Pancho Villa colgó al coronel por los huevos… y lo hizo caminar hasta la plaza

El olor a pólvora mezclado con sangre seca aún flotaba en el aire cuando llegaron los primeros reportes a la comandancia de Parral. Era marzo de 1916 y las calles empedradas del pueblo aún guardaban las huellas de cascos de caballos y botas militares que habían marchado toda la madrugada. Cuentan los viejos que fue María del Socorro Herrera, la lavandera del río, quien primero vio al coronel Esteban Morales caminando por la calle real con una soga atada al cuello, pero no cualquier soga.

Los que estuvieron ahí juran que el militar caminaba despacio, muy despacio, porque cada paso le arrancaba un gemido que se escuchaba hasta la iglesia de San José. Se dice en los pueblos que lo que Villa hizo ese día cambió para siempre, como los federales miraban a los campesinos de Chihuahua.

 Porque hay crímenes que no se perdonan, compadre, y hay maneras de hacer justicia que quedan grabadas en la memoria colectiva por generaciones. Compadre, si tú también crees que algunas historias necesitan ser contadas, deja un like ahora y activa la campanita. Esta es una de esas leyendas que nuestros abuelos susurraban y hoy te voy a contar cada detalle.

 Esto pasó cuando Villa andaba perseguido por todo Chihuahua después del asunto de Columbus. Los federales tenían órdenes de Carranza de acabar con el costar a lo que costara y el gobierno de Washington había puesto precio a su cabeza. Era una época en que la desconfianza corría por las venas de cada hombre del norte, como el mezcal en las fiestas patronales.

 El coronel Esteban Morales llegó a Parral un martes de ceniza con dos compañías de soldados federales. Era un hombre alto, de bigote engomado y uniforme impecable, de esos que se creían superiores a los pelados del desierto. Traía órdenes directas de la capital, encontrar colaboradores de villa y hacer escarmiento público.

 La primera semana fue de registros casa por casa. Los soldados entraban a los jacales sin avisar, volteaban las ollas de frijoles, rompían los santos de yeso que las viejas tenían en sus altares. ¿Dónde está Villa?, preguntaban con las bayonetas apuntando a los niños. ¿Quién le da información? ¿Quién le vende municiones? Pero el coronel Morales tenía métodos que ni los propios federales esperaban.

Los primeros en sufrir fueron los hermanos Castillo, arrieros que transportaban sal desde las salinas de Coyame. Los acusó de llevar mensajes a los villistas sin más prueba que un testimonio comprado de un cantinero borracho.

 A Joaquín Castillo lo colgaron de los pulgares durante 6 horas en el patio de la comandancia, hasta que los huesos le tronaron como leña seca. A su hermano menor, Aurelio, de apenas 17 años, lo amarraron desnudo a un opal durante toda una noche de febrero, cuando el frío del desierto corta como navaja. Al amanecer tenían la piel llena de espinas y los labios morados de frío. “Ahora van a decir dónde se esconde el bandido de Villa”, les gritaba Morales mientras se paseaba frente a ellos con las botas brillantes que mandaba lustrar tres veces al día. Pero los castillo no sabían nada. Eran arrieros honestos que

cargaban sal, piloncillo y rebos entre los pueblos. Su único crimen era haber nacido en tierra villista, donde la lealtad se mama con la leche materna y la palabra empeñada vale más que los pesos de plata.

 La cosa se puso peor cuando llegaron noticias de que una partida villista había atacado un convoy federal cerca de Santa Isabel. Morales entró en cólera porque sabía que su carrera militar dependía de resultados rápidos. Los generales de la capital no querían excusas, querían cabezas. Esa noche el coronel mandó traer a Esperanza Moreno, la maestra del pueblo. Era una mujer de 30 años, soltera, que había estudiado en Chihuahua capital y había regresado a Parral para enseñar a leer a los hijos de los mineros. Los federales la acusaban de usar la escuela para enviar mensajes cifrados a Villa. Lo que

le hicieron a la maestra esa noche en la comandancia, compadre, es de esas cosas que un hombre decente no puede contar sin que se le revuelva el estómago. Baste decir que los gritos de esperanza se escucharon hasta la casa del cura y que al día siguiente las mujeres del pueblo encontraron manchas de sangre en las piedras del patio.

 Esperanza Moreno nunca volvió a caminar derecho. Quedó como una sombra de lo que había sido, con los ojos hundidos y las manos que le temblaban cuando trataba de escribir en el pizarrón. Los niños del pueblo dejaron de ir a la escuela porque no soportaban ver a su maestra así, quebrada por dentro como un jarrito de barro que se estrella contra las piedras. Pero el coronel Morales no se conformó con eso.

 Necesitaba un escarmiento que hiciera temblar a todo Chihuahua, algo que llegara a los oídos de Villa y le hiciera saber que los federales no se andaban con jueguitos. Fue entonces cuando mandó traer a don Refugio Herrera, el padre de la lavandera, que después sería testigo de todo.

 Don Refugio tenía 62 años y había trabajado toda su vida en las minas de plata de la región. Sus manos eran como raíces de mezquite de tanto manejar pico y pala, y su única culpa era haber servido café a unos jinetes que pasaron por su casa una madrugada. Eran villistas”, le gritó el coronel mientras lo golpeaba con una vara de membrillo.

 “Confiesa que les diste información sobre nuestros movimientos.” Don Refugio, con la cara hinchada y sangrando, solo repetía, “Eran forasteros que pidieron agua. Mi coronel no sabía quiénes eran. En el norte, coronel no se le niega agua a nadie.” Pero Morales ya había decidido que Don Refugio sería su mensaje para Villa.

 Lo que hizo después, compadre, fue algo que ni los mismos soldados federales podían ver sin apartarse la mirada. Amarró al viejo de pies y manos a cuatro caballos diferentes, como en los tiempos de los antiguos conquistadores. Luego gritó para que todo el pueblo escuchara. Así van a acabar todos los que ayuden al bandido de villa. Este es el precio de la traición.

Los caballos salieron corriendo en direcciones opuestas. El grito de don Refugio se escuchó en toda la plaza y después solo quedó el silencio del desierto y el olor a sangre sobre la tierra. Esa noche, mientras los federales celebraban en la cantina con mezcal y música de acordeón, nadie notó que un jinete había llegado al pueblo.

Era un hombre delgado, de sombrero ancho y bigote espeso, que dejó su caballo en las afueras y caminó entre las sombras como si conociera cada piedra. cada esquina, cada secreto de Parral. El jinete que llegó esa noche no era cualquier forastero. Los perros del pueblo no le ladraron.

 Las mujeres que velaban a sus enfermos sintieron una presencia familiar en las calles y hasta los niños que jugaban a los soldados dejaron sus palos de escoba y se asomaron por las ventanas. Era Francisco Villa en persona, el centauro del norte, que había cabalgado dos días y una noche desde su escondite en las montañas de la Sierra Madre para ver con sus propios ojos lo que le habían contado sus espías. Villa no venía solo.

 Con él traían 20 de sus dorados más fieles. Rodolfo Fierro, apodado el carnicero, Candelario Cervantes, que podía partir una moneda de plata de un balazo a 100 m. Tomás Urbina, conocido como el tigre de las montañas, y Micaela Morales, la única mujer en el grupo que manejaba la pistola mejor que muchos hombres.

Llegaron como sombras a la casa de María del Socorro, la lavandera, que había visto caminar al coronel esa mañana. La mujer casi se desmaya cuando vio a Villa en su puerta, pero la tranquilizó con voz suave. No tenga miedo, señora. Vengo por lo que le hicieron a don Refugio. Vengo por lo que le hicieron a la maestra.

 Vengo por lo que este cobarde le ha hecho a mi pueblo. María del Socorro, con lágrimas en los ojos, le contó todo. Como habían torturado a los hermanos Castillo, como habían violado a Esperanza Moreno, como habían descuartizado a su padre don Refugio, como si fuera una rez en el matadero. Y lo peor, general, le dijo con voz quebrada, es que el coronel se ríe.

 Se ríe cuando cuenta lo que hace. dice que así van a aprender los pelados a respetar al gobierno federal. Villa escuchó todo en silencio, con los puños cerrados y las venas del cuello marcándose como cuerdas tensas. Conocía cada nombre que mencionaba la mujer. Don Refugio le había dado posada muchas veces cuando andaba huyendo.

 Esperanza había enseñado a leer a varios de sus soldados. Los hermanos Castillo habían llevado medicinas para sus heridos sin cobrar un centavo. ¿Dónde está ahora el coronel?, preguntó Villa con voz que sonaba como el rugido de un jaguar en la montaña. En la comandancia, general, pero tiene 40 soldados federales con él. Es imposible.

Villa sonrió, pero no era una sonrisa alegre. Era la sonrisa de un hombre que ya había tomado una decisión y no había poder humano que lo hiciera cambiar de opinión. Señora María le dijo mientras se ajustaba el sombrero, mañana al amanecer usted va a ver algo que va a contar a sus nietos y a los nietos de sus nietos. Va a ver por qué en Chihuahua hay cosas que no se perdonan.

Esa misma noche, Villa mandó a sus exploradores a reconocer la comandancia federal. El edificio era una construcción colonial de adobe y cantera. con un patio central y habitaciones alrededor. Los federales habían puesto centinelas en la azotea y guardias en la puerta principal, pero Villa conocía esa construcción como la palma de su mano. Había crecido en Parral, había jugado de niño en esas mismas calles.

 Rodolfo Fierro regresó con el reporte. General, tienen 40 hombres, pero la mitad están borrachos. El coronel está en el cuarto principal, el que da al patio. Hay una ventana que da al callejón de atrás y los centinelas, dos en la azotea, uno en cada esquina, pero se duermen cada media hora.

 Son soldados de leva, no militares de carrera. Villa asintió. Conocía bien a esos soldados. Eran campesinos igual que él, obligados a vestir el uniforme federal a punta de bayoneta. No tenían lealtad al gobierno, solo miedo a las consecuencias de desertar. Muchachos, les dijo a sus dorados, mañana no vamos a matar federales.

 Vamos por uno solo, el coronel. Los demás soldados no tienen culpa de seguir órdenes de un cobarde. Candelario Cervantes preguntó, “¿Y si se resisten, general?” No se van a resistir, respondió Villa con esa seguridad que había aprendido en cientos de batallas. Cuando vean lo que le vamos a hacer a su coronel, van a entender que hay una diferencia entre ser soldado y ser animal.

 El plan era simple, pero genial. Al amanecer, cuando cambiaran la guardia, Micaela Morales se acercaría a la comandancia vestida como vendedora de tamales. Los centinelas la dejarían pasar porque era mujer y porque llevaba una canasta que olía a comida caliente. Una vez adentro, abriría la puerta trasera para que entraran Villa y sus hombres.

 Y después, general, preguntó Tomás Urbina. Villa se quedó callado un momento mirando las montañas que rodeaban el pueblo. Después habló con voz que parecía salir de las profundidades de la tierra. Después, Tomás, ese coronel va a pagar por cada gota de sangre inocente que derramó.

 va a pagar de la manera que su madre lo trajo al mundo, desnudo, indefenso y gritando como un recién nacido. Lo que Villa no le contó a sus hombres esa noche era que él conocía personalmente al coronel Esteban Morales desde muchos años atrás. No era la primera vez que sus caminos se cruzaban y la historia entre ellos tenía raíces más profundas que la guerra revolucionaria.

 En 1902, cuando Villa todavía se llamaba Doroteo Arango y trabajaba como peón en la hacienda de los remedios, Esteban Morales era teniente del ejército porfirista. Había llegado a la región para mantener el orden entre los trabajadores que protestaban por los salarios de hambre y las jornadas de sol a sol.

 Doroteo tenía entonces 24 años y una fuerza en los brazos que parecía sobrenatural. podía cargar bultos de maíz que otros dos hombres juntos no levantaban y su fama como jinete se había extendido por toda la comarca. Pero lo que más llamaba la atención era su sentido de justicia, esa cualidad que lo hacía defender a los más débiles sin importar las consecuencias.

 La primera vez que Villa se topó con Morales fue un domingo de septiembre en la plaza de San Andrés. Los ascendados habían organizado una fiesta para los peones, carreras de caballos, peleas de gallos y mucho pulque para mantener contentos a los trabajadores.

 Pero la verdadera diversión para los patrones era ver sufrir a los indios taraumaras que habían traído desde la sierra. El teniente Morales, elegante en su uniforme azul con botones dorados, se divertía apostando cuál de los indios aguantaría más tiempo colgado de los pulgares. Era un juego que había inventado colgar a los indios de las vigas del portal municipal y apostar cuánto tiempo tardarían en desmayarse.

50 pesos a que este no aguanta ni 5 minutos gritaba Morales mientras señalaba a un muchacho Taraumara de apenas 16 años. Doroteo Arango estaba entre la multitud con el sombrero de palma en las manos y la camisa de manta que usaban todos los peones. Vio al muchacho colgando, vio como se le hinchaban las venas de los brazos.

 Vio las lágrimas que le corrían por las mejillas sin que pudiera hacer un solo ruido. Cuando el muchacho se desmayó y su cuerpo quedó colgando como un costal vacío, los ascendados aplaudieron y Morales cobró su apuesta. Pero Doroteo no pudo quedarse callado. “Oiga, usted, teniente”, le gritó desde la multitud. No le da vergüenza lastimar a un chamaco que no le ha hecho nada.

 El silencio que siguió fue como cuando se detiene la música en un baile. Morales se volteó lentamente, buscando con la mirada al insolente que se había atrevido a desafiarlo frente a los ascendados. “¿Quién fue el que habló?”, preguntó con voz helada.

 Los peones se apartaron como cuando pasa una víbora y Doroteo quedó solo en medio de la plaza con sus 22 años y una valentía que no le cabía en el pecho. Yo fui dijo sin bajar la mirada. Morales se acercó despacio con la mano derecha descansando en la cacha de su pistola. Era un hombre alto y bien vestido, acostumbrado a que todos le tuvieran miedo.

 “¿Cómo te llamas, pelado?” Doroteo Arango para servirle a usted y a Dios. Pues oye bien, Doroteo Arango”, le dijo Morales acercándose tanto que Doroteo podía oler el brandy en su aliento. Aquí el que manda soy yo. Y si vuelves a abrir la boca sin que te pregunten, te voy a enseñar lo que les pasa a los peones alzados. Lo que siguió después se contó en las cantinas de la región durante años.

 Doroteo no contestó con palabras. En lugar de eso, le dio un puñetazo a Morales que lo mandó directo al suelo frente a todos los ascendados y soldados. El teniente se levantó escupiendo sangre y con el uniforme lleno de polvo. Trató la pistola, pero Doroteo fue más rápido.

 Le quitó el arma de un manotazo y la arrojó lejos al otro lado de la plaza. “Aquí está su pistola, teniente”, le dijo Doroteo mientras se sacudía los nudillos. “Si la quiere, vaya por ella. Pero mientras tanto, deje en paz al muchacho. Los soldados quisieron intervenir, pero Morales los detuvo con una seña.

 Sabía que si armaban balacera en medio de la plaza, con tantos testigos, el escándalo llegaría hasta la capital. Y él tenía planes ambiciosos que no podía echar a perder por un simple peón. “Esto no se va a quedar así, Doroteo. Arango”, le dijo mientras se limpiaba la sangre de la boca. “Nos vamos a volver a ver. Cuando usted guste, teniente, respondió Doroteo. Yo no me escondo de nadie.

 Esa misma noche, Doroteo tuvo que huir de la hacienda. Los capataces habían recibido órdenes de matarlo y él sabía que si se quedaba no vería el amanecer. Tomó su caballo, sus pocas pertenencias y se internó en las montañas de Chihuahua, donde comenzó esa vida de forajido que lo convertiría en leyenda. Pero nunca olvidó la cara de Morales.

 Nunca olvidó la humillación de ver a un muchacho taraumara colgado como diversión de los ricos. Y nunca olvidó la promesa, nos vamos a volver a ver. Habían pasado 14 años desde ese día en la plaza de San Andrés. Doroteo Arango se había convertido en Francisco Villa, el general revolucionario que hacía temblar al gobierno de Carranza. y el teniente Morales se había convertido en coronel con mando sobre dos compañías y licencia para matar campesinos sin dar explicaciones.

 Ahora, en marzo de 1916, en las calles empedradas de Parral, esa promesa finalmente se iba a cumplir. El amanecer llegó a Parral con esa luz dorada que hace que el desierto parezca hecho de oro fundido. María del Socorro ya estaba despierta, como todas las mañanas, preparando la ropa que tenía que lavar en el río, pero esa mañana se le olvidó el jabón, se le cayó la palangana dos veces y no podía dejar de mirar hacia la comandancia federal.

 A las 6 de la mañana, tal como había planeado Villa, apareció Micaela Morales por la calle real. Llevaba un reboso azul sobre la cabeza, una falda larga de percal y una canasta de mimbre que despedía un aroma delicioso a tamales recién hechos. Los centinelas de la comandancia la vieron venir y se relamieron los labios.

 Llevaban días comiendo frijoles aguados y tortillas duras. “¿Qué trae ahí, guerita?”, le gritó uno de los guardias. “Tamales de dulce y de rajas, soldadito”, respondió Micaela con voz dulce. recién saliditos del vapor. No gustan probarcitos. Los federales se miraron entre ellos.

 Tenían órdenes de no dejar pasar a nadie, pero era una mujer inofensiva que vendía comida. Además, hacía tres días que el cocinero de la comandancia se había emborrachado y no habían comido nada decente. “Ándale, pásale”, le dijo el sargento de guardia. “Pero nada más 5 minutos.” Micaela entró al patio de la comandancia con paso tranquilo, como si hubiera estado allí cientos de veces.

 Los soldados se acercaron a la canasta, distraídos por el olor de los tamales. No se dieron cuenta de que la mujer había dejado abierta la puerta trasera. Esa quedaba al callejón donde Villa esperaba con sus dorados. En menos de 2 minutos, Villa y sus hombres estaban dentro de la comandancia.

 No dispararon ni un solo tiro, simplemente aparecieron detrás de los soldados como fantasmas del desierto con las pistolas desenfundadas y esa presencia que helaba la sangre. “Buenos días, muchachos”, dijo Villa con voz tranquila. “Soy Francisco Villa y vengo por su coronel. El que no se meta no va a salir lastimado.” Los soldados federales se quedaron paralizados.

 Algunos habían escuchado las historias sobre Villa, pero verlo en persona era diferente. No era el bandido salvaje que describían los periódicos de la capital. Era un hombre sereno, con ojos que parecían ver hasta el fondo del alma y una autoridad natural que imponía respeto sin necesidad de gritar.

 ¿Dónde está Morales?, preguntó Villa mientras recorría el patio con la mirada. Un soldado joven que no podía tener más de 18 años señaló hacia las habitaciones del fondo con mano temblorosa. En en el cuarto principal, general. Gracias, muchacho. Villa caminó hacia la habitación señalada, seguido por Rodolfo Fierro y Candelario Cervantes.

 Los demás dorados se quedaron vigilando a los soldados federales, que parecían estatuas de sal. El coronel Esteban Morales estaba desayunando cuando Villa empujó la puerta de su cuarto. Tenía frente a él un plato de huevos rancheros, café de olla y tortillas de harina. Vestía una camisa blanca de lino y pantalones de Casimir como si fuera un asendado en día de fiesta. Cuando vio entrar a Villa, Morales se quedó con el tenedor a medio camino entre el plato y la boca.

 Por un momento, los 14 años que habían pasado desde aquella tarde en la plaza de San Andrés se desvanecieron como humo en el viento. Doroteo Arango! Murmuró Morales con voz que parecía salir de una tumba. Francisco Villa lo corrigió el general revolucionario. Aunque me da mucho gusto que todavía se acuerde de mí, coronel.

 Morales trató de levantarse y alcanzar la pistola que tenía colgada en el respaldo de la silla, pero Fierro fue más rápido. Le puso el cañón de su col.45 en la 100. “Quietecito, coronel”, le dijo Fierro con una sonrisa que daba escalofríos. El general quiere platicar con usted. Villa se acercó a la mesa y se sentó frente a Morales como si fueran dos viejos amigos que se encuentran después de mucho tiempo.

 “Sabe una cosa, coronel”, le dijo Villa mientras tomaba una tortilla del plato. “He estado 14 años esperando este momento. 14 años pensando en lo que le iba a decir cuando nos volviéramos a ver.” Morales trató de mantener la compostura, pero Villa podía ver el miedo en sus ojos. Ya no era el teniente arrogante que humillaba indios en las plazas. Era un hombre que sabía que su hora había llegado.

 No sé de qué me habla, Villa dijo con voz que trataba de sonar firme. No preguntó Villa con falsa sorpresa. Ya se le olvidó lo que le hizo al muchacho Taraumara en San Andrés. Ya se le olvidó cómo se divertía viendo sufrir a los inocentes. Villa hizo una pausa y miró alrededor del cuarto.

 En las paredes había fotografías de Morales con otros oficiales federales, mapas de la región marcados con cruces rojas y un retrato del presidente Carranza. Pero eso fue hace muchos años, continuó Villa. Lo que me trajo aquí es lo que le hizo a mi gente hace tr días. Don Refugio Herrera, la maestra Esperanza, los hermanos Castillo. Por cada nombre que mencionaba, Villa veía como la cara de Morales se ponía más pálida.

 El coronel sabía que no había escape. Sabía que había llegado la hora de pagar por todos sus crímenes. Eran órdenes superiores, balbuceó Morales. Yo solo obedecía. Villa se levantó lentamente de la silla. Sus movimientos eran calmados, pero había algo en su postura que hacía que hasta el aire del cuarto pareciera más pesado.

 Órdenes superiores, repitió Villa. Le ordenaron colgar a don Refugio de cuatro caballos. Le ordenaron violar a la maestra. Le ordenaron torturar a unos muchachos inocentes. Villa se acercó hasta quedar frente a Morales, tan cerca que podía ver las gotas de sudor que le corrían por la frente.

 No, coronel, le dijo con voz que sonaba como el rugido de un jaguar herido. Eso lo hizo porque le gustaba. Porque es usted un cobarde que solo se siente hombre cuando lastima a quien no puede defenderse. Fue entonces cuando Villa pronunció las palabras que María del Socorro contaría a sus nietos. las palabras que se volverían parte de la leyenda.

 En Chihuahua, coronel, los hombres pagan por sus crímenes con la misma moneda. Lo que siguió después, compadre, es de esas cosas que un hombre solo cuenta una vez en la vida y solo a quien sabe guardar secretos, porque Villa no era un hombre que actuara por coraje ciego. Todo lo que hizo esa mañana en Parral había sido planeado con la precisión de un relojero suizo.

 Ella le hizo una seña a Candelario Cervantes, que salió del cuarto y regresó con una soga de cáñamo de esas que usan los vaqueros para enlazar toros bravos. Pero esta soga tenía una particularidad. En lugar de un nudo corredizo normal, Villa había mandado hacer un nudo especial.

 “Ve esta soga, coronel”, le dijo Villa mientras la sostenía con las dos manos. “La mandé a hacer pensando en usted, pensando en lo que les hizo a mis paisanos.” Morales trató de hablar, de pedir clemencia, de ofrecer dinero, pero Villa lo cayó con una mirada que hubiera derretido el hielo de las montañas. No, Coronel, ya tuvo su oportunidad de ser hombre decente.

 Se acabó el tiempo de las palabras. Fierro y Cervantes sujetaron a Morales de los brazos mientras Villa le quitaba la camisa de lino y los pantalones de Casimir, dejándolo como Dios lo trajo al mundo. El coronel temblaba como hoja en vendabal, pero ya no era de frío. Era el temblor del miedo puro del hombre que sabe que va a pagar por todo el mal que hizo.

 Villa tomó la soga con sus manos callosas de tanto manejar riendas y pistolas. con movimientos que parecían de cirujano, hizo el nudo especial alrededor de las partes nobles del coronel, apretándolo lo suficiente para que doliera, pero no tanto como para que se desgarrara de inmediato. “Esto, coronel”, le dijo Villa mientras ajustaba el nudo.

 “Es para que entienda lo que sintió don Refugio cuando lo amarró a los caballos. para que entienda lo que sintieron los hermanos Castillo cuando los colgó de los pulgares. El otro extremo de la soga, Villa lo ató a la silla de montar de su caballo que Micaela había traído hasta la puerta de la comandancia. Era un alazán tostado. De esos que conocen el desierto, como los arrieros conocen las veredas.

 Ahora va a caminar, coronel, le dijo Villa con vozena como la de un sacerdote dando la comunión. va a caminar desde aquí hasta la plaza principal para que todo el pueblo vea cómo paga un hombre que se cree superior a los demás. Morales trató de resistirse, pero el dolor le cortaba el aliento como navaja en la garganta. Cada movimiento hacía que el nudo se apretara más.

 Cada paso le arrancaba un gemido que se escuchaba hasta las cocinas de las casas vecinas. Villa montó su caballo con la elegancia de quien había nacido sobre una silla de montar. Desde arriba miraba al coronel desnudo y humillado, arrastrando los pies por las piedras del patio. “Vámonos, coronel”, le dijo con ironía. “Su pueblo lo está esperando.

” La procesión que salió de la comandancia federal esa mañana de marzo fue algo que nadie en Parral había visto jamás, ni volvería a ver. Adelante iba Villa en su caballo, con el sombrero ancho y la pistola al cinto, como un general triunfante que regresa de la batalla detrás. Conectado por la soga del castigo, caminaba el coronel Morales desnudo, con la cabeza baja y los pies sangrando sobre las piedras del empedrado. Los dorados flanqueaban la comitiva, pero no hacía falta.

 Los soldados federales que habían quedado en la comandancia no hicieron el menor intento de seguirlos. Algunos hasta se quitaron los quepis cuando pasó villa en señal de respeto. Las campanas de la iglesia de San José empezaron a repicar, pero no era llamado a misa. Era el toque que usaban para avisar que algo importante estaba pasando en el pueblo.

 En cuestión de minutos, las calles se llenaron de gente que salía de sus casas para ver el espectáculo. María del Socorro, la lavandera, fue la primera en ver la extraña procesión. Estaba barriendo la entrada de su casa cuando levantó la vista y vio a Villa en su caballo, seguido por esa figura desnuda que caminaba como si cada paso le costara un pedazo de alma.

 “Virgen santa!”, gritó, y el grito se extendió por toda la calle como reguero de pólvora. En segundos, las ventanas se llenaron de rostros asombrados. Las mujeres se persignaban. Los hombres se quitaban el sombrero, los niños señalaban con dedos temblorosos. Nadie había visto nunca a un coronel federal en esas condiciones. Cuando llegaron a la plaza principal, Villa detuvo su caballo frente a la iglesia.

 Era exactamente el mismo lugar donde 14 años atrás había visto al muchacho Taraumara colgado de los pulgares para diversión de los ricos. Todo el pueblo se había congregado en la plaza. Estaban las viudas de negro que iban a misa todos los días, los comerciantes que abrían sus tiendas, los arrieros que pasaban camino a Chihuahua, los mineros que salían del turno de noche, todos formaron un círculo alrededor de Villa y su prisionero. El silencio era tan completo que se podía escuchar el aleteo de los opilotes que volaban sobre las

montañas lejanas. Villa desmontó de su caballo con movimientos lentos, ceremoniales. Se acercó al centro de la plaza, donde estaba la fuente de cantera que habían construido en tiempos de don Porfirio. Ahí, frente a todos los vecinos de Parral, comenzó a hablar. Paisanos,” dijo con voz que llegaba hasta los rincones más alejados de la plaza, “achienen al coronel Esteban Morales, el hombre que se creyó dueño de la vida y la muerte en nuestro pueblo.” Un murmullo recorrió la multitud.

Algunos reconocían al coronel a pesar de su estado. Otros apenas podían creer que el hombre altivo y uniformado de hacía unos días fuera esa figura humillada que temblaba en el centro de la plaza. Este hombre, continuó Villa señalando a Morales, torturó a don Refugio Herrera hasta matarlo, violó a la maestra esperanza. Colgó a los hermanos Castillo como si fueran criminales.

 Con cada acusación, la voz de Villa se hacía más fuerte y el murmullo de la gente se convertía en un rugido de indignación contenida. “¿Y saben por qué lo hizo?”, preguntó Villa, porque se creía superior, porque pensaba que los pelados del norte no merecemos respeto. Villa hizo una pausa y miró a todos los rostros que lo rodeaban.

 Vio a las esposas de los mineros curtidas por el sol y el trabajo. Vio a los vaqueros con las manos callosas de tanto manejar ganado. Vio a los niños descalzos que jugaban en las calles de tierra. su gente, la gente por la que había dejado de ser Doroteo Arango para convertirse en Francisco Villa. Pero aquí está, gritó Villa señalando nuevamente al coronel.

 Aquí está el gran coronel federal, desnudo como un recién nacido, humillado como él humilló a nuestros hermanos. La multitud estalló en gritos de aprobación. Algunas mujeres lloraban de emoción. Algunos hombres alzaban los puños al aire. Por primera vez en sus vidas veían a un poderoso pagando por sus crímenes.

 Villa levantó la mano pidiendo silencio y el pueblo obedeció como si fuera una sola persona. Ahora dijo con voz que sonaba como sentencia divina. Este hombre va a pedirle perdón a cada familia que lastimó. Va a pedirle perdón de rodillas como debe ser. Morales, que hasta ese momento había mantenido la cabeza baja, levantó la mirada con los ojos llenos de lágrimas y terror.

 “Por favor, Villa”, murmuró con voz quebrada. “Ya es suficiente, yo, coronel, lo interrumpió Villa con un rugido que hizo que hasta los perros del pueblo dejaran de ladrar. Aquí no hay súplicas, aquí hay justicia.” Villa hizo una seña y aparecieron en la plaza las familias de las víctimas.

 Venía la hermana de don Refugio, una mujer mayor que caminaba apoyada en un bastón de mezquite. Venían los hermanos Castillo con las marcas de la tortura todavía visibles en sus muñecas. Y venía también la maestra Esperanza, pálida y temblorosa, pero con una dignidad en la mirada que ninguna violencia había podido quebrar. Pídale perdón a la señora Herrera”, le ordenó Villa al coronel.

 Morales se hinchó frente a la hermana de don Refugio con las rodillas sobre las piedras filosas de la plaza. Las lágrimas le corrían por las mejillas mientras balbuceaba palabras de disculpa que sonaban como el llanto de un niño perdido. Pídale perdón a los hermanos Castillo.

 El coronel se arrastró hasta donde estaban los arrieros, siempre con la soga atada y villa vigilando cada movimiento. Los hermanos lo miraron con una mezcla de compasión y justicia satisfecha. Pídale perdón a la maestra Esperanza. Este fue el momento más difícil para todos los presentes. Esperanza Moreno se acercó lentamente al coronel arrodillado con pasos que parecían costarle un esfuerzo sobrehumano.

 Cuando estuvo frente a él, lo miró a los ojos durante un largo rato. “Tu perdón no me devuelve lo que me quitaste”, le dijo con voz que sonaba como cristal roto. “Pero al menos ahora sabes lo que se siente estar indefenso.” El silencio que siguió fue absoluto. Hasta el viento parecía haberse detenido para escuchar las palabras de la maestra. Villa se acercó al coronel y le desató la soga con movimientos precisos.

Morales se quedó ahí arrodillado en el centro de la plaza, desnudo y humillado, pero vivo. Coronel Esteban Morales dijo Villa con voz solemne, “por los crímenes que cometió contra el pueblo de Parral, lo condeno a vivir con la vergüenza de lo que hizo. Lo condeno a recordar cada día de su vida que hubo un momento en que fue juzgado por los humildes a quienes despreciaba.

 Villa se dirigió entonces a la multitud. Que nadie lo mate, que nadie lo lastime más. La muerte sería muy fácil para él. Que viva, pero que viva recordando. Dicho esto, Villa montó su caballo y se dirigió hacia la salida del pueblo, seguido por sus dorados. Pero antes de partir, se volvió una última vez hacia la plaza donde toda la gente seguía congregada.

 “Paisanos de Parral!”, gritó desde su caballo. “Que nadie diga que Francisco Villa vino a su pueblo a matar inocentes. Vine a hacer justicia.” Y que sepan todos los tiranos de Chihuahua que así les va a pasar a quienes lastimen a los humildes. Los vítores del pueblo se escucharon hasta las montañas.

 Villa se quitó el sombrero, se lo puso sobre el pecho en señal de respeto y después esoleó su caballo rumbo a la sierra. El coronel Morales se quedó en la plaza hasta que el sol se puso sobre las montañas. Nadie se acercó a él, nadie le habló, nadie le ofreció ropa ni comida, simplemente lo ignoraron. como se ignora a los fantasmas. Al final, cuando la plaza se vació y solo quedaron los perros usmeando entre las piedras, Morales se levantó y caminó desnudo hasta la comandancia federal. Sus soldados lo vieron llegar, pero ninguno le dirigió la palabra.

 Habían sido testigos de su humillación y sabían que su autoridad había muerto para siempre en esa plaza. Tres días después, Morales pidió su baja del Ejército Federal. Nunca más volvió al norte de México. Dicen que se fue a vivir a una ciudad lejana donde nadie conociera su historia, pero también dicen que hasta el día de su muerte cada noche despertaba gritando, recordando el momento en que Francisco Villa le enseñó la diferencia entre ser poderoso y ser hombre.

 Hoy, compadre, más de 100 años después de aquella mañana de marzo en Parral, todavía puedes escuchar esta historia en las cantinas del norte. Los viejos la cuentan a los jóvenes, las abuelas se la susurran a sus nietos, los arrieros la repiten en los caminos solitarios del desierto.

 La casa donde vivía María del Socorro todavía está en pie, aunque ahora es una tienda de abarrotes. La plaza donde Villa humilló al coronel sigue siendo el corazón del pueblo, con la misma fuente de cantera y los mismos árboles de mesquite que daban sombra en 1916. Pero lo más importante, compadre, no son las piedras ni los edificios.

 Lo más importante es la lección que Villa dejó grabada en la memoria de Chihuahua esa mañana, que no importa que tan poderoso se crea un hombre, siempre llega el día en que tiene que rendir cuentas por lo que hizo. Porque en el norte, hermano, la justicia a veces tarda, pero siempre llega. Y cuando llega, no viene con togas ni martillos de juez. Viene montada en caballo alán, con sombrero ancho y una soga de cáñamo que carga el peso de todos los crímenes que no se pueden perdonar.

 La gente de Parral dice que en las noches de luna llena, cuando el viento sopla fuerte desde las montañas, todavía se puede escuchar el eco de los pasos del coronel caminando desnudo por las calles empedradas. Dicen que es el fantasma de la vergüenza que está condenado a repetir esa caminata de humillación hasta el fin de los tiempos. Y quizás sea cierto, compadre, quizás hay crímenes que no se borran ni con la muerte, que se quedan pegados al alma como chapopote en las botas.

 Quizás la verdadera justicia no es quitarle la vida al malvado, sino quitarle la paz para siempre. Lo que sí es seguro es que después de aquel día, ningún militar federal volvió a torturar campesinos en Parral. La historia del coronel desnudo se extendió por todo Chihuahua como reguero de pólvora y hasta los oficiales más brutales entendieron que había ciertas líneas que no se podían cruzar.

 Porque Villa no solo castigó a un hombre esa mañana. Mandó un mensaje que resonó por todo el norte, que los humildes también tienen dignidad, que los poderosos no son intocables y que en tierra chihuahüense, tarde o temprano, todos los crímenes se pagan. Esta leyenda se cuenta en Parral, Chihuahua. Si tu familia tiene tradiciones sobre héroes olvidados del norte, escríbelas abajo.

 Las leyendas también se hacen recordando a los justos. Compadre, si esta leyenda te llegó al alma como a mí cuando la escuché por primera vez, dale like ahora mismo. Y mira, cada semana traigo historias que se cuentan en los pueblos del norte, leyendas que nuestros abuelos guardaron por décadas.

 Si tu familia tiene algún relato sobre la revolución o justicia rural, escríbelo abajo. Los leo todos. Dale al botón de suscribir y la campanita porque la próxima semana, pausa, te voy a contar lo que dicen que realmente pasó en las minas abandonadas de Real de 14. Nos vemos, carnales.