—¡Doña Carmen, se lo digo por última vez! ¡O retira sus trastos del descansillo o los echo yo misma a la basura! —gritaba Isabel mientras agitaba las manos frente a la puerta de su vecina—. ¿Qué es esto? ¿Un carrito oxidado, cajas viejas y ahora encima una bicicleta?
—Isabel, por favor, cálmate —contestó Carmen asomándose por la puerta—. El carrito es para mi nieta, que va a la casa de campo. Y la bici es de Javier, ¡qué le gusta el deporte!
—¿Qué Javier? ¡Si tu nieto ya tiene treinta años! ¿Cuándo fue la última vez que la usó?
—¡Eso no es asunto tuyo! No molestamos a nadie.
—¿Que no molestan? Ayer me tropecé con esa bicicleta, ¡casi me caigo! Todavía me duele la pierna.
Carmen suspiró y cerró la puerta. Sabía que Isabel no se rendiría. Era de esas personas que se creen con el deber de vigilar el orden en el edificio, dictar cómo deben vivir los demás y meterse en lo que no le importa.
Todo empezó seis meses atrás, cuando Carmen se mudó a la ciudad a casa de su hija. El piso lo heredó de su suegra, pequeño pero acogedor. Su hija Laura insistió en que vendiera la casa del pueblo y se acercara.
—Mamá, ¿qué haces sola allí? —la convencía—. El supermercado está lejos, el médico también, y si pasa algo… Aquí tienes todo cerca y yo puedo visitarte más.
Carmen se resistió mucho tiempo. Aquella casa era su refugio, donde vivió cuarenta años con su marido. Cada rincón guardaba un recuerdo. Pero la salud ya no era la misma y acabó cediendo.
La mudanza fue un lío. ¡Tantas cosas acumuladas! Carmen no podía deshacerse de lo que aún podría servir. El carrito de bebé que usaron sus nietos, las estanterías que hizo su marido, las fotos enmarcadas…
—Mamá, ¿para qué traes todo esto? —se quejaba Laura—. ¡El piso es pequeño!
—Ya encontraré sitio —respondía Carmen, testaruda—. ¡Es memoria!
Al final, dejó algunas cosas en el descansillo. Temporalmente, claro. Siempre pensaba en ordenarlo, regalar algo, tirar lo demás, pero nunca encontraba el momento.
Isabel no tardó en protestar. Primero con indirectas, luego directamente.
—Doña Carmen, ¿hasta cuándo va a estar este museo aquí? —preguntó señalando el carrito.
—Enseguida lo arreglo —contestó Carmen—, es que no tengo tiempo.
—El tiempo es el mismo para todos —replicó Isabel secamente.
Carmen odiaba los conflictos. Siempre prefería vivir en paz, sin peleas con los vecinos. En el pueblo todos se conocían, se ayudaban, se visitaban. Pero aquí era distinto. La gente vivía tras muros, se saludaban en el portal y poco más.
—Mira, Isabel —intentó negociar—, ¿por qué no dejamos las discusiones? De verdad lo arreglaré pronto. Es que mi hija me iba a ayudar, pero tiene mucho trabajo.
—¿Cuánto hay que esperar? —insistió Isabel—. ¡Ya llevan seis meses!
—No seis, cuatro —corrigió Carmen.
—¡Da igual! Lo intenté por las buenas, pero no entienden.
En ese momento, la puerta de al lado se abrió y asomó la cabeza canosa de Margarita.
—Niñas, ¿qué pasa? —preguntó con suavidad.
—Pues que Carmen ha llenado el descansillo de trastos y no quiere limpiar —se quejó Isabel.
—¡No he dicho que no quiera! —protestó Carmen—. ¡He dicho que lo haré!
—¿Cuándo? —presionó Isabel.
—¡Pero si esto no molesta a nadie! —explotó Carmen.
—¡A mí sí! —gritó Isabel—. ¿Verdad, Margarita? ¿Es normal tener aquí un vertedero?
Margarita miró incómoda a ambas.
—Pues… a mí no me molesta mucho…
—¡Lo ves! —se alegró Carmen—. Margarita lo entiende.
—¡Margarita no dice la verdad por miedo! —replicó Isabel—. ¡Yo sí digo las cosas claras!
—Por favor, chicas —rogó Margarita—, no discutáis. Somos vecinas…
—Tienes razón —aceptó Carmen—. Isabel, te prometo que para el fin de semana lo habré limpiado. ¿Vale?
—¿Y hoy qué día es?
—Martes.
—Pues tienes cuatro días. Si para el domingo queda algo aquí, lo echo yo.
—¿Cómo te atreves? —se indignó Carmen—. ¡Son mis cosas!
—¡Y el descansillo es común! —espetó Isabel, cerrando de golpe.
Margarita miró a Carmen con pena.
—No le hagas caso —susurró—. Siempre ha sido así, directa. Desde joven discutía con los vecinos.
—Lo sé —suspiró Carmen—. Pero podía hablarlo mejor… No es que lo dejara a propósito. Es que no tengo sitio.
—¿Ni en el piso?
—Poco. Pensaba ir ordenando, tirar algo, darle lo otro a los nietos… La bici es de Javier, dice que la arreglará.
—¿Viene mucho?
—Una vez al mes, o menos. Trabaja mucho.
—¿Y tu hija?
—Laura también está ocupada. Promete ayudarme, pero pospone.
Margarita guardó silencio un momento.
—¿Sabes qué? —dijo al fin—. Yo puedo ayudarte. Estoy jubilada, los nietos ya son mayores.
—¡Oh, Margarita! —se emocionó Carmen—. No quiero molestarte.
—¡Qué va! Entre dos será más rápido. Mañana empezamos, ¿vale?
Carmen estuvo a punto de llorar de gratitud. ¡Eso sí que era amabilidad! No como Isabel con sus exigencias.
Al día siguiente, Margarita llegó temprano. Empezaron a ordenar: el carrito lo llevarían a la casa de campo de una amiga de Laura, los libros viejos a la biblioteca.
—¿Y la bici? —preguntó Margarita.
—No sé —reconoció Carmen—. Javier no viene pronto.
—¿La bajamos al trastero? Tengo espacio.
—¿No estará estorbando?
—Le pongo una manta. Lo importante es calmar a Isabel.
Trabajaron hasta la tarde. El descansillo quedó casi vacío, salvo dos cajas de ropa de invierno para el día siguiente.
—¡Esto ya cambia! —dijo Margarita, secándose el sudor.
—Gracias, no sé qué habría hecho sola.
—Mañana lo terminamos.
Por la noche, Laura llegó y vio el descansillo casi limpio.
—¿Lo hiciste sola, mamá?
—Me ayudó Margarita. Es muy amable.
—¿Y Isabel? ¿Ya no protesta?
—No la he visto. Espero que cuando quite las últimas cajas se calme.
Pero al amanecer, Isabel salió y al ver las cajas, estalló de nuevo.
—¡Doña Carmen! ¿Qué significa esto? ¡Prometió limpiarlo!
—Isabel, ¡hoy es jueves! Aún faltan dos días.
—¿Van a esperar al último momento? ¡Pensé que me tomaba en serio!
—¡Claro que sí! ¿No ves cuánto he limpiado? ¡Solo queda un poco!
—¡Un poco! —la imitó Isabel—. ¡Estoy harta de su “poco”!
Entonces, un ruido y un quejido salieron del piso de Margarita.
—¡Margarita! —gritó Carmen—. ¿Qué pasó?
Corrieron. La encontraron en el suelo, agarrándose la pierna.
—Me caí —gimió—. Me duele mucho.
—Llamamos a una ambulancia —dijo Isabel, olvidando su enojoLas tres vecinas se miraron en silencio, y en ese instante, entre el dolor y la preocupación, comprendieron que más allá de las cajas y los reproches, lo único que realmente importaba era aprender a convivir con el corazón abierto.
“Nada sobra cuando hay alguien que lo necesita”
Margarita pasó cinco días en el hospital. La caída había sido leve, pero con su edad no se arriesgaban. Carmen la visitaba a diario, llevándole revistas, fruta, y lo más importante: compañía.
Isabel también fue a verla. No llevaba flores ni dulces, pero entró con una bolsa en la mano y cara de preocupación.
—Te traje tu suéter azul —dijo, sin mirarla a los ojos—. Ese que te gusta para dormir.
—Gracias, Isa —respondió Margarita con una sonrisa débil—. Me alegra verte.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor. Aunque echo de menos el chismorreo del edificio.
Isabel se rió, por primera vez en semanas.
—Bueno… desde que tú no estás, nadie me contesta las quejas. Carmen ya ni se enfada conmigo.
—¿Y las cajas?
—Las quitó. Todo. Hasta la bicicleta.
—¿Y no te parece raro el descansillo tan vacío?
Isabel no respondió. Carmen, desde la silla junto a la cama, la miraba en silencio. No con rencor, sino con curiosidad.
—¿Y tú? —preguntó Margarita—. ¿Cómo estás, Carmen?
—Cansada. Pero en paz. Aunque… sin Margarita no me animo a tomarme el café en la escalera.
—Pues cuando vuelva, lo tomaremos juntas.
—Y con Isabel, si se porta bien —bromeó Carmen.
Las tres rieron. Isabel bajó la mirada, y tras un momento dijo:
—Yo también estoy cansada. De estar todo el día enojada. No me di cuenta… pero ustedes me hacen falta.
Carmen la miró con dulzura.
—Yo no quiero molestar, Isabel. Solo quiero vivir tranquila. Como tú.
—Y yo no quiero gritar más. Solo que… a veces me siento sola. Y el orden me hace sentir que controlo algo.
—Entonces ven a tomar café con nosotras —propuso Margarita.
—¿Incluso si traigo galletas compradas?
—Con tal de que no traigas quejas… —bromeó Carmen.
Días después, cuando Margarita volvió al edificio, la esperaba una mesa plegable en el descansillo con tres tazas de café, una caja de galletas y un pequeño cartel que decía:
“Este espacio no es trastero. Es nuestro rincón de vecinas.”
Desde entonces, cada miércoles por la mañana, se sientan ahí. Hablan de los nietos, de recetas, de libros, de achaques… y de la vida.
Isabel a veces sigue protestando. Carmen sigue acumulando recuerdos. Y Margarita sigue haciendo de puente. Pero ya no hay gritos. Solo voces cruzadas con respeto.
Porque entendieron algo que no cabe en ninguna caja:
Nada sobra cuando hay alguien que lo necesita.
FIN.
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