La sonrisa del diablo

Hay cosas que uno no puede olvidar. No importa cuánto tiempo pase, ni cuántas veces lo repitas para convencerte de que fue producto del estrés, de la fatiga… o incluso de un brote de locura pasajera. Lo que viví hace siete años me acompaña todas las noches, cuando intento dormir y no puedo cerrar los ojos sin recordar aquella sonrisa.

Yo trabajaba como operador nocturno en un hotel de media categoría, en las afueras de San Miguel de Tucumán. Nada lujoso, pero lo suficiente como para atraer viajeros solitarios, vendedores ambulantes, parejas en tránsito. Tenía turnos largos y monótonos: la mayoría del tiempo lo pasaba revisando las cámaras de seguridad y organizando papeles en recepción.

Una madrugada, poco después de las tres, llegó un hombre que no parecía encajar con los clientes habituales. Vestía un traje gris que parecía demasiado caro para el lugar, pero algo en su apariencia lo hacía ver fuera de lugar. No sabría decir si era su palidez excesiva, su delgadez antinatural o la forma en que sus ojos se movían, como si evaluara cada rincón sin moverse. Cuando me pidió una habitación, su voz era rasposa, como si no hablara con frecuencia.

—¿Para una noche? —le pregunté, como de costumbre.
—Solo hasta el amanecer —respondió con una sonrisa.

Y ahí la vi por primera vez.

Esa sonrisa no era normal. No era amable, ni irónica. Era… perfecta. Simétrica. Demasiado blanca. Como si su rostro estuviera diseñado solo para mostrarla. No transmitía paz, sino una certeza incómoda. Una sonrisa que decía: “Sé algo que vos no sabés… y no te va a gustar”.

Le asigné la habitación 203. Tomó la llave con una lentitud inquietante y se alejó sin decir una palabra más. En las cámaras lo vi subir las escaleras, pero no abrí la puerta de seguridad. Me quedé viendo la pantalla, esperando que hiciera algo raro. Pero no. Solo desapareció en el pasillo.

A eso de las 3:45, la luz de su habitación parpadeó. Fue apenas unos segundos. Luego, todo volvió a la normalidad. Pensé en subir a revisar, pero algo me detuvo. Un mal presentimiento. Decidí esperar a que amaneciera.

A las 5:18, volvió a bajar.

No había escuchado la puerta del ascensor ni sus pasos. Simplemente apareció en la recepción. La misma sonrisa. Me dejó la llave sobre el mostrador, se inclinó levemente —como si se despidiera de un viejo amigo— y se marchó.

Intenté mirar por las cámaras, pero en ese instante todas se congelaron. Tuve que reiniciarlas desde el sistema. Cuando volví a revisar la grabación… no había rastro de él. Ni entrando, ni saliendo. Solo estaba yo, en recepción. Hablando al aire.

Pensé en borrarlo. O en no contarlo. Pero cometí el error de revisar la habitación.

La puerta estaba cerrada. Por dentro.

Tuve que pedir la llave de repuesto y subir. Cuando abrí, me golpeó un olor seco, como tierra húmeda. El cuarto estaba impecable, salvo por un detalle: sobre la cama había una caja negra. Dentro, un espejo de mano. Al levantarlo, vi una nota debajo:

“La próxima vez, no mires su sonrisa. Ya estás marcado.”

La Sonrisa del Diablo – Parte II: El Espejo Maldito

El espejo era más que un simple objeto. No lo supe en ese momento, pero todo lo que ocurrió después giró en torno a él, a esa maldita reliquia que el hombre dejó atrás en la habitación 203. Lo tomé entre mis manos con el mismo temor que sentirías si te dieran un arma cargada, sabiendo que no puedes deshacerte de ella. Estaba helado, y al principio pensé que solo era la humedad del cuarto. Pero no. Había algo más en ese espejo. Algo pesado, algo que no me dejaba soltarlo.

Miré la nota que estaba debajo: “La próxima vez, no mires su sonrisa. Ya estás marcado.”

No entendía el significado, pero no me atreví a ponerme a pensar mucho en eso. Mi mente estaba nublada por el cansancio y el desconcierto, pero el terror que me invadió cuando miré el espejo fue inmediato. No vi mi reflejo, ni mi rostro cansado y sucio por la falta de sueño. No. Lo que vi fue un vacío, como un espacio que me absorbía, que me arrastraba a través de él.

Era como si alguien estuviera al otro lado del espejo. No lo vi de inmediato, pero sentí una presión, una presencia. Esa misma sonrisa.

La sonrisa del hombre.

Mi corazón empezó a latir con fuerza. Era un sueño, pensé. Un maldito sueño. Dejé el espejo sobre la mesa y me retiré rápidamente de la habitación. Cerré la puerta con más fuerza de la que hubiera querido, y bajé las escaleras sin mirarlo atrás. El espejo quedó allí, sobre la cama, esperándome, como si me estuviera invitando a mirarlo de nuevo.

Pero ese no fue el final. Esa misma noche, mientras intentaba dormir en mi pequeño cuarto de la oficina, comencé a escuchar ruidos. Al principio, eran pasos ligeros, casi imperceptibles. Pensé que alguien se había quedado en el hotel, pero luego los pasos se intensificaron. Eran rápidos, como si alguien estuviera corriendo en los pasillos. No podía ser el hombre, pensé. Él ya se había ido.

Me levanté de la cama y traté de abrir la puerta de la oficina, pero algo me detuvo. Había una cómoda presión en el aire, una sensación de estar observado. Me giré lentamente hacia el espejo que tenía en el escritorio, el mismo que había usado para verme cuando me lavaba la cara en las noches anteriores. Pero ahora… el reflejo no era mío.

Vi una figura delgada, completamente blanca, con una expresión vacía en su rostro. La figura estaba sonriendo, esa misma sonrisa perfecta, pero al mismo tiempo distorsionada. Me congelé. La figura empezó a acercarse al espejo como si estuviera atravesando el vidrio, avanzando hacia mí.

“Ya estás marcado”, susurró. La voz era la de un hombre, rasposa, pero con una fuerza y determinación que hizo que todo mi cuerpo se tensara.

Mi mente empezó a colapsar. No podía dejar de mirar el espejo, aunque algo en lo profundo de mi ser me decía que no debía hacerlo. Y aún así, mis ojos se mantenían clavados en esa imagen inhumana, esa sonrisa macabra que se acercaba cada vez más.

Al fin, la figura atravesó el cristal. No fue un movimiento físico, sino como si la pared misma estuviera deformándose. El hombre, con la sonrisa más anhelante y aterradora que jamás había visto, se acercó más y más hasta quedar tan cerca que casi podía sentir su aliento en mi rostro.

El aire en la habitación se volvió espeso, como si la atmósfera misma hubiera sido aplastada. Me desplomé sobre la silla, temblando, incapaz de moverme.

El hombre, al final, desapareció. Pero la sensación de su presencia permaneció. Sentí que algo se había apoderado de mí.

Por la mañana, cuando me desperté, pensé que todo había sido una pesadilla, una combinación de la falta de sueño y el estrés. Pero cuando miré hacia el escritorio, el espejo estaba allí, sobre la mesa, reflejando la habitación. Y en el reflejo, vi algo que me heló la sangre: la sonrisa del hombre.

Una pequeña chispa de pánico comenzó a arder dentro de mí. La sonrisa no desaparecía. No importaba cómo moviera la cabeza. No importaba lo que hiciera. La sonrisa seguía ahí, dentro del espejo, en el reflejo distorsionado.

Me levanté de la silla, angustiado, y lo primero que hice fue tirar el espejo al suelo. Pero, en lugar de romperse, el vidrio simplemente se desvaneció, como si nunca hubiera estado allí.

La sensación de vacío se intensificó. Lo que había comenzado como una simple sonrisa se había convertido en una marca. Una maldición que no podía deshacer.

No sabía qué hacer. No sabía cómo deshacerme de eso. De esa presencia que me seguía a todas partes. Pero algo dentro de mí me decía que era tarde. Que ya estaba atrapado en un ciclo que no tenía salida. Y, aunque busqué soluciones, aunque intenté deshacerme de todo lo relacionado con el hombre, no lo logré.

El hotel cerró, pero el espejo, o lo que fuera, siguió conmigo. Las sonrisas continuaron acechándome, como un eco distorsionado de lo que alguna vez fue un rostro humano. Algo se rompió en mí esa noche, y ahora, años después, lo único que sé con certeza es que la sonrisa nunca se apaga.

Nunca te acerques a un espejo si el reflejo sonríe. Porque una vez que la sonrisa te marca, no hay vuelta atrás.

La Sonrisa del Diablo – Parte III: El Último Reflejo

Los días que siguieron fueron una mezcla de confusión y terror absoluto. El hotel cerró sus puertas poco después del incidente, pero el mal que había desatado esa sonrisa nunca me abandonó. Intenté racionalizar lo sucedido, diciéndome que todo había sido un mal sueño, pero las señales estaban allí, claras como el cristal de un espejo.

La sonrisa, esa maldita sonrisa, seguía presente. No solo en mis recuerdos, sino en cada espejo que encontraba. Cuando miraba mi reflejo, siempre, sin falta, ahí estaba: la sonrisa perfecta, demoniaca, distorsionada en el vidrio, observándome, acechándome.

Empecé a evitar los espejos. Los tiraba, los rompía, los ocultaba, pero siempre, sin importar qué, la sonrisa regresaba. Ya no estaba solo en los espejos. Sentía que me perseguía en las sombras, en la esquina de mi visión, siempre al borde de lo que podía ver. Como si algo estuviera esperando a que cediera.

La sensación de estar observado no se detuvo, y con el tiempo, empecé a perder el control de mi vida. Mis amigos y familiares comenzaron a alejarse. Nadie quería estar cerca de mí, como si algo en mi presencia los aterrara, como si el mal que me había tocado de alguna manera se transmitiera a ellos. Cuando trataba de hablar con ellos sobre lo que estaba sucediendo, me miraban con ojos llenos de miedo y confusión. Ya no sabía si ellos me evitaban por temor, o si lo hacían porque, en algún nivel, yo también los estaba perdiendo.

La sonrisa nunca me dejó. Y lo peor era que ya no sabía si estaba viva o si simplemente ya no formaba parte de este mundo.

Una noche, después de varios días sin dormir, decidí que tenía que terminar con todo esto. Ya no podía soportarlo más. Ya no podía vivir con la sensación de estar siendo consumido por algo tan oscuro y tan profundamente maligno. Fui a la tienda de antigüedades del barrio, buscando una solución, un objeto o algo que pudiera liberarme. Allí, una anciana que parecía saber lo que buscaba, me ofreció algo que me heló la sangre.

—El espejo no es lo que parece —dijo, señalando con su dedo huesudo hacia un pequeño espejo antiguo que descansaba en una mesa cubierta de polvo. —Es un reflejo del alma. Un objeto que no solo muestra lo que ves, sino lo que hay dentro de ti. Si quieres romper con lo que está pasando, tendrás que enfrentar tu propio reflejo. Pero ten cuidado, porque lo que está dentro de ese espejo no siempre es lo que parece.

El espejo era más pequeño de lo que esperaba, pero lo que me inquietó fue la marca en el cristal, como si algo hubiera sido grabado allí a lo largo del tiempo. Sin pensarlo, pagué por él, y regresé a casa con la esperanza de que, de alguna manera, este podría ser el fin de mi tortura.

Esa noche, decidí mirar por última vez el espejo, esperando enfrentar lo que fuera que me acechaba. Me senté frente a él, mi corazón latiendo con fuerza, mi mente desbordada de miedo. El reflejo comenzó a distorsionarse, y en lugar de verme a mí misma, vi aquel hombre. La misma figura pálida, la misma sonrisa, esta vez mucho más amplia, mucho más perturbadora.

Lo peor vino después. Vi que no solo él sonreía en el reflejo, sino que yo también lo hacía. La sonrisa se deformó en algo grotesco, algo que ya no era humano, y lo peor fue que yo no podía dejar de sonreír. Sentí cómo mi boca se alzaba involuntariamente, cómo mis ojos se abrieron más de lo normal. Era como si una fuerza invisible me controlara, me empujara a ser parte de esa sonrisa maldita.

De repente, una risa espantosa llenó la habitación, y me sentí atrapada. La habitación desapareció, y solo existía el espejo. Una oscuridad densa me rodeaba, pero aún podía ver esa sonrisa, una sonrisa que ya no pertenecía al hombre. Ahora era mía. Mi reflejo ya no era el mío. Era el rostro del demonio, deformado, oscuro, lleno de una maldad tan pura que el miedo me paralizó.

Intenté apartarme del espejo, pero mis pies no se movían. El reflejo se burlaba de mí, como si disfrutara viéndome sufrir, viendo cómo me desmoronaba por dentro. Pero lo peor de todo fue que, al mirar esa sonrisa, entendí que había sido yo quien la había aceptado. Que el momento en que tomé la caja, acepté el regalo y miré el espejo, había firmado mi condena. Estaba atrapada en un ciclo, uno que no podía romper.

El eco de la risa continuaba, más fuerte, hasta que se convirtió en un grito. Pero ya no era el grito del hombre. Era el mío. Era mi alma, desgarrada, condenada a una tortura eterna.

La última imagen que vi antes de caer al suelo fue la sonrisa del diablo. Esa sonrisa que ya no se borraría jamás, que ya no era solo suya. Ahora, era mía. La sonrisa del diablo había marcado mi destino. Y, por primera vez en años, entendí que no había vuelta atrás.

El reflejo nunca se olvida.