«Todas Somos Tuyas» – Dijeron las Guerreras al joven pistolero- En esta Isla Mandamos Nosotras

Llevado como un animal hasta el fondo de la selva más recóndita, el forajido más salvaje, atado de pies y manos, apenas podía respirar al verlas. Una fila de guerreras de piel dorada, vestidas con telas mínimas que dejaban más certezas que dudas, cada una, una visión prohibida.
Sus cuerpos relucían bajo el sol como un ejército de diosas paganas, listas para llevar a cabo el cumplimiento de su ley. Parece un esclavo fuerte. Nos darás tu semilla a todas. El vaquero, resignado en su suerte, pensó, “Si arder en ellas es mi condena, entonces que nunca me perdonen.” Antes de sumergirnos en esta aventura, dime desde donde nos estás escuchando y no olvides suscribirte a mi canal Ozk Radio porque la próxima historia trae algo muy especial preparado para ti.
El grasnido de las aves marinas quebró el silencio como un cuchillo. Picoteaban entre barriles astillados y sacos de grano húmedo esparcido sobre la arena húmeda. El olor a sal, madera podrida y víveres enmuecidos llenaba el aire mientras el sol naciente teñía la costa con un resplandor rojizo. Elías Macrae abrió los ojos con dificultad.
Tenía la boca reseca, la frente cubierta de arena y sangre seca en una ceja. Su cuerpo dolía como si lo hubieran arrojado contra las piedras una y otra vez. A su lado, recostado contra el mástil inclinado de la nave encallada, un joven de rostro pálido, aún con signos vitales. Elías lo observó unos segundos. Luego, con un esfuerzo que le arrancó un gemido, desató las cuerdas que lo mantenían atado.
“Vamos, muchacho, despierta”, murmuró dándole palmadas suaves en el rostro. El aprendiz apenas reaccionó soltando un débil quejido. Elías lo sostuvo contra su hombro y lo recostó a la sombra de un barril volcado. Fue entonces cuando una voz retumbó desde la playa entrecortada, pero firme. Elías, Elías, aquí abajo.
El cazador de fronteras levantó la vista. Entre las olas que aún lamían la orilla avanzaba tambaleante una figura humana. reconoció de inmediato al capitán holandés, la ropa hecha gidones, cubierto de magulladuras y manchas de sal, pero vivo.
Su porte seguía siendo altivo, pese a que la tormenta lo había azotado como a todos. Ambos hombres se miraron un instante en silencio, comprendiendo sin palabras que estaban solos entre los muertos. El capitán señaló hacia un punto de la playa. Dos cuerpos más yacían inertes, arrojados por el oleaje, sus rostros irreconocibles por la hinchazón. Eran los últimos restos de una tripulación perdida. El silencio pesaba como un presagio.
La isla parecía tranquila, casi idílica, palmeras altas, follaje tupido, aves de colores que cruzaban el aire con trinos agudos. Pero había algo en ese silencio, en esa calma falsa, que le erizó la piel. El capitán frunció el ceño. No es un lugar cualquiera, se siente extraño.
Elías asintió limpiando la arena de su rostro con la manga. No alcanzó a responder porque el sonido de ramas quebrándose irrumpió desde la espesura. Los tres hombres se giraron de inmediato, tensos como cazadores sorprendidos en campo ajeno. Del manto verde surgieron siluetas. Primero una, luego 10, luego decenas. Más de 50 mujeres emergieron como apariciones, avanzando con paso firme, armas en mano.
No eran figuras ordinarias. Su sola presencia parecía desmentir la realidad. Altas, de piel bronceada que brillaba bajo el sol, músculos definidos que revelaban fuerza y disciplina, cabeller caían como cascadas negras, castañas y rojizas. Cada una de ellas poseía una hermosura casi dolorosa de contemplar, como si los dioses hubieran esculpido en carne el ideal de la belleza.
Sus rostros eran severos, los labios firmes, los ojos fijos con intensidad depredadora. Algunas portaban arcos tensados, otras lanzas con puntas de hueso pulido y obsidiana. Se movían como una sola marea, con coordinación impecable, sin necesidad de gritar órdenes. El aprendiz, aún débil, soltó un suspiro de asombro. Son como diosas.
Pero Elías supo al instante que no eran diosas, eran guerreras. Cada paso que daban sobre la arena resonaba con la seguridad de quien está acostumbrado a cazar y a dominar. Había en ella sensualidad, sí, pero también una amenaza latente, la belleza de la fiera que muestra los colmillos. Una de las mujeres, más alta que las demás, con un arco tan grande como un hombre, alzó la mano y las demás se detuvieron en perfecta sincronía. Elías dio un paso al frente, pero de inmediato sintió el filo de una punta
rozarle el cuello. Una lanza lo mantenía en su sitio. El capitán, aunque herido, se enderezó y habló en voz baja. No retrocedas, Elías. Nos tienen rodeados. No hubo espacio para la resistencia. En cuestión de segundos, los tres fueron desarmados y empujados hacia la línea de guerreras. Manos firmes, callosas, pero femeninas, lo sujetaron con una fuerza inesperada.
Ataduras de fibras vegetales les inmovilizaron las muñecas como si fueran simples presas capturadas tras una cacería. Elías alzó la mirada hacia aquellas figuras que parecían surgidas de un sueño o de una pesadilla. Hermosas, sí, pero implacables. El silencio volvió a caer sobre la playa, interrumpido solo por el murmullo del mar y los latidos acelerados en el pecho de los tres sobrevivientes.
Elías pensó entonces, con un presentimiento sombrío, que habían escapado de la tormenta del océano solo para naufragar en otra mucho más peligrosa, la tormenta de esas mujeres. mitad ángeles, mitad cazadoras, que ahora los llevaban hacia el corazón desconocido de la isla. Avanzaban mañatados, rodeados por aquella guardia de mujeres que parecían esculpidas en bronce y fuego.
La marcha era rápida, sin tregua. Cada paso se hundía en la arena húmeda primero, luego en la ojarasca espesa de la selva que se cerraba sobre ellos como un túnel de sombras verdes. Elías caminaba con la cabeza erguida, observando cada detalle. El sonido de tambores invisibles palpitaba en su memoria, como si el corazón mismo de la isla latiera en sincronía con esas mujeres.
El aprendiz, en cambio, tropezaba a cada rato, nervioso, intentando descifrar murmullos en una lengua extraña que volaba entre ellas como un río indomable. El capitán mantenía la dignidad, aunque sus ojos azules no podían ocultar el desconcierto, era un marino acostumbrado a los puertos del mundo, pero jamás había visto nada semejante.
El muchacho, con voz entrecortada por el miedo, murmuró demasiado alto. Amigos, creo que son caníbales. Seguro nos van a cocinar como a unos malditos cerdos. Elías lo miró de reojo con media sonrisa irónica. Puede ser. O tal vez seamos sacrificio para sus dioses. Un murmullo de risas femeninas se alzó alrededor. De pronto, una de las guerreras se detuvo.
Alta, de cabellera rojiza, ojos brillantes como brasas, se giró hacia ellos sin previo aviso. Le tomó la entrepierna al aprendiz con rudeza y declaró en un español claro, de acento extraño pero inconfundible: “Sobrevivirán mientras aún funcione esto.” El joven se quedó mudo, boqueabierto. Los ojos desorbitados por el miedo y la vergüenza.
Estás escuchando OZK Radio, narraciones que transportan. El capitán apretó la mandíbula, sorprendido de que hablaran su lengua. Elías, en cambio, se limitó a arquear una ceja. “Hablan español”, susurró incrédulo. “Y nos entienden todo,”, añadió el capitán. La guerrera soltó al muchacho y lo empujó con fuerza para que siguiera caminando.
Elías quiso preguntar de dónde habían aprendido el idioma, pero la lanza en su espalda lo silenció. La procesión continuó internándose en senderos intrincados. La selva parecía abrirse ante ellas como si obedeciera. Había puentes colgantes de bejucos que unían árboles de 20 m de altura con mujeres vigilantes apostadas arriba como centinelas de otro mundo.
Más adelante se alzaban torres improvisadas construidas con miles de piedras acomodadas con paciencia infinita, formando plataformas circulares que dominaban la espesura. Elías no podía evitar admirar la organización. Aquellas mujeres no eran una tribu salvaje, eran un ejército. Pensó en su vida en la frontera, en los fuertes improvisados con madera seca y barro y comparó.
La disciplina aquí era absoluta, como si la isla misma las hubiera moldeado. El capitán, con ojos entrenados para notar detalles de construcción, observaba con asombro. Esto no es obra improvisada. Tienen conocimientos de ingeniería. Míralo. Esos arcos de madera soportan toneladas. han aprendido a fundirse con la selva. El aprendiz, aún ruborizado por la humillación, no podía dejar de contemplar la belleza de sus captores.
Son como amazonas de los cuentos, demasiado hermosas para ser reales. Pasaron junto a esculturas talladas en madera de caoba, figuras femeninas con arcos tensados, lanzas alzadas, pechos erguidos y ojos fijos en el horizonte. Otras representaban escenas de combate, mujeres enfrentando criaturas marinas, serpientes gigantes, hombres encadenados.
Algunas esculturas eran inquietantes, rostros de hombres con expresiones de dolor, como advertencia o recuerdo de lo que el destino podía hacer con los extraños. Elías sintió un escalofrío. Aquellas imágenes hablaban de historia, de décadas de lucha por sobrevivir en esa isla apartada del mundo. 50 años de resistencia habían forjado no solo un pueblo, sino un mito viviente. La procesión cruzó un puente colgante.
Abajo, la selva se extendía como un mar de hojas infinitas con destellos de riachuelos y aves exóticas que parecían joyas voladoras. El aprendiz, mareado por la altura, se aferró a las cuerdas mientras las amazonas marchaban con paso firme, sin miedo, con la gracia de leopardas. El capitán pensaba en silencio, esto es un reino oculto, un verdadero ejército secreto en el corazón del Atlántico. Elías, en cambio, meditaba con calma.
Son personas de guerra, pero también son un pueblo. No somos prisioneros de una tribu bárbara. Tienen buenos saberes, pero todo se ve muy nuevo por aquí. Finalmente, la selva se abrió como un telón y apareció la aldea.
Cabañas elevadas sobre pilotes, techos de palma trenzada, pasajes colgantes que unían las viviendas como una telaraña de madera y bejuucos. Mujeres de todas las edades se movían entre los hogares, jóvenes fuertes entrenando con arcos, ancianas hilando fibras, niñas corriendo con lanzas de madera en miniatura. Era una ciudad viva, vibrante, de unas 300 almas oculta en el abrazo verde de la isla. Los prisioneros, aún atados, quedaron en medio de la plaza central.
Y mientras los ojos de cientos de mujeres los examinaban con una mezcla de curiosidad y recelo, Elías comprendió que acababan de entrar en un mundo que el resto de la humanidad jamás imaginaría. El sol del mediodía caía implacable sobre la aldea.
Los tres prisioneros fueron conducidos hasta una plataforma de madera elevada apenas un metro sobre el suelo. Las mujeres con movimientos seguros y sincronizados los obligaron a recostarse sobre gruesos tablones. En un instante cada muñeca fue sujeta con correas vegetales densas como acero. Y lo mismo ocurrió con los tobillos. Así quedaron.
Brazos extendidos en cruz, piernas abiertas, los tres alineados, impotentes bajo la mirada de cientos de pares de ojos. El primero en resistirse fue el joven texano. “Oigan, suéltenme”, gritó con desesperación, sacudiendo los hombros. No voy a quedarme aquí como un puerco en el matadero. Una amazona alta, de piel oscura y músculos definidos, apoyó su pie sobre el pecho del muchacho y lo inmovilizó con facilidad, como quien controla a un potro desbocado. El chico lanzó un gemido de frustración.
El capitán holandés Johan Van Derbelde tampoco podía ocultar su inquietud. Sus ojos claros iban de un rostro a otro, intentando descifrar el sentido de aquella asamblea. El hombre, curtido por mares y tormentas, estaba acostumbrado a mandar en cubierta, no a ser reducido como un criminal.
Cada murmullo en esa lengua desconocida le crispaba los nervios. La multitud de mujeres crecía alrededor de la tarima. Había jóvenes guerreras con lanzas en mano, ancianas de mirada severa, muchachas que apenas rondaban los 15 años observando con fascinación. Todas hablaban entre sí, en voces graves y agudas que se mezclaban en un coro ininteligible.
Algunas reían, otras señalaban a los hombres con curiosidad, unas más murmuraban con expresión de sospecha. El muchacho de Texas, Samuel Sam Carter, estaba al borde del pánico. “Van a matarnos, lo sé”, dijo Entre jadeos. Aquí no hay hombres, somos rarezas para ellas. Nos van a usar como animales de cría, o peor, nos van a degollar frente a todos.
El capitán Johan lo reprendió con dureza, aunque en su voz se notaba la grieta del miedo. Cállate, muchacho. Si muestras debilidad, estas mujeres lo leerán en tus ojos. Elías Macrae, conocido como ojo de águila, permanecía sereno. La tensión se notaba en sus músculos tensos. Pero sus ojos no reflejaban terror, sino análisis.
Miraba alrededor con atención el orden con que habían sido llevados, la precisión de los nudos, la disposición de la multitud, la ausencia total de caos. No son salvajes, pensó. Esto es un ritual. Hay un código aquí. Alzó la voz firme, pero tranquila. Escúchenme los dos. No se adelanten al juicio. Esto no es un matadero, es una ceremonia. Sam se volvió hacia él con el rostro encendido por el miedo. Ceremonia.
¿No ves cómo nos miran? Somos tres siervos atados esperando al cazador. Elías negó lentamente. No, muchacho. He visto esto antes, en otros pueblos. Cuando una tribu captura extraños, no se lanzan al de huello sin más. Evalúan, juzgan, deciden el lugar que tendrán los prisioneros. Y aquí lo que veo es respeto y curiosidad. Johan frunció el ceño. Respeto.
Casi me paten las nueces allá atrás. Y ahora no veo más que lanzas por todas partes. Precisamente, replicó Elías, si nos hubieran querido muertos, lo estaríamos desde la playa. El silencio momentáneo de sus compañeros contrastaba con el bullicio creciente de las mujeres. Algunas comenzaron a lanzar pétalo seco sobre la tarima.
Otras golpeaban lanzas contra el suelo como marcando un compás. La sensación era hipnótica, como si se preparara la entrada de algo mayor. Sam cerró los ojos y murmuró para sí mismo. Dios mío, esto es una locura. Elías giró el rostro hacia él con voz más baja, casi paternal. Muchacho, si quieres sobrevivir, escucha mi consejo. No te desesperes.
Estas personas no se sienten muy seguras. Respira hondo. Mantén la frente en alto. La valentía no siempre es luchar. A veces es esperar sin rendirse. El joven tragó saliva intentando obedecer. Johan, aunque incrédulo, comprendió que el vaquero hablaba con la seguridad de alguien que había caminado entre códigos invisibles.
Las mujeres seguían rodeando la tarima y sus voces subían de tono como una ola que se aproxima. Ningún hombre local había aparecido, ni uno solo. Eso hacía más evidente que estaban en territorio exclusivo de mujeres. Elías, atado y en silencio, volvió a escudriñar la plaza, las cabañas de palma, los puentes que unían las casas, los estandartes de fibras vegetales sondeando al viento, las esculturas que presidían los accesos.
Todo hablaba de un orden ancestral, de un pueblo que había aprendido a sobrevivir aislado. Sí, pensó, aquí hay una ley, una ley que conozco y en esa ley tengo esperanza. El sonido de míticos cuernos comenzó a sonar en algún punto invisible de la aldea. La multitud respondió con un clamor grave. Son de tambores hicieron vibrar la selva. Sam contuvo el aliento.
Johan apretó los dientes y Elías, aún atado, cerró los ojos por un instante, reconociendo que lo inevitable estaba por ocurrir, la llegada de quien gobernaba aquel mundo. El murmullo de la multitud se quebró con un redoble de tambores. Las guerreras que custodiaban la tarima alzaron sus lanzas formando un arco metálico sobre los prisioneros.
Un silencio reverente se extendió por la plaza. Desde la entrada principal de la aldea apareció una figura imponente. Su andar era firme, pausado, como quien no necesita apresurarse para imponer respeto. La multitud de mujeres se apartó a su paso inclinando ligeramente la cabeza. Era la gran reina Ayunukak. La luz del sol acariciaba su piel bronceada, tera y marcada por la fuerza de años de entrenamiento.
Cada músculo de su cuerpo parecía tallado por la disciplina, pero sin perder la gracia femenina que la hacía hipnótica. Llevaba brazaletes de cobre en los brazos desnudos, un manto corto de fibras trenzadas que dejaba ver sus piernas poderosas y un collar de cuentas verdes que resaltaba aún más sus ojos.
Dos esmeraldas vivas intensas que se clavaban en el alma de quien las mirara. Su cabello oscuro caía suelto sobre los hombros, enmarcando un rostro de rasgos firmes y al mismo tiempo seductores. Caminaba con la majestad de quien ha nacido para mandar, pero en su porte había también un aura de guerrera indomable, una mujer capaz de blandir la lanza y dominar en combate cuerpo a cuerpo.
Elías la observó sin parpadear. No había en ella ni un gesto de improvisación. Cada movimiento era ritual. Cada paso tenía peso. El capitán Johan, aunque intentaba mantener el orgullo, sintió como la garganta se le cerraba. Sam, en cambio, se quedó embobado, dividido entre el miedo y la fascinación.
Cuando la reina subió a la tarima menor que se alzaba frente a los prisioneros, la multitud la recibió con un clamor profundo. Alzó la mano y el silencio fue inmediato. “Estos son los hombres hallados junto al barco encallado en la costa oriental”, proclamó una voz femenina fuerte y clara. La mujer que hablaba era otra amazona de gran estatura con una cicatriz que atravesaba su mejilla como trofeo de batalla.
Ella actuaba como portavoz, dirigiéndose tanto a la reina como al pueblo. La vigía dio la alarma. Podían ser enemigos, podían ser cazadores de esclavos o simples despojos del mar. Según la ley de nuestra isla, ante la presencia de varones, debemos primero juzgar su valía. Un murmullo recorrió a las mujeres reunidas.
Algunas reían con ironía, otras asintieron con gravedad. Hace 50 años que ningún hombre camina entre nosotras, continuó la portavoz. Los primeros, aquellos que sobrevivieron al naufragio de antaño, murieron con el tiempo. La isla, generosa con nuestras hijas, fue implacable con ellos. Nos dejó solas y nos obligó a convertirnos en lo que somos hoy, guardianas, cazadoras, constructoras, defensoras de nuestro propio linaje.
La reina permanecía en silencio, observando fijamente a los prisioneros. El Consejo de Madres Ancianas dictó una ley en aquellos días. Prosiguió la mujer de la cicatriz. Si alguna vez nuevos hombres eran traídos por el destino, no se aceptarían a todos, sino solo a los más dignos. Aquellos cuya fuerza, sabiduría o valentía pudieran honrar nuestro pueblo.
San tragó saliva comprendiendo cada palabra. Johan cerró los puños, incómodo de verse reducido a mercancía. Elías, en cambio, asintió suavemente, como si confirmara lo que ya sospechaba. Estaban en medio de un juicio antiguo, una prueba de selección. La portavoz señaló con su lanza a los tres hombres. Ellos serán juzgados por la reina y por las madres.
Su destino será decidido aquí, bajo la ley que nos rige. El murmullo volvió a crecer, esta vez más intenso. Algunas mujeres pedían su ejecución inmediata, otras reclamaban prudencia. Varias más jóvenes los miraban con curiosidad ardiente, como si fueran criaturas míticas. Entonces, por primera vez habló la reina Ayunukak. Su voz era grave, profunda, cargada de autoridad.
Los mares traen extraños a nuestras playas. No es casualidad, sino voluntad del destino. No seré yo quien los cond de qué están hechos. Su mirada se clavó en Elías. recorrió luego al capitán y por último al joven Sam. Una chispa brilló en sus ojos verdes. No somos un pueblo de verdugos añadió. Somos un pueblo de guerreras y toda guerrera sabe que antes de vencer o aceptar a un rival debe conocerlo en combate. El silencio fue absoluto. Cada mujer comprendió el mensaje.
Los forasteros no serían ejecutados de inmediato, sino puestos a prueba. Elías respiró hondo. Aquello confirmaba su intuición. Todo era un ritual. El capitán, aunque confundido, sintió un extraño alivio al saber que aún había una oportunidad. San en cambio, no supo si alegrarse o temblar más, porque las pruebas que imaginaban no podían ser cosa ligera.
La reina levantó la mano y los tambores sonaron de nuevo, solemnes, marcando el final de la asamblea. “Que las madres se reúnan esta noche”, dijo. “mañana al alba los hombres conocerán las leyes de esta isla en carne propia.” El clamor se levantó otra vez, más fuerte que antes. Y mientras las ataduras seguían apretando sus muñecas, los tres hombres comprendieron que su destino estaba ahora en manos de mujeres tan hermosas como temibles, gobernadas por una reina que irradiaba poder y misterio.
La noche había caído sobre la isla. La selva respiraba con un murmullo de insectos y aves ocultas, mientras la aldea amazona se iluminaba con el resplandor de decenas de antorchas clavadas en el suelo. En una de las choas más amplias, levantadas sobre pilotes de madera, aguardaban los tres prisioneros.
Sus muñecas seguían sujetas con cuerdas firmes, aunque esta vez estaban sentados frente a una mesa baja hecha de troncos pulidos. De pronto, el murmullo de los guardianes cesó. El aire cambió como si la selva misma contuviera el aliento. Una figura cruzó el umbral, la gran reina Ayunukak. La luz del fuego le dibujaba sombra sobre la piel bronceada, revelando la tensión de sus músculos al moverse.
Sus ojos verdes, brillantes e inquisitivos, pasaban de un hombre a otro como si quisiera arrancarles el alma con la mirada. No había escoltas inmediatas en la choa, solo ella, segura de que no necesitaba protección. Elías bajó apenas la cabeza, reconociendo el peso del momento. Sam Carter tragó saliva con nerviosismo, incapaz de apartar los ojos de aquella mujer que parecía tanto una diosa como una amenaza.
Johan Van Derbelde, en cambio, se enderezó sacudiendo el polvo de su chaqueta rota. Si iba a morir, pensó moriría con la frente alta. La reina tomó asiento frente a ellos, cruzando los brazos sobre la mesa. Su voz grave y clara se alzó sin rodeos. Hablen. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Qué designio los arrojó a mis playas? Por un instante hubo silencio. Elías evaluó la situación con rapidez.
No era momento de improvisar torpeza ni de mostrar miedo. Sabía que las palabras adecuadas podían inclinar la balanza. Pero antes de intervenir, el capitán Johan lo hizo. Con una leve inclinación de cabeza, un gesto calculado, respetuoso pero sin servilismo, tomó la palabra. Soy Johan Danderbelde, capitán del Stormboel, navío que ahora ya se varado en su costa.
Hijo de marineros, educado en las rutas de Europa y el Caribe, he conocido mares y tormentas. Si hoy estoy vivo, no es por mi fuerza, sino porque el mar me perdonó. La reina entrecerró los ojos observando su porte altivo. Johan continuó con un tono firme, modulando cada palabra como quien mide un discurso ante un tribunal.
Estos hombres no son esclavistas ni saqueadores. No somos bandidos errantes. Nuestro viaje tenía un propósito claro, perseguir a un criminal, un hombre llamado Alonso Buenaventura. El nombre cargado de dureza resonó en la chosa. Johan prosiguió, un mercenario sin honor, ladrón de bancos, asesino de inocentes.
Tras su último golpe en Silver Creek, dejó tres muertos a sangre fría y un pueblo marcado por la desgracia. Fue entonces cuando Basilio M. Kitney, comerciante poderoso, ofreció una recompensa por su captura. La reina no movió un músculo, pero su mirada se tornó más intensa. ¿Y ustedes aceptaron esa empresa?, preguntó. Johan asintió.
Elías Macrae fue contratado como cazador y yo como capitán para llevarlo tras la pista de Buenaventura. El joven Sam, mi aprendiz, me acompaña desde Texas. No fuimos en busca de gloria, sino de justicia y de un pago justo, como es ley en mi mundo. Elías, hasta entonces silencioso, intervino con calma, reforzando lo dicho, “Es cierto, gran reina. Yo soy Elías Macrae.
En mis tierras me llaman ojo de águila, hijo de india y blanco. He aprendido a escuchar al viento y a los pájaros, a leer las señales de la naturaleza y a enfrentar a los hombres que viven de la sangre ajena. Para mí, Buenaventura no era solo una presa, era un veneno que debía ser detenido.
Sam, nervioso, añadió en voz baja, “Nos embarcamos siguiendo sus huellas, pero él nos llevó lejos, demasiado. Se hizo al mar antes de que pudiéramos alcanzarlo. La reina apoyó los codos en la mesa, acercándose un poco. Y entonces, ¿qué ocurrió? Johan dejó escapar un suspiro, su diplomacia ahora teñida de sinceridad. La tormenta, mi reina.
Cuatro noches sin estrellas o las que engullían hombres enteros, vientos que partían velas como si fueran hojas secas. Mis marineros cayeron al mar uno tras otro. El Storm Dogo, mi orgullo, fue arrancado de su rumbo y lanzado contra las rocas de esta isla. Cuando al fin la tempestad nos liberó, quedábamos pocos y ahora solo estamos nosotros tres.
Elías asintió mirando de frente a la reina. El mar juzgó y nos arrojó aquí. Si aún respiramos es porque no todo está decidido. Por primera vez, un atisbo de emoción cruzó los ojos verdes de Ayu Nukak. Tal vez fue interés, tal vez incredulidad, pero no desvió la mirada. Hablan convicción, dijo lentamente, y hablan con un mismo hilo como quienes no mienten.
Pero entiendan esto, en mi isla no se perdona por compasión, ni se acoge por lástima. Los hombres que el destino trae deben demostrar si valen la sangre que corre en sus venas. Johan inclinó apenas la cabeza con diplomacia impecable. Lo comprendo, gran reina. Así como usted debe proteger a su pueblo, nosotros hemos vivido protegiendo al nuestro.
No pedimos indulgencia, sino la oportunidad de mostrar quiénes somos. Un murmullo recorrió a las guerreras apostadas en la entrada, sorprendidas por el aplomo del extranjero. Elías lo notó. Johan había sabido hablar en el tono exacto, ni servil ni arrogante. Era la voz de un hombre acostumbrado a negociar entre reyes y marineros. La reina se levantó erguida, imponente bajo la luz de las antorchas.
El consejo de madres escuchará esta historia. Ellas decidirán si la tormenta los trajo como un castigo o como una prueba para nosotras. Sus ojos verdes recorrieron otra vez los rostros de los tres hombres, deteniéndose un instante más en Johan, con una chispa indescifrable.
Luego, sin más palabras, abandonó la chosa. El silencio que dejó tras de sí era tan pesado como el aire húmedo de la selva. Sam respiró entrecortado. Elías cerró los ojos evaluando cada gesto y Johan, aún tenso, se permitió esbosar una sonrisa breve. Había sembrado una impresión y en tierras desconocidas eso valía tanto como un arma cargada.
La madrugada aún no había despuntado cuando sonó el cuerno grave que anunciaba la reunión del consejo de madreías. En lo alto de la aldea, en un salón circular hecho con vigas de palma y techado con hojas entrelazadas, ardían grandes braseros que iluminaban el recinto con fuego rojizo. Allí se sentaban las ancianas, las guardianas de la memoria de la isla.
Sus rostros curtidos por el sol y el tiempo eran mapas de arrugas, pero sus ojos brillaban con la misma firmeza que el acero de las jóvenes guerreras. Ninguna de ellas blandía armas. Su poder residía en la palabra y en la ley no escrita que regía a las hijas de la isla desde hacía generaciones. La gran reina Ayunukac tomó su lugar en el centro del círculo.
Su presencia no imponía por la fuerza del grito, sino por el silencio expectante que generaba a su alrededor. Las antorchas proyectaban sombras que acentuaban la musculatura de sus brazos, el bronceado intenso de su piel y el brillo de sus ojos verdes.
Con voz clara relató lo que había escuchado de los forasteros, el nombre de Alonso Buenaventura, la recompensa ofrecida por Basilio M. Kidney, la tormenta, el naufragio, no ocultó nada. Habló de Johan Vanerdaldi, el capitán de mar que había demostrado diplomacia y tempel, del joven texano Sam Carter, nervioso pero fiel a sus compañeros, y de Elías Macrae, mitad nativo, mitad blanco, que mostraba calma y entendimiento de los códigos de la Tierra. El consejo escuchó en silencio.
Algunas ancianas cerraban los ojos como si pesaran cada palabra. Otras, en cambio, mantenían la mirada fija en la reina, buscando leer en ella algo más que los hechos narrados. Cuando Ayunukak terminó, el murmullo no tardó en elevarse. Las voces se cruzaron, unas cargadas de sospecha, otras de cautela.
Los hombres siempre traen desgracia, dijo una anciana de cabellos grises y mirada severa. ¿Qué prueba hay de que no mientan? Luego de 4 días, el mar los arrojó a nuestra playa, replicó otra con tono reflexivo. Y el mar no juega con dados. Las cuatro pruebas de la nub deberán superar. Si permitimos que vivan, podrían corromper a nuestras hijas, advirtió una tercera. Desde el naufragio, ningún varón ha nacido entre nosotras.
Hemos sido bendecidas con el amor de la isla, pero también apartadas celosamente de los hombres. Y sin embargo, cada vez sentimos más la falta de ellos. La reina levantó la mano y el murmullo cesó. Nuestras leyes son claras”, dijo. Cuando el mar nos entrega hombres, no se los recibe por compasión, ni se los ejecuta por miedo. Se lo somete a juicio.
Las ancianas asintieron lentamente. Era una norma antigua, nacida desde el naufragio de las primeras mujeres que poblaron la isla. No bastaba con sobrevivir a las olas. Había que demostrar que se merecía el derecho de permanecer. Fue entonces cuando la anciana de mayor edad, de voz temblorosa pero firme, pronunció la sentencia que los forasteros elijan a uno de los suyos.
Ese hombre enfrentará las cuatro pruebas de la isla. Si falla, todos perecerán. Si supera lo que les sea impuesto, entonces la vida se les concederá. El círculo de ancianas aprobó con golpes secos de bastones contra el suelo de madera. La decisión estaba tomada. Elías, que había sido llevado junto a sus compañeros a presenciar el juicio desde una tarima cercana, comprendió en silencio. Su pecho se llenó de una certeza antigua.
Aquello no era solo un juicio, era un grito, una forma de que la comunidad entera viera si el destino hablaba a favor o en contra de los hombres. Sam, en cambio, palideció, murmuró con voz quebrada. Pruebas. ¿Qué clase de pruebas? El capitán Johan le puso una mano en el hombro firme. “Cálmate, muchacho. Las pruebas son mejores que la hoguera.” Elías alzó la vista hacia la reina.
Ella, sin apartar sus ojos verdes de los suyos, confirmó con solemnidad: “No habrá indulgencia ni engaños. Serán pruebas de cuerpo, espíritu y verdad. No contra nosotros, sino contra la isla misma.” Un silencio cargado de presagio envolvió el salón. El fuego de los braseros chisporroteaba como si quisiera anticipar el destino de los tres hombres.
Cuando el consejo se levantó, las guerreras repitieron con voces profundas la fórmula tradicional: El mar decide, la selva prueba, el fuego juzga. Los prisioneros fueron retirados a su choosa bajo guardia sin más explicaciones. Johan se mantuvo erguido procesando lo escuchado. San temblaba intentando entender su suerte.
Elías, sin embargo, se sentía extraño, no como un prisionero, sino como alguien que caminaba por un sendero que ya conocía. Los códigos estaban allí, en el silencio de la selva, en las miradas de las ancianas, en las palabras de la reina. Y aunque ninguno lo decía en voz alta, los tres comprendieron que su destino acababa de sellarse. La noche avanzaba sobre la aldea y las antorchas encendidas en los postes de guardia dibujaban círculos de luz temblorosa sobre la tierra apisonada.
Los tres prisioneros habían sido conducidos hasta una tarima baja frente a la chosa que le servía de celda. Allí aguardaban, vigilados por varias guerreras armadas con lanzas y arcos tensos. Fue entonces cuando una mujer distinta a las demás se adelantó. Su porte era erguido, su musculatura fibrosa y su mirada firme.
Era la capitana de la guardia, segunda en autoridad tras la reina. Se detuvo frente a ellos, cruzó los brazos y habló con voz grave, que resonó como el bronce. El consejo ha decidido. Deberán elegir a uno entre ustedes. Ese hombre será vuestro campeón. Si triunfa en las pruebas, todos vivirán. Si fracasa, todos perecerán. El silencio cayó como un peso sobre los tres hombres. El joven San bajó la vista tragando saliva con evidente nerviosismo.
El capitán Johan, aunque pálido, mantuvo la frente en alto, como si quisiera dar un ejemplo de compostura. Elías, por su parte, permaneció inmóvil, observando a la mujer como si aquella sentencia no lo sorprendiera. Johan fue el primero en hablar con la calma de un hombre acostumbrado a mandar.
“Un capitán debe ser el primero en arriesgar su vida por su gente”, dijo mirando a sus compañeros. “Si de mí dependiera, sería yo quien enfrentara esas pruebas.” Sam levantó los ojos con un atisbo de esperanza, aunque enseguida titubeó. Pero usted no sabe qué clase de pruebas serán, señor. Tal vez no sean cosas de mar, sino de fuerza, de agilidad, cosas que que Elías podría hacer mejor.
Elías no respondió de inmediato. Había aprendido a escuchar antes que a hablar, a dejar que los demás revelaran sus temores. Johan, tras unos segundos de reflexión, asintió lentamente. El chico tiene razón. No sabemos qué nos espera y si de verdad vamos a tener una oportunidad, debe ser aquel que tenga la mayor posibilidad de sobrevivir.
La capitana de la guardia se inclinó apenas, observando con atención el intercambio entre los tres. Elías pudo sentir como su mirada lo escudriñaba, como si ya lo hubiera señalado desde el principio. Elías rompió finalmente el silencio. No es cuestión de orgullo ni de valentía dijo con serenidad. Esto se trata de entender a la isla y a su gente. Yo conozco códigos antiguos.
Sé leer las señales del viento, el comportamiento de los animales, la fuerza de la tierra. Si me eligen, no prometo vencer, pero prometo luchar como si cada respiro dependiera de ello. San lo miró como si viera a un hombre distinto. Johan, con la firmeza de quien sabe cuándo ceder, puso la mano sobre su hombro. Entonces está decidido. Elías será nuestro campeón.
La capitana asintió satisfecha. Así debe ser. Que mañana, al despuntar el sol, la isla lo ponga a prueba. La mañana había nacido pesada, con un aire denso que presagiaba violencia. Los prisioneros fueron escoltados hasta el claro ceremonial, un círculo de arena rodeado de empalizadas y plataformas donde ya aguardaban centenares de amazonas.
La arena como un altar de prueba y tres hombres que miraban con atención desde un rincón cercado, mientras las amazonas, entre gritos de expectación empujaban a Elías Macrae al círculo. Le arrojaron una lanza corta de madera dura y punta afilada en piedra. Elías la tomó, midió su peso y alzó la vista.
Las compuertas de madera se abrieron y dos sombras se deslizaron a la arena, un jaguar moteado de músculos tensos y una pantera negra ágil como un relámpago nocturno. El murmullo de la multitud se hizo un rugido. El joven Samuel palideció tragando saliva. Dios santo, es imposible. Estamos muertos. El capitán Van Derbelde, aunque inquieto, murmuró con Tempel. Este es el mejor momento para tener fe, muchacho.
La pantera fue la primera en tensar el cuerpo preparada para lanzarse. Elías no dudó, levantó la lanza y la arrojó con fuerza controlada, no buscando matar, sinoentar. El arma se clavó en la arena justo frente al animal, que retrocedió de inmediato, sorprendida por el golpe seco. Un rugido frustrado escapó de su garganta y se replegó unos pasos.
El jaguar aprovechó el instante. Con un salto poderoso se lanzó directo a Elías, que ya corría hacia él. El choque fue brutal. Hombre y fiera rodaron en la arena. Elías, con reflejos entrenados, consiguió quedar casi bajo el animal, sujetándole el cuello desde atrás con un brazo de hierro.
La multitud rugía, pero la pantera no dio tregua. se abalanzó sin perder tiempo con las garras listas para hundirse en la espalda del intruso. En ese instante, el jaguar que intentaba liberarse notó a la pantera acercarse con violencia. Entonces Elías, sin dudarlo, soltó al jaguar y rodó a un costado. Las dos fieras se encontraron de frente, lanzándose la una contra la otra.
El público estalló en gritos al ver lo inesperado. Jaguar y Pantera trenzados en una batalla salvaje, mordiéndose, desgarrándose, rodando por la arena en una nube de polvo. Los rugidos llenaban el aire como truenos. “Muy astuto, pensó la reina. Sus ojos verdes más abiertos que nunca, apenas dando crédito a lo que veían.
Elías se levantó jadeante, la sangre corriéndole por un rasguño en el hombro y un antebrazo también lastimado. Sus ojos buscaron la lanza caída. La recogió apoyándola en el suelo, observando con atención la batalla. Sabía que los felinos estaban ocupados, pero que al menos uno de ellos vendría contra él. Y así fue.
La pantera, más ligera y ya herida, se dio tras un zarpazo brutal y se refugió en la sombra, respirando agitada. El jaguar, victorioso, giró la mirada hacia Elías, rugiendo con rabia renovada. Estás escuchando OZK Radio, narraciones que transportan. Elías lo encaró con calma. sostuvo la lanza en posición defensiva. “Ven aquí, pequeño”, susurró Elías con la adrenalina en todo su furor. Cuando el felino lo quiso derribar, el hombre utilizó el cuerpo de la lanza para desviar el salto de la bestia.
La madera crujió, pero resistió. Otro ataque, otro desvío y la arena se levantaba en cada embestida. El jaguar se estrellaba una y otra vez contra el arma, sin lograr quebrar al hombre. hasta el punto de mostrarse jadeante de cansancio. Entonces, en un momento calculado, Elías giró la lanza para empujar al animal hacia un costado y con la otra mano lo sujetó de nuevo por el cuello, hundiendo la rodilla en la arena para afianzar su dominio.
El jaguar se revolvió gruñiendo con furia, pero el brazo de Elías era una trampa de hierro. Las garras del jaguar amenazando con desgarrarle el brazo, pero Elías lo sostuvo hasta que la respiración del felino se calmó, hasta que la fuerza bruta se dio al reconocimiento de que aquel hombre era inquebrantable.
El jaguar retrocedió exhausto y se quedó en su rincón, los ojos aún encendidos, pero sin lanzarse otra vez. La pantera, desde las sombras lo observaba, dudosa de volver al combate. Las fieras en extremos opuestos de la arena parecía que solo querían salir de allí. Entonces Elías, levantando de nuevo la lanza, mira fijamente a sus rivales y luego, como un trueno, estalló el clamor de las amazonas en un solo júbilo de victoria.
Fue en ese momento que el forajido levantó la lanza, emitió un grito breve, poderoso y en un solo movimiento quebró la lanza con su rodilla, partiéndola en dos mitades. Los pedazos cayeron a la arena. Todo el círculo guardó silencio. Los tambores callaron. El aire era pesado, como si la selva misma aguardara su veredicto. En lugar de un final sangriento, Elías demostró respeto.
El jaguar rugió una última vez. Solo un oído entrenado habría escuchado la gratitud en el corazón de un trueno. De esta manera, el felino se retiró hacia la compuerta. La pantera, casi invisible en la penumbra, lo siguió. Elías, de pie en el centro del círculo, quedó rodeado de silencio absoluto. No celebraban solo la fuerza, sino el honor.
Habían visto a un hombre vencer, no destruyendo, sino dominando con respeto. El mismo hombre, capaz de encender un fósforo a 100 m de un solo disparo, con incontables marcas sobre cañón de su revólver, sabía medir su fuerza y conservaba el honor de su origen nativo. Vanervelde dejó escapar una carcajada. La emoción no cabía en su pecho.
Ese es mi campeón. Samuel, aún tembloroso, asintió con los ojos húmedos. Es mucho mejor que lo que cuentan de él. Increíble. Desde lo alto, la gran reina Ayo Nukak observaba con intensidad. Sus ojos verdes brillaban como brasas. El forastero no solo sobrevivía, había doblegado a la selva y a sus guardianes con justicia.
Los tambores resonaron de nuevo, esta vez solemnes, como si marcaran no una victoria sobre los animales, sino un pacto entre la isla y aquel extraño. Elías Macraye había hecho mucho más que ganar la primera prueba. Elías permaneció unos segundos más en el centro del círculo, respirando con dificultad. El sudor le corría por el rostro y su torso mostrando arañazos frescos.
Su pecho subía y bajaba como el de un animal después de la casa, pero sus ojos estaban firmes sin rastro de derrota. Las amazonas hicieron sonar los cuernos de caracol. La multitud, que hasta entonces lo había contemplado con desconfianza, rompió en un gliterío que mezclaba admiración con asombro. Algunas guerreras golpeaban sus lanzas contra los escudos, otras levantaban los brazos al cielo, reconociendo lo que acababan de presenciar. Dos guardianas se adelantaron para escoltarlo fuera de la arena.
No lo arrastraban como a un prisionero, sino que lo rodeaban con respeto, como si temieran que su aura pudiera contagiar al resto. Elías caminaba erguido, aunque cada paso pesaba como plomo, sus piernas ardían de cansancio y la adrenalina apenas le sostenía en pie. Al cruzarla con puerta lateral, lo esperaban sus compañeros.
Samuel corrió primero hacia él, pero al ver la rigidez del gesto de las guardianas, se contuvo, dejando que Elías diera los pasos finales por sí mismo. “Por todos los cielos, hombre”, exclamó Samuel al fin, tomándolo del brazo. “Creí que te devoraban.” Vananderbelde, más sereno, asintió con gravedad. “Lo que hiciste allá dentro no fue solo pelear, fue un acto de voluntad.
” Elías sonrió apenas con los labios partidos. No fue mi victoria. Ellos me perdonaron, dijo refiriéndose a los felinos. Los tres hombres se miraron en silencio. La humildad de esas palabras les pesó más que cualquier grito de triunfo. Las amazonas los condujeron a una chosa apartada, hecha de palma y barro endurecido.
Allí colocaron a Elías sobre una cama de hojas secas y tejidos de algodón. Varias jóvenes llegaron con cántaros de agua fresca y unuentos preparados con hierbas. Una anciana curandera limpió sus heridas con delicadeza, aplicando una pasta que ardía, pero cerraba las laceraciones con rapidez sorprendente. “Debes guardar fuerzas, extranjero”, le dijo la mujer en voz baja.
“El día de hoy fue solo el inicio. Mañana la isla pondrá a prueba tu espíritu.” Samuel intentó bromear para aliviar la tensión. Pues esperemos que mañana no le suelten serpientes voladoras, porque no sé si mi corazón lo aguante. Elías rió débilmente cerrando los ojos. El cansancio lo envolvió como un manto pesado y sus amigos guardaron silencio.
La chosa quedó en penumbra mientras afuera el pueblo aún celebraba y comentaba lo sucedido. Aquel día las obras de la comida que dejaron algunas fueron llevadas a sus pies como recompensa por la victoria. Elías Macrae había sobrevivido al primer día, pero todos sabían que al amanecer una nueva prueba lo aguardaría. La mañana se levantó con un aire distinto.
El murmullo en la aldea no era de simple expectativa, era hambre de espectáculo. Los tambores resonaban desde temprano, llamando a todas las mujeres a congregarse en torno al círculo de arena. En el centro, las lanzas clavadas formaban un cerco sagrado. Allí se decidiría si aquel extranjero que había sobrevivido al juicio de las fieras era digno de seguir respirando. Elías fue conducido hasta la arena.
La multitud lo observaba con una mezcla de recelo y fascinación. La reina, erguida en su sitial de madera tallada y adornada con pieles, levantó la mano y su voz tronó por encima del estrépito. El único hombre que merece vivir entre nosotras es aquel que sobreviva a la furia de nuestra mejor guerrera. El clamor fue un rugido. Entonces, la capitana Nayara hizo su entrada.
Su cuerpo parecía una estatua viva, piel bronceada, músculos tensos, mirada como filo de obsidiana. Llevaba un escudo redondo de madera endurecida, pulida como espejo oscuro y una lanza corta con punta de hueso. Caminó con paso firme, levantando arena a cada zancada hasta plantarse frente a Elías. El duelo comenzó sin más anuncio que el repicar frenético de los tambores.
Nayara se lanzó como un vendaval, el escudo por delante y la lanza apuntando directo al pecho de su rival. Elías intentó esquivar, pero el golpe lo alcanzó en el costado, arrancándole un gruñido de dolor. Apenas tuvo tiempo de recuperar el aire cuando la Amazona descargó un rodillazo en su abdomen, seguido de un empujón con el escudo que lo mandó al suelo. El público estalló en vítores.
Nayara, con un brillo desafiante en los ojos, lo señaló con la lanza. Eso es todo, extranjero. Elías se incorporó con esfuerzo, escupiendo un hilo de sangre en la arena. La paliza era real. No tenía dudas. Aquella mujer era una máquina entrenada en el combate.
Pero en lugar de desesperar, sonrió con un destello de ironía. Golpeas como un toro en estampida, pero hasta el toro tiene un paso que lo delata. Nayara frunció el ceño apenas un instante. Esa grieta en su concentración fue lo que Elías buscaba. observó con ojo de cazador la inclinación de la cadera antes del golpe, el amago con el hombro derecho que siempre precedía a la estocada.
Nayara no le dio tregua. Apenas Elías intentaba recomponerse, un tajo con la lanza lo rozó en el hombro, desgarrándole la tela y dejando una línea roja en su piel. El dolor lo obligó a retroceder, pero no tuvo tiempo de protegerse. El escudo de la amazona se estrelló contra su rostro con la fuerza de un martillo, arrancándole un chorro de sangre de la nariz y haciéndole ver destellos de luz.
Tropezó hacia atrás, tambaleante, mientras la multitud rugía alentando a su campeona. Nayara no mostró compasión. Con la agilidad de un felino, giró sobre sí misma y le asestó una patada en las costillas que lo dobló en dos. El aire escapó de sus pulmones con un sonido ronco.
Elías cayó de rodillas jadeando, sintiendo el sabor metálico de la sangre en su boca. La arena ardía bajo él, pero no bajó la mirada. Desde abajo la observó con sus ojos oscuros y en ese instante, entre el zumbido del dolor registró algo, Nayara siempre alzaba apenas la barbilla antes de girar con el escudo. Un detalle minúsculo, invisible para cualquiera que no hubiera crecido cazando en silencio, observando las sombras.
Intentó levantarse, pero la Amazona no lo permitió. Avanzó con la furia de una tormenta y lo envistió de nuevo, esta vez clavándole el borde del escudo en el estómago. El impacto fue tan fuerte que lo arrojó de espaldas contra la arena.
Una exclamación colectiva sacudió a la multitud y por un momento parecía que todo había terminado. Pero Elías, con un gruñido gutural rodó a un lado justo cuando la lanza descendía para inmovilizarlo. Se incorporó torpemente, tambaleante, la respiración entrecortada, el torso ardiendo de golpes. Cada músculo le gritaba que se rindiera, pero su mente estaba más atenta que nunca.
Nayara volvió a cargar, esta vez con una serie de movimientos encadenados, una embestida de escudo, seguida de un giro rápido y una estocada. Elías levantó el brazo para detener el escudo, pero la fuerza de la Amazona lo empujó varios pasos atrás, dejándole un ardor profundo en el bíceps, y entonces lo comprendió. No eran golpes sin orden.
Cada ataque de Nayara obedecía a un ritmo, una cadencia de batalla perfeccionada con años de práctica. una danza de violencia. Para otro hombre era un castigo sin sentido. Para él cada impacto era información valiosa. Cada herida era una enseñanza escrita en carne y hueso. Cada detalle era una señal. Su ojo de águila absorbía lo que para otros pasaría inadvertido. El siguiente choque fue brutal.
Nayara envistió confiada, pero Elías, en vez de retroceder, se lanzó hacia el costado atrapando el borde del escudo. Giró sobre sí mismo y, con un movimiento seco se lo arrebató de las manos. Antes de que la guerrera reaccionara, descargó el borde del escudo contra su cuello. El golpe fue contundente, arrancando un jadeo ahogado de los labios de la Amazona, que perdió el equilibrio y trastabilló. El público enmudeció.
Elías no perdió tiempo, se lanzó detrás de ella, atrapándole el brazo y bloqueándolo en un ángulo imposible. Nayara intentó resistirse, pero el forastero, aprovechando su posición, la sujetó por la espalda, inmovilizándola sin dejar espacio para maniobra alguna. Ella gruñía, pero cada intento de liberarse solo la atrapaba más en la presa de hierro que era el brazo de Elías. Los tambores callaron.
En ese silencio pesado, la reina se levantó y levantó la mano. Basta. Elías soltó a su rival de inmediato y dio un paso atrás a un jadeante. Nayara cayó de rodillas, respirando con dificultad, pero sin rastro de humillación en su rostro. Al contrario, una sonrisa amplia, salvaje, iluminaba sus facciones. “Eres fuerte y aprendes rápido, extranjero”, dijo entre respiros. Luego inclinó la cabeza.
Ha sido un honor. El público explotó en gritos de júbilo. Muchas aplaudían, otras golpeaban el suelo con lanzas y bastones. No solo celebraban la victoria, celebraban la esperanza de algo nuevo. Había un brillo en los ojos de muchas de ellas, como si esa contienda hubiera encendido una chispa largamente dormida. La reina se puso de pie, observando a Elías con atención renovada.
Ya no era solo un prisionero que había tenido suerte contra dos fieras. Era un hombre que podía sobrevivir a la furia de su mejor hija de guerra. Samuel y el capitán Vananderbelde, desde un extremo, no podían contener su alivio. El aprendiz agitaba los brazos, gritando sin poderse contener, mientras el holandés asentía con gravedad, como un oficial que reconoce la disciplina en otro.
Elías, exhausto, levantó apenas el escudo que aún sostenía y luego lo dejó caer en la arena. Su pecho subía y bajaba con fuerza. El sudor empapaba su piel, pero su mirada era serena. No había vencido con odio ni con rencor, sino con respeto. Los tambores volvieron a sonar, esta vez con un compás solemne. Y la voz de la reina selló el momento. El segundo día ha concluido.
El extranjero ha probado que su cuerpo y su mente son dignos de permanecer. Un coro de voces femeninas repitió la sentencia como si se tratara de un ritual. Y mientras las guerreras lo escoltaban de regreso a la chosa, Elías entendió que cada prueba no era solo por su vida, sino por el futuro de todos ellos. Esa noche, tras la prueba de fuerza, el pueblo Amazonas se volcó a los preparativos de un banquete que pocas veces se celebraba.
No era costumbre agasajar a prisioneros, pero a petición de Nayara y en honor a la voluntad de la reina, los tres hombres fueron conducidos al círculo central de la aldea. Allí un enorme fuego iluminaba las mesas rústicas cubiertas de frutos silvestres, carnes asadas y cántaros de vino oscuro que despedían un aroma fuerte, casi salvaje. Elías avanzaba con gesto cansado. Sus heridas vendadas aún ardían, pero caminaba erguido, orgulloso de haber sobrevivido.
Detrás, el capitán y Samuel lo seguían con recelo, intercambiando miradas rápidas hacia la multitud de guerreras que los observaban. Algunas silvaban con zorna, otras escupían al suelo como signo de desprecio. Pero cuando la reina se levantó, el silencio se impuso como un manto. Esta noche, proclamó con voz grave y firme, los hombres beberán y comerán entre nosotras.
Han demostrado resistencia y fuerza. Que las hogueras iluminen este gesto y que la isla decida mañana si son dignos de quedarse con vida. El anuncio fue recibido con un rugido de aprobación. Las copas se alzaron, los tambores golpearon y la celebración comenzó.
Los tres prisioneros fueron sentados cerca de la reina y de la capitana Nayara, rodeados por la élite de guerra. No había cadenas, pero la vigilancia era férrea. Cada mirada de aquellas amazonas era más cortante que una espada. El capitán fue el primero en hablar, rompiendo la tensión con una calma que sorprendió a varias de las guerreras. “Majestad”, dijo inclinando apenas la cabeza, “agradecemos este honor.
Aunque nuestras vidas dependan de vuestras leyes, reconocemos la nobleza de permitiros compartir vuestra comida con enemigos.” La reina lo observó con fijeza. No era un hombre común. Su porte era digno, su voz serena y en su mirada había una mezcla de firmeza y respeto. Algo en él resultaba distinto a los demás. No confundas este gesto con compasión, extranjero.
Esta cena es parte de la prueba. Queremos ver cómo se comportan los hombres cuando no llevan las manos atadas. El capitán sonrió apenas con una aire de ironía medida. Sin duda, no la decepcionaremos, poderosa reina. Nayara, que bebía de un cuerno de vino, soltó una carcajara. Cuidado, capitán.
Si sigues hablando así, quizás convenzas a más de una de mis hermanas de que los hombres sirven para algo más que para trabajos forzados. Elías gruñó por lo bajo, aún resentido por los golpes de la arena, pero el capitán le puso una mano en el hombro para calmarlo. Samuel, en cambio, mantenía la mirada baja, comiendo con cuidado, como si temiera que cualquier palabra pudiera condenarlos.
La reina tomó un trozo de carne y lo partió con sus propias manos. Luego, en un gesto insólito, lo ofreció directamente al capitán. Hubo murmullos entre las guerreras. Pocas veces alguien había visto a su soberana compartir alimento de ese modo. “Si de verdad deseas honrar esta mesa”, dijo ella con seriedad, “c mano.” El capitán aceptó sin dudar, tomó la carne y la llevó a su boca con dignidad, sin apartar los ojos de los de ella.
Fue un instante breve, pero en ese cruce chispeó algo que ninguna de las dos partes quiso reconocer en voz alta. Un reconocimiento mutuo, un pulso de respeto. “Tienes coraje”, comentó la reina volviendo a su copa. “Pero ustedes no han sido los únicos hombres que han pisado estas costas. Lo especial es que ninguno llegó hasta mesa.
“La fuerza es solo una parte de lo que un hombre o una mujer puede ofrecer”, respondió el capitán. “La disciplina y la palabra son lo que mantiene unido a un pueblo. Sin ellas, toda lanza acaba rota. Nayara lo miró con interés. Varias guerreras sentían en silencio. Incluso la reina, aunque imperturbable, mantuvo sus ojos fijos en él por un instante más de lo necesario. El banquete continuó con música y danzas.
Las guerreras bebían, reían y alzaban sus armas en el aire al compás de los tambores. Los tres prisioneros compartían el festín, aunque conscientes de que estaban bajo juicio constante. Sin embargo, algo había cambiado. Aquella noche. No eran meros cautivos, sino hombres probados por la arena y tolerados en el círculo de fuego. Cuando la celebración menguó y las hogueras empezaban a consumirse, la reina se levantó una vez más.
Tienen que descansar”, ordenó. “Mañana será el día de la sabiduría. La isla les pondrá a prueba de un modo distinto y allí se decidirá más que su fuerza, se medirá su espíritu.” Los hombres fueron escoltados a su refugio. Antes de marchar, el capitán volvió la vista hacia el estrado donde la reina permanecía de pie.
Ella lo miraba desde la penumbra y aunque no sonrió, en sus ojos había un brillo difícil de interpretar. El tercer amanecer llegó envuelto en una neblina espesa. Los tambores no sonaban esta vez y la aldea estaba en un silencio casi religioso. Elías fue despertado por dos guardianas que lo condujeron hasta el círculo sagrado de las ancianas. A diferencia de las pruebas anteriores, aquí no había gritos ni expectación de las masas, solo un recinto cubierto de ramas trenzadas y símbolos tallados en piedra, donde lo aguardaban las madres sabías del consejo. Las ancianas se sentaban en semicírculo,
sus rostros curtidos como corteza, sus cabellos largos y grises adornados con collares de hueso y semillas. La reina presidía en el centro, pero no hablaba. Ese era el terreno de las avías. Una de ellas levantó un bastón adornado con plumas y huesos y habló con voz ronca. Has vencido a la furia de las bestias y has soportado el filo de la mejor de nuestras hijas.
Pero la fuerza del brazo nada vale sin la claridad del espíritu. La isla no acoge a los violentos ni a los soberbios. Hoy mediremos tu mente, tu corazón y tu capacidad de justicia. Elías inclinó la cabeza. Sentía que ese examen era el más peligroso de todos, porque no había ramas ni lanzas que lo defendieran, sino únicamente su palabra y su alma. La primera anciana trazó un círculo en la arena.
Imagina que dos hombres llegan hambrientos a tu puerta. Uno es justo y otro malvado. Solo tienes alimento para uno. ¿A quién darías de comer? Elías reflexionó. Su voz noó clara, aunque pausada, al justo, para que siga obrando bien, pero también al malvado, pues quizás sea mi acto de misericordia el que encienda su redención. Si niego el pan, su maldad crecerá.
Si comparto lo poco, tal vez su alma cambie. Las ancianas murmuraron entre sí. La reina lo observaba en silencio, estudiando cada gesto. La segunda prueba fue aún más dura. Otra anciana levantó una vasija con agua. cristalina y la volcó sobre la tierra, dejando que la arena la absorbiera. El río se seca. Tus hermanos y tus enemigos necesitan agua.
Solo hay suficiente para salvar a uno de los grupos. ¿A quién escoges? Elías cerró los ojos un instante. Recordó las sequías en las tierras del oeste, cuando los pueblos nativos debían repartir el agua entre todos, aunque eso significara racionar hasta la última gota. No salvaría a uno y condenaría al otro. Dividiría el agua, aunque alcance para poco.
Pues si un hombre muere de sed mientras yo bebo, no soy digno de vivir. Que todos compartan la miseria y así también compartirán la esperanza. La tercera prueba no fue un enigma, sino un espejo. Lo colocaron frente a él, bruñido en metal, reflejando su rostro endurecido por las pruebas pasadas. La anciana que sostenía el espejo lo desafió.
“Mírate, dinos qué ves en ti, Elías se observó con calma. Dio sus cicatrices, su cabello desordenado, la dureza en sus ojos. Veo a un hombre que ha errado”, dijo con voz grave, que huyó del orden y buscó caminos torcidos. Pero también veo a alguien que aprendió a resistir, que descubrió valor en la misericordia.
“No soy perfecto, pero soy un hombre que ha decidido no retroceder ante lo que es justo.” El silencio fue profundo. La respuesta no era grandilocuente, pero la sinceridad tenía un peso que ninguna espada podía igualar. Finalmente, la anciana mayor, la más anciana de todas, se levantó apoyada en su bastón y pronunció la última prueba. Escucha bien, forastero. La vida es un fuego.
A veces ilumina, a veces devora. ¿Qué haría si la isla misma te ofreciera poder sobre todas estas mujeres, poder absoluto de mando? Elías alzó la mirada fija y serena. rechazaría ese poder. Porque quien busca gobernar solo por ambición es esclavo de sí mismo. Prefiero ser un hombre libre que un tirano en un trono. La anciana lo escrutó en silencio y finalmente asintió.
Una a una, las demás golpearon el suelo con sus bastones. El juicio había concluido. La reina se levantó y habló, su voz resonando en el recinto como un trueno contenido. Es todo. No todas nosotras confiamos aún en los hombres, pero el campeón de los intrusos ha demostrado que su espíritu no es menos digno que su fuerza. La isla ha escuchado.
Las guardianas condujeron a Elías fuera del círculo, donde lo esperaban el capitán y Samuel. Ambos lo recibieron con un alivio palpable. Van Derbelde palmeó el hombro con fuerza y el joven Samuel, aunque nervioso, no pudo ocultar una sonrisa. Elías respiró hondo. No sabía si había vencido del todo, pero comprendía que cada palabra suya había sido un paso más hacia el misterio de la isla, un lugar que lo probaban no solo como guerrero, sino como hombre. La cuarta noche cayó sobre la isla con un silencio distinto.
No hubo tambores ni cánticos de guerra. Sin anuncio alguno, Elías fue separado de sus compañeros y conducido por dos guardianas hasta el salón de la reina. Las antorchas encendidas proyectaban sombras inquietantes en los muros de piedra y un perfume dulce, casi embriagador, flotaba en el aire. No había público, ni jueces, ni arena.
Solo ella, soberana de todas aquellas mujeres, aguardando en su trono bajo un dosel carmesí. Era difícil distinguir que tanto de lo que veía era piel o tela fina. Campeón de los intrusos”, dijo la reina con voz firme mientras lo observaba acercarse. “Has vencido a la fiera, domado a la guerrera y respondido con sabiduría a las madres sabías. Eres un hombre de gran espíritu.
Creo que es momento de ponernos serios.” Elías inclinó la cabeza con respeto, pero sin someterse. Había aprendido a leer cada palabra de la reina y nunca se gastaba las monedas que apenas eran una promesa. ¿Y cómo se mide el espíritu de un hombre? Preguntó el vaquero con inalterable calma. Ella descendió lentamente del trono y caminó hacia él.
Sus brazaletes tintineaban en la penumbra y sus ojos verdes lo escrutaban con una mezcla de desafío y atracción. Con el poder de su tenacidad, susurró, extendió la mano, mostrando un collar de oro finamente trabajado. Esto es tuyo si lo deseas. Mi trono será tu trono, ni pueblo será tuyo. Podrías mandar sobre tus compañeros o condenarlos al exilio.
Solo basta con que me jures lealtad a mí y no a ellos. Elías tomó aire. La oferta era seductora, no por el oro, sino por la intensidad con la que ella lo envolvía. La reina no era una simple mujer, era la encarnación de poder, belleza, el misterio y el deseo. No puedo hacer eso aseguró en un tono tan amigable que podría apaciguar a la bestia más violenta.
Ella se acercó aún más, tan cerca que pudo sentir su aliento tibio en el rostro. Entonces morirás como los demás hombres que un día creyeron poder alzarse aquí. Pero si aceptas tendrás lo que ningún extranjero ha soñado jamás. Gobernarás a mi lado y seré solo tuya. Hubo un instante de silencio. Elías mantuvo su mirada en los ojos de la reina.
Allí no había odio, sino un reto velado. Y también algo que no esperaba, una chispa de deseo contenido. Con el rostro envuelto en total solemnidad, el forajido no dudó en contestarle. No he venido a esta isla a dominar ni a ser dominado. Vine por azar del mar y aquí estoy porque el destino quiso probarme, pero ni el oro ni el poder comprar mi lealtad.
Hace mucho tiempo supe que mi marca no es la de un rey. Entonces siempre serás un cazador, nada más que eso. Dijo la soberana analizándolo con mirada inquisidora. No soy un cazador, soy la justicia. Solo tomo el precio cuando lo vale realmente. La reina entrecerró los ojos como si quisiera ver a través de él.
¿Y qué hay de mí? Preguntó con voz más baja, ahora casi íntima. ¿No ves lo que te ofrezco? Elías no era un necio. Sabía reconocer la belleza y el poder que irradiaba aquella mujer, pero también entendía que ceder en ese momento sería perderse a sí mismo. Lo veo, majestad, y lo respeto. Pero un hombre que se traiciona sus principios no es digno de sí mismo ni de los que confían en él.
Mis compañeros cuentan conmigo. Yo no los traicionaré. La reina lo rodeó caminando lentamente a su espalda, como una cazadora que mide la resistencia de su presa. Luego regresó al frente y lo miró con intensidad. Has rechazado el oro, el poder y a mí. Muchos lo llamarían edad. Yo lo veo como una garantía respondió Elías con serenidad. La reina espozó una hermosa sonrisa. Entonces alzó la mano.
El collar de oro cayó al suelo con un tintineo metálico. Tu espíritu no se doblega. La prueba está cumplida. Elías inclinó la cabeza y por un instante creyó ver en sus ojos algo más que reconocimiento, un destello de respeto, quizás incluso de admiración. Las guardianas regresaron para escoltarlo fuera del salón.
Mientras lo conducían de nuevo hacia el lugar donde aguardaban sus compañeros, Elías comprendió que aquella había sido la más peligrosa de todas las pruebas. No había rugidos de bestias ni lanzas en alto, pero un solo instante de debilidad habría significado su ruina. Y en el eco de los pasos, las últimas palabras de la reina lo alcanzaron.
has rechazado a una reina y sin embargo tu fuerza ha crecido. [Música] La mañana siguiente amaneció clara con el cielo teñido de un azul radiante y el murmullo del mar como un presagio solemne. En la plaza central de la aldea, las amazonas habían dispuesto un círculo de estandartes y antorchas, como si la isla misma estuviera dispuesta a presenciar el veredicto de sus ancianas y de su reina.
Elías MC Crae fue llevado al centro, flanqueado por dos guerreras de la élite. Caminaba con paso firme, aunque sabía que lo que estaba a punto de escucharse podía cambiar su vida para siempre. A un costado, el capitán Dandaude y el joven texano observaban con el corazón encogido, sin saber si debían alegrarse por el amigo que había sobrevivido a todas las pruebas o temer lo que esa victoria implicaba.
El consejo de ancianas tomó asiento en semicírculo, sus rostros severos ocultando cualquier emoción. La reina Ayunukak, erguida como estatua viviente, levantó la mano pidiendo silencio. “Mujeres de la isla”, proclamó con voz que resonó más allá de la plaza. “El destino ha hablado a través de nuestras pruebas.
El forastero que llegó arrastrado por el mar y que resistió la fiera, venció a la guerrera y demostró sabiduría ante las madres, ha superado también la tentación que solo los espíritus más firmes pueden resistir. Las guerreras golpearon el suelo con sus lanzas, aprobando. Él es por derecho nuestro campeón. Elías mantuvo el gesto sereno, aunque por dentro sentía el peso de esas palabras.
Había ganado, sí, pero no sabía aún el precio. La reina avanzó hacia él y en un movimiento solemne le colocó un brazalete de oro en la muñeca derecha, señal inequívoca del título conferido. Eres el campeón de los intrusos y, como dictan nuestras leyes, deberás unirte a mí.
Desde este día, tu vida pertenece a la reina y con ella al destino de toda la tribu. Un murmullo se propagó entre las mujeres. Algunas aplaudían con entusiasmo, otras guardaban silencio reverente. El capitán intercambió una mirada rápida con el joven texano. Ninguno de los dos había previsto semejante desenlace.
Bamelde, que había intuido la fascinación de la reina, comprendió de golpe lo que significaba. Elías no solo había ganado el respeto de la isla, sino que ahora estaba ligado a ella de manera irrompible. El texano murmuró apenas, “Por todos los diablos lo han casado con la reina.” Elías escuchaba sintiendo como la multitud lo observaba con expectación. Quiso hablar, pero Ayunukak alzó la mano.
No hoy dijo como si leyera sus pensamientos. Hoy no se cuestiona el mandato, hoy se celebra. Entonces el estruendo de los tambores llenó la plaza y las guerreras comenzaron a danzar alrededor del círculo. Elías permaneció en el centro, aún con el brazalete brillante en su brazo, como un símbolo que lo ataba a un destino que jamás había imaginado.
En medio de la celebración, buscó la mirada de sus compañeros. El capitán sostuvo su gesto con un dejo de orgullo, pero también con un rastro de preocupación. El muchacho, en cambio, parecía al borde de protestar, aunque el propio Danaudi lo sujetó discretamente para evitar un gesto impludente. La reina lo observaba con intensidad y aunque su porte seguía siendo el de una soberana, había en sus ojos algo más, una chispa de satisfacción, quizá incluso de alivio. La isla tenía de nuevo un campeón. Elías respiró hondo.
Había aceptado sin palabras, porque no hacerlo habría significado la ruina para él y para sus compañeros. Pero en su interior sabía que esa unión no sería sencilla. Era un hombre libre y lo habían atado a un trono que no había buscado. Los tambores retumbaron una vez más, sellando la proclamación. Elías MC Crae, campeón de la isla, prometido de la reina Ayunukak.
Las hogueras seguían ardiendo afuera y los tambores no cesaban de sonar en la plaza celebrando al nuevo campeón. Pero dentro de la chosa donde habían sido recluidos, el ambiente era distinto, pesado, lleno de pensamientos encontrados. El aprendizano se dejó caer en el suelo de tierra apretando los puños.
Sus ojos reflejaban más angustia que rabia. “¿Qué será de nosotros ahora?”, murmuró con voz temblorosa. No sabemos si nos dejarán ir. No sabemos si volveré a ver a mi madre ni a me espera, ¿saben? Yo yo quiero casarme. No vine a este mar maldito para terminar prisionero en una isla de mujeres. El silencio que siguió fue profundo.
El capitán Dendi se frotó la barba pensativo, hasta que por fin habló con ese tono templado que pocas veces se quebraba. No te culpo, muchacho. Todos tenemos una vida allá afuera que nos llama. Y yo también. Si tuviera 20 años menos, me estaría arrancando los cabellos de preocupación. Se inclinó hacia Elías, lo miró con seriedad y luego dejó escapar un respiro casi resignado.
Pero lo diré con franqueza, si el destino me obligara a quedarme aquí, no sería la peor de las condenas. Esa reina, por Dios, no es solo su rango lo que la hace imponente, es la fuerza, el carácter, esa belleza de las que no se encuentran en 100 puertos juntos. Mcrae, tienes que saberlo, te felicito.
Te casarás con una mujer que muchos hombres desearían y yo el primero. Aunque torció la boca en un gesto de ironía amarga, ahora me tocará morderme la lengua de rabia cada vez que la vea entrar al salón. Elías no sonrió, aunque la broma buscaba aliviar la tensión. Se quedó mirando el brazalete de oro en su muñeca, símbolo de victoria y de condena.
Luego, con calma, respondió, capitán, lo agradezco, pero yo no soy hombre para esta isla. Mi espíritu nunca ha sido de encierros ni de palacios, aunque se levanten en medio de la selva. El llamado que llevo en el pecho no está aquí, está allá afuera, donde la justicia aún necesita hombres dispuestos a mancharse las manos. La frontera clama por mí.
El aprendiz levantó la cabeza esperanzado por esas palabras. Entonces, ¿no piensas quedarte? Elías negó con firmeza. No, chico. Y aunque esta isla parezca un paraíso, nunca olvides que para nosotros es una prisión. No podemos perder de vista lo que dejamos atrás. Tú tienes un hogar, una madre que espera, una mujer que confía en tu regreso.
Y yo te juro por lo más agrado, que no permitiré que estas cadenas de oro nos condenen a quedarnos. Beldde lo observó largo rato con un brillo de respeto en la mirada. Finalmente asintió. Eres un hombre extraño, MCA. Muchos se conformarían con el trono que te ofrecen, pero tú lo rechazas como si te dieran agua envenenada. Y tal vez tengas razón.
Esa libertad tuya, indomable, es lo que hace que todos sigamos creyendo en ti. El aprendiz más tranquilo, cerró los ojos un momento. Afuera los tambores celebraban la victoria, pero dentro de la chosa la conversación había encendido una chispa de esperanza.
Elías levantó la vista hacia la oscuridad del techo de palma y concluyó, con voz grave, ellas creen que me han hecho prisionero con un título. No saben que mi verdadera fuerza no está en estas cadenas doradas, sino en mi decisión de volver. Los días que siguieron a la proclamación del campeón estuvieron marcados por un frenecí de actividad en la isla.
Las amazonas, orgullosas y altivas, se entregaron a los preparativos del ritual de unión. El vínculo entre la reina Ayunukak y el vencedor de las pruebas no era un simple matrimonio, era la consagración de la fuerza de la isla, la renovación del poder que mantenía su tradición desde hacía generaciones.
Los altares de piedra fueron limpiados, las hogueras reavivadas y los corredores del palacio adornados con telas rojas y doradas que ondeaban al viento. Se levantaron estandartes con el emblema de la reina, un jaguar en acecho, símbolo de dominio y bravura. Pero entre la música de los tambores y el murmullo de las danzas, Elías Mcrae permanecía inquieto.
En apariencia aceptaba la ceremonia, portaba el brazalete de campeón y no reuía los honores que le imponían. Sin embargo, su espíritu vagaba lejos hacia horizontes que no podían ser contenidos por muros ni selvas. Fue durante uno de los banquetes previos que notó un detalle que lo golpeó más fuerte que cualquier lanza en la arena.
La reina, soberbia y luminosa en su atuendo de guerra había dirigido más de una mirada al capitán Dandaudi. No eran miradas de cortesía, había en ellas un brillo distinto, mezcla de desafío y de curiosidad. Y lo más sorprendente fue que el capitán no esquivaba ese fuego.
La dureza de su semblante se suavizaba apenas, como si en secreto disfrutara de esa atención. Elías al observarlos, sintió un peso extraño en el pecho. No era celos propiamente, pues su corazón no estaba rendido a Ayunukak. Era más bien un sentido de justicia y claridad. Comprendió que lo que la reina buscaba no era a él, sino a otro. La capitana había sembrado esa atracción desde el principio.
Ayunukak respondía al magnetismo de un hombre de tempel semejante al suyo. Aquella noche, en la soledad de la chosa, Elías meditó largamente. “La ley de esta isla exige mi unión con la reina”, se dijo a sí mismo. Pero la verdad de su corazón, aunque no lo confiese, se inclina hacia Bendraudi. Y mi verdad, mi verdad es otra. No nací para vivir encadenado a costumbres ajenas, por muy antiguas o gloriosas que parezcan.
El aprendiz, al escucharlo, lo miraba con ojos llenos de miedo y esperanza. Entonces, ¿qué harás, Elías? Si rechazas la unión, las amazonas podrían condenarnos. Si la aceptas, estarás negando tu libertad y también el sentir verdadero de la reina. Elías posó una mano firme sobre el hombro del chico.
Haré lo que dicta la justicia, muchacho. La justicia no siempre coincide con las leyes de los hombres ni con las tradiciones de los pueblos, pero es la única guía que no me ha fallado jamás. Al día siguiente, los preparativos llegaron a su punto más alto. Las amazonas entrenaban con lanzas relucientes, las sacerdotisas entonaban cantos solemnes y la reina se dejó ver con un porte aún más majestuoso, como si el peso de la decisión la volviera más temida y deseada.
Van Belde, sin embargo, permanecía en silencio. Había aceptado con humor y con rabia contenida la suerte de su camarada, pero en su interior luchaba contra la atracción que aquella mujer despertaba en él. Cuando cruzaban miradas, sentía como si la selva entera ardiera a su alrededor. Elías no era ajeno a ese duelo invisible y comprendió entonces que el dilema que se alzaban no era solo suyo, sino de todos ellos.
Si cedo, traiciono mi espíritu. Si obedezco ciegamente, traiciono la verdad que late en otros corazones. La víspera de la ceremonia se reunió con sus compañeros en secreto. El aprendiz habló de su madre, de su prometida, de la vida que anhelaba recuperar.
Vanbelde, con voz grave, reconoció que la reina lo turbaba como ninguna otra mujer en su vida. Y Elías, al escucharlos, supo lo que debía hacer. La justicia es clara, dijo, “Ningún hombre debe ser forzado a permanecer donde no pertenece. Ninguna mujer debe unirse a alguien a quien no ama en verdad y ningún pueblo debe imponer su ley si con ello encadena el espíritu de otros.” El aprendiz respiró aliviado.
El capitán lo miró con un respeto renovado, aunque la tensión brillaba en sus ojos. Y en la penumbra de aquella choa con los tambores anunciando la inminente ceremonia, Elías MC Crae tomó la decisión que marcaría el destino de todos. Enfrentarían no solo a la reina y a su ley, sino al dilema del corazón mismo con la única arma que jamás le habían podido arrebatar, su libertad.
Elías meditaba en silencio cuando esa misma noche las guardianas los condujeron de regreso a su recinto. No estaban encadenados, pero tampoco podían olvidar la sensación de ser presas vigiladas. La hoguera del centro crepitaba y bajo su luz rojiza la tensión crecía. Fue el capitán quien rompió el hielo hablando con su acostumbrada calma diplomática.
“Guerreras”, dijo mirando a las dos que custodiaban la entrada. Hemos demostrado valor en las pruebas. Mi compañero ha cumplido con la voluntad de la reina. Decidnos entonces qué destino nos aguarda. O es que debemos vivir en la incertidumbre como condenados que aún no han escuchado su sentencia. Las mujeres se miraron entre sí, dudando.
La mayor de ellas apretó los labios, pero al fin murmuró, “El campeón pertenece a la reina. Es ley. Elías no se inmutó, pero la otra guardiana, más joven y con un dejo de dureza en la voz añadió lo que faltaba. Los otros no quedan libres. El aprendiz levantó la cabeza desconcertado. ¿Cómo que no libres? La guerrera lo miró de arriba a abajo, como quien evalúa una herramienta.
Serán conservados, útiles para la comunidad. Vuestra simiente será reclamada por quienes la necesiten. No moriréis, pero tampoco saldréis jamás de la isla. Estás escuchando Ozakar Radio, narraciones que transportan. [Música] El silencio se volvió insoportable. El muchacho palideció, dio un paso atrás y se dejó caer sobre el suelo de madera.
No! susurró con la voz quebrada. No, eso no puede ser. Yo debo volver. Mi madre me espera y mi prometida. Yo debo casarme. Necesito regresar. El capitán se inclinó y puso una mano firme sobre su hombro, pero en su rostro se dibujó una mueca amarga. Resiste, chico. El miedo no te servirá de nada aquí. Mc Crae respiró hondo, pero no pudo ocultar la rabia que le hervía por dentro. Se volvió hacia Elías.
Así que este es el premio, E. Ni la muerte ni la libertad, solo cadenas con otro nombre. Su risa fue corta, amarga. Un semental de corral. Eso es lo que pretenden de nosotros. Elías lo escuchó erguido, como si su espíritu no se dejara aplastar por aquella revelación. Entonces, no queda más que actuar. Su voz fue baja, cortante, pero segura.
Si no podemos esperar clemencia, debemos forjar nuestra salida. El aprendiz alzó la cabeza con lágrimas contenidas. Escapar. ¿Cómo? Todo está vigilado. Elías lo miró fijo con una calma que contrastaba con el temblor del joven. Con paciencia, con ojos atentos, con la voluntad de no dejar que nos quiebren. No será mañana ni pasado, pero habrá un momento y ese día estaremos listos.
El capitán lo observó largo rato y al fin asintió con un gesto cansado. Te diré algo, Elías. He servido bajo muchos líderes y ninguno me inspira como tú ahora. Quizá estés tan loco como parece, pero prefiero seguir a un loco con esperanza que hundirme en la certeza de estas paredes. El aprendiz respiró hondo intentando recobrar el valor.
Haré lo que diga Elías, lo que sea, con tal de no quedar atrapado aquí para siempre. Los tres quedaron en silencio, cada uno con sus pensamientos. Afuera, las guardianas callaron. Tal vez habían revelado demasiado. Tal vez solo querían ver cómo reaccionaban sus prisioneros. Elías cerró los ojos un instante. Sabía que la batalla más difícil no estaba en la arena ni contra fieras o guerreras.
Estaba en mantener la fe intacta. Porque mientras el miedo devoraba al muchacho y la amargura al capitán, él debía sostenerlos a ambos con la fuerza de su convicción. Y así, bajo la luz incierta de la hoguera, los tres hombres entendieron que ya no era cuestión de pruebas ni de honores, era cuestión de supervivencia.
La aldea estaba entregada a los preparativos de la unión ceremonial. Las amazonas adornaban los pasillos de madera con guirnaldas de flores. El aire olía aceites y resinas y los tambores retumbaban marcando un ritmo solemne. Era un día de aparente celebración.
Aunque en el corazón de Elías y sus compañeros el ambiente pesaba como plomo, no sentían que fueran convidados, sino prisioneros que aguardaban su destino. De pronto, el bullicio se quebró. Un alarido desgarrador retumbó desde los hembradíos. Luego el crujir de la madera incendiada y el humo negro que ascendía como una columna ominosa. Segundos después, la aldea se estremeció bajo la irrupción de aquellos a quienes las amazonas llamaban con un nombre cargado de temor ancestral, los demonios.
Eran hordas de bárbaros, cuerpos tatuados con símbolos tribales, torsos desnudos cubiertos de cicatrices, barbas enmarañadas y ojos encendidos por la codicia. Blandían garrotes con clavos incrustados, lanzas toscamente forjadas y machetes oxidados. Avanzaban rugiendo como bestias, encendiendo antorchas que lanzaban contra los techos de palma.
Las primeras guardianas que corrieron a contenerlos fueron derribadas en un instante. La brutalidad de los demonios no daba tregua. Rompían cercados, incendiaban chosas, pisoteaban los cultivos con furia. No buscaban solamente saqueo, sino humillación. Y las mujeres que quedaban a su alcance eran golpeadas y sujetadas a la fuerza. La reina Ayunukac dio la alarma con un cuerno de guerra, pero la sorpresa jugaba en contra.
Muchas mujeres estaban dispersas en los preparativos sin armas alcance. El enemigo lo había calculado bien. Habían esperado un descuido, un momento en que la vigilancia bajara. Ahora irrumpían como una tempestad de odio. Mientras tanto, en la chosa prisión, Elías, Vananderbelde y el aprendiz escuchaban el estrépito cada vez más cerca, los gritos, el choque de armas, el crepitar del fuego.
La madera de su encierro vibraba con cada impacto en las cercanías. Es el ataque, gruñó el capitán, erguido como un novo al acecho. El pueblo está bajo ataque. El aprendiz lívido se encogió contra la pared. ¿Vendrán por nosotros? Elías no contestó. Su respiración era honda, su mirada fija en la puerta, como si esperara ese momento desde hacía tiempo.
La respuesta llegó con violencia. La entrada de la chosa se abrió de un puntapié y dos demonios irrumpieron. Uno llevaba una lanza con la punta ennegrecida por el fuego, el otro machete corroído. Sus rostros mostraban sonrisas depravadas. Habían encontrado presa fácil.
“Aquí hay carne viva”, escupió uno abalanzándose con ansia. No tuvo tiempo de dar un segundo paso. Elías lo envistió de frente, hundiéndole el hombro en el pecho. El bárbaro salió disparado contra la pared, el aire escapándole en un gemido. El machete cayó al suelo y Elías lo tomó con la naturalidad de quien ha nacido con el hierro en la mano.
El segundo demonio con la lanza en alto giró hacia el muchacho paralizado por el terror. El aprendiz apenas pudo alzar los brazos, pero antes de que el ataque descendiera, Cornelius Van Derbelde se interpusó. Con fuerza calculada, agarró el astil de la lanza, lo torció con un giro seco y en un movimiento fluido lo partió contra la rodilla del invasor. El bárbaro rugió de dolor, pero el capitán lo remató con un golpe de codo en la mandíbula que lo dejó tendido.
Elías sujetó al primero contra el suelo, presionando su cuello con la rodilla. “Hoy no, maldito”, murmuró mientras hundía el machete en la tierra junto a su cabeza a modo de advertencia. El aprendiz, temblando, apenas podía procesar lo que acababa de presenciar.
Dos demonios, hombres que parecían monstruos invencibles, habían sido neutralizados en cuestión de segundos. Van Derbelde se volvió hacia el joven jadeante con la lanza rota aún en las manos. Lo ves, muchacho, dijo con firmeza. No somos ganado para que nos arrastren. Estamos vivos y pelearemos. Elías se incorporó empuñando el machete rescatado con la mirada fija en la entrada donde el humo comenzaba a filtrarse. Se acabó el encierro. Su voz sonó como un trueno.
Si estos malditos vinieron a cazar, hoy se toparán con presas que muerden. Vamos, no se separen. Los tres se miraron un instante. La sorpresa aún estaba allí, pero ahora cubierta por un fuego distinto, la decisión de luchar. Con ese pacto silencioso, dieron el primer paso hacia la batalla que marcaría su destino. Elías salió primero de la chosa, pero fue el capitán Van Derbel de quien tomó la delantera con un gesto firme, como si el caos exterior lo hubiera devuelto de inmediato a su terreno natural, el mando. El humo espesaba el aire, las
llamas devoraban techos de palma y el rugido de los demonios retumbaba entre los gritos de las amazonas. Las guerreras resistían con fiereza, lanzas en alto y cuchillos ensangrentados, pero los bárbaros irrumpían con violencia animal, arrojando antorchas a las viviendas, arrancando cosechas y arrastrando a las más jóvenes como botín. El aprendiz se estremeció dando zancadas instintivamente hacia la espesura.
“Ahora capitán”, suplicó con voz quebrada. El capitán, que solo buscaba cubrir su escape, miró alrededor, pero una visión los paralizó de inmediato. “Nadie podrá detenernos”, insistió el muchacho. Van Derbelde lo miró con severidad. Había visto esa mirada en hombres acorralados, la tentación de la huida, pero su voz, grave y templada por años de liderazgo, fue un ancla. Huir ahora sería condenarnos toda la vida, muchacho.
Elías lo observó sorprendido. Esperaba ser el quien inclinara la balanza, pero el capitán ya había marcado el rumbo. Fue entonces cuando señaló hacia el centro de la plaza, la reina Ayunukak, rodeada de fuego y acero, dirigía la defensa con un coraje digno de leyenda.
Su silueta, bañada por el resplandor de las llamas, se erguía como un faro entre la barbarie. El capitán apretó la empuñadura de su sable. “Ese no es el destino que nos espera”, dijo con firmeza y alzó la voz hacia sus compañeros. No como ratas que huyen, sino como hombres que luchan. Elías ya estaba corriendo hacia la plaza, comprendiendo el peso de aquellas palabras.
El aprendiz temblando acabó por seguirlos. La reina, que se percató de la acción, también vio la resolución en los ojos de aquellos hombres y en su paso resuelto hacia la batalla. Así, los tres hombres avanzaron al fragor, no como prisioneros buscando libertad, sino como guerreros llamados por el honor.
El fragor de la batalla se concentraba en la gran plaza de la aldea. El fuego iluminaba los rostros tensos, el humo hacía arder los ojos y los gritos de guerra se mezclaban con los alaridos de las mujeres heridas y los rugidos de los demonios. Elías, con la determinación de un león furioso, se detuvo apenas un instante junto al capitán.
Capitán, ellos se llevan a las jóvenes, dijo señalando a un grupo de bárbaros que huían entre la espesura arrastrando a dos prisioneras. Van Derbilde giró hacia él con la mirada encendida, entendiendo perfectamente su intención. Ve tras ellas, Elías. Nadie como tú para leer cada huella. Llévate al chico que no te pierda el paso.
El aprendiz tragó saliva nervioso, pero asintió al recibir la orden. Elías, sin perder tiempo, lo empujó hacia la salida de la plaza. Vamos, muchacho, a cazar demonios. El capitán los observó desaparecer entre la oscuridad, luego volvió la vista a la reina Ayunukak, que blandía su lanza en el centro del círculo de defensa, rodeada de sus guerreras de élite.
Fue entonces cuando comprendió cuál era su lugar. Empuñando un garrote, se fue destrozando cráneos y partiendo espaldas a más no poder, liberando cada vez a más guerreras que no perdían tiempo dando las gracias, sino que inmediatamente encontraban con quien combatir.
Avanzó hasta situarse cerca de la reina y sus guerreras. “Si has de caer, reina, caerás con un capitán a tu lado”, dijo, como el rugido de una fiera que defiende su hogar. Ella giró hacia él, sorprendida de verlo tan firme, y apenas una chispa brilló en sus ojos antes de volver a la batalla. Los demonios irrumpían sin descanso, portando hachas de piedra, cuchillos de hueso y garrotes toscos.
El capitán, sin ser diestro en espadas ni en arcos, improvisó con lo que tenía varias lanzas de las caídas en combate. Su experiencia de marino y pescador se manifestó en cada movimiento. Sujetaba las astas como si fueran arpones.
Los equilibraba en su palma con precisión de cirujano y los lanzaba con una fuerza certera que atravesaba el humo y encontraba carne enemiga en cada intento. Por la quilla de mi barco. Rugió tras abatir al primero. Una guerrera a su lado lo observó atónita cuando otro de sus lanzamientos derribó a un demonio que trataba de incendiar la chosa del consejo.
La reina misma lo miró de reojo, viendo como aquel extranjero, lejos de huir, se convertía en un pilar de la defensa. Las amazonas, inspiradas por su precisión, comenzaron a coordinarse con él. Unas retenían a los bárbaros en combate cercano, mientras el capitán lanzaba sus improvisados arpones desde atrás, tal como lo habría hecho contra tiburones en alta mar. En medio del caos hubo un breve instante de respiro y Ayunukak se inclinó hacia él con el rostro sudoroso y manchado de Ollin. No eres hombre de lanza ni de espada, pero peleas como si hubieras nacido entre nosotras.
El capitán sonrió mostrando sus dientes blancos bajo la barba chamuscada. No, reina, he nacido en mares bravos. Solo he cambiado las olas por este fuego. Entonces los demonios redoblaron el ataque, obligándolos a replegarse. El capitán apretó la empuñadura de una lanza nueva, levantándola junto a la reina.
“Hoy, a Yunukak, pelearemos hasta que el último de estos demonios pruebe el suelo de tu isla.” Ella sintió. Y en ese instante ya no eran reina y prisionero, eran dos guerreros luchando espalda con espalda, decididos a sostener la plaza, aunque les costara la vida.
Mientras tanto, en lo profundo de la selva, Elías y el aprendiz corrían tras las huellas de los secuestradores, dispuestos a escribir la otra mitad de la batalla. Los demonios corrían pesadamente, arrastrando a las jóvenes cautivas mientras gritaban órdenes culturales. Las Amazonas y Samuel, apenas a unos pasos atrás luchaban por ganar terreno en medio de los matorrales. Elías Mcrae iba adelante, los ojos ardiendo de decisión.
No corría como los demás. se desvió de golpe hacia un descenso imposible, una quebrada cubierta de raíces y lodo. Nayara, la capitana Amazona, al verlo arrojarse en aquella locura, apretó los dientes sin dejar de correr. “Valiente”, murmuró. “Pero un solo hombre no podrá detenerlos”.
Lo que ella no sabía era que Elías no iba solo. Había leído la selva con la mirada de un cazador y había reconocido signos que los demás pasaron por alto: huellas frescas, ramas rotas, un olor metálico en el aire. Sabía que no era solo el quien descendía hacia la playa, sino que lo acompañaban, ocultas entre las sombras dos fieras que habían probado su tempel días atrás. Él confiaba en que no lo habían olvidado.
El cazador se deslizó entre raíces como si la montaña misma lo hubiera parido. Sus pies volaron sobre el barro mientras detrás de él se agitaban los matorrales con un sigilo contenido. La pantera negra y el jaguar moteado lo seguían invisibles pero presentes. La pendiente lo escupió de golpe hacia la playa.
Allí estaban los barcos bárbaros, enormes y toscos, meciéndose cerca de la orilla. Los demonios ya casi habían llegado con sus prisioneras. Elías no dudó. Se lanzó frente a ellos como un relámpago humano, cortándoles el paso. Los bárbaros rieron primero, un solo hombre contra una horda, pero la risa murió en sus gargantas cuando la selva rugió.
Un bramido profundo, salvaje, desgarró el aire. La pantera saltó primero cayendo sobre un guerrero y hundiéndole los colmillos en la garganta. El hombre apenas alcanzó a emitir un borboteo antes de desplomarse. El Jaguar irrumpió después, arrancando de golpe a otro demonio y arrastrándolo a los matorrales como si fuese un venado.
Elías sabía que había llegado su momento. Mientras los bárbaros se desbandaban, desconcertados por aquella irrupción imposible, el envistió contra el que llevaba a una joven. De un golpe de hombro lo derribó y de un empellón feroz lo arrojó contra la arena. La muchacha cayó libre y Elías la levantó con un gesto rápido. “¡Corre hacia la selva!”, le gritó empujándola.
Los demonios reaccionaron con furia, intentando reagruparse, pero entonces irrumpieron a Yara y sus amazonas con Samuel en medio. La capitana levantó su lanza al cielo y lanzó un grito de guerra que atravesó el estruendo. Las mujeres cargaron con fiereza, lanzas y cuchillos brillando al sol.
Samuel, tembloroso pero firme, invistió con su lanza a un guerrero que intentaba sujetar a otra prisionera. No lo mató, pero lo derribó con la fuerza de un joven que ya no quería ser víctima. Una amazona remató al bárbaro y el muchacho recibió una mirada de respeto que lo hizo erguirse más alto. Elías, jadeante interceptó a otro par de captores.
Peleó con manos desnudas con la brutalidad de quien ha cazado toda su vida. En un abrir y cerrar de ojos, logró liberar a otra de las jóvenes y ponerla a salvo. A su alrededor el caos era total. La pantera atravesaba la playa como un espectro, sembrando terror, y el jaguar se alejaba por la arena arrastrando a un enemigo como trofeo de guerra. Los demonios, superados por el pánico, comenzaron a replegarse hacia los barcos.
Los navíos, al ver la situación perdida, soltaron amarras apresuradamente. Los capitanes bárbaros gritaban órdenes desesperadas y en minutos las embarcaciones se hundieron en la bruma marina, desapareciendo entre el oleaje. El silencio volvió poco a poco a la playa.
Las jóvenes llorando corrían hacia las amazonas que las abrazaban con fuerza. Samuel se dejó caer de rodillas con la lanza aún en la mano, incrédulo de haber sobrevivido. Elías, de pie en la arena, respiraba con el pecho encendido, cubierto de sudor y polvo. Alzó la vista hacia la selva buscando a las fieras, pero ya no estaban.
La pantera se había desvanecido como un fantasma y el jaguar se internaba de nuevo entre la espesura, arrastrando su presa como si hubiera cobrado lo que le pertenecía. Nayara se acercó al cazador. Sus ojos, que pocas veces mostraban más que dureza, destellaban ahora con un respeto profundo. “Nadie más habría visto ayuda donde tú la encontraste”, le dijo, “Apenas audible.
” Elías no respondió, solo miró hacia el horizonte marino, donde las velas de los demonios desaparecían en la bruma. había apostado todo en aquella jugada imposible y había vencido. Solo entonces, cuando el límite de lo humano parecía no existir para él, ojo de águila Macrae cayó a la arena y perdió el sentido. Elías Macraye abrió los ojos con dificultad.
El techo de palma trenzada parecía girar sobre su cabeza como un carrusel lento y un olor penetrante a hierbas frescas lo obligó a respirar hondo. Sintió un líquido frío húmedecer su frente y al intentar moverse descubrió que unas manos delicadas lo sostenían con firmeza. Eran curanderas, tres mujeres ancianas que cambiaban el emplasto colocado sobre su herida.
Tranquilo, campeón”, susurró una de ellas mientras acomodaba los lienzos que sujetaban la cataplasma. Elías apenas entendió. Había pasado dos días entre fiebre y delirio. En sus sueños, cuervos oscuros revoloteaban sobre un desierto interminable y figuras espectrales lo llamaban por su nombre. En medio de esas visiones, había sentido la voz de alguien cercano, quizá el capitán, o quizá la reina misma, instándolo a resistir.
Elías se incorporó lentamente, el cuerpo aún pesado, y comprobó que estaba en un amplio salón de madera y piedra, sin guardias, solo atendido por las curanderas. El silencio lo inquietó más que la vigilancia. Cuando pudo sostenerse por sí mismo, lo condujeron a la choa donde el Capitán y Samuel permanecían. Ambos lo recibieron con una mezcla de alivio y preocupación.
Pensé que ya no volvería a verte con esos ojos claros, Macrae bromeó el capitán, aunque la seriedad en su voz delataba su sinceridad. Has estado ardiendo de fiebre como un horno maldito. Samuel lo abrazó sin reservas, casi como un hermano menor. Pero la alegría pronto se tornó en una nube espesa. Seguían bajo vigilancia, cómodamente recluidos. Sí, pero prisioneros al fin.
La victoria sobre los demonios había sido un respiro, no una libertad. Los días siguientes confirmaron sus temores. La aldea se rehacía con esfuerzo. Las mujeres enterraban a sus muertas y lloraban en silencio, mientras la reina Ayo Nukacak reanudaba con solemnidad los preparativos de su unión con Elías. era la ley.
El pueblo debía ver en ello no solo una ceremonia, sino una reafirmación del orden. En un gesto inusual, la reina solicitó la presencia de los tres hombres en el gran salón del consejo. Rodeada por su guardia y las ancianas, Ayo habló con voz firme. Los forasteros han demostrado un valor inesperado. El acero de su espíritu fue vital para nuestra victoria. Sin ellos, muchas de nosotras no estaríamos aquí hoy. Que quede grabado.
Las amazonas de la isla no olvidan la deuda de sangre y fuego. Las mujeres golpearon el suelo con las culatas de sus lanzas en señal de aprobación. Pero Elías, que observaba la postura rígida de Ayu y el brillo contenido en sus ojos cuando cruzaban con los del capitán, supo leer entre líneas. Allí había algo más que disciplina, algo que la reina no admitiría, pero que la tía con fuerza en silencio.
Fue entonces cuando tomó una decisión osada. Mard, dijo rompiendo el protocolo. Os ruego una audiencia privada. Un murmullo recorrió el salón. Ayunuk carqueó una ceja sorprendida por la osadía del campeón. Aún así, levantó la mano. Sus guardias dudaron, pero obedecieron. En cuestión de segundos quedaron solos la reina, el capitán Samuel y Elías. El silencio se volvió denso.
Elías se adelantó, todavía débil, pero con la mirada firme. No soy un hombre de muchas palabras, empezó. Pero he visto suficiente para comprender. Mi destino puede sellarse aquí en este altar de leyes antiguas, pero no puedo callar sobre lo que será de los míos. Samuel tiene una madre que lo espera y una prometida que sueña con su regreso.
¿Qué justicia habría en condenar a un muchacho apenas hecho hombre a terminar sus días como bestia de ordeño? Samuel bajó la cabeza tenso mientras Elías continuaba. Y en cuanto al capitán, su libertad no es solo suya. Está hecho para mandar, para guiar, para proteger. Lo he visto, hayo. Y vos también lo habéis visto. La manera en que os miráis, aunque lo neguéis, os delata.
La reina no se inmutó. Sus ojos de obsidiana permanecieron fríos, aunque un leve temblor en sus labios revelaba que la flecha había dado en el blanco. “Hablas demasiado, campeón de intrusos”, respondió con calma, pero sin dureza. Mis simpatías, si las hubiera no cambian la ley y la ley es clara. Tú serás mi unión.
Los otros quedarán como la costumbre manda. Elías sonrió con amargura. Entonces sois prisionera de vuestras propias cadenas, majestad. Dio un paso atrás. Agradecemos vuestro reconocimiento, pero no confundáis gratitud con libertad. Eunok se levantó imponente y con un gesto seco llamó a los guardias.
Los tres hombres fueron conducidos a una nueva habitación amplia pero custodiada día y noche. Una prisión adornada. Ya solos. La tensión creció. Samuel caminaba de un lado a otro desesperado. No puedo quedarme aquí. No puedo. Mi madre, mi prometida, se detuvo casi sin aire. No vine a morir encadenado. El capitán puso una mano firme en su hombro. Tranquilo, chico. Habrá salida.
Macrae tiene razón. Estas mujeres deben tanto como nos deben. Solo hay que hallar el momento. Elías, sentado contra la pared, miraba el fuego de las antorchas y apretaba los puños. Habrá un plan. La isla cree que nos ha doblegado, pero no es así. Yo aún puedo hacer más por estas mujeres, aunque eso signifique asumir riesgos que ninguno de vosotros deba cargar. Samuel lo miró sorprendido. El capitán entendió en silencio.
Macray estaba dispuesto a jugar una partida peligrosa, quizá demasiado. En ese encierro, la idea de escapar comenzó a crecer como una semilla indomable. Pero en el corazón de Elías Macrae, la pregunta era otra. ¿Acaso debía huir o quedarse a cambiar el destino de la isla misma? La aldea entera vibraba con expectación.
Después de días de pruebas, heridas y batallas, el momento había llegado. El gran círculo ceremonial estaba adornado con flores, estandartes y antorchas encendidas aún bajo el sol de la tarde, que descendía como un testigo solemne. Las amazonas aguardaban en filas con sus armas apoyadas en el suelo, mientras los tambores marcaban un pulso grave y constante, como el latido del corazón mismo de la isla.
En el centro del círculo guardaba la reina Ayunukak, erguida en toda su majestad. Sus ropajes ceremoniales, hechos de fibras finamente trabajadas y plumas de colores, la hacían parecer más que una mujer, era la encarnación de la ley viviente. A su lado, las ancianas del consejo observaban con severidad.
El pueblo murmuraba ansioso por presenciar la unión que sellaría no solo un destino personal, sino el cumplimiento de un mandato ancestral. Elías Macray avanzó escoltado por dos guardianas. Sus heridas habían cicatrizado apenas lo suficiente para sostenerlo erguido, pero su paso era firme, su mirada clara, como si hubiese decidido ya todo antes de poner un pie en aquella plaza.
A su espalda, desde una distancia prudente, observaban el capitán y Samuel, rodeados de una guardia atenta a cualquier movimiento. El maestro de ceremonias, una anciana de voz áspera como corteza seca, levantó el bastón de mando y proclamó, “Hoy la isla recibe a su campeón, el hombre que sobrevivió a las pruebas, que venció la fuerza de las fieras, el filo de la guerrera y la astucia de las ancianas.
Por voluntad de la ley, él será desde ahora esposo de nuestra reina, padre de nuestra descendencia y guardián de nuestro futuro. Las amazonas golpearon el suelo con las lanzas, un estruendo que recorrió el círculo. Elías se detuvo frente a la reina. Sus ojos de cazador, duros y penetrantes, se encontraron con los de Ayu Nukak. Ella mantenía su compostura, aunque había una sombra de incertidumbre en el fondo oscuro de su mirada.
La anciana hizo una señal. Era el momento de pronunciar las palabras de unión, pero Elías no habló, al contrario, permaneció en silencio. El murmullo creció hasta que finalmente dio un paso al frente. Su voz resonó fuerte, clara, cortando el aire como un hacha. No lo haré. El círculo estalló en exclamaciones. Las guardianas tensaron las lanzas. La anciana golpeó el suelo con furia.
¿Qué dices? Intruso la ley es inquebrantable. Elías elevó la voz sin apartar los ojos de la reina. Renuncio a esta unión no por falta de respeto, sino porque no puedo usurpar un amor que no me pertenece. Su pecho se expandía con cada palabra cargado de una verdad imposible de ocultar. Vuestro corazón no late por mí, reina Ayunukak.
Yo lo he visto y vos lo sabéis. El silencio se volvió insoportable. Las mujeres miraron a su reina esperando una respuesta, pero Ayu permanecía inmóvil, el rostro endurecido por la disciplina, aunque un fulgor de fuego traicionado ardía en su interior. Elías extendió las manos abiertas en señal de franqueza. Podría tomar este trono por la fuerza de la costumbre.
Podría fingir ser vuestro compañero, pero sería una mentira. Y yo no vine a esta isla a mentir. Vine a sobrevivir y terminé encontrando algo más, la certeza de que el verdadero poder no está en las cadenas de la ley, sino en la libertad de elegir. Las ancianas comenzaron a protestar en coro. ¿Cómo se atreve? Sus voces ásperas resonando como un tambor roto. Deshonra a nuestra reina y a nuestro pueblo.
Desafías la ley cuando gracias a ella todavía estás respirando. El círculo de Amazonas rugió en un murmullo de indignación. Las ancianas del consejo, con sus rostros pétrireos, se inclinaron hacia adelante, como si quisieran aplastar a Elías con el peso de siglos de tradición. Elías no pestañeó.
erguido, con el sol encendiendo su perfil de cazador, replicó con voz firme, “La ley no puede ir en contra del corazón.” El silencio volvió a caer como un manto sofocante. La reina Ayunuk, pálida, con los labios apretados hasta volverse una línea de hierro, levantó la mano temblorosa y dictó la sentencia que las ancianas exigían. “Muerte al campeón.” Un estremecimiento recorrió la plaza.
Las guardianas de Elite avanzaron, lanzas en ristre, pero algo invisible las frenó. Miraban a Elías y en sus ojos no solo estaba el intruso rebelde, sino el hombre que había peleado hombro a hombro con ellas, que había salvado a hermanas, primas, amigas. Sus pasos vacilaron.
No había muro más fuerte que su propio honor de guerreras. El aire se volvió un nudo de tensiones, un campo donde el deber chocaba con la gratitud y la admiración. Elías, como un coloso de mármol, permanecía inmóvil. Había leído a la perfección todo el campo de juego. Ahí estaba el vaquero rodeado de lanzas, pero sin miedo alguno, cosa que a las fuertes amazonas las desarmaba más que cualquier amenaza.
Y entonces ocurrió. La voz del capitán cortó el aire como una katana que nadie vio venir. “Cásate conmigo”, una frase que resonó con eco y todo. El mundo se detuvo. El murmullo se apagó de golpe, como si la isla entera hubiese dejado de respirar. Las guardianas bajaron las lanzas a medias desconcertadas.
Las ancianas parpadearon, incapaces de comprender la audacia. La reina, que jamás había permitido que su rostro traicionara emoción alguna, abrió los ojos con un destello de asombro que no pudo ocultar. Elías giró apenas el rostro, sorprendido, pero no incrédulo.
En lo profundo, ya había leído esa química latente. El capitán se adelantó un paso, su porte erguido, la voz grave y clara como cuando daba órdenes en el fragor de la batalla. No propongo un juego ni un ardid. Hablo de verdad. Sus ojos se clavaron en los de Ayunukak. Me viste luchar. Sabes que no temo morir, pero también sabes que a tu lado puedo vivir y defender lo que es tuyo.
Nadie lo esperaba y sin embargo, cada palabra caía con un peso imposible de negar. La plaza ardía de silencio expectante. El imposible se había pronunciado y en su filo brillante la historia de la isla acababa de girar. El estruendo de voces aún llenaba la plaza cuando las ancianas del consejo, visiblemente turbadas, ordenaron silencio. Nadie en generaciones había presenciado algo semejante.
Un campeón rechazando a la reina, otro hombre ofreciéndose como esposo en su lugar y todo ello frente al pueblo entero. Las ancianas se reagruparon en un semicírculo solemne, hablando entre sí con voces bajas, algunas indignadas, otras perplejas, todas intentando comprender si la tradición podía sobrevivir a lo que acababan de presenciar. Elías, sin esperar más, avanzó con paso decidido.
Sus manos, aún temblorosas por la carga de lo que acababa de hacer, se dirigieron hacia su amigo. Tomó la mano del capitán y con una de man firme lo condujo hasta la reina. Los murmullos crecieron. La multitud contenía el aliento. Entonces Elías levantó el brazalete de oro, símbolo de la unión, y sin pedir permiso, lo colocó en la muñeca del capitán.
Después tomó la mano de Ayu Nukaki y la juntó con la de él, sellando con un gesto lo que nadie se había atrevido a imaginar en voz alta. Las ancianas, primero desconcertadas, lo observaron con severidad. Algunas se miraron entre sí con expresión de ultraje, pero poco a poco, como si una brasa hubiera encendido algo más profundo en sus corazones, comenzaron a asentir.
Luego una aplaudió y otra y otra más, hasta que el estruendo del aplauso estalló como un trueno, multiplicado por las filas de mujeres que rodeaban el círculo. La anciana mayor, con sus ojos endurecidos por décadas de disciplina, avanzó hacia la reina y el capitán. se detuvo a un paso, alzó su bastón y preguntó con solemnidad, “Reina Ayunukak, ¿es este hombre aquel a quien tu corazón ha escogido?” El silencio se volvió un cristal a punto de romperse.
Ayunukak, por primera vez en años dejó ver una emoción pura en su rostro. Asintió sin titubeos. Sí. La anciana giró hacia el capitán, su mirada penetrante buscando una grieta. Y tú, extranjero? ¿Aceptas no solo a nuestra reina, sino también la carga de nuestro pueblo, su defensa, su prosperidad y su descendencia? El capitán enderezó los hombros, firme como en el puente de un barco antes de la tormenta, y respondió con voz clara: “Sí, lo acepto.
” El júbilo estalló. Las amazonas golpearon el suelo con lanzas y lanzaron alaridos de triunfo. El pueblo reía, lloraba y cantaba a la vez. Nunca antes se había visto una ceremonia que naciera de la atención y terminara en éxtasis. El maestro de ceremonias proclamó con voz vibrante, “El capitán será desde este día esposo de nuestra reina, guardián de nuestra isla, y su sangre se unirá a la de Ayu Nukak y a sus consortes.
Como dicta nuestra tradición, no será solo compañero de la soberana, sino también esposo de las mujeres elegidas para compartir el hecho real y perpetuar el linaje. Su deber será dar hijos a la reina y a sus consortes, asegurando la fortaleza de nuestro pueblo y la continuidad de la estirpe que nos gobierna.
En su brazo hallaremos defensa en su simiente, descendencia y en su juramento prosperidad para las generaciones venideras. Elías, presa de la sorpresa, abrió los ojos desorbitado, con una mezcla de alivio y súbita punzada de arrepentimiento. Por un instante casi deseó haber tomado ese lugar. Casi podía decirse el sueño de todo vaquero.
Pero enseguida, al ver la sonrisa apenas contenida de su amigo y el fuego vivo en los ojos de la reina, entendió que había hecho lo correcto. Samuel, el muchacho, observaba todo con el rostro iluminado, incapaz de disimular su alegría y sorpresa. Si antes había temido por su destino, ahora sentía que todo era posible. Pero la celebración se detuvo de golpe cuando la anciana mayor levantó nuevamente su bastón y con voz grave lanzó la pregunta que nadie se había atrevido a pronunciar.
Y ahora, decime, ¿qué hacemos con los otros dos? El círculo contuvo la respiración. Las amazonas apretaron las lanzas contra el suelo, las ancianas cuchicheban entre sí y todas las miradas fueron hacia la reina. Ella permaneció erguida, majestuosa, con el capitán a su lado, pero sus labios se movieron con una fuerza inesperada.
A las mujeres no nos gusta ser tomadas por la fuerza, arrancadas de nuestro hogar para ser ultrajadas contra nuestra voluntad. Su voz vibró con autoridad, como si el trueno hablara a través de ella. Decime entonces, ¿qué justicia hay en hacer lo mismo con los hombres? El murmullo se convirtió en un oleaje.
Nunca antes una reina había planteado semejante reflexión en público. Elías, con el ceño fruncido y el pecho erguido, dio un paso al frente. No vine a esta isla buscando cadenas ni coronas. Vine arrastrado por el mar y aquí encontré respeto y una causa digna. Pero mi destino no está aquí.
Pertenezco a los caminos indo, donde la justicia cabalga con el galope de un caballo. Si me retenéis, no os servirá de nada. Si me dejáis marchar, volveré con aliados, con armas nuevas y con hombres justos que honrarán vuestra tierra como si fuera su paraíso. Las ancianas lo miraban con firmeza, pero también con la certeza de que cada palabra era verdad y habría la posibilidad de un renacer para su pueblo.
Fue entonces Samuel, el más joven, quien se adelantó con timidez, aunque su voz al fin encontró la firmeza de quien habla desde el corazón. En mi tierra me esperan dos mujeres, una madre que envejece sola y una joven que me juró su amor. ¿Qué sería de ella si yo no vuelvo? Mi corazón no os pertenece, aunque habéis sido generosas conmigo. Os lo ruego, dejadme regresar.
El capitán, que permanecía junto a la reina levantó la mano para pedir silencio. Sus ojos, acostumbrados al mar, brillaban con una calma que imponía respeto. Ellos no son enemigos ni prisioneros, son nuestros hermanos de batalla. Yo, que he jurado quedarme, puedo decidiros. Ni la lealtad ni la amistad se siembran a la fuerza.
Dejarlos marchar libres y habréis ganado algo más valioso que súbditos. habréis ganado aliados y por lo que veo este pueblo los necesita más que nunca. El consejo de anciana se miró entre sí, primero desconcertado, después reflexivo. El pueblo guardaba como quien espera un veredicto del cielo. Tras un largo silencio, la mayor alzó el bastón y golpeó tres veces el suelo. Que así sea.
Elías Macrae y Samuel, el joven, partirán libres de nuestra isla, no como prisioneros, sino como amigos y portadores de nuestra memoria. Vuestro regreso será bienvenido. El júbilo estalló en la multitud. Las amazonas alzaron sus lanzas en señal de respeto. La fiesta que no contó con la pompa inicialmente prevista fue larga y más satisfactoria de lo que cualquiera hubiera imaginado jamás.
Desde el día siguiente empezaron los preparativos para la despedida. La nave que los había traído, maltrecha por el mar y el abandono, fue reparada con la colaboración de las artesanas amazonas bajo la experta guía y dirección de la hora Rey Van Derbelde. Las mujeres trabajaron sin descanso, tensando cuerdas, ajustando maderas, remendando velas.
El capitán supervisaba con la seriedad de quien conoce cada secreto del océano. Y bajo su guía, Samuel recibió lecciones que valían una vida entera. Ya no eres aprendiz”, le dijo Van Derbelde colocándole una mano firme en el hombro. Desde hoy eres capitán de esta nave. El barco fue bautizado con un nombre solemne, verídico, porque de su viaje dependería llevar la verdad conquistada en aquella isla hacia el mundo exterior.
Llegó el día de la partida. La playa se colmó de amazonas, guardianas y aldeanas que despedían a los forasteros. Elías subió a bordo con paso sereno, aunque en su mirada brillaba un dejo de nostalgia. Samuel, con el corazón acelerado, se colocó en el timón, sintiendo por primera vez el peso de la responsabilidad y el honor.
Desde la orilla, la reina observaba de pie, erguida en toda su majestad, y a su lado el capitán, ya convertido en esposo y rey. Ambos sostenían la mirada fija en el horizonte, como si en aquella despedida se jugaran no solo la partida de dos hombres, sino el inicio de una alianza más grande que ellos mismos.
Antes de zarpar, Elías levantó la mano y gritó hacia la playa, “No quedáis solos. Regresaré con hombres que sepan luchar, con armas que nunca habéis visto. Y si el destino me arrastra más lejos, que el recuerdo de esta tierra sea siempre un faro en la oscuridad.” El capitán respondió con un gesto solemne, el brazo levantado, sin palabras.
La reina bajó apenas el rostro como quien acepta un pacto silencioso. Era sábado 2 de marzo de 1872. Cuando las velas se abrieron, el verídico cortó las aguas y poco a poco la nave se perdió en la línea del horizonte. En la playa, el capitán permaneció junto a la reina. No era un extranjero, ni un prisionero, ni siquiera un invitado. Era ya uno de los suyos.
Y así, con la promesa de un regreso y el inicio de un reinado, la historia cerraba su círculo. El mar guardó el secreto de los que partían y la esperanza de los que se quedaban. Pero más adelante, en algún lugar, entre las vastas praderas y pueblos polvorientos sedientos de justicia, un galope de particular volvió a resonar, dándole ritmo a las leyendas del salvaje oeste. Somos Ozeta Carrario.
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