La noche cae sobre Veracruz como un manto de tercio pelo negro cubriendo la ciudad portuaria con sombras misteriosas que se deslizan entre callejones y plazas coloniales. Las estrellas brillan con intensidad en el cielo despejado, reflejándose en las aguas oscuras del Golfo de México, que se

extiende hasta el horizonte.
Pero ninguna estrella resplandece tanto como las joyas que adornan el cuello de doña Carmela Valdés. Mientras contempla el vasto océano desde el balcón de mármol de su imponente mansión en la colina más exclusiva de la ciudad, a sus 55 años, la belleza de Carmela sigue siendo extraordinaria y

perturbadora. Sus rasgos, sincelados por el tiempo con precisión de escultor, mantienen la perfección que en su juventud cautivó a tantos hombres.
Sin embargo, esa belleza ahora está teñida por una frialdad abismal que congela la sangre de quienes se atreven a mirarla directamente a los ojos. Esos ojos negros, profundos como pozos sin fondo, han visto morir a 19 hombres y no muestran ni un ápice de remordimiento. El viento salado del mar

agita suavemente su cabello negro con algunas elegantes canas plateadas que le confieren un aire de dignidad aristocrática.
Sus dedos largos y finos, adornados con anillos de diamantes y rubíes, juguetean distraídamente con el magnífico collar de esmeraldas colombianas que perteneció a su último esposo. Un collar cuyo valor podría comprar un pueblo entero. Las esmeraldas capturan la luz de la luna, centellando con un

brillo casi sobrenatural contra su piel pálida.
19 veces ha vestido de negro en ceremonias fúnebres. 19 veces ha derramado lágrimas de cocodrilo frente a una tumba recién cavada. 19 anillos de matrimonio reposan en un cofre de caoba en su habitación, cada uno con una fecha grabada en su interior. 19 fortunas han pasado a sus manos,

convirtiéndola en una de las mujeres más acaudaladas de todo México.
Y nadie en todo Veracruz, desde los aristócratas hasta los pescadores, desde los comerciantes hasta los curas. Se atreve a llamarla por el apodo que todos susurran a sus espaldas entre persignaciones apresuradas y miradas temerosas. La viuda negra. En los salones de la alta sociedad, su nombre se

pronuncia con una mezcla de fascinación y terror.
En las tabernas del puerto, los marineros borrachos apuestan a cuánto durará el próximo incauto que caiga en sus redes. En las iglesias, los sacerdotes rezan por su alma, aunque muchos creen que ya está irremediablemente condenada. Y en los mercados, las vendedoras indígenas hacen discretos gestos

de protección cuando la ven pasar, reconociendo en ella una fuerza oscura que trasciende la comprensión humana. Pero esta noche es diferente.
Esta noche, mientras las sombras se alargan como dedos espectrales y el reloj de la catedral marca las 9 con campanadas que resuenan como presagios fúnebres, Carmela sabe que su pasado viene a reclamarle cuentas. Un escalofrío recorre su espalda. Un presentimiento ominoso que ni siquiera ella puede

ignorar, porque incluso las arañas más letales pueden quedar atrapadas en su propia telaraña, tejida con hilos de codicia, ambición y muerte.
El origen de nuestra historia se remonta a 1905, cuando el México de Porfirio Díaz vivía sus últimos años de esplendor antes de que la revolución lo sacudiera hasta sus cimientos. En aquellos tiempos, Veracruz era la puerta de entrada al país, un puerto bullicioso donde los barcos de vapor llegaban

cargados de mercancías europeas y ambiciones desmedidas.
La ciudad era un mosaico de contrastes violentos. Mansiones coloniales con balcones de hierro forjados se alzaban a poca distancia de choas miserables. Carruajes lujosos transitaban por las mismas calles donde niños descalzos buscaban comida entre la basura.

Y la moral victoriana importada de Europa coexistía incómodamente con antiguas tradiciones indígenas que se negaban a desaparecer. En este escenario de luces y sombras, Carmela Valdés no era más que una joven hermosa, pero empobrecida de 17 años, hija de un pescador que había muerto en una tormenta

cuando ella tenía apenas 12. Su madre, consumida por la tuberculosis y el trabajo extenuante, la había dejado huérfana a los 15.
Desde entonces, Carmela había sobrevivido como podía en los márgenes de la sociedad, determinada a escapar del ciclo de miseria que parecía ser su destino. La joven Carmela vivía en una pequeña habitación alquilada en el barrio de pescadores, un lugar húmedo donde el olor a pescado y sal impregnaba

hasta las paredes.
Cada amanecer se levantaba antes que el sol para caminar hasta las mansiones de los ricos, donde trabajaba lavando ropa, fregando suelos y realizando cualquier tarea que le permitiera ganar unas monedas para subsistir. Sus manos, que algún día lucirían anillos de inestimable valor, estaban entonces

agrietadas por la lejía y el agua fría.
Fue en una de esas mansiones señoriales, la más imponente de todas, donde conoció a Ernesto Montalvo, un acaudalado comerciante de café de 62 años que había amasado una fortuna exportando el grano mexicano a Europa. Yudo reciente tras la misteriosa muerte de su esposa. Vivía solo en una casa

demasiado grande, rodeado de sirvientes que más temían que respetaban su carácter irracible y sus constantes cambios de humor, exacervados por el consumo excesivo de Brandy importado. El primer encuentro entre Montalvo y Carmela fue casi accidental.
Ella fregaba el suelo del estudio cuando él entró intempestivamente maldiciendo por un negocio que había salido mal. Al verla de rodillas, con el cabello parcialmente suelto y las mejillas sonrojadas por el esfuerzo, el anciano quedó momentáneamente sin palabras. Carmela, lejos de intimidarse,

sostuvo su mirada con una mezcla calculada de desafío y sumisión, que despertó algo primario en el hombre.
“¿Cómo te llamas, muchacha?”, preguntó con una voz que intentaba ser amable, pero sonaba oxidada por la falta de uso. “Carmela Valdés, señor”, respondió ella, incorporándose con una gracia natural que hizo que su simple vestido de algodón se adhiriera a su cuerpo de forma reveladora, lo que comenzó

como miradas furtivas mientras ella fregaba los suelos, pronto se convirtió en encuentros aparentemente casuales.
Montalvo empezó a buscar excusas para estar en las habitaciones donde ella trabajaba. Le hacía preguntas sobre su vida, su familia, sus sueños. Y ella, intuyendo la oportunidad que se le presentaba, respondía con una mezcla estudiada de honestidad y misterio que mantenía vivo el interés del hombre.

Pronto llegaron los regalos.
Primero, pequeños objetos que podían pasar por agradecimientos a una sirvienta eficiente, luego prendas de ropa que ninguna criada podría permitirse y finalmente joyas que hacían levantar las cejas a las otras mujeres de la casa. La cocinera, una mujer indígena llamada Sochitl, que llevaba décadas

en la casa, observaba esta evolución con ojos entrecerrados y labios apretados, como quien presencia el inicio de una tormenta devastadora.
El cortejo, si así podía llamarse a ese intercambio desigual de poder, culminó tres meses después, cuando Montalvo, en un arrebato de pasión seniluso matrimonio a Carmela. No fue una petición romántica, más bien sonó como una transacción comercial. Él ofrecía seguridad económica, posición social y

su apellido respetado.
A cambio, esperaba juventud, belleza y la posibilidad de engendrar un heredero que sus anteriores matrimonios no le habían dado. para Carmela, cuyas alternativas eran seguir en la miseria o quizás aceptar las insinuaciones cada vez menos sutiles de los hijos de otras familias pudientes, que la

veían como un objeto de diversión, no como una posible esposa. La decisión no fue difícil.
Aceptó con una sonrisa enigmática que Montalvo interpretó como felicidad, pero que escondía cálculos mucho más complejos. La noticia de su compromiso corrió como pólvora por todo Veracruz. generando un escándalo de proporciones épicas. La alta sociedad veracruzana, rígida en sus costumbres y

prejuicios, no podía concebir que uno de sus miembros más prominentes desposara a una simple criada, por hermosa que fuera. Las puertas de varias casas se cerraron para Montalvo.
Invitaciones fueron retiradas y antiguos amigos comenzaron a tratarlo con una cortesía gélida que denotaba su desaprobación. Es una casa fortunas”, murmuraban las señoras en sus tertulias vespertinas, ocultando sus bocas detrás de abanicos importados de España, mientras orbían té de porcelana fina.

“No durará un año.
Cuando obtenga lo que quiere, lo abandonará por alguien más joven,” auguraban con malicia. “La pobreza le ha enseñado a ser ambiciosa y no podemos culparla por ello,”, comentaban los caballeros en el exclusivo club Reforma, entre bocanadas de habanos cubanos. y tragos de whisky escocés. Montalvo

siempre ha sido un viejo lujurioso.
Ahora pagará el precio de sus debilidades, añadían con una mezcla de envidia y desdén. Pero a Carmela no le importaban los comentarios ni las puertas cerradas. Su mirada estaba fija en el futuro, en las posibilidades que se abrían ante ella. El día de su boda, celebrada en la imponente catedral de

Veracruz, a pesar de la reticencia inicial del obispo, que finalmente se dio ante una generosa donación, Carmela lucía un vestido de seda blanca traído especialmente de París, con un velo de encaje de bruselas tan fino que parecía tejido por hadas.
Los primeros meses fueron como un sueño para la joven. Vivía en una mansión de estilo colonial, con pisos de mármol italiano y muebles importados. tenía criados a su disposición, vestidos lujosos, joyas deslumbrantes y acceso a los círculos sociales más exclusivos. Sin embargo, el precio a pagar por

estos privilegios era extraordinariamente alto, compartir el hecho con un hombre que le triplicaba la edad, cuyo cuerpo arrugado y manchado le producía una repulsión que debía disimular cada noche. Un hombre cuyas manos ásperas y temblorosas, marcadas por décadas de

trabajo y excesos, le recordaban constantemente que su libertad tenía un costo que se cobraba en la intimidad de la alcoba matrimonial. Un hombre cuyo aliento, perpetuamente impregnado de alcohol y tabaco, la hacía contener la respiración durante sus torpes intentos de demostrar una virilidad que se

desvanecía con los años.
Ernesto Montalvo no era un mal hombre en el sentido convencional. No golpeaba a Carmela, no la insultaba públicamente, no la privaba de comodidades materiales, pero su carácter, ya de por sí irritable, se había agriado con los años, las decepciones y el alcohol que consumía en cantidades cada vez

mayores. Celoso enfermizamente de su joven esposa, limitaba sus salidas, cuestionaba cada una de sus amistades y la sometía a interrogatorios humillantes cuando regresaba de algún evento social. Estos celos irracionales se
intensificaron cuando su salud comenzó a deteriorarse, lo que empezó como una tos persistente. Se transformó gradualmente en episodios en los que escupía sangre cada vez con mayor frecuencia. Los médicos más reputados de Veracruz y posteriormente especialistas traídos de Ciudad de México e incluso

de Europa coincidieron en el diagnóstico una enfermedad pulmonar progresiva, posiblemente tuberculosis complicada por años de fumar a vano sin moderación, que lentamente lo consumía desde dentro. El pronóstico era invariablemente sombrío,
meses, quizás un año si tenía suerte. La enfermedad, lejos de suavizar su carácter, exacerbó sus peores rasgos. se volvió paranoico, imaginando conspiraciones entre los sirvientes, los médicos y su propia esposa. Alternaba periodos de ira explosiva con otros de melancolía profunda y, sobre todo,

intensificó su control obsesivo sobre Carmela, como si temiera que estuviera contando los días para su muerte, preparándose ya para una vida sin él.
Durante dos largos años, Carmela se convirtió en su enfermera principal, un papel que desempeñó con una dedicación que sorprendió a todos. Rechazó las sugerencias de contratar enfermeras profesionales, insistiendo en que era su deber como esposa cuidar personalmente de su marido en sus horas más

oscuras.
Día y noche permanecía junto a su lecho, limpiándole la sangre de los labios después de cada ataque de tos, sosteniéndole la cabeza cuando las náuseas lo asaltaban, cambiando las sábanas empapadas de sudor frío y administrándole personalmente las medicinas que los médicos recetaban en un intento

cada vez más desesperado por aliviar sus sufrimientos.
Deberías descansar, mi niña”, le decían los médicos preocupados por las ojeras que comenzaban a marcar su rostro juvenil. “La enfermedad es larga y agotadora para quien cuida al enfermo. “Mi lugar está junto a mi esposo”, respondía ella con una sonrisa triste que no llegaba a sus ojos.

Le prometí estar a su lado en la salud y en la enfermedad y no pienso faltar a mi palabra. Nadie podía cuestionar su dedicación. pasaba día y noche junto al lecho de su esposo, atendiéndolo con una paciencia que todos admiraban y que contrastaba dramáticamente con la imagen de Casafortunas que se

había formado inicialmente.
Su abnegación llegaba a tal punto que apenas comía o dormía, adelgazando visiblemente mientras la enfermedad avanzaba. Es un ángel de la guarda, decían ahora las mismas señoras que antes la criticaban sin piedad, impresionadas por su aparente sacrificio. Montalvo ha encontrado en su ocaso lo que

nunca tuvo en su juventud, un amor verdadero y desinteresado. Comentaban con una mezcla de admiración y envidia.
El viejo Montalvo no merece tanta devoción después de la vida que ha llevado”, comentaban los hombres en sus reuniones privadas, sorprendidos por la lealtad de la joven que muchos habían juzgado como una simple oportunista. Debe haber algo más que interés en esa muchacha. Nadie soportaría lo que

ella soporta solo por dinero.
Lo que nadie sabía, ni siquiera sospechaba era que durante esos dos años de aparente sacrificio, Carmela había aprendido mucho más que a ser una buena enfermera. Había aprendido sobre las propiedades de ciertas plantas, sobre dosis y efectos, sobre síntomas y tratamientos.

La cocinera de la casa Shochitl, una mujer indígena de edad indefinida cuyos antepasados habían servido a los aztecas como curanderos, conocía los secretos ancestrales de la herbolaria tradicional mexicana. Una noche de tormenta, mientras los relámpagos iluminaban esporádicamente la habitación del

enfermo, Ernesto Montalvo exhaló su último suspiro.
Tenía la mano de su esposa entre las suyas y sus últimas palabras fueron de agradecimiento hacia ella. El médico de cabecera, el Dr. Álvarez, hombre de ciencia formado en las mejores universidades europeas, pero aún limitado por los conocimientos médicos de la época, examinó minuciosamente el

cuerpo. Después de una hora de exhaustivas comprobaciones, certificó la muerte como causa natural, consecuencia lógica e inevitable de la enfermedad pulmonar que había estado destruyendo los pulmones de Montalvo durante los últimos 2 años.
En su informe elogió los cuidados de la joven viuda, afirmando que sin su dedicación el paciente habría fallecido mucho antes. Nadie cuestionó el diagnóstico ni las circunstancias de la muerte. ¿Por qué habrían de hacerlo? Todos habían sido testigos del deterioro progresivo de la salud de Montalvo,

de los cuidados abnegados de su esposa, del esfuerzo sobrehumano que había realizado para hacer sus últimos días lo más confortables posible.
Y así Carmela Valdés de Montalvo se convirtió a los 19 años en una rica viuda. El testamento leído tres días después del funeral no dejó lugar a dudas sobre la confianza que el difunto había depositado en ella. le legaba absolutamente todo su patrimonio.

Una fortuna que incluía la mansión en Veracruz, varias haciendas cafetaleras en el interior, inversiones en Europa y Estados Unidos, cuentas bancarias sustanciosas y una colección de arte y joyas que por sí sola bastaría para vivir cómodamente durante varias vidas. Los parientes lejanos de

Montalvo, que habían aparecido como buitres ante la noticia de su muerte, no pudieron ocultar su consternación ante las disposiciones testamentarias.
Algunos amenazaron con impugnar el testamento, insinuando manipulación o incluso envenenamiento. Pero el abogado de Montalvo, un viejo zorro de los tribunales al que el comerciante había puesto también a disposición de su viuda, los disuadió rápidamente con amenazas veladas de contraacusaciones por

difamación.
El luto le sentaba extraordinariamente bien a Carmela, como si hubiera nacido para vestir de negro. El color resaltaba la palidez cremosa de su piel y hacía que sus ojos parecieran aún más profundos y misteriosos. vestida completamente de negro, desde los delicados guantes de encaje hasta el

sombrero adornado con un velo que ocultaba parcialmente su rostro durante los funerales y las visitas obligadas al cementerio. Carmela parecía la viva imagen del dolor contenido, de la dignidad ante la tragedia.
Los primeros meses tras la muerte de Montalvo, Carmela interpretó a la perfección el papel de viuda inconsolable. Lloró lo suficiente durante el funeral para que todos notaran su pena, pero no tanto como para que las lágrimas arruinaran el cuidadoso maquillaje que realzaba su belleza natural.

Sus apariciones públicas se redujeron al mínimo indispensable, siempre vistiendo riguroso luto y mostrando un recogimiento que impresionaba incluso a sus más acérrimos críticos. “La pobre niña está devastada”, comentaban ahora las mismas damas que antes la habían juzgado con tanta dureza. ¿Quién

hubiera imaginado que existía un amor tan profundo entre ellos con tanta diferencia de edad? Montalvo fue un maldito afortunado hasta el final”, respondían los caballeros, divididos entre la admiración por la lealtad de la viuda y la envidia por el hombre que

había poseído tal tesoro en sus últimos años. En privado, sin embargo, Carmela era otra persona. En la soledad de su alcoba, frente al espejo veneciano que reflejaba su juventud intacta, practicaba diferentes expresiones de dolor, perfeccionando el arte del disimulo. Repasaba mentalmente las

fórmulas sociales adecuadas, las palabras exactas que debía pronunciar cuando le dieran el pésame, el tono de voz quebrado, pero digno que esperaban de una viuda joven.
Y mientras el ataúd de roble tallado que contenía los restos de Ernesto Montalvo descendía lentamente a la tierra en el panteón familiar bajo una lluvia fina que parecía el llanto del cielo. Carmela ya estaba calculando mentalmente cuánto tiempo debería esperar antes de quitarse el luto, cuánto

antes de permitirse ser cortejada nuevamente, cuánto antes de convertir su recién adquirida fortuna en la base de un imperio aún mayor.
La respuesta a esa última pregunta llegó 6 meses después, cuando Rodrigo Álvarez, un próspero exportador de vainilla de Papantla y antiguo amigo de su difunto esposo, comenzó a visitarla con el pretexto de ayudarlas a gestionar sus finanzas. Álvarez había sido uno de los pocos que no había

condenado abiertamente el matrimonio de Montalvo con la joven criada, quizás porque él mismo albergaba sentimientos que no se atrevía a confesar. Rodrigo era un hombre muy diferente a Ernesto Montalvo.
A sus 35 años se encontraba en la plenitud de la vida con un cuerpo fornido, moldeado por frecuentes cabalgatas de inspección a sus plantaciones y un rostro atractivo adornado por un bigote perfectamente recortado según la moda de la época.
Educado en los mejores colegios de Ciudad de México y posteriormente en universidades de Estados Unidos. Poseía una cultura refinada y modales impecables, que lo convertían en uno de los solteros más codiciados de la región. Había permanecido soltero por elección propia, declarando abiertamente que

el matrimonio le parecía una institución que interferiría con su amor por la libertad y su dedicación a los negocios.
Sin embargo, su actitud cambió radicalmente cuando comenzó a visitar a la joven viuda. La belleza de Carmela, ahora realzada por la elegancia que el dinero y la posición social le habían proporcionado, despertó en él sentimientos que creía dormidos o incluso inexistentes. Sus visitas, inicialmente

espaciadas y estrictamente profesionales, se fueron haciendo más frecuentes y menos formales.
que comenzó como consultas sobre inversiones y propiedades, pronto se transformó en largas conversaciones sobre literatura, música y viajes acompañadas de paseos por el jardín de la mansión, siempre bajo la mirada vigilante de una dama de compañía que Carmela, consciente de las convenciones

sociales, había contratado para proteger su reputación.
Para Carmela, Rodrigo Álvarez representaba una oportunidad inmejorable. No solo era considerablemente más joven que su primer marido, lo que hacía la perspectiva de intimidad mucho menos repulsiva, sino que también era más rico, con propiedades que se extendían desde Veracruz hasta Yucatán y

conexiones comerciales en Nueva Orleans, La Habana y Europa.
Pero lo más importante para ella en ese momento era que su matrimonio con Álvarez acallaría definitivamente los rumores sobre su supuesta casa de fortunas. estableciéndola firmemente en la alta sociedad como una dama respetable que había encontrado el amor después de una trágica pérdida. El cortejo

fue discreto pero apasionado.
Rodrigo, a diferencia de Montalvo, era un hombre romántico que creía en el amor como fuerza transformadora. le escribía poemas que enviaba junto con ramos de flores exóticas traídas expresamente de sus plantaciones. Organizaba conciertos privados en su casa, contratando a músicos de renombre para

interpretar las piezas favoritas de Carmela.
Y en una época en que el automóvil era todavía una rareza en México, mandó traer desde Estados Unidos un flamante Packard modelo 1908, especialmente para impresionarla con paseos por la costa. Carmela, por su parte, interpretaba magistralmente el papel de la viuda, que poco a poco y casi a su pesar

vuelve a abrir su corazón al amor.
Se mostraba inicialmente reticente, luego cautelosamente interesada y, finalmente, rendida ante los sentimientos que supuestamente no podía controlar. Su actuación era tan convincente que incluso la dama de compañía, testigo constante de sus interacciones, comentaba a las otras sirvientas que nunca

había visto un amor tan puro y auténtico.
La boda se celebró exactamente un año después de la muerte de Montalvo, el tiempo mínimo de luto que las convenciones sociales exigían para no provocar escándalo. Esta vez, Carmela eligió un vestido color marfil con sutiles bordados de plata, respetando formalmente su condición de viuda, pero

indicando también que estaba lista para comenzar una nueva vida.
La ceremonia, mucho más concurrida que su primer matrimonio, reunió a lo más selecto de la sociedad veracruzana, que ahora la aceptaba como una de los suyos, especialmente al casarse con alguien tan respetado como Álvarez. A sus 20 años, Carmela había completado una transformación asombrosa de

criada analfabeta a dama de alta sociedad en apenas 3 años.
Había aprendido a manejar las complejidades del protocolo social, a distinguir entre diferentes tipos de cubiertos en las cenas formales, a mantener conversaciones en francés gracias a las clases que había tomado en secreto durante su primer matrimonio y a moverse entre la élite con la gracia

natural de quien ha nacido en ella.
Los primeros meses con Rodrigo fueron casi felices, o al menos tan cercanos a la felicidad como Carmela podía concebir. Él la trataba con un respeto y una consideración que no había conocido en su primer matrimonio. La consultaba para decisiones importantes. Valoraba sus opiniones sobre arte y

literatura, que ella había ido formando a través de lecturas intensivas en la biblioteca de Montalvo y la complacía en cada uno de sus caprichos, por extravagantes que fueran.
Viajaron extensamente primero a Ciudad de México, donde Carmela quedó deslumbrada por la sofisticación de la capital y conoció a importantes figuras políticas del régimen de Porfirio Díaz, luego a La Habana, cuyo ambiente tropical y cosmopolita la cautivó, y finalmente a Nueva York, donde pudo

comparar sus joyas y vestidos con los de las damas más elegantes del mundo y comprobar con satisfacción que no tenía nada que envidiarles.
Pero la felicidad, si es que alguna vez fue real, no estaba destinada a durar. Al regresar de su viaje a Estados Unidos, Rodrigo pareció cambiar sutilmente. Se volvió más taciturno, más enimismado. Pasaba largas horas encerrado en su despacho, revisando documentos que ocultaba cuando Carmela

entraba sin anunciarse. Recibía visitas de hombres desconocidos con quienes mantenía conversaciones en voz baja que cesaban abruptamente cuando ella se acercaba.
Y lo más inquietante, comenzó a hacer preguntas sobre la muerte de Montalbo, sobre los últimos días de su enfermedad, sobre los tratamientos que había recibido. Carmela, con su instinto agusado por años de supervivencia en condiciones adversas, percibió el peligro. ¿Estaba Rodrigo investigándola?

¿Habría encontrado algo sospechoso en las circunstancias de la muerte de su primer esposo o simplemente se trataba de problemas de negocios que no quería compartir con ella? La respuesta llegó antes de lo que esperaba, en forma de una oportunidad que parecía enviada por el destino. Rodrigo anunció

que debía
realizar un viaje de negocios a las plantaciones de vainilla en Papantla, una región selvática del norte de Veracruz, conocida por su clima extremadamente húmedo y caluroso, propicio para enfermedades tropicales de todo tipo.
Era un viaje de rutina que realizaba varias veces al año para supervisar la cosecha y negociar con los productores locales, generalmente sin incidentes. Esta vez, sin embargo, algo salió terriblemente mal. Tres semanas después de su partida, Carmela recibió un telegrama urgente. Rodrigo había

contraído una extraña fiebre que los médicos locales no lograban diagnosticar ni tratar adecuadamente. Su estado empeoraba por horas y temían por su vida.
Sin perder un segundo, Carmela organizó una expedición de rescate. Contrató a los mejores médicos de Veracruz, preparó medicamentos y emprendió el arduo viaje hacia Papantla en compañía de sirvientes y asistentes médicos. El trayecto que en condiciones normales tomaría tres días por caminos

precarios y selva espesa lo completó en dos gracias a su determinación y a los recursos económicos que puso a disposición de la misión.
Cuando finalmente llegó a la hacienda donde Rodrigo convalecía, lo encontró en un estado lamentable, ardiendo en fiebre, delirando, con el cuerpo cubierto de manchas rojizas y los ojos inyectados en sangre. Los médicos locales, desconcertados hablaban de una fiebre selvática nunca antes vista,

posiblemente transmitida por algún insecto desconocido.
Carmela ordenó el traslado inmediato a Veracruz, donde dispondrían de mejores instalaciones médicas y mayor comodidad. El viaje de regreso fue una pesadilla. Rodrigo alternaba periodos de inconsciencia con otros de delirio violento, en los que hablaba de conspiraciones, de venenos, de viudas negras

que devoraban a sus maridos.
En sus momentos de lucidez, miraba a Carmela con una mezcla de amor y terror, como quien contempla a un ángel y a un demonio habitando el mismo cuerpo. Cuando finalmente llegaron a la mansión en Veracruz, Rodrigo estaba tan débil que tuvieron que llevarlo en camilla hasta la habitación principal,

especialmente acondicionada para su cuidado.
Los médicos, tras examinar al paciente y revisar las notas de sus colegas de Papantla, se mostraron desconcertados. Tapunmoa. Los síntomas no correspondían a ninguna enfermedad conocida. La fiebre no respondía a los tratamientos habituales. Las manchas en la piel no seguían un patrón reconocible y

los episodios de delirio eran demasiado específicos para ser causados simplemente por la temperatura elevada.
Una vez más, Carmela se convirtió en enfermera devota, repitiendo el papel que también había interpretado durante la enfermedad de Montalvo. Día y noche permanecía junto a su esposo, aplicándole compresas frías en la frente cuando la fiebre subía, sosteniéndolo durante los violentos temblores que

sacudían su cuerpo y administrándole personalmente los remedios que los médicos prescribían con creciente desesperación. Sh.
Chitle, que seguía siendo la cocinera principal de la casa y que había acompañado a Carmela en su viaje a Papantla, preparaba también infusiones de hierbas que, según ella, ayudarían a bajar la fiebre y a purificar la sangre. Lo que los médicos no sabían, lo que nadie, excepto Carmela, sospechaba,

era que algunas de esas infusiones contenían también pequeñas cantidades de sustancias que, lejos de curar, intensificaban los síntomas de la misteriosa enfermedad.
Es una tragedia que una mujer tan joven tenga que pasar por esto dos veces”, comentaban las señoras de sociedad que visitaban la mansión para interesarse por el estado de Rodrigo y de paso satisfacer su curiosidad morbosa. “El destino puede ser terriblemente cruel con los inocentes”, añadían

genuinamente apenadas por la aparente mala suerte de Carmela.
Dicen que cuando salió de Papantla ya estaba mejor y que ha empeorado desde que llegó a Veracruz. susurraban las más maliciosas, aunque sin atreverse a formular abiertamente lo que comenzaban a sospechar. Rodrigo Álvarez murió exactamente tres semanas después de regresar a Veracruz, cumpliendo así,

sin saberlo, el patrón que se repetiría con futuros esposos de Carmela. Tres semanas de agonía.
Tres semanas durante las cuales la joven viuda demostraba una devoción que conmovía a todos los testigos. Tres semanas en las que el enfermo pasaba de la esperanza a la desesperación hasta llegar a la resignación final. Su último día de vida fue particularmente agónico. Comenzó con vómitos

violentos que dejaron su cuerpo completamente deshidratado, seguidos por convulsiones tan intensas que obligaron a Carmela a llamar a dos sirvientes fornidos para que lo sujetaran y evitaran que se hiciera daño. En uno de sus últimos momentos de lucidez, entre espasmos, logró susurrar algo al oído

de su
esposa. Palabras que nadie más escuchó, pero que hicieron que el rostro de Carmela se tensara momentáneamente antes de recuperar su máscara de dolor compasivo. El médico principal, el mismo Drctor Álvarez, que había atendido a Montalvo, se mostró profundamente desconcertado por la violencia de los

síntomas finales.
Después de una autopsia que no reveló nada concluyente, sugirió que podría tratarse de una fiebre tropical desconocida, posiblemente transmitida por algún insecto o planta venenosa con la que Rodrigo habría tenido contacto durante su estancia en Papantla.

En su certificado de defunción, sin embargo, escribió simplemente Causas Naturales, un diagnóstico convenientemente vago que no invitaba a mayores investigaciones. Y así, a los 21 años, Carmela Valdés se convirtió en viuda por segunda vez. La fortuna combinada de sus dos esposos la convertía ya en

una de las mujeres más ricas de Veracruz, con propiedades que iban desde plantaciones de café y vainilla hasta mansiones en las zonas más exclusivas, pasando por inversiones diversificadas que le aseguraban ingresos constantes, independientemente de las fluctuaciones económicas.

Pero el dinero no pareció consolarla, al menos no públicamente. Durante meses se recluyó en su mansión, ahora más grande y lujosa que nunca, tras las reformas que Rodrigo había ordenado antes de su fatídico viaje. vestida siempre de negro riguroso, rechazaba casi todas las invitaciones sociales y

recibía solo a unos pocos visitantes selectos, principalmente viudas mayores, cuya compañía reforzaba su imagen de mujer golpeada por el destino, demasiado joven para tanta tragedia.
Uno de esos pocos visitantes selectos era Fernando Ibarra, un arquitecto español de reconocido talento que había llegado a México 5 años atrás, huyendo de la inestabilidad política en su país natal y buscando oportunidades en el boom constructivo que experimentaba México bajo el régimen de Porfirio

Díaz.
Ibarra estaba supervisando la construcción de varios edificios públicos y mansiones privadas en Veracruz y había conocido a Carmela en una recepción oficial meses antes de la muerte de Rodrigo. En aquel entonces, un breve intercambio de miradas había bastado para que ambos sintieran una conexión

que las circunstancias sociales les impedían explorar. Ahora con el pretexto de mostrarle los planos para un mausoleo neoclásico dedicado a sus difuntos esposos, un proyecto que Carmela había mencionado públicamente como parte de su duelo. Ibarra visitaba a la viuda con una frecuencia que

comenzaba a levantar cejas entre los vecinos más observadores. La mansión situada en lo alto de una colina con vistas al mar se convertía cada tarde en escenario de largas conversaciones en la terraza, donde el arquitecto y la viuda compartían té, ideas y miradas que decían más que mil palabras.

Fernando Ibarra era fundamentalmente diferente a los anteriores maridos de Carmela. Era joven, apenas 30 años, con un físico atlético moldeado por largas caminatas entre obras y una mente brillante educada en las mejores escuelas de arquitectura de Madrid y París. Su rostro mediterráneo, bronceado

por el sol mexicano, lucía una barba cuidadosamente recortada que enmarcaba unos ojos verdes de mirada intensa y curiosa.
vestía con una elegancia sobria, pero contemporánea, prefiriendo los trajes claros y las camisas de lino que le daban un aire distinguido pero accesible, muy diferente de la formalidad rígida de la alta sociedad veracruzana. Pero lo que realmente diferenciaba a Fernando era su actitud hacia

Carmela. No la veía como un trofeo que exhibir, como había hecho Montalvo, ni como una posesión que controlar, como tendía a Jac Rodrigo.
La veía como una igual, una mente fascinante, atrapada en circunstancias que no había elegido. Durante sus visitas conversaban sobre literatura, música, filosofía y arte. le prestaba libros de autores europeos contemporáneos como Oscar Wild, Marcel Prust o Virginia Wolf, cuyas ideas sobre la

libertad individual y la ruptura con las convenciones sociales resonaban profundamente en Carmela.
Por primera vez, Carmela encontró a alguien que la veía como algo más que una cara bonita o una escalera hacia la respetabilidad social. Fernando valoraba sus opiniones, estimulaba su intelecto y, lo más perturbador para ella, despertaba sentimientos que creía inexistentes o dormidos.

La atracción entre ambos era palpable, electrizando el aire cada vez que sus manos se rozaban accidentalmente al intercambiar un libro o una taza de té. El cortejo fue discreto pero intenso. Después de un año de luto, Carmela aceptó casarse con Fernando en una ceremonia íntima. La sociedad

veracruzana estaba dividida. Algunos consideraban escandaloso que se casara tan pronto.
Otros veían natural que una mujer tan joven y hermosa no quisiera pasar su vida en soledad. El amor no conoce tiempos declaró Fernando a los pocos amigos que asistieron a la boda, mirando a su esposa con auténtica adoración. Los primeros meses de matrimonio fueron idílicos, tan cercanos a la

felicidad auténtica como Carmela había experimentado jamás.
Fernando, que había heredado una modesta fortuna familiar, además de sus ingresos profesionales, no tenía interés en el dinero de su esposa. De hecho, insistió en mantener sus finanzas separadas, un gesto de independencia que impresionó a Carmela, acostumbrada a hombres que veían su patrimonio como

una extensión del propio.
El arquitecto diseñó y supervisó personalmente la construcción de una nueva ala en la mansión, creando un espacio luminoso y moderno que contrastaba con la oscura opulencia del resto de la casa. El punto central de esta nueva sección era un amplio estudio donde Carmela podía dedicarse a la pintura,

una afición que Fernando había despertado en ella y para la que demostraba un talento natural.
Con pacientes lecciones, le enseñó los fundamentos del dibujo, la teoría del color, la composición. Sus primeros lienzos, paisajes marinos vistos desde su terraza, mostraban una sensibilidad cromática y una melancólica belleza que sorprendieron a los amigos que los visitaban. Viajaron extensamente

por México, no a las ciudades cosmopolitas que Carmela ya conocía, sino a remotos rincones donde Fernando estudiaba la arquitectura prehispánica.
Visitaron ruinas mayas en Yucatán, ciudades apotecas en Oaxaca, templos aztecas en el altiplano central. En cada lugar, Fernando tomaba meticulosos apuntes y realizaba dibujos detallados mientras explicaba a su esposa los principios matemáticos, astronómicos y religiosos que habían guiado a

aquellos constructores ancestrales. Carmela fascinada, descubría un México profundo y antiguo que nunca había imaginado desde su mansión en Veracruz.
Por primera vez en su vida, Carmela experimentó lo que podría considerarse amor verdadero. No el afecto calculado que había sentido hacia Montalvo, ni la gratitud mezclada con conveniencia que había definido su relación con Rodrigo, sino una conexión genuina basada en la admiración mutua, en

intereses compartidos, en una intimidad física y emocional que la sorprendía cada día.
Las noches en brazos de Fernando no eran un deber que soportar, sino una experiencia que anhelaba, un descubrimiento constante de placeres que no sabía que existían. Quizás por eso, por la autenticidad de sus sentimientos, lo que ocurrió después fue aún más devastador que las anteriores tragedias,

tanto para Carmela como para quienes observaban su aparentemente existencia.
Una noche de primavera, después de 6 meses de matrimonio, mientras cenaban en la terraza bajo un cielo tachonado de estrellas y con el rumor del mar como música de fondo, Fernando comenzó a sentirse mal, lo que empezó como una ligera molestia estomacal que atribuyó al vino que acompañaba la cena.

rápidamente se convirtió en un dolor abdominal tan intenso que lo obligó a doblarse sobre sí mismo.
El rostro contorsionado en una mueca de agonía que Carmela nunca olvidaría. Alarmada, quizás genuinamente por primera vez ante la enfermedad de un esposo, Carmela ordenó que llamaran inmediatamente al médico mientras ayudaba a Fernando a llegar a su dormitorio. El dolor aumentaba por minutos,

acompañado ahora de vómitos violentos y sudoración profusa.
Cuando el doctor Álvarez, el mismo que había atendido a sus anteriores maridos, llegó a la mansión. Fernando estaba retorciéndose en la cama con el rostro ceniciento y los ojos desorbitados por el sufrimiento. “Parece una intoxicación severa”, dictaminó el doctor después de un examen preliminar,

inyectándole un calmante que apenas pareció aliviar su tormento.
“¿Qué ha comido hoy?” La cena había consistido en pescado fresco comprado esa misma mañana en el mercado local, preparado por Shitle, según una receta tradicional veracruzana a la que había añadido hierbas de su huerto personal. Tanto Carmela como Fernando habían comido exactamente lo mismo, bebido

el mismo vino, compartido el mismo postre, pero solo él había enfermado.
El médico sugirió que podría tratarse de una parte específica del pescado que estaba en mal estado o quizás una alergia desconocida que Fernando nunca había detectado en su dieta española. “¿Ha tenido antes reacciones similares a algún alimento?”, preguntó el doctor a Carmela mientras preparaba una

segunda inyección con un calmante más potente. “Nunca”, respondió ella genuinamente desconcertada. “Fernando tiene un estómago de hierro, come de todo sin problemas.
Incluso durante nuestros viajes por zonas remotas, cuando yo enfermaba con la comida local, él siempre se mantenía perfectamente bien. El doctor asintió gravemente mientras observaba como el calmante finalmente surtía efecto, sumiendo al paciente en un sueño inquieto, pero al menos libre del dolor

insoportable.
Fernando pasó tr días entre la vida y la muerte, alternando entre periodos de dolor incontrolable que ni siquiera la morfina lograba mitigar completamente, y momentos de lucidez cada vez más breves y distantes entre sí. Su cuerpo, antes fuerte y vigoroso, se consumía a ojos vista como si un fuego

interior lo devorara célula a célula. Su piel adquirió un tono amarillento.
Sus ojos se hundieron en las cuencas y las venas de sus brazos se tornaron visibles como ríos azules bajo la piel traslúcida. Carmela no se separó de su lado ni un instante con una dedicación que impresionaba incluso a las enfermeras profesionales que había contratado para turnarse en su cuidado.

Permanecía junto al lecho día y noche cambiando compresas, administrando medicamentos, limpiando el sudor frío de su frente y susurrándole palabras de aliento que Fernando, en su delirio quizás ya no podía escuchar.
El drctor Álvarez, desconcertado por la violencia y rapidez con que avanzaba la enfermedad, consultó con colegas de Ciudad de México e incluso telegrafió a especialistas en Estados Unidos describiendo los síntomas. Las respuestas cuando llegaron solo aumentaron su perplejidad. Nadie había visto

nada similar. Los síntomas no correspondían a ninguna intoxicación alimentaria conocida.
Durante uno de esos raros momentos de claridad mental, cuando la fiebre cedía momentáneamente, Fernando tomó la mano de Carmela y la miró directamente a los ojos. En su mirada había una mezcla de amor, tristeza y lo más perturbador para ella, una sombra de sospecha que jamás había visto en él.

Si muero, quiero que sepas que estos meses contigo han sido los más felices de mi vida”, susurró con voz quebrada. Apenas un eco de su timbre habitual. Pero también quiero que sepas que he estado investigando sobre la muerte de tus anteriores maridos. Hay documentos en mi estudio escondidos detrás

del cuadro de la bahía que pintaste. Si algo me pasa, alguien debe encontrarlos. Carmela sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Fernando la había estado investigando qué había descubierto y lo más importante, había compartido sus hallazgos con alguien más. Su mente, habitualmente fría y calculadora, incluso en las circunstancias más extremas, trabajaba a toda velocidad mientras mantenía en su rostro una expresión de dolor e

incredulidad.
Carmela lloró genuinamente cuando Fernando exhaló su último aliento al amanecer del cuarto día, el médico, confundido por la rapidez y violencia de la enfermedad, realizó una autopsia que no reveló nada concluyente. Envenenamiento por toxinas desconocidas fue el diagnóstico final. La muerte de

Fernando Ibarra afectó profundamente a Carmela, pero no de la forma que todos creían.
No era tanto el dolor por la pérdida, sino la revelación de que alguien había estado a punto de descubrirla, de exponer su elaborado plan. Por primera vez había experimentado el miedo real a ser desenmascarada. Esta sensación de vulnerabilidad cambió algo fundamental en ella, endureció aún más su

corazón y aumentó su cautela. Durante casi dos años, Carmela vivió recluida en diversas capitales europeas, viajando constantemente para evitar establecer conexiones duraderas.
París, Londres, Viena, Roma. En cada ciudad era una persona diferente, con un pasado inventado y siempre viuda de un único y adinerado esposo. Cultivó relaciones superficiales en los círculos de expatriados adinerados, aprendió nuevos idiomas, refinó sus modales y, sobre todo, amplió su

conocimiento sobre venenos, estudiando discretamente textos médicos y botánicos en las grandes bibliotecas europeas.
Cuando finalmente regresó a México, a una Veracruz que ya comenzaba a sentir los primeros temblores de la revolución que estallaría poco después, Carmela era una mujer diferente. A sus 25 años combinaba la belleza natural de la juventud con la sofisticación de una dama cosmopolita. Su acento, ahora

teñido con matices franceses, su guardarropa parisino y sus joyas italianas la convertían en una figura exótica incluso para la alta sociedad local.
Su regreso generó revuelo, pero también una oleada de curiosidad morbosa. ¿Dónde había estado exactamente? ¿Por qué había desaparecido tan abruptamente tras la muerte de su tercer esposo? ¿Era cierto que se había retirado a un convento, como decían algunos, o había contraído un matrimonio secreto

en Europa, como rumoraban otros? Carmela alimentaba deliberadamente estos rumores, dando respuestas ambiguas y sonriendo enigmáticamente cuando le preguntaban directamente.
El misterio aumentaba su atractivo, convertía su presencia en un evento, hacía que los hombres compitieran por su atención y que las mujeres ansiaran su amistad. Fue durante este periodo cuando comenzaron los primeros rumores serios, tres esposos, tres muertes misteriosas, tres fortunas heredadas y

luego esa desaparición repentina.
Las coincidencias eran demasiadas para ignorarlas. En las tertulias se hablaba en voz baja de maldiciones, de venganzas sobrenaturales y lo más inquietante de veneno. Dicen que la cocinera indígena es a tal Shochitl que sigue con ella. Conoce plantas que no dejan rastro”, susurraba una dama a otra

durante un baile benéfico, ocultándose detrás de su abanico de plumas.
“He oído que antes de casarse con Montalvo tuvo una amante indígena que le enseñó los secretos de la brujería Totonaca.” Respondía la otra, persignándose discretamente mientras observaba a Carmela bailar con uno de los solteros más codiciados de la región.

Mi doncella, que conoce a una de las criadas de la mansión, dice que en las noches de luna llena, la señora Valdés prepara pociones en un cuarto secreto del sótano. Añadía una tercera, uniendo sus cabezas en un círculo de murmuraciones. Los rumores llegaron eventualmente a oídos de Carmela, pero

lejos de alterarla parecieron divertirla.
en lugar de desmentirlos o indignarse, alimentaba deliberadamente la leyenda que se estaba formando a su alrededor en una de sus raras apariciones públicas durante aquel periodo, durante un baile de caridad organizado para recaudar fondos para las víctimas de una reciente inundación, alguien le

preguntó directamente por qué creía que la desgracia la perseguía con tanta hazaña.
Quizás no sea la desgracia la que me persigue a mí, sino yo, quien atrae a la desgracia. respondió con una sonrisa enigmática que heló la sangre de los presentes. Luego añadió en voz más baja, como si compartiera un secreto. O tal vez la muerte se ha enamorado de mí y me cela, llevándose a

cualquiera que intente poseerme.
Fue en ese mismo baile donde conoció a Gustavo Mendoza, un rico asendado del interior que había quedado viudo recientemente tras la misteriosa muerte de su esposa durante un viaje a la capital. Mendoza, un hombre de 45 años con una reputación bien ganada de mujeriego y jugador, quedó inmediatamente

cautivado por la misteriosa viuda de ojos negros.
A diferencia de los otros hombres que se acercaban a ella con una mezcla de deseo y temor, Mendoza parecía genuinamente intrépido, como si los rumores sobre la mala suerte que perseguía a los maridos de Carmela fueran parte de su atractivo. Dicen que trae mala suerte a sus maridos”, le advirtió un

amigo mientras observaban a Carmela conversar animadamente con un grupo de damas de sociedad, su figura elegante destacando entre los vestidos pomposos como una pantera negra entre ovejas.
“La suerte es para los cobardes”, respondió Mendoza sin apartar la mirada de Carmela, un destello de desafío brillando en sus ojos oscuros. Yo hago mi propio destino. Además, ¿has visto alguna vez una criatura más hermosa? Vale la pena correr el riesgo. Tres maridos, Gustavo, insistió el amigo

bajando la voz. Tres hombres muertos antes de cumplir dos años de matrimonio.
Y dicen que hubo uno anterior en Europa durante su misteriosa ausencia. 44 o 40, me da igual”, respondió Mendoza con una carcajada que atrajo la atención de varios invitados, incluida la propia Carmela, que lo miró con una mezcla de curiosidad y desdén. “Siempre he tenido buena salud y si he de

morir por alguien, que sea por una mujer como esa.
” El cortejo fue breve e intenso, como correspondía a dos personas que ya habían pasado por el ritual del matrimonio y conocían sus entres. Mendoza era un hombre apasionado que no ocultaba su deseo por Carmela. A diferencia de sus anteriores pretendientes, no intentaba conquistarla con refinamiento

o intelectualismo. Su aproximación era directa, casi primitiva. Le enviaba ramos de rosas rojas cada mañana.
Le regalaba joyas sostentosas sin esperar ocasión especial. La invitaba a pasear en su lujoso automóvil importado, uno de los primeros que se vieron en Veracruz. y no dudaba en declararle su admiración en los términos más explícitos que la decencia permitía.

A pesar de las advertencias de sus amigos y de los rumores cada vez más persistentes que circulaban incluso entre los sirvientes y comerciantes del puerto, Gustavo Mendoza le propuso matrimonio a Carmela apenas tres meses después de conocerla. Lo hizo sin rodeos durante una cena en el mejor

restaurante de la ciudad, colocando sobre la mesa un estuche de tercio pelo que contenía un anillo con un diamante tan grande que parecía obseno.
“No soy hombre de discursos floridos ni de romanticismos inútiles”, le dijo llenando su copa de champán francés. “Sé lo que quiero y lo tomo. Te quiero a ti, Carmela Valdés, con tu belleza, tu misterio y sí, también con tu reputación. Me excita el peligro.” Siempre ha sido así. He sobrevivido a

tres revoluciones, dos naufragios y una emboscada de bandidos. No será una leyenda urbana lo que me mate.
Carmela tomó el estuche y examinó el anillo con ojo crítico. Era una pieza magnífica, probablemente la joya más cara que había visto, pero su expresión permaneció impasible mientras lo deslizaba en su dedo. “¿Debo interpretar esto como un sí?”, preguntó Mendoza con una sonrisa confiada que mostraba

dientes blanquísimos bajo su bigote perfectamente recortado.
“Es un tal vez”, respondió ella, admirando cómo el diamante capturaba la luz de las velas. “Necesito tiempo para considerar su propuesta, señor Mendoza. El matrimonio es un asunto serio, especialmente para alguien que ha sufrido tantas pérdidas como yo. Tiempo es lo único que no estoy dispuesto a

darte, replicó él inclinándose sobre la mesa para tomar su mano.
La vida es demasiado corta para desperdiciarla en dudas y vacilaciones. Te doy tres días para decidir. Si aceptas, nos casaremos antes de que termine el mes. Si rechazas mi propuesta, me marcharé de Veracruz y no volverás a verme. La boda se celebró en la Hacienda de Mendoza, una propiedad

espectacular en las faldas de las montañas que rodeaban Veracruz, lejos de las miradas curiosas y los comentarios maliciosos de la sociedad porteña.
Para entonces, Carmela tenía 26 años y una fortuna considerable que no necesitaba incrementar con un nuevo matrimonio. Ya no era la joven desesperada que había aceptado a Montalvo como vía de escape de la miseria, ni la viuda calculadora que había visto en Rodrigo un medio para consolidar su

posición social.
Además, había algo en Gustavo que despertaba en ella sentimientos contradictorios. Por un lado, su arrogancia y su forma dominante de tratarla le recordaban a su primer esposo. Por otro, su pasión y vitalidad le hacían revivir lo que había sentido con Fernando. Era un hombre complejo que la sacaba

de la monotonía en que había caído su vida.
Los primeros meses de matrimonio transcurrieron sin incidentes. Dividían su tiempo entre la mansión en Veracruz y la hacienda de Mendoza, donde criaban caballos de pura sangre. Gustavo parecía haber domado sus tendencias mujeriegas y se mostraba como un esposo atento y considerado. Sin embargo, la

tragedia volvió a golpear a Carmela, aunque esta vez de una forma que nadie, ni siquiera ella, habría podido prever o planear durante una cacería en la hacienda, actividad que Mendoza organizaba regularmente para entretener a socios comerciales y aliados políticos. Su caballo, un semental árabe de

pedigrí impecable y
temperamento normalmente dócil, se desbocó inexplicablemente mientras galopaba cerca del borde de un barranco. Los testigos, principalmente peones que batían el monte para levantar la casa, describieron después como el animal pareció súbitamente enloquecido, alzándose sobre sus patas traseras y

lanzando a su jinete contra las rocas del desfiladero. El caballo.
Alguien lo asustó deliberadamente, fueron sus palabras antes de perder el conocimiento, según declaró después uno de los capataces que fue el primero en llegar hasta el cuerpo malherido de Mendoza. Lo trasladaron inmediatamente a la casa principal, donde el médico de la familia, que afortunadamente

se encontraba entre los invitados a la cacería, hizo todo lo posible por salvarlo.
Tenía varias costillas rotas, una de las cuales había perforado un pulmón y una hemorragia interna que, a pesar de todos los esfuerzos, no lograban detener. El diagnóstico era sombrío. sin acceso a un hospital moderno y a una cirugía inmediata, las posibilidades de supervivencia eran mínimas.

Carmela permaneció junto a su lecho durante los tres días que duró su agonía, repitiendo el papel de esposa devota que ya había interpretado tres veces antes. Le limpiaba el sudor de la frente con paños empapados en agua de rosas, le susurraba palabras de aliento cuando recuperaba momentáneamente

la conciencia y le administraba los calmantes que el médico había dejado, cuidadosamente dosificados para aliviar su sufrimiento, sin acelerar su inevitable final.
Gustavo Mendoza murió al amanecer del cuarto día. Sus últimas palabras fueron ininteligibles, pero sus ojos, fijos en Carmela, parecían contener una mezcla de amor y terror. La investigación sobre el accidente no arrojó resultados concluyentes. Varios testigos afirmaron haber visto una figura entre

los árboles justo antes de que el caballo se desbocara, pero nadie pudo identificarla.
El caso se cerró como un trágico accidente y Carmela Valdés se convirtió en viuda por cuarta vez. Para entonces ya nadie disimulaba los rumores ni bajaba la voz al hablar de ella. La viuda negra la llamaban abiertamente cuando no estaba presente, un apodo que había comenzado como un susurro

malicioso y que ahora era prácticamente su segundo nombre.
Algunos incluso se persignaban discretamente cuando la veían pasar por la calle como si su mera presencia pudiera atraer la desgracia. Los padres advertían a sus hijos que se mantuvieran alejados de su mansión en la colina y las madres utilizaban su historia para asustar a las jóvenes que mostraban

demasiada ambición o vanidad.
Acabarás como la viuda negra, hermosa pero rica pero sola. Pero lejos de amilanarse ante el ostracismo social que comenzaba a experimentar, Carmela parecía florecer con cada tragedia, como ciertas plantas del desierto que solo muestran su esplendor después de los incendios. A sus años era dueña de

una fortuna inmensa que incluía propiedades en varias partes de México, inversiones en empresas nacionales y extranjeras y una colección de joyas que era la envidia de todas las damas de sociedad. La muerte de Mendoza había añadido a su patrimonio
extensas haciendas ganaderas, participaciones en minas de plata y un palacete en la capital que pronto se convertiría en su residencia principal, permitiéndole escapar de los cuchicheos provincianos de Veracruz. Durante los siguientes años, en un periodo que coincidió con los turbulentos tiempos de

la Revolución Mexicana, Carmela contrajo matrimonio en otras 15 ocasiones.
Algunos de sus maridos duraron apenas unos meses, otros resistieron un par de años, pero todos compartieron el mismo destino, una muerte prematura y misteriosa que incrementaba el patrimonio y la leyenda de la viuda negra. Hubo Alberto Fuentes, el banquero de origen español que controlaba gran

parte del sistema financiero del país y que murió ahogado durante un crucero por el Caribe, a pesar de ser un nadador experimentado que había ganado competiciones en su juventud.
Los marineros juraron haber visto a alguien empujarlo desde la cubierta en medio de la noche. Una figura femenina con un camisón blanco que se desvaneció como la niebla cuando intentaron aproximarse, pero no pudieron identificar al culpable entre el centenar de pasajeros de primera clase.

Luego vino Javier Ruiz, el prestigioso médico formado en la Sorbona, que irónicamente falleció por una sobredosis de morfina mientras investigaba nuevos tratamientos para el dolor crónico. La investigación concluyó que se trataba de un accidente, pues el doctor solía automedicarse para combatir el

insomnio que lo atormentaba desde la muerte de su primera esposa.
Nadie cuestionó públicamente por qué la dosis esa noche había sido 10 veces mayor que la habitual, ni por qué no se encontraron sus notas de investigación sobre los efectos secundarios de los opiacios. Carlos Vega, el político con aspiraciones presidenciales que había sobrevivido a tres intentos de

asesinato durante la revolución, murió plácidamente en su cama de un ataque cardíaco la noche antes de un importante discurso en el que, según rumores, planeaba anunciar su candidatura a la presidencia.
Los rumores de que había descubierto algo comprometedor sobre el pasado de su esposa, quizás relacionado con simpatías hacia facciones revolucionarias enemigas, nunca fueron confirmados, pero circularon ampliamente en los círculos políticos de la capital. Martín Torres, el ingeniero de renombre

internacional que supervisaba la construcción del ferrocarril que conectaría el Atlántico con el Pacífico a través del ismo de Tehuantepec.
Pereció cuando una viga de acero se desprendió inexplicablemente y le cayó encima mientras inspeccionaba los avances de la obra. Los trabajadores aseguraron que los soportes habían sido manipulados, los tornillos aflojados deliberadamente, pero las investigaciones no encontraron pruebas

concluyentes y el caso se cerró como un accidente laboral más en una época donde la seguridad en las construcciones era prácticamente inexistente.
Y así continuó la lista macabra, un general revolucionario envenenado con Cianuro en su copa de Brandy, un compositor italiano que se suicidó ahorcándose en extrañas circunstancias, dejando una nota de despedida cuya caligrafía algunos expertos cuestionaron.

Un aristócrata francés exiliado que murió por la mordedura de una serpiente coral que inexplicablemente apareció en su cama. un empresario petrolero norteamericano que se desangró tras cortarse misteriosamente con una navaja de afeitar. Cada muerte añadía un capítulo a la leyenda de Carmela Valdés,

un episodio más en la historia de horror que se contaba en susurros por todo México.
Cada funeral la veía vestida de negro riguroso, con un velo que ocultaba su rostro, pero no podía disimular la belleza que, a pesar del paso de los años y de tantas tragedias, seguía siendo extraordinaria, casi sobrenatural. A los 40 años, después de su décimo marido, Carmela ya no necesitaba el

dinero.
Su fortuna era tan vasta que ni siquiera ella conocía su alcance exacto. Con propiedades repartidas por tres continentes y cuentas bancarias en media docena de países. Lo que buscaba era poder, influencia y quizás algo más oscuro que nadie se atrevía a nombrar. comenzó a interesarse por hombres más

jóvenes, seduciéndolos con su experiencia y su aura de misterio, atrayéndolos como la llama atrae a las polillas para consumirlos después en el fuego de su abrazo mortal.
Es como si extrajera su juventud”, comentó una vez un sacerdote jesuita, observándola durante una misa de Requen por su decimoter esposo, un joven poeta de apenas 25 años que había muerto de causas naturales tras 6 meses de matrimonio. Cada vez que en viuda parece rejuvenecer como si absorbiera la

vida de sus víctimas.
Para entonces, la leyenda de la viuda negra había trascendido las fronteras de Veracruz y de México. Periódicos de Ciudad de México e incluso de Estados Unidos y Europa publicaban artículos especulando sobre la misteriosa mujer cuyos maridos morían en circunstancias extrañas. Algunos la comparaban

con las envenenadoras históricas como Lucrecia Borgia o la marquesa de Brinvillers. Otros veían en ella la encarnación moderna de antiguas deidades de la muerte, como la azteca Micteka Sigwatl o la griega Perséfone.
Sin embargo, nunca se presentaron cargos formales contra ella, ni siquiera una investigación policial seria. No existían pruebas concretas, solo coincidencias y rumores. Las autopsias, cuando se realizaban, nunca encontraban evidencias de envenenamiento o violencia. Y los testigos potenciales o

desaparecían misteriosamente o se retractaban de sus declaraciones iniciales.
Además, Carmela había cultivado cuidadosamente a lo largo de los años relaciones estratégicas con jueces, políticos, jefes de policía y otras figuras de autoridad, asegurándose de que cualquier investigación fuera rápidamente archivada o desviada hacia callejones sin salida.

El dinero abría muchas puertas, pero la información era aún más poderosa. Carmela conocía secretos de hombres prominentes, indiscreciones confesadas en la intimidad del alcoba, negocios turbios mencionados casualmente durante escenas privadas, debilidades y vicios revelados en momentos de

confianza. y no dudaba en utilizar este conocimiento cuando era necesario, haciendo llegar mensajes sutiles, pero inequívocos, a quienes podían representar una amenaza para ella.
Su 19o y último matrimonio fue también el más breve y quizás el más extraño de todos. Eduardo Ramírez, un joven artista de apenas 30 años que había ganado fama internacional con sus murales de temática revolucionaria, la desposó fascinado tanto por su belleza que desafiaba el tiempo como por su

leyenda negra, que veía como una fuente de inspiración artística.
había declarado públicamente que planeaba crear una serie de pinturas basadas en la vida de su esposa, retratándola como una figura mítica, una devoradora de hombres en el sentido literal y metafórico. El arte debe nutrirse del peligro, de lo prohibido, de lo que la sociedad teme pero desea

secretamente, había dicho en una entrevista poco antes de su boda. Y nadie encarna mejor ese peligro fascinante que Carmela Valdés.
Sé lo que dicen de ella, conozco los rumores, pero como artista debo acercarme al abismo para crear algo verdaderamente trascendente. Tres semanas después de la boda, Eduardo Ramírez fue encontrado muerto en su estudio, rodeado de vocetos para un enorme mural que nunca llegaría a completar.

Su cuerpo estaba extrañamente contorsionado, como si hubiera sufrido convulsiones extremas antes de morir, y su rostro mostraba una expresión de terror que los testigos describirían después como la mirada de quien ha visto al en persona. La autopsia reveló rastros de una sustancia desconocida en su

sangre, algo que los toxicólogos no pudieron identificar con los métodos disponibles en la época.
El médico forense, un viejo amigo de Carmela que le debía varios favores, dictaminó que se trataba de un derrame cerebral, posiblemente provocado por la intensa concentración y el estrés creativo. Nadie cuestionó públicamente el diagnóstico, aunque todos sabían o sospechaban la verdad. Los vocetos

encontrados en el estudio fueron discretamente adquiridos por Carmela y nunca vieron la luz pública.
Según las pocas personas que los vieron antes de su desaparición, mostraban a la viuda negra como una especie de deidad azteca de la muerte, con un vestido hecho de sombras y serpientes, rodeada por los espíritus de sus maridos, que parecían atrapados en un limbo de eterno sufrimiento. Y así

llegamos a la noche con la que comenzamos nuestro relato.
Carmela Valdés, a sus 55 años contempla el mar desde el balcón de su mansión en la colina. 19 veces ha enviudado. 19 fortunas han pasado a sus manos. 19 secretos guarda en su corazón. Secretos que solo una persona conoce además de ella. Shochitle, la anciana cocinera que ha estado a su lado desde

el principio, preparando infusiones, seleccionando hierbas, mezclando polvos imperceptibles en las comidas y bebidas de los condenados. Pero esta noche es diferente.
Esta noche, mientras las sombras se alargan y el reloj de la catedral marca las 9, algo perturba su habitual calma. un presentimiento quizás, o tal vez el peso de 19 vidas sobre su conciencia, si es que aún le queda algo parecido a una conciencia después de tantos años dedicados al arte sutil del

asesinato. El sonido de pasos la sobresalta, se gira bruscamente, esperando encontrar hasta alguno de sus sirvientes. Pero el balcón está vacío.
Solo el viento mueve las cortinas de encaje importado de Bruselas, creando sombras que danzan en las paredes como espectros acusadores. Por un momento, casi le parece distinguir rostros en esas sombras. Ernesto con su perpetuo seño fruncido. Rodrigo con su sonrisa seductora, Fernando con sus ojos

tristes, Gustavo con su expresión desafiante, todos mirándola fijamente, todos señalando con dedos etéreos hacia algo detrás de ella.
sacude la cabeza intentando disipar estas imágenes que atribuye al cansancio o quizás a los efectos del vino que ha bebido durante la cena. Regresa al interior de la mansión cerrando tras de sí las puertas de cristal del balcón. La casa está inusualmente silenciosa. Ha dado la noche libre a la

mayoría de los sirvientes, quedándose solo con Shochitl, la fiel cocinera que hasta estado a su lado desde el principio, desde aquellos lejanos días. en que era una simple criada lavando suelos en la mansión de Montalvo.
Shochitl, pero no recibe respuesta inmediata. Camina por los pasillos decorados con retratos de sus difuntos esposos, una galería macabra que ella misma ha ordenado disponer cronológicamente como un museo privado de su carrera como viuda. 19 rostros la observan desde las paredes, 19 pares de ojos

que parecen seguirla mientras avanza hacia la cocina, sus tacones resonando sobre el mármol italiano con un eco que suena extrañamente como susurros acusadores. encuentra a Shochitel preparando una infusión, como ha hecho tantas veces a
lo largo de los años. La anciana mujer, cuyo rostro arrugado como pergamino antiguo guarda los secretos de las hierbas y de las muertes. Levanta la mirada cuando Carmela entra. A pesar de su edad que nadie conoce con exactitud, pero que debe superar los 80 años, sus movimientos siguen siendo

precisos.
Sus manos firmes mientras mezcla hojas secas en un mortero de piedra volcánica que ha pasado de generación en generación en su familia. ¿Está lista, señora?”, dice, ofreciéndole una taza humeante de fina porcelana china. Como siempre la toma antes de dormir. Carmela toma la taza entre sus manos,

sintiendo el calor que atraviesa la delicada cerámica y llega hasta sus dedos enados.
El aroma es familiar, reconfortante. Una mezcla de manzanilla, tila y otras hierbas más exóticas cuyo nombre desconoce. Lleva años tomando esta infusión para conciliar el sueño. Una receta especial que solo Sochital sabe preparar y que la ayuda a descansar sin pesadillas, sin las visiones de

maridos agonizantes que de otro modo poblarían sus noches.
Pero esta noche algo en los ojos de la anciana la hace dudar. ¿Es un destello de malicia lo que ven esas pupilas negras como aceitunas maduras? ¿O simplemente el reflejo de las llamas del fogón de leña que arde perpetuamente en la cocina, mantenido por Sochitel con un cuidado casi religioso?

¿Ocurre algo, señora?, pregunta Sochitel notando su vacilación, un leve temblor en la mano que sostiene la taza. Nada, responde Carmela llevándose la taza a los labios.
El líquido es amargo, con un regusto a tierra y hierbas silvestres, pero está acostumbrada al sabor. Lo bebe despacio, observando a la cocinera por encima del borde de la taza, estudiando cada arruga de su rostro impenetrable, cada movimiento de sus manos nudosas, mientras limpia meticulosamente el

mortero con un paño de lino.
Shochitel sonríe, una sonrisa que no llega a sus ojos, que permanecen fríos y calculadores como los de una serpiente. ¿Sabe, señora? Siempre me he preguntado cómo es que usted nunca enfermó, ni siquiera cuando sus esposos morían de enfermedades supuestamente contagiosas. Carmela baja la taza,

sintiendo de pronto un sabor metálico en la boca que no estaba allí antes, un amargor que va más allá del habitual.
Un escalofrío recorre su espalda y por primera vez en muchos años siente algo parecido al miedo. ¿Qué quieres decir? Nada importante responde la anciana. dándole la espalda para limpiar sus utensilios con movimientos metódicos, casi rituales. Solo que es curioso cómo funciona el destino. Algunos

mueren jóvenes, otros viven para ver morir a todos los que aman o a todos los que fingen amar. Un escalofrío recorre la espalda de Carmela.
Nunca ha temido a Shitle. Después de todo, la cocinera ha sido su cómplice durante todos estos años, preparando las infusiones especiales que administraba a sus maridos, pero ahora algo en su tono de voz la inquieta. “Me siento extraña”, dice notando un ligero temblor en sus manos.

“¿Que has puesto en la infusión?” Shochitel se gira lentamente y ahora no hay duda. En sus ojos brilla un odio antiguo, profundo como un pozo sin fondo. Las mismas hierbas de siempre, señora, las que usted me enseñó a usar. Carmela intenta levantarse, pero sus piernas no responden. Un sudor frío

perla su frente mientras el temblor en sus manos se intensifica. Tú me has envenenado.
Logra articular comprendiendo finalmente la verdad. No, señora. responde Shochitel con una calma aterradora. Usted se ha envenenado a sí misma. Durante años ha bebido pequeñas dosis del mismo veneno que administraba a sus maridos, construyendo una tolerancia. Yo simplemente he aumentado la dosis

esta noche. La revelación golpea a Carmela como una bofetada.
Es cierto que siempre ha sido precavida, tomando pequeñas cantidades de los venenos que usaba para inmunizarse gradualmente. Era una práctica común entre los envenenadores históricos, algo que había aprendido en sus lecturas. ¿Por qué? Pregunta mientras siente como el veneno se extiende por su

cuerpo, paralizando lentamente sus músculos.
¿Por qué ahora después de tantos años? Shochitel se acerca inclinándose para que sus rostros queden a la misma altura. Sus ojos, antiguos como la tierra misma, contienen todo el dolor y la sabiduría de su pueblo. Recuerda a mi hija, señora Lucía, la joven que trabajaba en la cocina cuando usted se

casó con su primer esposo. Carmela busca en su memoria.
Vagamente recuerda a una muchacha indígena, hermosa y tímida que ayudaba a Shochitle en la cocina. Desapareció poco después de su boda con Ernesto Montalvo y nunca le dio importancia a su ausencia. Lucía se enamoró de un joven pescador. Continúa Shochitlle, su voz ahora cargada de dolor. Planeaban

casarse, tener hijos, pero entonces usted puso sus ojos en él.
Un recuerdo brumoso emerge en la mente de Carmela. Antes de Montalvo hubo alguien más, un joven pescador que le enseñó los secretos de ciertas plantas que crecían en los manglares. Un amor de juventud que terminó abruptamente cuando él desapareció sin dejar rastro. Miguel, susurra.

El nombre saliendo de sus labios como una confesión. Miguel, confirma Shochitl asintiendo lentamente. El primer hombre que usted envenenó, señora. No por su dinero, pues no tenía ninguno, sino porque la rechazó por amor a mi hija. Las piezas del rompecabezas comienzan a encajar en la mente cada vez

más nublada de Carmela. Miguel había sido su primer amor, pero también su primera víctima.
Cuando él eligió a Lucía sobre ella, algo se rompió en su interior. La humillación de ser rechazada por un simple pescador en favor de una sirvienta indígena fue demasiado para su orgullo. Fue entonces cuando descubrió su talento para la manipulación y el veneno, usando las mismas plantas que él le

había enseñado a identificar durante sus paseos por la costa. Lucía se quitó la vida cuando encontraron el cuerpo de Miguel. Continúa Shochitle.
Cada palabra como una daga en el corazón de Carmela. Se ahogó en el mismo mar donde hallaron a su amado, con el vientre ya redondeado por el hijo que esperaba. Y yo me quedé sola sin nada, excepto mi dolor y mi sed de venganza. Pudiste haberme matado hace años. Logra articular Carmela, sintiendo

como el veneno contrae dolorosamente sus músculos. Cada palabra un esfuerzo sobrehumano.
¿Por qué esperar tanto? La sonrisa de Exochitl es terrible en su serenidad, en la certeza absoluta de quien ha planeado durante décadas el momento exacto de su venganza. La muerte habría sido demasiado piadosa, señora. Quería que primero experimentara el poder, la riqueza, todo lo que ambicionaba.

Quería que construyera su imperio sobre cadáveres, que se sintiera invencible, para que la caída fuera más dolorosa, para que comprendiera que toda su vida ha sido una ilusión controlada por otra persona, por mí.
Carmela comprende entonces la magnitud de su error. Durante todos estos años había creído que Sochitl era una simple sirvienta, una cómplice útil, pero prescindible. Nunca imaginó que la anciana estaba jugando un juego mucho más largo y paciente que el suyo, que la verdadera maestra de la

manipulación no era ella, sino esta mujer aparentemente sumisa, que había estado a su lado durante cada matrimonio, cada asesinato, cada funeral.
19 maridos”, dice Shitle, volviendo a sus quehaceres como si no estuviera presenciando la agonía de su señora, como si la muerte que había planeado durante décadas fuera un simple trámite cotidiano. 19 almas que clamarán justicia cuando usted llegue al otro lado. Y allí también la esperan Miguel y

Lucía y mi nieto no nacido, y todos aquellos a quienes ha hecho daño con su ambición desmedida.
Carmela intenta hablar, quiere gritar, pedir ayuda, suplicar clemencia quizás, pero ya no puede articular palabras. Su cuerpo entero está paralizado, rígido como una estatua de cera, aunque su mente sigue dolorosamente lúcida. Siente como el veneno quema sus entrañas, como su corazón lucha por

seguir latiendo, como cada respiración es más difícil que la anterior.
No se preocupe, señora, dice Shitle, colocando un paño húmedo sobre su frente con una gentileza que contrasta con la crueldad de sus acciones. No la dejaré morir sola. La acompañaré hasta el final, como he acompañado a cada uno de sus esposos mientras usted les administraba el veneno. Es lo menos

que puedo hacer. Después de tantos años juntas, las horas pasan con una lentitud tortuosa.
El veneno no es rápido. Está diseñado para causar una agonía prolongada como la que sufrieron tantos de sus maridos. Carmela, incapaz de moverse o hablar, solo puede observar como Shochitel continúa con sus tareas cotidianas, preparando la cocina para el día siguiente, como si nada extraordinario

estuviera ocurriendo, como si no estuviera presenciando el fin de una época, la caída de una leyenda.
A medida que la noche avanza, Carmela comienza a ver sombras en los rincones de la cocina, siluetas oscuras que se mueven al borde de su visión cada vez más borrosa, acercándose lentamente como animales cautelosos que olisquean a su presa moribunda. Con horror creciente reconoce los rostros de sus

19 esposos, cada uno llevando las marcas de su muerte. Ernesto con los labios azulados por la enfermedad pulmonar.
Rodrigo con la piel manchada por la fiebre. Fernando contorsionado por el dolor del envenenamiento. Gustavo con el cráneo hundido por la caída. Uno a uno se acercan a ella rodeándola, observándola con ojos vacíos que contienen toda la acusación del mundo. ¿Son alucinaciones provocadas por el

veneno? ¿O realmente las almas de los difuntos han venido a presenciar su caída, a regocijarse con su sufrimiento, a reclamar la justicia que se les negó en vida? Ya vienen a buscarla, dice Shochitl, como si pudiera ver también a los espectros. Sus ojos

fijos en un punto sobre el hombro de Carmela siguen algo invisible para cualquier otra persona. Siempre vienen cuando la muerte está cerca. Son los guardianes del umbral, los que guían a las almas hacia su destino final. En su caso, me temo que no será un lugar agradable. La anciana se sienta frente

a Carmela, observándola con una mezcla de satisfacción y tristeza.
En sus manos sostiene ahora un pequeño bulto envuelto en tela bordada, un atado de hierbas secas, plumas, pequeños huesos y otros objetos rituales que ha mantenido oculto durante todos estos años. un amuleto de protección o quizás algo más siniestro. ¿Sabes, señora? Dice, mientras sus dedos

acarician el bulto con reverencia. Mi abuela era una poderosa curandera entre los totacas.
Me enseñó que hay venenos que matan el cuerpo, pero también los hay que destruyen el alma. Lo que usted ha bebido esta noche es de estos últimos. No solo morirá. Su espíritu quedará atrapado entre los mundos, vagando eternamente sin poder descansar jamás. Es el destino que merece quien ha enviado

tantas almas al otro lado antes de su tiempo.
A medida que la madrugada se acerca, Carmela siente como la vida abandona lentamente su cuerpo. Su visión se nubla, su respiración se vuelve superficial y trabajosa. Las sombras de sus víctimas se acercan aún más, formando un círculo estrecho a su alrededor, sus manos espectrales extendidas como si

quisieran tocarla, arrastrarla con ellos hacia algún abismo insondable que se abre bajo sus pies.
Y entonces, cuando el primer rayo de sol se filtra por la ventana de la cocina, tiñiendo la estancia de un dorado que contrasta cruelmente con la oscuridad que invade su alma, Carmela Valdés, la viuda negra de Veracruz, exhala su último aliento. Schitel cierra suavemente los ojos de su señora y se

persigna. Que Dios tenga piedad de su alma”, murmura.
Aunque sabe que donde va Carmela la piedad es un concepto desconocido. Con manos firmes a pesar de su edad, la anciana toma un pequeño frasco de entre sus ropas y lo vacía en la taza de la que Carmela bebió. Luego lava cuidadosamente sus manos, se quita el delantal y sale de la cocina con la

dignidad de quien ha cumplido una misión sagrada, de quien finalmente ha obtenido la justicia que el mundo le negó tantos años.
Cuando los sirvientes lleguen esa mañana, encontrarán a su señora muerta en la cocina, aparentemente víctima de un ataque cardíaco mientras se preparaba una infusión nocturna. El médico, el mismo Dr. Álvarez, que ha certificado tantas muertes sospechosas a lo largo de los años, llegará a la misma

conclusión. Nadie sospechará de la anciana cocinera que ha servido fielmente en la casa durante décadas, que llora desconsoladamente la muerte de su ama, que organiza con eficiencia implacable los preparativos para el funeral.
El funeral de Carmela Valdés es sorprendentemente concurrido, no por afecto hacia la difunta, pues pocos la querían y muchos la temían, sino por la mórbida curiosidad que su leyenda despierta. Todos quieren ver el final de la viuda negra, asegurarse de que realmente está muerta, que la maldición

que parecía perseguir a quienes se acercaban demasiado a ella ha terminado por fin.
El ataúdoba pulida, adornado con apliques de plata y forrado de seda carmesí, elegido por Shitl, con una ironía que nadie más comprende, desciende lentamente a la tierra en el mausoleo familiar junto a los restos de sus 19 esposos. El sacerdote, que ha presidido casi todos los funerales anteriores,

recita las oraciones con una voz mecánica que denota más alivio que pesar.
Los asistentes, vestidos de riguroso luto, que en muchos casos apenas disimula su satisfacción, desfilan ante la tumba depositando flores blancas que parecen fuera de lugar sobre esa tierra que ha acogido tanta maldad. Nadie nota a la anciana indígena que observa la ceremonia desde lejos con una

pequeña sonrisa en sus labios arrugados y un bulto de hierbas apretado contra su pecho.
Mientras los asistentes se dispersan intercambiando cotilleos y especulaciones sobre quién heredará la inmensa fortuna de la viuda negra, corren ya los rumores más disparatados. Algunos dicen que su fantasma se ha aparecido ya en la mansión de la colina, vagando por los pasillos en busca de nuevas

víctimas. Otros aseguran que su cuerpo no se descompondrá jamás, preservado por los mismos venenos que administró a tantos.
Los más supersticiosos afirman que la tierra del cementerio se ha vuelto estéril alrededor de su tumba, que ninguna planta crecerá jamás sobre el lugar donde descansa su cuerpo maldito. Días después, cuando se lee el testamento en el despacho del notario más antiguo y respetado de Veracruz, la

sorpresa es mayúscula entre los pocos asistentes, principalmente abogados y representantes de los parientes lejanos de los difuntos esposos, que esperaban recibir al menos una parte de la fortuna acumulada. Carmela Valdés ha dejado toda
su fortuna, cada peso, cada propiedad, cada joya, a una fundación benéfica para huérfanos y viudas desamparadas, con la única condición de que Chochitl sea quien administre los fondos hasta su muerte. Y así, la cocinera indígena que durante décadas planeó su venganza se convierte en la guardiana de

la fortuna Una fortuna construida sobre 19 tumbas, regada con lágrimas de cocodrilo y alimentada por la ambición desmedida de una mujer que en el fondo nunca superó el rechazo de su primer amor.
Las malas lenguas dicen que en las noches sin luna, si uno pasa cerca del cementerio donde descansan los restos de Carmela y sus esposos, puede escuchar susurros y lamentos. Dicen que la viuda negra sigue atrapada en este mundo, condenada a revivir eternamente la agonía de su muerte, rodeada por

los espectros de sus víctimas que finalmente han obtenido la justicia que anhelaban.
Otros aseguran que la verdadera maldición no estaba en Carmela, sino en su fortuna. Cuentan que cada peso que salió de la fundación benéfica trajo desgracias a quienes lo recibieron, como si el dinero mismo estuviera impregnado del veneno que mató a tantos hombres.

como si la maldad pudiera transferirse de mano en mano junto con las monedas y los billetes. Shitel nunca confirmó ni desmintió estos rumores. Administró la fundación con mano firme durante los 5 años que le quedaron de vida, asegurándose de que el dinero llegara a quienes realmente lo necesitaban.

Con especial atención a las jóvenes indígenas que, como su hija Lucía, soñaban con un futuro mejor.
Y cuando llegó su hora, murió pacíficamente en su cama con una sonrisa en los labios y el nombre de su hija como última palabra. La mansión de Carmela Valdés permaneció vacía durante años. A pesar de su valor y su ubicación privilegiada, nadie quería comprarla.

Los agentes inmobiliarios que intentaban mostrarla a potenciales compradores reportaban extraños incidentes, puertas que se cerraban solas, susurros en habitaciones vacías, perfume de gardenias, el favorito de Carmela, flotando en el aire sin fuente aparente. Se decía que por las noches las luces

se encendían solas en varias habitaciones y se podían ver siluetas moviéndose detrás de las cortinas como si la casa fuera escenario de una fiesta de espectros.
Finalmente, un incendio de origen desconocido redujo la estructura a cenizas durante una tormenta eléctrica particularmente violenta. Algunos dicen que fue un rayo que impactó directamente en el techo de la mansión, como si hubiera sido guiado por una mano sobrenatural.

Otros, los más supersticiosos, aseguran que fue la mano de Dios purificando un lugar manchado por tanta maldad, liberando finalmente las almas atrapadas entre sus paredes. Hoy en día, pocas personas en Veracruz recuerdan la historia de Carmela Valdés. Los años han diluido la leyenda, convirtiéndola

en una de tantas historias de fantasmas que se cuentan para asustar a los niños en las noches de tormenta, para mantenerlos alejados del viejo cementerio o de las ruinas carbonizadas que aún marcan el lugar donde se alzaba la mansión en la colina. Pero si uno presta atención, si uno

escucha los susurros del viento en las calles antiguas del puerto, si observa las sombras que se alargan al atardecer sobre las plazas coloniales, quizás pueda oír el eco de una risa femenina o el lamento de 19 almas que nunca encontraron descanso o el suave tintineo de un collar de esmeraldas que

adorna un cuello invisible.
Porque algunas historias, como algunos venenos, nunca pierden su potencia. y la de la viuda negra de Veracruz con sus 19 maridos, sus 19 entierros y su fortuna es una de ellas. Una historia que nos recuerda que la ambición desmedida siempre tiene un precio, que la venganza cuando se sirve fría,

puede ser el más letal de los venenos y que la justicia, aunque tarde, siempre llega para quienes la merecen.
En las noches de luna llena, si caminas por el antiguo cementerio de Veracruz y te detienes frente al mausoleo de los valdés, quizás sientas un escalofrío inexplicable. No es el viento ni el frío de la noche, es el aliento helado de la viuda negra, susurrándote al oído que su historia no ha

terminado. Porque mientras haya ambición en el corazón humano, mientras el veneno de la codicia siga corriendo por nuestras venas, Carmela Valdés seguirá entre nosotros como una advertencia, como una promesa, como un recordatorio de que a veces lo que más deseamos es precisamente lo que acabará

destruyéndonos. Y si alguna vez en tus
viajes por Veracruz conoces a una mujer hermosa de ojos negros que te mira con interés, piénsalo dos veces antes de aceptar una copa de su mano. Porque dicen que la viuda negra siempre regresa buscando a su vigésimo esposo. Y esta vez quizás seas tú quien ocupe un lugar en su colección de almas

perdidas. M.