—No hace falta que digas nada —lo interrumpió ella con frialdad—. Solo quiero entender una cosa: ¿cómo llegó a tu joyero lo que estaba en el mío?

Diana observaba el colgante sobre la mesa como si fuera una prueba en un juicio silencioso. La mariposa de oro, con las alas dobladas como formando una pequeña casa, brillaba bajo la luz cálida del comedor. Karina seguía hablando nerviosamente, intentando llenar el silencio.

—Tal vez fue un regalo de cumpleaños… uno de esos que no recuerdas bien… —rió sin convicción, bebiendo un sorbo de vino.

Roma no dijo una palabra. Había dejado de fingir desde hacía rato. Su mirada estaba fija en su servilleta, que apretaba con tal fuerza que los nudillos se le veían blancos.

Diana extendió la mano y acarició el colgante. Lo conocía con los ojos cerrados. Era su colgante. No uno parecido. Exactamente ese. Sentía cada rasguño, cada milímetro de la forma. El mismo que había sostenido entre los dedos cuando nació su hija. El mismo que su madre había llevado consigo durante décadas.

—¿No te parece curioso, Karina? —dijo finalmente con suavidad, pero con la voz firme—. Que esta “baratija” tenga las mismas grietas que mi colgante perdido.

Karina se quedó helada. La sonrisa se le borró.

—¿Perdido? —preguntó en voz baja.

—Sí. Hace seis meses. El día que Roma y yo tuvimos aquella discusión. ¿Recuerdas? El día que saliste tras él, para “calmarlo”.

Un silencio cayó como una losa sobre la mesa. Roma levantó la mirada al fin. Sus ojos eran los de un hombre atrapado.

—Diana… yo…

—No hace falta que digas nada —lo interrumpió ella con frialdad—. Solo quiero entender una cosa: ¿cómo llegó a tu joyero lo que estaba en el mío?

Karina abrió la boca, pero no salió sonido. Luego bajó la vista. Lentamente, se quitó el anillo de su dedo y lo dejó también sobre la mesa.

—Lo siento —murmuró.

Diana se puso de pie, tomó su colgante con manos temblorosas y se lo colocó al cuello. Sentía el peso reconfortante del recuerdo, de la verdad, de su madre, de su hija.

—Roma, te daré diez minutos para recoger tus cosas —dijo en voz baja—. Y Karina… gracias por cuidar mi colgante. Ya no cuidas nada más.

Esa noche, Diana se sentó frente al espejo. Se desabotonó la blusa, dejando ver la mariposa dorada reposando sobre su pecho. Tocó suavemente las alas, que seguían formando esa pequeña casa, símbolo de todo lo que había querido proteger.

En la habitación contigua, Nina dormía abrazada a su peluche. La casa estaba en paz.

Diana se miró al espejo y sonrió. No con rencor. Con fuerza.

Porque a veces, cuando algo se rompe… es solo para que vuelvas a armarlo, esta vez, a tu manera.