Tras dejar el orfanato, Lida, de diecisiete años, heredó algo extraño: una casita en el desierto, heredada de su abuela, fallecida hacía tiempo. El edificio, medio derrumbado, se alzaba aislado de todo, en el límite del bosque, como olvidado por el tiempo.
Nadie la esperaba, nada la ataba al pasado, y aprovechó esta oportunidad para empezar una nueva vida. Una vida modesta, pero propia.
Al tercer día, para despejarse tras una limpieza interminable, Lida se adentró en el bosque a recoger setas. Se adentró cada vez más hasta que, por casualidad, se topó con un claro inusual cubierto de musgo blando. En medio de los árboles, como caído de otro tiempo, se alzaba un viejo avión, casi intacto, pero enredado en las raíces y cubierto de óxido, como si se hubiera convertido en parte del bosque.
La curiosidad venció a la cautela. Lida subió a la cabina y, al mirar dentro, gritó: en el asiento del piloto se sentaba un esqueleto inmóvil, uniformado, congelado en el último instante de su vida. Alrededor de su cuello colgaba un medallón… con su nombre cuidadosamente grabado.
A partir de ese momento, todo cambió. Lo que empezó como un intento de empezar una vida independiente en solitario se convirtió en una profunda inmersión en un misterio de tiempos de guerra: tripulaciones desaparecidas, operaciones secretas, lazos familiares… y algo mucho más grande de lo que podía comprender.
Lida se quedó paralizada, aferrándose al borde de la cabina. El aire era denso y sofocante, con olor a óxido, moho y tiempo olvidado.
El esqueleto la miró con las cuencas de los ojos vacías. Parecía estar esperándola.
Apenas apartó la mirada y tomó el medallón. Le temblaban los dedos y se le entrecortaba la respiración. Con cuidado, casi con reverencia, desprendió el adorno de la cadena.
En el reverso estaban grabadas las palabras:
Para Lida. Cuando seas mayor, búscame.
Se le secó la garganta. El corazón le latía con fuerza como si quisiera salírsele del pecho.
“¿Qué tontería?” susurró, sintiendo que las yemas de sus dedos se enfriaban.
El uniforme del piloto se conservó de forma asombrosa, como si el tiempo lo hubiera dejado solo. En el panel de instrumentos había notas arrugadas en inglés, una de las cuales decía:
Misión 13. Sector Norte. Información clasificada.
Ella no sabía inglés pero podía leer el número.
Un número de mala suerte.
Cuando Lida salió, el sol ya se ponía. El bosque se volvió más denso, el aire más pesado. El crujido a su alrededor parecía más fuerte. Se apresuró a volver a casa, olvidándose de las setas y aferrando el medallón con fuerza en la mano.
A la mañana siguiente, volvió a sentirse atraída por el bosque. No por miedo, sino por una profunda inquietud, como si algo exigiera su atención.
Pero antes de salir, oyó un extraño crujido en el ático. La casa estaba en silencio, demasiado silenciosa para que hubiera alguien cerca. Al subir las escaleras, Lida encontró una vieja maleta llena de cartas. Una estaba dirigida a ella:
Para mi nieta Lida. Si regresas.
Al abrir el sobre, leyó:
Si estás leyendo esto, significa que encontraste el avión. Guarda silencio. No es de nuestra época. Y quizás vino por ti.
Estas líneas le pusieron la piel de gallina. Todo lo que sucedía era extraordinario. Pero sobre todo, una pregunta la atormentaba: si el piloto sabía su nombre, ¿quién era?
Al día siguiente, Lida despertó con la sensación de que alguien la había llamado en sueños. Los pensamientos la atormentaban:
¿Cómo pudo saber de mí? ¿Por qué yo? ¿Quién es ese hombre en la cabina? ¿Y cómo supo la abuela la verdad?
La terquedad venció al miedo. Abrigada, con una linterna en la mano, se dirigió al bosque.
Cada paso era difícil. Los arbustos parecían cerrarse tras ella, los árboles susurraban en lo alto.
Cuando llegó al claro, el avión ya no estaba.
Solo hierba joven, musgo suave y silencio. Ni un destello metálico, ni restos oxidados. Como si todo hubiera sido un sueño.
Lida miró a su alrededor, buscando frenéticamente cualquier rastro. Nada. Solo a lo lejos, un pájaro carpintero picoteaba.
Y entonces una rama se quebró.
Se giró bruscamente. Tras los árboles, una sombra titilaba: alta, borrosa.
Su corazón se congeló. La sombra también. Lida no se movió. Al cabo de un segundo, desapareció.
Pero ella lo sabía: alguien la había estado observando. Y quizás, la había estado observando todo el tiempo.
Esa noche, Lida no pudo cerrar los ojos. La habitación olía a humedad, las tablas viejas crujían, y por la ventana parecía que algo vivo se asomaba.
Ella releyó la carta de la abuela:
El avión regresará si recuerdas. No eres solo una huérfana, Lida. Tu sangre recuerda más de lo que crees.
Estas palabras la dejaron helada hasta los huesos.
Sentada en el suelo, aferrada al medallón, sintió de repente que el aire temblaba. La habitación se estremeció ligeramente, como si el espacio se tambaleara.
Desde la pared, como a través del agua, se vislumbraron los contornos de la cabina. Allí, en la penumbra, estaba sentado el piloto. Sus ojos brillaban. Y la miraba fijamente.
“Lida…” se escuchó una voz apagada, como si viniera del agua.
El medallón en su mano de repente se calentó como metal caliente.
—¡¿Quién eres?! ¿Por qué me llamas? —exclamó.
El piloto no se movió. Solo sus labios susurraron:
“Recuerde las coordenadas.”
Y entonces todo desapareció. El aire volvió a la normalidad, la habitación quedó como antes.
En el suelo había una nota, como surgida del pasado. En ella, las coordenadas:
Latitud 62.001. Longitud 47.744. 12:13 — no llegues tarde.
Lida tembló. Pero en su interior, la determinación ya crecía.
A la mañana siguiente se levantó temprano. El viento arreció, el bosque susurraba con inquietud. Algo se preparaba. Algo esperaba.
Exactamente a las 12:12, Lida salió al claro. En sus manos —un reloj, su corazón—, sincronizado con el tiempo.
12:13.
El medallón resplandeció de calor. El aire se agitó, se retorció en un vórtice, y ante ella, igual que la primera vez, apareció el avión.
No es un espejismo. No es una alucinación. Es real, tangible, como cualquier objeto de este mundo.
Solo ahora lo supo: este no era el final. Este era el principio.
Pero ahora la puerta de la cabina estaba abierta.
Lida se acercó lentamente. El asiento del piloto estaba vacío. Dentro, sobre el panel de instrumentos, había una hoja nueva. La tomó.
Era un dibujo infantil: una niña de la mano de un hombre con uniforme militar. El texto a continuación decía:
Papá y yo. Lida, 4 años.
Su corazón se detuvo. El mundo se inclinó.
“¿Papá?..” exhaló.
En algún lugar del bosque una rama volvió a crujir.
Lida se quedó aferrada al dibujo. Sus pensamientos corrían como locos:
¿Papá? ¿Pero cómo? ¿Por qué está en ese avión? ¿Y por qué ahora?
El medallón en su pecho vibró levemente, como si respondiera a su ansiedad.
Detrás de ella se oyó un crujido.
Se giró bruscamente. Al borde del claro, entre los árboles, algo se movía. Al principio parecía solo una sombra. Pero entonces un rostro emergió de la penumbra: pálido, como tallado en ceniza. Sin boca. Con ojos humanos, pero alienígenas.
La criatura no se movió. Pero Lida estaba atravesada por una certeza:
Si corro, me seguirá.
Retrocedió lentamente hacia el avión. La puerta estaba entreabierta. Dentro, todo estaba como antes; solo que en el asiento del piloto había un segundo medallón, idéntico al suyo.
Lida lo tomó… y escuchó una voz:
Ya vienen. Debes lograrlo, Lida. Solo tú puedes cerrar el ciclo.
“¿Ciclo? ¿Qué ciclo? ¿Qué está pasando?”, gritó en su mente.
La criatura al borde del claro se movía. Suave y silenciosamente. Sin prisa. No la persiguió; sabía que no había más tiempo.
Lida entró al avión y cerró la puerta de golpe.
La cabina cobró vida. Las luces tenues se encendieron una a una. El panel de instrumentos brilló tenuemente, sin cables ni fuente de alimentación.
Un botón con la etiqueta “INICIO” parpadeaba como un latido de corazón.
Afuera, silencio. Pero en algún lugar, más allá del mundo visible, aguardaba algo sin nombre.
Lida alcanzó el botón. Contuvo la respiración. Lo presionó.
El espacio a su alrededor se sacudió. La cabina se llenó de una luz grisácea, como si el tiempo se hubiera desgarrado. Al otro lado de la ventana, el bosque desapareció.
Ante ella se extendía una base aérea: fría, abandonada, congelada en el pasado. Aviones, banderas de señales, gente uniformada. Y entre ellos, él.
El piloto. Su padre. Vivo.
Él la miró directamente.
Lo lograste. Ahora elige: quédate aquí… o regresa.
Lida no sabía qué decir.
Detrás de ella, la soledad, el orfanato, la casa vacía. Allí estaba su padre. Un hombre que no debería existir. Pero que la había estado esperando.
“Decide”, dijo, “y recuerda: mucho depende de esta elección”.
Miró a través del cristal: más allá del tiempo, como en un bucle, la misma escena se repetía. El mismo claro, el mismo plano, la misma ella. El ciclo. Un círculo cerrado.
“¿Por qué yo?”, preguntó finalmente. “¿Por qué tú?”
Él la miró con dolor.
Porque no eres solo una hija. Eres el resultado de una elección.
Embarqué en el vuelo sabiendo que no regresaría. Era una misión: cruzar la brecha temporal. Pasar coordenadas a la siguiente generación. Pero algo salió mal. Me quedé atrapado entre dos tiempos, como en una gota de resina.
La abuela lo sabía. Le advirtieron. Pero tú eres la primera en encontrarme. Porque la grieta se abre cada 50 años. Y tú tienes 17. Justo cuando todo empieza de nuevo.
Un ruido sordo recorrió el cuerpo del avión.
“Ha venido”, susurró el padre.
“¿Quién es él?” preguntó Lida.
El Guardián del ciclo. No puede hablar. Pero no es un enemigo. Es un guardián. Busca a quienes rompen los límites.
La criatura tras la pared del avión empezó a emerger. No como un monstruo, sino como el reflejo de algo antiguo y familiar.
“¿Él… era yo?” susurró.
El padre guardó silencio.
Y entonces la criatura extendió la mano hacia el medallón que tenía en el pecho.
Y ella entendió.
Si se quedaba, estaría con su padre, fuera del tiempo.
Si ella se fuera, podría transmitir el conocimiento, advertir al mundo y romper el ciclo.
Pero luego desaparecería para siempre.
Y ella volvería a estar sola.
El medallón se calentó. De él surgió una voz familiar y dulce:
Eres más fuerte de lo que crees. Eres el vínculo. Elige con el corazón, y el tiempo te escuchará.
Lida apretó el puño. Se interpuso entre su padre y la criatura.
“No puedo perderlos a ambos.
Pero si me quedo, todo volverá a empezar. Y nadie se salvará.
“Perdóname…”
Ella extendió el medallón hacia la criatura.
El avión tembló. Un destello. El tiempo se hizo añicos.
—¡Lida! —gritó su padre—. Gracias. Por todo.
Y luego… silencio.
Epílogo
Se despertó en el suelo de la casa. El sol jugaba con sus rayos en el polvo. Todo estaba como antes. Casi.
En el suelo, cerca de ella, yacía una hoja de papel carbonizada.
En él, sólo unas pocas líneas:
El ciclo está completo.
Transmítelo.
Tu sangre recuerda.
Lida se levantó. Caminó hacia la ventana. Más allá, el mismo bosque, los mismos árboles. Pero ahora sabía la verdad.
Ya no había ni una sombra en él.
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