecía estar en el centro de la maldición de los Lujan.
Allí, en un viejo libro de leyendas locales, encontró una historia que le heló la sangre. Según la leyenda, en el siglo X, una mujer llamada Elisa Vidal fue acusada de brujería por los habitantes de San Isidro. La mujer que vivía sola en el bosque y era conocida por sus conocimientos de hierbas

medicinales, había ayudado a muchas personas con sus remedios.
Sin embargo, cuando una serie de niños comenzaron a desaparecer, la gente del pueblo la señaló como culpable. Elisa fue capturada y sometida a tortura hasta que confesó haber secuestrado a los niños para usarlos en rituales satánicos. Fue condenada a morir en la hoguera. Pero antes de que las

llamas la consumieran, lanzó una maldición.
Por siete generaciones, la sangre de este pueblo alimentará mi venganza. Vuestros hijos desaparecerán uno a uno y sus almas me servirán por toda la eternidad. La coincidencia era demasiado grande para ser ignorada. Alonso copió la historia y regresó a Madrid con una nueva determinación. Debía

proteger a con sus hijos a toda costa.
Al llegar a Madrid, Alonso descubrió que Eduardo había desaparecido. Según Lucía, el chico había salido a dar un paseo y nunca había regresado. La policía estaba buscándolo, pero no había ni rastro de él. Alonso estaba devastado. No podía evitar pensar que de alguna manera la maldición lo había

seguido hasta Madrid.
Lucía, siempre la voz de la razón, insistía en que Eduardo probablemente se había fugado, tal vez para reunirse con alguna chica o para vivir alguna aventura. Era un adolescente después de todo, y los adolescentes a veces hacen cosas impulsivas. Pero Alonso sabía la verdad. La anciana había

reclamado a otro Luján. En los días siguientes, Alonso le contó a Lucía todo lo que había descubierto en San Isidro.
Para su sorpresa, Lucía no descartó inmediatamente la idea de una maldición. Había algo en la desaparición de Eduardo que no encajaba con una simple fuga adolescente. No se había llevado dinero ni ropa y todos sus amigos juraban no saber nada sobre sus planes. Si es una maldición, dijo Lucía, debe

haber una manera de romperla. Ninguna maldición es invencible.
Juntos comenzaron a investigar, consultaron libros de ocultismo, hablaron con expertos en folclore y leyendas, e incluso visitaron a una gitana que, según decían, tenía el don de ver más allá del velo que separa nuestro mundo del más allá. La gitana, una mujer anciana de ojos penetrantes, les dio

un consejo inquietante. La maldición se alimenta de la sangre de los Lujan.
Mientras haya Lujan, la maldición persistirá. Solo hay una manera de romperla. El último de los Lujan debe renunciar voluntariamente a su herencia y desaparecer sin dejar rastro. Solo entonces las almas capturadas serán liberadas. Alonso y Lucía no sabían qué hacer con este consejo. Significaba que

Sofía, ahora la última de los Lujan, debía renunciar a su apellido y a su herencia.
y qué significaba desaparecer sin dejar rastro. Mientras tanto, Sofía estaba cada vez más retraída. La desaparición de su hermano gemelo la había afectado profundamente. Pasaba horas encerrada en su habitación, dibujando la misma escena una y otra vez. una anciana de pie junto a un árbol con la mano

extendida hacia una figura que solo podía ser Eduardo.
Preocupados por la salud mental de su hija, Alonso y Lucía decidieron llevarla a un psiquiatra. El doctor Mendoza, un hombre de ciencia que no creía en maldiciones ni en fenómenos sobrenaturales, diagnosticó a Sofía con un trastorno de estrés postraumático causado por la desaparición de su hermano.

Recomendó terapia y posiblemente medicación.
Si los síntomas no mejoraban, Sofía asistió obedientemente a las sesiones de terapia, pero no parecía mejorar. Seguía dibujando a la anciana y a Eduardo, y ahora había añadido otras figuras a sus dibujos. Un niño que solo podía ser Rodrigo, el primer Luján en desaparecer, y varias otras figuras que

suponían representaban a los otros niños que habían desaparecido a lo largo de los años. Una noche, mientras cenaban, Sofía habló por primera vez en semanas.
La anciana quiere que vayamos todos al bosque. Dice que si lo hacemos, Eduardo podrá volver a casa. Alonso y Lucía intercambiaron miradas de preocupación. ¿Estaba Sofía delirando o realmente estaba en contacto con la entidad que había maldecido a la familia Lujan? Decidieron consultar con el Dr.

Mendoza, quien les aconsejó seguirle la corriente a Sofía. Pero de una manera controlada.
Sugirió que simularan un viaje al bosque, tal vez a algún parque cercano, para demostrarle a Sofía que no había ninguna anciana esperándolos. Siguiendo este consejo, Alonso y Lucía llevaron a Sofía al Retiro, el gran parque de Madrid. Esperaban que el entorno familiar y lleno de gente demostrara a

Sofía que sus miedos eran infundados.
Sin embargo, apenas pusieron un pie en el parque, Sofía comenzó a comportarse de manera extraña. Caminaba con determinación, como si supiera exactamente a dónde iba, guiando a sus padres hacia una de las zonas más aisladas del parque. De repente se detuvo frente a un viejo roble. Miró a su

alrededor como buscando algo y luego sonríó. “Está aquí, dijo la anciana.
está aquí y Eduardo también. Alonso y Lucía no veían a nadie, pero un escalofrío recorrió sus espinas dorsales. Había algo en el aire, una presencia que no podían ver, pero que podían sentir. “Sofía, cariño, no hay nadie aquí”, dijo Lucía tratando de mantener la calma. “Vamos a casa, ¿de acuerdo?”

Pero Sofía no se movía.
seguía mirando al roble como si estuviera escuchando a alguien que solo ella podía oír. De repente extendió la mano como si fuera a tocar algo invisible. Eduardo dice que está bien”, dijo. Dice que no duele, solo es como dormirse. Alarmados, Alonso y Lucía trataron de alejar a Sofía del árbol, pero

la niña se resistía con una fuerza sorprendente.
Fue entonces cuando notaron que sus ojos normalmente de un color marrón cálido, ahora eran completamente negros. No es Sofía”, murmuró Alonso horrorizado. “Sea lo que sea, esta cosa no es nuestra hija.” Lucía, sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse. Con una determinación nacida del amor

maternal, se enfrentó a la entidad que había poseído a su hija.
“Devuélvenos a nuestra hija”, exigió, “y a nuestro hijo también. No sé quién o qué eres, pero no tienes derecho a llevarte a nuestros hijos.” Por un momento, pareció que el tiempo se detenía. Luego, lentamente, los ojos de Sofía volvieron a su color normal. Miró a su alrededor confundida, como si

acabara de despertar de un sueño.
Mamá, papá, ¿qué estamos haciendo aquí? Aliviados, pero aún cautelosos, Alonso y Lucía llevaron a Sofía de vuelta a casa. Esa noche, mientras la niña dormía, discutieron lo que había ocurrido. No podemos seguir así, dijo Lucía. Sea lo que sea, esta cosa es real. No es una maldición o una

superstición. Es algo tangible que está tratando de llevarse a nuestros hijos.
Alonso asintió pensativo. Quizás la gitana tenía razón. Quizás la única manera de romper la maldición es que el último de los Luján renuncie a su herencia. Pero, ¿qué significa eso exactamente? ¿Y cómo podemos estar seguros de que funcionará? No tenían respuestas, solo más preguntas.

decidieron que lo mejor era mantener a Sofía cerca y protegida mientras continuaban investigando. Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Sofía parecía haber vuelto a la normalidad, aunque ocasionalmente mencionaba sueños extraños sobre Eduardo y la señora del árbol. Alonso y

Lucía consultaron a más expertos, leyeron más libros, pero no encontraron una solución clara.
Fue durante este tiempo que Alonso recordó el cofre que Clara le había entregado en su lecho de muerte. Lo había guardado en una caja fuerte y casi había olvidado su existencia. Quizás pensó, el cofre contenía alguna pista sobre cómo romper la maldición. Esa noche, mientras Lucía y Sofía dormían,

Alonso sacó el cofre de su escondite, como antes, no parecía tener forma de abrirse.
Frustrado, lo examinó con más detalle, pasando los dedos por cada centímetro de su superficie. Fue entonces cuando notó algo, un pequeño símbolo tallado en la base, casi invisible a simple vista. Era un círculo con una espiral en su interior, similar a los que había visto en los libros de ocultismo

que había estado estudiando.
Recordando lo que había leído, Alonso colocó el dedo índice en el centro de la espiral y trazó el camino hacia el exterior. Para su sorpresa, el símbolo comenzó a brillar con una luz tenue y se escuchó un suave click. El cofre se había abierto. En su interior había un pequeño libro encuadernado en

cuero negro. y un medallón de plata con el mismo símbolo de la espiral.
Con manos temblorosas, Alonso abrió el libro. Estaba escrito en un idioma que no reconocía, pero había algunas páginas en español intercaladas a lo largo del texto. Estas parecían ser notas o traducciones hechas por alguien, posiblemente Clara o incluso Alonso I. Una de estas notas captó

inmediatamente su atención.
El pacto se selló con sangre y solo con sangre puede romperse. La séptima generación debe ofrecer el sacrificio final antes de que la luna nueva se alce siete veces. Solo entonces las almas capturadas serán liberadas y la deuda quedará saldada. Alonso sintió un escalofrío. Sacrificio final. ¿Qué

significaba eso exactamente? Y cuando comenzaba a contar las siete lunas nuevas, siguió leyendo, buscando más pistas. Encontró otra nota que decía, “El medallón es la llave.
Debe ser llevado por aquel que haga el sacrificio, o las sombras reclamarán a todos los que lleven la sangre maldita.” Alonso miró el medallón con aprensión. ¿Era lo que Clara había querido proteger? un objeto que de alguna manera estaba conectado con la maldición que pesaba sobre su familia.

Decidió que necesitaba más información antes de tomar cualquier decisión. Guardó el libro y el medallón en el cofre y lo volvió a esconder. Necesitaba consultar con Lucía y quizás con algún experto en símbolos antiguos que pudiera ayudarles a descifrar el texto completo del libro. Al día siguiente,

Alonso le contó a Lucía lo que había descubierto.
Ella escuchó atentamente, su rostro una mezcla de preocupación y determinación. Necesitamos saber más, dijo finalmente. Este sacrificio final podría significar cualquier cosa, desde un ritual simbólico hasta, bueno, algo mucho más siniestro. No podemos arriesgarnos sin saber exactamente lo que

estamos haciendo. Acordaron buscar a alguien que pudiera traducir el texto completo del libro.
Lucía, con sus conexiones en el mundo académico, conocía a un profesor de lenguas antiguas en la Universidad de Salamanca que podría ayudarles. Mientras tanto, decidieron que lo mejor era volver a San Isidro. Si la maldición había comenzado allí, tal vez las respuestas también estaban allí. Además,

Alonso no podía evitar sentir que de alguna manera la mansión era parte de todo esto. Quizás incluso contenía pistas que habían pasado por alto.
Prepararon su viaje con cuidado. Sofía, por supuesto, iría con ellos, pero tomarían todas las precauciones posibles para mantenerla a salvo. Alonso llevaba consigo el cofre, el libro y el medallón, aunque no se atrevía a ponérselo por miedo a activar algún tipo de poder oculto. El viaje a San Isidro

fue tenso.
Cada vez que se acercaban más al pueblo, Sofía se ponía más inquieta, como si pudiera sentir la presencia de la anciana haciéndose más fuerte. Alonso y Lucía se turnaban para vigilarla, temiendo que pudiera ser poseída de nuevo. Cuando finalmente llegaron a San Isidro, encontraron el pueblo casi

desierto.
Muchas casas estaban abandonadas, sus ventanas rotas y sus jardines invadidos por la maleza. Las pocas personas que quedaban los miraban con una mezcla de miedo y resentimiento, como si los culparan por lo que había ocurrido. Don Ramón los esperaba en la entrada de la mansión. El anciano parecía

haber envejecido décadas, en los pocos meses desde que Alonso lo había visto por última vez.
Sus manos temblaban y su mirada estaba llena de un terror que no podía ocultar. No deberían haber vuelto”, les dijo en voz baja. Las cosas han empeorado. Ahora no son solo los niños los que desaparecen. Adultos, ancianos. Nadie está a salvo. La gente dice que es su culpa, señor Lujan. Dicen que la

maldición se ha extendido porque usted trató de escapar de ella. Alonso sintió una punzada de culpa.
¿Era posible que su intento de oír de San Isidro hubiera empeorado las cosas? Había condenado a todo el pueblo por tratar de proteger a su familia. Entraron en la mansión con cautela. El olor a putrefacción era ahora insoportable y la humedad negra había cubierto casi todas las paredes. Algunas

habitaciones estaban completamente inaccesibles, las puertas selladas por una sustancia viscosa que parecía palpitar con vida propia.
Don Ramón los guió hasta la biblioteca, una de las pocas habitaciones que aún parecían relativamente intactas. Allí les mostró algo que había encontrado mientras limpiaba, un compartimento secreto en la pared oculto detrás de uno de los estantes. En el compartimento había un diario amarillento por

el paso del tiempo. Era el diario de Alonso primer escrito en los últimos años de su vida.
Alonso lo tomó con reverencia, esperando que finalmente pudiera revelar la verdad sobre el origen de la maldición. Esa noche, mientras Sofía dormía bajo la vigilancia de Lucía, Alonso se sentó a leer el diario de su abuelo. Lo que descubrió lo dejó helado. Según el diario, Alonso Prina no había

encontrado el oro por casualidad ni gracias a la ayuda de una anciana misteriosa. La verdad era mucho más siniestra.
Alonso y no había descubierto una antigua secta que adoraba a una entidad oscura conocida como la devoradora de niños. Esta entidad, según creían, podía conceder riquezas y poder a cambio de sacrificios humanos, preferentemente niños.
Alonso Primino, desesperado por salir de la pobreza, había hecho un pacto con esta entidad. El oro no provenía de una mina, sino que era creado por la magia de la devoradora. A cambio, Alonso primero había prometido entregarle a sus propios hijos y a los hijos de sus hijos por siete generaciones.

Sin embargo, cuando llegó el momento de cumplir su parte del trato, Alonso Primino pudo hacerlo.
Amaba demasiado a sus hijos para entregarlos a un destino tan horrible. buscó una forma de romper el pacto consultando a brujas, sacerdotes y eruditos. Finalmente encontró un ritual que podría funcionar, pero requería un sacrificio voluntario. Alguien de la familia Lujan debía ofrecer su vida a la

devoradora, no como víctima, sino como guardián.
Esta persona se convertiría en una especie de barrera entre el mundo de los vivos y el reino de la devoradora, impidiendo que la entidad reclamara más almas. Alonso Io había planeado ofrecerse a sí mismo como sacrificio, pero la entidad había sido más astuta. En la noche de su cumpleaños lo había

poseído momentáneamente para sellar el pacto con sangre, impidiéndole así romperlo de la manera que había planeado.
Desde entonces, la entidad había estado reclamando a los niños Lujá uno por uno, alimentándose de sus almas para mantener su poder. El diario terminaba con una advertencia desesperada. A quien lea estas palabras, si aún queda algún Luján vivo, debe saber que solo hay una manera de detener esto. El

último de nuestra sangre debe ir voluntariamente al lugar donde todo comenzó. El viejo roble en el centro del bosque y ofrecer su vida como guardián.
No es muerte, sino un tipo diferente de existencia, una eternidad de vigilancia para que la devoradora nunca pueda volver a reclamar a ningún niño. Es un precio terrible, pero es el único camino hacia la redención. Alonso cerró el diario, su mente un torbellino de emociones. Ahora entendía por qué

Eduardo había desaparecido y por qué Sofía estaba en peligro.
También entendía por qué la gente del pueblo estaba desapareciendo. La devoradora, frustrada por no poder reclamar a todos los Lujan, estaba tomando a otros en su lugar. Pero, ¿qué podía hacer? No podía permitir que Sofía se sacrificara. Era solo una niña y la idea de condenarla a una eternidad

como guardián de una entidad malévola era insoportable, pero tampoco podía permitir que más personas desaparecieran por su culpa.
Con el corazón pesado, Alonso tomó una decisión. Él sería el sacrificio. Él, el último adulto Luján, se ofrecería como guardián. Quizás eso sería suficiente para romper la maldición y salvar a Sofía. No le dijo nada a Lucía ni a Sofía sobre su plan. Sabía que tratarían de detenerlo y no podía

arriesgarse a fallar.
Esa noche, mientras todos dormían, Alonso tomó el medallón del cofre y se lo puso alrededor del cuello. Inmediatamente sintió una presencia oscura envolviéndolo como si el medallón fuera un conducto para la devoradora. Con pasos decididos, salió de la mansión y se dirigió al bosque. Sabía

exactamente a dónde ir. El viejo roble que Alonso primero había mencionado en su diario.
El mismo tipo de árbol junto al que habían encontrado a Eduardo años atrás. El mismo tipo de árbol al que Sofía había sido atraída en el retiro. El bosque estaba sumido en una oscuridad sobrenatural. No había estrellas ni luna en el cielo y los árboles parecían retorcerse como si estuvieran vivos.

Alonso sentía ojos invisibles observándolo desde las sombras, pero continuó avanzando, guiado por una fuerza que no podía explicar.
Finalmente llegó a un claro en el centro del bosque. Allí, iluminado por una luz espectral que parecía emanar del suelo mismo, se alzaba el viejo roble. Era enorme. Su tronco tan ancho que habrían hecho falta varios hombres con los brazos extendidos para rodearlo. Sus ramas se extendían como

tentáculos hacia el cielo y sus raíces sobresalían del suelo como venas pulsantes. Y allí, de pie junto al árbol estaba la anciana.
No era como Alonso la había imaginado. No era una bruja de crépita ni un espectro terrorífico. Era una mujer de aspecto ordinario, con el pelo gris recogido en un moño y ojos que parecían pozos de tristeza infinita. “Has venido”, dijo la anciana con una voz que parecía el susurro del viento entre

las hojas.
El último de los Luján ha venido a pagar la deuda. Alonso se acercó, el medallón ardiendo contra su pecho. Soy Alonso Luján, dijo con voz firme. Vengo a ofrecer mi vida como guardián a cambio de la liberación de todas las almas que la devoradora ha reclamado, a cambio de la protección de mi hija y

de todas las personas de San Isidro. La anciana lo miró con una expresión indescifrable.
No eres el último, dijo finalmente, tu hija lleva la sangre de los Lujan, mientras ella viva, la deuda no estará pagada. Alonso sintió que el corazón se le helaba. No dijo con desesperación. Debe haber otra manera. Tómame a mí. Soy un Luján. Mi sacrificio debe ser suficiente. La anciana negó con la

cabeza. El pacto fue claro. Siete generaciones de Lujan hasta el último. Tu hija es la séptima generación.
Ella debe ser la última en pagar. Alonso estaba a punto de protestar cuando escuchó una voz detrás de él. Papá se giró horrorizado para ver a Sofía de pie en el borde del claro. La niña estaba en camisón, descalza, con el pelo revuelto como si acabara de salir de la cama.

Pero sus ojos sus ojos estaban completamente negros, como los de una persona poseída. “Sofía, no!”, gritó Alonso corriendo hacia ella, pero antes de que pudiera alcanzarla, una fuerza invisible lo detuvo, manteniéndolo inmóvil. Sofía avanzó hacia el roble con pasos mecánicos, como una marioneta

controlada por hilos invisibles. La anciana extendió la mano hacia ella, una sonrisa terrible extendiéndose por su rostro.
“La séptima generación”, murmuró. Por fin el círculo se cierra. Fue entonces cuando Alonso comprendió la verdad. La anciana no era una simple bruja o un fantasma vengativo. Era la devoradora misma que había tomado forma humana para reclamar su premio. Con un esfuerzo sobrehumano, Alonso logró romper

la barrera invisible que lo contenía.
Se lanzó hacia delante, colocándose entre Sofía y la anciana. No! Gritó. No permitiré que la tomes. Si quieres un Luján, tómame a mí. La anciana lo miró con furia. insensato. No puedes romper el pacto. La niña debe venir conmigo. Alonso sentía que el medallón en su pecho ardía cada vez más, como si

estuviera a punto de fundirse con su piel.
De repente recordó las palabras del libro. El medallón es la llave. Con un movimiento rápido, se quitó el medallón y lo sostuvo frente a él directamente hacia la anciana. El símbolo de la espiral brillaba con una luz cegadora y la anciana retrocedió cubriendo sus ojos. “La llave!”, exclamó con una

mezcla de sorpresa y temor.
“¿Cómo la has encontrado?” Alonso no entendía completamente lo que estaba ocurriendo, pero sabía que tenía una ventaja. “Libera a todos los niños”, exigió. “Libera a todos los que has tomado y rompe el pacto o usaré la llave para destruirte.” La anciana gruñó, su forma humana comenzando a

desvanecerse, revelando algo mucho más antiguo y terrorífico detrás.
Era como una sombra con forma vagamente humanoide, con ojos que brillaban como brasas y una boca llena de dientes afilados. No puedes destruirme, si seo la criatura. Soy más antigua que tus ancestros, más antigua que este bosque, más antigua que la humanidad misma. He tenido muchos nombres a lo

largo de los eones, pero siempre he sido la misma, la que se alimenta de la inocencia, la que crece con el miedo, la que prospera con la desesperación.
Alonso sentía que su valor flaqueaba ante esta revelación, pero se mantuvo firme. Sofía estaba detrás de él, aparentemente liberada del control de la criatura, temblando de miedo, pero consciente. “Quizás no pueda destruirte”, admitió Alonso. “Pero puedo encerrarte. Este medallón, esta llave fue

creada para eso, ¿no es así? Para sellar la puerta entre tu mundo y el nuestro.
” La criatura gruñó confirmando involuntariamente la teoría de Alonso. El medallón fue forjado por traidores, mortales que intentaron romper sus pactos conmigo. Lo escondieron, pero nunca pudieron usarlo contra mí. Se necesita un sacrificio voluntario, un alma pura que se ofrezca sin reservas. Y tú,

Alonso Lujan, no eres puro. Llevas la mancha de la codicia de tu ancestro.
Alonso miró a Sofía, que lo observaba con ojos llenos de miedo, pero también de amor y confianza. Tomó una decisión. Tienes razón, dijo. No soy puro, pero mi hija sí lo es. Y si lo que necesitas es un sacrificio voluntario, lo tendrás. Me ofrezco a mí mismo libremente para sellar la puerta entre tu

mundo y el nuestro, para romper el pacto que mi ancestro hizo contigo, para liberar a todos los que has tomado.
La criatura rugió, su forma ondulando como humo negro. No puedes. El pacto exige a la séptima generación. Alonso sonríó tristemente. El pacto exige a la séptima generación de Lujan. Yo soy de la sexta generación, pero hay algo que no has tenido en cuenta. Yo también soy el padre de la séptima. Mi

sangre es la misma que la de mi hija y ofrezco esa sangre voluntariamente.
Antes de que la criatura pudiera reaccionar, Alonso presionó el medallón contra su corazón y pronunció las palabras que había encontrado en el libro. Palabras en un idioma antiguo que no entendía, pero que fluían de su boca como si las hubiera conocido toda su vida. El medallón se fundió con su

piel y una luz cegadora emanó de su cuerpo.
Alonso sintió un dolor indescriptible, como si cada célula de su ser estuviera siendo desgarrada y recompuesta. Vio imágenes fugaces. Rodrigo, el primer Luján en desaparecer. Martín y Elena, atrapados en el incendio, Clara debilitándose hasta morir, Eduardo caminando hacia el bosque como en trance,

y vio a otros niños, docenas, tal vez cientos, todos tomados por la devoradora a lo largo de los siglos.
La criatura aulló de rabia y dolor, su forma disolviéndose como humo en el viento. El viejo roble comenzó a temblar, sus ramas retorciéndose como si estuvieran en agonía. El suelo bajo sus pies se abrió, revelando un abismo de oscuridad que parecía no tener fondo. “¡Papá!”, gritó Sofía corriendo

hacia él, pero Alonso la detuvo con un gesto.
“No te acerques, cariño”, dijo con voz débil. Tienes que irte. Vuelve con mamá. Dile que la amo. Dile que te he encontrado la manera de romper la maldición. Sofía lloraba, pero asintió. Entendía de alguna manera lo que estaba ocurriendo. Entendía que su padre estaba haciendo el sacrificio final para

salvarla, para salvar a todos. “Te quiero, papá”, dijo entre lágrimas.
“Siempre te querré.” Alonso sonrió. Y yo a ti, mi pequeña, ahora vete, corre y no mires atrás. Sofía obedeció corriendo a través del bosque que ahora parecía mucho menos amenazante. Los árboles ya no se retorcían, las sombras ya no acechaban, era como si una presencia maligna hubiera sido expulsada,

dejando solo un bosque normal en su lugar.
Mientras tanto, Alonso sentía que su cuerpo se volvía cada vez más ligero, como si estuviera perdiendo sustancia. El medallón en su pecho brillaba con una intensidad cegadora y el abismo bajo el roble comenzaba a cerrarse. Con sus últimas fuerzas, Alonso miró hacia el cielo.

Vio estrellas, miles de ellas, brillando con una claridad que nunca antes había experimentado. Y entre las estrellas vio figuras luminosas descendiendo hacia él. eran los niños. Todos los niños que la devoradora había tomado a lo largo de los siglos venían a agradecerle, a despedirse, a guiarlo en

su transición a lo que fuera que viniera después. Entre ellos estaba Eduardo, su hijo, sonriendo con una paz que Alonso no había visto en él desde antes de que comenzaran las pesadillas.
Y estaba Rodrigo, el primer Luján en desaparecer, y tantos otros cuyos nombres Alonso no conocía, pero cuyos rostros reconocía de alguna manera. “Gracias”, dijo Eduardo, su voz como un eco lejano. “Nos has liberado, papá. Ahora podemos descansar.” Alonso sonríó sintiendo una paz que nunca antes

había conocido.
Había pagado la deuda, había roto la maldición, había salvado a su hija y a todos los demás. Era suficiente. Con un último suspiro, Alonso Lujan cerró los ojos y se dejó llevar por la luz. Sofía llegó a la mansión jadeando y llorando. Lucía la esperaba en la puerta, despierta por la ausencia de

Alonso y Sofía. Cuando vio a su hija corriendo desde el bosque, sola, supo lo que había ocurrido.
“Papá se ha ido”, dijo Sofía entre soyosos. “Se ha ido para salvarnos, para romper la maldición.” Lucía abrazó a su hija, sus propias lágrimas mezclándose con las de Sofía. Sabía, en lo más profundo de su ser, que Alonso no volvería, pero también sabía que había hecho lo que tenía que hacer.

Había dado su vida por las de sus hijos, por la de todos. Esa noche, mientras madre e hija se abrazaban consolándose mutuamente, algo extraordinario ocurrió en San Isidro. Las personas que habían desaparecido en los últimos meses comenzaron a regresar. Aparecían en sus casas confundidos, como si

despertaran de un largo sueño.
No recordaban dónde habían estado ni qué les había ocurrido, solo que habían escuchado una voz llamándolos y habían seguido el llamado sin poder resistirse. Al amanecer, don Ramón encontró a Lucía y Sofía aún despiertas. les contó lo que estaba ocurriendo en el pueblo, confirmando lo que ya sabían.

Alonso había logrado romper la maldición. Había liberado a todos los que la devoradora había tomado.
Pero lo más sorprendente fue lo que ocurrió con la mansión Lujan. A medida que el sol se elevaba en el horizonte, la mansión comenzó a cambiar. La humedad negra que cubría las paredes desapareció. El olor a putrefacción se desvaneció. Y una luz dorada parecía emanar de las propias piedras del

edificio. “Es como si la mansión estuviera sanando”, murmuró don Ramón asombrado, como si la maldición que la afectaba se hubiera levantado.
Lucía asintió, entendiendo por fin por qué la mansión había sido parte tan importante de la historia. No era solo una propiedad que no podía venderse, era un ancla para la maldición, un conducto entre el mundo de los vivos y el reino de la devoradora. Y ahora, con la maldición rota, la mansión

volvía a ser lo que siempre debió ser, un hogar.
En los días siguientes, Lucía y Sofía pusieron orden en sus asuntos. decidieron quedarse en San Isidro al menos por un tiempo. La gente del pueblo, lejos de culparlas por lo ocurrido, las trataba con respeto y gratitud. Todos sabían de alguna manera que Alonso Lujan había salvado al pueblo, aunque

nadie conocía exactamente los detalles.
Un mes después de la desaparición de Alonso, Lucía recibió una carta. no tenía remitente y el sobre estaba sellado con cera roja que llevaba impreso el símbolo de la espiral. Con manos temblorosas, Lucía abrió el sobre y leyó la carta. Era de Eduardo. Querida mamá, decía, “No sé cómo esta carta

llegará a ti, pero siento que lo hará. Quiero que sepas que estoy bien.
Todos lo estamos. Papá nos salvó, rompió la maldición y nos liberó. Ahora estamos en paz en un lugar más allá de las estrellas. No estés triste por nosotros. Hemos encontrado la felicidad que nunca pudimos tener en vida. Y papá está con nosotros. Es nuestro guardián, pero no como la devoradora

quería.
Es nuestro protector, nuestra luz en la oscuridad. Nos guía hacia lo que viene después. Algún día nos reuniremos todos. Pero hasta entonces vive mamá, vive por todos nosotros y cuida de Sofía. Ella es especial, es la última de los Lujan, pero no lleva la maldición. Al contrario, lleva una

bendición, una capacidad para ver más allá del velo, para conectar con lo que está más allá de nuestro mundo.
Esa capacidad la asustaba antes, pero ahora puede ser su don. Te queremos, mamá. Siempre lo haremos. Eduardo. Lucía leyó la carta una y otra vez. Lágrimas de alegría y tristeza mezclándose en sus mejillas. Finalmente la guardó en su bolsillo y fue a buscar a Sofía. La encontró en el jardín de la

mansión, sentada bajo un joven roble que había brotado donde antes solo había hierba seca.
“Tengo algo para ti”, dijo Lucía entregándole la carta. Sofía la leyó en silencio, una sonrisa iluminando gradualmente su rostro. Cuando terminó, miró a su madre con ojos brillantes. Están bien, dijo. Todos están bien y papá está con ellos. Lucía asintió sentándose junto a su hija. Lo sé, cariño,

lo sé. Miraron juntas el joven roble que parecía crecer ante sus ojos, sus ramas extendiéndose hacia el cielo como brazos abiertos.
Y por un momento, solo por un momento, Lucía creyó ver una figura familiar entre las hojas, un hombre con ojos amables y una sonrisa triste, pero satisfecha, un hombre que había dado todo por salvar a los que amaba. Alonso Lujan, el último guardián. La mansión Lujan sigue en pie hasta el día de

hoy, aunque ya no pertenece a la familia.
Sofía, la última de los Lujan, decidió donarla al pueblo para que se convirtiera en un museo y una biblioteca. La llamaron La Casa del Guardián en honor a Alonso. En cuanto a Sofía, siguió el consejo de su hermano. Aprendió a usar su don, su capacidad para ver más allá del velo, para ayudar a

otros.
se convirtió en una especie de mediadora entre los vivos y los muertos, ayudando a personas que, como su familia, eran perseguidas por sombras del pasado. Y en cuanto al viejo roble en el centro del bosque, se dice que si vas allí en una noche sin luna y escuchas atentamente, puedes oír voces,

voces de niños riendo y jugando, libres al fin de la oscuridad que los había reclamado.
Y entre ellas una voz más profunda, la voz de un padre que dio su vida por salvar a sus hijos. La voz del último guardián. Pero esa, queridos amigos, es otra historia para otro día. Gracias por acompañarme en este viaje por los oscuros pasadizos de la historia de la familia Luján. Si les ha gustado

esta historia, no olviden suscribirse a El tintero Maldito para más relatos que desafían la frontera entre la realidad y la pesadilla. Hasta la próxima.
Y recuerden, algunas puertas es mejor mantenerlas cerradas. M.