Larisa apenas podía mantener los ojos abiertos, su cuerpo tan débil que cada paso que daba era como atravesar un océano de arena pesada. La casa, su hogar, parecía un mundo lejano, y el amor que una vez había creído poseer se desvanecía como el sol al final de un día sin esperanza. Gleb la observaba con una falsa preocupación, su expresión se llenaba de frialdad con cada segundo que pasaba.

— Vamos, cariño, ya casi hemos llegado —dijo Gleb, con una calma inquietante.

Pero Larisa no podía hacer nada más que seguirlo. Cada vez que su mente intentaba aferrarse a una ilusión de esperanza, su cuerpo le respondía con un dolor punzante. La cabaña que se levantaba ante ella era una especie de pesadilla, con sus paredes inclinadas y su aspecto de ruina olvidada por el tiempo.

— ¿Estás seguro de que la curandera vive aquí? —preguntó Larisa, su voz temblando por el miedo y el agotamiento.

Gleb sonrió con una extraña satisfacción en su rostro.

— Claro, querida, aquí está. Solo un poco más… —la urgió mientras la empujaba hacia el porche desvencijado.

Larisa se desplomó en el banco de madera con un suspiro de alivio momentáneo. Las sombras de la cabaña parecían devorar la luz, y el aire estaba impregnado de polvo y humedad. Miró a Gleb, quien estaba parado a su lado con una expresión que ya no escondía nada de su verdadera naturaleza.

— Gleb… aquí no vive nadie… —susurró, su voz apenas audible.

— ¡Es cierto! —rió él, su risa sonaba vacía. — Nadie ha vivido aquí durante años. Y si tienes suerte, morirás de muerte natural… y si no… —hizo una pausa, disfrutando de su poder. — Te encontrarán los animales salvajes.

Larisa no podía creer lo que escuchaba. Estaba tan exhausta que ni siquiera podía levantarse de la banca para confrontarlo. ¿Cómo había llegado a este punto? Un matrimonio que comenzó como una ilusión, se convirtió en una pesadilla donde la traición y la codicia habían comenzado a corroer cada rincón de su ser.

Gleb, cuya presencia siempre había sido tan magnética al principio, había dejado claro su desprecio. Lo único que Larisa representaba para él era un medio para alcanzar la riqueza, y ahora que había logrado todo lo que quería, ya no la necesitaba más.

— ¿Y mi dinero no me da asco? —musitó Larisa, con la boca reseca por el miedo y la incredulidad.

— ¡Es MI dinero! —gritó Gleb, mientras comenzaba a caminar alrededor de la cabaña como un animal enjaulado. — Si hubieras registrado todo a mi nombre, estaríamos en otro lugar ahora. Pero fuiste terca…

Larisa cerró los ojos, incapaz de soportar más. Sabía que Gleb no solo había destruido su vida, sino que ahora la había condenado a morir en ese lugar solitario. La sensación de traición era tan grande que sentía que el aire ya no la alcanzaba.

Fue entonces cuando escuchó el crujido en la puerta. Algo cambió en el aire, y un estremecimiento recorrió su espalda. Abrió los ojos con dificultad, y allí, frente a ella, apareció una niña. No tenía más de siete u ocho años, con una chaqueta demasiado grande para su pequeño cuerpo y los ojos brillando con una mezcla de curiosidad y dulzura.

— ¡No tengas miedo! —le dijo la niña, sentándose junto a ella.

Larisa, sorprendida, trató de incorporarse.

— ¿De dónde eres? ¿Cómo terminaste aquí?

La niña sonrió de manera traviesa.

— Ya estuve aquí antes. Cuando papá me trae, yo me escondo. ¡Que se preocupe él! —dijo con una espontaneidad que hizo que Larisa olvidara por un momento su agonía.

— ¿Te está haciendo daño? —preguntó Larisa, con la voz quebrada.

— ¡No! Solo me obliga a ayudar! Si no escucho, me hace lavar los platos. ¡Toda una montaña! —La niña extendió los brazos con frustración.

Larisa, a pesar de la dolorosa situación, no pudo evitar sonreír débilmente.

— Quizá solo esté cansado. Si tuviera a mi papá… haría todo por él…

— ¿Murió tu papá? —preguntó la niña.

Larisa asintió con la cabeza, una lágrima resbalando por su mejilla.

— Sí… hace mucho tiempo… —susurró.

La niña se quedó pensativa, luego, con una extraña sabiduría para su corta edad, dijo:

— Todos morirán…

Larisa, sorprendida por la solemnidad de la niña, intentó preguntar más, pero la niña la interrumpió con una expresión decidida.

— ¡No, no! ¡Voy a ir tras papá! ¡Lo voy a ayudar! Él cura a todos en el pueblo. ¡Solo que no pudo curar a mamá!

Larisa, casi sin aliento, murmuró:

— ¿Cómo es eso?

La niña se levantó y se dirigió hacia la puerta, mirando atrás una última vez.

— ¡Mi papá es un hechicero!

Larisa la miró, incrédula. ¿Un hechicero? En ese momento, el dolor y la desesperación se vieron reemplazados por una chispa de curiosidad.

— Cariño, no existen esas cosas… —dijo Larisa con una sonrisa forzada, aunque su alma temblaba.

— ¡Sí que existen! Tú marido lo dijo, que crees en ellas. Bueno, no estés triste, ¡volveré pronto! —dijo la niña antes de desaparecer entre las sombras del bosque.

Larisa se quedó mirando la puerta cerrada, el viento susurrando entre los árboles. ¿Realmente podría ser un hechicero? Sus pensamientos dieron vueltas, pero había algo en esa niña que la hacía creer que todo podría ser posible.

En la cabaña solitaria, el futuro de Larisa se entrelazaba con un destino inesperado. ¿Era esa niña, o el hechicero, su única esperanza?

— Mi vida… no está terminada, no aún… —pensó Larisa, un leve destello de esperanza brillando en su corazón mientras la oscuridad rodeaba el lugar.

Larisa se quedó allí, en el banco de madera, mirando la puerta cerrada por donde había desaparecido la niña. El aire parecía pesado, cargado de una extraña mezcla de incertidumbre y algo que podría ser esperanza. El dolor que había sentido durante los últimos días comenzó a atenuarse, no por completo, pero sí en parte, como si la presencia de la niña hubiera desbordado algo que Larisa había mantenido atrapado en su interior.

Por un momento, pensó que tal vez la vida no se había desvanecido por completo. La niña había hablado con una sinceridad desconcertante, y aunque las palabras de Gleb seguían resonando en su mente, ahora le parecía que algo, en algún lugar muy profundo, aún podía cambiar.

De repente, escuchó el crujido de los árboles. Gleb apareció en la puerta, sus ojos brillando con esa luz fría y vacía que Larisa había aprendido a temer. Se acercó lentamente, como un depredador que sabe que la presa está agotada, esperando el momento preciso para atacar.

— ¿Y qué fue eso? —preguntó Gleb, mirando hacia donde la niña había desaparecido.

Larisa lo miró con una calma inesperada. Ya no tenía miedo de él. Tal vez lo que más le aterraba ahora era la idea de morir sin luchar, sin darle una última oportunidad a su vida. Se levantó del banco con más esfuerzo del que imaginó tener, pero el peso de la determinación llenaba sus venas. Ya no iba a ser su víctima.

— No sé qué estás buscando, Gleb, pero no tengo nada más que darte. —dijo, su voz quebrada pero firme.

Gleb frunció el ceño, sorprendió por la dureza en las palabras de Larisa. Pero no mostró miedo, solo una irritación que lo hacía más peligroso. Se acercó a ella, pero en vez de golpearla como solía hacerlo, sus ojos brillaron con una extraña avaricia.

— ¿Qué has hecho, Larisa? ¿Crees que alguna niña insignificante cambiará tu destino? —su voz estaba llena de veneno.

Larisa lo miró por un largo momento, sus ojos fijos en los de él. Sabía que la situación estaba lejos de terminar, pero algo en su corazón se encendió cuando recordó las palabras de la niña. “Mi papá es un hechicero”.

— No todo está perdido, Gleb. Tal vez tú lo hayas decidido, pero yo aún tengo algo que perder. No dejaré que me arrastres al fondo sin luchar. —dijo, con más fuerza.

Gleb dejó escapar una risa sarcástica.

— ¿Luchar? No tienes nada, Larisa. Nada. Ni fuerza, ni familia, ni amigos. Estás sola.

Pero en su interior, Gleb sintió una inquietud. Algo en la actitud de Larisa había cambiado, y eso no le gustaba. Estaba acostumbrado a dominarla, a ser quien marcaba el ritmo de su vida. Verla resistirse de esa manera le resultaba incómodo.

De repente, se escuchó el sonido de un motor a lo lejos. Gleb giró hacia el exterior, pero Larisa no lo hizo. Mantuvo su mirada fija en el hombre que había creído conocer.

— Tal vez estoy sola, Gleb —dijo, con una quietud que le heló la sangre—. Pero ahora no me importa. No lo haré más. Tú… tú ya no eres el hombre que conocí.

Antes de que pudiera reaccionar, Larisa se apartó de él y salió al porche. Sus piernas vacilaban, pero su determinación era más fuerte que su dolor. Algo en el aire parecía diferente, como si la llegada de esa niña hubiera alterado el curso de todo lo que estaba por suceder.

Al fondo, entre los árboles, vio una figura que emergía lentamente. No era la niña, ni Gleb. Era un hombre alto, con una chaqueta vieja y una expresión calmada. Su presencia era tranquilizadora, y la miró con una intensidad que hizo que el tiempo pareciera detenerse.

— ¿Larisa? —dijo el hombre, con una voz grave, pero amable. — Soy el hechicero que ella mencionó. He venido a ayudarte.

Larisa parpadeó, incapaz de creer lo que estaba viendo. Un hechicero. Algo que siempre había creído solo en cuentos y leyendas.

— ¿Tú… eres un hechicero? —preguntó, aún con duda, pero algo dentro de ella le decía que ya no importaba lo que creía. Lo único que importaba era lo que estaba dispuesto a hacer por ella.

— Sí —respondió él, dando un paso adelante, su mirada fijándose en Gleb con desdén—. Y no te preocupes, Larisa. El destino de este hombre ya está sellado. Viene de muy lejos. He venido a cambiar tu destino.

El rostro de Gleb se endureció al escuchar esas palabras. Intentó dar un paso hacia Larisa, pero el hechicero levantó la mano. Un resplandor tenue, casi imperceptible, se formó alrededor de su dedo, y Gleb se detuvo, como si una fuerza invisible lo hubiera atrapado.

— No podrás hacerle daño, Gleb. Ni a ella ni a mí —dijo el hechicero, su voz más firme, resonando en el aire como un eco ancestral.

Larisa miró a Gleb, y por primera vez en mucho tiempo, vio el miedo en sus ojos. Gleb, el hombre que la había manipulado, que la había llevado hasta este abismo, estaba perdiendo el control. Y por fin, Larisa sintió algo que había olvidado: la libertad.

El hechicero avanzó hasta donde Larisa estaba y la miró con calma.

— Vamos, Larisa. El camino aún no ha terminado, pero ahora tienes una oportunidad. Tú decides qué hacer con ella.

Larisa miró a Gleb una última vez, su rostro lleno de dolor, pero también de determinación. Había llegado el momento de tomar su vida en sus propias manos. El futuro no estaba marcado. Ella podía cambiarlo.

Y con un suspiro, se alejó, caminando junto al hechicero hacia la oscuridad del bosque, donde un nuevo destino la esperaba, lleno de posibilidades que aún no podía comprender, pero que le ofrecían la oportunidad de sanar.

Gleb quedó atrás, en la cabaña desmoronada, atrapado en su propio ego y su desesperación, mientras las sombras lo reclamaban.

El viaje de Larisa había comenzado de nuevo. Y esta vez, no sería ella quien se perdería en la oscuridad.