El aire se sentía pesado, pero no por el clima. Era un calor que nacía en lo más profundo del pecho, bajaba hasta el vientre y hacía que las manos olvidaran de sí mismas. Sus manos estaban en todas partes, aferrándose a mi cintura, deslizándose bajo mi blusa, rozando con los dedos la blonda de mi sujetador.
Mi respiración era agitada. Me apoyé contra la pared del cuarto de invitados, reprimiendo un gemido mientras sus labios dibujaban fuego en mi cuello. Antes de que la historia comience, por favor, dedica un segundo a darle me gusta a este video y suscribirte al canal porque eso me ayuda más de lo que imaginas. Él era Tristan, el mejor amigo de mi marido. Su boca era cálida, urgente.
Su colonia amaderada y fuerte me llenaba los sentidos de algo tan familiar como prohibido. Mi vestido estaba recogido a la altura de mis caderas, la ropa interior apartada a un lado. Tus dedos se deslizaron entre mis piernas y por un instante lo único en lo que pude pensar fue en lo desesperadamente que lo necesitaba.
“Tiembla tu cuerpo”, murmuró junto a mi oído. “Lo sé”, susurré. Y justo cuando el mundo estaba a punto de desmoronarse, le susurré, “Espera antes de seguir, tienes que hacer una cosa. Dale me gusta a este video, suscríbete, activa la campanita, porque este es el secreto más salvaje que jamás he contado. Déjame llevarte atrás en el tiempo.
Me casé con Esteban cuando tenía 27 años. Nos conocimos en un retiro corporativo en Madrid. Era elegante, de buen corte, amable. Mis amigas lo llamaban la elección segura. Yo cansada del caos de entonces, opté por la estabilidad. Los primeros años fueron buenos. El sexo correcto me hacía sentir vista. Nos mudamos juntos, nos comprometimos y celebramos la boda en una finca acogedora a las afueras de Salamanca.
El sueño suburbano, una casita con valla blanca, un perro labrador llamado Max, todo el cuadro idílico. Pero las cosas cambiaron lentamente. Los ascensos de Esteban significaban largas horas y noches interminables en la oficina. Yo lo entendía, pero después de un par de años empecé a sentirme como un trofeo pulido bonito para mostrar vacío por dentro.
Entonces llegaron sus amigos Tristán y Miguel. Tristán era el compañero de Universidad de Esteban, todo encanto rudo y coqueteo descarado. Miguel era más callado, observador, siempre en segundo plano. Al principio su atención me parecía inofensiva, un pequeño impulso para el ego. Tristán me guiñaba un ojo cuando me agachaba con glamba a una cerveza.
Miguel se quedaba demasiado rato en la cocina mientras yo cocinaba, pero una noche dejó de ser inofensivo. Organizamos una barbacoa en casa, música alta, copas de sobra. Esteban bebió demasiado y a las 10 ya estaba dormido. Yo recogía los platos cuando Tristán se acercó a por una cerveza de la nevera. Siempre estás increíble.
con ese vestido dijo, “Ya me lo has visto más veces”, le respondí medio en broma. Sí, sonríó. “Pero esta noche lo llevas para mí.” “Debí reírme. No lo hice en su lugar dije en voz baja, “No te creas tanto.” Se inclinó más su aliento caliente. “Eres demasiado deslumbrante para estar con un hombre que se apaga cada noche a las 10.
Algo en mí se congeló porque primera vez en meses alguien me veía. No como esposa, sino como mujer. Y no me aparté, le susurré. Quizás necesito que alguien me recuerde cómo se siente eso. Aquella noche no pasó nada más, pero el pensamiento de él, su confianza, su audacia me mantenía despierta. Acostada junto a Esteban, fingiendo dormir, imaginaba las manos de Tristán sobre mí. Dos semanas después ocurrió.
Esteban invitó a Tristán a ver un partido. Yo me excusé diciendo que me acostaría pronto, pero me quedé despierta. Esteban cayó rendido. Bajé en bata al salón. Tristán seguía en el sofá. Me miró con una sonrisa. “¿No podías dormir?”, preguntó. No respondí. Simplemente me senté a su lado, dejando que la bata se deslizara lo justo para mostrar mi muslo.
Sus ojos se oscurecieron. ¿Estás segura? Preguntó. Yo asentí. La línea se cruzó. Me atrajo hacia su regazo la bata, cayendo de mis hombros, sus manos sujetando como si hubiera esperado toda una vida. Sabía que estaba mal, pero ser deseada de esa forma era embriagador. Tristán me hizo sentir viva otra vez. Después de aquella primera noche, algo cambió dentro de mí.
Tristán me devolvió una chispa que creía extinguida. Con él todo era fuego, urgencia, riesgo. Y lo peor de todo era que no sentía culpa, al menos no en esos momentos, solo un deseo profundo de volver a vivirlo. Lo que empezó como un encuentro robado se convirtió en rutina secreta, besos apresurados en la lavandería cuando venía a casa.
Excusas para ir al supermercado y encontrarnos en un motel de las afueras. Mensajes escondidos bajo nombres falsos en el móvil. Cada minuto robado me hacía sentir viva. Mientras Esteban dormía a mi lado en calma, yo ardía en silencio, recordando las manos de su mejor amigo, recorriéndome sin pudor. Y entonces llegó la noche de póker.
Era tradición mensual Esteban Tristán y Miguel reunidos alrededor de la mesa, copas de whisky, risas y bromas entre amigos. Yo solía prepararles algo de picar y luego desaparecer a mi habitación fingiendo indiferencia. Pero aquella noche Esteban me pidió que me quedara. Quédate un rato, cariño. Anima la velada, me dijo sonriendo con el vaso ya medio vacío.
Obedecí, aunque dentro de mí sabía que era un error. Me puse un top negro sin sujetador y unos shorts grises diminutos. Fingí que era casual, pero en el fondo quería ver cómo me miraba. Y lo hicieron. Tristán, descarado como siempre, no apartaba los ojos de mí cada vez que me agachaba a dejar los platos. Miguel en silencio clavaba la mirada con una intensidad que me incomodaba y me excitaba a partes iguales.
Las horas pasaron entre risas y copas. Esteban, como tantas otras veces, se rindió antes que nadie. Apenas pasada la medianoche, balbuceció un me voy a la cama y se desplomó en el sillón reclinable del salón. Miguel recogió su chaqueta y murmuró que también se marchaba. Sin embargo, se detuvo un segundo demasiado largo antes de salir, como si quisiera decir algo y se contuviera.
Cuando la puerta se cerró, el silencio se volvió eléctrico. Tristán se acercó despacio con esa sonrisa torcida que tanto me desarmaba. “Eres peligrosa”, susurró. “¿Por qué pregunté fingiendo ingenuidad? porque actúas como si no supieras lo increíble que eres. Pero lo sabes”, me contestó con voz grave.
Mi mano se deslizó sobre mi muslo. De verdad, él no esperó más. Me atrajo hacia él y me besó con fuerza. Sus manos se colaron bajo mi top en cuestión de segundos. Yo gemí intentando no hacer ruido mientras me empujaba contra la nevera derribando algunos imanes. Dormitorio susurró el sofá, contesté apenas audible y allí, a escasos metros de Esteban, que roncaba en el sillón, me dejé llevar.
Fue rápido, intenso, descarado. Sentía el peligro en cada segundo y, sin embargo, no podía detenerme. Aquella noche entendí que ya no había vuelta atrás. Los encuentros con Tristán se volvieron constantes, cada vez más arriesgados, cada vez más oscuros. Un domingo por la tarde en el coche, un jueves, en un aparcamiento vacío, un martes en la habitación de invitados mientras Esteban trabajaba.
Era un vicio que no sabía cómo abandonar, pero entonces apareció Miguel. Una tarde de jueves, Esteban estaba de viaje por trabajo. El móvil vibró. Era un mensaje de Miguel. Estás libre esta noche. Me quedé helada. Nunca habíamos cruzado palabra más allá de las formalidades. ¿Qué quieres decir, le escribí? Su respuesta llegó rápida.
La otra noche en el póker. Te vi con Tristán. No me fui. Me quedé. Vi todo. Casi se me cayó el teléfono de las manos. El corazón golpeaba con fuerza. Pero lo que me desarmó no fue el descubrimiento, sino lo que escribió después. No estoy enfadado, solo me pregunto por qué él y no yo. Me quedé en silencio una hora sin saber qué contestar y finalmente tecleé tres palabras que lo cambiaron todo.
Ven esta noche. Cuando abrió la puerta lo vi distinto. No era el tristán atrevido impetuoso. Miguel era otra cosa, más callado, más observador. Sus ojos buscaban los míos como pidiendo permiso. ¿Estás segura? Preguntó con voz baja. Asentí. Y fue diferente. Sus manos eran lentas, cuidadosas. Me tocaba como si fuera algo frágil, valioso. Me besaba despacio con ternura.
No era el fuego de Tristán, era agua que envolvía calma que quemaba por dentro. Y lo que sentí esa noche me asustó más que cualquier pecado, no solo deseo, sino algo más, algo parecido a ser querida de verdad. Miguel no se detuvo después de aquella noche y Tristan tampoco. Pronto me encontré atrapada entre los dos.
Dos hombres distintos, dos formas de sentirme viva y un secreto que crecía tanto que sabía que tarde o temprano explotaría. El equilibrio era imposible. Intentaba convencerme de que podía manejarlo, que podía separar cada encuentro como si fueran mundos distintos. Con Tristán todo era fuego, pasión, desenfrenada, peligro.
Con Miguel, en cambio, todo era calma, ternura, una sensación de ser mirada como mujer, no como un capricho. Pero lo inevitable ocurrió. Empezaron a saber demasiado el uno del otro. Una tarde lluviosa, Esteban salió de viaje para asistir a un congreso en Valencia. Apenas se había marchado cuando el móvil vibró.
¿Estás sola, era Tristán? Antes de responder sonó el timbre de la puerta. Abrí y me quedé helada. Allí estaban los dos Tristán con su sonrisa desafiante y Miguel con su mirada tranquila, casi solemne. ¿Qué es esto?, Pregunté con un hilo de voz. Tristán se apoyó en el marco de la puerta, seguro de sí mismo. Tenemos que hablar.
Miguel, con voz grave y serena, añadió, “Sabemos lo que ocurre. Sabemos que los ves a los dos. El mundo se me vino abajo en ese instante. Abrí la boca para negarlo, para inventar cualquier excusa, pero Tristán me interrumpió con un gesto. No hace falta que mientas. Nos da igual. ¿Cómo que os da igual? Pregunté confusa.
Queremos lo mismo dijo Miguel con calma. Queremos estar contigo los dos. Me quedé petrificada. ¿Estáis bromeando? Tristán soltó una carcajada baja. No. Y tú tampoco quieres elegir. Lo sabemos. Así que, ¿por qué no compartir el silencio que siguió? Fue atronador. Yo con el corazón desbocado no sabía si reír, llorar o echarlos de casa.
Pero lo que hice fue reír nerviosa, incrédula. “¿Me estáis proponiendo?” “Llámalo como quieras”, contestó Tristan acercándose. “Nosotros lo llamamos tenerte de verdad.” Miguel, en cambio, no se movió, solo me miraba como si quisiera asegurarme de que podía confiar en él. Esa dualidad me atrapó y lo peor fue que parte de mí lo deseaba.
Esa noche subimos a la habitación, me puse una bata de seda y me senté en la cama temblando. Tristán se acomodó a un lado, Miguel al otro. Primero fue Miguel, suave, delicado, besándome despacio, como si cada rose fuera un secreto. Luego Tristán ardiente reclamando cada parte de mí con urgencia. Entre los dos me despojaron de la ropa de las dudas de la cordura.
Eres nuestra esta noche”, murmuró Tristan contra mi piel. “Por primera vez dejé de resistirme. Sus manos, sus labios, sus cuerpos se mezclaron alrededor de mí. Fue fuego y agua al mismo tiempo. Me sentí deseada, completa y también más perdida que nunca. No acabó ahí.” Repitieron, volvieron. Tristán seguía siendo salvaje, impredecible, un torrente que me arrastraba.
Miguel, en cambio, me miraba como si yo fuera todo lo que necesitaba. Me preguntaba qué me gustaba si era feliz, si Esteban alguna vez me hacía sentir lo mismo. Y esas preguntas eran un peligro aún mayor que el deseo. Pronto los celos empezaron a colarse. Tristán quería exclusividad. Me escribía mensajes furiosos cuando sospechaba que había estado con Miguel.
Me exigía encuentros a escondidas como si pudiera marcar territorio en un terreno que nunca le perteneció. Miguel, por su parte, empezó a hablar de otra manera. Me preguntaba si alguna vez había pensado en dejar a Esteban en empezar de cero. Yo respondía siempre lo mismo. No, Esteban es mi estabilidad. vosotros sois mi escape.
Pero cada vez que lo decía, la voz me temblaba más, porque en el fondo empezaba a dudar. ¿Qué quería de verdad? ¿Ser la esposa perfecta en una casa tranquila o rendirme a la tormenta de dos hombres que me hacían sentir viva como nunca antes? La respuesta no llegaba, pero el riesgo sí. Todo se estaba volviendo demasiado evidente.
Esteban empezaba a notar mi distancia, mis ausencias, mis silencios y yo, atrapada en aquella doble vida, sabía que una sola grieta podía derrumbarlo todo. Hasta que llegó la noche que lo cambió todo. Esteban acababa de regresar de un viaje. Le preparé la cena, conversamos de cosas triviales. Luego hicimos el amor de la manera habitual, tranquila, previsible, casi como un ritual aprendido.
Se durmió satisfecho, sonriendo ajeno a todo. A las 12:47 de la madrugada, el móvil vibró sobre la mesilla. Una notificación, un mensaje corto de Tristán puerta trasera. Sentí como el estómago se me encogía, el peligro se hacía más real que nunca. Y aún así me levanté. Me levanté de la cama con el corazón golpeando fuerte contra el pecho.
Esteban roncaba plácidamente ajeno al mensaje que acababa de recibir. Tomé la bata y bajé en silencio. Abrí la puerta trasera y allí estaba Tristan con esa sonrisa arrogante que siempre me desarmaba. No podía esperar más, susurró empujando la puerta. y entrando sin pedir permiso. Su boca buscó la mía con urgencia.
Sus manos me rodearon como si quisiera borrar cualquier rastro de cordura. Fue rápido, fue salvaje, fue peligroso y en el piso de arriba mi marido dormía sin sospechar nada. Cuando todo terminó Tristán, me acarició el rostro con un gesto extraño, mezcla de ternura y posesión. Algún día tendrás que elegir”, murmuró.
No respondí. Lo vi salir por la misma puerta por donde había entrado, dejando tras de sí un silencio insoportable. Me apoyé contra la pared, respirando agitadamente, preguntándome en qué momento había perdido el control de mi vida. Los días siguientes fueron una espiral. Tristán exigía más me escribía a todas horas.
Miguel, en cambio, me hablaba de futuro, de amor verdadero, de la posibilidad de dejarlo todo. Yo me sentía atrapada entre dos fuerzas opuestas, incapaz de decidir, pero la decisión estaba a punto de caer sobre mí sin aviso. Una tarde de sábado, Esteban organizó otra de sus reuniones de póker. Yo preparé las bandejas, serví las copas y fingí la sonrisa de siempre.
Pero esa noche el ambiente estaba enrarecido. Tristán y Miguel apenas se hablaban. Sus miradas chocaban sobre la mesa cargadas de un peso que Esteban no parecía notar. Cuando la partida terminó, Esteban como tantas veces se quedó dormido en el sillón. Yo comencé a recoger los vasos. Entonces lo escuché.
Ya basta”, dijo Miguel en voz baja, mirándome fijamente. Tristán se levantó de golpe con el vaso en la mano. “¿Qué pretendes, Espeto?” “Esto no puede seguir así”, respondió Miguel con calma, aunque en sus ojos había furia contenida. Ella no es un trofeo para repartir. “¿Y qué harás Tristán?” Se rió con desprecio. Confesárselo a Esteban, arruinarle la vida, arruinarla. tuya.
El silencio se volvió insoportable. Yo me quedé paralizada en medio del salón con un vaso vacío en la mano y entonces Esteban se movió. Se incorporó lentamente en el sillón con la mirada entornada. Arruinar que vida preguntó con voz ronca. El mundo se detuvo. Tristan se quedó helado. Miguel bajó la vista y yo yo sentí como la sangre me abandonaba el rostro.
¿Qué? ¿Qué has oído, Balbusé? Esteban nos miró a los tres uno por uno con una expresión que nunca antes le había visto. No era enfado inmediato, era algo peor, decepción profunda. Todo, absolutamente todo, dijo con voz fría. Nadie habló. El silencio era una sentencia. Esteban se levantó, dejó el vaso sobre la mesa y caminó hacia las escaleras.
“Mañana, cuando despierte, quiero que no quede nadie en esta casa”, dijo sin volver la vista atrás. Subió lentamente, paso a paso. Cada crujido de la madera era un clavo hundiéndose en mi pecho. Cuando la puerta de nuestro dormitorio se cerró arriba, me derrumbé en el sofá. Tristán maldijo en voz baja furioso.
Miguel intentó acercarse, pero lo aparté. Ninguno de los dos podía arreglar lo que acababa de romperse. Aquella noche no dormí. Al amanecer Esteban ya no estaba. Había hecho las maletas. Sobre la mesa encontré un sobre con un papel sencillo. No busques excusas. Lo sabía desde hace tiempo.
Solo esperaba que fueras lo bastante valiente para detenerte. No lo fuiste adiós. Las lágrimas me nublaron la vista. Corría la puerta, pero ya era tarde. Esteban se había marchado. Tristán desapareció de mi vida pocas semanas después, cansado de un juego que ya no tenía sentido. Miguel intentó quedarse hablar de amor de empezar de nuevo, pero yo no podía mirarlo sin sentir la sombra de la culpa. Lo alejé también.
Me quedé sola con la casa vacía, con el eco de mis decisiones resonando en cada habitación. Perdí a mi marido, a mi estabilidad, a mis amantes. Todo por un deseo que confundí con vida. Hoy miro atrás y me pregunto, ¿valió la pena? No tengo respuesta. Solo sé que en una sola noche lo tuve todo y en una sola madrugada lo perdí para siempre.
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