Necesito Un Heredero… “Así Serás Mía Noche Tras Noche Hasta Que Me Des Un Hijo”

Necesito un heredero. Así serás mía noche tras noche hasta que me des un hijo”, ordenó el granjero. En el corazón del desierto chihuahüense, donde el sol quema como plomo derretido y los nopales se alzan como centinelas, se extendía el rancho El álamo. Era 1885 y don Julián Herrera, un ranchero norteño de pura cepa, mandaba sobre miles de cabezas de ganado y un puñado de vaqueros leales.

alto, ancho de espaldas, con bigote espeso y ojos que parecían carbones apagados. Julián era un hombre que hablaba poco y pegaba duro. La epidemia de cólera se había llevado a su Lidia y al pequeño Miguel 3 años atrás. Desde entonces, su corazón era puro pedernal. No quería amor, no más un heredero que llevara su sangre y su apellido.

 A dos días de trote, en el pueblo polvoso de Guaimín, vivía Sofía Morales. 20 abriles, trenzas negras como la noche sinaloense y ojos verdes que brillaban como esmeraldas en el arroyo. Su papá, don Refugio, se había endeudado hasta el cuello con Julián por un préstamo para comprar semilla. Cuando el viejo murió de fiebre, la deuda cayó sobre Sofía como lazo de vaquero.

 El ranchero mandó recado. O paga o se casa conmigo. Necesito un hijo. Sofía llegó al rancho en una carreta chirriante con un baúl de ropa raída y el orgullo de los morales. Los vaqueros la miraron de reojo. Órale, la patrona nueva. Julián la esperaba en el porche. Sombrero tejano calado hasta las cejas. Botas de avestruz relucientes.

Bienvenida, muchacha, gruñó sin sonreír. Aquí no hay flores ni serenatas. Tú me das un heredero y te dejo vivir como reina. Si no, te vas de vuelta al polvo. Esa noche la luna llena bañaba los corrales. Julián entró al cuarto como toro en rodeo. Sin palabras dulces, sin caricias, solo el deber. Sofía apretó los dientes, sintió el peso de aquel hombre curtido por el sol y el viento, pero en la oscuridad, entre los jadeos, algo se movió dentro de ella.

 No era solo miedo, era fuego. El cuerpo de Julián, marcado por cicatrices de lazos y espuelas, olía a cuero y sudor de hombre de a caballo. Ella, que nunca había conocido varón, se abrió como flor de maguei bajo el sol. Los días se volvieron rutina norteña. Al amanecer, Sofía ordeñaba vacas con las otras mujeres, preparaba frijoles con chile, piquín y tortillas de harina grandotas.

Julián salía con la remuda a marcar terneros, gritando, “¡Arre cabrón!” A los rezagados. Por las noches él llegaba oliendo a estiércol y humo de fogata. Se quitaba la camisa, dejaba ver el pecho peludo y los músculos que parecían tallados en mezquite. “Ven”, ordenaba. Y ella iba. Al principio era puro trámite, el encima rápido, como quien marca una rez.

 Pero Sofía empezó a moverse, a arquear la espalda, a morderle el hombro. “¡Carajo! Mujer”, gruñía él sorprendido. Ella le clavaba las uñas en la espalda, le susurraba al oído. “Más despacio, Julián, así.” Las noches se hicieron largas, calientes, llenas de gemidos que espantaban a los coyotes. Sofía no era tonta. Empezó a usmear.

Abrió cuartos cerrados con llave. Encontró juguetes de madera tallada por el pequeño Miguel. Un caballito de palo. Halló el diario de Lidia. Julián ríe cuando Miguel le dice, “Papá grande, ojalá nunca se vaya esa risa.” Sofía lloró en silencio. Limpió el altar de la Virgen de Guadalupe, puso flores de bisnaga.

 Poco a poco el rancho dejó de oler a polvo y tristeza. Una mañana de invierno, el viento norte soplaba como demonio. Un becerro se perdió en la tormenta de nieve que azotaba la sierra. Sofía, envuelta en un zarape, salió con un lazo. Lo encontró temblando junto a un arroyo helado. Lo cargó como pudo, lo calentó contra su pecho.

 Cuando Julián la vio llegar, cubierta de escarcha, con el animalito en brazos, algo se rompió en su coraza. Corrió, la abrazó fuerte, por primera vez sin ser noche. “Pinche mujer loca”, murmuró, pero su voz temblaba. Te hubieras matado. Esa noche no hubo orden. Julián la besó despacio, como quien prueba mezcal a ñejo.

 Le quitó la blusa con manos torpes. Besó cada cicatriz de su vida dura. Sofía se entregó entera, llorando y riendo. Te quiero, Julián, aunque seas un cabrón testarudo. Los problemas no tardaron. Silas Black, un gringo ladrón de agua, vecino del rancho de al lado, cerró el ojo de agua que compartían. Luego prendió fuego a los pastizales.

Julián, ciego de rabia, encilló su caballo a la sá y juró, “Ese hijo de la chingada no ve otro amanecer.” Sofía no lo dejó ir solo. Cabalgó a su lado hasta el pueblo. Habló con el marsal federal, un tejano bigotón. Tengo pruebas”, dijo sacando un papel quemado. Silas firmó esto. El marzal, impresionado por la muchacha valiente, organizó una partida.

 Black terminó en la cárcel de Chihuahua, mascullando maldiciones. Meses después, en plena noche de tormenta, Sofía gritó de dolor. “Las comadronas corrieron. ¡Ya viene! Pusen. Julián caminaba de un lado a otro en el corredor, botas resonando como truenos. Cuando el llanto del bebé rompió el silencio, entró corriendo. Daniel, morenito, con ojos verdes como su madre, berreaba fuerte.

 Julián lo tomó en brazos. Las lágrimas rodaron por sus mejillas curtidas. “Mira, Lidia, mira, Miguel, tengo un hijo.” Besó la frente de Sofía. Perdóname, amor. Fui un idiota, pero la paz duró poco. Black escapó de la cárcel con una pandilla de pistoleros. Llegaron al rancho al amanecer disparando. Julián salió con su Winchester, pero eran muchos.

Entonces pasó lo impensable. Todo Guaimín apareció. Vaqueros, campesinos, hasta el padre del pueblo. Nadie toca al patrón Julián. La balacera duró minutos. Black cayó con una bala en el pecho, murmurando, “Maldita mexicana.” Un año después, el rancho El Álamo era otro. Niños corrían entre las reces, risas llenaban los corrales.

 Julián construyó un columpio para Daniel. Le enseñaba al azar. Por las noches ya no ordenaba, pedía, “Ven, mi reina.” Y Sofía se acurrucaba en su pecho, sintiendo latir el corazón que había aprendido a amar. Julián colgó su revólver en la pared. “La verdadera herencia no es la tierra”, decía mientras mecía a Daniel.

 “Es este chamaco y la mujer que me dio otro chance.” Sofía sonreía sabiendo que había domado al toro más bravo del norte y bajo las estrellas de Chihuahua, el rancho volvió a ser hogar. Fin.