Solo te soportamos por lástima”, gritó mi hija y al día siguiente desaparecí dejar rastro. Mi propia hija me había gritado que solo me soportaban por lástima y esa noche decidí que nunca más sería una carga para nadie. Era jueves por la tarde cuando mi hija Beatriz me destrozó con esas palabras.

 Estábamos en su cocina discutiendo por una tontería sobre la televisión. Yo había puesto las noticias y ella quería ver una serie. Papá, ya basta. Solo te soportamos por lástima. Por lástima, ¿entiendes? Su marido Andrés estaba ahí, mis dos nietas también, y nadie dijo nada, nadie me defendió, solo hubo silencio y miradas hacia el suelo.

Me llamo Francisco Herrera, tengo 74 años y trabajé 48 años como plomero en Madrid. Mi esposa Pilar murió hace 9 años de cáncer. Desde entonces vivo solo en Malasaña, donde crié a Beatriz con todo mi amor. Ella tiene 40 años, es profesora y vive con Andrés y mis nietas en Las Rosas.

 Desde que Pilar murió iba a comer a casa de Beatriz los domingos. Siempre me recibía con cara de fastidio. Beatriz preparaba la comida de mala gana y siempre encontraba excusas para levantarse de la mesa. Las nietas me saludaban rápido y desaparecían con sus celulares. Durante años aguanté esos domingos incómodos pensando que era normal.

 me decía que por lo menos tenía donde ir, que no estaba completamente solo. Pero ese jueves entendí que llevaba años mintiéndome. La pelea empezó porque llegué una hora antes. Había ido al médico y quería contarles sobre unos análisis preocupantes. Necesitaba que me acompañara porque ya no oigo bien. Cuando toqué el timbre, vi en su cara que había llegado en mal momento.

 “Hola, papá”, me dijo sin una sonrisa. No habíamos quedado para hoy. Le expliqué que era importante, pero me dejó pasar con mala cara. Cuando le conté sobre los análisis, suspiró. Papá, son tonterías tuyas. Los médicos siempre piden más pruebas. Su respuesta me dolió. Tomé el control remoto y puse las noticias para distraerme.

 Me lo quitó y dijo, “Papá, voy a ver mi serie. Las noticias las puedes ver en tu casa.” Solo quería pasar un rato contigo”, le dije. “Hace mucho que no hablamos.” Y ahí explotó. Se levantó y me gritó, “Solo te soportamos por lástima. Vienes aquí todos los domingos como si fueras el dueño. Andrés no te quiere aquí.

 Las niñas no te hacen caso y yo ya no sé qué hacer contigo.” Me quedé sentado con las manos temblorosas. No dije nada, no pude decir nada. Me levanté despacio, tomé mi chaqueta y me fui. Ni siquiera me acompañó a la puerta. Esa noche no pegué un ojo. Me quedé en mi cocina bebiendo té y pensando en todo lo que había hecho mal.

 Repasé años de domingos aguantando caras largas, de cumpleaños donde yo llevaba regalos y nadie me daba las gracias, de Navidades donde me quedaba solo mientras ellos se iban de viaje y entendí que tenía razón. Me soportaban por lástima. Eso me dolía más que cualquier enfermedad. A las 6 de la mañana del viernes tomé la decisión más importante de mi vida.

 Me levanté, me duché, desayuné despacio y saqué la maleta del armario. Metí ropa para una semana, mis medicinas, los papeles importantes y los 8000 € que tenía ahorados. No dejé nota, no dije adiós, simplemente desaparecí. Tomé el primer autobús hacia Valencia. Durante las 4 horas de viaje miré los campos de españo y pensé que quizás era mejor así.

 Quizás era hora de dejar de ser una carga, quizás era hora de vivir sin pedir perdón por existir. Cuando llegué a Valencia, caminé por calles desconocidas, respirando un aire que olía mar. Por primera vez en años me sentí libre. Encontré el hotel Mediterráneo, un lugar sencillo cerca de la playa. Durante los primeros días paseaba por el malecón sin hablar con nadie.

 Era extraño estar ahí sin que nadie supiera quién era. En Madrid me conocían como Francisco el plomero, el viudo de Pilar, el padre de Beatriz. Aquí era solo un jubilado más disfrutando del mar. Al cuarto día conocí a Manuel, el dueño del café donde desayunaba. Era un hombre de 65 años de Sevilla que había llegado a Valencia huyendo también de problemas familiares.

“A veces un hombre necesita empezar de cero”, me dijo mientras me servía el café con leche. “Y no hay nada malo en eso.” Esas palabras me cambiaron la perspectiva completamente. Al final de esa semana tomé una decisión definitiva. No iba a volver a Madrid. No iba a llamar a Beatriz pidiendo perdón por haberme ido.

 Si ella pensaba que solo me soportaba por lástima, pues ya no tendría que soportarme más. Era hora de vivir para mí mismo, sin tener que justificarme ante nadie. Encontré un apartamento pequeño cerca de la playa. Tenía lo básico, cocina, sala, dormitorio y baño. Nada lujoso, pero limpio, silencioso y completamente mío. Firmé el contrato por un año y empecé una nueva vida que nunca imaginé posible.

 Los meses pasaron y mi nueva rutina se fue consolidando. Me apunté a gimnasia acuática en la piscina municipal, donde conocí a otros jubilados que, como yo habían decidido cuidar su salud. También me inscribí en un taller de pintura los martes por la tarde y en un club de lectura que se reunía los viernes. Por primera vez en años tenía una agenda propia, actividades que había elegido yo, no impuestas por obligaciones familiares.

Hice amigos reales, gente que me apreciaba por quien era, no por obligación. Era una vida sencilla, pero me gustaba. No había gritos, no había caras de fastidio, no había que fingir estar bien cuando no lo estaba. Cada día era mío, cada decisión la tomaba yo, cada momento de paz me lo había ganado con mi valentía.

Después de 6 meses, la panadera me dijo, “Francisco, ayer vino una mujer preguntando por usted. Dijo que era su hija. Beatriz había venido a buscarme. Tardó todo ese tiempo en darse cuenta de que había desaparecido. Una semana después sonó mi timbre a las 9 de la mañana. Era ella con cara de cansancio profundo y ojos hinchados de tanto llorar.

 Llevaba mi dirección escrita en un papel rucado que seguramente había conseguido preguntando en media valencia. Se había cortado el pelo y había adelgazado como si estos meses sin mí también la hubieran cambiado. Me acerqué a la puerta, pero no la abrí. Algo dentro de mí necesitaba saber si realmente había cambiado o solo venía a buscarme para calmar su culpabilidad.

Le hablé a través de la puerta cerrada. Beatriz, te escucho. Estoy aquí. Papá, por favor, abre la puerta, me suplicó con voz grevada. Todavía no. Primero vamos a hablar así. Y entonces me habló como nunca lo había hecho. Me pidió perdón. Me contó que se había dado cuenta de que yo era la única persona que la quería sin pedir nada a cambio. Soy una hija horrible, llonó.

Las niñas preguntan por ti todos los días. Necesito en mi vida. Le dije que me lo pensaría. Al día siguiente le di una oportunidad, pero con condiciones. Las cosas serían como yo dijera. Beatriz se quedó una semana conmigo en Valencia. Me acompañó a mis actividades. Conocí a mis amigos. Cocinamos juntos. Por las noches, viendo el mar desde mi terraza, me contaba cómo habían sido esos meses sin mí.

 Papá, me dijo la última noche, no te soportaba por lástima. Te quería mal, pero te quería y ahora quiero quererte bien. Hoyito dijo, dos años después, Beatriz viene a visitarme una vez al mes. Nuestra relación cambió completamente. Ya no soy una carga, soy su padre y me trata como tal. Las niñas vienen en vacaciones y hemos creado memorias nuevas y mejores.

 A veces pienso en aquella tarde terrible. Ahora entiendo que esas palabras crueles me dieron la valentía para cambiar mi vida. Mi desaparición fue el despertar doloroso, pero necesario que ambos necesitábamos. La lección más importante. Nunca es tarde para exigir respeto, ni siquiera de tu propia familia. Todos merecemos ser queridos de verdad, no soportados por lástima.

 Y si no nos quieren como somos, es mejor estar solos que mala acompañados. A veces me preguntan si no fue cruel desaparecer así sin avisar. Mi respuesta siempre es la misma. ¿Acaso no fue cruel tratarme como una carga durante años? Ahora vivo en Valencia junto al mar, lejos de quienes me daban migajas de cariño.

 Y por primera vez en décadas soy completamente feliz. ¿Tú también aguantas que te traten mal por no quedarte solo? M.