
Ana estaba en la cocina, preparándose para la rutina diaria con los niños, cuando vio a su marido, Javier, y a su suegra, Helena, empacando maletas. Habían anunciado con emoción que iban a Dubái, un viaje que ambos habían estado planeando durante meses. “No te preocupes, mamá, todo estará bien”, le dijo Javier a su madre mientras la ayudaba a meter ropa en la maleta. “Nos vemos en unos días”, añadió, sin dirigirle una sola palabra a Ana.
Ana, como siempre, había sido el pilar de la familia. Mientras Javier y su madre disfrutaban de sus planes, ella se quedaba en casa con los niños, manejando todo: las tareas del hogar, los horarios de la escuela y, últimamente, las tensiones acumuladas con su suegra. Helena, una mujer elegante y orgullosa, siempre había dejado claro que consideraba que Ana no era suficientemente buena para su hijo. Aunque Javier adoraba a su madre, nunca parecía ver la dinámica tóxica que se estaba formando.
El viaje de la suegra y su hijo se llevaba a cabo con dinero que Ana había ganado gracias a su esfuerzo y dedicación. No era la primera vez que la situación le dejaba un sabor amargo, pero esta vez algo dentro de ella cambió. Mientras los niños jugaban en el salón, Ana, agotada y frustrada, decidió que ya era hora de actuar.
Fue a su habitación, donde sabía que la suegra guardaba una carpeta con documentos del apartamento en el que vivían. El apartamento, propiedad de Helena, había sido la fuente constante de su resentimiento. Durante años, Helena había exigido que Javier mantuviera el lugar a su nombre, mientras que Ana y los niños vivían en una casa prestada, siempre bajo la sombra de la madre de su esposo.
Con una mezcla de ira y determinación, Ana tomó la carpeta. Dentro, encontró los papeles que confirmaban lo que había sospechado durante tanto tiempo: la propiedad del apartamento no solo estaba a nombre de Helena, sino que también había una cláusula que dejaba a Javier con un papel secundario en caso de cualquier conflicto. Si algo sucediera, todo pasaría a manos de su madre, y Ana quedaría fuera.
Ana, con las manos temblorosas, comenzó a marcar el número que había encontrado en los documentos. Era un número que ella nunca había visto antes, pero que Helena, de alguna manera, había mantenido oculto. Al tercer tono, una voz grave y profesional respondió. “¿En qué puedo ayudarle?” dijo la voz.
“Necesito hablar con alguien que pueda ayudarme a asegurar mi futuro, y el de mis hijos”, respondió Ana, sintiendo que finalmente tenía el control.
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