TODOS LA DESPRECIARON, MENOS PANCHO VILLA Y SUS HOMBRES

Hay cosas que un hombre no debería ver nunca, pero que una vez vistas lo cambian para siempre. Lina Lazares tenía la boca llena de tierra y sangre cuando escuchó los cascos del caballo acercándose. No era el galope pesado de los federales que acababan de arrasar su pueblo, sino algo diferente, más pausado, como si quien montara tuviera todo el tiempo del mundo para decidir si ella vivía o moría.
abrió un ojo, apenas una rendija, y vio las botas de cuero gastado con espuelas que brillaban al sol del mediodía. Unas botas que habían caminado mucho, que habían pisado mucha tierra y derramado mucha sangre. Esta todavía respira”, dijo una voz ronca con ese acento norteño que cortaba las palabras como machete bien afilado.
Era una voz que no pedía permiso para existir. Lina intentó moverse, pero su cuerpo no le obedecía. tenía una bala en el costado y había perdido tanta sangre que el mundo se veía borroso, como si estuviera viendo todo a través del agua turbia de un charco. Pero podía oír perfectamente y lo que escuchaba la llenaba de un miedo diferente al que había sentido cuando los federales entraron gritando y disparando.
“Es una india zapoteca, mi general”, dijo otra voz más joven. “Mire las trenzas”. El reboso debe ser de por aquí de la sierra. ¿Y qué chingados hacían los federales quemando una aldea zapoteca?, preguntó la primera voz, la ronca, la que mandaba. Estos indios no se meten con nadie, no más quieren que los dejen en paz con sus tierras y sus costumbres.
Lina sintió que algo frío tocaba su frente, una cantimplora. El agua le corrió por la cara limpiando la sangre seca y por primera vez en horas pudo abrir los dos ojos completamente. Lo que vio la hizo contener la respiración. Un hombre grande, con bigote espeso y ojos que parecían haber visto todo lo malo que podía ver un hombre en esta vida.
Llevaba sombrero de ala ancha y una cartuchera cruzada en el pecho. Detrás de él, montados en caballos inquietos, había otros hombres armados hasta los dientes. “¿Cómo te llamas, muchachita?”, le preguntó el hombre grande con una voz que ahora sonaba menos dura, casi paternal. “Lina”, susurró ella, y la palabra le salió mezclada con sangre.
“Lin Lazares, “Lin Lazares”, repitió él como probando el sabor del nombre. Pues mira, Lina Lazares, parece que el destino no quiere que te mueras todavía. Yo soy Francisco Villa y estos son mis dorados. ¿Y tú qué te parece vienes con nosotros? No era una pregunta, era una declaración dicha con la naturalidad de quien está acostumbrado a que sus palabras se vuelvan realidad sin discusión.
Pero había algo más en su voz, algo que Lina no podía identificar todavía. respeto tal vez o curiosidad. “Mi general”, intervino el joven que había hablado antes. “Los federales pueden volver, no deberíamos tardar mucho aquí.” Villa se incorporó lentamente sin dejar de mirar a Lina. “Martín López tiene razón, esta zona está caliente.
” Se dirigió a otro de sus hombres. “Tuerto, ayúdame a levantarla con cuidado que está herida.” Cuando la levantaron, Lina sintió como si alguien le clavara un fierro al rojo vivo en el costado. Gritó y el grito se perdió en el eco de las montañas circundantes, pero no se desmayó. No podía desmayarse. No todavía.
Mientras la subían al caballo de uno de los dorados, Lina volvió la vista hacia lo que había sido su aldeia. Las casas de adobe estaban reducidas a escombros humeantes. Los cuerpos de sus vecinos, de su familia, yacían desparramados como muñecos rotos. su abuela Esperanza, que le había enseñado los senderos secretos de la sierra. Su primo Joaquín, que soñaba con tener una parcela propia.
Su tía Remedios, que hacía las mejores tortillas de masa azul del pueblo. Todos muertos, todos silenciados para siempre. ¿Por qué? Preguntó Lina. Y su voz sonó extraña, como si viniera de muy lejos. ¿Por qué mataron a mi gente? Villa, que ya estaba montado en su caballo siete leguas, se acercó a ella porque alguien les dijo que aquí había villistas escondidos.
Alguien mintió y tu pueblo pagó el precio de esa mentira. ¿Quién?, insistió Lina y ahora su voz tenía un filo que antes no tenía. ¿Quién les dijo eso? Eso, muchachita, es algo que vamos a averiguar, pero primero tenemos que curarte esa herida y sacarte de aquí con vida. Mientras se alejaban de San Jacinto, Lina sintió que algo se rompía por dentro de su pecho. No era solo la bala que le dolía como el demonio.
Era algo más profundo, algo que sabía que nunca iba a sanar completamente. La muchacha zapoteca, que había despertado esa mañana pensando en ayudar a su abuela con la cosecha de frijol, ya no existía. En su lugar, cabalgando hacia el desierto de Chihuahua, con los hombres más buscados de todo México, iba alguien diferente, alguien que llevaba en el alma el peso de los muertos y en los ojos el reflejo de las llamas que habían devorado todo lo que amaba.
Villa espoleó a siete leguas y el grupo se perdió entre los cerros, dejando atrás el humo negro que todavía se alzaba hacia el cielo como una oración desesperada, como un grito de auxilio que nadie iba a escuchar. Pero Lina Lazares sí lo había escuchado y no lo iba a olvidar jamás. El campamento de los dorados estaba escondido en un cañón que parecía una herida abierta en la tierra.
Lina despertó tres días después del rescate con la fiebre quebrada y una sed que le arañaba la garganta como alambre de púas. Lo primero que vio fue a una mujer de mediana edad con el cabello recogido en un chongo apretado y ojos que habían visto tanto como los de Villa.
“Al fin despiertas”, dijo la mujer sin levantar la vista de la aguja con la que remendaba una camisa manchada de sangre. “Ya creíamos que te ibas a quedar dormida para siempre. ¿Quién es usted?”, preguntó Lina intentando incorporarse, pero un dolor punzante en el costado la hizo gemir. Luz Corral, la mujer de Pancho Villa, y tú eres la muchachita zapoteca que mi marido recogió como perro lastimado.
La mujer por fin la miró y en sus ojos había algo que no era exactamente hostilidad, pero tampoco era calidez. ¿Tienes hambre? Lina asintió. No había comido nada sólido desde el desayuno del día del masacre y su estómago rugía como animal enjaulado. Luz le trajo un plato de frijoles con chile y tortillas recién hechas. Mientras comía, Lina observó el campamento.
Había unos 30 hombres, todos armados, todos con esa manera de moverse que tenían, quienes habían aprendido que la vida podía acabarse en cualquier momento. “Los muchachos no están muy contentos contigo”, dijo Luz de repente, volviendo a su costura. “Dicen que traer una india al campamento va a traer mala suerte.” ¿Y usted qué piensa? Yo pienso que la mala suerte ya llegó a México hace mucho tiempo y no fue por culpa de ninguna india zapoteca. Luz hizo una pausa midiendo sus palabras.
Pero también pienso que aquí cada boca es extra significa menos comida para los demás. Y cada persona que no puede disparar un rifle es una carga. Yo sé disparar, mintió Lina. En su pueblo las mujeres no usaban armas, pero había visto hacerlo a su primo Joaquín cientos de veces. Sí.
Luz sonrió por primera vez y fue una sonrisa que no llegaba a los ojos. Eso está por verse. Esa tarde, cuando el sol empezaba a bajar y el calor se hacía menos salvaje, Villa reunió a sus hombres alrededor del fuego. Lina se quedó apartada, pero lo suficientemente cerca para escuchar todo. Los dorados hablaban de la siguiente misión.
Iban a atacar un tren federal que transportaba armas y dinero desde Torreón hasta Chihuahua. Es una operación delicada. explicaba Villa dibujando líneas en la tierra con la punta de su machete. El tren pasa por el desfiladero de las cruces. Aquí es el lugar perfecto para una emboscada, pero también es donde nos esperan si alguien los previno. Mi general, dijo Martín López, ¿cómo sabemos que no es una trampa? Los federales han estado muy listos últimamente porque la información viene de fuente confiable.
un ferrocarrilero de Torreón que odia a los federales tanto como nosotros. Y si miente, insistió Manuel, el tuerto mercado, un hombre mayor con una cicatriz que le cruzaba la cara desde la frente hasta la barbilla. Ya nos ha tendido trampas antes. Villa se quedó pensativo un momento masticando un palillo de mezquite. Tu herto tiene razón.
Por eso necesitamos a alguien que conozca esos rumbos mejor que nosotros. alguien que pueda encontrar rutas alternativas si las cosas se ponen feas. ¿Y dónde vamos a conseguir a alguien así?, preguntó Pablo Herrera, un jovencito de no más de 16 años que manejaba la dinamita como si fuera masa para tortillas.
Villa miró directamente a Lina, que sintió como si todos los ojos del campamento se clavaran en ella de repente. “¿Tú conoces esa zona, muchachita?” Lina tragó saliva. Conocía esos rumbos como la palma de su mano. Su bisabuelo había sido contrabandista y había recorrido cada sendero secreto de la sierra, buscando rutas para pasar mercancía sin que los rurales lo atraparan.
Ella había crecido escuchando historias de esos caminos, aprendiéndolos de memoria como si fueran canciones. Sí, mi general. Conozco veredas que ni los federales saben que existen. Veredas que puedan usar 30 hombres a caballo. Sí, señor, pero son difíciles. Algunos tramos hay que ir en fila india y en otros hay que desmontar y caminar.
El tuerto escupió en el fuego, haciendo que las llamas chisporrotearan. ¿Y por qué deberíamos confiar en una chamaca que ni siquiera es de nuestra gente? La pregunta quedó flotando en el aire como el humo del campamento. Lina sintió la rabia subiéndole por el pecho como agua hirviendo. No era de su gente, decía el tuerto, como si el dolor fuera diferente según el color de la piel o el lugar donde uno naciera, porque mi gente está muerta.
dijo Lina, levantándose a pesar del dolor en el costado. Porque los mismos federales que ustedes combaten quemaron mi aldea y mataron a toda mi familia, porque no tengo nada más que perder y sí mucho que vengar. Villa asintió lentamente. Además, tuerto, la muchachita tiene razón. Los federales mataron a su gente. Eso la convierte en nuestra aliada natural.
Y si es una espía, gruñó el tuerto, y si los federales la dejaron viva a drede para que se infiltrara entre nosotros. Entonces dijo Villa poniéndose de pie y limpiando la tierra de su machete. Será mejor que lo averigüemos pronto. Lina Lazares, mañana vienes con nosotros a reconocer el terreno.
Si nos guías bien, te ganaste un lugar entre los dorados. Si nos traicionas. No terminó la frase, pero el mensaje era claro como el agua de manantial. Esa noche Lina no pudo dormir. Se quedó despierta, mirando las estrellas que brillaban como agujeros de bala en el cielo negro, pensando en los senderos que tendría que recordar, en los riesgos que iba a correr, en la confianza que acababa de depositar en ella.
Un hombre que podría matarla con sus propias manos si se equivocaba. Pero también pensaba en otra cosa, en la cara del federal que había prendido fuego a la casa de su abuela, en la risa del oficial que había ordenado el masacre. Y en una pregunta que la quemaba por dentro, ¿quién había guiado a los federales hasta San Jacinto? ¿Quién conocía lo suficiente el pueblo como para llevarlos directo a las casas donde dormían las familias? alguien de adentro, alguien en quien habían confiado.
Y cuando encontrara a ese alguien, los federales iban a parecer angelitos comparados con lo que ella le haría. La emboscada al tren fue perfecta. Demasiado perfecta, pensó Lina mientras veía a los dorados repartiéndose las armas y el dinero que habían capturado. Ella había guiado al grupo por senderos que cortaban como navajas entre las rocas de las cruces, posiciones que ofrecían cobertura completa y múltiples rutas de escape.
Cuando el tren apareció resoplando vapor en la distancia, parecía un monstruo de hierro caminando directo hacia su propia muerte. Los federales que custodiaban el convoy apenas tuvieron tiempo de disparar tres tiros antes de que Pablo Herrera volara a los rieles with Dinamita. El tren se detuvo con un chirrido de metal torturado y los dorados cayeron sobre él como una tormenta de polvo y plomo.
“Nadie sale lastimado”, había gritado Villa antes del ataque. “Queremos las armas y el dinero, no un baño de sangre innecesario.” Y así fue. Los federales se rindieron cuando se dieron cuenta de que estaban rodeados por fantasmas que sabían exactamente dónde disparar y cuándo moverse. Ahora, tres días después, Lina se había ganado el respeto callado de los hombres que antes la miraban como bulto inútil. El tuerto ya no la llamaba chamaca, sino compañera.
Martín López le había enseñado a limpiar y cargar un rifle Mauser, hasta luz corral. la trataba con algo que se parecía al cariño, pero había algo que no la dejaba dormir tranquila. Durante el ataque al tren había visto una cara familiar entre los federales capturados, un hombre flaco, de ojos pequeños y bigote ralo, que había gritado cuando los revolucionarios lo tomaron prisionero.
Un grito que Lina conocía perfectamente porque había crecido escuchándolo en su aldeella. Coyote Salazar, el mismo coyote que había desaparecido de San Jacinto tres días antes del masacre. El mismo coyote que conocía cada casa, cada familia, cada escondite del pueblo zapoteca. ¿Lo conoces?, le había preguntado Villa cuando notó que Lina miraba fijamente al prisionero.
No, mi general, había mentido ella. Se me hace conocido, pero no sé de dónde. Ahora se arrepentía de esa mentira, pero necesitaba tiempo para pensar, para planear, para decidir cómo iba a matar a Coyote Salazar, sin que Villa y sus hombres supieran por qué. La oportunidad llegó esa misma noche.
Los prisioneros federales estaban amarrados cerca de la fogata, vigilados por Pablo Herrera, que tenía la costumbre de quedarse dormido en su guardia después de medianoche. Lina esperó hasta escuchar los ronquidos del muchacho y luego se acercó silenciosamente hasta donde estaba Coyote.
Hola, compadre”, le susurró al oído y vio como el hombre se tensaba al reconocer su voz. “¿Te acuerdas de mí?” Coyote volteó la cabeza y sus ojos se abrieron como platos cuando la vio. Lina, Lina Lazares. Pensé que habías muerto con los demás. Casi, pero tuve suerte. Lina sacó la navaja que le había regalado Martín López, una hoja curva y bien afilada que brillaba a la luz de la fogata.
A diferencia de mi abuela Esperanza, ¿te acuerdas de mi abuela Coyote? Tú comías en su mesa todos los domingos. Lina, yo no tuve nada que ver. Mentiroso. La palabra salió como escupitajo venenoso. ¿Cuánto te pagaron los federales por llevarnos hasta San Jacinto? ¿Cuánto vale la vida de un niño zapoteca? ¿Cuánto vale la vida de una anciana que te daba de comer cuando andabas hambriento? Coyote comenzó a temblar.
Me dijeron que solo iban a buscar armas, que solo iban a revisar las casas. No sabía que iban a que iban a qué, coyote. Lina le puso la navaja en el cuello, sintiendo como el pulso del traidor latía contra el filo del acero. ¿No sabías que iban a matar niños? ¿No sabías que iban a quemar casas con ancianos adentro? Por favor, Lina, yo no quería que pasara eso. Me amenazaron.
Dijeron que si no los ayudaba me iban a matar a mí y a mi familia. Familia. Lina se rió, pero fue una risa fría, sin alegría. ¿Cuál familia, Coyote? Tú nunca tuviste familia, por eso comías en nuestra mesa. Por eso mi abuela te trataba como hijo. Lina, por favor. Ella murió gritando tu nombre, ¿sabías? Cuando las llamas la alcanzaron, gritó, “¿Dónde está Coyote? ¿Por qué no viene a ayudarnos? Hasta el último momento creyó que ibas a llegar para salvarla.
Coyote empezó a llorar y sus lágrimas se mezclaron con el sudor y la mugre de su cara. No quise que pasara así. Te lo juro por la Virgen de Guadalupe. No quise. Pero pasó. Lina presionó un poco más la navaja y una gotita de sangre apareció en el cuello del traidor. Y ahora vas a pagar. Uh, ¿qué están haciendo por allá? La voz de Villa la hizo sobresaltarse.
El general se acercaba al campamento de los prisioneros con Martín López caminando a su lado. Lina quitó rápidamente la navaja del cuello de Coyote, pero sabía que Villa había visto el gesto. Nada, mi general, solo estaba verificando que los prisioneros estuvieran bien amarrados.
P la miró con esos ojos que parecían ver a través de las mentiras como si fueran cristal transparente. Segura porque me pareció ver que tenías algo en la mano. Solo mi navaja, mi general, por si alguno intentaba escaparse. Ah. Villa se acercó hasta quedar frente a Coyote, estudiándolo como si fuera un animal raro. ¿Y este quién es? No parece federal.
Se llama Refugio Salazar”, dijo Martín López consultando una lista que llevaba en la mano. “Lo capturamos con los federales, pero dice que es civil, que solo viajaba en el tren por casualidad.” “Por casualidad.” Villa se agachó hasta quedar a la altura de Coyote. “¿De dónde eres, refugio?” “De de por aquí cerca, mi general, de un pueblito en la sierra. ¿Cómo se llama ese pueblito?” “San San Miguel.
Villa asintió lentamente. San Miguel, conozco San Miguel, buen pueblo, gente trabajadora. Hizo una pausa masticando su palillo de mezquite. Pero San Miguel está a tres días de camino hacia el norte. ¿Qué hacía un hombre de San Miguel viajando hacia el sur en un tren federal? Coyote tragó saliva. Iba iba a visitar a mi prima en Torreón.
¿Cómo se llama tu prima? María. María Salazar. Qué casualidad, mi compadre Tomás Urbina tiene una prima que se llama María Salazar en Torreón. Vive en la calle Hidalgo, junto a la iglesia del Carmen. ¿Es la misma? Sí, sí, creo que sí. Villa se incorporó y le hizo una seña a Martín López. Llévenselo lejos de los otros prisioneros.
Este hombre está mintiendo y cuando un hombre miente sobre quién es, es porque tiene algo que esconder. Mientras se llevaban a Coyote, Villa se quedó junto a Lina. Tú lo conoces, ¿verdad? Lina se quedó callada un momento midiendo sus palabras. Finalmente asintió. Sí, mi general se llama Coyote Salazar. Era del pueblo donde yo crecí y que hacía en un tren federal.
Eso, mi general, es algo que tenemos que preguntarle con más cuidado. Villa sonrió y fue una sonrisa que prometía dolor para quien tuviera secretos que esconder. Pues mañana tempranito le vamos a preguntar y algo me dice que tú vas a querer estar presente cuando lo hagamos. El interrogatorio comenzó con el primer rayo del sol.
Villa había mandado amarrar a Coyote Sala azar a un mesquite solitario, lejos del campamento principal, donde sus gritos no despertaran a los otros prisioneros. Lina estaba sentada en una piedra cercana, limpiando meticulosamente su rifle Mauser, pero en realidad cada movimiento de sus manos era una excusa para observar al traidor que había destruido su mundo. Refugio Salazar.
comenzó Villa paseándose alrededor del árbol como puma que acecha a su presa o coyote como te dice tu amiguita aquí presente. Vamos a hablar como hombres. ¿Qué hacías en ese tren federal? Ya le dije, mi general, iba a visitar a mi prima en Torreón. Villa se detuvo y le hizo una seña a Martín López. Muéstrale.
El joven general sacó una carta de su chaqueta y la desplegó frente a Coyote. Esta carta la encontramos en el compartimento del oficial federal que comandaba el tren. Está firmada por el coronel Clodovil Valdés, comandante militar de la zona de Chihuahua. Lina sintió como si le hubieran clavado un puñal helado en el pecho al escuchar ese nombre.
Coronel Clodobil Valdés, el mismo que había ordenado quemar San Jacinto, el mismo que había gritado, “¡No dejen vivo ni a los perros!” Mientras su aldeella se convertía en cenizas. “La carta, continuó Martín López, ordena al tren cambiar de ruta. En lugar de seguir directo a Chihuahua, tenía que desviarse por las cruces, exactamente donde nosotros los estábamos esperando.
¿Y sabes qué es lo más curioso de todo? Intervino Villa volviendo a acercarse a Coyote. La carta está fechada el mismo día que atacamos el tren. ¿Cómo supo Valdés que íbamos a atacar justo ahí? Justo ese día. Coyote había empezado a sudar a pesar de que la mañana todavía estaba fresca. No sé, mi general, yo no sé nada de eso. Mentiroso. La voz de Lina salió como rugido de fiera herida.
Se levantó de la piedra y caminó hasta quedar frente a Coyote, el rifle todavía en las manos. Dile la verdad, cabrón. Dile cómo vendiste a mi pueblo. Dile cómo guiaste a los federales para que mataran a niños inocentes. Lina, por favor. Uh, no me digas. Lina, le dio una bofetada que sonó como látigo al aire. Mi abuela te crió cuando tu madre murió de tifo, te enseñó a leer, te daba de comer cuando andabas hambriento y tú la pagaste llevando asesinos a su casa.
Villa levantó una mano indicándole que se calmara. Déjalo hablar. Quiero escuchar toda la historia de sus propios labios. Coyote respiró profundamente y cuando habló, su voz sonaba como la de un niño asustado. El coronel Valdez me agarró hace como 6 meses.
Me dijo que sabía que yo conocía todos los pueblos de la sierra, todas las veredas. Me ofreció dinero, mucho dinero. Si le daba información sobre dónde se escondían los villistas. ¿Y tú aceptaste? Al principio no. Se los juro, pero después me amenazó. Dijo que si no lo ayudaba, iba a mandar quemar todos los pueblos apotecas de la región hasta que alguien hablara.
Así que decidiste sacrificar a tu propia gente para salvar a desconocidos, murmuró Villa. Qué noble de tu parte. No era así. Yo solo les daba información sobre los senderos, sobre dónde podían estar escondidos los villistas. Nunca pensé que iban a ¿Qué iban a qué? Preguntó Lina. Y en su voz había un veneno que podría matar a un caballo.
Que iban a masacrar a todo el pueblo, que iban a quemar vivos a los niños, que iban a violar a las mujeres antes de matarlas. Coyote la miró con ojos suplicantes. Yo no sabía, Lina. Te lo juro por mi madre muerta. Yo no sabía que iban a hacer eso. Pero cuando lo hicieron no dijiste nada. Cuando viste los cuerpos, ¿no fuiste con Villa o con cualquier otro jefe revolucionario a contarles lo que había pasado? Te subiste a un tren federal y seguiste trabajando para ellos. El traidor bajó la cabeza. Me daba miedo.
Valdés me dijo que si hablaba me iba a matar y que iba a matar a todos los que quedaran vivos de San Jacinto. ¿Quedaban otros vivos?, preguntó Villa bruscamente. No, no sé. Tal vez. Yo me fui antes de que terminara el ataque. Lina sintió que algo se quebraba dentro de su pecho. Te fuiste. Te fuiste mientras mi abuela gritaba pidiendo auxilio. Te fuiste mientras los niños lloraban escondidos debajo de las camas.
Te fuiste mientras mi pueblo se quemaba. Y después tuviste el descaro de subirte a un tren federal como si nada hubiera pasado. Villa masticó su palillo de mezquita en silencio por un momento largo. Finalmente habló. ¿Qué información le diste a Valdés sobre nuestros movimientos? Le dije que ustedes iban a atacar el tren, que habían planeado hacerlo en las cruces.
¿Cómo sabías eso? ¿Por qué? Porque he estado escuchando sus conversaciones desde que llegué al campamento. Valdez me dijo que si me infiltraba entre ustedes, me pagaría el doble. El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier grito. Lina miró a Villa y vio en sus ojos una frialdad que no había visto antes, ni siquiera cuando hablaba de sus enemigos más odiados.
Era la mirada de un hombre que acababa de descubrir que una serpiente venenosa había estado durmiendo en su cama. Entonces, dijo Villa lentamente, el ataque al tren era una trampa. Sí, mi general. Valdés mandó cambiar la ruta para que el tren pasara por donde ustedes lo estaban esperando, pero no para capturarlos a ustedes, para seguirlos hasta su campamento. Martín López dio un paso adelante.
¿Quiere decir que ahora saben dónde estamos? No exactamente, pero tienen una idea general de la zona y van a mandar más tropas para peinarla toda. Villa se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello gris. ¿Cuántas tropas? 500 hombres, tal vez más, con artillería y ametralladoras. Cuando llegan mañana, pasado mañana a más tardar. Villa se puso el sombrero y le hizo una seña a Martín López. Prepara a los muchachos.
Nos vamos en una hora. Y manda soltar a los otros prisioneros que se vayan por donde vinieron. Y este, preguntó Martín señalando a Coyote. Villa miró a Lina. ¿Qué piensas tú que deberíamos hacer con él? Lina sintió que todos los ojos estaban puestos en ella.
El tuerto Pablo Herrera hasta Luz Corral habían salido del campamento principal y la observaban en silencio. Era su momento, su oportunidad de cobrar venganza por todo lo que había perdido. Levantó el rifle y apuntó directamente a la cabeza de Coyote. El traidor cerró los ojos y empezó a murmurar una oración, pero Lina no disparó inmediatamente.
se quedó así con el dedo en el gatillo, sintiendo el peso del arma en sus manos y el peso de la decisión en su alma. “¿Sabes qué es lo que más me duele, Coyote?”, dijo finalmente, sin bajar el rifle. “No es que hayas traicionado a mi pueblo. Los traidores han existido siempre. Lo que más me duele es que mi abuela murió creyendo que eras bueno, que hasta el final siguió esperando que llegaras a salvarla. Lina, por favor.
Ella te quería como a un hijo y tú la mataste más seguramente que si le hubieras puesto la pistola en la cabeza y apretado el gatillo. El dedo de Lina se tensó en el gatillo, pero en lugar de disparar, bajó el rifle lentamente. No te voy a matar, coyote. Te voy a dar algo peor que la muerte. se dio vuelta y caminó hacia Villa.
Mi general, yo sé cómo podemos usar a este cabrón para atenderle una trampa a Valdés. Villa levantó una ceja. ¿Qué tienes en mente? Que Coyote regrese con Valdés y le diga que descubrió dónde está nuestro campamento principal, pero en lugar de llevarlo aquí y que lo lleve a donde nosotros queramos, a un lugar donde podamos esperarlo con 500 hombres propios. ¿Y por qué iba Coyote a hacer eso? Ya sabemos que es un traidor.
Lina sonríó y fue una sonrisa que prometía dolor. Porque si no lo hace, le voy a cortar los dedos uno por uno, después las manos, después los brazos y se va a quedar vivo el tiempo suficiente para ver cómo se los hecho a los coyotes del desierto. Y cuando se esté muriendo, le voy a susurrar al oído los nombres de todos los niños de San Jacinto que murieron por su culpa.
Coyote abrió los ojos. y la miró con terror absoluto. Lina, yo haré lo que tú me digas, lo que tú quieras, pero por favor no me hagas eso. Entonces, dijo Lina, acercándose hasta quedar muy cerca de él. Vas a llevar a Valdez al desfiladero del ¿Conoces el lugar? Sí, sí, lo conozco.
Perfecto, porque ahí es donde vamos a estar esperándolos y cuando lleguen vamos a cobrarles todo lo que le deben a mi pueblo. Villa asintió aprobatoriamente. Me gusta cómo piensas, muchachita, pero hay un problema. Si Coyote se va ahora, ¿cómo sabemos que no va a correr directamente con Valdés a contarle nuestro plan? ¿Por qué? dijo Lina sacando su navaja y cortando las cuerdas que amarraban a coyote al mezquite.
No se va a ir solo, yo voy a ir con él. El desfiladero del era un corte profundo entre dos montañas que parecían estar peleándose desde el principio de los tiempos. Lina recordaba las historias que contaba su bisabuelo sobre ese lugar, que por ahí pasaban las almas en pena de los contrabandistas muertos, que el viento que silvaba entre las rocas eran los gritos de los soldados federales que habían caído en emboscadas anteriores, que la tierra roja del fondo estaba teñida con la sangre de 100 años de traiciones y venganzas, ahora
escondida detrás de una peña que le daba vista completa del desfiladero. Lina pensaba que tal vez las historias de su bisabuelo no estaban tan lejos de la verdad. Villa había dividido a sus hombres en tres grupos. Martín López y 15 Dorados estaban apostados en la entrada norte del desfiladero. El tuerto y otros 15 controlaban la salida sur.
Villa, con los hombres restantes y Lina ocupaba las alturas del centro, desde donde podían ver todo lo que pasara abajo. ¿Estás segura de que va a venir?, le preguntó Villa a Alina por décima vez en dos horas. Va a venir, mi general. Valdés es ambicioso y la oportunidad de atrapar a Francisco Villa va a poder más que su precaución.
Villa mascaba su palillo de mezquite nerviosamente. ¿Y confías en que Coyote no lo va a traicionar? Lina tocó la navaja que llevaba en el cinturón. Coyote sabe lo que le pasa si nos traiciona y sabe que soy capaz de cumplir mis promesas. Tres días antes, cuando Lina había propuesto ir con Coyote hasta el encuentro con Valdés, Villa había estado a punto de decirle que no. Es muy peligroso, muchachita.
Si algo sale mal, si Valdés sospecha, te van a matar. Déjeme ir, mi general. Es mi pueblo el que están vengando. Es mi derecho estar ahí cuando ajustemos cuentas. Al final Villa había cedido, pero con condiciones. Lina iría disfrazada como sobrina de Coyote, una india asustada que había logrado escapar del masacre de San Jacinto y que ahora quería venganza contra los villistas que habían atacado a su familia.
Era una historia creíble y Valdez mordería el anzuelo porque le daría información adicional sobre los sobrevivientes de la aldeia. El plan había funcionado perfectamente. Coyote había llegado con valdez hasta el encuentro pactado en un rancho abandonado cerca de Parral.
Lina había actuado su papel de india traumatizada y vengativa. Valdés había creído cada palabra de su historia sobre cómo Villa y sus hombres atacaban las aldeas zapotecas para robar comida y reclutar hombres por la fuerza. Mi coronel, le había dicho Coyote, la muchacha conoce todos los senderos secretos de la sierra. Dice que puede llevarnos hasta el campamento de villa sin que nos vean.
Y es, ¿y por qué iba a ayudarnos? Había preguntado Valdés estudiando a Lina con esos ojos fríos que parecían calcular el valor de cada cosa que veían. “Porque quiere ver muerto a Villa”, había respondido Lina fingiendo que se lebraba la voz por la emoción.
“Mataron a mis hermanos pequeños, los quemaron vivos en nuestra casa.” Valdés había sonreído, una sonrisa que no llegaba a los ojos y que prometía más dolor para quien se cruzara en su camino. Perfecto. Entonces, nos vemos mañana al amanecer en el desfiladero del Yo llevo 200 hombres. Tu sobrina nos guía hasta villa y después se puede quedar a ver cómo lo colgamos de un mezquite.
Ahora, esperando en las rocas, mientras el sol subía lentamente hacia el mediodía, Lina sentía que los nervios le comían el estómago como ácido. Todo dependía de que Valdés viniera con los hombres suficientes para que la trampa valiera la pena, pero no tantos como para que los dorados no pudieran manejarlos.
Ahí vienen”, susurró Pablo Herrera apuntando con su catalejo hacia el extremo norte del desfiladero. Lina se asomó por encima de la roca y sintió que el corazón se le aceleraba. Una columna de federales avanzaba lentamente por el sendero con coyote y un oficial a caballo al frente.
Contó rápidamente 50 hombres montados, tal vez 60, perfectos para lo que Villa tenía planeado. “Ese es Valdez”, le preguntó Villa pasándole su catalejo. Lina enfocó el lente en el oficial que cabalgaba junto a Coyote y sintió que la sangre se le helaba en las venas. Coronel Clodobil Valdez, el mismo hombre que había estado presente en el masacre de San Jacinto, el mismo que había dado la orden de no dejar vivo ni a los perros.
Era más bajo de lo que recordaba, con un bigote bien recortado y uniforme impecable, pero tenía la misma manera de sentarse en la silla, la misma forma de mirar alrededor, como si fuera dueño de todo lo que veían sus ojos. Ese es”, dijo Lina y su voz sonó ronca por la emoción contenida. Villa hizo una seña con la mano y el signal se repitió a lo largo de las posiciones de los Dorados. Todo el mundo estaba listo.
Solo faltaba que Valdés llegara al punto exacto donde no pudiera escapar. Los federales siguieron avanzando, confiados, sin darse cuenta de que cada paso los metía más profundo en la trampa. Valdez cabalgaba tranquilamente, de vez en cuando inclinándose para preguntarle algo a Coyote, que señalaba hacia las montañas, como si estuviera explicando la geografía del lugar.
Cuando la columna federal llegó al centro del desfiladero, Villa se puso de pie y gritó con voz que se escuchó por todo el cañón. Coronel Valdés, bienvenido al Lo que pasó después fue como una tormenta de granizo y fuego. Los dorados aparecieron simultáneamente en todas las posiciones altas, disparando hacia abajo con una precisión mortal.
Los federales, atrapados en el fondo del desfiladero sin cobertura, intentaron desesperadamente buscar refugio detrás de las rocas, pero era demasiado tarde. Valdez gritó órdenes que se perdían entre el eco de los disparos. Algunos de sus hombres intentaron cargar cuesta arriba hacia las posiciones de villa, pero las rocas sueltas y la pendiente pronunciada los convirtieron en blancos fáciles.
Otros trataron de retroceder hacia la entrada del desfiladero, pero Martín López y sus hombres ya habían cerrado esa ruta de escape. En medio del caos, Lina vio como Coyote saltaba de su caballo y corría hacia una cueva pequeña en la pared del cañón. Era parte del plan.
Él tenía que esconderse hasta que el tiroteo terminara y después Villa lo usaría para obtener información sobre otros traidores de la región. Pero algo salió mal. Un federal herido, desesperado por encontrar un blanco, vio a Coyote corriendo y le disparó. El traidor se desplomó a mitad del camino hacia la cueva, agarrándose el pecho y gritando como animal herido. No! Gritó Lina sin pensar en lo que hacía.
se levantó de su posición y empezó a correr cuesta abajo hacia donde había caído Coyote, esquivando las balas que silvaban a su alrededor. “Lina, regresa”, le gritó Villa, pero ella no lo escuchaba. Llegó hasta donde estaba Coyote y se arrodilló junto a él. El hombre tenía los ojos vidriosos y respiraba con dificultad. Sangre espumosa le salía por la boca.
No te puedes morir todavía”, le dijo Lina tratando desesperadamente de taponar la herida con sus manos. “Todavía tienes que pagarme por lo que le hiciste a mi pueblo.” Colyote la miró y trató de decir algo, pero solo salieron burbujitas de sangre. Finalmente logró susurrar. Él el oro. Valdés tiene oro en su casa de Chihuahua, el oro que que le pagaron por tu aldeella.
¿Quién le pagó? ¿Quién ordenó el ataque? Pero Coyote ya no pudo responder. Sus ojos se quedaron fijos en el cielo del mediodía y Lina se quedó sola con un cadáver y una información que cambiaba todo lo que había creído hasta ese momento. El oro que le pagaron por tu aldeella. Alguien había pagado por el masacre de San Jacinto. No había sido solo una operación militar rutinaria.
Alguien había puesto precio a las cabezas de su pueblo y ese alguien todavía estaba vivo. El tiroteo en el desfiladero del duró menos de una hora, pero cambió todo. Cuando el humo se disipó y los últimos ecos de disparos se desvanecieron entre las rocas, 43 federales yacían muertos en el fondo del cañón.
De los dorados, solo Pablo Herrera había recibido una bala en el brazo, nada que no pudiera curarse con mezcal y tiempo. Pero Valdés había escapado. En el momento más intenso del combate, cuando todos los villistas estaban concentrados en acabar con sus hombres, el coronel había logrado salir del desfiladero por una vereda de cabras que Lina no había visto.
Para cuando Villa se dio cuenta, Valdés ya estaba fuera de alcance, galopando hacia el norte con cinco de sus soldados que habían logrado seguirlo. “Se nos voló el pájaro principal”, gruñó el tuerto mientras revisaba los cuerpos de los federales muertos. “Y ahora va a correr a avisarle a todos sus superiores que estamos por aquí.” Villa estaba furioso, pero no con sus hombres.
estaba furioso consigo mismo por haber subestimado a Valdez. “Un militar no llega a coronel siendo pendejo”, murmuró escupiendo en la tierra roja del desfiladero. Seguramente tenía ruta de escape planeada desde antes de entrar aquí. Lina se quedó callada mientras los dorados recogían armas y municiones de los federales muertos.
Las últimas palabras de Coyote le daban vueltas en la cabeza como sopilotes alrededor de Carroña. El oro que le pagaron por tu aldeia. ¿Quién tenía suficiente dinero para pagar por el exterminio de un pueblo entero? ¿Y por qué alguien querría a los zapotecas de San Jacinto muertos? La respuesta llegó esa misma noche cuando Villa decidió atacar el rancho donde se habían refugiado Valdés y sus hombres sobrevivientes.
Es una casa grande con muros altos, explicaba Martín López que había ido de reconocimiento. Pero solo son seis hombres y nosotros somos 30. Va a ser como pescar truchas en una tina. ¿De quién es el rancho? Preguntó Villa. De un tal Sebastián Morelos.
Dicen que es ascendado, pero que también le presta dinero a los federales para sus operaciones. Al escuchar ese nombre, Lina sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago. Sebastián Morelos, el mismo hombre que había estado presionando a su pueblo durante meses para que vendieran sus tierras comunales. el mismo que había mandado a sus pistoleros a asustar a las familias zapotecas que se negaban a firmar los documentos de venta. “Yo conozco a Sebastián Morelos”, dijo Lina lentamente. Villa la miró con interés.
“Sí, de dónde quería comprar las tierras de mi pueblo. Decía que necesitaba expandir su hacienda, pero mi abuelo y los otros ancianos se negaron. Esas tierras habían sido nuestras desde antes de que llegaran los españoles. ¿Y qué pasó? Morelos mandó a sus hombres a amenazarnos.
Quemaron la cosecha de mi tío, mataron el ganado de mi vecino, pero mi gente no se dejó. Decidimos resistir. Villa masticó su palillo de mezquite pensativamente. ¿Y cuándo fue eso? Como seis meses antes del masacre. Ah, Villa intercambió una mirada significativa con luz corral. ¿No te parece muy casualidad que los federales atacaran tu pueblo justo cuando ustedes se estaban resistiendo a vender sus tierras? De repente, todo empezó a tener sentido para Lina.
Los federales no habían atacado San Jacinto buscando villistas escondidos. Los habían atacado para limpiar la tierra, para quitar de en medio a la gente que se resistía a venderle sus propiedades a Sebastián Morelos. “Ese hijo de la chingada pagó por el masacre”, susurró Lina sintiendo que la rabia le subía por el pecho como lava hirviendo.
“Pagó para que mataran a mi pueblo para quedarse con nuestras tierras y ahora está refugiando al coronel que hizo el trabajo sucio.” Añadió Villa. “¡Qué conveniente! La casa de Sebastián Morelos estaba rodeada por un muro de adobe de 3 m de altura, pero eso no fue problema para los dorados. Pablo Herrera voló un boquete en la pared trasera con dinamita, mientras Martín López y sus hombres atacaban la entrada principal para distraer a los defensores.
Lina entró con el primer grupo, el rifle en una mano y la navaja en la otra. El patio de la casa estaba lleno de humo y gritos, pero ella sabía exactamente lo que buscaba. No era valdez, no era dinero o armas, era respuestas. Encontró a Sebastián Morelos escondido en el sótano de su casa, temblando detrás de unos barriles de mezcal. Era un hombre gordo de mediana edad, con anillos de oro en los dedos y ropa que costaba más de lo que una familia zapoteca ganaba en un año.
“Por favor”, suplicó cuando vio a Lina bajar las escaleras con el rifle apuntándole, “Soy civil, no estoy armado. Tomen lo que quieran, pero déjenme vivir.” Sebastián Morelos preguntó Lina, aunque ya sabía la respuesta. Sí, sí. Ese soy yo. ¿Qué quieren? Dinero, ¿ganado, armas? Quiero que me digas por qué mandaste matar a mi pueblo. El hombre abrió los ojos como platos.
¿De qué pueblo hablas? Yo nunca he mandado matar a nadie. San Jacinto, los zapotecas. Hace tres meses Morelos tragó saliva. Eso, eso no fui yo, fueron los federales. Ellos decidieron. Mentiroso. Lina le pegó con la culata del rifle en la cara, partiéndole el labio. Coyote Salazar me dijo que Valdés tenía oro tuyo.
El oro que le pagaste por acabar con mi gente. Está bien, está bien. Morelo se limpió la sangre de la boca con la manga de su camisa. Sí, le pagué a Valdés, pero no para que los matara, solo para que los asustara, para que se fueran de sus tierras. ¿Cuánto? ¿Qué? ¿Cuánto le pagaste por cada vida, Zapoteca? Morelos no quiso responder, pero cuando Lina le puso la punta de la navaja en el cuello, la cifra salió de sus labios como confesión en el lecho de muerte. 5000 pesos. 5000 pesos por todo el pueblo. 5000 pesos. Menos de lo que
costaba un caballo pura sangre. Eso había valido la vida de su abuela, de sus primos, de los niños que jugaban en la plaza del pueblo. Y las tierras, ya te las quedaste. El gobierno me las otorgó como compensación por los daños que me causaron los bandoleros en la región. Es completamente legal. Legal.
Lina se rió, pero fue una risa sin alegría, fría como el viento del desierto en enero. ¿Sabes qué más es legal, Sebastián? Que los revolucionarios ejecutemos a los traidores que colaboran con el enemigo. En ese momento, Villa apareció en lo alto de las escaleras. Lina, ya terminamos arriba. Valdés se nos volvió a escapar, pero encontramos documentos interesantes en su cuarto.
¿Qué clase de documentos? órdenes de otros ascendados. Parece que nuestro amigo Sebastián no fue el único que pagó por limpiar tierras indígenas. Villa bajó las escaleras y se quedó frente a Morelos. ¿Cuántos pueblos, Sebastián? ¿Cuántos pueblos has mandado masacrar? Solo, solo San Jacinto. Y no fue masacre, fue una operación militar legal. Legal.
Villa le dio una bofetada que sonó como látigo. ¿Te parece legal quemar niños vivos? Yo no sabía que iba a pasar eso. Le dije a Valdés que solo los asustara. Pero cuando pasó, no dijiste nada, gritó Lina. Cuando viste los cuerpos, no fuiste con las autoridades. Te quedaste con las tierras y seguiste como si nada. Villa le puso una mano en el hombro.
¿Qué quieres hacer con él? Lina miró a Sebastián Morelos, que lloraba como niño asustado, y sintió que algo se rompía definitivamente dentro de su pecho. No era solo rabia lo que sentía, era algo más profundo, más frío, más definitivo. Quiero que firme un documento confesando lo que hizo y después quiero que se lo lean en público en la plaza de cada pueblo zapoteca que queda en la región.
Y después, después, dijo Lina guardando la navaja en su cinturón. Después ya no es mi problema, es problema de toda la gente zapoteca que perdió familia por culpa de este cabrón. Villa asintió. Me parece justo, pero primero vamos a usar a este para atrapar a Valdés, porque algo me dice que el coronel va a volver por su dinero.
Valdés regresó al tercer día como Villa había predicho. Llegó antes del amanecer con 20 hombres frescos que había conseguido en Chihuahua, confiando en que Morelos todavía controlaba su hacienda y que podía refugiarse ahí mientras planeaba su siguiente movimiento contra los villistas.
Lo que no esperaba era encontrarse con Lina Lazares parada en el portal principal de la casa, vestida con el uniforme de campaña de un federal muerto, el rifle Mauser cargado y listo en sus manos. Coronel Valdez le gritó cuando lo vio acercarse. Qué gusto verlo de nuevo. Valdez tiró de las riendas de su caballo y se quedó inmóvil estudiándola. la reconoció inmediatamente a pesar del uniforme.
La india zapoteca, pensé que habías muerto en el desfiladero. Pensó mal mi coronel, igual que cuando pensó que todos los de San Jacinto habíamos muerto. El coronel sonrió y fue una sonrisa que prometía dolor. Ah, sí, tu aldeia. Bonito fueguito hicimos ahí, ¿verdad? Bellísimo. Sobre todo cuando quemaron viva a mi abuela. Ella gritó mucho. Se acuerda de sus gritos.
Me acuerdo perfectamente, gritaba tu nombre. Lina. Lina, ¿dónde está Lina? Fue muy conmovedor. Lina sintió que la rabia le quemaba las entrañas como ácido, pero mantuvo la voz firme. ¿Sabe qué más es conmovedor, coronel? Que Sebastián Morelos ya firmó su confesión. Todo México va a saber que usted mata niños por dinero. La sonrisa se borró de la cara de Valdés.
¿Dónde está Morelos? ¿Por qué no entra a buscarlo? Está esperándolo en la sala. Valdés le hizo una seña a sus hombres y comenzó a avanzar hacia la casa. Pero cuando estaba a mitad del patio, Villa y los Dorados aparecieron simultáneamente en todas las ventanas y puertas de la construcción, apuntando hacia abajo con rifles y pistolas.
“Alto ahí, coronel!”, gritó Villa desde la ventana principal. “Esta vez no se nos va a escapar. Lo que siguió no fue una batalla, fue una ejecución. Los federales, atrapados en el patio sin cobertura, intentaron resistir, pero estaban en clara desventaja numérica y táctica. En 5 minutos, 18 de ellos yacían muertos en el suelo polvoriento.
Valdez y uno de sus capitanes fueron los únicos sobrevivientes, ambos heridos, pero vivos. Villa había dado órdenes específicas de no matarlos. Ese honor, había dicho, le pertenece a otra persona. Ahora, con Valdés amarrado a un poste en el centro del patio y rodeado por todos los dorados, Lina caminaba lentamente a su alrededor, como puma que acecha a su presa herida.
¿Sabe cuántos niños mataron en San Jacinto Coronel? Valdés escupió sangre en la tierra. No llevaba la cuenta. 12 niños menores de 10 años y usted los quemó vivos. Lina se detuvo frente a él y sacó la navaja que le había regalado Martín López. La hoja brillaba al sol del mediodía como espejo de plata. ¿Sabe cómo se llama esta navaja, coronel? Valdés no respondió.
se llama justicia y ha estado esperando mucho tiempo para conocerlo. Pero en lugar de acercarse a Valdés, Lina se dirigió hacia donde estaba amarrado Sebastián Morelos. El hacendado había intentado huir durante el tiroteo, pero Pablo Herrera lo había atrapado escondido en el establo. Sebastián, le dijo Lina cortando las cuerdas que lo amarraban, tienes una oportunidad de redimirte.
¿Qué? ¿Qué quieres que haga? Quiero que le digas a Valdés delante de todos estos hombres exactamente lo que me dijiste ayer, cuánto le pagaste y para qué. Morelos miró a Valdez, después a Villa, después a los dorados que los rodeaban. Sabía que no tenía opción. “Le pagué 5000 pesos al coronel Valdés”, dijo con voz temblorosa, “para que sacara a los apotecas de sus tierras en San Jacinto.
¿Y qué le dijiste exactamente que hiciera?”, Le dije que los asustara, que los obligara a irse. ¿Y qué hizo el coronel? Morelos tragó saliva, los mató. Mató a toda la aldeia. Valdez rugió como fiera enjaulada. Eres un mentiroso, Morelos. Tú me dijiste que no quería testigos. Tú me dijiste que los eliminara a todos. Eso es mentira. Es la verdad. Tienes las manos tan sucias de sangre como yo.
Villa silvó admirativamente. Miren nada más. Los socios se echan la culpa uno al otro. Lina se acercó a Valdez hasta quedar frente a frente con él. ¿Sabe qué es lo que más me molesta, coronel? No es que haya matado a mi gente. Los asesinos han existido siempre. Lo que me molesta es que disfrutó haciéndolo.
Tu gente eran indios salvajes que se resistían al progreso de México. Mi gente fueron seres humanos que solo querían vivir en paz en las tierras de sus ancestros. Eran un estorbo para el desarrollo nacional. Lina asintió lentamente. Ya veo. Entonces usted no se va a arrepentir nunca de lo que hizo. Jamás hice lo que tenía que hacer por México. Perfecto. Lina se incorporó y caminó hasta donde estaba Villa.
Mi general, ¿me permite hablar en privado con el coronel? Villa miró hacia los otros dorados. Muchachos, vamos a revisar las armas que capturamos. Denle a la señorita 5 minutos para que hable con su amigo. Cuando se quedaron solos en el patio, Lina regresó junto a Valdés, pero en lugar de amenazarlo o torturarlo, se sentó en el suelo frente a él, como si fuera a contarle una historia. “¿Sabe qué es lo que más me gustaba de mi abuela Esperanza?”, le preguntó.
Valdez la miró con desconcierto. Le gustaba contar historias. Todas las noches después de cenar nos juntábamos alrededor del fuego y ella nos contaba historias de nuestros ancestros, de los guerreros zapotecas que habían resistido a los aztecas, de los hombres y mujeres que habían luchado contra los españoles, de los que habían peleado contra los franceses. Lina hizo una pausa jugando con la navaja entre sus dedos.
Su historia favorita era la de Donjí, la princesa zapoteca que se sacrificó para salvar a su pueblo. ¿Conoce esa historia, coronel? No me interesan las supersticiones de indios. Claro que no, pero debería, porque Doní enseñó algo muy importante, que a veces para salvar a tu gente tienes que convertirte en algo que no querías ser. Lina se puso de pie y caminó hasta la puerta de la casa.
Villa, ya terminé. Cuando Villa y los Dorados regresaron al patio, encontraron a Valdés exactamente como lo habían dejado. Amarrado al poste, vivo, sin heridas nuevas. ¿Ya terminaste con él?, preguntó Villa. Sí, mi general, ya terminé. ¿Y qué decidiste hacer? Lina miró por última vez a Valdés, que la observaba con una mezcla de confusión y alivio en los ojos. Decidí no matarlo.
Un murmullo de sorpresa se extendió entre los dorados. ¿Por qué no?, preguntó el tuerto. Porque matarlo sería darle lo que él quiere. Moriría como mártir, como soldado que cumplió con su deber. Pero yo no le voy a dar esa satisfacción. Lina caminó hasta su caballo y montó lentamente. En cambio, voy a hacer algo peor.
Lo voy a dejar vivo para que todos en México sepan que es un asesino de niños que mata por dinero, para que su propio ejército lo despreciee, para que su familia se avergüence de su nombre. Se dirigió a Villa. ¿Me da permiso de llevarme a Morelos? ¿Para qué lo quieres? para cumplir la promesa que le hice, va a recorrer todos los pueblos zapotecas de la sierra, confesando lo que hizo.
Y cuando termine de confesar, la propia gente zapoteca va a decidir qué hacer con él. Villa asintió. Me parece justo. Lina espoleó su caballo y se dirigió hacia la salida del patio, arrastrando detrás de ella a Sebastián Morelos, que iba amarrado a una soga. Pero antes de salir se volvió una última vez hacia Valdés.
Coronel, le gritó, cuando regrese a Chihuahua y le pregunten qué pasó aquí, dígales la verdad. Dígales que una india zapoteca le perdonó la vida. Dígales que los salvajes que usted mató eran más civilizados que usted. Y con esas palabras, Lina Lazares se alejó cabalgando hacia las montañas, llevándose consigo no solo a Morelos, sino también algo más.
llevaba la certeza de que la justicia no siempre significa venganza y de que a veces la forma más cruel de castigar a un hombre es obligarlo a vivir con la verdad de lo que realmente es. Milla se quedó parado en el patio viendo alejarse a la muchacha zapoteca que había llegado a su campamento medio muerta y que ahora se marchaba como una líder que había encontrado su propia forma de hacer justicia.
En sus manos tenía una carta que había encontrado entre los papeles de Valdés, una carta que mencionaba a otros ascendados, otros pueblos indígenas, otras masacres por venir. La guerra no había terminado, tal vez nunca terminaría. Pero algo había cambiado en el desierto de Chihuahua. Una voz nueva se había alzado, una voz que hablaba no solo de venganza, sino de justicia.
Una voz que recordaría a todos que incluso en los tiempos más oscuros la humanidad puede sobrevivir intacta. Como dice el corrido que los músicos apotecas cantarían durante generaciones. No todas las batallas se ganan con balas y no todos los guerreros necesitan matar para vencer.
Y ahora te voy a contar una venganza brutal donde la bala es la justicia hasta el final. Dale click a ese video en tu pantalla. y nos veremos del otro lado. Ándale, puedes darle click, compadre. Te estoy esperando.
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