Millonaria PIDIÓ que un NIÑO DE LA CALLE leyera su TESTAMENTO en su funeral frente a sus HEREDEROS.

Poco antes de fallecer, una millonaria hizo un último pedido inusual, que su testamento fuera leído ante los herederos durante su funeral, pero no por un abogado, sino por un pequeño niño de la calle, un muchacho de apenas 10 años. El día del velorio, cuando el chico comenzó la lectura y reveló cuál sería el destino de la fortuna de la rica, todos los presentes quedaron en completo shock, sin poder creer lo que estaba escrito en aquel testamento.

Puedes descansar en paz, mamá. No tienes que preocuparte. Vamos a estar bien. Puedes dormir ahora. dijo Ana Lucía apoyándose en el lecho frío y metálico del hospital mientras observaba los últimos suspiros de su madre. El tono de su voz parecía dulce, pero sus ojos contaban otra historia. No había tristeza ni tampoco dolor, al contrario, mostraban un aire de alivio, como si ese momento hubiera sido esperado desde hacía mucho tiempo.

 A los pies de la cama, el hijo también se manifestó. Eso, mamá, descansa. Nunca vamos a olvidarnos de usted, completó Osvaldo con la misma frialdad de su hermana. Su mirada fija, casi sin vida, se detenía sobre la mujer que ya no tenía fuerzas ni para levantar la cabeza. Doña Graciela, una señora millonaria de 60 años, respiraba con dificultad.

La enfermedad que la consumía desde hacía años ahora parecía ganar la batalla. Ya no existían medicamentos ni tratamientos experimentales que pudieran prolongar su vida. Ella sabía que había llegado la hora de despedirse. Con esfuerzo alzó un poco la voz y murmuró, “Mi abogado, necesito hablar con mi abogado.

” Vilma, su hermana menor, que acompañaba de cerca el lecho, sostuvo la barra de la cama e intentó calmarla. “Hermana mía, querida, tranquila, escucha a tus hijos. Ya no tienes que preocuparte por nada. Es hora de descansar. Vas a encontrarte con Dios, hermana. Ya has sufrido demasiado. Dijo mirando fijamente a Graciela.

Pero en las palabras de Vilma no había ternura verdadera, solo la misma distancia helada que flotaba en Ana Lucía y Osvaldo. Aún así, la millonaria, con la voz débil y entrecortada por el dolor, insistió, “Mi abogado, por favor.” La habitación quedó en silencio por algunos segundos hasta que la puerta se abrió suavemente.

Una enfermera entró acomodando su gafete en el uniforme. Con permiso. Sé que es un momento íntimo para la familia, pero hay un hombre que dice ser el abogado de doña Graciela y quisiera verla. Informó con respeto. Vilma suspiró profundamente, ya sin paciencia y respondió con sequedad. Dígale que pase. Poco después, Eduardo apareció.

 Un hombre de 40 años, bien parecido, de semblante serio y respetuoso. Llevaba una carpeta de documentos en las manos. Abogado de larga data de la millonaria, no podía disimular el cariño que sentía por ella. Al verla en ese estado tan frágil, sus ojos se llenaron de emoción. Se acercó rápidamente a la cama. Doña Graciela. murmuró casi en súplica.

La mujer extendió su mano temblorosa y tocó suavemente la de él. Por favor, Eduardo, dime que hiciste lo que te pedí. No puedo morir sin saber que mi deseo será cumplido. Imploró con el hilo de voz que le quedaba. Las palabras flotaron en el aire como una sentencia enigmática. Los hijos de la señora y la hermana intercambiaron miradas inquietas.

 Ninguno comprendía a qué deseo se refería. Eduardo, sin embargo, apretó con delicadeza las manos de Graciela y con lágrimas contenidas en los ojos respondió, “¿Puede quedarse con el corazón en paz, doña Graciela? Su último deseo será cumplido.” La millonaria cerró los ojos por un instante y giró el rostro hacia la ventana de la habitación.

 El sol entraba tímido entre las cortinas blancas, iluminando los árboles del exterior. Entre las ramas, la figura de un niño apareció quieto, mirando hacia la ventana. Sus ojos también estaban llenos de lágrimas. Doña Graciela sonrió con ternura y el niño le devolvió la sonrisa con la misma intensidad. Entonces, sus párpados se cerraron para siempre. El monitor cardíaco emitió un sonido continuo y estridente.

 Era la señal inconfundible de que el corazón de doña Graciela ya no latía. Su tiempo en la tierra había terminado. Eduardo permaneció inmóvil por algunos segundos, aún sosteniendo la mano fría de la señora, como si no quisiera dejarla partir. Poco después, médicos y enfermeras entraron apresuradamente en la habitación.

 Evaluaron los aparatos, revisaron signos vitales y aún conscientes de la gravedad llegaron a considerar maniobras de reanimación. Pero Ana Lucía fue rápida. Puso el brazo frente a ellos impidiendo cualquier intento. “Mi madre ya ha sufrido demasiado. Es hora de que descanse”, afirmó con firmeza. Osvaldo asintió de inmediato. Es verdad. Basta de sufrimiento”, dijo con el mismo tono frío.

 Vilma igualmente hizo un gesto de aprobación. Ninguno de ellos mostraba dolor genuino, ni una sola lágrima de despedida. El único que parecía sentir el peso de la pérdida era Eduardo. Secó discretamente sus ojos llorosos, respirando hondo para recomponerse. Vilma, sin embargo, se encargó de romper cualquier atmósfera de luto. Voy a llamar ahora a la funeraria para que se encarguen de todo.

 Hay que agilizar este funeral. Tenemos mucho que resolver. Debemos ocuparnos de la repartición de bienes lo antes posible”, declaró saliendo ya de la habitación. Eduardo respiró hondo y miró a los tres, indignado por tanta frialdad. “Bueno, les pido que me avisen la hora del funeral.

 Doña Graciela era muy importante para mí, más que una clienta, era una amiga. “Quiero acompañar el velorio”, dijo con firmeza. Mientras el equipo médico retiraba los aparatos, Ana Lucía hizo un gesto afirmativo. Claro, señor Eduardo, pero antes queríamos conversar un momento con usted. Respondió mirando al abogado de forma significativa. Vilma y Osvaldo entendieron de inmediato la intención detrás de las palabras de la joven.

 El hijo de Graciela fue directo. Queremos saber de qué habló mi madre con usted ahí en la habitación antes de morir. ¿Cuál era ese último pedido? Eduardo guardó silencio pensando en su respuesta, pero Vilma no permitió que el silencio se prolongara. Se acercó un paso al abogado, levantó el mentón y insistió con firmeza. Eso, ¿qué quería mi hermana? No quisimos preguntar delante de los médicos y enfermeras.

 Pero ahora que estamos fuera del cuarto, díganos, señor Eduardo, ¿cuál era ese último deseo de mi hermana? El pasillo del hospital estaba cargado de tensión. Las luces blancas se reflejaban en los rostros serios de los cuatro. Eduardo, con la carpeta de documentos apretada contra el pecho, los miraba uno a uno sin prisa. respiró hondo antes de responder, mirando directamente a los tres.

Bueno, no puedo hablar ahora, pero quédense tranquilos, pronto lo sabrán. Ana Lucía, impaciente, cruzó los brazos y rodó los ojos. Su tono estaba lleno de irritación. Usted sabe que no nos gusta esperar, Eduardo. Es sobre la herencia, ¿verdad? Sobre el testamento de mamá. Osvaldo entrecerró los ojos.

 acompañando a su hermana como si quisiera presionar al abogado también. Pero Eduardo mantuvo la calma, incluso ante la ansiedad evidente de ellos. “Sí, es sobre el testamento,”, confirmó asintiendo con la cabeza. “Pero no puedo decir nada más por ahora. Como dije antes, pronto lo sabrán todo. Hizo una breve pausa. Acomodó la corbata antes de concluir.

Ahora, si me disculpan, debo irme. Pronto nos veremos en el velorio y en la lectura del testamento. El abogado se alejó, sus pasos firmes resonando por el pasillo. Los tres, por pura cortesía, hicieron un leve ademán de despedida. Pero en cuanto desapareció de su vista, Osvaldo no pudo contener su comentario sarcástico.

A mí me fastidia este asunto de las sorpresas. ¿Por qué no lo dice de una vez? Vilma, más experimentada, apoyó la mano en el hombro de su sobrino, intentando calmar su impaciencia. Tranquilo, Osvaldo, no debe ser nada. En realidad, hasta me imagino cuál era ese último pedido de mi hermana”, dijo haciendo una breve pausa.

 Los dos dirigieron la mirada hacia ella, atentos y Vilma continuó con aire confiado. Graciela siempre se preocupó mucho por nosotros. Su último pedido es simple, que toda su fortuna se divida en partes iguales entre los tres. Al fin y al cabo, somos su familia. solo estaba asegurándose de que todo saliera como debía después de su muerte.

 Ana Lucía soltó un largo suspiro casi de alivio. Ah, ojalá sea eso. Pero hablando en serio, la muerte de mamá fue un alivio. Estos últimos meses estaba cada vez más dependiente y fastidiosa. Ya no soportaba tener que preocuparme por tanto cuidado. Desahogó sin ningún remordimiento. El hermano asintió de inmediato, moviendo la cabeza. Sí. Fue así.

 Si hubiera tenido que llevarla de nuevo a casa para otra semana de tratamiento, no sé si lo habría soportado. Estaba demasiado melosa. Vilma, con una media sonrisa, completó. Mis amores, así es la vida. La gente enferma necesita mucha atención y no se da cuenta de que los demás también tienen que vivir sus vidas. Fue mejor así que su madre haya muerto.

Ahora, por lo menos descansa en paz y nosotros Ana Lucía interrumpió con una amplia sonrisa, los ojos casi brillando de emoción. Nosotros disfrutamos la fortuna que dejó para nosotros. Osvaldo también mostró una sonrisa cínica, completando con entusiasmo. Ya estoy imaginando a dónde será nuestro primer viaje.

 Los tres caminaron por el hospital riendo, carcajeándose como llenas. El sonido de la risa resonaba por el pasillo silencioso, desentonando de forma cruel con el ambiente marcado por la muerte. Era difícil creer que aquellas personas acababan de perder a una madre y a una hermana.

 Para Ana Lucía y Osvaldo, su propia madre, para Vilma, su hermana de sangre. Pero sus rostros no mostraban luto alguno, más bien la alegría por la muerte de una extraña. Mientras tanto, afuera, frente al hospital, el panorama era completamente distinto. Bajo la sombra de un enorme árbol estaba sentado un niño descalzo y delgado con la mirada perdida.

 El tronco grueso y las ramas altas del árbol le ofrecían una vista privilegiada de la ventana, donde se encontraba el lecho más caro del hospital. En sus pequeñas manos sostenía con cuidado una fotografía. Era una foto de doña Graciela sonriendo de manera espontánea, una sonrisa llena de vida, muy distinta al rostro marcado por la enfermedad en sus últimos días.

El niño pasó los dedos suavemente por la imagen, como si acariciara el rostro de la mujer. Una lágrima solitaria cayó sobre la fotografía y murmuró con la voz entrecortada: “Descansa en paz, mi amiga.” Mientras la familia reía, el niño lloraba. Su dolor contrastaba violentamente con la indiferencia de ellos. Pasó un día desde la muerte de doña Graciela.

 Era de mañana y el sol iluminaba intensamente la mansión de la familia. El cielo estaba despejado y el canto de los pájaros parecía anunciar un nuevo comienzo. Ana Lucía, vestida con un ajustado vestido negro, observaba por la ventana el brillo del día. Sus labios se curvaron con desagrado.

 ¡Uf! No puedo creer que con un día así tengamos que ir a un velorio. Solo quisiera ponerme un bikini e ir a la playa. Necesito renovar el bronceado urgentemente”, dijo acomodándose el cabello frente al reflejo del vidrio. Osvaldo, sentado en el sofá, pateaba el aire distraídamente y rió en concordancia. La verdad, una playa ahora, jugar un poco de fútbol playa con los muchachos sería lo máximo. Bien, podrían haber enterrado a mamá anoche.

 ¿Para qué esperar tanto? Ahora vamos a perder el día. Vilma, que hasta entonces observaba en silencio, se acercó lentamente a la ventana. puso una mano sobre cada hombro de sus sobrinos, mirándolos fijamente. Su tono era más calculado, pero sin remordimiento alguno.

 Mis sobrinos, tranquilos, ya tendremos mucho tiempo para disfrutar playas y todo eso. Hoy es el día de enterrar a su madre y será mejor que parezcamos un poco más afectados o la gente empezará a decir que somos insensibles y todo lo demás. Las palabras de la tía resonaron por la sala, trayendo a la superficie la necesidad de mantener las apariencias. Ana Lucía y Osvaldo se miraron rápidamente.

 Ambos sabían que aunque no sintieran duelo alguno, tendrían que fingir ante los demás. El velorio se acercaba y con él la revelación del misterio que rodeaba el último deseo de doña Graciela. Ana Lucía ajustó los pendientes dorados que se movían ligeramente y con un suspiro de impaciencia se quejó en voz alta. Además de ir al velorio, todavía tengo que llorar y arruinar mi maquillaje.

Solo eso me faltaba. Bufó rodando los ojos como si aquello fuera una carga insoportable. Osvaldo, sentado en el sillón de la sala de la mansión, cruzó los brazos y reforzó su indiferencia. La gente no entiende que estamos felices porque mamá descansó. Solo eso. No hay razón para llorar. Todo el mundo muere.

Creo que esta gente es demasiado sentimental, dijo con tono burlón. Vilma, que los observaba mientras se arreglaban, soltó una risa discreta y completó sin mostrar el más mínimo luto. Mis queridos, es solo un día. Solo un día.

 Y después de eso, a disfrutar la fortuna, afirmó con la voz tranquila de quien ya planeaba el futuro. Vestidos de negro, partieron juntos hacia el cementerio de la ciudad, donde se realizaría la ceremonia. El lugar ya estaba preparado. Enormes coronas de flores coloridas adornaban cada rincón. El aroma dulce del lirio se mezclaba con el de la rosa blanca y un tapiz de pétalos cubría el camino que conducía al ataúd.

 Empresarios reconocidos, amigos de toda la vida, parientes lejanos e incluso curiosos ocupaban las sillas. Doña Graciela no era una mujer común. Su trayectoria de vida inspiraba a muchos. Había empezado desde cero, cosiendo en un pequeño taller en el fondo de su casa y con esfuerzo, talento y visión emprendedora construyó un imperio. A lo largo de las décadas, su fábrica de ropa deportiva se transformó en una de las más grandes del país.

 Y además del éxito en los negocios, también era recordada por apoyar proyectos de gente humilde, extendiendo la mano siempre que podía. El respeto y la admiración eran visibles en los ojos de todos los presentes, pero para sus herederos más cercanos, nada de eso importaba.

 Cuanto más tiempo pasaba, más molestos se sentían los tres con la prolongación de la ceremonia. Ana Lucía murmuró entre dientes, sin preocuparse por disimular. ¿Por qué no termina ya? ¿Qué hace toda esta gente despidiéndose de nuestra madre? Qué cosa tan aburrida. Osvaldo, igualmente irritado, respondió en voz más alta, atrayendo las miradas de algunos presentes. Es un montón de gente que no tiene nada que hacer. Solo entiérrenla ya.

 ¿Para qué tanto show? Vilma intentaba mantener la compostura, pero su paciencia también se había agotado. Enderezó su vestido negro y decidió intervenir. Voy a hablar con el agente funerario. Voy a acabar con esto de una vez, dijo decidida. caminó hasta el encargado de la ceremonia y con firmeza le pidió que adelantara el proceso.

 El agente funerario educado, anunció por el micrófono que todos hicieran sus últimas oraciones, pues pronto la millonaria sería llevada a su sepultura. El ambiente de despedida comenzaba a consolidarse cuando inesperadamente Eduardo se levantó.

 El abogado caminó hasta el púlpito improvisado, pidió el micrófono y miró a la multitud. Su tono era firme, pero cargado de respeto. Con permiso, antes del entierro de nuestra recordada doña Graciela, hay algo que debe hacerse, declaró levantando una carpeta de cuero en sus manos. Un murmullo recorrió a los presentes. Vilma, incómoda, frunció el ceño y murmuró casi para sí misma.

 ¿Pero qué es esto? Como si la hubiera escuchado, Eduardo respondió de inmediato, proyectando la voz para que todos oyeran. Este es el testamento de doña Graciela. Antes de fallecer me hizo un último pedido. El abogado respiró hondo y hizo una pequeña pausa. Luego continuó.

 Ella pidió que el testamento fuera leído de una manera diferente. En lugar de ser revelado solo ante la familia en una audiencia privada, dejó claro que debía leerse aquí el día de su funeral delante de todos los presentes. El público se miró sorprendido. Era algo inusual, incluso extraño, pero nadie se atrevió a cuestionarlo.

 Los hijos y la hermana de la fallecida también se mostraron confundidos, aunque en el fondo creían que era solo otra forma de doña Graciela de exhibir su generosidad pública, confirmando que todo quedaría para ellos. Ana Lucía, incapaz de contener la ansiedad, dio un paso al frente de repente.

 Entonces, vamos, lea el testamento, señor Eduardo. Ya sabemos lo que está escrito ahí, pero si mi madre insistió en que todos debían saber también que dejó toda su fortuna para nosotros, léalo. Léalo frente a todos para que sepan quiénes son los herederos de todo el patrimonio de mamá. que somos nosotros.

 Claro”, dijo mirando al hermano y a la tía con una sonrisa de triunfo. El silencio llenó el aire hasta que Eduardo carraspeó y levantó la mano para contener su impaciencia. “Disculpe, señorita Ana Lucía, pero hay un detalle más que no me dejó terminar de decir”, afirmó con semblante grave. Todos se inclinaron hacia adelante, “Atentos.” Prosiguió.

 Su madre pidió que este testamento se leyera aquí en el funeral, pero dejó claro que no debía leerlo cualquiera. No seré yo quien lea el testamento. La revelación provocó una ola de murmullos entre los invitados. Osvaldo, sin perder la oportunidad de destacar, esbozó una sonrisa confiada, dio un paso adelante y levantó el pecho con aire de superioridad.

 Por supuesto que no lo vas a leer tú, lo voy a leer yo. Soy su hijo varón, también el primogénito. Declaró con aire triunfante. Caminó hacia el abogado, todavía sonriendo, y añadió con orgullo, “Mira, no me lo esperaba, pero pensándolo bien, era obvio que mamá dejaría más para mí. Seguro que está escrito en ese testamento que el 50% del patrimonio será mío y el otro 50 se dividirá entre mi hermana y mi tía.

 El silencio se apoderó del lugar por unos segundos. Todos los ojos estaban puestos en Eduardo esperando su reacción mientras Osvaldo se poneaba en el centro convencido de ser el elegido. Antes de que el abogado pudiera decir algo y también antes de que Osvaldo lograra acercarse a él y al testamento, Vilma se apresuró.

 La tía y hermana de la fallecida avanzó con pasos decididos y con una sonrisa triunfante se colocó frente a su sobrino. Ay, mi querido sobrino, no seas ingenuo dijo en tono irónico, moviendo la cabeza de un lado a otro. Si tu madre pidió hacer algo así, es evidente que hay algo detrás, pero no. No fue para dejarte el 50% de todo. Ella abrió los ojos con asombro.

 esbozó una sonrisa aún más amplia que la de su sobrino y continuó con la voz inflada de vanidad. Ya puedo imaginar lo que pasó y quién quería mi hermana que leyera ese testamento. Yo, por supuesto, afirmó golpeándose el pecho con orgullo. Vilma elevó la voz deliberadamente para que todos los presentes la oyeran.

 Soy su hermana menor, pero también era el brazo derecho de Graciela. Entre los herederos soy la que tiene más experiencia de vida. Es obvio que mi hermana quería que yo leyera el testamento justamente para dejar claro queo me quedaré con la mayor parte de la fortuna. Tal vez un 60% para mí y solo 20% para cada uno de mis sobrinos. Anunció inflando el pecho con orgullo.

 Prosiguió sin dudar, gesticulando con las manos. Graciela sabía que con mi experiencia yo dirigiría todo muy bien. Ustedes, mis sobrinos, todavía son muy jóvenes y necesitan a alguien con mano firme para liderar. Pero tranquilos, que aunque mi hermana haya dejado el 100% del patrimonio en mis manos, su tía no los va a dejar desamparados. Completó con un tono casi maternal, aunque cargado de sarcasmo.

Eduardo intentó intervenir levantando la mano y acercándose al micrófono. Por favor, Vilma, déjeme explicar. Empezó, pero fue interrumpido nuevamente, esta vez por Ana Lucía, que corrió hasta el centro y se colocó frente a los dos. La joven soltó una carcajada burlona que resonó por todo el salón del velorio.

Ay, no me hagan reír. Tú, Osvaldo, y tu tía, están completamente locos. Exclamó con el rostro enrojecido de tanto reír. No pasó ni una cosa ni la otra. Mamá quería que yo, su princesa, su hija menor, leyera el testamento. Ella siempre supo que soy la más sensata. levantó el mentón, cruzó los brazos y completó con aire soberbio. Además de todo, estudié administración.

Soy la más preparada de todos aquí. Voy a asumir el control del patrimonio de mamá. En mi opinión, la división debe haber sido 70% para mí y 15% para cada uno de ustedes. O quizás, como dijo usted misma, tía Vilma, mamá haya dejado el 100%, pero para mí. Ana Lucía volvió a reír disfrutando de las miradas incómodas que recibía de ambos.

 Pero tranquilos, no los voy a dejar desamparados”, añadió haciendo una reverencia exagerada. Fue en ese momento cuando el caos se desató. Los herederos, antes unidos en la indiferencia, ahora estaban en pie de guerra. Uno acusaba al otro, cada cual intentando colocarse como el verdadero elegido de la fallecida. Las voces se superponían. El ambiente de luto había sido reemplazado por una disputa vergonzosa.

Algunos de los presentes se taparon la boca sorprendidos. Otros murmuraban entre sí y algunos simplemente negaban con la cabeza, indignados. El ambiente era de espanto. Eduardo, ya cansado de la discusión que tomaba proporciones vergonzosas, golpeó la mano sobre el púlpito y gritó con todas sus fuerzas. Basta. Detenganse por el amor de Dios.

El silencio fue instantáneo. Todos se callaron sorprendidos por la explosión de autoridad del abogado. Él respiró hondo y mirando a los tres de frente, declaró con voz firme, “Doña Graciela no quería que ninguno de ustedes leyera el testamento. Esa es la verdad.” La revelación hizo que los tres herederos retrocedieran un paso al mismo tiempo, como si hubieran recibido un golpe invisible.

 Vilma fue la primera en reaccionar con el ceño fruncido y la voz temblorosa de indignación. ¿Cómo que no? ¿De qué estás hablando? Eduardo se acomodó la corbata, manteniendo la postura de quien solo cumplía con su deber. Doña Graciela me hizo un pedido antes de fallecer y estoy aquí para cumplirlo. Que entre la persona responsable de la lectura de este testamento, anunció. Todas las miradas se dirigieron hacia la entrada del salón.

 El silencio pesado fue roto únicamente por el lento crujir de la puerta de madera al abrirse. Y entonces una figura inesperada apareció, dejando a todos boquíbiertos. Era un niño delgado, con ropa sencilla y gastada, algunas prendas rasgadas. El rostro mostraba las huellas de la calle, polvo, pequeños arañazos y el cabello desordenado. Sus pies estaban casi descalzos, apenas cubiertos por unas sandalias viejas.

 Su apariencia no dejaba dudas. Se trataba de un niño de la calle, un chico que sobrevivía en los márgenes de la sociedad. Ana Lucía fue la primera en reaccionar levantando la voz con tono de repulsión. ¿Y qué hace este mendigo aquí? Osvaldo tampoco pudo ocultar el impacto. Abrió los ojos con furia y exclamó, “¿Qué clase de payasada es esta? ¿Quién dejó que este mugroso entrara al velorio de mamá?” Vilma, sin embargo, se mantuvo más contenida.

 Su mirada se dirigió hacia Eduardo completamente intrigada, buscando una explicación razonable. Pero, ¿qué está pasando aquí? ¿Cómo permiten que una criatura así invada el velorio de una figura como mi hermana, un icono de la alta sociedad? Preguntó nerviosa y desconfiada. Y fue en ese instante cuando Eduardo sonrió discretamente, respiró hondo y reveló lo que cambiaría el rumbo de aquel velorio.

 Este que están viendo, señoras y señores, es Miguel. Y sí, es un pequeño niño de la calle. Pero más que eso, fue él elegido por doña Graciela para leer su testamento. Fue invitado por ella misma antes de su fallecimiento. Un murmullo de sorpresa recorrió todo el salón. Algunos se miraron sin poder creerlo, otros fruncieron el ceño con visible desprecio.

 La presencia del muchacho parecía incomodar, sorprender y al mismo tiempo despertar curiosidad. Miguel, sin embargo, caminaba con pasos firmes sin bajar la cabeza. Su mirada era segura a pesar de la simplicidad de su ropa. Las miradas de repulsión no lo intimidaban. atravesaba aquel salón lleno de lujos y formalidades como si perteneciera a él.

Y de hecho, solo quien conocía la verdadera historia de doña Graciela y su vínculo con aquel niño podía entenderlo. Para los demás era algo simplemente incomprensible. Y para conocer de verdad la historia de doña Graciela, ¿quién era ese niño? y el motivo por el cual una millonaria había pedido que un niño de la calle leyera su testamento en su propio velorio, además de lo que estaba escrito en aquel documento fúnebre, era necesario retroceder en el tiempo.

“¿Estás segura de que no quiere que me quede hasta más tarde hoy, doña Graciela?”, preguntó Teresa, la fiel empleada de la majestuosa mansión de la millonaria, acomodando su delantal blanco mientras miraba preocupada a su patrona. Doña Graciela, apoyándose en un bastón por la enfermedad que día tras día consumía sus fuerzas, recorrió con la mirada el salón principal. El ambiente estaba transformado.

 Globos dorados y blancos llenaban el espacio con un aire festivo. En el centro, sobre una mesa impecablemente arreglada, reposaba un pastel elegante. Sobre él dos velas, una con el número seis y otra con el número cero. 60 años. Una fecha que debía celebrarse con alegría. La señora se volvió hacia la empleada y asintió con convicción.

Estoy segura, Teresa, puedes irte. Ya hiciste mucho por hoy. Pronto, Ana, Osvaldo y Vilma estarán aquí. Quiero pasar este último cumpleaños junto a mi familia, mis hijos y mi hermana, a quienes tanto amo en esta vida. dijo con una sonrisa suave, aunque sus ojos reflejaban un brillo melancólico. Teresa apretó los labios intentando apartar aquella sensación de tristeza.

“Doña Graciela, no diga eso. Todavía le quedan muchos años de vida”, respondió. Pero la cumpleañera solo suspiró profundamente resignada. Estoy satisfecha con los años que Dios me ha dado. Si él decidió que ha llegado mi hora, que así sea. Gracias una vez más, Teresa. Puedes ir tranquila a descansar.

 Guardaré un pedazo de pastel para ti. La empleada, emocionada, abrazó a su patrona. Está bien, doña Graciela, pero si necesita cualquier cosa, llámeme y otra vez, feliz cumpleaños y por favor quite de su cabeza esa idea tonta de que va a morir pronto. Graciela agradeció con una sonrisa cálida, pero en su interior sabía. No era un pensamiento pesimista, era la dura realidad. Su camino se acercaba a su final.

exhausta, se sentó en un sillón de tercio pelo suave y cómodo. Sus ojos recorrían cada detalle de los adornos, cada destello dorado reflejado en los muebles lujosos. La mansión, imponente era testigo de toda una vida de lucha y conquistas. cerró los ojos por un instante y reflexionó en silencio. Al menos podré dejar una vida cómoda para aquellos que amo.

Miró el reloj de pared y murmuró para sí. Hablando de ellos, ya debería haber llegado. ¿Dónde se habrán metido mis hijos y mi hermana? El segundero continuó su marcha implacable. Una hora, dos, tres. Tres horas pasaron desde la hora acordada. El corazón de Graciela se oprimía más con cada minuto. Intentaba engañarse con excusas. Tal vez el coche se averió.

 Tal vez Ana Lucía se demoró arreglándose, tal vez confundieron la hora, pero cuanto más avanzaba el tiempo, más claro quedaba que algo andaba mal. No deberían tardar tanto”, murmuró con la voz entrecortada. Decidió entonces romper una regla que rara vez osaba quebrar, llamarlos. Sus hijos y su hermana siempre se quejaban cuando eran molestados, alegando compromisos importantes.

 Pero la angustia no le dejó otra opción. Marcó el número de su hija. El celular sonó varias veces y luego pasó directamente al buzón de voz. intentó con el de su hijo. Sonó aún menos y nuevamente buzón de voz. Con Vilma fue peor. Ni siquiera sonó como si el aparato estuviera apagado. Un nudo subió al pecho de la cumpleañera.

 Rápidamente escribió el mismo mensaje para los tres. ¿Pasó algo? Los estoy esperando para mi fiesta de 60 años. Denme noticias, por favor. El celular permaneció en sus manos como si fuera la última esperanza de contacto. Miraba la pantalla a cada segundo, rezando por una respuesta. El pastel intacto sobre la mesa parecía burlarse del silencio.

Mientras tanto, en uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad, la realidad era otra. Ana Lucía se recostaba en la silla acolchada, satisfecha. Dios mío, como siempre todo estaba maravilloso. Este es el mejor restaurante de la ciudad, dijo acariciándose el cabello. Osvaldo se limpió la boca con la servilleta y soltó una carcajada alta.

Comí como nunca. Ahora para mejorar solo falta una buena fiesta. Vamos, hermana, preguntó guiñándole un ojo. Ana Lucía levantó la copa de vino y rió con fuerza. Y me lo preguntas, Osvaldo. Por supuesto que voy. Voy a beber y bailar hasta que amanezca. Entonces la joven se volvió hacia su tía con aire provocador.

Y usted, tía Vilma, ¿nos acompaña? Vilma sonrió con cálculo, pero negó con la cabeza. Podría ir, pero no garantizo quedarme hasta el amanecer. Mañana tengo que ocuparme de unos papeles en la empresa. A ver si su madre me firma pronto esa procura antes de que se muera. Ana Lucía soltó un suspiro impaciente y rodando los ojos exclamó, “¡Ah! Esa vieja fastidiosa no se muere nunca.

 ¡Qué horror! Tanto tiempo enferma, ¿cómo sigue en pie? En ese momento, su celular vibró sobre la mesa. La mimada tomó el aparato y al mirar la pantalla vio el nombre de su madre parpadeando. Abrió los ojos sorprendida, pero enseguida los giró con desdén. Y hablando de ella, me está llamando. No voy a atender para escuchar esos discursos aburridos de trabajo.

 Dijo cortando la llamada sin pensarlo dos veces. Su sonrisa volvió enseguida. mientras el celular permanecía ahí ignorado. A continuación, Osvaldo tomó su propio teléfono y vio el nombre de su madre parpadeando. Sin dudar, colgó inmediatamente. “Si tú no contestas, mucho menos yo,”, dijo mirando a su hermana con una sonrisa fría.

 Vilma, por su parte, fue aún más rápida, sabiendo que después de los hijos su hermana seguramente la llamaría. Puso el teléfono en modo avión. Listo, así no molesta, declaró con un tono casi divertido. Ana Lucía y Osvaldo intercambiaron miradas cómplices y comenzaron a reír. Usted debería ser nuestra madre, tía Vilma, bromeó la joven. Osvaldo asintió con la cabeza y reforzó sin el menor pudor.

Usted sí nos entiende. Sabe lo que es disfrutar de la vida. Rápidamente, los dos imitaron a la tía, poniendo sus teléfonos en modo avión para no recibir ni una sola llamada o mensaje de doña Graciela. Era como si la mujer enferma no existiera. Peor aún, completamente ajenos a la fecha importante, el cumpleaños de su madre.

 Una celebración que la millonaria había preparado solo para ellos, comentando días antes su deseo de pasar su último cumpleaños junto a sus hijos y su hermana, los únicos que llevaban su sangre. Pobre Graciela. No sabía las criaturas despreciables que había criado, ni la hermana sin corazón que tenía a su lado. Mientras los tres seguían rumbo a una fiesta, doña Graciela, sola en casa, dejó que una lágrima se deslizara por su rostro.

 Por más que intentara convencerse de que había un motivo para la ausencia de sus hijos y su hermana, su corazón sabía la verdad. No les importaba. Aún así, trataba de engañarse. Con dificultad se apoyó en el bastón y se levantó. Comenzó a caminar lentamente hacia el dormitorio, dejando atrás el escenario festivo. Globos, pastel intacto, mesa arreglada. Todo parecía perder el sentido.

 Al acostarse, sus ojos ya estaban llenos de lágrimas. Un flashback invadió su mente. Momentos felices junto a sus hijos pequeños. Cuando había risas sinceras, juegos, abrazos, recordó cómo se había sacrificado para darles lo mejor. Pero luego vinieron los recuerdos de los últimos años, años de abandono, soledad y una frialdad cada vez mayor.

 Desde la muerte de su esposo, Geraldo, el vacío solo aumentaba. Ay, Dios mío, llévame pronto junto a mi querido Geraldo. Llévame que ya no soy feliz en esta tierra”, susurró apretando con fuerza la almohada. Mientras tanto, fuera de todo aquel confort, caminaba un niño delgado y frágil. Su ropa estaba rota, los zapatos gastados y su pequeño cuerpo parecía cargar el peso del mundo.

 Caminaba bajo la luz amarillenta de los postes, observando las mansiones del barrio elegante. Todo a su alrededor contrastaba con su pobreza. ¿Será que algún día, algún día viviré en un lugar así?”, murmuró para sí mismo. Su nombre era Miguel. A pesar de su corta edad, llevaba una historia dura.

 Había nacido en la calle, hijo de una mujer sin hogar, que años después falleció dejándolo completamente solo. Desde entonces aprendió a sobrevivir entre el abandono y el frío de una vida sin techo. Esa noche, mientras caminaba, escuchó un sonido familiar, el que venía de su estómago, el sonido del hambre. Ay, hoy no comí nada y parece que tampoco voy a tener suerte en este barrio rico dijo con un tono resignado.

 Miró hacia un lado, luego hacia el otro. No veía ni siquiera un contenedor de basura que pudiera tener un pedazo de pan olvidado. Había pasado el día entero buscando comida, pidiendo limosna, pero nada. Nadie le había ofrecido ni una golosina. Sus piernas débiles ya no resistían.

 Se apoyó contra el muro de una residencia espléndida, dejando que una lágrima corriera por su rostro. Quería llorar fuerte, quería rendirse, estaba cansado de tanto sufrimiento, pero con un esfuerzo casi sobrehumano, respiró hondo y murmuró, “No, no puedo rendirme, no puedo.” Inclinó el cuerpo hacia delante, sacudiéndose, tratando de recuperar el ánimo para seguir caminando.

 Aún siendo tan pequeño, incluso con todo lo que había pasado, el niño tenía un lema que repetía para sí, nunca rendirse, que en algún momento Dios bendice. Entonces algo llamó su atención. A unos pasos, la misma mansión contra cuyo muro se había recostado. Esta vez, sin embargo, estaba frente al portón principal de la residencia. Sus ojos se agrandaron.

 A través de los vidrios de las ventanas podía ver una mesa llena de comida, un pastel imponente y globos dorados con los números seis y cero. 60 años. Vate a ver una fiesta ahí hoy. ¡Cuánta comida rica! Si pudiera, si tan solo pudiera comer una de esas empanaditas.” Dijo casi en un susurro. Sus ojos brillaron de deseo, pero pronto se fijaron en otro punto.

 Dentro del jardín había un contenedor de basura lleno hasta el borde. Entre cajas vacías, probablemente de donde vinieron los aperitivos, un detalle saltaba a la vista. Dentro de una de ellas había una empanadita entera olvidada. Para muchos un pedazo insignificante. Para Miguel eso significaba engañar el hambre que lo devoraba hacía dos días desde su última comida. “Dios mío, no lo creo.

 La tiraron”, exclamó incrédulo. Pero había un problema. El contenedor estaba dentro de la residencia. Saltar una reja ajena sin permiso era algo que jamás hacía. Su madre, antes de morir le había enseñado a no robar, pero el hambre era tanta, tan grande, que empezó a pensarlo. Ya no la van a comer.

 Si saltara rápido y la agarrara, nadie se daría cuenta, pensó llevándose la mano al estómago vacío, pero enseguida murmuró para sí mismo, cerrando los ojos. No, no puedo, está mal. El pequeño luchaba consigo mismo entre la ética que había heredado y la necesidad brutal de sobrevivir. “Pero pedir, pedir no está mal”, murmuró Miguel tratando de darse valor.

 Con sus manos pequeñas y callosas comenzó a aplaudir frente a la imponente residencia. Aplausos tímidos, débiles, pero cargados de esperanza. Durante todo el día había pedido comida en muchos lugares y había escuchado incontables no. Pero como siempre repetía, el no ya lo tengo. Dentro de la mansión el ambiente era muy diferente.

 Doña Graciela seguía acostada en su cama con lágrimas corriendo por su rostro arrugado. El sueño no llegaba, solo pensamientos dolorosos. Fue entonces cuando lo oyó. Aplausos. Aplausos suaves provenientes del portón. Sobresaltada, aún debilitada, se levantó con una rapidez inusual, apoyándose en el bastón. El corazón se aceleró. ¿Quién será? ¿Serán mis hijos y mi hermana? ¿Se habrán olvidado la llave? Lo sabía.

 Sabía que no me habían abandonado”, dijo para sí misma, dejando que una chispa de esperanza surgiera en medio de la soledad. Animada, creyendo que su familia por fin había llegado, caminó con dificultad hasta la puerta. La abrió con manos temblorosas, pero la escena frente al portón no era la que esperaba. Allí estaba un niño, un muchacho delgado, con ropa sucia y rasgada, la piel marcada por la pobreza, ojos grandes y brillantes, pero llenos de necesidad.

 Señora, disculpe por molestar, es que yo quería pedirle una cosa dijo el pequeño Miguel. Graciela, confundida, se acercó un poco más mientras él completaba. Vi que va a ver una fiesta en su casa y hay una empanadita tirada en la basura. Creo que ya no la van a usar. ¿Será que usted podría dármela? Tengo tanta, tanta hambre. El pedido golpeó el corazón de la millonaria.

 Miró hacia el contenedor de basura, luego hacia atrás, donde aún descansaba la mesa llena, repleta de bocadillos intactos. tragó en seco y volvió la mirada hacia aquel niño. Siempre había sido conocida por su corazón generoso, por sus buenas acciones, por su solidaridad.

 Y pensar que un niño vivía de esa manera, rogando por un simple resto de comida, apretaba su pecho. Voy a traerte un poco de comida, mi pequeño. No te voy a dar lo del basurero, pero te voy a preparar un plato con empanaditas recién hechas y también un pedazo de pastel, respondió con firmeza, la voz cargada de ternura. Los ojos del muchacho brillaron. Su corazón latía acelerado de alegría.

 Aún así negó con la cabeza educado. Le agradezco mucho, de verdad, pero con las empanaditas ya está bien. No necesita cortar el pastel. Los invitados todavía no han llegado. No se puede cortar el pastel antes, explicó con respeto. Doña Graciela bajó la mirada y suspiró. Los invitados no van a llegar, lamentablemente.

 Creo que mis hijos y mi hermana se olvidaron de mi cumpleaños. No pasa nada si corto el pastel y te doy un pedazo”, confesó con voz temblorosa. Miguel abrió los ojos sorprendido. “Espere, usted preparó todo ese banquete y nadie nadie va a venir a su fiesta de cumpleaños. ¿Es en serio?” Los ojos de Graciela se llenaron de lágrimas otra vez.

 Antes de que pudiera responder, el niño continuó rápidamente con una emoción sincera. Mire, sé que soy solo un niño de la calle, sucio, pero si usted quiere, si quiere, puedo hacerle compañía, puedo cantarle feliz cumpleaños. Yo creo que nadie merece pasar su cumpleaños solo. Y usted, usted tiene que pedir un deseo antes de cortar el pastel. no puede cortarlo sin pedir un deseo.

 En ese instante, por primera vez en la noche, una sonrisa leve brotó en los labios de la cumpleañera. La espontaneidad de aquel niño, que no tenía nada, pero ofrecía una compañía sincera, tocó profundamente su corazón. Miguel, sin embargo, al darse cuenta de que se había entusiasmado demasiado, dio un paso atrás y dijo, “¿Qué estoy diciendo? Claro que usted no va a querer pasar su cumpleaños con un niño sucio como yo.

 Perdóneme, señora, por entrometerme y por invitarme a su fiesta. Si todavía quiere darme las empanaditas, se lo agradecería mucho. Graciela, sin embargo, no respondió con palabras en ese momento. Solo sacó las llaves del bolsillo y con un gesto decidido abrió el portón. Entra, niño. Eres muy bienvenido a mi fiesta. Eres mi invitado especial.

 Al fin y al cabo, fuiste el primero en llegar. El rostro del niño se iluminó con una sonrisa amplia. Por un instante dudó, temeroso de poner sus pies descalzos en aquel suelo tan limpio y lujoso. Pero animado por la dulzura de la señora, entró. Cada paso que daba hacia la casa llenaba su corazón de esperanza.

 El jardín, todo iluminado, le parecía mágico. Al llegar a la puerta, aún titubeó. ¿Está segura, señora? Graciela sonrió con firmeza. Por supuesto, mi pequeño, entra. Y cuando el niño finalmente cruzó el umbral de la mansión, quedó maravillado. No sabía si admirar más el aroma delicioso que llenaba el ambiente o la belleza de los muebles, del candelabro, de los detalles que jamás había visto en su vida. Graciela lo condujo hasta la mesa y señaló una silla.

“Siéntate, niño. Te voy a servir un plato de bocadillos”, dijo ya tomando una bandeja. Miguel trató de mantener la compostura. Comenzó despacio, pero el hambre lo traicionaba. Pronto devoraba los bocadillos como un león hambriento. A cada bocado sus ojos brillaban de gratitud. Graciela rió negando con la cabeza. Tranquilo, despacio, hay mucha comida.

El niño se detuvo por un momento, se limpió la boca con la mano y mirándola fijamente respondió emocionado. Es que nunca había visto tanta comida así en mi vida. Nunca había comido tan bien. Tragó otro pedazo y entre mordidas rápidas añadió, “Yo creo que esos hijos suyos y su hermana, los que no vinieron a la fiesta, son unos tontos.

No saben lo que se están perdiendo. Doña Graciela soltó una risa sincera, de esas que hacía mucho tiempo no daba. Pero la risa duró poco. Su semblante se cerró de inmediato cuando el celular vibró sobre la mesa. Tomó el aparato y al mirar la pantalla sintió el corazón apretarse. Era una notificación.

 Su hija acababa de publicar una foto en las redes sociales. La imagen mostraba a Ana Lucía en una fiesta. rodeada de luces de colores, música alta y risas. A su lado estaban Osvaldo y Vilma, su propia hermana. Todos se divertían, bailaban y brindaban. Graciela observó la pantalla durante algunos segundos. La sonrisa desapareció por completo.

Entonces, entonces cambiaron mi cumpleaños por una fiesta para divertirse sin mí”, murmuró. Pero su voz salió más alta de lo que pretendía. Miguel, que hasta ese momento observaba feliz el brillo en los ojos de la mujer, notó el cambio repentino. Vio la tristeza en su mirada, el temblor en sus labios.

 Sin pensarlo dos veces, se acercó y con delicadeza le quitó el celular de las manos. Ah, no, no se puede estar en el celular durante la fiesta, dijo sonriendo con inocencia. Usted tiene que disfrutar. Vamos, también tiene que comer. Tomó un plato y comenzó a colocar empanaditas entregándoselo a la mujer.

 Graciela, por un momento, quiso rechazarlo, pero el niño la miró con firmeza. No me vasí hacer ese desaire a su invitado, VIP, ¿verdad? Ella rió entonces. una risa verdadera que sonaba casi como un alivio. Tomó el plato y comenzó a comer despacio como quien saborea no solo la comida, sino también el cariño que venía con ella. Miguel, entusiasmado, ya pensaba en cómo seguir animando a su nueva amiga.

Ahora tenemos que pensar en los juegos que vamos a hacer. Hay que animar esta fiesta y también elegir una buena música para bailar. Graciela arqueó las cejas sorprendida. música, bailar. Mi niño, si hay algo que no sé hacer es bailar. El chico sonrió ampliamente moviendo la mano como quien no acepta excusas.

 Ah, pero ¿quién dijo que hay que saber? Bailar es divertirse, no saber hacerlo. Vamos, vamos a bailar. Tomó el celular de la señora, eligió una canción suave y alegre y con un impulso lleno de ternura sostuvo las manos frágiles de ella. Con el apoyo del niño y sin necesitar el bastón, Graciela se levantó. Los pasos eran lentos, inciertos, pero lo lograba.

Ve, lo está logrando”, dijo él entusiasmado. Estaba escondiendo el talento, apuesto a que fue una bailarina profesional. La mujer soltó una carcajada emocionada. Por un breve instante fue transportada al pasado. Se vio bailando nuevamente con su gran amor el fallecido Geraldo sintió el toque de sus manos.

 escuchó su risa, el sonido antiguo de la radio y por primera vez en mucho tiempo bailar volvió a aparecer una forma de revivir. Esa noche que había comenzado con lágrimas, ahora se llenaba de risas. Doña Graciela bailaba, giraba lentamente, apoyada por Miguel. El niño, entre risas la guiaba como un verdadero caballero. Durante horas los dos jugaron, bailaron y conversaron.

 Y doña Graciela, olvidada de su enfermedad, reía como hacía años no lo hacía. Después de otra canción, exhaustos, cayeron sentados en el sofá. El corazón de la mujer se sentía más liviano. Observando al niño, sintió un cariño inexplicable. ¿Cuál es tu historia, pequeño?”, le preguntó con ternura. “¿Cómo un niño tan pequeño puede estar en la calle? ¿Dónde están tus padres?” Miguel bajó la mirada. Por un momento, la sonrisa desapareció.

“No tengo padres, señora”, respondió en voz baja. “Mi mamá también vivía en la calle. Falleció cuando yo era muy pequeño y mi papá de ese nunca supe nada. Mi mamá me crió sola con lo poco que tenía. Graciela tragó saliva. Esas palabras la golpearon de lleno.

 Mientras sus propios hijos disfrutaban de la vida con lujo y desprecio. Un niño huérfano, hambriento, mostraba más gratitud y respeto que ellos jamás habían tenido. Lo lo siento mucho, mi querido, logró decir intentando contener las lágrimas. Pero Miguel levantó la mirada y sonrió tratando de reconfortarla. Está bien, de verdad, no pasa nada.

 Lo importante es que sigo adelante y un día, un día voy a tener una casa tan bonita como la suya. Creo que Dios me va a bendecir. Él lo hará. Una lágrima resbaló lentamente por el rostro de la millonaria. Había algo en la fe simple de aquel niño que la desarmaba por completo. Y entonces él preguntó curioso, “¿Y su historia cuál es?” Doña Graciela respiró hondo.

 Por un instante miró al vacío como si su mente viajara décadas atrás. Comenzó a hablar despacio con emoción. Ah, mi historia es larga, hijo mío. Desde muy joven aprendí el valor del trabajo. Empecé con un pequeño taller cosiendo sola, día y noche y con el tiempo fui creciendo. Conquisté todo esto con esfuerzo.

 Me casé, construí una empresa, vivías maravillosos junto a mi esposo. Pero después de que él se fue, todo se volvió más difícil. Solo me quedaron mis hijos. y mi hermana Vilma. Miguel escuchaba en silencio, atento, sin interrumpir. Sus ojos brillaban de interés.

 A diferencia de los hijos de la mujer que siempre evitaban oírla, el muchacho parecía querer entender cada detalle como si cada palabra fuera importante. Graciela continuó emocionada. Después de que mi esposo murió, empecé a sentirme sola. La empresa creció, el dinero llegó, pero junto con eso vino un vacío.

 Mis hijos se alejaron, cada uno siguió su camino y hace algunos años descubrí que tengo una enfermedad rara. Poco a poco me va debilitando. Lamentablemente está en su etapa final y este probablemente es mi último cumpleaños”, dijo con la voz entrecortada. El niño conmovido se acercó un poco más con la mirada firme. Último cumpleaños. No diga eso. Dios puede cambiarlo todo. Yo creo en eso.

 Graciela sonrió emocionada por la fe de él. Yo también creo, hijo mío, pero si no es la voluntad de él, quiero al menos partir sabiendo que todavía existen personas buenas en este mundo. Personas como tú. Miguel tomó su mano con cuidado. Usted también es buena, muy buena. Y hoy fue el mejor día de mi vida.

 ¿Sabe, nunca había estado en una fiesta de cumpleaños antes? Dijo con sinceridad. Doña Graciela respiró profundo, pero no pudo contener el llanto. Las lágrimas corrían calientes por su rostro cuando Miguel, al verla, no lo dudó ni un segundo. Se acercó y la envolvió en un abrazo fuerte, sincero, lleno de pureza.

 “Sé que no soy su familia, pero estoy aquí”, dijo con voz firme, pero suave. Mi mamá siempre me decía que no importa quién esté a nuestro lado, lo importante es ser feliz y hacer que la compañía valga la pena. Así que vamos a ser felices esta noche, doña Graciela. Yo, porque por fin estoy lleno llenando la panza y usted porque está celebrando sus 60 años.

 Olvídese de todo lo demás”, rió extendiendo la mano hacia ella, invitándola de nuevo a bailar. La millonaria lo miró sorprendida. Había en él una sabiduría rara, algo que ni los adultos con dinero y comodidad parecían tener. Un niño tan pequeño, tan frágil y al mismo tiempo tan lleno de luz, sin dudar tomó su mano. Esta vez no se apoyó en el bastón.

 Se levantó con más firmeza que en las últimas semanas y juntos comenzaron a bailar otra vez. y bailaron sonriendo. El niño giraba suavemente a la señora que intentaba seguir los pasos riendo de sus propias limitaciones. Por unos instantes, el peso de la enfermedad desapareció. El dolor, el abandono, la soledad, todo parecía quedarse fuera de aquella sala iluminada.

 Después de un rato, Miguel gritó entusiasmado, “¡Hora de cortar el pastel! cortar el pastel y pedir un deseo. Los ojos de Graciela brillaron, caminó hacia la cocina, tomó un fósforo y con las manos temblorosas encendió las dos velitas, el seis y el cero, que coronaban el pastel.

 La llama temblaba suavemente, reflejándose en las lágrimas que aún se negaban a secarse. Miguel comenzó a cantar feliz cumpleaños con entusiasmo. Aplaudía y movía el cuerpo mientras ella sonreía emocionada. Cuando terminó la canción, el niño gritó con alegría, “¡Sople! Sople y pida un deseo, doña Graciela.” La mujer se detuvo por un instante.

 Su mirada se posó en aquel niño delgado, de ropa sencilla, pero con un corazón tan puro que iluminaba el ambiente más que las velas. “¿Qué deseo pedirías tú si estuvieras aquí frente al pastel?”, preguntó con ternura. El pequeño pensó por un momento rascándose la cabeza. Es que yo yo nunca tuve una fiesta de cumpleaños”, confesó con una sonrisa tímida.

 “Pero creo que pediría lo mismo que le pido todos los días a Dios, un hogar.” Al darse cuenta del tono triste que había creado, trató de disimular hablando rápido. “Pero hoy es su día. Pida su deseo. Mi mamá decía que todo deseo hecho con el corazón, Dios lo concede. Pida que se recupere pronto.

 Pida que Dios la va a escuchar. Graciela cerró los ojos y respiró hondo. El silencio llenó la sala durante unos segundos. Luego sopló las velas con calma, dejando que el humo se disipara por el aire. Cuando abrió los ojos, sonrió serenamente. ¿Qué pidió, señora?, preguntó Miguel curioso. Ella le guiñó un ojo y respondió, si te lo cuento, no se cumple.

 Es un secreto, pero algún día, algún día apuesto que lo sabrás. El chico sonrió satisfecho con la respuesta. Los dos cortaron el pastel y comieron juntos. El dulce era delicioso y sus risas llenaban el ambiente de ligereza. Por primera vez en mucho tiempo, aquella casa parecía viva. En un momento, mientras Graciela miraba distraída las llamas de las velas que todavía se apagaban, Miguel tomó su celular y riendo ajustó la cámara.

 Tiene que haber fotos, si no no es una fiesta. tomó la foto rápidamente. La imagen capturó ese instante único, una mujer rica, enferma, pero sonriente, junto a un niño pobre, de ojos llenos de esperanza. Dos almas opuestas, unidas por algo que el dinero jamás podría comprar. Humanidad. Conversaron durante horas. Miguel contaba historias divertidas de la calle.

 hablaba de los lugares donde había dormido, de las personas que había conocido. Doña Graciela lo escuchaba encantada, a veces riendo, a veces llorando, pero el tiempo pasó y poco a poco el niño empezó a bostezar. El cansancio, junto con la sensación de tener el estómago lleno, fue venciendo sus fuerzas.

 Se recostó en el sofá de la sala intentando resistir, pero el sueño lo venció de sorpresa. En pocos minutos, Miguel dormía profundamente con una leve sonrisa en los labios. Graciela lo observó durante un momento emocionada. se acercó, tomó una manta y lo cubrió con cuidado. “Gracias por la noche, mi niño. Gracias de verdad”, susurró acomodando la cobija. Antes de retirarse, apagó las luces y miró una última vez al pequeño.

 Por primera vez en mucho tiempo sintió paz. subió a su habitación, se acostó y a diferencia de todas las otras noches, durmió tranquila, sin pensar en sus hijos ni en su hermana. Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, la madrugada avanzaba. Entre luces parpadeantes y música fuerte en una discoteca, Vilma, Ana Lucía y Osvaldo aún se divertían.

 Solo cuando la música bajó un poco, Vilma, medio mareada por la bebida, decidió encender su celular. Apenas lo hizo, vio los mensajes acumulados, leyó el más reciente y abrió los ojos de golpe. “Dios mío, nos olvidamos del cumpleaños de su madre”, exclamó asustada, mostrando el teléfono a sus sobrinos.

 Ana Lucía, que bailaba en medio de la pista, frunció el ceño con desdén. “Ay, no! No! Puedo creer que era hoy esa fiesta aburrida. Osvaldo riendo completó. Hoy no, hermana, ayer. Ya son las 3 de la mañana. Ayer la fiesta de mamá y ahora no fuimos. Imagina si se le ocurre cambiar algo en el testamento. Ana Lucía se encogió de hombros. Ah, no exageres. ¿Qué podría hacer? Somos su única familia.

 Claro que nunca haría nada para perjudicarnos. Vilma, más práctica intervino. De todas formas, puede tardar en firmar la dichosa procura y tendremos que esperar a que muera para tener todo a nuestro nombre. Mejor volvamos a casa. Inventamos una excusa. Todo indica que este es su último año de vida. Hagamos ese esfuerzo. Osvaldo bufó contrariado.

Qué fastidio. Justo ahora que la fiesta se estaba poniendo buena. Pero bueno, vamos, ni modo. Y así los tres salieron del lugar riendo y aún burlándose sin saber lo que les esperaba. Mientras la noche seguía silenciosa en la mansión de Graciela, una nueva presencia descansaba allí.

 Un niño dormido en el sofá que sin querer cambiaría para siempre el destino de aquella familia. Los tres miserables se detuvieron frente a la mansión silenciosa. El portón imponente reflejaba la tenue luz de la calle. Vilma fue la primera en romper el silencio. “Parece que todo está oscuro. Su madre ya debe estar dormida”, comentó acomodándose el abrigo con desdén.

 Ana Lucía, arreglándose el cabello, soltó una risita burlona. Claro que estaría dormida. Son casi las 4 de la mañana, pero la despertamos, le gritamos, “¡Sorpresa!” A mamá le encantan esas cosas. En un segundo se olvida de que no fuimos anoche”, dijo sin ningún arrepentimiento. Osvaldo asintió con una sonrisa maliciosa. Eso.

 Y diremos que la tía Vilma estaba enferma, que tuvimos que llevarla al hospital, que no se sentía bien. Esa siempre funciona. Vilma asintió satisfecha y los tres siguieron hasta la puerta principal. El sonido de los tacones de Ana Lucía resonaba sobre el piso de mármol. Apenas entraron, la casa sumida en silencio, les pareció extrañamente fría, pero cuando Ana Lucía encendió la luz del salón, soltó un grito de susto mezclado con rabia.

 Ah, pero ¿qué es esto? ¿Qué hace esa criatura en nuestro sofá? El pequeño Miguel, que dormía tranquilo, despertó sobresaltado. Saltó del sofá asustado. Antes de que pudiera decir una palabra, Osvaldo avanzó y lo agarró por los brazos con brutalidad. Maldito, mocoso, asqueroso, invadiste nuestra casa. Debería llamar a la policía para ti. Basura.

 Lárgate de aquí. Lárgate. Gritó arrastrando al niño con violencia hacia la puerta. Vilma se tapó la nariz con asco. Lávate bien las manos después de sacar a esa cosa de aquí, Osvaldo. Ese chico debe estar lleno de microbios y bacterias. Ay, Dios mío. Voy a tener que mandar a quemar el sofá. Justo ese sofá que tanto me gusta, exclamó histérica.

 Miguel intentaba explicarse temblando de miedo. Espere, yo yo no entré por la fuerza, me invitó. Fue doña Graciela quien me llamó. Fue ella quien me invitó a su fiesta de cumpleaños. Yo no entré sin permiso”, suplicó con los ojos llenos de lágrimas. Pero Ana Lucía, tomada por la furia, avanzó y sin piedad le dio una bofetada en el rostro. El sonido seco resonó en toda la sala.

“Cállate, infeliz! ¡Cállate! ¡Que ni siquiera conoces a nuestra madre!”, gritó furiosa. El niño retrocedió tambaleando, sosteniéndose la mejilla, asustado y confundido. En el piso de arriba, doña Graciela, que dormía un sueño ligero, despertó de un salto al escuchar los gritos. Su corazón se aceleró, intentando entender qué pasaba.

 se levantó con esfuerzo y apoyándose en el bastón caminó por el pasillo. Al llegar a la escalera, todavía mareada, escuchó un coro de voces que provenía del salón. ¡Sorpresa, feliz cumpleaños!” Los hijos y la hermana gritaban juntos, forzando sonrisas falsas. La señora bajó despacio con el rostro confundido y el pecho apretado. “¿Dónde está él? ¿Dónde está Miguel?”, preguntó en cuanto llegó al final de la escalera, mirando directamente hacia el sofá vacío.

 Vilma se adelantó con aire de superioridad. ¿Hablas de la criatura que estaba aquí? ¿Del mendigo que invadió tu casa? Nos encargamos de él, hermana. Puedes estar tranquila. No volverá a molestarte. Lo mandamos bien lejos. Osvaldo rió lleno de orgullo. Eso, mamá. Yo mismo agarré a ese mocoso asqueroso con fuerza y lo tiré a la calle. Lo puse a correr.

 Apuesto a que ya no molesta más. Puedes quedarte tranquila. Ana Lucía añadió moviendo la mano como si apartara algo sucio. Ahora, como dijo la tía, solo habrá que quemar el sofá. Quién sabe qué tipo de bacteria o enfermedad dejó ese asqueroso ahí. Pero nos encargaremos de todo, no te preocupes. El rostro de doña Graciela cambió por completo. La sangre desapareció de su cara.

 Sintió que las piernas le fallaban y tuvo que apoyarse en el bastón. No, pero yo lo había dejado entrar. No tiene hogar. Dios mío. Tenemos que buscarlo. Balbuceó desesperada. Pero Vilma fue rápida, poniéndose frente a la hermana. Hermana querida, no sabes lo que dices. Otro motivo más para que me firmes pronto esa procura. Esa enfermedad ya te está afectando la cabeza.

 ¿Cómo dejas entrar a un mocoso sucio como ese aquí? Ana Lucía se acercó con falsa dulzura, posando la mano en el hombro de la madre. Eso mismo, mamá. Olvídate de ese inmundo. Vinimos a celebrar tu cumpleaños. Osvaldo agregó riendo. Tuvimos un pequeño problema. Tuvimos que llevar a la tía Vilma al médico.

 Por eso nos retrasamos. Pero ya estamos aquí. Doña Graciela los miró seria, sin decir una palabra. Sabía la verdad. Había visto la foto de la discoteca. Sabía que mentían, pero no quiso discutir. El dolor que sentía no venía solo de la enfermedad, sino del corazón de una madre decepcionada.

 Vamos, mamá, vamos a celebrar tu cumpleaños. Dijiste que este sería el último, ¿no? Entonces, celebremos bien celebrado, dijo Ana Lucía, fría, sin una pizca de empatía. Sin alternativa, la señora simplemente se sentó con ellos. Permaneció en silencio con la mirada perdida, sin ánimo. Los hijos, igualmente desinteresados, hablaban de banalidades.

 Era evidente que ninguno quería estar allí. En menos de 10 minutos, Vilma se levantó aplaudiendo. Ahora todos a dormir. Mañana temprano, Graciela, vas a firmar esa procura. Tengo que encargarme de todo por ti, hermana. dijo con una sonrisa falsa. Graciela solo asintió con la cabeza, sin fuerzas para contestar. Mientras tanto, en las frías y oscuras calles, Miguel corría.

Corría tan rápido como podía, todavía con el rostro ardiendo por la bofetada. Las lágrimas se mezclaban con la llovizna que empezaba a caer. Cada paso era una mezcla de miedo y tristeza. ¿Cómo alguien tan buena como doña Graciela puede tener hijos y una hermana tan malos? Pensaba tratando de refugiarse bajo un techo.

 El viento helado cortaba su piel, pero lo que más dolía era el corazón. De vuelta en la mansión, doña Graciela seguía despierta. No podía cerrar los ojos. Pasó el resto de la noche en el jardín, mirando a través de las rejas, con la esperanza de ver al pequeño regresar. Pero él no volvió.

 Los días pasaron, la enfermedad avanzaba, debilitando cada vez más el cuerpo de la millonaria. Mientras tanto, sus hijos y su hermana, indiferentes, ya hablaban del funeral, de las propiedades, de quién se quedaría con qué. Al otro lado de la ciudad, Miguel seguía su dura vida en las calles. El recuerdo de aquella noche con doña Graciela lo acompañaba todos los días.

 Había sido la última vez que durmió en una cama, que comió un pastel, que sintió el cariño de alguien. Y fue entonces, entre el frío y el hambre, que un pensamiento cruzó la cabeza cansada del niño. Sí. Eh, ¿y si volviera allá? Miguel intentó apartar esa idea recordando la crueldad de los hijos y de la hermana de doña Graciela.

 Sabía bien lo perversos que eran, pero al mismo tiempo la nostalgia y el hambre hablaban más fuerte. Esa señora había sido la única persona que lo había tratado con cariño, que lo miró a los ojos sin desprecio. Y aunque solo habían pasado una noche juntos, el pequeño ya la consideraba una amiga de verdad. “Tengo que verla”, murmuró decidido. Doña Graciela estaba en el jardín, sentada sola en una silla de ruedas.

 El sol castigaba su piel ya sensible. Parecía más débil. más pálida. Sus ojos cansados se perdían en el horizonte hasta que una voz conocida resonó entre las rejas del portón. Eh, doña Graciela, aquí. La mujer miró alrededor confundida. Su corazón se aceleró, reconoció aquella voz, giró la cabeza con dificultad y cuando su mirada se cruzó con la del niño, sus labios temblaron en una sonrisa emocionada.

No puede ser, es él, dijo con lágrimas en los ojos. Intentó levantarse, pero el cuerpo no le respondía. Las piernas ya no tenían fuerza. Miguel al verla así sintió el pecho apretarse. Dios mío, murmuró. Está muy débil. Gritó desde donde estaba. ¿Está sola? Sus hijos están ahí. Y su hermana. La mujer respondió con voz trémula, débil, pero feliz.

No, querido, no están. Tú puedes entrar. Miguel sonríó. decidido. Creo que sí. Miró alrededor analizando el muro alto. Había un árbol cerca del portón. Lo escaló rápido, con la agilidad de quien ya había aprendido a sobrevivir. Saltó dentro del patio y corrió hacia ella. Al acercarse quedó impactado.

 La piel de la señora estaba enrojecida, quemada por el sol. Dios mío, está ardiendo aquí afuera. Tiene que ir a la sombra. Rápido,” dijo angustiado. Doña Graciela sonrió con tristeza. Mis hijos me dejaron aquí y los empleados ya no están en la mansión. Pensé que volverían pronto, pero parece que no lo harán. Su voz apenas salía, tan débil como su cuerpo. La verdad era cruel.

 Los hijos querían verla partir cuanto antes. Estaban cansados de ella. La dejaban al sol. Le daban menos comida, ignoraban sus necesidades. Esperaban que la enfermedad hiciera el resto, que se la llevara pronto. Miguel, indignado, gritó, “¡No! Usted no puede quedarse aquí, no puede.” Con cuidado puso las manos sobre sus brazos frágiles y con todo el esfuerzo del mundo empujó la silla de ruedas de regreso hacia el interior de la casa.

 El sudor le corría por la frente, pero no se detenía. Ya adentro, preguntó preocupado, “¿Tiene protector solar? ¿Alguna pomada? ¿Algo para la quemadura?” Graciela señaló con dificultad. En mi habitación, sobre el tocador. El niño corrió hasta allí, revisó los cajones, encontró el protector y una pomada. Leyó la etiqueta con atención.

Dice que es para quemaduras. Debe servir. Dijo regresando rápido. Con cuidado. Comenzó a aplicar la crema en las manos y los brazos de la señora. Doña Graciela observaba aquel gesto con los ojos llenos de lágrimas. Era el mismo niño de la calle, hambriento y solitario, cuidando de ella como un hijo, quizás mejor que un hijo.

 “Creo que se cansaron de mí, mi niño”, murmuró con voz temblorosa. ¿Quieren que me vaya pronto? Y en parte tienen razón, solo doy trabajo. Miguel dejó de hacer lo que estaba haciendo y la miró con firmeza. Claro que no. Ellos son los que están equivocados. Usted merece ser cuidada, no abandonada. ¿Sabe qué? Se me acaba de ocurrir una idea. Dijo esbozando una gran sonrisa.

Graciela arqueó las cejas. Qué idea, mi pequeño. Él infló el pecho y respondió con orgullo. A partir de hoy, mientras sus hijos estén lejos, yo voy a cuidarla. Usted no está sola, doña Graciela. La mujer negó con la cabeza, emocionada, intentando rechazar la propuesta. No, querido, no hace falta.

 Ya me has ayudado demasiado. Pero Miguel fue firme. Aquel día fue el mejor día de mi vida. Si usted no me hubiera dado de comer, quizás ya no tendría fuerzas para estar aquí hoy. Ahora es mi turno de devolverle lo que hizo por mí. Déjeme cuidarla. Las lágrimas corrieron por su rostro sin que pudiera contenerlas.

 Aquel niño tan pequeño, mostraba un amor y una lealtad que sus propios hijos jamás habían demostrado. Graciela sonrió entre lágrimas. Está bien, te lo permito, pero antes que nada quiero verte comer. Tu barriga está rugiendo. Te escucho desde aquí. Él rió avergonzado y la mujer fue hasta la cocina para preparar algo sencillo. Y así nació una rutina. Todos los días, cuando veía que los hijos y la hermana se marchaban, Miguel volvía escondido.

Entraba por el mismo árbol y cuidaba de ella. Le hacía compañía, contaba historias, leía libros, ponía música antigua para que escuchara. A veces bailaban, incluso ahora que ella estaba limitada a la silla de ruedas, reían juntos y por unos instantes, doña Graciela se olvidaba del dolor y de la enfermedad.

Mientras tanto, los hijos y Vilma hablaban con desprecio. Ana Lucía bufó una tarde. ¿Cómo es que mamá sigue viva? No lo entiendo. Dejamos de cuidarla bien hace tiempo. Ya no soporto a esa vieja. Vilma cruzó los brazos y completó fría. Yo tampoco veo la hora de que mi hermana se vaya de una vez. Dan ganas hasta de darle una ayudita.

Osvaldo rió con malicia. Sí que dan ganas, pero no podemos. Eso lo arruinaría todo. Tenemos que esperar a que mamá muera y deje toda la fortuna para nosotros. Entonces sí seremos felices. Rieron a carcajadas. sin saber que el destino ya comenzaba a preparar el castigo.

 Al otro lado de la casa, doña Graciela, sola y débil, reflexionaba sobre todo. El cariño del niño hacía florecer en ella una nueva valentía. Y fue entonces cuando una mañana después de que Miguel se marchó, tomó una decisión, tomó el teléfono y con dificultad marcó un número. Hola, Eduardo, ¿puedes venir ahora mismo? Horas después, el abogado llegó apresurado.

 Al ver a la mujer, empalideció. Doña Graciela, mi amiga, ¿qué ha pasado? Sabía que estaba enferma, pero no en este estado”, dijo sorprendido. Ella sonrió con ternura, aunque la voz apenas le salía. “¡Qué bueno que viniste, Eduardo. Necesito tu ayuda como siempre.” El abogado se sentó a su lado preocupado. “Claro, dígame qué necesita.” La señora respiró hondo.

“La ayuda que necesito es la de siempre. resolver el asunto de mi patrimonio. Quiero redactar un Nuevo Testamento, uno final y quiero que sea leído en mi funeral por una persona especial. Eduardo frunció el ceño intrigado. Una persona especial se refiere a algún familiar. Graciela negó lentamente con la cabeza.

No, Eduardo, no es un familiar. Conforme ella explicaba, el abogado quedó boquia abierto. Casi se le cayó la pluma de las manos. ¿Estás segura de lo que está pidiendo doña Graciela? Preguntó incrédulo. Ella lo miró con serenidad y respondió con firmeza, “Sí, este es mi último deseo. Cúmplalo, por favor. Cúmplalo por todo lo que es sagrado.

 Y al día siguiente de aquel pedido inusual, todo cambió. Doña Graciela despertó con el cuerpo débil, la respiración corta y pronto fue colocada en la silla por sus propios hijos y su hermana. Estaba pálida, la mirada cansada y aún así intentó sonreírles, pero no tardó en llegar el malestar. El mareo vino como una ola. Intentó pedir ayuda, pero el cuerpo ya no respondía.

 Cayó de la silla golpeando suavemente el suelo. Con voz trémula suplicó, “Por favor, ayúdenme, por favor.” Pero Ana Lucía cruzó los brazos fría como el hielo. “Mamá, ya es hora de que se rinda. Si la ayudamos, solo va a sufrir más.” Vilma asintió sin un gramo de emoción. Escucha a tu hija, hermana. Ya es momento de descansar.

 Y Osvaldo con dureza completó sin titubear. Sí, mamá, muérete de una vez. La abandonaron allí, tirada en el suelo como si fuera nada, y se fueron cerrando la puerta. Minutos después, el pequeño Miguel, como de costumbre, llegó. llamó varias veces a su amiga. Doña Graciela, estoy aquí. No obtuvo respuesta. El silencio le heló el alma. Sin pensarlo, escaló el muro, saltó y corrió hacia adentro.

 Al entrar, vio a la señora caída, casi sin vida. “No, doña Graciela”, gritó arrodillándose junto a ella. Desesperado, tomó el celular de la mujer y llamó a emergencias. Mientras pedía ayuda, vio sobre la mesa una fotografía, la misma que habían tomado el día del cumpleaños.

 La tomó y la guardó en el bolsillo, sintiendo que tal vez sería el último recuerdo de su amiga. Antes de ser llevada por los paramédicos, doña Graciela, con esfuerzo, extendió su mano temblorosa y sostuvo la de él. sacó un papel doblado del bolsillo y lo colocó en las manos del niño. Ve a esta dirección, mi pequeño. Gracias por todo y no dejes de creer en tus sueños.

 Gracias por hacerme feliz de nuevo. Las lágrimas caían por el rostro de Miguel, pero él prometió cumplir. Tan pronto como ella fue llevada, corrió hasta la dirección escrita en el papel. Allí estaba un edificio elegante con una placa dorada que decía despacho de abogados Eduardo Novais.

 Mientras tanto, los hijos y la hermana de la millonaria recibieron la noticia. Mamá fue llevada al hospital. Soltó Ana Lucía sorprendida tras recibir una llamada del hospital. corrieron hacia allá intentando entender quién la había encontrado. Cuando llegaron, ella estaba en sus últimos instantes y después de hablar con su abogado y pedir una vez más que cumpliera su último deseo, con la mirada débil, vio a través de la ventana al pequeño Miguel afuera, esperándola angustiado. Sonrió por última vez. Doña Graciela partió en paz.

 Rápidamente se organizó el funeral. Allí, reunidos, los hijos y la hermana se miraban con falsos semblantes de luto, pero por dentro sabían la herencia sería suya. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado. Miguel entró al salón del velorio. Vestía ropa sencilla, el rostro limpio, pero los ojos llenos de lágrimas. Llevaba en las manos una carpeta, el testamento.

 Un murmullo recorrió el lugar. Ana Lucía soltó una carcajada burlona. Esto tiene que ser una broma de mal gusto. ¿Cómo un mocoso como este va a ser el encargado de leer el testamento de mi madre? Vilma y Osvaldo también se indignaron gesticulando y hablando alto, pero Eduardo, el abogado, se levantó y con voz firme declaró, “Silencio, por favor.

 Este era el último deseo de doña Graciela Santiago y se cumplirá hasta el final.” Los tres guardaron silencio por un momento atónitos. Entonces recordaron, aquel niño era el mismo del cumpleaños. Vilma susurró sarcástica. Quizás su madre quería hacer una última obra de caridad en público. Seguro le dejó alguna limosna a este mendigo. Osvaldo río. Debe ser eso. Que lo lea rápido y después nos ocupamos de la fortuna.

Miguel respiró hondo con las manos temblorosas. Abrió el sobre. Dentro había un papel doblado y junto a él una fotografía la que había tomado con ella. Al verla pudo contener el llanto y comenzó a leer en voz alta tratando de contener los soyozos. Mi niño, ¿recuerdas esta foto? ¿Recuerdas cuando sacaste esta sonrisa de mi rostro? Una sonrisa que no tenía desde hacía mucho tiempo. La voz del pequeño niño de la calle temblaba.

 Las personas en el salón se miraban conmovidas. Él continuó con lágrimas cayendo. Esa noche hice mi último deseo de cumpleaños y tú me preguntaste cuál era. Te dije que no podía contarlo, pero ahora, ahora que ya me fui, puedo hacerlo. No pedí nada para mí, pedí por ti. Pedí a Dios que bendijera tus sueños para que algún día tuvieras un hogar.

 Y después entendí que podía cumplir ese deseo aún en vida. El salón entero quedó en silencio. Ana Lucía mordió los labios. Vilma apretó el bolso. Eduardo observaba con el corazón encogido. Por eso te pedí que buscaras a Eduardo, mi abogado. Continuó Miguel leyendo con la voz entrecortada.

 En los últimos años, cuando más necesité a mis hijos y a mi hermana, fui ignorada, despreciada, maltratada. Pero tú, mi niño, me diste más vida de la que ellos me dieron en todos esos años. Me diste cuidado, cariño, amistad, me hiciste sonreír. Las personas en el salón empezaron a llorar discretamente. Miguel respiró profundo y siguió leyendo.

 Y por eso te elijo, te elijo a ti, Miguel Fernández da Silva, como mi único heredero, y te dejo lo que siempre deseaste. un hogar bonito donde vivir y un patrimonio que asegure que nunca falte pan en tu mesa. Pero más que eso, te dejo la misión de usar esta herencia para ayudar a otros como tú, para compartir el bien y el amor que me enseñaste.

Los presentes quedaron estupefactos y entonces llegó el último párrafo. En cuanto a mis hijos y a mi hermana, ha llegado el momento de que cada uno gane su propio sustento. Se acabó la vida de lujos. Ahora tal vez sentirán en carne propia lo que es vivir sin amor y sin respeto. Miguel se secó las lágrimas y leyó las últimas palabras.

Firmado. Doña Graciela Santiago. Un silencio pesado se apoderó del salón. De repente, Ana Lucía explotó. Esto es un absurdo. Mamá no podía hacer esto. Osvaldo gritó fuera de sí. Claro que no. Ese documento es falso. Nosotros somos los herederos. Bilmachillo. Histérica. Ese mendigo asqueroso no se quedará con ni un centavo. Esto es una estafa.

 Pero Eduardo se levantó firme y su voz resonó por todo el salón. Basta. El documento es auténtico y según la ley, como los bienes de doña Graciela están registrados en otro país, un país donde no existe la obligación de dejar la mitad de la herencia a los familiares, ella tenía todo el derecho de donar todo lo que poseía y así lo hizo. Toda la fortuna fue legalmente heredada por el niño Miguel.

 Un murmullo recorrió el lugar. Vilma y los sobrinos quedaron en shock, pálidos, sin reacción. Intentaron de todo para anular el testamento. Trataron de difamar al abogado, amenazaron al niño, pero no sirvió de nada. Durante el proceso se revelaron las grabaciones de las cámaras de la mansión, imágenes que mostraban las negligencias, los malos tratos, la indiferencia cruel con la que trataban a su propia madre. El resultado fue devastador.

 Vilma, Ana Lucía y Osvaldo terminaron procesados y condenados. Lo perdieron todo, incluso la libertad. Miguel, por su parte, fue acogido por Eduardo, quien se convirtió en su tutor legal. Pasó a vivir en la misma mansión donde un día fue humillado, pero ahora con dignidad y cariño. Los años pasaron. Miguel creció, estudió y se convirtió en un hombre bondadoso dedicado a ayudar a niños en situación de calle, cumpliendo así el deseo de doña Graciela.

La señora tuvo un entierro digno, lleno de flores blancas y durante toda su vida, Miguel visitó su tumba. Siempre dejaba una rosa y decía en voz baja, “Gracias, mi amiga, por todo.” Y cumplió su promesa. Nunca dejó de creer en sus sueños y nunca dejó de compartir el amor que aprendió de ella. ¿Tú qué opinas? ¿Estás de acuerdo con la decisión de doña Graciela de dejarlo todo a Miguel? ¿O crees que los hijos, aunque negligentes, merecían una parte? Cuéntamelo en los comentarios.

Y por último, comenta herencia del amor para saber que llegaste hasta el final de este video y así marcar tu comentario con un hermoso corazón. Y si te gustó esta historia, la historia del niño Miguel y de doña Graciela, tengo otra aún más emocionante para ti.

 Solo haz clic en el video que aparece ahora en tu pantalla y te la contaré toda. Un gran abrazo y hasta la próxima historia emocionante. [Música]