Mi primo era un nahual

Desde que tengo memoria, siempre escuché historias extrañas en mi pueblo. Cuentos que hablaban de brujas, de espíritus, y de seres capaces de transformarse en animales, conocidos como “nahuales”. Crecí rodeado de esas leyendas, pero nunca las tomé demasiado en serio. Para mí, todo eso era solo parte del folklore, esas historias que las abuelas contaban en las noches sin luz, como una forma de asustar a los niños y mantenerlos alejados de los bosques o de ciertos caminos.

Mi primo Andrés, sin embargo, era diferente. Más reservado, más solitario. Vivía con su madre, a las afueras del pueblo, en una casa vieja cerca del monte, siempre apartado del bullicio de la comunidad. Aunque compartíamos buenos momentos en la infancia, algo en él me incomodaba. Tenía una mirada profunda, extraña, que me hacía sentir como si no estuviera del todo allí. Como si, en su interior, algo más estuviera esperando salir. Además, cuando se enojaba, sus ojos brillaban de una forma inquietante. Un brillo rojo, profundo, que no podía explicarme de otra manera. Algo animal, primitivo, que me helaba la sangre.

A medida que crecimos, nos distanciamos. Yo me mudé a la ciudad, y él permaneció en su pueblo, atrapado en una rutina que parecía inquebrantable. Los años pasaron, y las visitas a la casa de mi tía, donde él seguía viviendo, fueron escasas. Hasta que un día, la noticia llegó: mi tía había muerto. Volví al pueblo para el velorio, y, como era de esperar, Andrés se encontraba solo, en su casa apartada. Ya no era el niño tímido que había conocido, sino un hombre marcado por algo que no podía entender.

Esa noche, después de la ceremonia, decidí quedarme a acompañarlo. No tenía sentido que se quedara solo. La casa estaba silenciosa, y la conversación entre los dos fue mínima. Andrés me dijo que estaba bien, que no quería irse del pueblo, porque ese era “su lugar”. Esa palabra, “lugar”, me quedó dando vueltas en la cabeza, como si significara algo más.

A medianoche, me despertó un sonido seco, un golpe sordo que provenía de la galería trasera de la casa. Pensé que podría ser algún animal, pero al asomarme a la ventana, no vi nada. Sin embargo, cuando volví a la cama, algo cambió. Una respiración pesada, cercana, me heló la sangre. Miré hacia el pasillo y vi una sombra. Grande, demasiado grande para ser Andrés. La figura estaba agazapada, encorvada, como si caminara a cuatro patas.

Con cautela, tomé una linterna y me dirigí al exterior. En el suelo, encontré marcas extrañas. No eran huellas de pies humanos, sino huellas grandes, con cuatro dedos largos, como si fueran garras. Decidí seguirlas, y estas me llevaron hacia el monte. Fue allí donde la vi: una figura negra, agazapada entre los árboles, con ojos rojos brillando en la oscuridad. Cuando la luz de la linterna la iluminó, soltó un gruñido profundo, como si fuera un animal salvaje. Con una velocidad sobrehumana, desapareció en la espesura.

Temblando, volví a la casa, y allí estaba Andrés, sentado en la cocina. Su torso estaba desnudo, y en su espalda se veían arañazos recientes. Tenía barro en las piernas, y su mirada estaba vacía. Sin mirarme, me dijo en un susurro:

—No viste nada. Mejor así.

Quería irme, huir de esa casa, de ese lugar. Pero algo en su tono me hizo quedarme. No podía ignorar lo que acababa de ver. Necesitaba entender.

Durante los dos días siguientes, no hablamos de lo ocurrido. Pero al tercer día, algo en Andrés cambió. Me miró fijamente, y con voz baja y grave, comenzó a hablar:

—No soy como tú —dijo, sin levantar la vista—. Nunca lo fui. Esto… es algo que viene de antes. De la sangre. De mi abuelo. Y del padre de él. No se elige.

Mis palabras se ahogaron en su confesión. No podía creer lo que escuchaba.

—¿Es cierto lo que vi? —le pregunté, nervioso—. ¿Es posible que tú…?

—No siempre —respondió—. No siempre me transformo por completo. A veces mi cuerpo cambia, sí… pero lo más aterrador es lo que siento. La pérdida del control. El hambre. La rabia. Y el monte… el monte me llama. A veces, ni siquiera sé si lo que veo es real o no.

Mi mente trataba de procesar todo lo que me estaba diciendo, pero no lograba encajar las piezas. Andrés me explicó que había aprendido a controlar su naturaleza, a evitar las transformaciones, pero que cada vez le costaba más. Cada vez, el llamado del monte era más fuerte.

Esa misma noche, Andrés desapareció.

Me levanté buscando por toda la casa, llamándolo. Salí al monte con la linterna, grité su nombre, pero solo encontré silencio. Hasta que, de repente, un grito desgarrador cortó la quietud de la noche. Un alarido de dolor… como el de un animal herido. Corrí hacia el sonido, y ahí, en un claro, lo encontré.

Estaba tirado en el suelo, desnudo, cubierto de sangre. No era suya. Me miró con los ojos de alguien que no sabía lo que había hecho.

—No era un animal —susurró, con voz quebrada—. Era… alguien. Un hombre. Estaba acampando en el monte.

Y fue entonces cuando comprendí. Lo que Andrés había hecho no era un accidente. No era un animal al que había atacado. Había perdido el control por completo. En su estado de desesperación, había matado a un hombre que solo buscaba tranquilidad en la naturaleza.

Mi primo no era solo un hombre marcado por un destino ancestral. Era un ser atrapado entre dos mundos, uno humano y otro salvaje, sin poder escapar de la maldición de su linaje.

Esa mañana, después de todo, me marché de la casa. Dejé atrás a Andrés, sabiendo que, tarde o temprano, el monte lo llamaría de nuevo. Y esta vez, tal vez no hubiera vuelta atrás.

El regreso del nahual

Después de aquel encuentro, me alejé de Andrés y del pueblo. Sabía que había algo oscuro en él, algo que ya no podía controlar, pero nunca imaginé que la historia se complicaría tanto.

Pasaron semanas y no supe nada de Andrés. Las noches se volvieron más largas y frías, y el recuerdo de su mirada, de sus palabras, me atormentaba. Los rumores en el pueblo sobre lo que ocurrió en el monte comenzaron a circular, pero nadie se atrevió a mencionar el nombre de Andrés en voz alta. Los vecinos sabían lo que se decía sobre su familia: siempre habían sido raros, distintos, marcados por algo ancestral que nunca comprendieron.

Una noche, recibí una llamada. Era un vecino del pueblo, un hombre mayor que había conocido de niño, y cuya voz temblaba de miedo.

—Tienes que regresar. Algo ha pasado con Andrés… está cambiando. Está descontrolado.

El temor en su voz no era normal. Decidí ir, aunque el miedo ya me había invadido. Regresé al pueblo sin pensarlo demasiado, pero al llegar, encontré la casa de mi tía en un estado aún más desolado que antes. La puerta principal estaba abierta de par en par, y el silencio era tan profundo que casi dolía.

Entré con cautela, llamando a Andrés, pero no recibí respuesta. Mi linterna iluminó la cocina y luego la sala, donde vi algo que me heló la sangre: marcas de garras en las paredes, como si algo hubiera arañado los muebles con una fuerza descomunal. La casa estaba revuelta, los objetos desordenados, como si se hubiera librado una lucha feroz.

Subí las escaleras, mi corazón palpitando en mi pecho, y cuando llegué a la habitación de Andrés, lo vi. Estaba allí, de pie frente al espejo, inmóvil, con los ojos fijos en su reflejo. Su piel estaba pálida, su rostro demacrado, y sus manos temblaban. Pero lo peor de todo: su mirada. No era la mirada perdida de antes. Ahora había algo más en ella, algo inhumano. Algo que ya no era Andrés.

Me acerqué lentamente, llamándolo por su nombre, pero no reaccionó. De repente, algo en él cambió. Con un gruñido bajo, se giró hacia mí. Su rostro se transformó: sus dientes se alargaron, y sus ojos brillaron con un resplandor rojo intenso. El brillo de sus ojos no era el de un hombre, era el de una bestia. Un animal salvaje que había tomado su lugar.

—¡Andrés, ¿qué has hecho?! —grité, pero su voz ya no era humana.

—No soy Andrés… —dijo, con una voz gutural que no reconocí. Sus palabras se arrastraban como un susurro que venía de lo más profundo del monte—. Soy lo que él temía que fuera. El monte me reclama, y ya no puedo detenerme.

De repente, un estruendo proveniente de fuera me sacó de mi shock. La puerta trasera se abrió de golpe, y vi una figura que se acercaba rápidamente a la casa. Era alta, encorvada, y caminaba de una forma que no era humana. Mi corazón se detuvo cuando vi que sus ojos rojos brillaban con la misma intensidad que los de Andrés.

Un segundo después, comprendí. Andrés no era el único. El monte no solo lo había llamado a él. Lo había reclamado a todos los de su linaje. Había algo más, algo más antiguo que su sangre, algo que se había despertado. Y no solo Andrés estaba atrapado. Ahora, todos los que compartían esa maldición, esa conexión con el monte, salían de las sombras.

Mi primo dio un paso hacia mí, y su cuerpo comenzó a retorcerse. No era una transformación rápida, sino una agonía lenta. Su piel parecía deshacerse, como si su humanidad se estuviera desintegrando y algo oscuro, algo salvaje, estuviera tomando su lugar.

Lo vi con los ojos de una criatura que ya no podía reconocer como humana. En ese momento, entendí lo peor: no solo Andrés había sido marcado, sino que ahora… ahora yo estaba en peligro. Los nahuales no se detendrían, no lo harían. No solo Andrés era el elegido, sino que la sangre que corría por sus venas me había involucrado a mí también.

Corrí hacia la puerta, pero el aire se volvió denso, pesado, como si el mismo monte estuviera dentro de la casa. No podía respirar, no podía pensar con claridad. Estaba atrapado.

Andrés, ahora más monstruoso que nunca, me miró con una expresión vacía.

—No hay salida —dijo, sus palabras saliendo como un suspiro—. El monte tiene hambre.

Antes de que pudiera reaccionar, escuché los gritos. Los gritos de otros, más cercanos, más intensos. Y entonces supe que era demasiado tarde. El pueblo entero había sido marcado. Los nahuales estaban aquí, en sus formas más oscuras.

Solo quedaba una opción: huir. Pero no sabía si aún podía.

Corrí a través del monte, sin saber si corría hacia la vida o hacia la muerte. Los árboles parecían susurrar mi nombre, el viento traía consigo risas distorsionadas. La tierra bajo mis pies parecía viva, como si me estuviera tragando.

Finalmente, caí. Me desperté en el suelo, cubierto de barro, con las sombras de la noche persiguiéndome. Un rugido lejano me heló la sangre, y lo supe de inmediato. Estaba siendo cazado.

No sé cuánto tiempo pasó, pero en ese momento, comprendí que, sin importar cuánto corriera, sin importar lo que hiciera, el monte nunca dejaría ir a los suyos. Y yo, por accidente, me había convertido en parte de esa maldición.

El regreso del nahual – Parte II

El aire se volvió más espeso, el viento traía consigo una sensación de inquietud que se clavaba en mis huesos. Con cada paso que daba, las sombras se alargaban, como si el mismo bosque intentara apresarme. No podía distinguir si las figuras que veía entre los árboles eran solo sombras o si realmente había algo acechándome. Algo que me conocía, algo que sabía que estaba allí.

Corrí más rápido, mis respiraciones cortas, rápidas, como si cada inhalación me estuviera dejando más vacío. Miré hacia atrás y vi una figura oscura moverse entre los árboles. Mi corazón se aceleró aún más, si eso era posible. No era Andrés, pero la forma de esa sombra me hizo pensar que tal vez había algo mucho más grande que él. Algo ancestral, algo que tenía hambre, y que ahora me estaba persiguiendo.

Me caí varias veces, mis piernas ya no podían seguir el ritmo de mi huida. El suelo del monte era traicionero, lleno de raíces y piedras resbaladizas. Sin embargo, no me atreví a mirar atrás. Sabía que si lo hacía, ya no habría forma de escapar.

De repente, un ruido seco me hizo detenerme en seco. Un grito, un rugido bajo y gutural que me congeló en el sitio. No era el grito de un animal, no, era más bien un lamento, una llamada, algo que me penetró en los huesos y me obligó a mirar hacia el origen del sonido.

Entre los árboles, vi una figura humana, o lo que quedaba de ella. Era alto, encorvado, con los ojos brillando como carbones encendidos. Pero la figura no era humana. Las garras que salían de sus manos, la piel retorcida que ya no parecía de carne, sino algo mucho más antiguo y peligroso. Mi mente intentaba entender lo que estaba viendo, pero no podía. La criatura se acercó lentamente, su aliento pesado y húmedo me golpeó como un puño.

De repente, algo más se movió a su lado. Vi a Andrés. Su rostro ya no era el de mi primo. Sus ojos brillaban en un rojo penetrante, y su cuerpo estaba cubierto de cicatrices, como si se hubiera estado arrancando la propia carne para dejar salir a la bestia que ahora lo poseía.

—¿Por qué…? —susurré, sin poder articular más palabra, el miedo bloqueando mi garganta.

Andrés, con una sonrisa torcida, me miró fijamente, pero su voz ya no era la de antes. Sonaba rasposa, como si la bestia dentro de él estuviera tomando control.

—No tienes idea de lo que esto significa —dijo, su voz temblando de rabia—. El monte nos ha marcado. Somos los guardianes. Los nahuales no podemos ser salvados. No lo entiendes, pero tú también estás marcado, primo.

El horror se apoderó de mí. El monte… No solo era un lugar, era una fuerza, una entidad que no descansaba, que no se detenía. Mi primo Andrés, mi familia, no solo eran víctimas. Habían sido elegidos. Y ahora, yo también lo era. Algo dentro de mí lo sabía, como si el mismo aire, las mismas sombras, me lo estuvieran diciendo.

De repente, una fuerza brutal me empujó hacia atrás. La sombra que estaba junto a Andrés me atacó con una rapidez inhumana. Me caí al suelo, pero logré evitar el golpe que estaba destinado a mi cara. Me levanté tambaleando, intentando huir, pero Andrés me bloqueó el camino.

—No puedes escapar —dijo con voz baja, casi en un susurro—. El monte no perdona. Yo tampoco puedo. Y tú… nunca podrás ser el mismo.

En ese momento, una explosión de dolor atravesó mi pecho. Un grito se escapó de mis labios mientras caía de rodillas. Algo había salido de las sombras y me había tocado. No pude ver qué fue, pero la sensación era como si me estuvieran arrancando algo dentro de mí. Sentí que todo lo que era estaba desapareciendo, como si me estuvieran despojando de mi humanidad.

La figura oscura se acercó más. El rugido que salió de su garganta era como el viento aullando entre los árboles. Estaba demasiado cerca. No podía ver con claridad, pero su presencia me envolvía, me aplastaba.

—Lo siento… —dijo Andrés, casi en un susurro. Era lo último que escuché de él antes de que la oscuridad me consumiera.

Desperté en la mañana, no sabía cuánto tiempo había pasado. Mi cuerpo estaba cubierto de tierra, mi respiración era pesada. Intenté levantarme, pero el dolor me recorrió de inmediato. Algo en mí había cambiado. No era solo el miedo, ni el cansancio. Era como si el mismo bosque estuviera en mi interior.

Miré hacia atrás, y vi las huellas. No eran mías. Eran huellas de garras. Y un escalofrío recorrió mi espalda cuando vi las marcas en el suelo, claramente dirigidas hacia la aldea. Ellos estaban viniendo. Y ahora, yo también era parte de ellos. El monte no me había dejado ir.

Pero aún había algo más que me retumbaba en la cabeza, una frase de Andrés que no dejaba de resonar en mis oídos: “Somos los guardianes.”

Mi cuerpo no era el mismo. Mi alma ya no era la misma. Yo era ahora un ser marcado. Y el monte no tenía piedad.

Me levanté, sintiendo que algo dentro de mí se despertaba. El hambre, la rabia… La llamada del monte. Y, con una certeza aterradora, supe que mi destino ya no podía ser alterado.

El nahual me había reclamado.

La única pregunta ahora era: ¿cómo lo enfrentaría?

Porque el monte nunca olvida.

El regreso del nahual – Parte III

Mi mente aún no podía procesar lo que había ocurrido. Me levanté del suelo, las piernas temblorosas, y un sudor frío cubría mi piel. La sensación de estar siendo observado nunca desapareció, y las huellas de garras en el suelo me recordaban lo que había dejado atrás. El monte… me había marcado. Ahora, era parte de él.

Con un suspiro, traté de calmarme, pero las voces en mi cabeza no dejaban de repetirse: “El monte no perdona.” Algo dentro de mí sabía que mi destino estaba sellado, que la lucha por mantener mi humanidad había terminado. El hambre, la rabia… esos sentimientos animales comenzaban a crecer dentro de mí, como una llama descontrolada que amenazaba con consumir todo lo que había sido.

Me adentré de nuevo en el monte, pero no lo hice como antes. Ahora caminaba con una conciencia diferente. Ya no era un hombre, al menos no completamente. El aire del bosque no me molestaba, al contrario, lo sentía como una llamada, una invitación, algo que me decía que solo era cuestión de tiempo para que me convirtiera completamente en lo que Andrés había sido. En lo que el monte quería que fuera.

A medida que me adentraba en la espesura, las figuras comenzaron a aparecer: sombras distorsionadas, ojos rojos que brillaban desde la oscuridad, como si el monte mismo estuviera vivo, respirando, esperando. Andrés ya no estaba solo en su condena. Todos aquellos que habían sido tocados por la maldición estaban ahí, esperando el momento adecuado para hacer su movimiento. Y yo, sin quererlo, me estaba uniendo a ellos.

Andrés:

A medida que me adentraba más y más en el monte, me daba cuenta de que había algo aún más oscuro que mi propia transformación. No era solo el dolor físico lo que sentía, era la pérdida de mi humanidad, la sensación de que ya no había vuelta atrás. El control se me escapaba poco a poco.

Al principio, sentí un destello de consciencia, una lucha interna. Pero luego, los gritos se hicieron más fuertes. El hambre, la necesidad de cazar, de desgarrar… todo eso se apoderó de mí, y la parte humana que quedaba en mí comenzó a desvanecerse. Sin embargo, había algo que me mantenía parcialmente lúcido, algo que me hacía recordar a mi primo, a mi familia.

Recuerdo cuando me encontré con él por última vez, cuando traté de explicarle lo que estaba pasando. Pero mis palabras ya no podían transmitir lo que sentía. El monte ya no solo me controlaba, sino que me necesitaba. No estaba destinado a escapar. El monte me reclamaba como uno de sus guardianes.

La última vez que vi a mi primo, sus ojos reflejaron algo de pavor, de tristeza. Pero, al mismo tiempo, los suyos también se volvieron rojos, igual que los míos. En ese momento, comprendí que no solo estaba siendo arrastrado a la maldición; ahora él también lo estaba siendo. La misma rabia, el mismo control… ya no éramos diferentes.

El primo:

El tiempo pasó y mi transformación se completó. Ya no podía recordar quién era antes, ni la vida que había tenido. El monte me había dado su poder, pero a un precio. Mi humanidad se desvaneció. Ahora, cada noche escuchaba las voces del bosque, que me susurraban, me llamaban, y cada vez era más difícil resistir.

Era el momento. Al fin lo comprendí. El monte no perdona. Y aquellos que están marcados deben quedarse. Debemos proteger el secreto. Debemos ser sus guardianes.

Fui a buscar a mi primo, el último vestigio de lo que había sido mi vida. Lo encontré cerca de la misma área, desorientado, como si estuviera luchando contra algo invisible. Vi su mirada y supe que estaba tan atrapado como yo. Ya nada quedaba de lo que fuimos.

Nos enfrentamos, pero no de la manera en que lo harían dos hombres. Ya no éramos hombres. Nuestra lucha era animal, primitiva. La rabia y el hambre nos dominaban.

Cuando el sol finalmente se levantó, no quedaba nada de nosotros. La transformación había sido completa. Nos habíamos convertido en lo que el monte quería que fuéramos: guardianes oscuros, condenados a servirlo por siempre.

El final del pueblo:

Con el tiempo, los vecinos del pueblo comenzaron a desaparecer. La gente dejó de visitar el bosque, y los rumores de figuras extrañas y aterradoras se multiplicaron. Las historias sobre los nahuales y los monstruos que habitaban las sombras se convirtieron en leyendas que los ancianos susurraban a sus hijos.

Pero nadie volvió a ver a Andrés, ni a su primo. Nadie osó acercarse a la casa, ni al monte, por miedo a lo que podría haber dentro. El pueblo quedó desolado, marcado por la sombra de lo que una vez ocurrió.

Las criaturas que surgieron del monte comenzaron a moverse hacia el horizonte. La humanidad había sido desplazada, y el monte reclamó lo que le pertenecía. Nadie nunca sabrá la verdad completa, pero el monte, ese ser eterno, siguió creciendo, y con él, la maldición que había comenzado con un pequeño, pero profundo, susurro en la noche.

Epílogo:

Pasaron los años, y el tiempo comenzó a borrar las huellas del pueblo. Las casas se derrumbaron, las tierras quedaron abandonadas. Pero en el bosque, siempre había algo en el aire. Una presencia. Un resplandor rojo en la lejanía. La maldición de los nahuales seguía viva, esperando a que alguien se atreviera a acercarse de nuevo.

Porque el monte nunca olvida. Y el monte nunca perdona.

Yo, como parte de su condena, no soy más que una sombra. Una bestia atrapada en un cuerpo humano, condenado a vigilar, a cazar, a esperar… porque, al final, todos los caminos llevan de nuevo al monte. Y el monte nunca olvida.