Era el año 1935 y Estados Unidos respiraba con dificultad. La Gran Depresión había despojado al país de su dignidad: las colas para el pan se extendían por manzanas, las puertas de las fábricas permanecían cerradas y familias enteras contaban cada centavo para sobrevivir. En las colinas de los Apalaches, la pobreza era especialmente profunda. No había empleos estables, ni programas gubernamentales de gran alcance, y para muchos, ningún futuro en el que creer.

Pero en esas mismas colinas se estaba gestando una revolución silenciosa, no con armas ni con papeletas, sino con libros.

Las llamaban las  Mujeres del Libro.
Estas no eran bibliotecarias en silenciosos salones de mármol y cristal. Eran madres jóvenes, hijas de mineros de carbón y viudas que respondían a una vocación diferente. Con riendas en la mano y determinación en los huesos, montaban a caballo y mula, decididas a entregar algo mucho más preciado que la comida o el dinero: palabras.Cabalgaron bajo la bandera del Proyecto Biblioteca de Caballos de Carga de la WPA de Roosevelt, cargando alforjas repletas de novelas desgastadas, revistas destrozadas, libros de recetas cosidos a mano y almanaques desgastados por el clima. Bajo la lluvia torrencial y la nieve invernal, cabalgaron entre 160 y 320 kilómetros cada semana, atravesando barrancos, sobre crestas montañosas y cruzando ríos desbordados por las inundaciones. Su carga no era oro, pero para quienes los esperaban, era una riqueza incalculable.

En porches de tablas toscamente labradas, los niños esperaban con los ojos abiertos historias que los llevaran a la aventura y a superar el hambre. Las esposas de los mineros intercambiaban recetas garabateadas en los márgenes de libros de cocina destartalados, compartiendo no solo comidas, sino también esperanza. Los viejos agricultores, agobiados por el trabajo y los años, estudiaban minuciosamente almanaques y mapas meteorológicos, atreviéndose a soñar con una cosecha que los salvara de la ruina.

Una de ellas era Mary Carson, hija de un minero. Cabalgaba su mula, Old Joe, con un corazón tenaz.

Cuando las inundaciones repentinas amenazaban con arrasarlos, se aferraba a su melena y seguía adelante. Cuando los ríos crecían hasta el pecho, alzaba sus alforjas por encima del agua y le susurraba a Joe:  «Tenemos entregas que hacer».  Para Mary, cada libro era una promesa: que el mañana podría ser diferente, que el conocimiento podría sobrevivir a la desesperación.


Algunos los llamaban insensatos. Otros los llamaban ángeles. Pero para las familias que los vieron coronar una colina con alforjas balanceándose a los lados, eran un salvavidas.

Para 1943, el enfoque de Estados Unidos cambió. La guerra en el extranjero absorbió los fondos que habían mantenido las bibliotecas de carga, y el programa terminó discretamente. Pero no antes de que estas mujeres dejaran una huella imborrable. En menos de una década, entregaron más de 100.000 libros a casi 100.000 personas dispersas por los Apalaches.

No solo repartieron papel y tinta. Llevaron luz a lugares donde el mundo se había oscurecido. Llevaron historias que les decían a las personas que eran importantes, que no habían sido olvidadas.

La historia recuerda la Gran Depresión como una época de hambre, polvo y lucha. Pero también debería recordar a las mujeres que resistieron la tormenta, demostrando que incluso con el estómago vacío, el espíritu humano aún puede alimentarse.

Las Mujeres del Libro sabían una verdad simple: las historias son fuego. Calientan, iluminan, perduran. Y, a veces, nos salvan a todos.