LA TIRARON AL PRECIPICIO PORQUE NACIÓ ALBINA, pero Cuando un Cazador Apache la Recuperó…

La arrojaron al barranco por tener la piel blanca como la luna y los ojos del color del cielo. Pero no sabían que aquella niña regresaría con el poder de hacer brillar su piel en la oscuridad y doblegar a las bestias salvajes a su voluntad. Antes de continuar, no olvides suscribirte al canal, darle like al video y comentar desde qué parte del mundo nos estás viendo. Vamos allá.
Sierra Madre Occidental, México, 1876. El viento soplaba con furia entre los picos escarpados de la sierra Taraumara, arrastrando consigo el aroma de los pinos y el presagio de una tormenta. La pequeña aldea de San Lorenzo se aferraba a la ladera como un nido de águilas, sus casas de adobe y piedra resistiendo el embate del tiempo y los elementos.
Aquella noche, mientras las nubes ocultaban la luna y las estrellas, un grito desgarró el silencio, el llanto de una recién nacida que venía al mundo en la choza más apartada del poblado. “Virgen santísima, ¿qué es esto?”, murmuró doña Carmela la partera, retrocediendo con los ojos desorbitados por el miedo. Entre sus manos temblorosas, sostenía a una criatura de piel tan blanca como la nieve, que ocasionalmente cubría las cumbres más altas, con un fino cabello casi transparente y ojos de un azul imposible. Soledad Vargas, tendida sobre el jergón empapado en sudor, extendió
débilmente los brazos hacia su hija. “Dámela, quiero verla”, suplicó con voz quebrada. “No deberías”, respondió la anciana, pero la determinación en los ojos de la madre la obligó a obedecer. Cuando Soledad contempló a su pequeña en lugar de horror, su rostro se iluminó con una sonrisa.
Es hermosa, como un rayo de luna”, susurró acariciando la mejilla de la niña. “Se llamará Marisol, pero la noticia del nacimiento se extendió por la aldea como fuego en la pradera seca. Antes del amanecer, un grupo de hombres encabezados por don Esteban, el patriarca del pueblo, golpeaba la puerta de la chosa. “Es una señal de maldición”, sentenció el anciano, su rostro curtido contraído en una mueca de disgusto. “Una criatura sin color, con ojos de demonio.
Si la dejamos vivir, la sequía nos consumirá y las enfermedades llegarán a nuestras puertas. Es mi hija!”, gritó Soledad. abrazando a la pequeña contra su pecho. No permitiré que le hagan daño. Tu esposo murió en la mina hace tres meses le recordó don Esteban con frialdad.
No tienes quien te proteja y la comunidad ha decidido. La criatura debe ser sacrificada para restaurar el equilibrio. Aquella noche, mientras Soledad era retenida por tres mujeres que le tapaban la boca para ahogar sus gritos, los hombres se llevaron a la pequeña marisol. Caminaron durante horas por senderos escarpados hasta llegar al borde del barranco del cobre, donde las paredes de roca rojiza se precipitaban hacia un abismo insondable.
Que los dioses antiguos reciban esta ofrenda y aparten la maldición de nuestras tierras”, pronunció don Esteban y con un gesto solemne ordenó que arrojaran a la recién nacida al vacío. El llanto de la pequeña se perdió en la inmensidad del cañón. A kilómetros de distancia, Jaotle, un guerrero de la tribu Raramuri, que había sobrevivido a las campañas de exterminio y se mantenía fiel a las tradiciones de sus ancestros, recorría los senderos de la sierra en busca de hierbas medicinales.
Su cuerpo, ágil y fibroso, se movía con la fluidez de un puma entre las rocas, mientras sus ojos oscuros escrutaban cada rincón del bosque. Fue entonces cuando un sonido casi imperceptible detuvo sus pasos. No era el canto de un pájaro ni el murmullo del arroyo cercano. Era el débil gemido de una criatura.
Yaotel siguió el sonido hasta un recodo del cañón, donde un saliente de roca y un denso matorral habían detenido la caída de un pequeño bulto envuelto en mantas desgarradas. Cuando apartó las telas, sus ojos se abrieron con asombro. Una bebé de piel blanca como la luna y cabellos casi transparentes, respiraba débilmente, su pequeño rostro marcado por arañazos, pero milagrosamente viva.
“¿Quién te ha hecho esto, pequeña estrella caída?”, murmuró tomándola con infinita delicadeza entre sus manos callosas. Jaotel contempló a la pequeña criatura dudando por un instante. Entre su gente, los Raramuri, a quienes los mexicanos llamaban taraumaras, existían también supersticiones sobre los seres de piel blanca. Algunos decían que eran hijos de la luna, otros que llevaban la marca de los espíritus antiguos.
Pero Jaotl había aprendido a desconfiar de los temores sin fundamento. Durante años había visto como el miedo destruía lo más valioso que tenían, la compasión. “No te abandonaré”, murmuró envolviendo a la bebé en su manta de lana. Quien te arrojó aquí no merece llamarse humano. La pequeña abrió los ojos de un azul tan claro como el cielo después de la tormenta.
Y Yaotl sintió que algo dentro de su pecho, algo que llevaba años dormido, despertaba nuevamente. Había perdido a su esposa y a su hijo durante una epidemia de viruela cinco inviernos atrás. Desde entonces había vivido en soledad, alejado incluso de los pocos grupos Raramuri que resistían en las montañas más inaccesibles. El camino de regreso a su refugio fue arduo.
Tuvo que moverse con extremo cuidado por senderos que solo las cabras montes transitaban. La niña necesitaba agua y alimento, y su piel, demasiado delicada, ya mostraba signos de quemadura bajo el sol implacable. Al atardecer, llegaron a una cueva oculta tras una cascada donde Jaotl había establecido su hogar.
El sonido del agua camuflaba cualquier ruido y la humedad constante mantenía la vegetación espesa, ocultándolos de miradas indeseadas. Necesitarás un nombre. dijo mientras humedecía un trapo limpio para lavar las heridas de la pequeña. Te llamaré sitlali, entre mi gente significa estrella, porque has caído del cielo, pero sigues brillando. Esa noche Jaotle tuvo que improvisar.
fabricó un pequeño recipiente con una calabaza hueca y después de machacar semillas de chía con agua y miel silvestre, alimentó a la bebé gota a gota. Sitlali apenas lograba tragar, pero su instinto de supervivencia era fuerte. Tres días después, cuando Sitlali ya mostraba más vitalidad, Jaotle decidió visitar a Shochitlle, una anciana curandera que vivía en un valle apartado.
Era la única persona en quien confiaba, la única que quizás entendería. Shotchitle lo recibió con ojos sorprendidos pero serenos. Su cabaña olía a hierbas secas y copal. Observó a la niña durante largo rato tocando su piel, examinando sus ojos. Es una corimá”, dijo finalmente usando la palabra raramuri para los albinos.
Son raros entre nuestra gente, pero existen. La he visto antes en otras tribus. “Sobrevivirá?”, preguntó Yaotl con voz tensa. “Dependerá de ti”, respondió la anciana. Su piel no puede recibir el sol directo. Sus ojos deben protegerse de la luz intensa. Necesitará cuidados especiales. Luego añadió con una sonrisa enigmática, pero los corimá traen consigo dones que no podemos imaginar.
Shochitl le entregó un ungüento de savia de aloe y arcilla blanca para proteger la piel de Sitlali y le enseñó a preparar leche de almendras silvestres. machacadas con agua. ¿Qué pasará cuando crezca?, preguntó Yaotl. Será diferente, respondió Shochitlle. Y en estas tierras ser diferente es peligroso.
Deberás enseñarle a ser fuerte, más fuerte que cualquiera. Esa noche, mientras Sitlali dormía envuelta en pieles suaves dentro de la cueva, Jaotl se sentó a la entrada contemplando las estrellas. Las mismas estrellas que habían guiado a sus ancestros durante milenios. “Te protegeré, pequeña estrella,” juró en silencio. “Y te enseñaré a protegerte tú misma”.
No sabía que lejos de allí, en la aldea de San Lorenzo, Soledad Vargas lloraba inconsolable, negándose a creer que su hija estuviera muerta, mientras planeaba en secreto su venganza contra quienes le habían arrebatado lo único que le quedaba en el mundo. 6 años pasaron como el agua entre las piedras del río.
La pequeña Sitlali creció bajo el cuidado constante de Jaotl, convirtiéndose en una niña curiosa y resiliente. Su piel, blanca como la nieve de las cumbres, debía ser protegida con el unüento de Sochitl cada amanecer. Sus ojos, de un azul cristalino, soportaban mal la luz directa del sol, por lo que Yaot le había fabricado unas gafas de madera con delgadas rendijas horizontales, similares a las que usaban los antiguos Inuit para protegerse de la ceguera por nieve.
Aquella mañana de primavera, Sitlali observaba con fascinación como su padre adoptivo tallaba una pequeña figura de madera. ¿Qué animal es, Tata?, preguntó acercándose cautelosamente. A pesar de sus limitaciones, se movía con una gracia natural, como si hubiera nacido para danzar entre las sombras. Es un águila real”, respondió Jaotl mostrándole los detalles de las plumas.
“Nuestros ancestros creían que son mensajeras entre este mundo y el de los espíritus.” Sitlali pasó sus dedos delicados por la talla, sintiendo cada corte, cada curva. Sus manos eran pequeñas, pero fuertes, y su tacto había desarrollado una sensibilidad extraordinaria, compensando la debilidad de su vista.
¿Por qué no puedo ir nunca al pueblo? Preguntó de repente con esa franqueza que solo los niños poseen. Yaot dejó el cuchillo a un lado y miró a su hija con seriedad. Hacía tiempo que esperaba esta pregunta. Porque hay personas que no entienden lo especial que eres, respondió con cuidado.
Temen lo que es diferente, como los hombres que me tiraron al barranco. Un escalofrío recorrió la espalda de Yaotl. Nunca le había contado ese detalle de su origen. Había sido cuidadoso en hablar solo de cómo la había encontrado. ¿Quién te ha dicho eso? Nadie, respondió ella bajando la mirada.
A veces veo cosas cuando duermo, veo manos que me arrojan al vacío y oigo a una mujer gritar. Yaotl la abrazó con fuerza. Los ancianos Raramuri hablaban de los Corimá como seres con un pie en el mundo de los espíritus. Quizás los sueños de Sitlali no eran imaginaciones, sino recuerdos. Sí, pequeña estrella, hubo hombres malos que te lastimaron. Por eso debemos ser cuidadosos.
Y mi madre, ¿la mala? No lo creo, respondió Yaotel con honestidad. En tus sueños, la mujer que grita suena enojada o triste. Triste, respondió Sitlali con seguridad, muy triste. A muchos kilómetros de allí, en el camino polvoriento que conectaba San Lorenzo con la ciudad de Chihuahua, una mujer de rostro demacrado pero ojos ardientes, caminaba con determinación. Soledad Vargas se había convertido en una sombra de lo que fue.
Su belleza, antes notable se había marchitado bajo el peso del dolor y la obsesión. Durante 6 años había sobrevivido trabajando como lavandera, cocinera, lo que fuera necesario para ahorrar cada centavo. Había interrogado a cada viajero, a cada comerciante que pasaba por San Lorenzo, preguntando por niños con características inusuales, por rumores de apariciones extrañas en las montañas. La mayoría la consideraba loca.
La pobre perdió a su hija y se le trastornó la cabeza. decían a sus espaldas. Pero Soledad sabía con esa certeza que solo una madre puede tener, que Marisol seguía viva. Dos semanas atrás, un viejo minero le había contado sobre un avistamiento extraño. Un indio taraumara, acompañado por lo que parecía ser un espíritu, una pequeña figura de piel blanca como la cal y cabellos plateados cerca de la zona de Batopilas.
fue suficiente para que Soledad abandonara a San Lorenzo para siempre, llevando consigo solo lo indispensable y el odio acumulado contra aquellos que le arrebataron a su hija. Ahora, mientras el sol descendía tras las montañas, Soledad miraba el paisaje escarpado con una mezcla de esperanza y temor. ¿Cómo reconocería a su hija después de tantos años? Y si aquel indio la había transformado completamente, “Te encontraré, mi pequeña luna”, susurró al viento.
“Y entonces quienes nos separaron pagarán por cada lágrima que he derramado.” Lo que Soledad no sabía era que don Esteban, atormentado por pesadillas donde una niña de ojos azules lo acusaba desde el fondo del barranco, había contratado a un cazador de indios para rastrear cualquier rumor sobre criaturas de apariencia inusual.
Y aquel cazador, Santiago Mondragón, conocido por su crueldad y eficacia, ya había escuchado las mismas historias que ella. La casa había comenzado. Escucha, Sitlali, escucha el bosque respirar. Yaotel y la niña permanecían inmóviles como estatuas entre los elechos. La luz del amanecer apenas filtraba sus rayos entre el denso follaje.
Era uno de esos raros momentos en que Sitlali podía estar al aire libre sin las protecciones habituales para su piel, aunque las gafas de madera seguían cubriendo sus sensibles ojos. “Puedo oír al arroyo”, susurró ella, “y pájaro carpintero a nuestra izquierda.” Yaotel la sintió orgulloso. Durante años había entrenado a la pequeña para utilizar todos sus sentidos, especialmente aquellos que compensaban sus limitaciones.
Su oído se había vuelto tan fino que podía detectar el más leve crujido a 50 pasos de distancia. Su olfato distinguía las hierbas medicinales, incluso con los ojos cerrados. ¿Qué más?, preguntó él suavemente. Sitlali arrugó su pequeña nariz y cerró los ojos para concentrarse mejor.
“¡Hay, hay alguien más”, dijo con un hilo de voz. “Un extraño. Huele a humo, cuero y metal”. El cuerpo de Yaóel se tensó. Llevaba semas notando señales sutiles de que alguien merodeaba por su territorio. Ramas rotas, huellas que no pertenecían a los animales del bosque, el ocasional aroma de tabaco que el viento traía.
“Vuelve a la cueva”, ordenó con firmeza. “Recuerda el plan.” La niña asintió y, sin hacer el menor ruido, se deslizó entre la vegetación como una sombra plateada. Había practicado esta ruta de escape cientos de veces. Sabía exactamente dónde pisar, qué ramas evitar, cómo confundir sus huellas. Yaot le esperó hasta perderla de vista y luego se movió en dirección opuesta, deliberadamente haciendo más ruido del necesario. Si había un intruso, quería atraer su atención lejos de Sitlali.
Santiago Mondragón limpiaba meticulosamente su rifle Winchester mientras contemplaba las montañas desde su campamento improvisado. Tres semanas llevaba siguiendo rumores, pistas a medias, historias de pastores y leñadores sobre apariciones extrañas. “Una niña fantasma”, le había dicho un viejo buscador de oro con piel como la luna y ojos que brillan en la oscuridad.
Mondragón no creía en fantasmas, pero sí en el dinero. Y don Esteban pagaba bien, demasiado bien por lo que aparentemente era una simple superstición. Eso significaba que había más en juego. Si la encuentras, tráemela, había dicho el anciano con una expresión que mezclaba miedo y determinación. Si no es posible, asegúrate de que nadie más la encuentre jamás.
Un crujido en el bosque interrumpió sus pensamientos. Sus años como cazador de apaches le habían enseñado a distinguir los sonidos naturales de aquellos producidos por seres humanos. Y ese definitivamente era un hombre tratando de parecer descuidado. Con movimientos mecánicos cargó su rifle y se adentró en el bosque.
En Batopilas, el pequeño pueblo minero anidado en el fondo del cañón, Soledad Vargas observaba con frustración al comerciante que negaba con la cabeza. Lo siento, señora, pero no he visto a ninguna niña como la que describe”, dijo el hombre, evitando su mirada intensa. “Y llevo 20 años comerciando con los indios de estas montañas.” Soledad apretó los puños. Sabía que mentía.
Su expresión cambió ligeramente cuando mencionó el cabello blanco, un pequeño tic en el ojo que delataba su nerviosismo. “Le pagaré bien por cualquier información”, insistió ella sacando unas monedas de plata de su bolsa. “No quiero hacerle daño a la niña, solo quiero encontrarla.” El comerciante miró a su alrededor como temiendo ser escuchado.
“Hay un cazador”, murmuró finalmente. Llegó hace unos días haciendo las mismas preguntas, pero él no parece tener buenas intenciones. ¿Dónde puedo encontrarlo? Partió hacia el norte, siguiendo el río hasta la cascada del águila. Pero, señora, le aconsejo que tenga cuidado. Ese hombre tiene ojos de muerte.
Soledad agradeció la información y salió de la tienda con paso decidido. Durante 6 años había sobrevivido al dolor más profundo que una madre puede sentir. No le temía a ningún cazador. Lo que no sabía era que muy pronto tres destinos se entrelazarían en lo alto de las montañas.
Una madre desesperada, un protector dispuesto a todo y un asesino siguiendo un rastro de plata. Sitlali llegó a la cueva jadeando. Sus pulmones ardían por el esfuerzo, pero no había hecho ni un solo ruido durante su escape. Rápidamente tomó la pequeña bolsa de cuero que siempre mantenían preparada, un cuchillo de obsidiana, pedernal para encender fuego, semillas secas, un cantimplora pequeña y una manta.
Luego se dirigió al fondo de la cueva, donde una grieta apenas visible conducía a una cámara interior. Era su refugio secreto, donde debía esperar a que Yaotel viniera por ella o si pasaban tres días sin señales, dirigirse al valle donde vivía Shchitl. Mientras se acomodaba en la oscuridad, Sitlali cerró los ojos y comenzó a murmurar las oraciones que Yaotel le había enseñado. Pero en su mente extrañas visiones comenzaban a formarse.
Una mujer de cabello negro y ojos como los suyos caminando bajo el sol. Un hombre con un rifle brillando bajo la luna y sangre, mucha sangre sobre las piedras. Tata susurró a la oscuridad. Ten cuidado. Yaotl se movía entre los árboles con la fluidez de un ciervo, pero cada paso lo daba conscientemente, dejando huellas visibles, rompiendo ocasionalmente una rama.
El bosque, su aliado desde siempre, ahora servía como escenario para una trampa. Conocía estas montañas como las líneas de su propia mano. Cada piedra, cada arroyo, cada cambio de elevación era una ventaja que pensaba utilizar. Llegó a un pequeño claro y se detuvo fingiendo examinar el suelo. Sabía que estaba siendo observado. Lo sentía en la nuca.
Ese cosquilleo que tantas veces le había salvado la vida durante las guerras contra los blancos. Sin prisa se agachó y bebió agua de un pequeño arroyo. El agua está limpia, dijo en voz alta en perfecto español. Puedes salir y beber también, cazador. Llevas siguiéndome media hora. Un silencio tenso se extendió por el claro. Luego el crujido de botas sobre hojas secas.
Santiago Mondragón emergió de entre los árboles con su rifle apuntando directamente al pecho de Yaotl. Tienes buen oído, indio dijo con una sonrisa torcida. O quizás solo tuviste suerte. Jaotl se irguió lentamente midiendo cada movimiento. El hombre frente a él tenía el rostro marcado por cicatrices antiguas, ojos fríos como el acero y manos que no temblaban al sostener el arma. Un cazador experimentado.
La suerte es para quienes no saben leer el bosque, respondió Yaotel. ¿Qué buscas en tierras, Raramuri? Extraño. Mondragón mantuvo su sonrisa, pero sus ojos permanecieron muertos, calculadores. “Busco una historia”, dijo avanzando un paso.
Una historia sobre una criatura extraña, una niña con piel de luna y ojos de cielo. Dicen que vive con un indio solitario. ¿Sabes algo de eso? El corazón de Jaotl se aceleró, pero su rostro permaneció impasible. Tantos años de cuidado de mantener a Sitlali oculta. Y ahora este hombre aparecía preguntando directamente por ella. He oído muchas historias, respondió con calma.
Los mineros beben demasiado pulque y ven fantasmas en cada sombra. Este fantasma en particular parece interesarte mucho, replicó Mondragón su dedo acariciando el gatillo. Tengo órdenes de encontrarla y de asegurarme que nadie más lo haga. ¿Quién te envía? Alguien que paga bien por limpiar errores del pasado.
Yaot sintió que la ira crecía en su interior como un río desbordado. Este hombre no buscaba simplemente a Sitlali, venía a matarla. a eliminar una aberración que nunca debió sobrevivir. “Tu búsqueda termina aquí”, dijo Jaotle, su voz transformándose en un gruñido bajo. “Da media vuelta y vete de mis montañas.
” Mondragón soltó una carcajada seca. “¿Tus montañas? Los indios ya no poseen nada en México, amigo. Todo tiene un nuevo dueño.” Su expresión se endureció. “La niña, ¿dónde está?” “Muerta”, respondió Yaotel con firmeza. La encontré hace años, pero no sobrevivió al invierno. La enterré bajo un árbol de cerca del río grande. Por un segundo, la duda cruzó el rostro del cazador. Luego sus ojos se entrecerraron.
Mientes. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que después, cuando Mondragón intentara recordarlo, solo vería fragmentos confusos. Yaotl se lanzó hacia un lado justo cuando el rifle disparaba, la bala rozando su hombro. Antes de que el cazador pudiera recargar, Jaot le había lanzado un puñado de tierra a sus ojos y ahora se abalanzaba sobre él con un cuchillo de obsidiana en la mano.
Rodaron por el suelo en un abrazo mortal. Mondragón era fuerte, entrenado en la lucha cuerpo a cuerpo, pero Yaotel peleaba con la desesperación de quien protege lo que más ama. El cuchillo brilló bajo el sol buscando carne. El cazador logró sujetar la muñeca de Jaotlle, deteniendo la hoja a centímetros de su garganta.
¿Dónde está la niña? Gruñó Mondragón. Cada palabra puntuada por el esfuerzo. Lejos de ti, respondió Jaotel aplicando más presión. Un rodillazo en el estómago desestabilizó a Yaotl. Mondragón aprovechó para invertir posiciones quedando encima. Su puño se estrelló contra el rostro del Raramuri una, dos, tres veces.
Sangre brotó de la nariz y la boca de Yaotl, pero sus ojos nunca perdieron la determinación. “Te sacaré la verdad a golpes si es necesario”, amenazó el cazador sacando un cuchillo de su cinturón. El filo del metal brilló amenazante frente a los ojos de Yaotl. Mientras tanto, Sitlali permanecía acurrucada en la cámara oculta al fondo de la cueva.
Sus manos pequeñas se aferraban a un cristal de cuarzo que Jal le había regalado en su último cumpleaños. “Para que siempre tengas luz”, le había dicho. Pero ahora, en la oscuridad absoluta, el cristal no brillaba. En cambio, era la propia piel de Sitlali la que parecía emitir un tenue resplandor plateado, una cualidad que solo aparecía cuando su cuerpo respondía al miedo o a la oscuridad total. La niña cerraba los ojos con fuerza, pero las visiones no cesaban.
Veía a Yaot luchando, sangrando. Veía a un hombre de rostro marcado por cicatrices con ojos que no reflejaban luz. Tata está en peligro. susurró para sí misma. Y entonces, contra todas las enseñanzas de Yaotl, contra todas las promesas que había hecho, Sitlali tomó una decisión, recogió su pequeño cuchillo, se echó la bolsa al hombro y comenzó a avanzar hacia la salida de la cueva.
A varios kilómetros de distancia, Soledad Vargas ascendía por un sendero escarpado. Sus pies, cubiertos de ampollas dentro de las botas gastadas, le suplicaban descanso, pero su corazón no escuchaba. Cada paso la acercaba más a lo que su instinto de madre le decía que era verdad. Su hija seguía viva.
El sol comenzaba a descender cuando divisó algo que hizo que su corazón diera un vuelco, una columna de humo delgada y casi imperceptible, elevándose entre los árboles a lo lejos. Espérame, mi niña”, murmuró mientras aceleraba el paso. “Mamá ya está llegando.” Lo que ninguno de ellos sabía era que sus destinos estaban a punto de colisionar y que la sangre pronto marcaría las piedras antiguas de aquellas montañas sagradas.
El cuchillo de Mondragón descendió con fuerza buscando la carne del cuello de Yaotl. Pero el guerrero Raramuri logró desviar el golpe en el último instante. La hoja se clavó en la tierra junto a su oreja, dándole la fracción de segundo que necesitaba. Con un movimiento nacido de años de supervivencia, Jaotl golpeó la garganta del cazador con el canto de su mano.
Mondragón retrocedió jadeando y tosi la aprovechó para levantarse, pero su pierna derecha falló. Un dolor agudo le recordó que no era tan joven como antes. “Peleas bien para ser un salvaje”, dijo Mondragón recuperando el aliento. Su mano derecha buscaba disimuladamente el revólver que llevaba en la cintura. “Pero esto termina ahora.
Última oportunidad. ¿Dónde está la niña albina?” “Si la quieres”, respondió Yaotel escupiendo sangre. Tendrás que matarme primero. Una sonrisa cruel se dibujó en el rostro del cazador. Eso puede arreglarse. El revólver apareció en su mano con la velocidad de una serpiente atacando.
Yael se lanzó hacia un lado, justo cuando el disparo retumbaba entre los árboles. La bala rozó su costado, dejando un surco ardiente en la piel. El dolor era intenso, pero lo ignoró, rodando hasta quedar detrás de un tronco caído. “Puedes esconderte, pero no escapar”, gritó Mondragón, avanzando cautelosamente. “Este bosque será tu tumba, indio.” Jaotl respiraba con dificultad.
La herida sangraba profusamente y sabía que en una confrontación directa el revólver le daba ventaja al cazador. Necesitaba una estrategia, una distracción. Fue entonces cuando lo sintió, un cambio sutil en el aire, una presencia que conocía mejor que la suya propia. No necesitó volverse para saber que Sitlali estaba cerca.
Un miedo helado se apoderó de su corazón. No, pequeña susurró. vuelve a la cueva, pero era demasiado tarde. Mondragón también había detectado algo. Se giró bruscamente hacia los arbustos de su derecha, donde una ramita acababa de quebrarse. “¿Qué tenemos aquí?”, murmuró apuntando su arma hacia la vegetación.
“Es tu pequeño fantasma indio!” Yaotl actuó por instinto, recogió una piedra y la lanzó con todas sus fuerzas hacia el lado opuesto del claro. El ruido distrajo a Mondragón por un segundo, suficiente para que Yaotl se abalanzara sobre él. Ambos hombres cayeron pesadamente. El revólver se disparó al aire y luego salió volando entre los elechos.
Lucharon ferozmente, rodando por el suelo embarrado, cada uno buscando la ventaja definitiva. Sitlali observaba la escena aterrorizada desde su escondite. Nunca había visto a su padre adoptivo pelear así con esa mezcla de desesperación y furia. La sangre manchaba su camisa y aunque Jaotl era fuerte, el cazador era más joven, más grande. La niña apretó su cuchillo de obsidiana con manos temblorosas.
Yaot le había enseñado a usarlo solo para cortar plantas o preparar alimentos, nunca contra personas. Pero ahora, viendo a su protector en peligro, sentía una resolución creciendo en su interior. Mondragón logró colocarse encima de Yaotl. Sus manos se cerraron alrededor del cuello del Raramuri, apretando con saña.
Yaotel luchaba por respirar, sus dedos arañando desesperadamente los brazos del cazador. Cuando termine contigo, gruñó Mondragón, encontraré a tu pequeño monstruo y la llevaré de vuelta a San Lorenzo. O quizás solo lleve su cabeza. Será más fácil de transportar. Los ojos de Jaotl comenzaban a nublarse por la falta de oxígeno. Sus movimientos se volvían más débiles.
En un último esfuerzo logró llevar la mano al cinturón de Mondragón, donde encontró el cuchillo que el cazador había guardado. Con un movimiento desesperado, lo desenfundó y lo clavó en el costado de su atacante. Mondragón ahulló de dolor, aflojando la presión. Yaotl jadeó recuperando aire, pero el cazador ya se recuperaba. Su rostro contorsionado en una máscara de odio puro.
Pagarás por eso rugió arrancándose el cuchillo y levantándolo para acest golpe final. Fue entonces cuando ocurrió. Un destello plateado surgió de entre los arbustos. Sitlali se lanzó sobre la espalda del cazador con una agilidad sobrenatural. su pequeño cuerpo brillando con esa luminiscencia pálida que solo aparecía en momentos de extrema emoción.
Sus ojos, normalmente de un azul claro, ahora resplandecían con un fulgor casi eléctrico. “Deja a mi padre”, gritó su voz infantil transformada en algo antiguo y poderoso. Mondragón, sorprendido por el ataque y sobrecogido por aquella aparición fantasmal, se tambaleó hacia atrás. Sitlali clavó su pequeño cuchillo de obsidiana en el hombro del cazador, no con fuerza suficiente para matar, pero sí para distraerlo. Yaot aprovechó ese momento crucial.
Con las fuerzas renovadas, que solo da la desesperación de ver a un hijo en peligro, envistió contra Mondragón derribándolo. El cazador cayó de espaldas, su cabeza golpeando contra una roca con un sonido seco y terrible. Un silencio repentino invadió el claro. Yaotl se arrastró hasta donde yacía Mondragón. El cazador no se movía.
Sus ojos abiertos miraban al cielo sin ver. Un hilo de sangre manaba de su nuca mezclándose con el barro. Tata. La voz de Sitlali sonaba nuevamente como la de una niña asustada. El resplandor de su piel comenzaba a desvanecerse. Está Está muerto. Yaot la asintió sombríamente extendiendo los brazos hacia ella. Sitlali corrió a refugiarse en su abrazo temblando.
No debiste venir, la reprendió suavemente, acariciando su cabello plateado. Pero gracias a ti estoy vivo. Vi que te hacía daño sollozó ella contra su pecho. No podía quedarme escondida. Yaotel estaba a punto de responder cuando un crujido de ramas lo alertó. Alguien más se acercaba.
Con esfuerzo se puso de pie colocando a Sitlali detrás de él. “Quédate a mi espalda”, ordenó recogiendo el revólver de Mondragón del suelo. “Si digo que corras, corres mirar atrás.” Los arbustos se agitaron y una figura emergió al claro. Era una mujer de cabello negro como el ébano, con el rostro marcado por años de sufrimiento, pero con ojos de un azul tan claro como los de Sitlali. Yaot levantó el arma.
Pero algo lo detuvo. La mujer no miraba el cuerpo de Mondragón ni a él. Sus ojos, llenos de lágrimas estaban fijos en la pequeña niña que se asomaba con curiosidad desde detrás de su protector. “Marisol”, susurró la mujer extendiendo una mano temblorosa. “Mi niña, Sititlali, que nunca había visto a aquella mujer, sintió algo extraño y poderoso vibrar en su interior, como si un hilo invisible tirara de su corazón.
” Mamá”, dijo la palabra saliendo de sus labios sin pensarlo. El tiempo pareció detenerse en aquel claro del bosque. Tres corazones latían con ritmos distintos mientras el viento susurraba entre las hojas, indiferente al drama humano que se desenvolvía bajo su aliento. Soledad dio un paso adelante, luego otro, sus piernas temblando como ramas bajo el peso de la nieve.
6 años de búsqueda, de lágrimas derramadas en la oscuridad, de plegarias susurradas al amanecer, todo convergiendo en este instante. “Mi niña”, repitió su voz quebrándose. y pequeña luna. Sitlali o Marisol, un nombre que resonaba en algún rincón olvidado de su memoria, permanecía inmóvil, dividida entre el instinto de correr hacia aquella desconocida y la seguridad que representaba Jaotl.
El guerrero Raramuri no bajó el arma, pero tampoco disparó. La expresión de aquella mujer era inconfundible. El amor desesperado de una madre, el mismo amor que él sentía por la pequeña estrella que había rescatado y criado como propia. ¿Quién eres?, preguntó finalmente, aunque ya conocía la respuesta.
Soy Soledad Vargas, respondió ella sin apartar los ojos de la niña. Soy la madre de Marisol. La arrojaron por el barranco cuando apenas tenía tres días. Me sujetaron mientras se la llevaban. Sus ojos se endurecieron momentáneamente, pero siempre supe que estaba viva. Una madre lo sabe. Sitlali dio un pequeño paso lateral, asomándose un poco más desde detrás de Yaotl.
Había algo en los ojos de aquella mujer, algo que reconocía sin haberlo visto antes, como el reflejo de un lago que devuelve tu propia imagen. “Tus ojos,” murmuró la niña, “son como los míos.” Soledad asintió una lágrima resbalando por su mejilla marcada por el tiempo y el dolor. “Sí, mi vida, los heredaste de mí, igual que tu piel especial.” Extendió una mano sin atreverse a acercarse más.
He recorrido montañas enteras buscándote. Yaotl sentía que su mundo se derrumbaba silenciosamente. Durante 6 años, Chitlali había sido su razón para vivir, su pequeña luz en la oscuridad que siguió a la pérdida de su familia. Ahora esta mujer aparecía reclamando lo que por derecho de sangre le pertenecía.
La he protegido”, dijo con voz áspera, “la he criado, le he enseñado a sobrevivir en estas montañas, a ser fuerte y siempre te estaré agradecida por eso,” respondió Soledad, mirándolo por primera vez directamente. Salvaste a mi hija cuando otros querían su muerte, pero es mi sangre, mi corazón caminando fuera de mi cuerpo. Un gemido de dolor escapó de los labios de Yaotl.
La herida en su costado, momentáneamente olvidada en la intensidad del momento, reclamaba ahora su atención. Se tambaleó apoyándose contra un árbol para no caer. Tata Chitlali corrió hacia él, sus pequeñas manos manchándose con la sangre que empapaba su camisa. Estás herido. Soledad se acercó rápidamente, su instinto de supervivencia, momentáneamente superado por la preocupación. Déjame ver”, dijo apartando con cuidado la tela rasgada. La herida era profunda.
La bala había dejado un surco sangrante en la carne. “Necesitamos detener la hemorragia.” Sin esperar respuesta, rasgó un trozo de su falda y lo presionó contra la herida. Jaotle la observaba con una mezcla de sorpresa y recelo. “¿Por qué me ayudas?”, preguntó entre dientes.
“¿Porque salvaste lo más valioso que tengo?”, respondió ella simplemente, “¿Y por qué necesitamos movernos? Ese hombre”, señaló con la cabeza el cuerpo de Mondragón. No vino solo. Don Esteban nunca deja cabos sueltos. El nombre hizo que Yaotl se tensara. Don Esteban, el mismo que ordenó arrojar a la niña al barranco, Soledad asintió sombríamente. Ha tenido pesadillas durante años.
Dice que ve a una niña de ojos azules acusándolo desde el fondo del abismo. Cree que es un espíritu vengativo y ha contratado cazadores para encontrar y eliminar cualquier rumor sobre sobre una niña como Marisol. Me llamo Sitlali. interrumpió la pequeña con una firmeza sorprendente para su edad. Significa estrella en la lengua de mi padre.
El silencio que siguió fue denso, cargado de emociones no expresadas. Soledad miró a la niña, luego a Yaotl, comprendiendo la profundidad del vínculo que los unía. Sitlali repitió finalmente, probando el nombre en sus labios. Es hermoso, pero también eres Marisol, la luz que me han robado durante 6 años.
Yaot intentó incorporarse reprimiendo un gemido de dolor. Debemos irnos dijo con urgencia. Si este cazador no regresa, enviarán a otros. ¿A dónde?, preguntó Soledad. A un lugar donde nunca pensarían en buscar, respondió Yaotl, donde ni los Raramuri ni los mexicanos ponen pie voluntariamente. Los ojos de Sidlali se abrieron con comprensión.
La montaña de los espíritus, susurró. Jaotl asintió gravemente. “Necesitaremos recoger algunas cosas de la cueva”, dijo, dando un paso y tambaleándose inmediatamente. Sin mediar palabra, Soledad se colocó bajo su brazo, ofreciendo su hombro como apoyo. Por un instante, sus miradas se encontraron. Dos seres que habían sufrido pérdidas inimaginables, unidos ahora por el amor a una misma niña.
“Te ayudaré”, dijo simplemente. Sitlali los observaba su joven mente tratando de procesar el torbellino de emociones. En un día había ganado una madre y casi perdido a su padre adoptivo. Había visto la muerte de cerca y descubierto un pasado que desconocía.
Mientras los adultos comenzaban a avanzar lentamente hacia la cueva, Chitlali echó una última mirada al cuerpo del cazador. Una sombra cruzó su rostro infantil, una comprensión prematura de la fragilidad de la vida y la persistencia del odio. ¿Vendrán más, verdad?, preguntó alcanzándolos. Yaotel y Soledad intercambiaron una mirada sombría antes de asentir.
“Entonces debemos ser más rápidos que ellos”, dijo la niña, adelantándose para guiar el camino. Su cabello plateado brillaba bajo los rayos del sol que se filtraban entre las ramas como un faro en la penumbra del bosque. Y así una extraña familia forjada en el dolor y la persecución comenzó su viaje hacia lo desconocido.
Mientras las sombras se alargaban y el eco de disparos lejanos anunciaba que la cacería apenas comenzaba, la montaña de los espíritus se alzaba como un gigante dormido contra el cielo del atardecer. Sus picos irregulares, cubiertos parcialmente por niebla perpetua, proyectaban sombras alargadas sobre el valle. Ningún sendero marcado conducía a sus laderas.
La superstición mantenía alejados tanto a los mexicanos como a los indígenas. “Dicen que los que mueren sin paz vagan entre esas rocas”, murmuró Soledad mientras ayudaba a Yaotinar. La herida había sido tratada con hierbas y vendada correctamente, pero la pérdida de sangre lo había debilitado considerablemente.
Que se escuchan lamentos cuando sopla el viento del norte. Los espíritus no dañan a quienes no les temen, respondió Yaotl, su respiración entrecortada por el esfuerzo. Los verdaderos monstruos tienen forma humana y llevan rifles. Sidlali caminaba algunos pasos por delante, sus pequeños pies, encontrando instintivamente el camino más seguro entre piedras sueltas y arbustos espinosos.
De vez en cuando se detenía y giraba para asegurarse de que los adultos la seguían. Llevaban tres días huyendo, avanzando principalmente de noche, cuando la piel sensible de Sitlali no sufría bajo el sol y sus ojos podían ver con una claridad que ningún humano normal poseía. Era como si la oscuridad, en lugar de cegarla, le otorgara un sentido adicional.
¿Cómo puede ver tambén? Preguntó Soledad en voz baja, observando a su hija sortear obstáculos casi invisibles en la penumbra. Es un don, respondió Yaotl con una mezcla de orgullo y preocupación. Los ancianos Raramuri hablan de los Corimá como seres bendecidos por la luna. Sus ojos ven lo que nosotros no podemos. Su piel brilla en la oscuridad cuando sienten emociones fuertes.
Como cuando atacó al cazador, recordó Soledad. La imagen de su pequeña niña resplandeciendo con un fulgor plateado mientras se lanzaba contra un hombre armado, la perseguía en sueños. Brillaba como si tuviera estrellas bajo la piel. Jaotel asintió solemnemente. Ha sucedido otras veces cuando tiene miedo, cuando está muy feliz.
Es como si su cuerpo respondiera a su corazón. Soledad guardó silencio asimilando esta información. Durante 6 años había imaginado el reencuentro con su hija, pero nunca consideró que Marisol Sitlali, se corrigió mentalmente pudiera haber desarrollado habilidades que escapaban a su comprensión.
Al llegar a un pequeño claro, Sidlali les indicó que se detuvieran. Sus ojos azules escrutaban la oscuridad con intensidad. “Hay personas cerca”, susurró señalando hacia el sur. Puedo olerlos. Humo de tabaco y cuero. Yaotel y Soledad intercambiaron miradas de alarma. El guerrero intentó incorporarse completamente, reprimiendo un gemido de dolor. ¿Cuántos? Tres.
No, cuatro, respondió la niña cerrando los ojos para concentrarse mejor. Dos huelen como el hombre que te atacó. Los otros son diferentes. Rastreadores indígenas. murmuró Yaotl con amargura. Don Esteban está pagando bien. Soledad apretó los puños con rabia. Ese maldito anciano, ¿cómo puede seguir persiguiendo a una niña inocente después de 6 años? El miedo y la superstición son peores consejeros que el odio, respondió Yaotl. Y lo que los hombres temen lo destruyen.
Se arrastraron hasta una formación rocosa que ofrecía algo de cobertura. La noche había caído por completo y solo la luz de la luna iluminaba tenuemente el paisaje escarpado. Sitlali se acurrucó entre los dos adultos, su pequeño cuerpo temblando ligeramente. ¿Qué haremos ahora?, preguntó Soledad, abrazando protectoramente a su hija.
Yaotol observó la montaña que se alzaba frente a ellos, imponente y amenazadora. “Seguiremos hacia la cima,”, decidió. “Hay cuevas en la cara norte, lugares donde ni los más valientes se atreven a entrar. Podemos refugiarnos allí hasta que la herida sane y los cazadores pierdan nuestro rastro.
” Y después la pregunta de soledad flotó entre ellos, cargada de significado. Yaot no respondió de inmediato. Era la pregunta que había estado evitando desde que encontraron a Soledad. ¿Qué pasaría después? Sitlali regresaría con su madre biológica, la perdería para siempre. Después comenzó, pero un crujido entre los arbustos cercanos lo interrumpió.
Los tres contuvieron la respiración. A menos de 20 met, la silueta de un hombre se recortaba contra el cielo nocturno. Llevaba un rifle en las manos y se movía con la cautela de un depredador experimentado. “Deben estar cerca”, dijo el hombre en español. “El indio está herido. No pueden haber ido lejos.
Esto es una locura, Rodrigo, respondió otra voz. Estamos demasiado cerca de la montaña de los espíritus. Mi gente no viene aquí. Hay malos presagios. Tu gente son supersticiosos, Miguel. Y don Esteban paga 50 pesos por la cabeza de esa niña. Demonio. 50. ¿Sabes cuánto dinero es ese? Las voces se alejaron gradualmente.
Cuando el silencio regresó, Soledad exhaló el aire que había estado conteniendo. “Debemos movernos”, susurró. Ahora, con renovada urgencia, reanudaron su ascenso hacia la montaña. El terreno se volvía cada vez más traicionero. Piedras sueltas que rodaban bajo sus pies, grietas ocultas por la vegetación, pendientes casi verticales que debían escalar.
Para sorpresa de soledad, Sitlali se movía con una seguridad impresionante, como si conociera la montaña desde siempre. En los tramos más difíciles era la niña quien encontraba acideros seguros y luego volvía para guiar a los adultos. “Tata, me enseñó a escuchar la piedra”, explicó con simplicidad cuando su madre expresó asombro. “Cada roca tiene su voz.
Algunas dicen, “Confía en mí.” Otras, aléjate. Soledad miró a Yaotl, quien a pesar del dolor y el agotamiento, esbozó una sonrisa de orgullo. “Le he enseñado todo lo que sé”, dijo en voz baja. “Pero algunas cosas, algunas cosas simplemente las sabe, como si la montaña misma le hablara.
A medianoche alcanzaron una pequeña meseta. El viento soplaba con fuerza, trayendo consigo el aroma de la tormenta que se formaba en el horizonte. Sitlali se detuvo de repente, su cuerpo tensándose como el de un cerbatillo que percibe el peligro. “Algo viene”, susurró, sus ojos azules abriéndose con alarma. Algo grande. Antes de que pudieran reaccionar, un rugido desgarró el silencio de la noche.
Una figura masiva emergió de entre las rocas. Un puma de montaña, su pelaje dorado brillando bajo la luz de la luna, sus ojos amarillos fijos en ellos. No se muevan, ordenó Yaotl, aunque él mismo apenas podía mantenerse en pie. El puma avanzó un paso, luego otro, su cola moviéndose lentamente de lado a lado. Soledad instintivamente empujó a Sitlali detrás de ella, pero la niña se resistió.
No, dijo con una calma sorprendente. No quiere hacernos daño. Y para asombro de los adultos, Sitlali dio un paso al frente enfrentando al enorme felino. Su piel comenzó a emitir aquel resplandor plateado, suave al principio, luego más intenso, hasta que parecía estar hecha de luz de luna.
El puma se detuvo, sus ojos fijos en aquella pequeña criatura luminosa. Un sonido extraño, casi como un ronroneo, emergió de su garganta. Lentamente bajó la cabeza en lo que parecía un gesto de sumisión. “Nos está ofreciendo paso”, murmuró Chitlali. conoce un camino seguro y sin esperar respuesta, comenzó a seguir al felino, que ahora se alejaba lentamente, deteniéndose ocasionalmente para asegurarse de que lo seguían.
Yaotl y Soledad intercambiaron miradas de asombro. No había palabras para lo que acababan de presenciar. En silencio siguieron a la niña plateada y a su improbable guía hacia las entrañas de la montaña Mientras los primeros truenos retumbaban a lo lejos, el puma los guió a través de un laberinto de rocas y grietas que ningún ojo humano habría detectado en la oscuridad.
ascendieron por cornisas tan estrechas que debían pegarse a la pared rocosa para no caer al vacío. Finalmente, cuando los primeros rayos del amanecer comenzaban a teñir el horizonte de púrpura y naranja, llegaron a una abertura en la montaña, la entrada a una cueva profunda.
El felino se detuvo en el umbral, sus ojos ambarinos fijos en Sitlali. La niña se acercó y con una reverencia solemne extendió su pequeña mano. El puma acercó su enorme cabeza, permitiendo que sus dedos rozaran el pelaje entre sus orejas. Gracias, hermano”, susurró en la lengua Raramuri que Yaotl le había enseñado. Con un último ronroneo, el animal dio media vuelta y desapareció entre las rocas, tan silencioso como había aparecido.
Nunca Soledad tragó saliva buscando palabras para lo que acababa de presenciar. Nunca había visto algo así. Los antiguos decían que los Corimá pueden hablar con los guardianes de la montaña”, murmuró Yaotl recostándose pesadamente contra la pared de roca. Su rostro estaba pálido y sudoroso por el esfuerzo y la pérdida de sangre, pero creía que eran solo historias para niños.
Sitlali los observaba con una expresión que mezclaba inocencia y sabiduría ancestral, como si fuera simultáneamente una niña de 6 años y un espíritu que había caminado por la tierra durante milenios. El puma dice que este lugar es seguro. Anunció con sencillez que aquí los espíritus nos protegerán.
La cueva resultó ser más amplia de lo que parecía desde el exterior. Se adentraba en la montaña como un túnel, ensanchándose gradualmente hasta formar una cámara natural iluminada por pequeñas grietas en el techo rocoso. Lo más sorprendente era que no estaba vacía.
Restos de fogatas antiguas, recipientes de barro agrietados y dibujos rupestres indicaban que otros la habían habitado mucho tiempo atrás. Este era un lugar sagrado”, explicó Jaotle, examinando con respeto los dibujos que representaban figuras humanas con cabezas de animales y estrellas. Los antiguos venían aquí para comunicarse con los espíritus antes que los españoles trajeran su Dios único.
Soledad ayudó a Yaotarse y luego comenzó a preparar un lecho con las mantas que habían traído. La herida necesitaba ser revisada y las hierbas medicinales reemplazadas. “Déjame ver”, dijo arrodillándose junto a él. Con manos gentiles firmes, retiró el vendaje improvisado. La herida no mostraba signos de infección, pero seguía abierta y dolorosa.
Sitlali se acercó observando con atención. “Necesitamos hilo y aguja para cerrarla”, dijo la niña, con la seguridad de quien ha aprendido a tratar heridas desde temprana edad. y hojas de árnica crecen cerca de los arroyos de montaña. No podemos salir ahora”, respondió Soledad, mirando hacia la entrada de la cueva, donde la luz aumentaba.
“Los cazadores podrían vernos y el sol es demasiado fuerte para ti. Yo iré”, decidió Sidlali. “Conozco las plantas y puedo moverme sin hacer ruido.” “¡No!”, exclamaron Yaotol y Soledad al unísono. La niña los miró a ambos, sus ojos azules reflejando determinación. Tata está herido por protegerme. Ahora me toca a mí protegerlo a él.
Se volvió hacia Soledad. Y tú estás cansada, mamá. Has caminado mucho para encontrarme. Era la primera vez que Sitlali llamaba a mamá a Soledad. La palabra flotó entre ellos como una ofrenda de paz, un reconocimiento de un vínculo que trascendía los 6 años de separación. Yaotl cerró los ojos sintiendo el dolor punzante no solo de su herida, sino de la inevitable pérdida que se acercaba.
Sitlali ya no era solo su pequeña estrella, ahora también pertenecía a esta mujer, a su verdadera madre. Es demasiado peligroso, insistió Soledad, aunque su voz tembló ligeramente al escuchar como la había llamado su hija. “Volveré antes de que el sol esté alto”, prometió Chitlali, “y llevaré mi sombrero de paja y el ungüento de Shochitl para protegerme.
” Antes de que pudieran seguir protestando, la niña recogió una pequeña bolsa de cuero y se dirigió hacia la entrada de la cueva. se detuvo un momento mirando hacia atrás. “Los quiero a los dos”, dijo simplemente y luego desapareció. El silencio que siguió a su partida era tan denso que casi podía tocarse. Jotle y Soledad permanecieron quietos, escuchando como los leves pasos de la niña se desvanecían.
“Es valiente”, dijo finalmente Soledad. “La criaste bien”, respondió ella con voz suave. No tuve otra opción”, respondió Yaot. Este mundo no es amable con los que son diferentes. Soledad se sentó frente a él sus ojos azules, tan similares a los de Sitlali, estudiándolo con intensidad. “¿Qué pasará después?”, preguntó la misma pregunta que había quedado sin respuesta la noche anterior.
“Cuando todo esto termine, si es que termina.” [Música] Jaotl desvió la mirada hacia los dibujos antiguos en la pared de la cueva. Figuras danzantes que contaban historias de un tiempo olvidado. Ella te pertenece, dijo finalmente cada palabra costándole un esfuerzo supremo. Es tu sangre. Yo solo fui un guardián temporal.
No respondió Soledad con firmeza, no me pertenece ni a ti. Sitlali pertenece a sí misma. y a estas montañas que la protegieron cuando los hombres quisieron destruirla. En sus miradas se encontraron y por primera vez algo parecido a la comprensión fluyó entre ellos. “La he buscado durante 6 años”, continuó Soledad, soñando con abrazarla, con llevármela lejos de este lugar maldito donde intentaron matarla.
Pero ahora veo que tiene dos padres, no uno, y que su hogar está aquí, donde aprendió a ser fuerte. Yaotl iba a responder cuando un ruido lejano los alertó. Voces masculinas, el relincho de un caballo, metal contra metal. Los cazadores, murmuró intentando incorporarse. Están cerca.
Soledad se asomó cautelosamente a la entrada de la cueva. A lo lejos, en la base de la montaña, pudo distinguir un grupo de jinetes, cinco, quizás seis hombres, y a la cabeza un anciano de barba blanca montado en un caballo negro. Don Esteban, susurró con odio, ha venido personalmente. Un escalofrío recorrió su espalda.
El viejo patriarca nunca dejaba la comodidad de su hacienda. a menos que fuera absolutamente necesario. Su presencia aquí significaba que no se detendría hasta encontrar a Sitlali. Y en ese momento la niña estaba ahí fuera, sola, buscando hierbas para curar a su padre adoptivo. “Tenemos que encontrarla”, dijo Yaotel poniéndose de pie con un esfuerzo sobrehumano antes que ellos.
Pero cuando intentó dar un paso, sus piernas cedieron. Soledad lo sujetó justo a tiempo para evitar que cayera. “Tú no puedes ir a ninguna parte”, dijo con firmeza. “Iré yo.” “¿No conoces estas montañas?”, protestó él. “¿Te perderás o te encontrarán?” Soledad recogió el cuchillo de obsidiana que Sitlali había dejado y lo aseguró en su cinturón.
“Soy su madre”, dijo con una determinación feroz. “La encontraré.” Yaotl la observó viendo en ella el mismo fuego que había reconocido en Sitlali desde que era una bebé, la voluntad inquebrantable de sobrevivir contra todo pronóstico. “Ve por el sendero del este”, dijo finalmente. “Sigue el sonido del agua. Es donde crecen las plantas que ella busca.
” Soledad asintió y se dirigió hacia la salida. Antes de partir se volvió una última vez. Si no regresamos, comenzó, regresarán, la interrumpió Yaotl. Los tres o ninguno volverá. Sus miradas se cruzaron en un pacto silencioso. Luego Soledad desapareció en la luz creciente del día, mientras el eco de cascos y voces ascendía lentamente por la ladera de la montaña Sitlali se movía entre las rocas con la agilidad de una cabra montés. sus pequeños pies encontrando apoyo donde otros solo verían peligro.
El sombrero de paja la protegía del sol ascendente, mientras sus ojos, entrecerrados tras las gafas de madera, buscaban las hierbas que necesitaba. El sonido del agua la guió hasta un pequeño arroyo que descendía entre las piedras. Allí, creciendo en las orillas húmedas, encontró lo que buscaba.
hojas de árnica, corteza de sauce, raíces dechinasea, las recogió con cuidado, murmurando agradecimientos a la tierra como Yaotel le había enseñado. Fue entonces cuando lo sintió, un cambio en el aire, un presentimiento oscuro que se deslizaba por su espina dorsal como agua helada. Se quedó inmóvil, sus sentidos alerta.
A lo lejos, el sonido de cascos contra piedra. Voces masculinas. Metal. Sin pensarlo dos veces, se ocultó bajo un saliente rocoso justo a tiempo. A menos de 50 m, un grupo de jinetes ascendía por la ladera. En el centro, montado en un caballo negro, un anciano de barba blanca señalaba hacia la cima donde se encontraba la cueva. Don Esteban susurró reconociendo instantáneamente al hombre que aparecía en sus pesadillas, el hombre que había ordenado su muerte cuando apenas era una recién nacida.
Su corazón latía con fuerza, pero su mente permanecía clara. Sabía que debía volver a la cueva para advertir a Yaotel y Soledad, pero si seguía el camino directo, la descubrirían. Sitlali. La voz la sobresaltó. Soledad emergió de entre las rocas, su rostro tenso por la preocupación. “Mamá”, susurró la niña. “están aquí. Lo sé.
Debemos regresar por otro camino. Sitlali asintió, pero un ruido metálico captó su atención. Uno de los cazadores que se había adelantado al grupo estaba a punto de doblar el recodo que llevaba a su escondite. No tenían tiempo para huir. La niña apretó la bolsa de hierbas contra su pecho, sintiendo como el miedo y la determinación despertaban ese otro poder dentro de ella, esa luz que emergía de su piel como estrellas líquidas.
Mamá”, dijo con una calma que contrastaba con su corta edad, “confía en mí”. Antes de que Soledad pudiera responder, Sitlali salió de su escondite situándose en medio del sendero. Su piel comenzó a brillar con aquel resplandor plateado, cada vez más intenso, hasta que parecía estar hecha de luz pura. El cazador se detuvo en seco, su rostro descompuesto por el terror.
Intentó levantar su rifle, pero sus manos temblaban incontrolablemente. “¡La he encontrado!”, gritó con voz quebrada. “El demonio está aquí.” El resto del grupo se aproximó rápidamente. Don Esteban, al frente observó a la niña luminosa con una mezcla de horror y fascinación. A su lado, dos cazadores apuntaban sus rifles mientras los guías indígenas retrocedían, murmurando plegarias.
“Te dije que era real”, susurró el anciano. “El espíritu de la niña ha vuelto para vengarse.” Sitlalí dio un paso adelante, sus ojos azules brillando con una intensidad sobrenatural. “No soy un espíritu”, dijo con voz clara. Soy la niña que arrojaste al barranco, la que sobrevivió para mostrar tu crueldad al mundo.
Don Esteban se tambaleó en su montura como si hubiera recibido un golpe físico. “Imposible”, murmuró. “Nadie podría sobrevivir a esa caída. Y sin embargo, aquí estoy. Fue entonces cuando Soledad emergió de entre las rocas colocándose junto a su hija. En su mano brillaba el cuchillo de obsidiana. “Nos quitaste 6 años”, dijo, su voz cargada de una furia controlada. “6 años que nunca recuperaremos.
Todo porque temías lo que no entendías.” donde Esteban palideció aún más al reconocerla. “Soledad Vargas”, murmuró. “Debí imaginar que estarías involucrada en esta brujería. La única oscuridad aquí está en tu corazón, viejo”, respondió ella. “Ahora vete, déjanos en paz de una vez por todas.
” El anciano recuperó algo de su arrogancia. Y si me niego, somos seis hombres armados contra una mujer y una niña demonio. Una nueva voz resonó desde lo alto de las rocas. No están solas. Yaotl, pálido pero erguido, apareció en un saliente sobre ellos. A su lado, para asombro de todos, el enorme puma dorado mostraba sus colmillos en un gruñido amenazador y desde los riscos circundantes, docenas de ojos observaban. lobos, águilas, incluso un oso negro.
Los animales de la montaña habían respondido al llamado silencioso de Sitlali. “La montaña de los espíritus protege a los suyos,”, dijo Yaotl. “Esta niña no les pertenece. No es un demonio ni un fantasma. Es una Corimá bendecida por los antiguos dioses. El brillo plateado de Sitlali se intensificó hasta volverse casi cegador.
Los cazadores retrocedieron, sus armas olvidadas ante aquel espectáculo sobrenatural. Los caballos relinchaban y se encabritaban aterrorizados. Don Esteban, solo y abandonado por sus hombres, miró a la niña con ojos desorbitados por el terror. “¿Qué quieres de mí?”, preguntó con voz quebrada.
“Quiero que vivas”, respondió Sitlali, su voz mezclada con algo más antiguo y poderoso. “Que vivas recordando tu crueldad. Que cada noche sueñes con el barranco y con los rostros de todos los inocentes que has dañado. El anciano se derrumbó sobre su montura, envejecido 10 años en un instante. Sin mediar palabra, tiró de las riendas y emprendió el descenso, seguido por los cazadores que huían como si los persiguieran todos los demonios del infierno.
El resplandor de Sitlali comenzó a disminuir gradualmente. Sus piernas temblaron agotada por el esfuerzo. Soledad la sostuvo antes de que cayera. Yaotl descendió con dificultad hasta ellas, el puma, siguiéndolo como una sombra dorada. Los tres se abrazaron en silencio mientras los animales de la montaña se dispersaban silenciosamente, regresando a sus territorios.
“Se han ido para siempre”, preguntó Sititlali. Finalmente lo están, aseguró Yaotl. El miedo puede ser una prisión, pero también una lección. Don Esteban ha aprendido la suya. Y ahora preguntó Soledad, acariciando el cabello plateado de su hija. ¿A dónde iremos? Jaotl miró hacia la cima de la montaña, donde la cueva aguardaba como un refugio ancestral.
Quizás, dijo con cautela, podríamos quedarnos aquí los tres. Esta montaña nos ha elegido. Sitlali miró a su madre biológica y a su padre adoptivo, las dos personas que habían arriesgado todo por protegerla. “Me gustaría eso”, dijo con una sonrisa que iluminaba su rostro más que cualquier resplandor sobrenatural.
Podríamos ser una familia diferente, pero familia. Soledad miró a Yaotl y algo pasó entre ellos. Un entendimiento nacido del amor compartido por esta niña extraordinaria. “Una familia”, repitió Soledad tomando la mano de Yaotl. “Me gusta como suena”. Y así, mientras el sol alcanzaba su cenit, tres figuras ascendieron hacia la cueva en la montaña.
un guerrero herido que había encontrado un propósito, una madre que había recuperado su corazón perdido y entre ellos una pequeña niña de piel de luna y alma de estrella, el puente viviente entre dos mundos, la montaña de los espíritus, testigo silencioso de su historia, los envolvió en su abrazo protector.
Y los antiguos dioses, que nunca habían abandonado realmente aquellas tierras, sonrieron ante el nacimiento de una nueva leyenda, la del protector de plata y la niña que brillaba con luz propia en la oscuridad. M.
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