Necesito Hacer El Amor… No Te Muevas O Te Dolerá Más, Seré Rápido…” Susurró El Hombre Sosteniéndola

En el polvo ardiente del desierto de Sonora, donde el sol quemaba la tierra como hierro al rojo vivo, cabalgaba un hombre solitario. Su nombre era Javier el Cuervo Morales, un pistolero con cicatrices que contaban historias de balas y traición. Su sombrero gastado sombreaba unos ojos negros que habían visto demasiado muerte.
En la cadera llevaba un revólver oxidado y un secreto que lo carcomía por dentro. Era 1875 y la frontera entre México y los Estados Unidos era un infierno de bandidos, rancheros y leyendas olvidadas. El viento caliente azotaba su ponchó mientras su caballo, un mustang flaco, trotaba hacia el pueblo fantasma de Río Seco.
Javier buscaba refugio, pero sobre todo buscaba a una mujer. No cualquier mujer, Rosa López, hija de un viejo ascendado asesinado años atrás por apaches. Rosa era una belleza de piel morena, con curvas que volvían nocos a los vaqueros y una lengua afilada como cuchillo. Pero Javier no venía por amor, sino por venganza, o eso se decía a sí mismo.
De pronto, un disparo rompió el silencio. Javier tiró de las riendas y su caballo se encabritó. En el horizonte apareció una figura a caballo envuelta en polvo. Era un bandido con un paliacate rojo cubriéndole el rostro. “Dame tu oro, cabrón!”, gritó el atacante apuntando con un rifle Winchester. Javier ni se inmutó.
Su mano voló al revólver y en una fracción de segundo el bandido cayó muerto al suelo con un agujero en el pecho. La sangre tiñó la arena. Javier escupió junto al cadáver. No tengo oro, solo plomo. Siguió cabalgando, pero el encuentro lo dejó intranquilo. Río Seco apareció al atardecer, un puñado de edificios en ruinas, un celú con puertas batientes rotas, una iglesia sin cruz y un pozo seco que le daba su nombre al lugar.
Javier desmontó y amarró su caballo a un poste. El pueblo parecía desierto, pero sentía miradas desde las sombras. Entró al celú, donde el aire apestaba a whisky rancio y humo de puro. Desde el mostrador, un cantinero gordo con bigote lo miró con desconfianza. ¿Qué quiere, forastero? Javier pidió un tequila y se sentó en una mesa tambaleante.
De fondo, una mujer cantaba una ranchera triste, su voz rasposa como el desierto mismo. Era rosa. Sus miradas se cruzaron y por un instante el tiempo se detuvo. Ella lo reconoció al instante. Javier había sido el amante de su hermana muerta, desaparecida en un asalto de contrabandistas. Rosa terminó su canción y se acercó con un vestido rojo que le abrazaba el cuerpo como segunda piel.
Javier Morales, creí que estabas muerto. Él sonrió con amargura. Casi vine por ti. Ella rió, pero sus ojos brillaban de miedo. Por mí o por el oro que mi padre escondió antes de morir. Javier no respondió. En cambio, la tomó del brazo y la llevó a un callejón detrás del celú, donde la luna iluminaba el polvo.
Allí, en la penumbra, susurró, “Te tengo que amar. No te muevas o va a doler más. Soy rápido. La empujó contra la pared de adobe, sus manos ásperas recorriendo su cuerpo. Rosa jadeó, mitad por susto, mitad por un deseo prohibido. Era amor o violencia. Javier la besó con fuerza. Sus labios sabían a sal y tequila.
Ella se resistió al principio arañándole la espalda, pero luego se dejó llevar por la fiebre de la noche. El desierto callaba. testigo mudo de su unión salvaje. Pero no estaban solos. Desde las sombras, un par de ojos los observaba. Era el lobo, líder de una banda de forajidos que controlaba río seco alto, con cicatrices de navaja en el rostro y un sombrero negro adornado con plumas de cuervo.
El lobo había reclamado a Rosa como suya. Esa mujer es mía”, murmuró cargando su Colt. Esperaba el momento justo. Javier y Rosa yacían exhaustos en el suelo del callejón. “¿Por qué ahora?”, preguntó ella con voz temblorosa. “Porque sé la verdad. Tu padre no murió por apaches. Lo mataste por el oro.” Rosa palideció. “Mentira.” Pero sus ojos la delataban.
Javier se levantó y se ajustó el cinto. Lo escondiste en la mina abandonada. Lo voy a tomar. Ella lo miró con odio. Si vas, te matarán. Un disparo resonó. Javier se arrojó al suelo esquivando la bala por un pelo. El lobo salió de las sombras con dos pistoleros. Morales, deja a mi mujer o muere. Javier desenfundó y disparó, matando a uno de los hombres.
El segundo le respondió y le rozó el hombro. La sangre brotó caliente y pegajosa. Rosa gritó y corrió al celú. La pelea estalló en la calle principal. Las balas zumbaban como avispas furiosas. Javier se cubrió tras un barril y disparó con precisión letal. Mató al segundo pistolero, pero el lobo era astuto.
Se acercó por un lado y lo sorprendió. Te voy a destazar, cabrón. Javier sintió el cañón en la nuca. Era el fin. En ese momento, un disparo retumbó. No era un trueno, era Rosa, que había tomado un rifle del celú. La bala acertó al lobo en el hombro y este huyó de dolor. Javier aprovechó y lo derribó. Esto es por mi hermana, dijo Rosa apuntando al pecho del bandido.
Pero él lo borrió. Tu hermana. La maté después de usarla. Igual que a ti. Rosa disparó y el lobo cayó muerto en el polvo con los ojos abiertos. Javier se levantó y se vendó la herida con un trapo. Tenemos que irnos. La banda vendrá. Rosa asintió, pero sus ojos estaban fríos. Montaron el caballo y cabalgaron hacia la mina abandonada al norte del pueblo.
El desierto nocturno era un mar de estrellas, pero el peligro acechaba. Los coyotes aullaban, las sombras se movían entre las dunas. Al amanecer llegaron a la mina un agujero negro en la montaña con vigas podridas y ecos fantasmales. Javier encendió una antorcha. Dime dónde. Rosa lo guió adentro, sus pasos crujiendo en la grava.
Bajaron por un túnel angosto, el aire pesado de tierra húmeda. “Aquí”, dijo ella señalando una pared falsa. Javier cabó con una pala oxidada que encontró y destapó un cofre de madera. Dentro brillaban monedas de oro como pequeños soles. “Somos ricos”, murmuró Javier. Pero Rosa sacó un deriñe de su bota. “No, yo soy rica”, apuntó a su cabeza. “Tus obras.
” Javier se quedó helado. “¿Me traicionas?” Ella sonrió como a mi padre. Me golpeaba, me usaba, lo maté y le eché la culpa a los apaches. Tu hermana lo descubrió, así que la entregué al lobo. La revelación golpeó a Javier como un puñetazo. Había amado a la hermana de Rosa y todo era una mentira. Traidora intentó moverse, pero ella disparó.
La bala le rozó la oreja y él se lanzó sobre ella. Lucharon en la oscuridad, rodando por el suelo. Rosa era fuerte, arañaba y mordía. Javier la sujetó. Te tengo que amar. No te muevas o va a doler más. Soy rápido”, susurró de nuevo, “ahora con sarcasmo amargo. No era pasión, era dominio.
” La besó con rabia, sus cuerpos enredados en un baile de odio. Rosa gemía, dividida entre resistirse y rendirse. El oro desparramado brillaba a su alrededor, testigo de su locura. Exhausto, Javier la ató con una cuerda. Te llevaré con el Cif en Tucson. Pagarás por todo. Pero el destino tenía otros planes. Un estruendo sacudió la mina. Dinamita.
La banda de lobo había llegado, alertada por los disparos. Las rocas colapsaron bloqueando la salida. Javier y Rosa quedaron atrapados en la oscuridad. “Maldita sea”, gritó él. Ella rió histérica. “Moriremos juntos, amor. Pasaron horas. El aire se volvía pesado, el hambre roía. Javier cabó con las manos sangrantes.
Rosa, desatada por piedad, ayudó. En la penumbra surgieron confesiones. Lo siento por tu hermana, dijo ella. Fue celos. Quería lo que ella tenía. A ti. Javier la miró. Amor. Ella asintió. En este infierno. Sí. Encontraron una grieta y se arrastraron al exterior donde la banda esperaba. Cinco hombres armados liderados por el hermano de lobo, un gigante llamado Toro. La quiero viva para torturarla.
Javier y Rosa pelearon espalda con espalda. Él disparó, mató a dos. Ella tomó un rifle caído y abatió a otro. Las balas silvaban. La sangre salpicaba la arena. Toro cargó como búfalo. Javier lo esquivó y le disparó en la rodilla. El gigante cayó aullando. Los últimos bandidos huyeron. Victoriosos, Javier y Rosa se miraron.
El oro se perdió en el derrumbe, pero tenían algo más. Una alianza forjada en fuego. Camino al horizonte, Javier susurró, “Quizá no eres tan mala.” Rosa sonrió. “O quizás sí, pero contigo seré lo que quieras. El desierto los tragó, dejando un rastro de cadáveres y secretos. Años después, las leyendas hablaban de una pareja de pistoleros que robaba a los ricos y daba a los pobres, como un Ravenhood del oeste.
Algunos decían que eran fantasmas, otros que vivían y se amaban bajo las estrellas, donde el dolor y el deseo se fundían. Pero en Río Seco, el viento susurraba la verdad. El amor en el oeste era una bala cargada, lista para matar o salvar. Y Javier y Rosa danzaban eternamente en esa cuerda floja.
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