En septiembre llegó una chica nueva a la clase, llamada Lourdes. Era tan delgada y frágil que parecía que un fuerte viento podría romperla. Siempre llevaba un jersey cálido, del que sobresalían sus afilados hombros. Su pelo rubio y fino lo llevaba en dos trenzas finísimas con grandes lazos rosas. Sus grandes ojos, en un rostro pálido y triangular, miraban con tristeza y sorpresa.

A Mateo, alto y deportista, le pareció una princesa de cuento a la que había que proteger, y así lo hizo con entusiasmo. Pero las otras chicas no tardaron en odiar a la recién llegada.

—Ni siquiera es gran cosa, pero se las da de importante… Con lo débil que es, y ya se ha llevado al chico más guapo— susurraban con envidia en el recreo.

En el colegio, Lourdes no iba al comedor. La comida le sentaba mal. Cada día traía una manzana grande, de la que mordisqueaba pequeños trozos, masticando tan despacio que no llegaba a terminarla en todo el recreo. Las otras chicas resoplaban al ver en la basura el enorme corazón de la manzana sin terminar. Mateo devoraba su comida y corría a proteger a Lourdes.

La acompañaba a casa con su mochila, y ningún chico se atrevía a burlarse de él. Le habría costado caro, pues Mateo era conocido por su fuerza. Pronto todos se acostumbraron a verlos siempre juntos.

Mateo soportó una dura pelea con sus padres y, al terminar el instituto, no se fue a la universidad en la ciudad. No le importaba dónde estudiar, con tal de no separarse de Lourdes. Se matriculó en un módulo en su pueblo. Los padres de Lourdes adoraban a Mateo y confiaban en él plenamente. Ella sacaba buenas notas, pero los exámenes la agotaban, casi siempre enfermaba después. No había duda de que no seguiría estudiando.

Lourdes era hija tardía, y sus padres la mimaban, temiendo que enfermara o se estresara. Aunque, la verdad, no se ponía mala tan a menudo.

En una reunión familiar, decidieron que lo importante para una chica no era la educación, sino un buen matrimonio. Y en eso, todo iba perfecto. Mateo era un novio ideal. La madre de Lourdes, que era médica, consiguió que la contrataran como secretaria del director de la clínica. Así que Lourdes se sentaba en recepción, tecleando en la máquina y atendiendo llamadas.

Los únicos a quienes no les gustaba Lourdes eran los padres de Mateo. No era la novia que habían soñado para su hijo. Intentaron hacerle entrar en razón, diciéndole que no se daba cuenta de la vida que le esperaba. Tampoco podría darle hijos…

Pero Mateo no pensaba en eso. Le encantaba proteger a aquella chica frágil. A su lado, se sentía aún más fuerte. Le gustaba que fuera diferente a las demás, y cómo lo miraba con sus enormes ojos grises. Pero sus padres lo atormentaron tanto con discursos sobre el matrimonio que, al final, le propuso matrimonio.

Sus padres estaban felices. Ahora podían morir tranquilos, su hija estaba a salvo. Eso sí, Lourdes no sabía nada de labores del hogar. Decidieron que, tras la boda, vivirían con ellos hasta acostumbrarse. Su piso era más grande.

A los padres de Mateo también les pareció bien. Al menos su hijo comería bien.

Los jóvenes vivían en paz. No tenían motivos para pelearse. Cuando Lourdes se quedó embarazada, sus padres no lo creían. Incluso en los últimos meses, apenas se le notaba la tripa. Además, no parecía haber mucha pasión entre ellos. Nunca se oía un suspiro de su habitación.

A Lourdes le prohibieron cargar con nada pesado para que pudiera llevar el embarazo a término. Sus padres incluso les hicieron dormir separados. Compraron un sofá para Mateo.

A él no le gustaba dormir lejos de su mujer, así que empezó a irse a casa de sus padres. Y todos lo aceptaron, excepto ellos, que no paraban de quejarse de que se había casado con esa flaca, que acabaría siendo su criado. Él se enfadaba y se iba con sus amigos.

Una de esas noches conoció a Natalia, una morena fuerte, curvilínea y descaradamente sexy. La atracción entre ellos fue inmediata. Perdieron la cabeza, abrazándose con desesperación cada vez que se veían.

Sus padres le reprochaban que abandonara a su esposa justo cuando más lo necesitaba. Pero Lourdes no parecía preocuparse. Solo escuchaba al bebé moviéndose dentro de ella y comía más que nunca. El niño se calmaba solo al aire libre, así que pasaba horas en el balcón leyendo.

Quizás el niño heredó el temperamento de su padre, o quizás le aburría estar encerrado, pero nació antes de tiempo. Aunque pequeño, era vivaracho y se parecía mucho a Mateo. Hasta los padres de Lourdes lo reconocieron y se alegraron.

Mateo estaba con Natalia cuando sucedió. Llegó al hospital al día siguiente, cuando su madre le avisó. Se quedó mirando a Lourdes, aún más delgada y pálida tras el parto.

Al salir del hospital, Mateo llevaba al niño en brazos todo el camino. Lourdes estaba demasiado débil. Nadie entendía cómo había logrado dar a luz. Tenía el pecho pequeño, como una adolescente, pero producía mucha leche. El niño engordó rápidamente y en un mes ya era un bebé robusto y sano.

Los padres se encargaron del niño. A Lourdes solo le dejaban pasearlo en el cochecito. Miraba a su hijo dormir y no podía creer que fuera suyo. No se parecía en nada a ella, era igual que Mateo.

Al principio, Mateo volvía corriendo del trabajo a casa. Pero luego retomó sus noches con Natalia. Aunque siempre dormía en casa, con Lourdes.

Todos entendían que la vida con Lourdes no era fácil, así que dejaban a Mateo en paz. Algún día recapacitaría.

Pero Natalia no soportaba que ahora volviera a casa, que pasara menos tiempo con ella. Se puso celosa y le exigió que se divorciara.

—¿Para qué quieres a esa escuálida? No sirve ni para la casa ni para la cama. Es hora de que te decidas— insistía.

Las peleas con Natalia lo agotaron. En cambio, Lourdes nunca le reprochaba nada. Cuando llegaba a casa, ella le contaba los avances de su hijo. Cuando lo tomaba en brazos, el corazón de Mateo se derretía de amor. Pero seguía sintiendo esa atracción irrefrenable por Natalia.

Hasta que todo acabó. Tras una última discusión, Mateo no fue a verla en días. Cuando finalmente fue, una vecina le dio una carta donde Natalia decía que estaba harta de compartirlo, que había encontrado a otro hombre y se iba con él. Que no la buscara.

Mateo se emborrachó como nunca. Llegó tambaleándose a casa de sus padres y se desplomó en la puerta. Cuando despertó, volvió con Lourdes. Ella no le hizo preguntas, solo se alegró de que ahora volviera directo a casa. Y su hijo, Javier, no se separaba de él. Solo su padre podía lanzarlo al aire o convertirse en su caballo.

En su esposa y su hijo encontró consuelo. Ahora pasaba todas las tardes con Javier, que lo adoraba. Ambos eran alegres, inquietos, idénticos. Lourdes entendía que sobraba en su compañía, pero no se resentía, dejando que Mateo liderara la crianza.

Cuando Javier estaba en quinto de primaria, murió el padre de Lourdes. Su madre lo siguió un año y medio después. La pena la consumió. A Lourdes no le quedó más remedio que aprender a llevar la casa. Mateo y Javier la ayudaban: limpiaban, compraban.Con el tiempo, Lourdes encontró la paz en los pequeños momentos, en las risas de sus nietos y en la certeza de que, aunque Mateo ya no estaba a su lado, su amor seguía vivo en cada rincón de su vida.

Cuando el amor no hace ruido

Los años pasaron y la vida en casa de Mateo y Lourdes se volvió tranquila, casi como un pacto silencioso. No se hablaban mucho, pero tampoco discutían. Lourdes hacía lo que podía en casa, con movimientos suaves y manos finas que no parecían hechas para fregar suelos ni cortar verduras. Mateo trabajaba todo el día y regresaba tarde, cansado, aunque ahora solo bebía en las celebraciones. Javier, con la energía y la alegría propias de su edad, iluminaba el hogar como si todo lo demás no importara.

Lourdes era una madre presente, pero discreta. No criaba con gritos ni castigos. Observaba, corregía con ternura y se mostraba feliz solo con ver que Javier comía bien, dormía tranquilo y crecía fuerte. Nadie habría dicho que aquella mujer tan delicada hubiera criado a un niño así. Parecían polos opuestos: ella, frágil y silenciosa; él, impulsivo y vital.

Cuando Javier cumplió quince años, Mateo lo llevó a un partido de fútbol en la ciudad. Era la primera vez que padre e hijo hacían algo así a solas. Volvieron riendo, sudados, con una bufanda del equipo ganador colgada al cuello. Lourdes los esperaba en la cocina, preparando chocolate caliente. Esa noche, Mateo la miró con atención por primera vez en mucho tiempo. Ya tenía arrugas suaves en las comisuras de los ojos, y el cabello empezaba a perder su rubio brillante. Pero seguía teniendo aquella mirada… profunda, lejana, como si estuviera siempre escuchando algo que los demás no podían oír.

—Gracias —dijo Mateo, sin que ella preguntara por qué.

Ella sonrió apenas, y le sirvió el chocolate más espeso, como le gustaba.


Una visita inesperada

A los pocos meses, apareció Natalia. Había vuelto al pueblo por una herencia y pasó frente a la casa de Lourdes, empujada por la curiosidad. Tocó el timbre con seguridad, como si nada hubiera pasado. Lourdes abrió. Natalia se quedó inmóvil unos segundos.

—Hola… soy Natalia —dijo, como si hiciera falta.

Lourdes asintió con cortesía.

—Mateo no está. Pero si quieres pasar…

Natalia entró. En el salón, vio las fotos familiares: Javier jugando al fútbol, Mateo en un picnic, Lourdes con su hijo en brazos cuando era bebé.

—¿Sigue contigo? —preguntó Natalia.

Lourdes la miró con calma.

—Sí, aunque ya no soy lo primero en su vida. Ahora lo es Javier.

—Nunca entendí cómo te eligió a ti. —Natalia no pudo evitar el veneno.

—Yo tampoco —respondió Lourdes—. Pero aquí está. Y ya no se trata de él, ni de mí. Sino del hijo que tenemos.

Natalia guardó silencio un momento.

—¿Y tú? ¿Eres feliz?

Lourdes no respondió de inmediato. Luego, bajó la mirada hacia una figura de madera que Javier le había tallado en el colegio: un pájaro diminuto.

—Creo que sí. Tal vez no como en los cuentos. Pero sí, lo soy.

Natalia se fue sin decir adiós.


La calma después de todo

Mateo no preguntó por aquella visita. Pero esa noche, Lourdes dejó abierta la puerta del dormitorio por primera vez en años. Él se acostó a su lado, en silencio. No hablaron, no se tocaron. Pero dormían en la misma cama. Como si todo lo vivido, con sus errores, pérdidas y silencios, hubiera construido un puente invisible entre ellos.

Javier se convirtió en un muchacho fuerte, bondadoso, que respetaba a su madre con una ternura especial. Nunca se avergonzó de su fragilidad. Decía que ella le había enseñado que la fortaleza no siempre se grita.


Y al final…

Cuando Javier tuvo a su primer hijo, Lourdes lo sostuvo en brazos y recordó la primera vez que había sentido esa calidez. El niño tenía los mismos ojos grises de Mateo. Se llamaba Mateo también.

Mateo padre ya no estaba. Un infarto repentino se lo llevó una tarde de invierno, mientras jugaba con su nieto en el parque. Lourdes no lloró. Solo se sentó en su sillón, miró por la ventana y murmuró:

—Gracias por todo lo que fuiste.

En el funeral, Natalia se presentó sola, sin hablar con nadie. Miró a Lourdes desde lejos y bajó la cabeza, como si al fin entendiera que hay amores silenciosos que duran toda la vida, aunque nunca hayan sido estruendosos ni perfectos.

Lourdes siguió viviendo tranquila, rodeada de fotos, libros y nietos. No volvió a enamorarse. No lo necesitaba. Porque el amor que vivió —aunque lleno de renuncias, silencios y ausencias— fue suficiente.

Y quizás, pensaba ella, fue real precisamente por eso.

Fin.