PADRE SOLTERO REGALÓ SU ÚLTIMA MONEDA A UNA DESCONOCIDA… DÍAS DESPUÉS, ELLA VOLVIÓ Y SU VIDA CAMBIÓ…

Padre soltero regaló su última moneda a una desconocida. Días después ella volvió y su vida cambió. “Por favor, solo necesito llamar un taxi”, Isabela suplicó, sus manos temblando mientras sostenía el teléfono público. Las lágrimas habían arruinado su maquillaje y su vestido de novia estaba empapado por la lluvia torrencial que azotaba Bogotá.
Mateo la observó desde la marquesina de la panadería con Sofía acurrucada en sus brazos. La niña de 6 años tiritaba de frío, pero sus ojitos curiosos no se apartaban de la mujer elegante que lloraba. ¿Está bien, señora?, preguntó Mateo, acercándose con cautela. Su acento venezolano era suave, pero marcado. Isabela alzó la vista.
Los ojos del extraño reflejaban una bondad genuina que contrastaba con todo lo que acababa de vivir. Mi teléfono se quedó sin batería y yo yo no tengo dinero en efectivo. Sin dudarlo, Mateo buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una moneda de 500 pesos. Era todo lo que tenía hasta el lunes cuando cobraría su trabajo en el taller. Tome, le extendió la moneda para el teléfono público.
Isabella lo miró atónita, pero usted no necesita esto. Mateo sonrió con esa calidez que había heredado de su difunta esposa. Siempre hay alguien que necesita más que uno. Mientras Isabela marcaba el número del taxi, escuchó sin querer la conversación entre padre e hija. Papi, tengo hambre. murmuró Sofía. Ya sé, princesa. Mañana papá cobra y compraremos pan dulce para el desayuno.
¿Te acuerdas del que te gusta? El que tiene pasas como los que hacía mamá. Isabela sintió que se le encogía el corazón. Este hombre acababa de darle su último dinero. “El taxi viene en 10 minutos”, dijo devolviéndole el teléfono. “Yo, ¿cómo puedo?” “No hace falta”, respondió Mateo, ajustando mejor a Sofía en sus brazos. Solo cuídese. Sí.
Mi nombre es Isabela, dijo ella extendiendo la mano. Mateo Rivera. Y ella es Sofía, mi princesa. La niña la saludó tímidamente con la manita. Cuando llegó el taxi, Isabel la subió, pero se volteó una última vez. Vio a Mateo y Sofía alejándose bajo la lluvia, el hombre protegiéndola con su chaqueta mientras ella se aferraba a su cuello.
Algo en esa imagen la marcó para siempre. ¿A dónde vamos, señora?”, preguntó el taxista. Isabel la dudó. No podía volver a la iglesia donde había dejado plantado a Ricardo Mendoza frente a 300 invitados. No podía enfrentar a su familia todavía. al norte, murmuró, a la zona rosa. Durante el trayecto no pudo sacarse de la mente al venezolano y su hija.
La simplicidad de su gesto, la pureza de su bondad, contrastaba brutalmente con el mundo de apariencias y traiciones del que acababa de escapar. Tres horas antes había descubierto a Ricardo besándose apasionadamente con Camila, su mejor amiga, desde la universidad en el vestidor de la iglesia. Los preparativos de la boda, los gastos, las expectativas familiares, todo se había desplomado en un instante.
El amor no existe le había dicho Ricardo cuando lo confrontó. Esto es un negocio, Isabela. Tu papá lo entiende, ¿por qué tú no? Pero ahora, recordando los ojos de Mateo cuando le dio esa moneda, supo que se había equivocado. El amor sí existía. Acababa de verlo en su forma más pura. El sacrificio sin esperar nada a cambio.
El taxi se detuvo frente a su apartamento. Isabel apagó la carrera y subió a su pentuse, donde la esperaban 20 llamadas perdidas de su madre y un sinfín de mensajes de WhatsApp de invitados confundidos. se quitó el vestido de novia y lo dejó caer al suelo. En el espejo se vio a sí misma, 34 años, arquitecta exitosa, hija de una familia adinerada y completamente vacía por dentro. Tomó la moneda que había guardado en su bolso, 500 pesos.
Para Mateo, representaba la diferencia entre que su hija desayunara o no. Para ella ni siquiera alcanzaba para un café en Starbucks. Esa noche, mientras la lluvia golpeaba los ventanales de su apartamento, Isabela tomó una decisión que cambiaría su vida. Tenía que encontrar a ese hombre y devolverle mucho más que una simple moneda.
En el otro extremo de la ciudad, Mateo arropaba a Sofía en su pequeña cama. El apartamento de dos cuartos era humilde, pero limpio, decorado con dibujos que la niña había hecho en el colegio. “Papi, ¿la señora bonita estará bien?”, preguntó Sofía antes de dormirse. “Seguro que sí, mi amor. Mañana será un día mejor para todos.
” Mateo apagó la luz y se quedó un momento observando a su hija dormir. 5 años habían pasado desde que salieron de Venezuela, dejando atrás todo lo que conocían. Elena, su esposa, había muerto por falta de medicinas y él había prometido darle a Sofía la vida que su madre no pudo tener. El trabajo en el taller le alcanzaba justo para los gastos básicos, pero nunca se quejaba. Había aprendido que la felicidad no estaba en lo que tenía, sino en lo que podía dar.
No imaginaba que esa mujer en vestido de novia volvería a buscarlos, ni que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Capítulo 2. Mundos separados. El lunes por la mañana, Isabela despertó con una determinación que no había sentido en años. Ignoró las 53 llamadas perdidas de su madre y se dirigió directamente a la oficina de su padre en el centro de Bogotá.
Alejandro Castillo la recibió con la furia contenida de un patriarca cuyo imperio había sido tamale por los caprichos de su hija. “¿Tienes idea de la humillación que nos hiciste pasar?”, rugió desde detrás de su escritorio de Caoba. Los Mendoza cancelaron tres contratos de construcción. Tres contratos, Isabela. Papá, no voy a casarme con un hombre que me engaña, respondió Isabela con calma.
Menos por un negocio. Ricardo es un buen partido. Los hombres cometen errores, pero se perdonan. Tu matrimonio habría asegurado el futuro de esta empresa. Isabela se levantó de la silla. Entonces, busca otra manera de asegurar tu futuro. Yo no voy a hacer moneda de cambio. Si sales por esa puerta, no esperes un peso mío le gritó su padre.
Ni para tu apartamento, ni para tus caprichos, ni para nada. Perfecto. Dijo Isabela sin voltear. Ya era hora de vivir mi propia vida. Mientras tanto, en el barrio Kennedy, Mateo enfrentaba su propia crisis. Don Carlos, el dueño del taller, lo había citado temprano. “Mi hijo, me duele decirte esto, pero tengo que cerrar”, le dijo el hombre mayor evitando mirar a Mateo a los ojos.
El dueño del edificio subió el arriendo, un 150%. No puedo pagarlo. Mateo sintió como si le hubieran quitado el piso. Y no hay otra alternativa. Yo puedo trabajar por menos. No es por ti, muchacho. Eres el mejor mecánico que he tenido. Pero así son las cosas en este país. Los ricos se hacen más ricos y nosotros, bueno, nosotros nos jodemos.
Esa tarde Mateo recogió sus herramientas y caminó hasta el colegio de Sofía. La niña salió corriendo hacia él como siempre con su uniforme impecable y su sonrisa que le iluminaba el día. ¿Cómo te fue hoy, princesa? Bien, papi. La señorita Carmen dice que soy muy buena en matemáticas como tú.
Mateo sonrió, pero por dentro se desplomaba. ¿Cómo le iba a decir que se había quedado sin trabajo? Durante la cena de arroz con huevo, Sofía notó que su papá estaba callado. ¿Estás triste por la señora del vestido blanco? Mateo la miró sorprendido. ¿Por qué dices eso? Porque ella también estaba muy triste, como tú cuando hablas de mami.
La sabiduría inocente de su hija lo desarmó. No, mi amor, estoy pensando en el trabajo nada más. ¿Te vas a quedar sin trabajo como el papá de Andrés? Mateo suspiró. No podía mentirle. Es posible, princesa, pero vamos a salir adelante como siempre. Sofía se bajó de su silla y lo abrazó. No te preocupes, papi. Yo te puedo ayudar.
Puedo vender mis dibujos. Esa noche, después de acostar a Sofía, Mateo se sentó en la pequeña sala y sacó una libreta donde llevaba las cuentas, el arriendo, los servicios, la comida, el colegio de Sofía. Con sus ahorros les alcanzaba para dos meses, máximo tres si se apretaban el cinturón.
abrió su laptop vieja y comenzó a buscar trabajo en páginas de empleo. Mecánico automotriz, 5 años de experiencia, documentos en regla. Escribió una y otra vez en diferentes formularios. El problema no era su experiencia. El problema era que muchos talleres preferían no contratar venezolanos y los que sí lo hacían pagaban menos del salario mínimo. Mientras llenaba otra aplicación, recordó a la mujer del vestido blanco, Isabella.
Se preguntó si habría llegado bien a su casa, si habría arreglado sus problemas. Seguramente sí. La gente como ella siempre encontraba la manera de salir adelante. Al otro lado de la ciudad, Isabela no podía dormir. Había pasado toda la tarde recorriendo el barrio donde conoció a Mateo, preguntando en tiendas y panaderías por un mecánico venezolano con una niña pequeña.
El muchacho alto, moreno, que siempre anda con su hijita, le había preguntado doña Mercedes en la panadería. Ay, sí, ese es muy buena agente. Trabaja en el taller de don Carlos aquí a tres cuadras. Pero cuando llegó al taller encontró un letrero de Se arrienda en la puerta. Cerraron hace dos días, le dijo un vecino. Una lástima. Don Carlos llevaba 20 años ahí. Isabela sintió una punzada de pánico.
Y si Mateo se había mudado y si no lo volvía a encontrar. Regresó a su apartamento con las manos vacías, pero con más determinación. tenía que encontrarlo, no solo para devolverle la moneda, sino porque algo en ese encuentro le había mostrado lo que realmente importaba en la vida.
Se sirvió una copa de vino y se sentó frente al ventanal que daba a la ciudad. Las luces de Bogotá se extendían hasta el horizonte, cada una representando una vida, una historia, una lucha. Por primera vez en años, Isabela se sintió viva de verdad. El martes, Mateo consiguió un trabajo temporal. reparando electrodomésticos en un centro comercial.
El pago era por destajo y apenas le alcanzaba para los gastos diarios, pero era mejor que nada. “Papi, ¿por qué trabajas en el centro comercial ahora?”, le preguntó Sofía mientras desayunaban. “Porque a veces hay que adaptarse, princesa, como cuando llegamos a Colombia, ¿te acuerdas?” Sofía asintió. “Pero luego encontraste trabajo en el taller y voy a encontrar algo mejor. Solo hay que tener paciencia.” La niña terminó su arepa con queso y recogió su lonchera.
Papi, cuando sea grande voy a tener una empresa y te voy a dar trabajo. Mateo se arrodilló a su altura y la abrazó. Ya tienes trabajo, mi amor. Tu trabajo es estudiar mucho y ser feliz. Mientras caminaban hacia el colegio, Mateo pensó en su esposa Elena. Ella siempre decía que los momentos difíciles eran solo pausas antes de algo mejor.
Esperaba que tuviera razón. No sabía que a unas cuadras de distancia Isabela había estacionado su carro y los observaba desde lejos tratando de reunir valor para acercarse. Capítulo 3. La búsqueda. Durante las siguientes dos semanas, Isabela se convirtió en una detective improvisada. Cada mañana, después de cumplir con sus compromisos en la firma de arquitectura, manejaba hacia el sur de Bogotá, vestida con jeans y camiseta, muy diferente a sus usuales trajes de diseñador. Un mecánico venezolano con una niña pequeña le preguntó a doña
Esperanza en la tienda de la esquina. Ay, mi hijita, aquí hay muchos venezolanos. Pero mecánico, déjeme pensar. Isabela había desarrollado una rutina. Visitaba talleres, ferreterías, tiendas de repuestos, preguntando siempre por Mateo Rivera. Algunos la miraban con desconfianza, una mujer claramente de clase alta preguntando por un inmigrante, pero otros, tocados por su insistencia, trataban de ayudarla.
Durante estas búsquedas, Isabela descubrió un mundo que nunca había conocido. Vio familias enteras viviendo en cuartos de inquilinato, niños haciendo tareas bajo la luz de los postes porque no tenían electricidad en casa. Madres venezolanas vendiendo arepas en las esquinas para sostener a sus hijos. Usama.
Es que uno sale de su país pensando que va a ser fácil, le contó María, una mujer de Maracaibo que vendía empanadas frente a una escuela. Pero aquí también hay que luchar mucho, aunque gracias a Dios aquí hay paz. Estas conversaciones transformaron a Isabela.
Por primera vez entendía lo que significaba la palabra privilegio y se avergonzaba de los años que había desperdiciado, quejándose de problemas insignificantes. Mientras tanto, Mateo luchaba por mantener la esperanza. El trabajo en el centro comercial había terminado y ahora reparaba bicicletas y pequeños electrodomésticos desde su apartamento. Sofía había convertido esto en un juego, organizando las herramientas por tamaño y recibiendo a los clientes con su sonrisa contagiosa.
“Buenos días, bienvenidos al taller de mi papá”, decía la niña cuando tocaban la puerta. Él es el mejor mecánico de todo Bogotá. Los vecinos del edificio habían comenzado a llevarle sus aparatos dañados. La señora Carmen del segundo piso, el joven estudiante del quinto, incluso don Roberto, el administrador gruñón, había terminado confiando en las manos hábiles de Mateo.
“Ese muchacho es oro puro”, comentaba doña Rosa mientras Mateo le arreglaba la licuadora. Y la niña es un amor. Se nota que la crió bien, pero los ingresos eran insuficientes. Mateo había comenzado a vender algunas de sus herramientas más especializadas para cubrir los gastos básicos.
Cada noche, después de acostar a Sofía, revisaba ofertas de trabajo en internet, enviaba currículos y oraba por una oportunidad. El jueves de la tercera semana, Isabela finalmente tuvo un golpe de suerte. Estaba en una ferretería del barrio Marsella. Cuando el dueño le dijo, “Mateo Rivera, claro que lo conozco. Viene a comprar repuestos de vez en cuando. Vive por acá cerca, pero ahora no está trabajando en ningún taller. Creo que anda por su cuenta.” El corazón de Isabela se aceleró.
¿Sabe dónde puedo encontrarlo? Mm, no exactamente, pero vaya donde doña Mercedes, la de la panadería donde usted me dice que se conocieron. Ella conoce a todo el mundo en el barrio. Isabela corrió hacia la panadería. Doña Mercedes, una mujer de unos 60 años con delantal florido, la recibió con curiosidad.
“Usted es la señora que anda preguntando por Mateo”, le dijo con una sonrisa pícara. “Ya me habían contado de usted.” “¿Lo conoce?”, preguntó Isabel la nerviosa. Claro, mi hija. Ese muchacho es buena gente, siempre saluda, siempre educado y la niña es un encanto. Vienen los domingos a comprar pan dulce. ¿Podría decirme dónde vive? Doña Mercedes la estudió con atención.
Eso depende para qué lo busca, porque ese hombre ya ha sufrido bastante, como para que vengan a joderlo más. Isabela se sentó en una de las sillas plásticas de la panadería. Él me ayudó hace unas semanas. Me dio su último dinero cuando yo lo necesitaba. Quiero devolverle el favor. Ajá. Doña Mercedes sirvió dos tazas de café. ¿Y qué tipo de favor? No sé exactamente.
Sé que se quedó sin trabajo. Tal vez yo pueda ayudarlo a encontrar algo. La mujer mayor la observó durante un largo silencio. Mire, mi hija. Mateo no es de los que acepta limosnas. es muy orgulloso. Si usted va a llegar a ofrecerle plata así no más, mejor no lo busque. No es limosna, protestó Isabela. Es es justicia.
Doña Mercedes sonrió. Los domingos viene con la niña al parque la Macarena, como a las 3 de la tarde van a darle comida a las palomas y ella juega en los columpios. Isabela sintió una mezcla de alivio y pánico. Finalmente sabía dónde encontrarlo. Pero, ¿qué le iba a decir? ¿Cómo se acercaba a un hombre al que apenas conocía, pero que había ocupado sus pensamientos durante semanas? Una cosa más, le dijo doña Mercedes cuando Isabela se levantaba para irse.
Ese hombre perdió a su esposa hace 5 años. Desde entonces lo único que le importa es esa niña. Así que si usted tiene intenciones raras, no. Isabel la negó rápidamente. Solo quiero ayudarlo. De verdad, está bien, pero trate de no llegar muy elegante. Mateo se va a sentir incómodo.
Esa noche, Isabela se probó cinco conjuntos diferentes frente al espejo. Jeans, camiseta, tenis, nada muy caro, nada que gritara soy rica. se recogió el pelo en una cola de caballo y se puso apenas un poco de maquillaje. El domingo llegó con una ansiedad que no había sentido desde sus exámenes de grado en la universidad. Manejó hasta el parque la Macarena y se estacionó a una cuadra de distancia.
Desde lejos los vio. Mateo empujaba a Sofía en el columpio mientras ella gritaba de felicidad. Más alto, papi, más alto. La risa de la niña se escuchaba por todo el parque, contagiosa y pura. Isabela se acercó lentamente con el corazón latiéndole tan fuerte que estaba segura de que Mateo la escucharía. Cuando estaba a unos metros, Sofía la vio primera. Papi, es la señora bonita del vestido blanco.
Mateo se volteó sorprendido. Sus ojos se encontraron con los de Isabela y por un momento el tiempo se detuvo. ¿Se acuerda de mí?, preguntó Isabela acercándose con una sonrisa nerviosa. Mateo la reconoció inmediatamente. La señora de la lluvia, ¿cómo está? Bien, mejor ahora. Isabela miró a Sofía que la observaba con curiosidad.
Hola, princesa. ¿Te acuerdas de mí? La niña asintió tímidamente. Vine a devolverle esto. Isabela sacó un sobre de su bolso y mucho más. Mateo frunció el seño. No entiendo. Usted me ayudó cuando más lo necesitaba. Ahora quiero ayudarlo yo. La expresión de Mateo cambió inmediatamente. No fue un préstamo, señora. Fue un regalo.
No tiene que devolverme nada. Por favor, Isabela insistió. Al menos permítame invitarlos a almorzar. Mateo iba a negarse, pero vio la esperanza en los ojos de Sofía ante la promesa de una comida fuera de casa. Hacía meses que no podían darse ese lujo. Solo almorzar, dijo finalmente. Nada más. Isabela, sonríó sintiendo que acababa de ganar la primera batalla de una guerra que ni siquiera sabía que estaba peleando.
Capítulo 4. El reencuentro. El restaurante que Isabela eligió era modesto pero acogedor, un lugar familiar en el barrio La Candelaria, donde vendían comida casera a precios razonables. Se había asegurado de que Mateo no se sintiera incómodo. “¿Qué quieres comer, princesa?”, le preguntó Isabela a Sofía mientras revisaban el menú.
“¿Puedo pedir pollo?”, preguntó la niña mirando a su papá en busca de aprobación. Claro que sí”, respondió Isabela antes de que Mateo pudiera objetar. “Fi de postre helado, ¿te parece?” Los ojos de Sofía se iluminaron. Hacía semanas que no comía helado. Durante el almuerzo, las barreras comenzaron a derribarse lentamente.
Sofía, con la naturalidad de los niños, empezó a contarle a Isabela sobre su escuela, sus amigas y cómo su papá le había enseñado a arreglar cosas. Mi papá es el mejor mecánico del mundo”, declaró la niña con absoluta convicción. “Puede arreglar cualquier cosa que se dañe. En serio, Isabela sonrió. Mi carro hace un ruido muy raro. Tal vez tu papá pueda ayudarme.
” Mateo, que había estado callado la mayor parte del tiempo, la miró con suspicacia. “¿Qué tipo de ruido?” Isabela, improvisó. “Como un, ¿cómo se dice? Un chirrido cuando freno. Eso pueden ser las pastillas de frenos, explicó Mateo, relajándose un poco al hablar de algo que conocía bien. ¿Hace cuánto no le hace mantenimiento? Demasiado tiempo, la verdad. Sofía terminó su helado y se acercó a Isabela.
¿Por qué estabas llorando ese día en la lluvia? La pregunta directa de la niña tomó a Isabela por sorpresa. Mateo se tensó, pero Isabela decidió ser honesta porque me iba a casar con un hombre que no me amaba de verdad, explicó en palabras simples. Y me di cuenta justo antes de la boda.
Y ahora estás mejor, preguntó Sofía con esa sabiduría inocente que tienen los niños. Sí, mucho mejor. Tu papá me ayudó a recordar que hay gente buena en el mundo. Mateo se removió incómodo en su silla. Yo no hice nada especial. Sí lo hizo insistió Isabela. Me dio esperanza cuando más la necesitaba. Después del almuerzo, caminaron por las calles empedradas del centro histórico.
Sofía corría adelante persiguiendo palomas mientras Isabela y Mateo conversaban. “¿Cuánto tiempo llevan en Colombia?”, preguntó Isabela. 5 años en diciembre, respondió Mateo. Llegamos cuando Sofía tenía un año y su esposa. El rostro de Mateo se entristeció. Elena murió antes de que saliéramos de Venezuela. Diabetes. No conseguíamos insulina.
Su voz se quebró ligeramente, por eso decidí irme. Quería darle a Sofía las oportunidades que su mamá no pudo tener. Isabela sintió una punzada en el pecho. Lo siento mucho. Elena era enfermera continuó Mateo observando a su hija jugar. Siempre decía que el trabajo más importante del mundo era cuidar a los demás. Creo que por eso Sofía es tan cariñosa.
Se nota que la criaste con mucho amor. Es lo único que tengo para darle. Mateo sonrió tristemente. Amor y el ejemplo de que hay que trabajar honestamente para salir adelante. Isabela quería preguntarle sobre su situación laboral, pero no se atrevía. En cambio, decidió ser directa sobre algo más. Sabía que trabajo como arquitecta. Mateo la miró sorprendido.
No sabía. Tengo mi propia firma y constantemente necesito gente confiable para proyectos de construcción y remodelación. ¿Le interesaría que conversáramos sobre algunas oportunidades? La expresión de Mateo se endureció inmediatamente. Señora Isabela, yo no acepto caridad. No es caridad, protestó ella. Es trabajo.
Trabajo real, bien pagado para alguien con experiencia. Usted no me conoce, no sabe si soy bueno en lo que hago. Su hija dice que es el mejor mecánico del mundo y los niños no mienten. A pesar de la tensión, Mateo sonríó. Sofía es mi fan número uno. Entonces, demuéstreme que no se equivoca. Mire mi carro. Dígame qué necesita y si hace un buen trabajo, hablamos de otras cosas.
Mateo la estudió durante un largo momento. Había algo en la determinación de Isabela que le recordaba a Elena. Su esposa también había sido terca cuando creía en algo. Está bien, dijo finalmente, pero solo porque necesito el trabajo, no por pena. Perfecto. Isabela sonríó. Aunque tengo que confesarle algo. ¿Qué? Mi carro no hace ningún ruido. Lo inventé.
Mateo se detuvo en seco. ¿Qué? Quería una excusa para que aceptara ayudarme, pero seguramente necesita mantenimiento de todas formas. Por un momento, Isabela temió que Mateo se molestara, pero entonces él se echó a reír, una risa profunda y sincera que no había escuchado en mucho tiempo. “Usted es muy mala mintiendo”, le dijo.
“Lo sé, por eso nunca podré ser política.” Sofía corrió hacia ellos. “¿De qué se ríen?” De que Isabela no sabe mentir, le explicó Mateo. Eso está bien, declaró la niña. Mentir es malo. Mi papá dice que siempre hay que decir la verdad. Isabela se arrodilló a la altura de Sofía. Tu papá tiene razón y la verdad es que me gustaría ser su amiga.
¿Te parece bien? Sofía miró a su papá, luego a Isabela, y asintió con entusiasmo. Mientras regresaban al parque donde Isabela había dejado su carro, ella no pudo evitar sentir que algo fundamental había cambiado en su vida. Por primera vez en años tenía un propósito que iba más allá de sus propios problemas.
Cuando Mateo abrió el capó de su BMW, silvó por lo bajo. Este carro está impecable, dijo revisando el motor. Whoever se lo mantiene sabe lo que hace. Lo llevo al concesionario religiosamente, admitió Isabela. Pero tal vez usted pueda hacerlo mejor y más barato. Mateo cerró el capó y la miró directamente a los ojos.
¿Por qué hace esto? ¿Por qué me busca? Isabela pensó en mentir, en dar una respuesta simple y segura. Pero las palabras de Sofía resonaron en su mente. Mentir es malo, porque esa noche en la lluvia usted me salvó. No solo me dio dinero para el taxi, me dio algo más importante. Me recordó que existe la bondad desinteresada y quiero devolvérselo. Yo no la salvé, solo lo hizo. Isabela lo interrumpió.
Y no voy a aceptar un no por respuesta. Mateo miró a Sofía que jugaba con las llaves del carro. completamente ajena a la trascendencia del momento. “Está bien”, dijo finalmente, “Pero hacemos esto bien, nada de favores especiales. Trabajo honesto por pago justo. Trabajo honesto por pago justo,” repitió Isabela extendiendo la mano.
Cuando se estrecharon las manos, ambos sintieron una corriente eléctrica que ninguno se atrevió a mencionar. En ese momento, ninguno imaginaba que acababan de dar el primer paso hacia algo que cambiaría sus vidas para siempre. Capítulo 5. Construyendo puentes. Durante las siguientes tres semanas, Isabela desarrolló una habilidad especial para encontrar cosas que necesitaban reparación.
Primero fue su carro, que efectivamente tenía algunos detalles menores que Mateo arregló perfectamente, luego la puerta de su apartamento que chirriar, después el aire acondicionado de su oficina y finalmente el sistema eléctrico de la casa de su amiga Carolina. Es increíble, le dijo Carolina mientras Mateo trabajaba en el panel eléctrico. ¿Dónde encontraste a este mecánico? Es super profesional y cobra la mitad de lo que me cobraba el otro. Isabela sonrió orgullosa.
Es bueno, ¿verdad? Cada trabajo le daba a Mateo confianza y esperanza renovada. Sus ingresos se habían estabilizado, aunque él no sabía que Isabela había hablado personalmente con cada cliente para asegurar que el trabajo fuera genuino y bien pagado.
“Papi está más contento”, le comentó Sofía a Isabela un martes por la tarde mientras hacían tareas juntas en la mesa del comedor. Ya no se queda despierto hasta tarde mirando el computador con cara de preocupado. Isabela había comenzado a pasar las tardes en el apartamento de Mateo oficialmente para supervisar algunos trabajos de mantenimiento menores, pero en realidad porque había desarrollado un cariño genuino por la rutina de padre e hija.
“¿Sabes qué me gusta de tu casa?”, le preguntó Isabela a Sofía. “¿Qué? ¿Que aquí todo se hace con amor? En mi apartamento tengo muchas cosas bonitas, pero no siento el cariño que siento aquí.” Sofía la miró con esos ojos grandes e inteligentes que había heredado de su padre. “¿Por qué no vienes a vivir con nosotros? Mi papá cocina muy rico y yo te puedo enseñar a jugar parqués.
” La pregunta inocente de la niña tomó a Isabela por sorpresa, sin que se diera cuenta se había enamorado de esa vida simple, pero llena de significado. Esa noche, mientras Mateo preparaba la cena, Isabela observó sus movimientos en la pequeña cocina. Había una elegancia natural en la forma como cortaba las verduras, como sazonaba la carne, como servía los platos con cuidado. ¿Dónde aprendiste a cocinar también?, le preguntó.
Elena me enseñó, respondió sin voltear. Decía que un hombre que no sabía cocinar era un hombre incompleto. Era muy sabia, era perfecta. Mateo se detuvo con el cuchillo suspendido en el aire. A veces me da miedo olvidar su voz. Ya no puedo recordar exactamente cómo sonaba cuando se reía. Isabela se acercó y puso su mano suavemente en el hombro de él.
Pero puedes recordar su amor y eso es lo que importa. Mateo se volteó hacia ella y por un momento sus rostros estuvieron a centímetros de distancia. El aire se cargó de una tensión que ninguno de los dos esperaba. Isabela, yo comenzó a decir Mateo. La comida se está quemando gritó Sofía desde la sala.
Rompiendo el momento, Mateo se volteó rápidamente hacia la estufa, confundido por lo que acababa de sentir. Durante la cena, la conversación fluyó naturalmente. Sofía les contó sobre su proyecto de ciencias. Isabela compartió historias divertidas de sus clientes más excéntricos y Mateo habló sobre sus planes de conseguir herramientas más especializadas. “¿Sabes qué sueño?”, le dijo Mateo mientras lavaban los platos.
algún día tener mi propio taller pequeño, pero mío, donde Sofía pueda venir después del colegio y hacer sus tareas mientras yo trabajo. Es un sueño hermoso, respondió Isabela, irrealizable. Con lo que estoy ganando ahora, tal vez en 5 años pueda juntar para el inicial. Isabela quería decirle que ella podía ayudarlo a que eso pasara mucho antes, pero sabía que Mateo se negaría.
Su orgullo era una de las cosas que más admiraba de él, pero también la más frustrante. Esa noche, después de acostar a Sofía, se sentaron en el pequeño balcón del apartamento con sendas tazas de café. ¿Puedo preguntarte algo personal? Dijo Isabella. Claro. No te sientes solo, digo criando a Sofía tú solo.
Mateo se quedó callado durante un largo momento. Todos los días, admitió finalmente, “pero Sofía me da fuerzas. Y he aprendido que la soledad no siempre es mala, a veces te ayuda a valorar más cuando encuentras buena compañía. Sus ojos se encontraron en la penumbra del balcón y esa tensión eléctrica volvió a aparecer. “Isabela”, murmuró Mateo acercándose un poco más.
“Sí, nosotros esto que está pasando somos de mundos muy diferentes y eso importa.” Debería importar, suspiró Mateo. Tú tienes educación universitaria, empresa propia, familia con dinero. Yo soy un inmigrante que vive al día. ¿Sabes qué veo yo? Isabela se acercó más.
Veo a un hombre trabajador, honesto, que ha sacrificado todo por darle una buena vida a su hija. Veo a alguien que tiene más clase y dignidad que cualquier millonario que he conocido. No es tan simple. Sí lo es. Isabela puso su mano sobre la de él. Los sentimientos no entienden de clases sociales. Mateo miró sus manos entrelazadas. Qué sentimientos. Isabela respiró profundo, reuniendo valor.
Los que siento por ti y por Sofía, los que me hacen querer estar aquí cada tarde, los que me hacen soñar con una vida diferente. Isabela, no me digas que no sientes lo mismo. Lo veo en tus ojos. Mateo se levantó bruscamente, alejándose de ella. Esto no puede pasar. ¿Por qué no? Porque no es justo para ti. Mereces alguien de tu nivel, alguien que pueda darte lo que estás acostumbrada a tener.
¿Y si yo no quiero eso? ¿Y si lo que quiero es esto? Isabela, señaló alrededor. Una familia real, amor verdadero, una vida con sentido. Hablas así ahora, pero cuando se te pase la novedad, no es una novedad. Isabela se puso de pie frustrada. ¿Crees que he pasado un mes viniendo aquí todos los días por capricho? ¿Crees que me levanto cada mañana pensando en ustedes porque estoy aburrida? Mateo la miró viendo la savación genuina en sus ojos, la determinación en su voz. Mateo continuó Isabela con la voz más suave.
Cuando te conocí estaba perdida. Tenía todo lo que se supone que debe hacer feliz a una mujer, pero me sentía vacía. Contigo y con Sofía he encontrado algo que no sabía que existía. ¿Qué? Un hogar. Las palabras colgaron en el aire nocturno como una confesión y una promesa a la vez.
Mateo se acercó lentamente, tomó el rostro de Isabela entre sus manos y, sin decir una palabra más, la besó. Fue un beso al principio, lleno de dudas y miedos, pero que gradualmente se convirtió en algo más profundo, más desesperado, como si ambos hubieran estado esperando ese momento durante mucho más tiempo del que estaban dispuestos a admitir.
Cuando se separaron, Mateo apoyó su frente contra la de ella. “Esto me da mucho miedo”, susurró. A mí también, admitió Isabela, pero tengo más miedo de no intentarlo. Desde la ventana de su cuarto, Sofía los observaba con una sonrisa enorme. Su último deseo antes de dormirse se había cumplido. Por fin tendría una mamá.
Ninguno de los tres sabía que sus vidas estaban a punto de ser puestas a prueba de la manera más dura imaginable. Capítulo 6. La tormenta y la luz. Dos meses después del primer beso, Isabela y Mateo habían encontrado un ritmo natural en su relación. Ella pasaba las tardes en el apartamento, cenaba con ellos casi todos los días y los fines de semana salían los tres juntos como una familia.
Sofía había comenzado a llamarla Isa con el cariño espontáneo de los niños que han encontrado a alguien especial. El negocio de Mateo había crecido. Ahora tenía cinco clientes regulares, además de Isabela, y había comenzado a ahorrar dinero real por primera vez en años. Su sueño del taller propio ya no parecía tan lejano. “Isa, ¿vienes a mi presentación de mañana?”, le preguntó Sofía mientras hacían un rompecabezas en la mesa del comedor.
“¿Cuál presentación, princesa? Tengo que hablar sobre mi familia para el día de la madre. Voy a decir que tengo el mejor papá del mundo y la madrastra más linda. Isabela sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Madrastra, ¿está mal? Preguntó Sofía preocupada. No, mi amor, es perfecto.
Esa noche Isabela le contó a Mateo sobre la conversación. ¿Te molesta?, le preguntó acostados en el sofá después de que Sofía se durmiera. “Molestarme, me emociona”, respondió Mateo, besándola en la frente. “Sofía, te ama y yo, yo también te amo.” Era la primera vez que se decían esas palabras. Isabela se incorporó para mirarlo a los ojos.
Yo también te amo, Mateo, a ti y a Sofía, más de lo que creí posible. “¿Sabes en qué he estado pensando?”, murmuró Mateo. En qué en qué tal vez es hora de que conozcas a mis amigos venezolanos. Carlos y su esposa viven a unas cuadras. Él también es mecánico. Isabela sonrió. Me encantaría. Lo que ninguno de los dos sabía era que Ricardo Mendoza había contratado a un detective privado para seguir a Isabela.
Su orgullo herido y su sed de venganza habían crecido durante esos meses, alimentados por los comentarios burlescos de sus amigos de clase alta sobre cómo la Castillo se había ido con un mecánico. El detective le había entregado fotos de Isabela entrando y saliendo del edificio de Mateo. Imágenes de los tres caminando por el parque, evidencia clara de una relación seria.
“Es venezolano”, le informó el detective. Tiene una niña de 6 años. Vive en Kennedy, en un edificio de clase media baja. Ricardo estudió las fotos con una sonrisa cruel. Perfecto, ya sé exactamente cómo manejar esto. El viernes por la noche, Mateo regresaba de arreglar el aire acondicionado de un cliente cuando tres hombres lo interceptaron en el parqueadero de su edificio.
¿Usted es Mateo Rivera? Preguntó el más alto. Un hombre corpulento con cicatrices en el rostro. ¿Quién pregunta? alguien que no quiere que se meta donde no lo llaman. Antes de que Mateo pudiera reaccionar, el golpe lo alcanzó en el estómago. Se dobló de dolor, pero logró mantenerse en pie.
“Usted tiene algo que no le pertenece”, continuó el hombre mientras los otros dos lo rodeaban. La señorita Isabela Castillo. No sé de qué hablan, mintió Mateo tratando de ganar tiempo. No se haga el Sabemos que anda con ella y eso se va a acabar hoy. Los golpes fueron sistemáticos y dolorosos, pero no letales. Los hombres sabían exactamente lo que estaban haciendo.
Esto es un mensaje, le dijeron mientras Mateo yacía en el suelo. Aléjese de la señora Isabela o la próxima vez será su niña la que reciba la visita. La amenaza contra Sofía fue como hielo en las venas de Mateo. No se atrevan a tocarla. Eso depende de usted.
Si la vemos cerca de Isabela otra vez, si ella viene a este edificio, si usted la busca, bueno, los accidentes pasan, especialmente con niños. Mateo se incorporó con dificultad, limpiándose la sangre del labio. ¿Quién los mandó? Alguien que puede hacerle la vida muy difícil. Colombia es grande, pero no tanto como para esconderse de nosotros. Los hombres se fueron dejando a Mateo magullado y aterrorizado, no por él, sino por Sofía.
Esa noche, cuando Isabel la llegó como siempre a las 6, Mateo la esperaba en la puerta del edificio. “¿Qué haces aquí afuera?”, le preguntó Isabela. notando inmediatamente su expresión tensa. “¿Y qué te pasó en la cara? Me caí reparando un carro”, mintió Mateo. “Isabela, tenemos que hablar.” “¿Aquí no subimos?” “No, es mejor aquí.
” El tono frío de Mateo encendió las alarmas de Isabela. ¿Qué pasa? ¿Está todo bien? Mateo respiró profundo, preparándose para las palabras más difíciles de su vida. Esto no está funcionando. ¿Qué cosa? Nosotros esta relación fue un error. Isabela se quedó helada. ¿De qué hablas? Ayer me dijiste que me amabas. Me equivoqué.
Me dejé llevar por la situación, pero la realidad es que somos de mundos diferentes. Esto nunca iba a funcionar. Mateo, ¿qué está pasando realmente esta mañana? ¿Estabas bien? hablamos por teléfono. Isabela, escúchame bien. Mateo la miró directamente a los ojos, odiándose por cada palabra que estaba a punto de decir.
Tú eres una mujer rica, educada, con futuro. Yo soy un mecánico venezolano sin papeles, sin futuro real en este país. ¿Qué puede salir de esto? Sin papeles. Pero tú me dijiste que tenías documentos en regla. Mateo había mentido en esa parte para hacerla sonar más creíble. Mentí.
Pensé que podía aprovecharme de tu bondad, pero me di cuenta de que eso no está bien. Las palabras golpearon a Isabela como bofetadas. Aprovecharte. Eso es lo que crees que pasó. ¿Qué más? Una mujer como tú no tendría nada que hacer con alguien como yo en circunstancias normales. Eso no es cierto. Sí lo es. Y es mejor que cada uno se quede en su lugar antes de que esto se vuelva más complicado. Isabel la sintió que se le partía el corazón.
Y Sofía, ¿qué le vas a decir? Eso es problema mío. Mateo, por favor, sé que algo está pasando. Esto no es real. Tú no eres así. Es real, Isabela, y es definitivo. No quiero volverte a ver. Isabella lo miró durante un largo momento, buscando en sus ojos alguna señal de que estaba mintiendo, pero la expresión de Mateo era impenetrable.
“Está bien”, dijo finalmente con la voz quebrada, “sio es lo que quieres.” Se dio vuelta y caminó hacia su carro, luchando por no llorar hasta llegar allí. Mateo la observó alejarse, sintiendo que se le desgarraba el alma. Arriba, Sofía había escuchado parte de la conversación desde la ventana. Cuando Mateo subió, ella estaba llorando en el sofá.
¿Por qué le dijiste eso a Isa, papi? ¿Por qué la hiciste llorar? Mateo se arrodilló frente a su hija con el corazón roto. A veces las cosas de los adultos son complicadas, princesa, pero tú la amas y ella nos ama a nosotros. Sofía, escúchame. A partir de ahora, Isabela no va a venir más y si alguien te pregunta por ella, no digas nada.
¿Entiendes? ¿Por qué? porque puede ser peligroso para ti. Sofía no entendía completamente, pero vio el miedo real en los ojos de su padre y asintió. Esa noche los dos lloraron. Mateo por el amor que había tenido que sacrificar y Sofía por la madre que había perdido antes de poder llamarla así. En su penhouse, Isabela también lloraba, pero en su caso las lágrimas gradualmente se convirtieron en determinación. Algo no encajaba en la historia de Mateo.
Su intuición le decía que había más de lo que él le había contado y ella iba a descubrir la verdad. Durante tres días, Isabela intentó procesar lo que había pasado. Se sumó en el trabajo, ignoró las llamadas de sus amigas y trató de convencerse de que Mateo tenía razón, que todo había sido un error, pero no podía sacarse de la mente la expresión en sus ojos cuando le dijo que la amaba.
La forma como Sofía la había abrazado antes de irse, la conexión genuina que habían construido durante esos meses. El martes por la mañana, mientras revisaba unos planos en su oficina, recibió una visita inesperada. Señorita Isabela, un hombre joven de unos 25 años estaba parado en la puerta de su oficina. Sí, mi nombre es Andrés.
Trabajo de Bueno, trabajaba para el señor Ricardo Mendoza. El corazón de Isabela se aceleró. ¿Qué quiere hablar con usted sobre lo que le pasó al mecánico venezolano el viernes? Isabela se puso de pie inmediatamente. ¿Qué sabe usted? Andrés miró nervioso hacia los lados. ¿Podemos hablar en privado? Isabela cerró la puerta de su oficina y activó el seguro. Dígame todo.
El señor Ricardo me contrató para que siguiera al mecánico y después, bueno, contrató a otros dos para que le dieran un mensaje. ¿Qué tipo de mensaje? Le dijeron que se alejara de usted o le iban a hacer daño a la niña Isabela sintió que se le helaba la sangre. Amenazaron a Sofía. Sí, señora, y por eso estoy aquí. Yo tengo una hija de la misma edad. No puedo dormir sabiendo que ayudé a amenazar a una niña inocente.
Isabela se sentó pesadamente en su silla. Todo tenía sentido ahora. La actitud extraña de Mateo, su cambio repentino, las mentiras sobre los documentos. ¿Tiene pruebas? Andrés sacó su teléfono. Grabé la conversación cuando el señor Ricardo nos dio las instrucciones y tengo fotos de los otros dos tipos.
Isabela escuchó la grabación con una mezcla de furia y alivio. Furia hacia Ricardo. Alivio porque Mateo no la había rechazado realmente. ¿Qué quiere a cambio de esta información? Nada, señora. Solo quiero hacer lo correcto. Y también quiero que sepa que esos tipos ya no van a molestar más al mecánico.
Les dije que usted había terminado con él, que el trabajo estaba completo y le creyeron por ahora. Pero si usted vuelve a verlo, entiendo. Isabela se puso de pie. Andrés, gracias por venir. Esto no se va a quedar así. Después de que Andrés se fuera, Isabela llamó a su abogado y después a la policía.
Con las pruebas que tenía, Ricardo enfrentaría cargos por amenazas e intimidación. Pero antes de hacer cualquier cosa oficial, tenía que hablar con Mateo. Esa tarde esperó afuera del edificio de Mateo hasta que lo vio llegar del trabajo. Cuando él la vio, su expresión se endureció inmediatamente. “Te dije que no quería volverte a ver”, le dijo tratando de pasar de largo.
“Andrés vino a verme”, dijo Isabela sin moverse. Mateo se detuvo en seco. ¿Quién? Uno de los hombres que Ricardo contrató para seguirte me lo contó todo. Los hombros de Mateo se desplomaron. Isabela, tienes que irte. Si te ven aquí, ya no va a pasar nada. Andrés les dijo que habíamos terminado, que el trabajo estaba completo. Eso no significa que sea seguro. Mateo, mírame.
Isabela se puso frente a él, forzándolo a encontrar su mirada. Sé que me amas. Sé que todo lo que dijiste el viernes era mentira para protegerme a mí y a Sofía. Isabela, y sé que tienes miedo, pero no voy a permitir que Ricardo nos destroce. Ya presenté una denuncia contra él.
Tengo las grabaciones, las fotos, todo. Mateo la miró con una mezcla de admiración y terror. ¿Hiciste qué? Lo que debía haber hecho hace años. Plantar cara a un matón cobarde. ¿No entiendes? Esta gente tiene poder, dinero, contactos y yo tengo razón, evidencia y más determinación de la que Ricardo jamás va a tener. Mateo se acercó a ella tomándole las manos.
Y si no funciona, y si encuentra otra manera de lastimarnos, entonces enfrentaremos eso juntos. Pero no voy a huir y no voy a permitir que tú tampoco lo hagas. Isabela. Yo no puedo protegerte como te mereces. No necesito que me protejas, necesito que confíes en mí, en nosotros. En ese momento, Sofía apareció en la entrada del edificio.
Había estado esperando junto a la ventana y cuando vio a Isabela no pudo contenerse. “Isa!” gritó corriendo hacia ella. Isabela la levantó en brazos, abrazándola fuerte. Hola, princesa. Te extrañé mucho. Ya no estás brava con papi nunca estuve brava con tu papá. Solo hubo una confusión, pero ya la arreglamos. Sofía miró a su padre.
Es cierto, papi Mateo miró a las dos mujeres más importantes de su vida y sintió que la esperanza regresaba a su corazón. Sí, princesa. Es cierto. Esa noche, después de acostar a Sofía, Isabela y Mateo se sentaron en el balcón como antes. Tengo miedo, admitió Mateo. De que esto sea demasiado bueno para ser real.
Yo también tengo miedo, respondió Isabela, pero tengo más miedo de vivir sin ustedes. Y tu familia, tu trabajo, tu vida anterior. Mi vida anterior era vacía. Mi trabajo va a estar ahí siempre. Y mi familia, bueno, tendrán que entender que encontré algo más importante que su aprobación. Mateo la besó suavemente. Te amo, Isabela, más de lo que las palabras pueden expresar. Yo también te amo.
A ti, a Sofía, a esta vida que hemos construido juntos. ¿Sabes qué me dijo Sofía esta mañana? ¿Qué? Que había soñado que nos casábamos los tres en el parque donde nos reencontramos. Isabela sonrió. “¿Y qué opinas de los sueños de tu hija? Que a veces los sueños se pueden hacer realidad.
” Dos semanas después, Ricardo fue arrestado en su oficina. Las pruebas eran contundentes y su abogado le aconsejó declararse culpable a cambio de una sentencia reducida. Cuando Isabela recibió la llamada confirmando que Ricardo no saldría de la cárcel en los próximos tres años, sintió como si un peso enorme se hubiera levantado de sus hombros.
Esa noche celebraron con una cena casera. Sofía había hecho un dibujo de los tres bajo un arcoiris con las palabras mi familia escritas en colores brillantes. ¿Sabes qué estaba pensando? Le dijo Isabela a Mateo mientras lavaban los platos. ¿Qué? que tal vez es hora de que conozcas a mi padre. Mateo casi se le cae el plato que estaba secando.
¿Estás segura? Estoy segura de que quiero pasar el resto de mi vida contigo y eso significa que vas a tener que conocer a mi familia tarde o temprano. Y si no le gusto, entonces es su problema. Pero algo me dice que cuando vea lo feliz que me haces y lo maravilloso que eres con Sofía, va a entender. Mateo la abrazó por detrás mientras ella terminaba de lavar la última copa.
¿Cómo hice para ser tan afortunado? Fuiste generoso con una desconocida en un día de lluvia”, respondió Isabela, recostándose contra su pecho. Y eso cambió todo. Desde la sala escucharon la risa musical de Sofía viendo caricaturas y ambos supieron que habían encontrado su lugar en el mundo. El amor había triunfado sobre el miedo, la verdad sobre las mentiras y la familia que habían elegido sobre las circunstancias que habían heredado.
Pero su historia apenas estaba comenzando. Epílogo. 5 años después. 5 años habían pasado desde aquella tarde lluviosa que cambió sus vidas para siempre. El sol de octubre calentaba el parque La Macarena, mientras Isabela extendía la manta de picnic en el mismo lugar donde se habían reencontrado.
“Cuidado con Santiago, amor”, le gritó a Sofía, que ahora tenía 11 años, y perseguía a su hermanito de 3 años entre los árboles. Yase mami Isa,”, respondió la niña, que había crecido hasta convertirse en una preadolescente segura de sí misma, bilingüe perfecta, que hablaba con orgullo tanto de Venezuela como de Colombia.
Mateo llegó cargando la nevera portátil y las sillas plegables. A los 39 años se veía más relajado, más próspero, pero conservaba esa humildad y calidez que habían conquistado a Isabela desde el primer día. Llegó mi nieto favorito”, preguntó una voz detrás de ellos. Isabela se volteó sonriendo. “Hola, papá.” Alejandro Castillo, ahora de 68 años, se acercó con los brazos abiertos.
La reconciliación con su hija había sido gradual, pero completa. Santiago lo había conquistado desde el primer momento que lo vio. Y ahora el abuelo más orgulloso de Bogotá no perdía oportunidad de presumir a sus nietos. ¿Dónde está mi ingeniero en construcción? preguntó refiriéndose a Santiago con el apodo cariñoso que le había puesto. “Abuelo”, gritó el niño corriendo hacia él con sus bracitos extendidos.
Mateo observó la escena con una sonrisa. Aún le parecía increíble cómo había cambiado su vida. El taller Rivera Castillo era ahora el más reconocido del sector, empleando a 15 mecánicos, la mayoría venezolanos que Mateo había entrenado personalmente. Isabela manejaba la parte administrativa y había desarrollado un programa de microcréditos para ayudar a otros emprendedores migrantes.
¿En qué piensas?, le preguntó Isabela acercándose a él. En todo lo que ha pasado. A veces no puedo creer que esto sea real. ¿Te arrepientes de algo? Solo de una cosa, Mateo la abrazó por la cintura de haber tardado tanto en pedirte matrimonio. Isabela se ríó. Te tomó exactamente 8 meses. No está tan mal. Deberían haber sido 8 días.
Papá, mami, vengan a jugar fútbol, les gritó Sofía desde el campo improvisado que había armado con dos suéteres como arcos. Vamos, abuelo. Santiago jaló a Alejandro de la mano. Tú y yo contra todos. Eso no es justo, protestó Sofía. Ustedes son solo dos, pero yo tengo experiencia, respondió Alejandro con una sonrisa pícara. Y Santiago tiene velocidad.
Mientras jugaban, Isabela y Mateo se sentaron en las sillas observando. Era difícil imaginar que 5 años atrás sus mundos habían estado tan separados. ¿Sabes qué me dijo Sofía ayer? Comentó Isabela. ¿Qué? que quiere estudiar ingeniería mecánica como su papá, pero especializada en energías renovables. “Esa niña va a cambiar el mundo”, dijo Mateo con orgullo. “Los dos van a cambiarlo. Santiago ya está obsesionado con construir cosas.
” Hablando de construcción, Mateo sacó unos papeles de su bolsillo. Llegaron los permisos finales para la segunda sede del taller. Isabela los revisó emocionada. “Por fin, ¿cuándo empezamos? La próxima semana. Carlos va a manejar la nueva sede. Carlos Herrera, el amigo venezolano de Mateo, había llegado a Colombia dos años atrás con su familia.
Mateo le había ofrecido trabajo inmediatamente y ahora era su socio y mano derecha. Me gusta que le hayas dado esa oportunidad, dijo Isabela. Su historia me recuerda a la tuya cuando llegaste. Todos merecemos una segunda oportunidad. Fue en mi caso, una tercera y una cuarta.
Comenzó a caer una llovisna suave, la misma que los había unido cinco años atrás. Los niños corrieron hacia la manta mientras Alejandro lo siguió riendo como si tuviera 20 años menos. “¡Lluvia!”, gritó Santiago extendiendo las manitos para atrapar las gotas. “A mí me gusta la lluvia”, declaró Sofía. Si no hubiera llovido ese día, ustedes nunca se habrían conocido. Isabela y Mateo intercambiaron una mirada cómplice.
Es cierto, dijo Mateo sacando algo de su bolsillo, y por eso siempre cargo esto. Era la moneda de 500 pesos, la misma que le había dado a Isabela aquella tarde. Ella se la había devuelto en su primer reencuentro y él la había guardado como amuleto todos estos años. ¿Todavía la tienes?, preguntó Isabela emocionada.
Siempre me recuerda que los gestos más pequeños pueden cambiar vidas enteras. Sofía se acercó curiosa. ¿Qué es eso, papá? Es la moneda que le di a tu mami el día que nos conocimos. ¿Puedo verla? Mateo se la entregó. Sofía la examinó con cuidado como si fuera un tesoro. Es muy pequeña observó, pero muy poderosa añadió Isabela.
¿Sabes qué aprendí de esa moneda? ¿Qué? que a veces dar lo poco que tienes te puede devolver todo lo que necesitas. Santiago se acurrucó entre Isabela y Mateo. Yo también tengo una moneda mágica. Tú tienes algo mejor, le dijo Mateo. Tienes una familia que te ama y eso es mágico.
Es lo más mágico del mundo, respondió Isabela besándole la cabecita. Alejandro se acercó a ellos un poco mojado, pero feliz. ¿Saben qué? Creo que esta es la primera vez que me gusta la lluvia. ¿Por qué, abuelo?”, preguntó Sofía. “Porque ustedes me han enseñado que la lluvia no siempre trae tristeza, a veces trae bendiciones.” Mientras recogían las cosas del picnic, la lluvia se intensificó suavemente, pero nadie tenía prisa por irse.
Se quedaron un momento más, los cinco bajo el pequeño techo del kiosco del parque, observando las gotas caer. “¿Sabes qué?”, le dijo Isabela, a Mateo. “¿Qué? Tengo algo que contarte. Mateo la miró intrigado. ¿Qué cosa? Isabela sonrió misteriosamente y puso la mano de él sobre su vientre. Que Santiago va a tener una hermanita.
Los ojos de Mateo se llenaron de lágrimas de felicidad. En serio, en serio. Sofía, que había escuchado, gritó de emoción. Voy a tener otra hermanita. Santiago, sin entender completamente, pero contagiado por la alegría, también gritó y aplaudió. Alejandro se acercó y abrazó a su hija. Felicidades, mi hija. Cada día me demuestras que tomaste la decisión correcta. ¿Cuál decisión, papá? Escaparte de esa boda hace 5 años.
Todos se rieron y Mateo abrazó a su familia completa. En la distancia, el sol comenzó a asomarse entre las nubes, creando un arcoiris perfecto sobre el parque donde todo había comenzado. Mientras caminaban hacia los carros, Sofía tomó la mano de Isabela. Mami, Isa, ¿me vas a contar la historia de la moneda a mi nueva hermanita? Por supuesto, amor.
Y también le voy a enseñar que los finales felices existen cuando uno tiene el valor de creer en ellos y que la lluvia es buena y que la lluvia es muy buena. Esa noche, mientras acostaban a los niños, Santiago preguntó, “Papá, ¿mi hermanita nueva también va a ser mágica?” Todas las hermanas son mágicas”, respondió Mateo. “Pero esta va a ser especial porque va a nacer en una familia que ya sabe lo que significa el amor verdadero.
” Cuando finalmente se quedaron solos, Isabela y Mateo se sentaron en su balcón, ahora el balcón de una casa propia que habían comprado juntos, observando la ciudad que los había unido. “¿Sabes qué me parece increíble?”, dijo Isabela. “¿Qué? ¿Que todo empezó? Porque un extraño decidió ser bondadoso con una desconocida y que esa desconocida decidió volver para agradecer y que ambos tuvieron el valor de creer en algo que parecía imposible. Mateo la besó suavemente.
Te amo, Isabela Rivera. Y yo te amo, Mateo Rivera. En el barrio donde todo comenzó, una pequeña placa en la panadería de doña Mercedes decía, “Aquí comenzó una historia de amor que nos recuerda que la generosidad del corazón es la moneda más valiosa del mundo. La historia de Mateo e Isabella se había convertido en leyenda local, inspirando a otros a creer en el poder transformador de los pequeños actos de bondad.
Y cada vez que llovía en Bogotá, la gente del barrio sonreía recordando que a veces las tormentas solo llegan para lavar el camino hacia nuestro verdadero hogar. La moneda de 500 pesos descansaba ahora en una cajita especial en la mesa de noche, esperando el día en que pudieran contarle a su nueva hija la historia de cómo el amor más grande de sus vidas había comenzado con el gesto más pequeño del mundo. Oh.
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