Un millonario llama para despedir a una señora de la limpieza, pero quien contesta es una niña y dice, “Señor, por favor, no despida a mi mamá.
Si lo hace, no vamos a tener nada para comer.
” Esa frase, tan simple poderosa, lo cambió todo.
La reacción del empresario fue inesperada.
Leticia entró a la oficina grande del piso más alto con la misma rutina de siempre, empujando su carrito de limpieza con la cola de caballo mal hecha, la blusa deslavada por tantos lavados y las manos un poco rojas del cloro.
Era temprano, las 7 de la mañana.
Todavía no llegaban los jefes y eso le gustaba porque podía limpiar tranquila, sin que nadie la mirara como si estorbara.
Ese día, sin embargo, andaba más distraída que de costumbre.
Camila, su hija, había despertado con fiebre en la madrugada y no había dormido casi nada.
La dejó con la vecina de al lado y le prometió regresar rápido.
En su mente solo pensaba si la niña estaría bien, si ya se le habría bajado la temperatura o si la señora Letti, su vecina, le habría dado el jarabe como le indicó.
Por eso, al entrar al despacho de Esteban Ruiz, el dueño de toda la empresa, ni siquiera se detuvo a mirar el lugar como siempre.
Ese cuarto imponía.
Tenía sillones de piel, muebles que brillaban como si nadie los usara y un olor raro, como a puro caro y perfume que no se vende en tiendas normales.
Lety puso su música bajito, la de cumbias viejitas que le alegraban el tía, y se puso a atrapear de un lado a otro.
limpiaba rápido porque ese día tenía que salir antes.
Pero mientras pasaba el trapo por debajo del enorme escritorio de vidrio, sin querer movió con la escoba una de las esquinas del mueble.
Ni siquiera sintió que empujó algo, solo escuchó un ruido seco como de algo pesado golpeando el suelo.
El corazón se le paró, volteó despacio y ahí lo vio.
El cuadro, uno grande con marco dorado, de esos que parecen más importantes de lo que en realidad son.
Estaba de lado, recargado contra la pared, con el vidrio estrellado en una esquina.
No estaba roto por completo, pero sí tenía una rajada clara.
Y ella sabía, lo sabía bien, que ese cuadro era especial para el jefe.
Siempre lo veía colgado justo atrás del sillón principal, como si estuviera ahí no más para que todos lo notaran cuando entraban.
Leti se acercó con las manos temblorosas.
No quería ni tocarlo, pero tampoco podía dejarlo tirado.
Lo levantó con cuidado, revisando los bordes.
Estaba más pesado de lo que pensaba.
Lo apoyó contra la pared como estaba antes, tratando de acomodarlo igualito, aunque sabía que se notaba el daño.
Se quitó el guante y lo limpió con la manga del suéter.
El vidrio tenía polvo y esa rajadura que parecía como una grieta en forma de rayo.
Su respiración era cortita, como cuando estás a punto de llorar, pero no puedes porque estás en público.
Miró hacia la puerta.
Nadie todavía no llegaban los otros empleados.
agarró el trapito seco y lo pasó rápido por el escritorio, por los sillones, por todo, como si así pudiera distraer la atención de lo que había pasado.
Pensó en reportarlo, pensó en ir con la supervisora, con doña Rosa y decirle lo que pasó, pero luego pensó en Camila, en que ya le habían dicho que la próxima falta o el más mínimo error y se quedaba sin trabajo.
Y ese trabajo, aunque mal pagado, aunque fuera pesado, era el único que tenía.
No podía arriesgarse, ¿no? Ahora entonces hizo algo que no le gustaba hacer, fingir.
Fingió que nada pasó, que el cuadro estaba igual, que no se cayó, que nadie lo tocó.
Terminó de limpiar apurada, sin mirar atrás, con el estómago hecho nudo.
Cada paso hacia la salida le pesaba más.
Se repetía a sí misma que tal vez el jefe ni lo notaría, que quizá el daño no se veía tanto, que con suerte se le olvidaba revisar el despacho ese día.
Pero mientras esperaba el elevador para bajar, le entró un pensamiento que la helo y si había cámaras y si la veían.
Tragó saliva.
No había visto ninguna cámara, pero eso no significaba que no estuvieran.
Los ricos siempre tenían todo vigilado.
Cada rincón, cada puerta, cada empleado.
Cerró los ojos y apretó el botón del piso uno como si eso acelerara la bajada.
Cuando por fin salió del edificio, el aire caliente de la calle le dio en la cara.
Caminó rápido hacia la estación del metro, mezclándose entre los vendedores ambulantes, los gritos de llévele, llévele y el humo de los tacos de canasta.
Sentía que todos la miraban como si llevara el letrero de culpable pegado en la frente, pero no podía hacer otra cosa.
No tenía opción.
Al llegar a su casa, Camila seguía con fiebre.
Le dio el jarabe, le cambió el pañal, le puso una cobija ligera y se sentó junto a ella acariciándole la frente.
La niña abrió los ojos apenas y dijo bajito, “¿Ya terminaste de trabajar, ma? Leti no contestó, solo asintió y le dio un beso en la mejilla.
Se quedó sentada ahí, mirando la gotera del techo, pensando si al otro día aún tendría empleo.
Esa noche no cenó, no por falta de comida, sino por el nudo en el estómago.
Se acostó con la ropa puesta, con el uniforme sucio y los calcetines torcidos.
En la oscuridad del cuarto solo se escuchaba el respirar lento de Camila y el eco de su propia culpa, rebotando una y otra vez.
Tenía miedo, un miedo tan grande que no la dejaba dormir.
No era el miedo al regaño, era el miedo a perderlo todo.
Let quieta, se movía de un lado al otro en la pequeña sala, donde el foco colgaba sin pantalla y apenas alumbraba.
Ya se había bañado, ya había intentado comer algo, ya había revisado a Camila dos veces, pero el pensamiento no se iba.
El cuadro, el cuadro ese que se cayó por su culpa.
¿Lo habrán notado? ¿Ya? ¿Lo habrán arreglado? ¿Estará el jefe viendo las cámaras en ese mismo momento? Se sentó en el sillón todo aguado, ese que ya tenía un hoyo en el asiento, y miró su celular.
Nada, ningún mensaje, ninguna llamada perdida.
Era buena señal, ¿no? Si la fueran a correr, no le habrían hablado ya.
Pero también pensó que tal vez solo estaban esperando a que llegara al otro día para hacerlo en persona, con todos viéndola, con doña Rosa gritando como siempre y poniéndola en vergüenza delante de las otras señoras.
Miró el reloj.
Las 9:45.
Demasiado temprano para dormir, pero demasiado tarde para hacer algo.
Ya había lavado los platos, recogido la ropa, barrido el cuartito de Camila.
No tenía nada más que hacer, solo pensar.
Y eso era lo peor.
Caminó hacia la cama de la niña.
Camila dormía tranquila con la carita medio sudada por la fiebre.
le tocó la frente con el dorso de la mano, como le había enseñado su mamá, y notó que ya no estaba tan caliente.
Respiró un poco más tranquila.
Al menos eso, al menos Camila se estaba recuperando.
Se sentó a su lado en la orillita de Minos la cama y la miró por un buen rato.
Su hija era lo más bonito que tenía en la vida.
Su carita, sus cachetes redondos, las pestañas largas.
A veces no entendía cómo había salido tan bonita de ella.
Le acomodó el mechón de pelo que siempre se le venía a la cara y se quedó ahí con la mano encima de su pancita, sintiendo cómo subía y bajaba con cada respiración.
Recordó cuando su esposo estaba vivo.
No era perfecto, pero al menos compartían las broncas.
Cuando Camila nació, él vendía cosas en la calle.
Luego intentó trabajar en una bodega, pero duró poco.
Lo asaltaron una noche que venía del turno, le quitaron todo y lo dejaron tirado en una banqueta.
Leti no le contó a Camila lo que pasó, solo le dijo que su papá estaba en el cielo.
A veces la niña le hablaba al cielo en las noches.
Le decía, “Papi, cuida a mi mami.
” Y Leti tenía que voltearse para que no la viera llorar.
Ahora todo era ella.
Todo dependía de ella.
Si perdía el trabajo por ese cuadro tonto, ¿qué iban a hacer? ¿A quién iba a acudir? Su mamá ya no podía ayudarla.
Sus hermanas apenas si tenían para sus propios hijos.
Y ella no tenía estudios.
No sabía hacer otra cosa más que limpiar y cuidar.
Y aún así, la vida no le daba tregua.
Miró de nuevo el celular.
10:15.
Nada.
Silencio total.
El silencio pesaba más que cualquier otra cosa.
Era como un vacío que se te mete en el pecho y no te deja respirar.
Se acostó en la cama sin cambiarse, con el pantalón de mezclilla que ya le apretaba y la blusa con una mancha de cloro.
Acomodó la cabeza en la almohada dura, abrazó una cobija y cerró los ojos.
Pero el sueño no llegaba.
Le dolía el cuello, le dolían los pies.
Le dolía el alma entera de tanto aguantar.
En su mente repetía la escena una y otra vez.
El sonido seco del cuadro cayendo, su imagen levantándolo, sus manos temblando.
Imaginaba a Esteban Ruiz viendo las cámaras poniendo pausa, acercando la imagen, frunciendo el ceño.
Lo veía furioso, gritando su nombre, exigiendo que la corrieran.
Sentía esa escena tan real que por momentos tenía que abrir los ojos para convencerse de que no estaba pasando de verdad.
Trató de distraerse.
Pensó en Camila cuando le canta sus canciones inventadas, en las veces que le pide que le pinte las uñas con plumón, en cómo corre hacia ella cuando llega del trabajo.
Esa niña era su motor, su razón de todo y por ella iba a aguantar lo que fuera.
Afuera en la calle se escuchaban los perros ladrando, de fondo la música de una fiesta lejana.
Eran sonidos comunes en su colonia, pero esa noche la hacían sentir más sola que nunca, porque aunque estuviera rodeada de ruidos, de vecinos, de movimiento, ella estaba sola con sus pensamientos y eso era lo que más cansaba.
A eso de la 1 de la mañana se levantó para ir al baño.
El piso estaba helado y al caminar sintió cómo le crujían las rodillas.
Se miró al espejo y se vio agotada.
Ojeras marcadas, piel seca, mirada triste.
Se lavó la cara como si eso sirviera de algo, y volvió a la cama.
Se quedó acostada, mirando el techo, siguiendo las manchas de humedad con los ojos.
Le daban formas.
Una parecía un conejo, otra una bota, otra la cara de alguien que no quería reconocer.
Cerró los ojos otra vez y trató de contar.
Uno, dos, tres, cuatro, hasta 100.
Pero nada, el sueño no llegaba.
A las 3 escuchó toser a Camila.
Se levantó rápido, le dio agua, le limpió la nariz y volvió a arroparla.
La niña murmuró algo que no entendió y se volvió a dormir.
Leti se quedó ahí sentada con la frente apoyada en la pared, sin fuerzas para regresar a su cama.
Ya no sabía si estaba despierta o dormida, si era sueño o realidad.
Lo único que sabía era que el día siguiente iba a ser largo, muy largo, y que algo dentro de ella le decía que la tormenta apenas empezaba.
Eran las 7:10 de la mañana cuando Esteban entró a su oficina.
Como todos los días, traía el café en la mano, el saco colgado en el brazo y cara de fastidio.
No había dormido bien.
Tenía una junta importante a mediodía y el tráfico había estado peor que nunca.
Su asistente, Pamela, ya lo estaba esperando con un montón de papeles, pero él como siempre la ignoró.
empujó la puerta de su oficina con el hombro, se acomodó el reloj en la muñeca y fue directo al escritorio.
Dejó el café, se sentó y encendió su computadora.
Cuando levantó la vista, lo sintió raro.
No sabía exactamente qué, pero algo en el ambiente no le cuadraba.
Cruzó los brazos, giró ligeramente la silla y ahí lo notó.
El cuadro, el que estaba justo en la pared detrás del sillón de visitas.
Ese cuadro tenía que estar perfectamente derecho, bien centrado, sin una sola huella encima.
Él era así, todo en orden, todo simétrico, cualquier cosa fuera de lugar le molestaba.
Su levantó y caminó hacia el cuadro, lo miró de cerca.
Una de las esquinas del marco tenía una pequeña rajadura.
El vidrio tenía una línea apenas visible, como si se hubiera golpeado.
Frunció el ceño, pasó el dedo sobre la superficie, polvo y eso sí que no debía estar ahí.
Las señoras de limpieza venían cada madrugada.
Eso estaba claro.
Entonces, ¿qué había pasado? miró alrededor.
Nada más se veía extraño.
El escritorio limpio, los sillones en su lugar, las persianas como siempre.
Pero ese cuadro, ese maldito cuadro, lo tenía con el ceño apretado.
Esteban caminó hasta su escritorio, se sentó de nuevo y marcó una extensión.
Pamela, márcale al de sistemas.
Necesito los videos de seguridad de anoche.
De todas las cámaras del piso 18.
Ya, gracias, colgó sin esperar respuesta.
No le gustaba perder el tiempo.
A los 10 minutos llegó Julio, el encargado de sistemas, un chavito nervioso con lentes empañados y cara de, “No me regañes, por favor.
” Traía una USB en la mano.
“Aquí están los videos de anoche, licenciado”, dijo sin levantar la vista.
“Gracias.
Déjalo y salte.
” Esteban conectó la memoria a su computadora y empezó a revisar.
Avanzó rápido las primeras horas, todo en calma, las luces apagadas, la oficina sola.
Luego, a eso de las 5:40, una figura entró al despacho.
Era una mujer bajita, delgada, con el cabello amarrado.
Llevaba un uniforme gris.
Era la señora de limpieza.
le puso pausa, amplió la imagen, la reconoció Leticia.
La había visto unas cuantas veces en el edificio, pero nunca le había prestado atención.
Hasta ese momento, reprodujo el video en cámara normal.
La vio entrar, sacar los trapos, empezar a limpiar como si fuera su casa.
pasaba el trapo con rapidez, sin mirar mucho.
En una de esas, movió el escritorio sin querer y el cuadro se vino abajo golpeando el suelo con fuerza.
Esteban saltó en su silla al ver el momento exacto.
La cara de ella fue pura desesperación.
se tapó la boca con las dos manos y miró el cuadro como si acabara de cometer un crimen.
En la grabación, Leticia lo levantaba con cuidado, lo limpiaba con la manga, trataba de acomodarlo igual que antes, claramente nerviosa.
Se veía como temblaban sus manos.
Después salió del despacho sin mirar atrás.
Esteban pausó el video otra vez, apoyó los codos sobre el escritorio, cruzó las manos frente a su boca y se quedó pensando.
No estaba molesto por el cuadro en sí.
Sabía que el daño era mínimo, pero lo que lo ponía de malas era que nadie le hubiera dicho nada, que alguien en su empresa, aunque fuera del servicio de limpieza, hubiera escondido algo.
Eso no lo soportaba.
volvió a reproducir el video.
La expresión de Leticia era imposible de ignorar.
No era una mujer descuidada ni indiferente.
Era una mujer con miedo, un miedo que a él le pareció conocido.
Él había visto esa cara antes.
En su madre cuando llegaban los cobradores y no había dinero para pagar.
En su hermana cuando se quedó sola con los hijos y ni para el gas tenía.
Esteban parpadeó un par de veces incómodo.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué sentía un nudo raro en el estómago? Respiró hondo y marcó a recepción.
Consíganme el número de la señora Leticia Jiménez, la de limpieza.
Lo quiero ahora.
Pamela entró sin tocar.
Como siempre, escuchó la última parte y levantó una ceja.
¿Para qué la quiere? Esteban no contestó.
cerró la ventana del video, sacó la USB y se la guardó en la bolsa del saco.
Miró a Pamela como si no quisiera explicarle nada.
Ella torció los labios, cruzó los brazos y se fue sin decir palabra.
Esteban volvió a tomar su celular, miró la pantalla, dudó por un segundo, luego marcó un número que ni siquiera sabía si estaba correcto.
Lo que pasó después lo dejó helado, porque quien contestó no fue Leticia, fue una vocecita chiquita, temblorosa, con ruido de fondo y un tono que rompía a cualquiera.
Bueno, Leticia, no soy Camila.
Mi mamá no está.
¿Quién habla? Esteban se quedó callado.
Hola, dijo la niña.
Él tragó saliva.
Eh, soy Esteban, el jefe de tu mamá.
Hubo un silencio.
Luego la niña dijo algo que no esperaba, algo que lo desarmó por completo.
Señor, por favor, no despida a mi mamá.
Si no, no vamos a tener que comer.
Esteban cerró los ojos y se quedó mudo.
Sostuvo el teléfono en la oreja por unos segundos más sin decir nada.
Luego colgó y en ese instante algo cambió dentro de él.
Esteban se quedó viendo el celular como si no supiera qué hacer con él.
Lo sostenía entre los dedos, pero ya había colgado.
No dijo nada, no pensó nada, solo se quedó ahí inmóvil con esa vocecita retumbando en su cabeza.
Señor, por favor, no despida a mi mamá, si no no vamos a tener que comer.
Le ardía el pecho.
No entendía por qué él no era de los que se dejaban afectar por ese tipo de cosas.
Estaba acostumbrado a tomar decisiones duras, a despedir gente sin temblarle la mano.
La empresa era su vida, su nombre estaba en todo y no podía dejar que nada ni nadie la manchara y mucho menos una empleada que rompía cosas y se quedaba callada.
Eso lo sabía.
Eso siempre lo había sabido.
Pero esa niña, esa niña le cambió algo por dentro.
Apretó los labios, se levantó de su silla, caminó hasta la ventana y se quedó mirando los edificios de la ciudad.
Abajo, los coches avanzaban como hormigas.
La gente iba deprisa, todos en su mundo.
Y él ahí parado, sintiéndose más confundido que nunca.
La puerta se abrió sin aviso.
Pamela volvió a entrar ahora con una carpeta en la mano.
Ya tengo los datos de la señora Jiménez.
dijo con su tono de siempre, seco y directo.
Esteban no volteó.
Ya no los necesito.
Pamela parpadeó sorprendida.
Perdón, que no los necesito.
No la voy a despedir.
Pamela bajó la carpeta con fuerza sobre el escritorio.
¿Qué? ¿Por qué tú viste el video? Mintió.
Rompió algo valioso y se fue como si nada.
No rompió nada valioso respondió él sin moverse de la ventana.
Solo se asustó.
¿Desde cuándo te importa si alguien se asusta o no? Esteban la miró por fin con una expresión que Pamela no le había visto nunca.
No era enojo, era otra cosa.
Una mezcla de duda, incomodidad y culpa.
Es una madre, dijo en voz baja.
Pamela dio un paso atrás.
¿Y eso qué tiene que ver? Esteban no contestó, solo tomó su saco del respaldo de la silla, se lo puso, agarró su celular y salió de la oficina.
Pamela se quedó ahí parada apretando los dientes.
Esteban bajó hasta la planta baja y salió del edificio.
No avisó a nadie.
Caminó una cuadra, luego otra.
Ni siquiera sabía hacia dónde iba.
Necesitaba aire.
Necesitaba aclarar la cabeza.
En su mente seguía escuchando esa vocecita.
No sabía cómo era la niña.
No la había visto nunca, pero ya se le había metido en la memoria esa forma tan inocente de pedir ayuda, esa manera de hablar con miedo.
Él había crecido rodeado de gritos, de problemas, de puertas que se cerraban en su cara.
Nunca nadie le habló así.
Nunca nadie le pidió algo con esa pureza.
Se sentó en una banca del parque más cercano, sacó el celular otra vez y revisó el historial de llamadas.
El número de Leticia seguía ahí.
Dudó.
Pensó en marcar de nuevo.
Quería escuchar otra vez la voz de la niña o quizás hablar con Leticia directamente, preguntarle qué había pasado, por qué no le dijo nada.
¿Por qué se quedó callada? Pero no lo hizo.
Guardó el celular y se quedó mirando a unos niños que jugaban en los columpios.
Uno de ellos se parecía a cómo era él cuando tenía 6 años.
flaco con camiseta de escuela pública, riéndose sin saber que la vida era una tormenta.
Recordó algo.
Un día, cuando tenía ocho, su mamá fue a rogarle al patrón que no corriera a su papá, que no los dejara sin ingreso.
El patrón ni siquiera la dejó entrar.
Mandó decir que no tenía tiempo para mujeres rogonas.
Su papá igual perdió el trabajo y semanas después se fue de la casa.
Nunca volvió.
Ese recuerdo le apretó la garganta.
Era de los que había enterrado bien hondo, pero ahí estaba flotando otra vez.
Esteban se levantó, volvió al edificio y subió a su oficina.
Pamela lo estaba esperando con los brazos cruzados.
Ahora que sigue, le vas a dar un aumento también.
Dile a mantenimiento que arregle el vidrio del cuadro, le dijo sin mirarla.
Y que nadie le diga nada a Leticia.
¿Estás hablando en serio? Sí, totalmente.
Pamela apretó los labios, lo miró con ojos fríos.
No la conoces, no sabes quién es.
Y tú no eres así.
Tal vez ya no soy el mismo.
Y con eso entró a su oficina y cerró la puerta.
Estuvo todo el día distraído.
La junta importante fue un desastre.
No puso atención.
No habló casi.
Firmó papeles sin leerlos.
Todo lo que hacía era pensar en la señora de limpieza que había levantado ese cuadro con las manos temblando y en la niña que le pidió que no la despidiera.
Ya eran las 6 de la tarde cuando llamó a recursos humanos.
La señora Leticia Jiménez tiene horario fijo o es por turnos.
Llega todos los días a las 6 de la mañana, respondió la chica del otro lado.
Está bien que mañana venga directo a mi oficina.
Va y a hablar con ella.
Sí, quiero conocerla.
El despertador sonó a las 5 en punto.
Let lo apagó antes de que Camila se despertara.
La niña se movió un poco con el cabello todo revuelto y la pijama medio subida.
Leti la tapó bien y se quedó un momento mirándola, queriendo grabarse esa imagen, porque sí, esa mañana iba con el presentimiento de que algo malo iba a pasar, algo grande, algo que le cambiaría el rumbo.
Se lavó la cara con agua fría, se peinó como pudo, se puso la blusa gris del uniforme y los tenis desgastados.
No desayunó.
No tenía hambre.
Más bien sentía un nudo en la panza que no la dejaba ni respirar bien.
Salió sin hacer ruido, dejando a Camila dormida bajo la cobija del osito.
En el pasillo, la vecina de siempre le lanzó un buenos días que ella apenas respondió.
El camino al trabajo fue lento, más por el peso del miedo que por el tráfico.
Cada paso que daba hacia el edificio le parecía como si se acercara a una sentencia.
Había soñado mil veces en la noche con el jefe gritándole, con la cámara captando su cara de susto, con los demás empleados burlándose mientras la sacaban, escoltada.
El cuadro, el maldito cuadro.
Cuando llegó al piso 18, lo primero que notó fue el silencio raro, como cuando alguien te está esperando.
Nadie le habló, nadie la saludó, solo escuchó que alguien de recursos humanos dijo, en voz baja, “Ya está aquí.
” Fingió no haber oído.
Se fue directo al baño de servicio, se echó agua en la cara, se vio en el espejo.
Tranquila, Leticia, tranquila.
A las 6:20 la llamaron.
Una voz por radio le dijo, “Leticia, te solicita el licenciado Ruiz en su oficina.
Urgente.
” El corazón se le fue a los talones.
Caminó hasta la puerta con las piernas entumidas.
Tocó con la mano floja.
Adentro.
Una voz le dijo, “Pase.
” Empujó la puerta y entró.
Esteban estaba sentado en su escritorio mirando algo en su laptop.
no levantó la vista de inmediato.
Ella se quedó parada frente a él como estatua.
No sabía si hablar o quedarse callada.
Tenía los ojos rojos, pero no por haber llorado, sino por no dormir nada.
Y ahí estaba frente al jefe, el dueño de todo, el que podía decidir si hoy comía o no.
Esteban alzó la mirada, la vio de arriba a abajo, no con desprecio, pero sí con una expresión seria, muy seria.
Leticia, siéntese, por favor.
Ella dudó.
Era trampa.
¿Por qué tan educado? Se sentó en la orilla del sillón.
“Mire”, dijo él cruzando las manos sobre el escritorio.
“Sé lo que pasó ayer.
” Leti se quedó sin aire.
Vi el video.
Sé que se cayó el cuadro.
Sé que intentó acomodarlo.
Sé que no dijo nada.
Ella bajó la cabeza.
No dijo nada.
Tenía un nudo en la garganta que no la dejaba ni respirar.
¿Por qué no me lo dijo? Ella tragó saliva.
Tenía los ojos clavados en el suelo porque tenía miedo.
Dijo apenas con voz apagada.
Miedo de qué? De que me corrieran.
¿Y si me corren? No tengo cómo mantener a mi hija.
Esteban se quedó callado.
Volteó hacia la ventana por unos segundos.
¿Cuántos años tiene su hija? Seis.
Fue ella la que contestó el teléfono ayer.
Leti levantó la mirada asustada.
Le habló a mi casa.
Él asintió.
Le pregunté por usted y ella me dijo que no la despidiera, que si no no tendrían que comer.
Leti se mordió los labios.
La vergüenza se le subió a la cara como fuego.
Perdón, perdón por eso.
Le juro que no sabía que ella iba a contestar.
Siempre le digo que no agarre el teléfono.
Yo yo iba a decirle lo del cuadro, se lo juro, pero me asusté.
Esteban no dijo nada, se paró de su silla, caminó hacia la ventana, se quedó ahí unos segundos con las manos en los bolsillos, después se volteó.
No la voy a despedir.
Leti parpadeó.
Perdón.
Escuchó bien.
No la voy a despedir.
Ella no entendía nada.
¿Pero por qué? Porque su hija me lo pidió.
Leti lo miró con cara de esto no puede estar pasando.
Esteban volvió a su silla como si nada.
Va a seguir trabajando aquí.
Va a seguir limpiando esta oficina, pero quiero que a partir de hoy, si algo pasa, me lo diga directo.
No se quedé callada.
Let pudo asentir.
Estaba tan confundida que ni siquiera sabía si agradecer o pedir perdón otra vez.
puede retirarse.
Ella se paró con el corazón latiéndole tan fuerte que le zumbaban los oídos.
Salió de la oficina sin voltear.
Caminó hasta el baño de servicio, cerró la puerta y ahí por primera vez desde ayer, se dejó caer y lloró.
Lloró como niña, de nervios, de susto, de alivio.
Lloró porque estaba harta de aguantar y por un milagro raro.
Esta vez no se cayó todo.
Esta vez se sostuvo.
Mientras tanto, en su oficina Esteban no podía concentrarse.
Leía el correo, firmaba papeles, pero su mente no estaba ahí.
Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba esa vocecita de la niña.
Y aunque no lo quería admitir, una parte de él, se sintió bien al no despedirla, como si hubiera hecho lo correcto.
Por primera vez en mucho tiempo.
El despertador sonó otra vez a las 5.
Leticia lo apagó sin pensar.
No estaba cansada, pero sentía como si la hubieran atropellado, aún con el corazón más tranquilo que el día anterior.
Tenía el cuerpo tenso.
Se levantó, fue al baño, se lavó la cara con agua helada y se miró en el espejo.
Tenía los ojos hinchados de tanto llorar la noche anterior, pero no era tristeza, era otra cosa, algo raro, como si algo nuevo hubiera empezado, pero no sabía qué.
Se vistió igual que siempre, con el uniforme gris, el suéter de pelusa, el mismo peinado de cola baja.
Despertó a Camila con un beso en la frente y le preparó un pan con leche.
La niña abrió los ojos aún con voz ronca.
Te corrieron, ma.
Lety se quedó quieta mirándola con el alma apachurrada.
No, mi amor.
El señor dijo que no me va a correr.
Camila sonrió con alivio.
Le agarró la mano desde su cama.
Si le hablaste.
Leti bajó la mirada.
No podía decirle que él la había llamado por ella, que su vocecita fue lo único que evitó que perdiera el trabajo.
Solo le respondió, “Sí, hablé con él.
Todo está bien.
De camino al trabajo, todo le parecía distinto.
La gente, el aire, hasta el sonido del metro, todo le retumbaba como si fuera más fuerte.
Iba pensando en cómo comportarse, en si debía saludar al jefe, si debía ser como si nada o si lo mejor era no mirarlo a los ojos nunca más.
Llegó al edificio con el tiempo justo.
Rosa, la supervisora, le hizo una seña rara con la cabeza.
Como de hoy, no te metas en líos.
Lety asintió.
No quería líos, quería pasar desapercibida.
Pero cuando estaba preparando el carrito de limpieza, Pamela se acercó.
Traía su carpeta de siempre, el cabello perfecto, los labios pintados como si fuera a una alfombra roja.
Leticia, el licenciado quiere que limpie su oficina hoy.
Solo tú.
Let se detuvo.
La miró confundida.
Yo tú, solo tú, pero yo tengo asignado el piso nueve hoy.
Pamela la miró con cara de no me hagas repetirlo.
Hoy vas al 20 directo al despacho del jefe.
¿O quieres que le diga que no? Leti bajó la mirada.
No, está bien.
Subió en el elevador sola con el carrito lleno de trapos aromatizante y escoba.
Cada número que pasaba le aceleraba el corazón.
Piso 11 12.
13 20 Respiró profundo antes de que se abrieran las puertas.
Entró al pasillo largo y caminó hasta el despacho que ya conocía demasiado bien.
Todo estaba callado.
Golpeó la puerta con los nudillos.
Una voz tranquila, respondió desde dentro.
Pase.
Leti empujó la puerta.
Esteban estaba ahí sentado en el mismo lugar de siempre.
Esta vez no tenía la computadora enfrente, solo estaba viendo hacia el ventanal con las manos cruzadas.
Ella entró sin decir nada, caminó derecho al carrito y empezó a sacar los trapos.
No quería mirarlo, no sabía cómo actuar.
Se saludan, se ignoran.
Le agradece por no correrla.
Todo era confuso.
Esteban la observaba, no hablaba, solo la veía mientras ella comenzaba a limpiar los marcos de las ventanas como si fuera un día normal.
Pero él sabía que no lo era.
Algo en su pecho estaba raro.
Esa señora, esa mujer que parecía invisible para todos, ahora estaba en su cabeza como si llevara años ahí.
Leticia, dijo él de pronto.
Ella se volteó.
con el trapo en la mano.
Sí, señor.
¿Está bien su hija? Lety se quedó sorprendida por la pregunta.
Nadie del trabajo preguntaba por su hija.
Nadie.
Era como si Camila no existiera.
Sí, ya está mejor.
Gracias por preguntar.
¿Cómo se llama? Camila.
Esteban repitió el nombre en voz baja como queriéndolo memorizar.
Fue ella quien contestó, ¿no? Sí, tiene una voz muy sincera.
Lety asintió.
No sabía qué decir.
Le parecía rarísimo tener una charla así con el jefe.
Estaba acostumbrada a verlo solo como una figura seria, fría, lejana.
Y ahora estaba ahí preguntando por su hija, diciéndole que tenía una voz sincera.
Era como si lo estuviera conociendo por primera vez.
Leticia, dijo él de nuevo.
Quiero ser claro, no le hice un favor.
No me gusta la gente que comete errores y los oculta, pero tampoco me gusta la gente que actúa como si los demás no tuvieran vida fuera del trabajo.
Ella se quedó callada.
No quiero que me tenga miedo.
Quiero que me diga las cosas como son.
Eso es todo.
Lety sintió que algo se le aflojaba por dentro.
No era alivio, era una mezzla entre respeto y nervios.
Estaba entendiendo que este hombre no era como los demás patrones que había tenido.
No era de los que gritaban o humillaban por cualquier cosa.
Era distinto.
Tenía algo.
Está bien, licenciado.
Se lo prometo.
Él asintió.
Gracias.
puede seguir.
Ella volvió a su trabajo, empezó a limpiar el escritorio.
En un momento, sin querer, vio una foto de Esteban con un hombre mayor.
Parecían padre e hijo.
Él tenía otra cara más relajada.
La foto estaba en un marco sencillo.
No decía nada, pero Lety lo miró con curiosidad.
Nunca había imaginado al jefe como alguien, con papás, con vida, con familia.
Es su papá.
Esteban la miró, dudó un segundo.
Luego dijo, “Era Leti”.
Bajó la mirada.
Perdón por preguntar.
No pasa nada.
Hubo un silencio largo, uno que no era incómodo, pero sí pesado, como si los dos estuvieran descubriendo algo que no sabían que estaba ahí.
Ella terminó de limpiar, guardó los trapos en el carrito y caminó hacia la puerta.
Con permiso, licenciado.
Gracias, Leticia.
Ella asintió y salió.
Cuando la puerta se cerró, Esteban se quedó mirando hacia el lugar donde había estado ella.
Sintió algo en el estómago, una especie de cosquilleo, una sensación que no tenía hace mucho y aunque no entendía por qué, quería volver a verla.
Lo primero que se filtró fue el chisme, como siempre pasa en los lugares donde todos tienen algo que esconder y nada mejor que hacer.
Empezó en voz bajita en el comedor del personal, entre dos señoras que siempre hablaban mientras picaban su pan dulce.
Una dijo, “Dicen que Leti fue al despacho del jefe otra vez.
” Y la otra respondió con una mueca.
Otra vez.
¿Y qué hacía ahí? En menos de una hora ya todo el piso nueve sabía que Leti y la de limpieza había estado en la oficina del licenciado Esteban dos veces seguidas y no para trapear no más.
Según decían, él la había llamado personalmente, que la mandó a traer directo, que pidió que nadie más entrara con ella.
La gente no necesitaba pruebas, les bastaba con una idea y la idea ya estaba sembrada.
Las chicas de recepción empezaron a levantar la ceja cada vez que veían pasar a Leti.
Los de sistemas la miraban de reojo.
En el área de contabilidad, una muchacha dijo en voz alta, “Pues con razón no la corrieron.
después de lo del cuadro, ¿no? Y otro, burlándose comentó, “Ahí está el verdadero poder del trapeador.
” Lety no se enteró de inmediato.
Ella seguía haciendo su trabajo, agachando la cabeza, pasando el trapo, saludando con una sonrisa pequeña, pero sincera.
Sentía que algo era distinto, sí, pero no sabía exactamente qué.
A veces sentía miradas que antes no estaban o comentarios cortados cuando ella llegaba al comedor.
Pero como siempre pensó que estaba exagerando hasta que llegó al área de recursos humanos.
Buenos días, saludó como cada mañana una de las secretarias llamada Nancy.
Apenas y levantó la vista.
La otra ni la volteó a ver.
Una tercera, fingiendo estar ocupada, dijo en voz alta.
Ahora resulta que ya hay niveles en el personal de limpieza.
Unas van directo con el jefe, otras limpiamos pasillos.
Leti parpadeó, entendió el golpe.
Lentas tolió, no respondió nada, solo se fue.
Sabía que contestar era meterse en líos y ya tenía suficientes.
Pamela, por otro lado, sí se dio cuenta de todo desde el principio.
Ella era experta en leer el ambiente.
Sentía cuando algo cambiaba en la oficina, aunque fuera mínimo.
Y esto no era mínimo.
Desde el momento en que escuchó a Esteban decir, “No la voy a despedir.
” Supo que algo raro estaba pasando.
No porque fuera injusto, sino porque ella conocía a Esteban mejor que nadie.
Sabía cómo pensaba, cómo actuaba, que lo molestaba.
Él no toleraba los errores, menos los que se ocultaban.
Y, sin embargo, esta vez hizo lo contrario a todo lo que siempre decía.
Y lo peor no fue eso.
Lo peor fue cómo la miró después, cómo se quedó callado, cómo salió de la oficina sin dar explicaciones.
Eso no era normal.
Pamela empezó a observar más de cerca.
Se fijaba en cuánto tiempo duraba Leti en el despacho, en cómo salía con los ojos bajitos, pero con la respiración diferente.
Notaba que Esteban estaba más distraído de lo normal, que llegaba al trabajo mirando el celular, que tenía cambios de humor repentinos.
Una mañana lo encontró viendo algo en su celular.
Al acercarse alcanzó a ver una imagen, una niña, una foto desenfocada, pero claramente era una niña de cabello rizado sonriendo.
Pamela no dijo nada, pero algo dentro de ella ardió.
Al día siguiente, Esteban pidió a recepción que Lety fuera de nuevo a limpiar su oficina.
Esa fue la gota que reventó el chisme.
Ahora no eran solo murmullos, eran carcajadas disfrazadas, indirectas, descaradas, bromas en voz baja.
Una secretaria dijo, “Ay, ojalá a mí también se me cayera un cuadro caro.
” Y otra respondió, “Sí, pero no tienes la suerte de Letti.
” Lety ya no podía ignorarlo.
Cada vez que pasaba por los pasillos sentía como se callaban las conversaciones, como las miradas la seguían, como las risitas aumentaban cuando ella daba la vuelta.
Se sintió sucia, no por el uniforme, por el ambiente.
Una tarde, mientras limpiaba el pasillo del piso 14, se le acercó una mujer alta, delgada, bien arreglada.
Tenía el pelo lacio, los tacones altos y una carpeta en la mano.
Era Pamela.
Hola, Leticia.
Buenas tardes, respondió ella bajando la mirada.
¿Podemos hablar un minuto? Lety se puso tensa.
Asintió despacio.
Mira, no quiero ser grosera ni nada, pero creo que deberías tener más cuidado con cómo te comportas aquí.
Ya sabes, en la empresa todo se sabe y no todo el mundo entiende las cosas como son.
Letía a qué se refiere.
Pamela la miró como si le hablara a una niña tonta.
Al licenciado.
Sé que ha sido amable contigo, pero eso no significa que puedas confiarte, ni mucho menos pensar que eso es especial.
Lettió como se le apretaba la cara.
Yo nunca he pensado eso, solo hago mi trabajo.
Me alegra escuchar eso, dijo Pamela sonriendo falso.
Porque te lo digo por tu bien.
Aquí las cosas se ven mal muy rápido.
Leti bajó la mirada.
No respondió.
Pamela se fue con pasos lentos, segura, como si acabara de ganar una batalla.
Esa noche en su casa, Leti no pudo dormir, no por miedo al despido, sino por la impotencia, por lo injusto.
Ella no estaba buscando nada, solo quería mantener su trabajo, cuidar a Camila, pasar desapercibida y aún así la señalaban.
Camila, como siempre se le acercó a la cama.
¿Te peleaste en el trabajo? Lety se quedó callada.
le acarició el cabello.
No, mi amor, solo fue un mal día.
El jefe malo te gritó.
Let se sonrió leve.
No, él no me gritó.
Y sin darse cuenta pensó en él, en Esteban, en su cara seria, en su voz calmada, en cómo había preguntado por Camila y en cómo, con solo una decisión había cambiado todo.
Ese lunes parecía como cualquier otro.
Lety llegó a la oficina con su carrito, su uniforme gris y la cara de siempre, esa que ponía para que no se notara que estaba cansada.
Pero por dentro las cosas ya no eran iguales.
Desde que Pamela la había aconsejado con esa sonrisa falsa, sentía que todos la veían con otros ojos, como si hubiera hecho algo malo, como si tuviera que estar pidiendo perdón a cada paso.
Caminaba por los pasillos tratando de pasar desapercibida.
No saludaba a nadie, solo hacía su trabajo rápido y en silencio.
Pero por más que intentaba esconderse, las miradas la seguían.
Y no solo las miradas, las palabras también.
Ahí va la preferida del jefe.
Alcanzó a oír una vez otra.
Mañana, mientras recogía el bote de basura de uno de los escritorios, un muchacho le dijo en tono burlón, “¿No quiere que le dé mi número, señora? A lo mejor usted me recomienda con el patrón.
Leti se mordió la lengua y no contestó.
Se fue de ahí sin mirar atrás.
No quería problemas, solo quería trabajar y terminar su turno.
Pero el día que todo empezó a cambiar de nuevo, fue un miércoles.
Estaba limpiando el pasillo del piso 20 cuando vio salir a Esteban de su oficina.
Él venía hablando por teléfono, pero cuando la vio hizo una seña con la mano como diciéndole, “Espérame tantito.
” Terminó la llamada, guardó el celular en el saco y se acercó.
“Leticia”, dijo con voz tranquila.
Ella se tensó.
“Sí, señor.
Tiene un minuto.
” “Claro.
” Esteban la miró con seriedad, pero no con dureza.
“Camila, ya está mejor.
” Leti se sorprendió.
No se esperaba esa pregunta.
Nadie más le había preguntado por su hija en días.
Sí, ya está bien, gracias.
Va a la escuela.
Sí, pero a veces se enferma seguido.
Tiene las defensas bajas, dice el doctor.
Él asintió.
Se quedó pensativo un momento, como si estuviera considerando algo.
Luego le dijo, “¿Puedo hacerle una pregunta sin que se ofenda?” “Sí.
” ¿Usted tiene alguien que le ayude con la niña? ¿Alguien que la cuide, que la apoye.
Lety bajó la mirada.
Ya sabía a dónde iba eso.
No, señor, estoy sola.
Mi mamá vive lejos y mis hermanas tienen sus cosas.
Me las arreglo como puedo.
¿Y cómo se mueve? Metro, combi.
Sí, metro y a veces caminando.
Si no hay para pasaje, pues apata.
Esteban hizo una mueca.
No de lástima, de incomodidad, como si no pudiera creer que alguien de su misma ciudad viviera con tantas broncas y él nunca lo notara.
“Mire, no quiero que se malinterprete lo que le voy a decir”, comenzó él.
“Pero me gustaría ayudarla un poco, que no le falten cosas básicas, al menos por su hija.
” Leti se congeló, no sabía qué decir.
Lo miró con los ojos muy abiertos.
ayudarme.
¿Cómo? Nada raro.
Tranquila, solo que tenga despensa en su casa.
Ropa para la niña si necesita, algo para que no se le complique tanto el día a día.
No es caridad, es lo menos que puedo hacer después de que esa niña me hizo pensar muchas cosas.
Lety no supo qué contestar.
Tenía un nudo en la garganta.
Quería decir que no, que ella podía sola, que no necesitaba ayuda de nadie, pero también sabía que no era cierto.
Sabía que muchas veces no cenaban nada, que había noches en las que solo le daba leche a Camila y ella se hacía la dormida con el estómago vacío.
“No sé qué decir”, murmuró.
“Dígame que sí, nada más.
Le mando un apoyo quincenal.
En efectivo, sin condiciones.
Leti apretó las manos, respiró hondo.
No era fácil aceptar ayuda.
Nunca lo había sido.
Pero esta vez, esta vez era diferente.
Está bien, pero solo por un tiempo, hasta que pueda nivelarme otra vez.
Esteban asintió.
No discutió.
No preguntó más, solo dijo, “Gracias por confiar.
Avíseme si necesita algo para Camila, lo que sea.
Ella asintió también y se despidió.
Se fue empujando su carrito, pero con la cabeza dando vueltas.
De verdad, el jefe le acababa de ofrecer ayuda.
Así sin más y sin esperar nada a cambio.
Apenas llegó a casa ese día, Camila corrió a abrazarla como siempre.
¿Cómo te fue, Emma? Bien, mi amor.
Muy bien.
Y por primera vez en mucho tiempo.
Lo dijo sin mentir.
Dos días después alguien tocó la puerta de su casa.
Era un repartidor.
Le entregó una caja mediana.
Lety la abrió con miedo.
Adentro venía un paquete de pañales, leche en polvo, dos bolsas de arroz, frijoles, una playera de unicornio talla seis y una nota escrita a mano.
No es mucho, pero quiero que Camila tenga lo que se merece.
Eh, Leti no supo si reír o llorar.
Camila gritó emocionada al ver la playera y se la quiso poner de inmediato.
Leti la abrazó fuerte y pensó que tal vez no todo estaba perdido, que había personas que sí hacían cosas buenas sin pedir nada.
Y sin buscarlo, ese hombre empezó a meterse en su vida, no por lujo, por necesidad, y por algo más que apenas estaba empezando a crecer.
Desde una semana antes ya se escuchaban los comentarios por todos lados.
¿Ya tienes vestido para la fiesta? Dicen que va a haber barra libre.
El jefe va a hablar en persona, ¿verdad? En cada piso de la empresa se respiraba el mismo ambiente, emoción, nervios y muchas ganas de lucirse.
Era el evento grande del año, la famosa fiesta de fin de año que Esteban siempre organizaba para todos los empleados, desde los más altos hasta los más nuevos.
Pero lo que nadie se esperaba era que Leti apareciera.
Todo comenzó porque una chica de recursos humanos cometió un error.
Bueno, no fue tanto error, sino que pensó que como Leticia ahora estaba yendo directo a la oficina del jefe a limpiar, tal vez era parte del personal de confianza o algo parecido.
Así que la metió en la lista de invitados sin preguntar.
Lee, dejó la invitación en una bolsita con su nombre y todo.
Cuando Leti la encontró, pensó que era una broma.
La leyó como tres veces dudando.
Pensó que tal vez se habían equivocado, pero la tarjeta tenía su nombre completo.
La fecha, la hora y la dirección del lugar.
Un salón enorme en polanco, elegante, con todo pagado.
Lety no quería ir, ni tenía ropa, ni se sentía cómoda, pero cuando le contó a Camila, la niña se emocionó tanto que casi brinca.
Ma, ¿vas a ir a una fiesta como las de las películas? Lety se rió con pena.
Ni tengo que ponerme, Camila.
Yo te presto mi diadema de brillos.
Dijo la niña feliz.
Te vas a ver bien bonita con esa imagen en la cabeza.
Leti decidió ir.
Buscó entre lo poco que tenía y encontró un vestido negro sencillo que le habían prestado una vez para una boda.
Se lo ajustó con alfileres, se planchó el cabello y se puso unos zapatos que le apretaban un poco, pero se veían de señora bien.
Se miró al espejo con miedo.
Hacía años que no se vestía así.
Se sentía rara, pero también un poquito emocionada.
La fiesta ya había comenzado cuando Leti llegó.
Se bajó del taxi frente al salón.
Había luces, música suave, meseros con charolas, mesas decoradas y un escenario al fondo.
Entró con paso tímido, mirando a todos.
Había empleados con trajes caros, mujeres con vestidos brillosos, copas de vino, risas.
Era otro mundo.
Casi nadie la reconoció al principio.
Estaban tan acostumbrados a verla con uniforme gris que verla así.
peinada y con vestido les hizo dudar.
Pero en cuanto alguien dijo, “Esa no es Letti y la de limpieza.
” Las miradas comenzaron a volverse incómodas.
“¿Qué hace aquí? ¿Quién la invitó? ¿Vino a servir o a cenar?” Leti se dio cuenta, lo sintió en la piel, pero ya estaba ahí y no quería salir corriendo.
Así que caminó hasta una mesa vacía y se sentó.
No pidió nada, solo se quedó viendo, esperando que todo terminara pronto.
Pero entonces Esteban llegó, entró con su traje gris claro, sin corbata, con el pelo más despeinado de lo normal y esa cara seria que lo hacía ver como el jefe, incluso en una fiesta.
Saludó a algunos, recibió abrazos, hizo comentarios cortos, pero cuando miró hacia las mesas la vio.
Letí.
sola, con su vestido negro y la mirada pegada al mantel.
Él caminó hacia ella sin pensarlo.
“Leticia”, dijo sonriendo leve.
Ella se paró de golpe, nerviosa.
“Perdón, no sabía que no debía venir.
Me llegó la invitación y no te preocupes, la interrumpió él.
Estás aquí porque tienes todo el derecho.
” “Sí, sí.
” Y eso fue todo.
Pero bastó en ese momento todos vieron.
Todos los que ya habían empezado a hablar bajito, ahora lo vieron claro.
El jefe hablando con ella, sonriendo y defendiéndola.
Pamela vio también.
Desde su mesa, con una copa en la mano, apretó los labios, se levantó, caminó entre la gente y llegó hasta ellos.
Licenciado, “Qué sorpresa verla aquí tan relajado”, dijo Pamela con sonrisa falsa.
“Buenas noches, Pamela.
” Y Leticia.
Wow, no la había reconocido.
¿Qué cambio, eh? Lety forzó una sonrisa.
Gracias.
¿Y tú viniste sola? Sí.
No conozco a nadie de este tipo de fiestas.
Pamela miró alrededor.
Sí, me imagino.
Este ambiente no es para todos.
El comentario cayó como piedra.
Leti se quedó callada.
Esteban también, pero su cara cambió.
Se tensó.
Pamela, dijo él.
Acompáñame, por favor.
Necesito que revises algo del proveedor de las bebidas ahora.
Preguntó ella sorprendida.
Sí.
Ahora Pamela se fue con él molesta.
Leti se volvió a sentar sintiéndose aún más fuera de lugar, pero no pasó ni 10 minutos cuando Esteban regresó sin Pamela, se sentó frente a Letti, pidió dos refrescos al mesero y se quedó ahí con ella.
Platicaron poco, pero suficiente, de cosas sencillas, de Camila, de la comida, de lo raro que era verse en una fiesta y no en una oficina.
Y aunque la música seguía, las luces cambiaban y la gente bailaba, Leti solo pensaba en eso, en cómo un hombre como él podía sentarse con ella sin que le importara el que dirán.
La fiesta siguió, pero algo ya había cambiado, porque ahora todos sabían y lo que antes eran murmullos se empezaban a convertir en juicio.
Después de la fiesta, el ambiente en la empresa se sintió distinto.
No fue un cambio brusco, pero sí se notaba.
Había miradas nuevas, comentarios más cuidadosos y un silencio incómodo cada vez que Esteban y Leti coincidían.
La gente ya no disimulaba tanto.
Las oficinas son como pueblos chicos, todo se sabe, todo se agranda y todo se interpreta como cada quien quiere.
Let seguía haciendo su trabajo igual que siempre, pero por dentro ya no era la misma.
Sentía que caminaba sobre cristales.
Cada paso que daba lo medía dos veces.
Cada palabra que decía la pensaba antes.
No quería que la gente creyera cosas que no eran.
No quería problemas.
No quería quedar como alguien que buscaba algo con su jefe.
Pero lo más difícil era que ni ella misma sabía lo que estaba pasando.
Porque algo estaba pasando.
No lo decía en voz alta, no se lo confesaba ni a sí misma, pero lo sentía.
Cada vez que lo veía acercarse, el corazón se le aceleraba sin permiso.
Cada vez que le hablaba con ese tono tranquilo, algo le temblaba por dentro.
No era amor.
No todavía era otra cosa, un cambio, una duda, una cercanía que la hacía sentirse vista como nunca.
Y Esteban tampoco sabía qué le pasaba.
Él siempre había tenido todo bajo control.
sus horarios, sus reuniones, sus relaciones, todo planeado, todo en orden.
Pero desde que esa mujer apareció con su hija, su historia, su voz cansada y su mirada firme, algo se le había movido adentro.
Al principio lo confundió, después lo incomodó.
Ahora lo buscaba.
Por eso, un día cualquiera sin razón especial la esperó afuera del edificio.
Let salía a las 3.
Siempre se iba directo a casa sin desvíos.
Pero ese día, al doblar en la esquina, ahí estaba Esteban.
Vestía como siempre, saco, camisa blanca, celular en mano, pero su postura era distinta.
Parecía nervioso, como si no supiera qué decir.
Cuando la vio, guardó el teléfono y se acercó.
Hola.
Hola, dijo ella sorprendida.
¿Tienes prisa? Pues no.
Ya terminé mi turno.
¿Quieres caminar un rato? Ella dudó.
Lo miró con cara de seguro.
Él solo asintió.
Caminaron sin rumbo fijo.
No hablaron de inmediato, solo caminaron uno al lado del otro.
Con el sonido del tráfico de fondo y el sol cayendo despacio.
Pasaron por un parque pequeño lleno de niños y vendedores ambulantes.
Lety miraba todo en silencio, sin saber si estaba soñando o qué.
No suelo hacer esto, dijo él por fin.
¿Qué? salir a caminar con alguien, menos con alguien del trabajo.
Ella se rió bajito.
Y yo no suelo caminar con un jefe, o sio.
Todos sonrieron sinceros.
¿Sabes por qué estoy haciendo esto?, preguntó él después de un rato.
No, porque me siento tranquilo contigo.
Leti lo miró de reojo.
No sabía qué responder, solo bajó la vista sintiendo que algo se le revolvía por dentro.
Tu hija me hizo pensar mucho y tú también.
Me hiciste ver cosas que tenía olvidadas.
No fue mi intención.
Lo sé, pero igual pasó.
Caminaron otro rato en silencio.
Pasaron junto a un puesto de elotes.
Él se detuvo y preguntó, “¿Quieres uno?” “De verdad.
” “Sí, yo invito.
” Pidieron dos.
Él lo pidió con todo.
Ella también.
Se sentaron en una banca.
y comieron sin prisa.
Se reían de que el chile les picaba, se pasaban servilletas.
Parecían dos personas comunes, no un millonario y una señora de limpieza.
Solo dos personas compartiendo un momento.
¿Cómo terminaste en la empresa? Preguntó él.
Una amiga me recomendó.
Llevaba meses buscando trabajo.
Ya no me querían contratar en ningún lado por tener una niña chica, pero ahí me dieron chance.
Y el papá murió hace 5 años.
Lo asaltaron.
Nunca supimos quién fue.
Me quedé sola.
Camila tenía apenas uno.
Esteban no dijo nada, solo la escuchó.
De verdad, sin interrupciones.
No fue fácil.
Siguió ella.
A veces ni sé cómo lo logré.
Hay días en los que pienso que me voy a caer, pero luego la veo a ella y se me quita todo.
Esteban la miró con algo en los ojos que no era lástima, era otra cosa, admiración, tal vez, respeto o algo que empezaba a parecerse mucho a cariño.
Te admiro dijo él.
Lety levantó la vista sorprendida.
A mí sí.
Eres fuerte, eres valiente.
Yo no sé si podría con todo lo que tú cargas.
Ella se quedó callada.
El elote ya se le había enfriado, pero no le importaba.
Estuvieron un rato más ahí, sin hablar, solo sentados, con el sol bajando y la ciudad haciendo su ruido de siempre.
Después él la acompañó hasta la estación del metro.
No dijo nada más, solo le dio las gracias por haberle hecho compañía.
“Gracias por invitarme a caminar”, dijo ella ya a punto de entrar al andén.
“Gracias por aceptar”, respondió él.
se quedaron mirándose un segundo más, largo, raro.
Luego ella se fue y Esteban se quedó parado viendo cómo se alejaba con una sonrisa chiquita, con un silencio que decía todo.
Pamela no era tonta.
Si algo tenía claro desde que entró a trabajar con Esteban era que todo en esa empresa funcionaba por estrategia.
Todo se planeaba, todo tenía un orden, nada pasaba porque sí.
Por eso, cuando empezó a notar que Esteban ya no era el mismo que llegaba más relajado, que sonreía sin razón, que salía por las tardes sin avisar, supo que algo estaba pasando y ese algo se llamaba Leticia.
No necesitaba pruebas.
Lo veía en sus ojos.
Lo notaba cuando él decía su nombre.
Leticia esto, Leticia lo otro.
Leticia se ganó su confianza.
Leticia le cambió el carácter.
Leticia, sin hacer ruido, se metió en un espacio que Pamela había cuidado por años y eso la estaba volviendo loca.
No era solo celos, era rabia, porque Pamela había estado al lado de Esteban desde que la empresa tenía solo tres pisos rentados.
Lo había ayudado a crecer.
Había aguantado sus malas caras, sus cambios de humor, su frialdad.
Siempre pensó que con el tiempo él la vería, que un día él entendería que ella era la mujer ideal, fuerte, educada a su nivel, pero no.
Ahora, por alguna razón que no podía entender, Esteban estaba pendiente de una mujer que trapeaba los pasillos y eso no lo iba a permitir.
Empezó a vigilarla.
Discretamente, cuando Leticia llegaba, Pamela ya sabía cuando la llamaban para limpiar el despacho, ella ya estaba contando los minutos.
Empezó a revisar horarios, cámaras, listas de asistencia, todo.
No buscaba solo chisme, buscaba algo más.
Y lo encontró.
Una mañana, mientras revisaba los accesos del personal, notó que el archivo de seguridad tenía videos de días anteriores mal etiquetados, como si alguien hubiera cambiado los nombres de las carpetas.
Llamó a Julio, el chico de sistemas.
Oye, necesito revisar los accesos de la semana pasada.
De madrugada.
De madrugada.
¿Para qué? para algo interno.
Solo hazlo.
Julio no preguntó más.
Le entregó una copia con todo.
Videos, registros, nombres.
Pamela pasó esa noche en su departamento con la laptop abierta, una copa de vino y un coraje en el pecho.
Iba video por video, cámara por cámara, horas de material, pero ya tenía lo que necesitaba.
Imágenes de Leticia entrando sola a la oficina del jefe, limpiando, tocando objetos.
En una de las grabaciones se le ve agarrando una caja de madera, telescritorio y observándola.
La deja donde estaba, pero eso no importaba.
Pamela tenía su plan.
Al día siguiente, imprimió capturas, sacó copias, editó dos videos recortando partes, acelerando otras.
Solo necesitaba que pareciera que Leticia había estado revisando cosas sin permiso o peor, robando información.
No iba a inventar nada, solo iba a mostrar lo justo.
Mal acomodado, subió a la oficina de Esteban sin tocar.
Necesito hablar contigo.
¿Qué pasa? Respondió él sin dejar de mirar la pantalla.
Pamela cerró la puerta y se sentó.
Es sobre Leticia.
Esteban levantó la mirada.
Automáticamente su cara cambió.
¿Qué pasa con ella? Quiero que veas algo.
No estoy diciendo nada, solo míralo.
Sacó la USB, la conectó, le mostró el video editado.
En la grabación, Leticia entra, mira alrededor, se acerca al escritorio, saca una caja, la abre, la observa.
El video está cortado justo antes de que ella la regrese.
Esteban frunció el seño.
¿Qué es esto? Imágenes de las cámaras del despacho de hace tres días.
Están editadas.
No, solo recorté el tiempo muerto.
Lo demás es tal cual.
¿Qué estás insinuando? Solo digo que no es normal que alguien que no tiene autorización ande abriendo cosas en tu oficina y más cuando hay documentos importantes en esa caja.
Esteban se quedó callado.
La imagen de Leticia sola abriendo cosas lo desconcertó.
¿Quieres que investigue más?, preguntó Pamela.
Que revisemos sus antecedentes.
Llamamos a recursos humanos.
Él negó con la cabeza.
No, déjame pensarlo.
Pamela sonrió por dentro, pero por fuera solo se paró y dijo, “Esteban, solo te estoy cuidando.
” Salió de la oficina y en cuanto lo hizo, se le borró la cara seria.
Sonrió.
Por fin.
Esteban en cambio, se quedó sentado viendo la pantalla.
sintió algo raro.
No era coraje, era decepción, confusión.
No quería pensar mal de Letti, pero lo que acababa de ver no lo entendía.
Sacó el celular, pensó en marcarle, luego se detuvo.
No podía acusarla sin saber, pero tampoco podía ignorar lo que había visto.
Y eso era justo lo que Pamela quería, que dudara, que desconfiara, que sintiera.
Aunque fuera por un momento que Leti no era quien creía.
Y ahí fue donde la semilla se plantó, justo donde más iba a doler.
Lety entró ese día a la oficina como siempre con su carrito de limpieza y la rutina de cada mañana.
Iba distraída con el pensamiento en Camila, que se había despertado con tos y un poco de fiebre.
Nada grave.
Según el biment doctor, pero igual le preocupaba.
Esa niña era su todo, por eso cada paso que daba en el trabajo era por ella.
Pasó primero por el piso nueve, luego por el 11 y finalmente subió al 20, donde siempre limpiaba el despacho de Esteban.
Ya lo hacía de memoria.
Los marcos de las ventanas, el cristal del escritorio, los sillones de piel, el mueble donde estaban los reconocimientos y sí, también el cuadro, ese cuadro que había cambiado su vida sin querer.
Pero justo cuando estaba limpiando el vidrio, escuchó la puerta abrirse de golpe.
Era Esteban.
No traía su expresión normal.
No saludó como siempre, no sonríó.
Venía serio, frío.
Algo en su mirada la hizo sentir chiquita.
“Buenos días, licenciado”, dijo ella con voz bajita.
Él no respondió al saludo, solo cerró la puerta con cuidado y se quedó ahí parado mirándola.
“¿Podemos hablar?”, preguntó con un tono seco que ella nunca le había escuchado.
“Claro”, respondió soltando el trapo y limpiándose las manos en el mandil.
“¿Tú has tomado algo de aquí? preguntó él directo.
Leti se quedó congelada.
¿Cómo? De mi oficina.
¿Has agarrado algo que no sea tuyo? ¿Has abierto algo sin permiso? Ella no entendía lo que estaba escuchando.
No, señor.
¿Por qué me pregunta eso? Porque vi un video en él se te ve abriendo una caja, una que está en mi escritorio.
Sacaste algo, lo miraste y lo dejaste de nuevo.
Lety sintió un nudo en la garganta.
¿De qué video habla? Yo yo solo limpio.
A veces acomodo cosas, pero nunca he tomado nada.
Se lo juro.
Esteban la miró con dureza.
Es un video.
Claro, Leticia.
¿Y usted cree que yo le robé? No estoy diciendo eso.
Solo quiero que me digas la verdad.
Letti dio un paso atrás, no por miedo, por dolor.
¿De verdad cree que yo haría algo así? Después de todo, “No lo sé”, dijo él bajando un poco la mirada.
No sé qué pensar.
Ahí fue donde se rompió todo.
Lettió como algo dentro de ella se quebraba.
No era coraje, era tristeza.
de la fea, de la que duele en el pecho.
¿Sabe qué, licenciado? Yo no tengo por qué dar explicaciones de algo que no hice.
Yo vengo aquí a trabajar.
No tengo tiempo para andar viendo qué hay en su escritorio.
Bastante tengo con mi vida como para meterme en lo suyo.
Esteban quiso decir algo, pero ella lo interrumpió.
Y sabe qué más, si usted no me cree, no hay nada más que hablar.
Leticia.
No, ya está.
No se preocupe.
Ya no voy a entrar más a su oficina.
Dígale a quien sea que le asigne a otra persona.
Yo voy a pedir cambio de piso.
Esteban dio un paso hacia ella.
No quiero que esto se malinterprete, solo quiero entender qué pasó.
Nada pasó.
Y si alguien le enseñó un video cortado, pues qué pena, porque yo nunca le he fallado nunca.
Ella empujó su carrito, salió de la oficina sin despedirse y bajó por las escaleras.
No quería que nadie la viera.
Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no se las limpió.
No esta vez.
Mientras bajaba, iba pensando en todo lo que había pasado, cómo ese hombre la hizo confiar, cómo se atrevió a verla diferente y cómo en el primer tropiezo creyó lo peor.
Esteban se quedó solo en su despacho, cerró la puerta y se sentó.
Se pasó las manos por la cara.
Respiró hondo.
No estaba seguro de lo que acababa de hacer.
tenía esa sensación horrible de haberla regado, pero también esa duda que Pamela había sembrado.
En la noche, Leti llegó a su casa sin ganas de hablar.
Camila corrió a abrazarla.
¿Cómo te fue, ma? Todo bien, mi amor.
Dijo con voz apagada.
Le preparó la cena, le dio su medicina, la acostó y luego, sentada en el sillón, con las luces apagadas, lloró.
Porque no dolía haber sido señalada.
Dolía quien la había señalado y dolía todavía más que por un momento creyó que podía confiar.
Pasaron dos días sin que Esteban supiera nada de Leti.
No la vio por la oficina, no la escuchó en los pasillos, no recibió ningún reporte de limpieza de su despacho.
Era como si se hubiera borrado del mapa.
Y aunque no lo decía en voz alta, le pesaba.
intentó seguir con su rutina, reuniones, correos juntas con inversionistas, pero no estaba igual.
Todo le parecía más seco, más hueco.
Hasta el café sabía distinto.
Y en su cabeza no dejaba de repetir la escena.
Esa en la que Letti lo miró con ojos tristes y le dijo que no tenía por qué dar explicaciones.
Esa en la que él no supo cómo defenderla porque sí, en el fondo lo sabía.
había dudado, había metido la pata.
Ese mismo viernes, mientras revisaba unos papeles en su oficina, Pamela tocó la puerta.
¿Tienes un minuto? Esteban no contestó, solo hizo una seña con la mano para que pasara.
Pamela entró como si nada sonriendo.
Llevaba una carpeta, su celular en la mano y un aire de seguridad que no le quitaba ni el viento.
Ya se liberaron las fechas de las reuniones con los nuevos socios.
Te agendo con Arturo para el martes.
Hazlo dijo él sin mirarla.
Por cierto, supiste que Leticia ya no entra a tu oficina.
Supongo que fue lo mejor, ¿no? Esteban levantó la vista.
¿Tú editaste el video que me enseñaste? La pregunta cayó como bomba.
Pamela se congeló, abrió mucho los ojos, luego fingió sorpresa.
“Perdón, te lo repito.
¿Tú editaste ese video?” “Claro que no”, respondió rápido.
Solo recorté lo irrelevante.
Lo hice para que lo vieras más claro.
“¿Y qué parte recortaste?” “Pues lo de siempre, cuando no pasa nada.
Por porque alguien me mandó el video completo, el original.
Con todo, Pamela parpadeó.
Ya no tenía cara de tranquilidad, ahora tenía miedo.
Esteban se levantó, caminó hasta su escritorio, sacó su celular, lo desbloqueó y le puso play al video.
Lo puso frente a ella.
Ahí se veía clarito.
Leticia entraba, limpiaba, abría la caja, veía los papeles por fuera, los acomodaba y los volvía a meter sin robar, sin esconder, sin hacer nada que no fuera parte de su trabajo.
Todo limpio, todo claro.
Pamela intentó hablar.
Eso no lo había visto, seguro, porque ya habías mandado a editar otros archivos antes.
Y yo confié en ti, Esteban.
Yo solo quise protegerte.
Esa mujer, esa mujer tiene más dignidad que tú y yo juntos.
Pamela apretó los dientes.
¿Te estás enamorando de ella o qué? No es tu asunto.
Dijo firme.
Sí lo es.
Porque yo estuve aquí desde el principio.
Yo sí te cuidé.
Yo sí fui leal.
Leal.
Mostrándome un video cortado para que yo pensara mal de alguien que no ha hecho nada.
Lo hice porque tú ya no eras tú.
Desde que esa mujer apareció.
Estás raro, distraído, débil.
Tenía que hacer algo.
Esteban respiró hondo, cerró el video, guardó el celular.
Te agradezco todo lo que hiciste en estos años, Pamela, pero hasta aquí llegamos.
¿Qué? ¿Me estás despidiendo? Sí.
Y no me hagas perder más tiempo.
Pamela quiso decir algo, pero se quedó sin palabras.
dio media vuelta, tomó sus cosas y salió de ahí con el orgullo hecho pedazos.
Esteban se quedó solo mirando por la ventana y ahí entendió algo.
No solo había dudado de Leti, había permitido que alguien con malas intenciones jugara con su percepción y la única forma de arreglarlo era viéndola a los ojos.
Lety estaba trapeando el piso 14 cuando la supervisora Rosa se le acercó.
Te buscan en el piso 20.
¿Quién? El jefe.
Leti sintió un golpe en el pecho.
Otra vez.
Dice que es urgente.
No dijo nada más.
Subió con pasos firmes, pero con la cara seria.
No era la misma mujer que subía nerviosa antes.
Ya no.
Ahora si la iban a correr, que lo hicieran de frente.
Tocó la puerta, escuchó la voz de Esteban, entró.
Él estaba solo, de pie, con los brazos cruzados y cara de cansancio, pero sin dureza.
Solo la miró.
Gracias por venir.
Dígame rápido qué quiere, por favor.
Tengo trabajo que hacer.
Esteban se acercó.
Vengo a pedirte perdón.
Letti lo miró sin entender.
¿Cómo? Me equivoqué.
Vi un video que estaba editado.
Confié en la persona equivocada.
Dudé de ti y no debí hacerlo.
Ella no supo qué decir.
Sintió como el pecho se le apretaba, no por rencor, sino porque no estaba acostumbrada a que alguien pidiera perdón y menos un jefe.
Ya no importa, dijo con voz apagada.
Sí importa porque tú me enseñaste a mirar las cosas diferente, a escuchar, a confiar y lo arruiné por una estupidez.
¿Quién lo hizo? Pamela.
Tu asistente.
Ya no lo es.
Hubo silencio largo, incómodo.
No me interesa si confía en mí o no, licenciado.
Yo no vine a su empresa a que me quieran.
Vine a trabajar.
Y lo haces mejor que nadie.
Lety levantó la vista.
Sus ojos estaban brillosos, pero no quería llorar ahí.
No, otra vez.
¿Algo más? Esteban dudó.
Sí, quiero saber si puedes darme otra oportunidad de trabajo.
De persona.
Lety no respondió, solo bajó la mirada, se dio la vuelta y salió.
Pero mientras bajaba en el elevador, una parte de ella había empezado a perdonarlo, aunque no lo supiera todavía.
Después de aquella última conversación en su oficina, Leticia no volvió a aparecer.
No, al menos donde Esteban pudiera verla.
Ese mismo día, después de pedirle perdón, Esteban pasó horas esperando que ella volviera, no para hablar ni para explicarle nada más, sino solo para verla pasar, para saber que seguía ahí, para sentir, aunque fuera un poco, que no la había perdido del todo.
Pero no pasó, no volvió y eso le cayó como piedra en el estómago.
la buscó en su horario habitual, preguntó a recursos humanos si aún seguía activa.
Le dijeron que sí, que no había renunciado, pero que había solicitado cambio de área.
Estaba limpiando en otro edificio de la misma empresa, pero más lejos.
Nadie le dijo por qué.
Él sí lo sabía.
Era por él.
Esteban quiso llamarla, pero no tenía su número.
Recordó que lo había marcado antes cuando Camila contestó, pero ese número no aparecía guardado en su celular.
Lo buscó en el historial, en los registros, nada.
Se sentía como si ella se hubiera desvanecido y eso lo empezó a desesperar.
El siguiente lunes fue al otro edificio, el que quedaba a 10 cuadras.
No lo hacía nunca, ni cuando tenía juntas ahí.
Siempre mandaba a alguien más.
Pero ese día fue solo.
Llegó con traje, corbata y esa cara seria que ya todos conocían, aunque por dentro estuviera hecho un lío.
Subió al piso de mantenimiento y preguntó por Leticia.
Se fue hace una hora.
Le dijeron, “¿Sabes si regresa?” “No, señor.
Hoy solo venía por la mañana.
Tienes su número.
No podemos dar datos personales respondió la señora encargada bajando la mirada.
Esteban salió del edificio frustrado.
No sabía qué hacer.
Ese día no pudo concentrarse en nada.
Canceló dos reuniones.
Se encerró en su oficina.
No quería admitirlo, pero la necesitaba y no para que limpiara su oficina ni para que le agradeciera el perdón.
La necesitaba porque no dejaba de pensar en ella, en su voz, en su mirada, en Camila, en todo lo que esa mujer había removido en él.
Leticia, mientras tanto, había decidido alejarse sin dar explicaciones, no porque odiara a Esteban ni porque lo despreciara, sino porque tenía miedo.
Miedo de volver a confiar, miedo de que le rompieran lo poco que le quedaba en el pecho.
Había pedido su cambio de zona en cuanto salió de esa oficina.
Había empacado sus cosas y se había ido del pequeño cuarto que rentaba.
Volvió a casa de una tía en Ecatepec, lejos, donde nadie preguntara por ella, donde nadie le echara miradas incómodas, donde pudiera respirar, Camila no entendía nada.
Ya no vas a trabajar en ese lugar bonito.
No, mi amor.
¿Y no vas a ver al señor amable? Tampoco.
¿Por qué? Leticia le acariciaba el cabello.
Porque a veces la gente se equivoca.
Cami, y hay que aprender a alejarse.
Camila no dijo nada más, solo se le quedó mirando y luego fue a su cuaderno, sacó un dibujo y le entregó uno donde aparecían los tres, ella, su mamá y Esteban, tomados de la mano.
Leti lo dobló y lo guardó sin decir nada.
Esteban, por su parte, no se rendía.
Esa misma semana fue a recursos humanos con otro pretexto buscando información.
Solo necesito su dirección.
Tengo que entregarle unos documentos.
No podemos, señor, es política interna.
Y si se trata de una emergencia, tendría que hablar con legal.
Todo era trabas, silencios, paredes, pero él ya no estaba dispuesto a quedarse quieto.
Fue con la señora Rosa, la supervisora del equipo de limpieza.
¿Usted sabe dónde vive Leticia? Para que la busca, porque quiero pedirle perdón.
Bien, porque me equivoqué con ella.
Rosa lo miró largo, dudó, luego dijo, “No le voy a dar su dirección, pero sí le voy a decir algo.
Leticia no es cualquier mujer.
Esa señora ha aguantado más que muchas y usted, con todo el respeto, le falló.
Si quiere arreglar las cosas, búsquela como se merece.
” Y eso hizo.
Empezó a recorrer calles.
Fue a la colonia donde sabía que había vivido antes.
Preguntó por la señora que cuidaba a Camila.
La encontró.
¿Sabe dónde está Leticia? Se fue hace como una semana.
No dijo a dónde, solo que necesitaba empezar de cero.
No dejó ningún número.
No, pero la señora Elvira, su tía, vive en Ecatepec.
Tal vez está allá.
Esteban se fue directo sin pensar, sin chóer, sin aviso.
Manejaba como si tuviera prisa por recuperar algo que no sabía que había perdido hasta que lo dejó ir.
Llegó a la colonia, bajó la ventanilla, preguntó a un señor en la tienda, lo mandaron a una casa de lámina y block con una maceta colgando y un trapo de cortina.
Tocó.
Una señora mayor salió.
Pelo canoso, mirada desconfiada.
Busca.
alguien.
Aquí vive Leticia Jiménez.
¿Quién pregunta? Mi nombre es Esteban Ruiz.
La señora lo miró raro.
¿Qué quiere con ella? Solo hablar.
La señora dudó y entonces de adentro se escuchó una voz pequeña.
Mami, el señor del dibujo.
Y Camila apareció con la cara llena de crayones y una sonrisa que no dejaba lugar a dudas.
Dos meses.
Pasaron dos meses exactos desde la última vez que Leticia y Esteban se vieron.
Dos meses en los que cada uno intentó a su manera, seguir adelante.
Ella con su hija, él con su empresa, ella con sus horarios, su uniforme, su rutina, él con sus juntas, sus trajes y sus silencios.
Leticia se quedó a vivir con su tía Elvira en una casa chiquita pero limpia allá en Ecatepec.
Al principio le costó adaptarse.
No era su espacio, no tenía su cuarto y Camila extrañaba su cama, sus dibujos pegados en la pared y hasta los niños escandalosos de la vecindad donde vivían antes.
Pero no había opción.
Necesitaban un respiro, un cambio, un lugar donde nadie las mirara raro ni les hiciera preguntas que dolieran.
Camila no dejó de hablar de Esteban.
Lo mencionaba como si fuera un personaje de caricatura.
A veces decía que soñaba con él.
Otras veces preguntaba si podía escribirle una carta.
Leticia solo la escuchaba y le sonreía, aunque por dentro sintiera un hueco que no se le quitaba con nada.
Nunca le prohibió hablar de él.
No quería borrar lo que habían vivido.
Solo necesitaba espacio para entenderlo.
Consiguió trabajo en una fondita del barrio.
Le pagaban poco, pero lo suficiente para no depender de nadie.
Se levantaba antes de que saliera el sol.
Ayudaba a picar verdura, lavar trastes y servir los almuerzos.
A veces la dejaban llevar comida para Camila.
Eso le alegraba el corazón.
Porque si algo tenía claro era que su hija no merecía cargar con las decisiones que ella tomaba.
A ratos, entre ollas de caldo y arroz, pensaba en Esteban, no por coraje, ya no lo pensaba como se piensa en alguien que te sacudió la vida sin querer, que te hizo sentir cosas que nunca habías sentido y que luego te rompió un pedazo del alma sin saberlo.
No lo odiaba, pero tampoco sabía si algún día podría volver a confiar en él.
Esteban, por su lado, tampoco estaba bien.
Al principio trató de enfocarse en el trabajo.
Quiso llenar su agenda de compromisos, reuniones, viajes.
Fue a Monterrey, a Guadalajara.
Incluso tuvo una semana entera en Bogotá.
Pero por más que volara y durmiera en hoteles de lujo, al final del día volvía solo a su departamento y el silencio era el mismo.
Había despedido a Pamela sin darle muchas explicaciones.
Solo le dijo que ya no había espacio para ella en mí.
No me siento.
La chica se fue con rabia, pero sin hacer escándalo.
Algunos empleados lo notaron más serio desde entonces.
Otros decían que el jefe andaba más humano, que se notaba diferente, pero nadie se atrevía a preguntarle nada, porque aunque Esteban ya no era tan frío como antes, seguía siendo reservado.
Guardaba sus cosas en el pecho, bien callado.
A veces se asomaba a la oficina del piso 14, donde Leti solía limpiar antes del cambio.
Todo seguía igual.
su escritorio, el cuadro reparado, el sillón de siempre, pero ya no se sentía igual.
El espacio se sentía hueco, como si faltara algo que no se podía explicar, un sábado cualquiera, mientras revisaba papeles en su departamento, se topó con el dibujo.
Sí, ese que Camila había dejado olvidado en una bolsa de regalo que Leticia le había dado.
Un papel arrugado con crayones.
Él, Leti y Camila, tomados de la mano, con un sol en la esquina y corazones flotando.
Al verlo, se quedó quieto.
No lo rompió, no lo escondió, lo puso sobre el escritorio y se quedó mirando la carita redonda de Camila, hecha a mano con colores.
Ahí fue cuando lo aceptó.
Que extrañaba a las dos, que las pensaba, que no podía simplemente seguir como si nada.
Esa misma noche llamó a Rosa, la supervisora del equipo de limpieza.
Le pidió, casi con voz quebrada que le ayudara, no para saber en dónde estaba Leticia.
Ya lo sabía, pero necesitaba saber si estaba bien, si necesitaba algo.
Si todavía pensaba en él.
Rosa no le prometió nada, solo le dijo que las mujeres como Leticia no se olvidan fácil y que si de verdad quería verla, tenía que ir a buscarla, pero sin pretextos, sin traje, Esteban, sin palabras bonitas, así como eres de verdad, porque si vas a ir, que sea con el corazón, no con la culpa.
Él se quedó callado, pero por dentro ya lo había decidido.
Al día siguiente se levantó temprano, se puso jeans, camiseta negra, tenis.
Agarró las llaves del coche y manejó hasta Ecatepec sin decirle a nadie.
No llevaba plan, solo un impulso.
Como si algo lo empujara desde adentro.
Al llegar bajó del coche y se quedó parado frente a la casa por unos segundos.
dudó.
Tuvo miedo, porque cuando alguien te importa de verdad, el miedo es más grande.
Respiró hondo y tocó.
Quien abrió la puerta fue Camila, despeinada con las mejillas rojas, una galleta en la mano.
Tú, gritó.
Esteban se agachó y sonrió.
Hola, princesa.
Camila lo abrazó como si nunca se hubieran ido.
Y al fondo, desde la cocina, Leticia salió con un trapo en la mano y los ojos abiertos de sorpresa.
No se lo esperaba.
No ese día.
No, así.
Esteban la miró sin hablar y con solo verse supieron que todo lo no dicho seguía ahí, listo para salir o para quedarse guardado para siempre.
Esteban llevaba días sin paz.
Después de aquel abrazo de Camila en la puerta de la casa, Lety apenas lo miró.
No lo corrió, pero tampoco lo invitó a pasar.
Le dijo con respeto que no era el momento, que estaba ocupada, que su vida ya había cambiado.
Y aunque esas palabras fueron suaves, le dolieron como si se las gritaran.
Desde entonces él no insistió, no quiso presionar, se fue con una mezcla de tristeza y culpa.
Pero también con algo claro en el pecho, no podía quedarse quieto.
No, ahora si había una forma de reconstruir lo que él mismo había echado a perder, iba a encontrarla como fuera, porque ya no se trataba de él, se trataba de ellas dos.
Pasaron dos semanas, dos semanas sin llamadas, sin mensajes, sin noticias.
Esteban estaba raro.
Su secretaria nueva, los empleados cercanos.
Hasta el portero del edificio notaban que algo le pasaba.
Seguía cumpliendo con sus responsabilidades, pero con la mente en otro lado.
Se distraía fácil.
Tenía ojeras, comía poco y casi nunca se quedaba después de las 6, como si estuviera esperando algo que no llegaba.
Una tarde, mientras salía del estacionamiento, se encontró con doña Petra, la señora, que vendía tamales afuera del edificio.
La conocía desde hacía años, pero casi nunca hablaban.
Ese día ella le sonrió y le dijo, “¿Sabe a quién vi hace unos días, joven Esteban? A la muchacha esa, la de la niña chiquita, Leticia, ¿se acuerda?” Él se quedó congelado.
¿Dónde? Aquí, a la vuelta.
Iba saliendo de una papelería con la niña.
Venía bien apurada.
Me saludó de lejos, pero no se detuvo.
Me dio gusto verla, aunque se le notaba cansada.
Esteban sintió como se le encendía algo por dentro.
¿Cuál papelería? La que está en la esquina junto al puesto de jugos.
Esa que está chiquita, pero siempre abierta.
No preguntó más.
Fue directo.
Dejó el coche a una cuadra, caminó como si se le fuera la vida y entró.
Era una tiendita estrecha con estantes llenos de lápices, cuadernos, colores y papeles por todos lados.
La dueña, una señora de lentes con cadena colgando, lo miró sin mucho interés.
“Buenas tardes”, dijo él.
“Buenas, ¿busca algo?” “No, bueno, sí.
Quería saber si hace poco vino aquí una mujer con una niña.
La señora se llama Leticia, cabello negro, delgada, morena clara.
La niña tiene unos 6 años de pelo rizado.
La señora frunció la frente.
¿Usted es pariente? No, pero estoy buscándolas.
Solo quiero saber si vienen seguido.
La señora dudó.
Aquí no damos información de los clientes, joven.
Por favor.
No quiero molestarlas, solo necesito hablar con ella.
Me equivoqué con esa mujer y no me deja dormir.
La señora lo miró mejor, como si de pronto viera algo distinto en él.
Sí, viene cada martes.
Compra material para su hija, a veces libretas, a veces colores.
Me cae bien, habla poco, pero es buena gente.
Esteban sintió un alivio tan grande que hasta se apoyó en el mostrador.
¿A qué hora viene más o menos? Como a las 5:30, pero no todos los martes, solo cuando puede.
Esteban le agradeció y salió con el corazón acelerado.
No había número, ni dirección, ni aviso, solo eso, una pista, un hilo delgado.
Pero era más de lo que tenía antes.
Esa misma noche no durmió.
le dio mil vueltas al asunto.
Y si no iba, y si lo rechazaba otra vez, y si Camila ya ni se acordaba de él, pero luego pensaba en el abrazo de la niña, en su risa, en la forma en que corrió hacia él y eso le daba valor.
El martes siguiente llegó a la papelería a las 5.
Temprano se quedó en el coche, estacionado a unos metros con los vidrios abajo.
Pasaban los minutos y cada persona que se acercaba lo hacía levantar la cabeza, pero no era ella.
5:1, 5:20, 5:30, nada, 5:40.
Y ahí estaban Leticia y Camila caminando despacio de la mano, con una bolsita de mandado.
Camila traía el cabello suelto, reía fuerte, jalaba a su mamá con emoción.
Lety traía una blusa blanca desgastada y una cara que mezclaba cansancio con ternura.
Se veían bien, juntas, reales.
Esteban bajó del coche sin pensarlo.
Caminó hacia ellas.
Camila lo vio primero.
Ma, mira.
Leticia lo miró y se detuvo.
No puso mala cara, pero tampoco sonrió.
Hola dijo él suave.
Hola.
No quiero molestarlas.
Solo necesitaba verlas otra vez.
Leticia miró a su hija, luego a él.
¿Cómo supiste que estábamos aquí? Me lo dijo una señora.
No la busqué para incomodarte.
Solo quería una señal.
¿Y ahora qué? preguntó ella sin dureza, pero firme.
Ahora quiero empezar desde cero.
Si me dejas, si me das la oportunidad de demostrarte que no estoy aquí por lástima, ni por culpa, ni por impulso, estoy aquí porque no hay día que no piense en ustedes.
Camila se abrazó a la pierna de su mamá.
Leticia lo miró y por primera vez en mucho tiempo no dijo que no.
solo lo dejó caminar a su lado, sin promesas, sin disculpas largas, solo eso, un paso, uno pequeño, pero suficiente para volver a empezar.
Leticia no sabía qué hacer con las manos.
Estaban en la banqueta frente a la papelería, con el sol bajando detrás de los postes y la ciudad haciendo su ruido de siempre.
Camila revolvía los colores nuevos que le acababan de comprar.
sentada en una banca de concreto hablando sola, feliz, ajena a todo lo que pasaba entre los dos adultos que tenía enfrente.
Esteban no insistió, no le pidió nada, solo se quedó parado mirándola como si estuviera frente a algo que no quería arruinar con palabras.
No traía regalos, no traía flores, solo traía esa cara de hombre que ha entendido que se equivocó y que ya no quiere seguir perdiendo.
¿Quieres caminar?, preguntó él.
Leticia dudó unos segundos, luego asintió.
No dijo sí, solo lo siguió.
Tomó a Camila de la mano y los tres empezaron a caminar por la banqueta entre puestos de tacos, vitrinas de panadería y gente que salía del metro con cara de cansancio.
Era una escena cualquiera, pero para ellos no.
Caminaron en silencio.
Él no quería incomodarla y ella no quería romper el momento con preguntas que no estaba lista para hacer.
Solo se escuchaba la voz de Camila contando cuántos colores traía la caja hablando de su maestra, de lo que quería dibujar ese fin de semana.
¿Sigue trabajando en lo mismo?, preguntó Esteban sin mirarla.
Sí, en la fondita de la tía.
Lavo platos, sirvo comida, ayudo a preparar todo.
Es tranquilo, me gusta.
Y Camila va a la primaria que está aquí cerca.
Ya tiene amiguitas, a veces la cuida la señora de la tienda.
Esteban asintió, luego bajó la mirada.
Yo no he dejado de trabajar, pero ya no es igual.
¿Por qué? Porque me falta algo.
Me falta alguien.
Leticia lo miró de reojo.
No contestó.
Llegaron al parque uno pequeño con un par de juegos viejos y unos niños dando vueltas en bicicleta.
Camila corrió directo a los columpios.
Leto alejarse con el corazón en la mano.
Siempre le daba miedo que se cayera, pero también le daba gusto verla feliz.
Te ve mucho más contenta dijo Esteban.
Sí.
Ella no guarda rencor, no como los adultos.
Él se la quedó viendo.
Por fin se atrevió a hablar con más claridad.
Leti, no vine para incomodarte.
Vine porque no me alcanza la vida para explicar todo lo que pensé en estos dos meses.
Me porté como un tonto.
Dudé de ti cuando eras la única persona que siempre fue honesta conmigo.
Me dejé llevar por una persona que solo pensaba en su propio interés y tú solo estabas haciendo tu trabajo, cuidando a tu hija, sobreviviendo.
Leti no lloró, no se enojó, no se hizo la víctima, solo lo escuchó.
Y entonces, ¿por qué dudaste? Porque nunca había confiado en alguien así.
Porque me asustó sentir tanto por ti.
Y lo peor es que no lo vi claro hasta que ya era tarde.
Ella respiró hondo.
Yo no soy especial, Esteban.
Soy una señora que limpia, que lucha, que tiene una hija y hace lo que puede para salir adelante.
Nada más.
Justo por eso eres especial.
Silencio.
Camila gritó desde el columpio.
Mira, má, estoy volando.
Leticia sonrió.
Una sonrisa chiquita, cansada, pero sincera.
¿Y ahora qué sigue?, preguntó ella, todavía sin mirarlo de frente.
Lo que tú quieras.
Si solo quieres que sea alguien que pase a dejarte útiles escolares, lo hago.
Si quieres que me aleje, me voy.
Pero si hay una mínima posibilidad de que me dejes volver a tu vida, esta vez no pienso fallar.
Ella lo miró a los ojos por primera vez desde que llegaron al parque.
No con amor, no con enojo, con verdad.
No sé qué siento.
No sé si puedo perdonarte por completo, pero sé que cuando Camila te ve sonríe como no sonríe con nadie y eso no se compra ni se finge.
Tómate el tiempo que necesites dijo él.
No prometas cosas que no sabes si puedes cumplir.
Solo prometo que no me voy a rendir.
Ella bajó la mirada, caminó hacia el columpio, le limpió la cara a Camila, que ya estaba llena de tierra, la abrazó y sin voltear le dijo a Esteban, “No, sí, vemos el próximo martes.
” Aquí él se quedó parado sin saber si gritar de alegría o sentarse a llorar.
Pero en ese momento supo que todavía tenía oportunidad y eso valía más que cualquier disculpa.
Después de ese martes en el parque, nada volvió a ser como antes, no porque se arreglara todo de un día para otro, sino porque ya había una puerta abierta.
Leticia no era de las que perdonaban fácil, ni de las que se dejaban llevar por palabras bonitas, pero también sabía cuando alguien hablaba en serio.
Y Esteban se veía diferente, más sencillo, más humano, con menos muros, con menos máscara.
Los martes se hicieron costumbre.
Cada semana él llegaba a la misma hora sin fallar.
No llamaba antes, no escribía, solo aparecía.
A veces traía un jugo para Camila, a veces una bolsa de pan, a veces solo sus manos vacías y sus ojos cansados.
Pero lo que nunca faltaba era que llegaba.
Camila lo adoraba, le contaba todo, le decía cómo se llamaban sus maestras, lo que había soñado, lo que quería hacer cuando fuera grande.
Y él la escuchaba como si fuera lo único importante en el mundo, con atención, con cariño, con esa manera rara que solo tienen los que nunca pensaron que iban a querer tanto a alguien que no es de su sangre.
Leticia los veía desde lejos.
A veces se quedaba sentada en la banca dejándolos hablar.
A veces se acercaba, se unía a la conversación.
Poco a poco, sin querer, volvieron a formar ese equipo que alguna vez empezaron sin planearlo.
Pero Leti no quería volver a la misma historia.
Ella necesitaba avanzar.
Y por eso una tarde después de ver a Esteban jugar con Camila a la cuerda en el parque, le dijo lo que traía guardado desde hacía semanas.
Esteban, quiero empezar algo mío.
¿Cómo? Un negocio pequeño, algo que me dé libertad, que me dé dignidad.
No quiero volver a trabajar para nadie.
Ya no.
No quiero estar con miedo de que me corran si me equivoco.
Quiero darles empleo a otras mujeres como yo, que no tienen estudios.
que tienen hijos, que no tienen a nadie.
Esteban la escuchó serio.
Asintió con la cabeza.
¿Qué necesitas? Un préstamo.
No quiero regalos ni favores.
Un préstamo justo y yo te lo pago peso por peso.
Hecho.
Así de fácil.
No es fácil, pero si tú lo quieres hacer, yo te ayudo.
Let lo miró con algo parecido al respeto.
No le estaba resolviendo la vida.
solo le estaba dando impulso y eso era justo lo que necesitaba.
Las semanas siguientes fueron intensas.
Leticia se movió por toda la colonia buscando un local.
Encontró uno pequeño cerca de un mercado.
Era apenas un cuarto con piso de cemento y techo de lámina, pero tenía potencial.
Lo limpió con sus propias manos, lo pintó con su tía, colgó cortinas viejas que su vecina ya no usaba y mandó hacer un letrero de madera que decía Manos Fuertes, servicio de limpieza a domicilio.
Esteban le ayudó a registrar el negocio, le consiguió los permisos, le armó un logo sencillo con un amigo diseñador, pero no se metió en nada más.
Todo lo demás fue idea de Leti.
Contrató a dos vecinas que no tenían trabajo.
Les enseñó cómo organizar el tiempo, cómo limpiar en equipo, cómo tratar a los clientes.
No solo les dio un trabajo, les dio dignidad.
Camila cortó el listón el día de la apertura con una tijera de plástico y una sonrisa de oreja a oreja.
Había gente del barrio, dos clientas nuevas, la tía Elvira y Esteban, con su camisa remangada cargando las aguas frescas.
¿Y tú qué haces aquí tan sencillo? Le preguntó la tía medio bromeando.
Aquí solo soy invitado.
El crédito es de ellas.
Leti escuchó desde la esquina.
No dijo nada, pero lo pensó.
Por fin alguien que entiende.
El negocio no fue un éxito inmediato.
Los primeros días hubo que salir a repartir volantes, a tocar puertas, a regalar servicios para que los probaran.
Lety caminaba cuadras enteras con su mochilita, su folder con precios y sus flyers.
Esteban una vez la acompañó.
Ella no quiso que hablara, solo que caminara junto a ella.
Y él lo hizo.
¿No te da pena? le preguntó ella sonriendo.
Pena de qué, de estar cargando volantes en vez de firmar contratos millonarios.
Lo único que me dio pena fue no haber confiado en ti antes.
Let no dijo nada, solo le dio uno de los volantes.
Toma, a ver si por fin haces algo útil.
Se rieron.
Ese fue el día en que algo entre ellos cambió.
No fue un beso, no fue una declaración de amor, fue una mirada larga, silenciosa, de esas que lo dicen todo sin decir nada.
El regreso no fue una vuelta a lo mismo, fue el inicio de otra cosa, algo nuevo, algo más fuerte, algo de verdad.
Al principio el negocio iba lento.
Leticia lo sabía y no se desesperaba.
Estaba acostumbrada a remar contra la corriente.
Tenía claro que nadie llega y triunfa en la primera semana.
Lo suyo era paso a paso, día por día, trabajo firme, cara en alto.
Así como había sacado adelante a Camila con el salario de limpieza, ahora iba a levantar ese local, aunque fuera con las uñas.
Las primeras clientas llegaron por curiosidad.
Una señora que necesitaba que le ayudaran con la limpieza de una bodega vieja, otra que buscaba quien le lavara los vidrios de un restaurante chiquito.
Lety las atendió como si estuviera firmando contratos de millones.
Les explicó el servicio, el precio, el horario, todo con su libreta en mano y esa forma suya tan clara de hablar sin adornos.
Las clientas quedaron tan satisfechas que comenzaron a recomendarla.
Y así empezó el ruido.
El bueno en menos de un mes, manos fuertes, ya tenía tres equipos de trabajo.
No solo eran mujeres limpiando, eran mujeres que se sentían valoradas, mujeres que llegaban a trabajar con sus hijos, con mochilas rotas, con historias parecidas a la de Leti.
Ella las recibía con un café caliente y una frase simple: “Aquí nadie es menos.
Aquí nadie se calla.
Esteban pasaba por ahí algunos días sin uniforme, sin corbata, solo él, a veces para dejar cosas, a veces para tomar un café, a veces solo para ver cómo le brillaban los ojos a Leticia cuando hablaba con sus trabajadoras.
Nunca se metía, solo observaba y en cada mirada se le notaba el orgullo.
Una mañana llegó una señora bien arreglada, con bolsa cara y perfume fuerte.
Se llamaba Marisol.
Tenía un negocio grande de organización de eventos y necesitaba a alguien que se encargara de la limpieza después de cada fiesta.
Ya había probado otras empresas, pero siempre terminaban haciéndolo mal.
Una amiga suya le habló de manos fuertes y decidió probar.
Leticia la atendió como a cualquier otra persona.
Le ofreció un café, le explicó los paquetes de servicio, le mostró fotos de trabajos anteriores.
Nada de venderle humo, solo lo que sabía hacer.
Marisol se fue dudosa, pero aceptó probar con un evento.
A la semana regresó con una sonrisa enorme.
Leticia, no sé qué le hiciste a mi equipo de montaje, pero dijeron que nunca habían visto a un grupo de limpieza tan ordenado y respetuoso.
Quiero trabajar contigo de forma fija.
Lety no se la creyó.
Casi se le cae el vaso de café.
Marisol le ofreció un contrato mensual.
Nada enorme, pero constante.
Eso era oro puro.
El equipo de Leti celebró ese día con tortas de tamal y jugo en bolsa, nada caro, pero con risas, abrazos y hasta una cumbia bajita sonando en el fondo.
Camila, sentada en una sillita de plástico, aplaudía con las manos llenas de migajas.
El negocio crecía y con él la confianza de Letti.
Ahora ya no temblaba cuando hablaba frente a otras personas.
Se sabía capaz y eso se le notaba en la espalda más recta, en la mirada firme, en la forma en que respondía el teléfono diciendo, “Manos fuertes, buenos días.
” Un día, una reportera de un periódico local se acercó.
Le dijeron que había una señora en Ecatepec que estaba dándoles empleo a mujeres que nadie contrataba.
quería hacerle una nota.
Lety se puso nerviosa.
Pensó en decir que no, pero Esteban la animó.
La gente necesita escuchar historias como la tuya le dijo.
Ya hay muchas de las otras.
La nota salió con una foto de Leti afuera de su local, con Camila a su lado y dos de sus empleadas sonriendo.
El título decía mujer transforma su dolor en trabajo digno.
Ella no se sintió cómoda con el título, pero no dijo nada.
Lo importante era que la gente supiera que existían, que estaban ahí, que no necesitaban lástima, solo oportunidad.
Esa misma semana llegaron cinco llamadas nuevas, todas por el artículo, todas queriendo contratar a su equipo.
Una tarde, Leticia se sentó sola después de cerrar.
Camila dormía en una colchoneta del rincón y el lugar olía a cloro, pan dulce y café viejo.
Se quedó viendo su letrero medio torcido y pensó en todo lo que había pasado en tan poco tiempo.
No se sentía una heroína.
Se sentía cansada, pero también feliz.
Esteban llegó sin avisar.
Llevaba una bolsa con dos empanadas y una botella de agua.
¿Cenaste? No.
Entonces vine justo a tiempo.
Comieron en silencio, sin música, solo ellos.
En ese local chiquito que parecía un segundo hogar.
Esteban la miró, Lety también.
Y sin decirlo, los dos sabían lo que estaba pasando.
La vida ya no los estaba empujando.
Ahora caminaban juntos por decisión propia.
Era viernes por la mañana.
Leticia había llegado temprano al local.
Tenía una cita con una señora que quería contratar limpieza para una clínica privada.
Había preparado todo con cuidado.
Los precios anotados en su libreta, las muestras de productos que usaban, el uniforme bien doblado sobre la mesa.
No era una oficina elegante, pero se sentía orgullosa del orden que había logrado.
Camila ya estaba en la escuela y las chicas del equipo habían salido temprano a un servicio en una casa en Lindavista, así que Leticia estaba sola.
Con la puerta abierta y la música bajita, sentía paz.
Sentía que el mundo por fin se había calmado un poco hasta que la vio.
Entró sin tocar, sin avisar, como si aún tuviera el derecho de hacerlo.
El cabello rubio bien peinado, el maquillaje impecable, los tacones de siempre y esa mirada suya, esa que te barre de arriba a abajo como si evaluara cuánto vales.
Con razón no contestabas mis correos, dijo Pamela con una sonrisa torcida.
Leticia se quedó inmóvil con el trapo de cocina en la mano.
No entendía nada.
Le costó unos segundos reconocerla, pero en cuanto lo hizo, sintió ese piquete en el estómago.
¿Qué haces aquí? ¿No me vas a invitar a pasar? Ya estás adentro, respondió ella seria.
Pamela miró alrededor con cara de falsa sorpresa.
Tocó una silla como si midiera lo barato que era todo.
Así que este es el imperio que construiste, ¿eh? Qué bonita historia.
La señora de limpieza que se convirtió en empresaria.
Deberías hacer una película.
Leticia no cayó en el juego.
Dime qué quieres.
No tengo tiempo.
Te lo voy a decir claro.
Contestó Pamela sentándose sin permiso.
Quiero que te alejes de Esteban.
Leticia la miró sin moverse.
Perdón.
Lo que oíste.
No te hagas la inocente.
Tú y yo sabemos que estás jugando a algo que no te corresponde.
No tienes idea del mundo en el que estás metiéndote.
Leticia se cruzó de brazos.
Ya no era la misma de antes, no iba a quedarse callada.
¿Y tú quién eres para venir a decirme eso? Soy la persona que estuvo al lado de Esteban durante Te años, que lo ayudó a levantar su empresa, que lo apoyó en sus peores momentos.
Y tú llegaste con tu carita de víctima y lo enredaste.
Yo no lo enredé.
Él llegó solo.
Y si tú lo cuidaste tanto, ¿por qué te corrió? Pamela apretó los dientes.
Porque tú lo confundiste, lo hiciste débil, lo alejaste de la gente que de verdad se preocupaba por él.
No confundas cuidar con controlar.
Él no necesita que lo manipulen.
Y tú sí.
Tú eres la gran salvadora.
Ahora no tienes estudios, no tienes nada, solo una hija con necesidades y una cara que da lástima.
Eso es lo único que sabes usar.
Esa frase fue como una bofetada.
Leticia se acercó sin miedo.
Ya no era la señora de limpieza temerosa.
Era una mujer firme, con voz clara, con límites.
Salte de mi negocio.
Perdón, te lo voy a decir una vez.
Sal de aquí.
Mira, Leticia, no me llames así.
No me conoces.
Y si vienes a amenazarme, perdiste tu tiempo.
Si Esteban quiere estar conmigo o no, es cosa de él.
Yo no lo obligo a nada.
Si está a mi lado, es porque le nace.
¿Y tú de verdad crees que esto va a durar? Dijo Pamela levantándose con lentitud.
Él es un hombre de mundo.
Tarde o temprano se va a cansar de jugar a la familia feliz contigo.
Puede ser, pero si pasa, no va a ser porque tú lo digas.
va a ser porque él lo decida.
Yo no tengo miedo de estar sola.
Tú sí.
Pamela se la quedó viendo con rabia, como si no pudiera creer que alguien como ella le contestara así.
Tragó saliva, agarró su bolso y se fue sin decir adiós.
Al salir, empujó la puerta con más fuerza de la necesaria.
Leticia respiró hondo, se apoyó en la mesa.
No estaba temblando, pero tenía el pecho apretado.
No por miedo, por coraje, por impotencia, porque aunque supiera que Pamela no tenía poder sobre ella, aún así la había hecho recordar lo duro que era vivir con la duda de no ser suficiente.
Esa misma noche, cuando Esteban pasó a dejarle una caja con
insumos de limpieza que había conseguido más baratos, ella se lo dijo.
Pino Pamela hoy.
Esteban se quedó quieto.
¿Qué te dijo? ¿Que me alejara de ti? ¿Que tú mereces algo más? ¿Y qué le contestaste? que si estás conmigo es porque tú quieres, no porque yo te haya atrapado.
Esteban no dijo nada al principio, se acercó a ella, le tocó la mano.
Yo no estoy contigo por caridad, Leti.
Estoy contigo porque te admiro, porque cada vez que te veo me acuerdo de quién quiero ser.
Pamela me hizo dudar una vez.
No va a volver a pasar.
Leticia lo miró, le creyó, pero también supo que esa historia no había terminado.
Pamela no era de las que se iban sin pelear hasta el final, pero si algo tenía claro era esto.
Ya no era la misma.
Y no pensaba dejar que nadie la hiciera sentir menos, nunca más.
Todo empezó con una llamada rara.
Esteban estaba en una reunión con socios potenciales cuando su asistente le pasó una nota urgente llamada desde una revista de 19 negocios.
Él salió del salón, contestó con fastidio, pensando que era otra entrevista cualquiera, pero no era otra cosa.
Señor Ruiz, queremos confirmar unos datos antes de publicar.
Tenemos un documento firmado con su nombre donde se autoriza una transferencia millonaria a una fundación fantasma.
También aparece su firma en unos contratos ligados a una empresa de limpieza que está siendo investigada por lavado de dinero.
Esteban se quedó congelado.
¿Qué está diciendo? Al parecer una fuente anónima filtró toda la información.
Imágenes de su firma, capturas de correos, audios.
Dicen que usted usó su empresa para favorecer negocios ilegales y dar contratos falsos a su pareja actual.
Esteban colgó sin decir nada, corrió directo a su oficina, revisó su correo, su bandeja de enviados, su historial de archivos y ahí estaba todo editado, manipulado, recortado, armado para parecer real, pero falso.
Todo era falso.
Una hora después ya estaba en todos lados.
Redes sociales, sitios de noticias, grupos de WhatsApp.
La imagen de Esteban con la leyenda.
Empresario millonario involucrado en fraude con su pareja, una exempleada de limpieza.
Había gente grabando afuera del edificio, empleados murmurando en los pasillos, clientes mandando correos cancelando reuniones.
Leticia lo supo por una vecina.
Estaba sirviendo comida en el local cuando la señora le mostró el celular.
Tú estás con ese señor, ¿verdad? Mira lo que salió.
Let se quedó mirando la pantalla.
Sintió que la cara se le calentaba.
Había fotos suyas de Esteban del local, incluso de Camila.
Todo revuelto, todo malintencionado.
No tuvo tiempo de pensarlo.
Agarró su bolso, le dijo a una de las chicas que se hiciera cargo y salió directo hacia el edificio donde trabajaba Esteban.
Él estaba rodeado de abogados, gritando, dando órdenes, pidiendo que rastrearan de dónde salió todo.
Cuando la vio entrar, se le fue el alma al piso.
¿Viste todo? Sí.
No sé cómo pasó.
Juro que esto es un montaje.
Yo no firmé nada.
No autoricé nada.
Alguien está queriendo destruirme.
Leticia lo miró a los ojos.
Pamela Esteban no contestó, pero su cara lo dijo todo.
Tengo que solucionarlo dijo él.
Pero no puedo hacerlo si tú dudas de mí.
No dudo respondió ella directo.
Solo estoy en shock.
Porque esto ya no es entre tú y yo.
Ahora ya metieron a mi hija, a mi negocio, a mi vida.
¿Cómo se arregla algo así? Esteban se acercó.
Lo voy a limpiar todo, te lo prometo.
Esa noche hubo una rueda de prensa.
Lo obligaron los abogados.
Tenía que salir a aclarar públicamente que todo era mentira, que no había desviado dinero, que no tenía fundaciones falsas ni contratos truchos.
Leticia fue.
Se quedó en una esquina del salón con gorra y cubrebocas sin que nadie la reconociera.
Lo vio ahí solo parado frente a los micrófonos con los focos encima.
Lo escuchó hablar claro, sin titubear.
No he cometido fraude, no he lavado dinero, no he usado mi empresa para beneficiar a nadie ilegalmente.
Lo que sí hice fue enamorarme de una mujer honesta, trabajadora y valiente.
Y si eso es lo que quieren usar en mi contra, adelante.
Pero no voy a esconderme por haber confiado en alguien que vale más que muchos de los que hoy me juzgan.
Al día siguiente explotó todo, pero esta vez al revés.
Varios empleados salieron a defenderlo.
Mujeres del equipo de Leticia publicaron videos diciendo que sus contratos eran reales, que nunca habían visto un trato tan justo.
Camila, sin entender mucho, dibujó un cartel que decía, “Mi mamá no es ladrona.
” y alguien lo subió a redes.
Pero lo que terminó de voltear la historia fue lo que hizo Rosa, la supervisora vieja de limpieza.
Salió en un programa de la mañana y dijo con todas sus letras, “Yo vi como esa mujer Pamela, manipulaba al señor Esteban.
Lo vi con mis ojos.
La vi editando videos, la vi revisando documentos privados.
Ella lo quería controlar y cuando ya no pudo, lo quiso destruir.
Semei armó un escándalo.
Pamela reapareció, pero esta vez con un abogado.
Quiso hacerse la víctima.
dijo que todo era una conspiración en su contra, pero alguien encontró correos viejos, audios, imágenes de cámaras internas y con eso se acabó el juego.
Una semana después, Pamela fue citada a declarar y Esteban fue limpiado públicamente.
Su nombre volvió a estar limpio, pero el daño ya estaba hecho.
Leticia no lo celebró, no era su estilo, solo lo abrazó sin decir nada.
Porque cuando alguien te ensucia el nombre, no duele por ti, duele por los que amas y por los que te creen, sin que tengas que demostrarlo.
Pasó una semana desde que todo se calmó.
Esteban había salido limpio del escándalo.
Pamela estaba en proceso legal y los medios ya estaban buscando otra historia que explotar.
Pero Leticia no se sentía en paz, al contrario, traía un revoltijo por dentro que no sabía cómo explicar.
Esteban le escribía todos los días, a veces solo para preguntar cómo estaba, a veces para contarle que había tenido una junta difícil, otras veces para mandarle una foto vieja de Camila dibujando en su oficina.
Y aunque ella le respondía con cortesía, algo había cambiado.
Ya no le salía natural.
Ya no era esa emoción del principio, era como si algo se hubiera roto en silencio.
Una tarde, después de cerrar el local, Leti se sentó sola en la banqueta.
Tenía las piernas estiradas, el delantal sucio, el cabello amarrado como siempre.
Miraba al cielo que estaba medio nublado.
No llovía, pero parecía que iba a llover.
Así se sentía ella también.
Con algo atorado ahí arriba.
a punto de caer.
Esa noche Esteban pasó a verla.
Llegó con dos tortas de pierna y un refresco en bolsa.
Se sentaron juntos en el mismo escalón de siempre.
Al principio hablaron de Camila, de un cliente nuevo que ella había conseguido, de los precios del cloro que habían subido otra vez.
Pero luego vino el silencio y ese silencio duró más de lo normal hasta que ella se armó de valor y habló.
Esteban, necesito decirte algo, pero no quiero que lo tomes mal.
Dime.
Yo no estoy bien por lo del escándalo.
No, por nosotros.
Él se quedó quieto.
No dijo nada, solo la miró.
He tratado de seguir como si nada, de estar contigo, de hacer que las cosas fluyan, pero me siento confundida.
Me duele lo que pasó.
Me duele que mi hija haya salido en los medios.
Me duele que mi nombre esté en boca de gente que ni me conoce.
Y no porque haya hecho algo malo, sino porque me metí en un mundo que no era mío.
No fue tu culpa, lo sé, pero eso no cambia cómo me siento.
Me despierto con miedo.
Me acuesto pensando si va a salir otra nota, otra foto, otra mentira.
Y eso no es vida.
Esteban se pasó las manos por el rostro.
respiró hondo.
¿Qué estás diciendo? Que necesito espacio.
¿Quieres terminar? No sé si es terminar.
No quiero ponerte una etiqueta.
Solo quiero detenerme, pensar, respirar sin sentir que traigo una cámara apuntándome todo el día.
Leti, esto no lo planeamos.
Nos pasó.
Y yo te amo.
Amo a Camila.
No quiero alejarme.
Yo también siento cosas por ti.
No lo niego.
Pero ahora mismo eso no es suficiente para estar bien.
¿Y cuándo sí va a ser suficiente? Cuando pueda confiar en que estar contigo no va a costarme paz.
Esa frase lo tumbó porque no tenía respuesta.
Esteban se levantó sin hablar.
caminó unos pasos como queriendo contenerse.
Luego volvió, se agachó frente a ella y le tomó la mano.
Solo prométeme que si algún día eso cambia, vas a venir por mí.
No me dejes esperándote sin saber.
Leticia lo miró con los ojos brillosos, pero secos.
No te voy a hacer esperar.
Si un día te busco, será porque estoy lista.
Si no, también voy a ser clara.
Esto es un adiós.
Esto es un hasta que yo me sienta libre de todo lo que ahora me pesa.
Él asintió.
No hizo drama.
No lloró, solo se levantó, le dejó la torta envuelta en una servilleta y se fue caminando lento con los hombros caídos.
Let se quedó ahí con la torta en la mano, sin hambre, sin culpa, pero con un hueco en el pecho que no sabía si algún día se iba a llenar.
A la mañana siguiente no hubo mensaje, ni llamada, ni paso de coche frente al local y así siguió por días, porque el amor no siempre se acaba con gritos, a veces se pausa con silencios, con respeto y con la esperanza, aunque tuela, de reencontrarse de otra forma.
Leticia siguió con su negocio.
No hablaba de
Esteban, no lo nombraba, no lo buscaba, pero tampoco lo negaba.
Solo decía que estaban tomando caminos distintos, que cada quien necesitaba su tiempo.
Camila dejó de preguntar tanto por él, aunque de vez en cuando sacaba dibujos donde todavía aparecía Esteban en alguna esquina.
Lety los guardaba sin decir nada.
Manos fuertes estaba mejor que nunca, más clientas, más personal, más estabilidad.
Leticia se sentía tranquila, enfocada, fuerte, pero por dentro, en silencio, a veces se preguntaba si había hecho bien al alejarse.
No porque dudara de su decisión, sino porque extrañar también duele cuando sabes que fue necesario.
Una mañana, mientras barría la entrada del local, llegó una carta, un sobre amarillo sin remitente.
No estaba sucio ni arrugado.
tenía su nombre escrito a mano.
Ella lo agarró con cuidado, se metió al fondo del local, se sentó junto a la cafetera, lo abrió.
Solo había una hoja, una dirección, una fecha, una hora.
Eso era todo.
No decía quién la enviaba, ni qué era, ni por qué, pero algo en su pecho le dijo que fuera.
No por curiosidad, no por esperanza, sino porque lo sentía.
Así.
directo.
La dirección era de un jardín de eventos en la colonia Roma.
Ella fue con lo puesto, jeans, blusa blanca, su mochila de siempre.
No se maquilló, no se peinó diferente, no buscó verse de ninguna forma en especial.
Cuando llegó, se detuvo frente a una entrada decorada con globos blancos, mesas con manteles y una lona grande que decía: “Inauguración Fundación Renacer Leticia” sintió un escalofrío.
Caminó despacio.
En una esquina del lugar había una pequeña tarima.
Arriba, un micrófono y un hombre hablando.
Era Esteban.
Vestía sencillo, sin saco ni corbata.
Estaba nervioso, pero firme.
Hace un año, mi vida cambió por completo.
Perdí la confianza de personas que valían la pena.
Me alejé de quienes me enseñaron lo que realmente significa tener fuerza y aprendí con todo el dolor que a veces hay que empezar desde cero para hacer las cosas bien.
Leticia se quedó de pie entre la gente.
Por eso hoy nace esta fundación para apoyar a mujeres jefas de familia que quieren iniciar su propio negocio.
No como caridad, no como lástima, sino como respaldo real.
Porque yo vi con mis propios ojos como una mujer puede levantar un imperio con un trapeador en una mano y a su hija en la otra.
Varios aplaudieron.
Esteban hizo una pausa y luego miró directo al frente.
Ella no lo sabe, pero esta fundación lleva su nombre.
Fundación Leticia.
Es un homenaje a todas esas mujeres que, como ella no piden permiso para salir adelante.
Solo quieren que alguien crea en ellas, como yo creo en ella hoy y siempre.
Leticia sintió que se le cerraba la garganta.
Esteban bajó del escenario, caminó entre la gente hasta quedar frente a ella.
No te mandé esa carta para obligarte a nada, solo para que vieras lo que sembraste.
Yo no sabía cómo arreglar todo, pero sí supe por dónde empezar.
¿Y por qué ahora? Porque ya no tengo miedo de hacerlo bien.
Porque si tú no vuelves, al menos quiero que sepas que aprendí y que gracias a ti muchas otras van a tener oportunidades que antes no existían.
Leticia no dijo nada, solo lo abrazó.
largo, callado, fuerte.
Y mientras lo hacía, entre lágrimas, entre suspiros, entre ese mar de cosas no dichas, supo que el amor cuando es real no se rompe, solo se transforma.
Una semana después de la inauguración de la fundación, Leticia seguía sin digerir del todo lo que había visto.
No era solo el gesto, ni el nombre en la lona, ni el discurso.
Era el cambio, el tipo de cambio que no se puede fingir.
El que nace del fondo, el que no se dice, se nota.
Esteban no la presionó, no le pidió respuestas, no le dijo, “Regresa, solo le dejó espacio.
” La dejó pensar y eso, justo eso, fue lo que le dio claridad a Leticia.
Una mañana cualquiera, mientras barría el pasillo del local, como siempre, Camila llegó corriendo desde la escuela con su mochilita bailando de lado.
Alad.
Let la abrazó como todos los días.
Le preguntó qué había comido, qué tarea traía.
Si había jugado en el recreo.
“Mamá”, dijo Camila de pronto con esa voz suavecita que usaba cuando tenía algo importante que decir.
“Vamos a volver a ver a Esteban.
” Leticia la miró.
Se agachó para estar a su altura.
“¿Tú quieres verlo?” “Sí, pero si tú no quieres, no pasa nada.
Yo sé que estás cansada y que a veces lloras cuando crees que no te veo.
Lety se quedó en silencio, tragó saliva, acarició el cabello de su hija y la abrazó más fuerte, porque sí había llorado, a veces por miedo, a veces por dudas, a veces por no saber si había hecho lo correcto, alejándose de alguien que realmente había cambiado.
Esa misma noche, Leticia le escribió un mensaje, no largo, no dramático, solo un simple.
¿Puedes venir mañana a las 6? Tenemos café.
Esteban llegó a las 6 en punto, sin flores, sin regalos, sin discurso, solo con una expresión tranquila, como alguien que ha aprendido a esperar sin exigir.
Camila corrió a abrazarlo.
Él la alzó como siempre, la hizo girar y la niña no dejaba de reír.
Leticia los vio y suspiró.
Cuando Camila se fue al fondo a jugar con sus colores, Lety y Esteban se quedaron sentados frente a frente con dos tazas de café en la mesa de plástico.
Sin rodeos, ella empezó.
No sé cómo va a hacer esto.
No quiero que vuelvas creyendo que todo está igual porque no lo está.
Yo cambié.
Tú también.
Y lo que teníamos ya no existe como antes.
Lo sé, dijo él.
Pero podemos construir algo nuevo sin prisas, sin promesas de esas que se dicen solo por quedar bien.
Sí, con lo que hay, con lo que somos.
Leti lo miró y por primera vez en mucho tiempo se sintió ligera, como si ya no tuviera que defenderse de todo, como si al fin pudiera bajar los brazos un poco.
Y si todo vuelve a salir mal, pues lo volvemos a intentar o lo hablamos.
Pero esta vez, sin callarnos, ella asintió.
Camila salió corriendo y se subió a sus piernas.
Ya vamos a vivir juntos.
Los dos rieron.
No tan rápido en Ana, respondió Leti.
Pero podemos ir por una nieve si quieren.
Esteban la miró con cara de, ¿estás segura? Y ella le hizo un gesto con la cabeza.
Vamos.
Salieron los tres caminando.
Camila, en mí.
sientas en medio agarrada de las manos de los dos.
El cielo estaba medio nublado, con una luz naranja bajando entre los cables de la calle.
Nada de cuento de hadas, solo una familia distinta caminando sin saber que sigue, pero sabiendo que quieren intentarlo.
Al llegar al puesto de nieves, Leticia se quedó mirando el menú pintado a mano.
Fresa, limón, mango, coco, nada nuevo, nada lujoso.
Pero ahí con ellos dos a su lado, se dio cuenta de que ya no necesitaba más para sentirse completa.
Pidió una de coco.
Esteban pidió de vainilla.
Camila pidió de los dos y todos rieron.
Porque la vida no siempre cierra con un final perfecto, a veces solo se calma y eso para algunos ya es suficiente.
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